Acerca de la condena y absolución de una forma de entender la Administración Pública
Por Dr. Marcelo David Sosa [1]
“Una reciente encuesta indica el alto grado de satisfacción de los ciudadanos en el modo y los tiempos de la gestión administrativa estatal, ya que el 73 % de los encuestados manifestó su conformidad con la llamada burocracia del Estado, resaltando que la sencillez, la transparencia y el trato amable son los aspectos destacados, en ese orden. El titular de la Oficina para el Fortalecimiento de la Burocracia se mostró asimismo, satisfecho con los resultados, resaltando el liderazgo político como fortaleza del proyecto instaurado en el país desde hace más de tres décadas”. “El jornal de las ilusiones”. Suplemento Estado y Administración Pública. Año 0 Nº 0. Tampoco disponible en Internet.
En primer lugar, comenzaremos por aclarar que este artículo contiene el trabajo final presentado en la materia “Evaluación de Reforma del Estado y burocracia política”, del Master en Democracia y Buen Gobierno, siendo el profesor de la materia el Dr. Agustín Ferraro, Universidad de Salamanca, 2009-2010.
La metáfora que usa el profesor de la Universidad de Notre Dame du Lac es clara, para comprender acabadamente las dimensiones del Estado: “Como conjunto de burocracias, el Estado parece estar enfrente de la sociedad. Como foco de identidad colectiva postulado desde sus cumbres, el Estado nos aparece como encima de la sociedad. Como filtro que nos separa de otras entidades externas, el Estado aparece alrededor de la sociedad. Y, en la medida que lo percibimos en esa dimensión, el Estado como sistema legal, está adentro de la sociedad” (O´Donnell, 2009: 8).
Como conjunto de burocracias, entonces, el Estado está enfrente de la sociedad, pero ¿puede decirse que está enfrentado en cuanta burocracia con la comunidad? Ahora bien, la falsa noticia del inexistente periódico describe un ideal que no ha sido, pero que nihil obstat a su consecución, para continuar en el uso del lenguaje canónico.
En los países emergentes, donde se hará referencia más de una vez a la Argentina, puede decirse que esa posibilidad es más difícil. Para superar esa dificultad estructural, es preciso que la visión acerca del Estado, sobre el cual planear las nociones de Administración Pública y burocracia, adquiera una dimensión bien diferente de la actual.
Por eso, en este trabajo, para hablar de burocracia, se hablará en primer lugar, del Estado en cuanto Estado, del gobierno, del Estado de Derecho y de las protecciones jurídicas frente al Estado, dentro de los cuales posee relevancia la gobernanza y derecho a la buena administración.
En segundo lugar, se abordará el tema de las Administraciones Públicas y la burocracia, partiendo de analizar el concepto de burocracia, seguido de la definición de Estado de Guillermo O´Donnell, y vincularlo con las principales características de los modelos de Administraciones Públicas. Al destacar sus similitudes, se asumirá la defensa del aquel considerado más cercano a la profesionalidad de la función pública y del sistema de carrera pública, fundado en el mérito y la idoneidad.
Pero para iniciar el camino de cambio, hacia el ideal trazado por el Jornal de las ilusiones, es necesario saber que hay desafío que enfrentar por las Administraciones Públicas: la lucha contra el clientelismo y el patronazgo, el fortalecimiento de la profesionalización del sector público y el fomento del liderazgo político, donde asume un rol particular la cooperación de los Poderes Ejecutivo y Legislativo, un aspecto que se hace recurrente en el trabajo.
Un interrogante planteado es si habiendo más burocracia, habrá más derechos ciudadanos en relación con la función pública. La respuesta viene de la mano de las conclusiones, sosteniéndose en estas que es hora de levantar la excomunión y dar por terminado el anathema sit, pero en tanto y en cuanto la burocracia “prometa” incorporar algunos elementos, acordes a los tiempos que vivimos.
Es lícito aspirar a un Estado activo, responsable e inclusivo, cuyas instituciones se rijan por los principios de honestidad, transparencia y de eficiencia en la gestión pública, actividad que se actualiza a través de la estructura burocrática de carácter esencialmente igualitaria y no arbitraria.
Pero ¿qué se entiende por Estado? Puede sostenerse que es una unidad de orden ético, ya que el orden se manifiesta como la correcta disposición de las partes en vistas de un fin, e históricamente ha ido adoptando funciones crecientes en número y en intensidad, algunas con carácter de exclusividad, otras en concurrencia con las actividades libradas a la iniciativa privada. El concepto de necesidades públicas proviene de los fines que el Estado persigue en su faz dinámica y de acuerdo con las decisiones de quienes representan las fuerzas políticas dominantes.
En tal evolución, se han dado diferentes estadios, por los cuales ha atravesado la democratización de los Estados. Desde los casi poliárquicos (s. XIX), pasando por las poliarquías plenas (fines del s. XIX hasta la Primera Guerra Mundial), hasta llegar a la plena democratización de las poliarquías (interrumpido luego de la Segunda Guerra Mundial). De modo reciente, las sociedades democráticas occidentales han orientado sus concepciones estatales hacia el Estado social de Derecho, que reconoce o debe reconocer derechos y garantías a toda la población, sin discriminaciones de ninguna clase, en tanto se entienden adquiridos intrínsecamente por ser personas; ergo, el Estado se subordina a la ley, como norma anterior a sí mismo. Ese Estado social puede ser considerado como una manifestación del federalismo cooperativo.
En la medida que el sistema legal “es un entramado de reglas que penetran y co determinan numerosas relaciones sociales” (O´Donnell, 2007: 28), hace referencia a la dimensión jurídico legal del Estado, que en la contemporaneidad, adquiere forma en las constituciones nacionales.
De ese orden formal, resulta que el Derecho es algo moralmente objetivo y en cuanto tal, es un medio para la perfección de la vida social, en tanto requiere de conductas, normas y relaciones justas. El Derecho, entonces, le otorga la formalidad legal en sentido amplio o material al ser estatal. Como expresión de un avance en la evolución política, nos encontramos ante el Estado de Derecho, que no es solo un Estado sujeto a un régimen jurídico, sino que incorpora otros elementos esenciales.
En efecto, el otro factor que determina la existencia de un Estado de Derecho, además de la división de poderes y su control, es la vigencia de ciertos derechos que al ser positivizados por la Constitución, se consideran derechos fundamentales. Pero todos, unos y otros son propios del hombre y exigibles a los Estados según su medida. En última instancia, Constitución significa: “una estructura de la sociedad política, organizada a través de y mediante ley, con el objetivo de limitar la arbitrariedad del poder y someterlo al derecho” (Sartori, 2008: 21).
En este orden jurídico estatal, es esencial la valoración de las libertades, pues “tan importante resulta la postura que el Estado adopta acerca de la libertad, que la democracia, o forma de Estado democrática, consiste, fundamentalmente en el reconocimiento de esa libertad” (Bidart Campos, 2007: 45). Los contenidos son: un status personal, donde el hombre es el sujeto de derecho; como un poder de disposición y productor de efectos jurídicos; y como un área de intimidad y el principio de legalidad, donde todo lo no prohibido está permitido. El constitucionalista argentino ha sostenido que: “la democracia implica situar políticamente al hombre en un régimen de libertad, en el cual la dignidad de la persona, y los derechos que ella ostenta, se hacen realmente efectivos y vigentes. Diríamos que equivale a un régimen de justicia” (Bidart Campos, 2007: 431).
La libertad es un concepto de vastísimo contenido[2], ya que por ella, se produce el actuar voluntario del hombre y no puede ser definido acabadamente a partir de una dimensión puramente negativa. En este caso, no sería completa la definición que sostiene que la libertad política es frente al Estado y no una libertad para otra cosa. Nada más alejado. En efecto, la libertad es positiva, generadora de acciones, productora de efectos personales, sociales, jurídicos y políticos, y mal puede argumentarse que la libertad es negativa o de abstención. Cuando Sartori aclara el concepto, sostiene que: “no es que la libertad política sea únicamente libertad para (negativa o protectora). Cuando se despliega la libertad política, se convierte en libertad de (votar, participar, etc.); pero hay que caracterizarla como libertad para, como no impedimento, porque este es su aspecto primero” (Sartori, 2007: 49).
La libertad personal o interior es requisito indispensable para la exterior, y que en política, adquiere todas las dimensiones, fruto de la conquista y de la evolución de los derechos, hasta llegar a la actualidad, y que podrían ser resumidos en el derecho a elegir y ser electo, como expresión de la soberanía del pueblo, pero que además, se expresan en la universalidad, igualdad, representación, expresión, responsiveness, etc.
Y es que el valor igualdad ante la ley consiste en asegurar a todos los hombres los mismos derechos, lo que requiere imprescindiblemente de algunos presupuestos de base, como remoción de obstáculos que la limitan de hecho, igualdad de posibilidades para el desarrollo integral y la promoción el acceso efectivo al goce de derechos.
Pero en la realidad, ocurre un distanciamiento de la formalidad prescripta por las normas y se vulnera aquel “valor que es la eliminación en la arbitrariedad en el ámbito de la actividad estatal que afecta a los ciudadanos” (Zagrebelsky, 2008: 21). Ahora bien, una de las consecuencias es la igualdad de acceso de los ciudadanos para todos, en los términos de la sociedad política-estatal. En el hecho concreto, eso se traduce en el acceso efectivo a los servicios esenciales: “igual educación para todos para comenzar; pero después también un bienestar relativamente igual que haga desaparecer la ventaja de los ricos sobre los pobres. Y es este punto la igual oportunidad de posiciones de partida desemboca en la igualdad económica” (Sartori, 2008: 52).
1.2. Derechos y Estado
Estamos en la época de los derechos, con el alcance que a esta expresión le da Rubio Llorente (Rubio Llorente, 2006: 205). Siguiendo la ideología de los derechos, es oportuno preguntarse si de esa inteligencia se sigue alguna consecuencia positiva o si es solo un flatus vocis. Es clara la postura de quienes sostienen que la persona posee derechos que le son propios, en función de su naturaleza específica; esto es, por el solo hecho de ser persona. El poder estatal, en este caso, encuentra su causalidad y justificación, en tanto sea el elemento que posibilite la realización de aquellos derechos del hombre.
Hay un marcado riesgo en asumir la corriente que sostiene que: “la fuente de los derechos no es la persona o su dignidad, sino la percepción que de ella se tiene, es decir, un hecho social (Rubio Llorente, 2006: 206). Ello porque la percepción varía de una sociedad respecto de otra, que a su vez, también difiere de una tercera, lo cual deja librado a la contingencia de la opinión, un aspecto fundamental de la sociedad, como es la dignidad humana, un concepto sustantivo y real.
Si el Estado es una unidad de orden ético, el sistema político implica una determinada conformidad de los estratos sociales con su objeto propio, una cierta concordia cívica o política o amistad social que se realiza en el cumplimiento de los fines del Estado. La justificación ética se traduce en la materialización de la garantía de los derechos. Por tanto, aquel no debería solo garantizar los derechos fundamentales, sino extenderlo a la protección de todos los derechos humanos, claro está, reconociendo el umbral de la sociedad civil y de los individuos.
Es acertada esta construcción de considerar que son los derechos humanos la razón parcial de ser del Estado y no solo una explicación por vía negativa de la existencia del poder estatal. El Estado, además de abstenerse de impedir la concreción de los derechos y libertades propios del hombre, deberá ejercer acciones positivas de protección, frente a la amenaza o lesiones de otros, donde se incluye, desde luego, el propio poder público. Así, es conveniente que el fundamento de los derechos, del Estado e incluso de la propia sociedad, una vez constituida la organización estatal deje de ser discutido, ya que ello pondría en tela de juicio su misma constitución. Por eso, una parte de los derechos humanos deban ser considerados como fundamentales, a través de la positivización por la Constitución, ya que en estos reposa y se yerguen los cimientos de la sociedad civil y política.
En una de las vertientes jurídicas, como en el caso de Argentina[3], es tan relevante el papel de la protección de los derechos, que hasta el mismo legislador es sustraído de su facultad de interpretar la ley que él mismo ha sancionado, y la Constitución le adjudica esa tarea al juez, quien posee la potestad de declarar su inconstitucionalidad y por tanto, su ineficacia. Pero a fines de no invadir la esfera de poderes, remite al legislador la oportunidad de modificación o derogación legal.
1.3. Gobernanza, colaboración de poderes y derecho a la buena administración
Una de las claves del buen rendimiento burocrático es el reclutamiento meritocrático, por sobre los salarios competitivos, la estabilidad laboral o la promoción interna (Ferraro, 2006: 243). Por ello, dicho reclutamiento es la principal cuestión a considerar en los planes de reforma estatal, relacionadas a la propia estructura de la función pública.
A contrario sensu, las limitantes son el clientelismo y el patronazgo político sobre lo cual se hablará más abajo, pero no son solo limitantes, sino que esos factores, al impedir la existencia de burocracias profesionales permanentes, se transforman en verdaderos obstáculos generadores de problemas en la gestión pública, de modo tal que el desarrollo económico y el carácter de burocracia están estrechamente relacionados (Ferraro, 2009: 176). De allí que en esa dualidad, se encontraría parte de las respuestas explicativas de la imposibilidad que algunos países, entre los cuales se encuentra Argentina, “no hayan podido alcanzar, hasta la fecha, un desarrollo pleno y sostenido” (Ferraro, 2009: 176).
A estos factores hay que sumar otro, consistente en el “aporte que puede realizar el congreso a la buena gestión administrativa, mediante su participación en la elaboración de políticas públicas y en la dirección operativa sobre su implementación” (Ferraro, 2009: 176). Esta perspectiva es, sin duda, una de las cuestiones que más resistencia pueden acarrear en los gobiernos latinoamericanos -con la excepción de Chile[4]-, pues se vería como una disminución e incluso intromisión de un poder en otro.
De todos modos, este cambio de visión sobre la administración de las políticas públicas pasa por una reinterpretación del principio de la división de poderes según el modelo norteamericano y del poder administrador de la doctrina francesa, y de la autopercepción de los legisladores, respecto de cual es su función en la elaboración y ejecución de las políticas de Estado. Se ha incurrido en el error de separar la formulación de las leyes (tarea del Parlamento) de la implementación posterior (asignada a la burocracia bajo el control ejecutivo), a pesar del desarrollo de los Estados burocráticos o administrativos, que han adquirido la capacidad de regular a través del aparato administrativo una cantidad arrolladora de aspectos de la vida social.
Sin embargo, en Argentina la experiencia (positiva) de organismos asimilados a las agencias de los Estados Unidos, es la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU), cuyo personal tiene uno de los niveles de profesionalismo más altos en la administración pública federal, puede considerarse exitosa (Ferraro, 2009: 200). Esto indica que, si existe verdadera vocación para sostener una función pública eficiente y profesional, la doble presencia de funcionarios del ejecutivo y de legisladores, sea en la implementación y en control del funcionamiento del organismo, en nada debilita al gobierno, sino que en todo caso lo fortalece, por la eficiencia de gestión.
Ahora bien, en sintonía de lo dicho, la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea o Carta de Niza, entre los derechos, libertades y principios reconocidos, en el art. 41, contiene el Derecho a una buena administración, dentro del Capítulo V, derechos de la ciudadanía[5]. Esta disposición, al igual que el derecho de acceso a los documentos de manera autónoma del art. 42, “trazan un canon europeo nada desdeñable que está llamado a proyectar (…) una notable influencia en la reforma administrativa de la Administración General del Estado, o si se prefiere, en los modos de actuar de nuestra maquinaria administrativa” (Tomás Mallén, 2004: 29).
De esta manera, la buena administración se erige como un nuevo principio rector de la actuación de las administraciones públicas y como un derecho fundamental, integrándose en un conjunto de sub derechos ya existentes, por lo que en sentido estricto, no es un nuevo derecho, pero que exigen a la Administración su adecuación en estructura y funcionamiento de tales principios. Así es que el derecho a la buena administración se configura en una garantía de otros derechos, esencialmente respecto de aquellos que debe generar el Estado por sí o como protector de los que generen otros.
Como un contenido transversal, “el acercamiento al derecho a una buena administración propicia: de un lado, una apuesta exhaustiva en el examen del sistema constitucional de derechos y libertades” (Tomás Mallén, 2004: 30-31), de modo tal que la buena administración constituye un directo correlato del Estado de Derecho, en tanto este plantea un orden jurídico político fundado en la ley garantizadora de derechos. De lo dicho, se sigue que en tanto el derecho a la buena administración incluye otros subderechos o garantías invocables ante la Administración, no se trata de que solo se ejerzan ante el poder, sino que debe ser ejercido “frente y ante la Administración, en el marco del contemporáneo Estado social y democrático de Derecho” (Tomás Mallén, 2004: 30).
2. Las Administraciones Públicas y la burocracia [arriba]
2.1. El poder público
Ya desde el concepto de la política que nos viene del arjé de Aristóteles, en tanto arte del manejo del gobierno [poder] y con la incorporación de la noción publicum de los jurisconsultos romanos, puede establecerse que, ante todo, el poder es político. Maquiavelo descubre con precisión, que el objeto de la política es el poder y, como un imán que atrae, su persecución, obtención y mantención en él.
En efecto, el poder político es una manifestación de la capacidad del hombre, basada y fundamentada en la autoridad y la fuerza, que es eficiente para la obtención de determinadas conductas (aspecto positivo) y para la prohibición de otras (aspecto negativo), con el objeto de procurar el bien común de la sociedad. Esa capacidad que alguien posee sobre otro, para que haga algo aun en contra de su voluntad, se vale de instituciones y normas que regulan las relaciones de poder.
En el análisis de la génesis y proyección del poder, vemos que su legitimación se da a través de dos vías: por el origen y por el ejercicio. Según el origen, si fue adquirido según la forma o el procedimiento legal establecido. Según el ejercicio, si conduce a la comunidad a su fin.
La autoridad es una exigencia de la sociedad, ya que le da y mantiene la unidad, ordenándola en busca de sus fines propios y que debe reunir una base de eticidad. Así resulta que la autoridad posee el derecho de exigir de los miembros los medios necesarios y precisos para lograr el bien común, al tiempo que el ciudadano debe obedecer las leyes del Estado y las órdenes del gobernante.
De esta manera, se colige que la obediencia a las disposiciones, normas u órdenes justas, no atentan contra la libertad, sino que en realidad, la facilitan y encauzan rectamente, con lo cual el asentimiento a la autoridad no es incompatible con la libertad. Al mismo tiempo, la autoridad tiene el deber de conducir a la comunidad hacia su fin, por lo cual al ciudadano le corresponde el derecho de exigir, como su suum, que sean ejecutadas las políticas públicas más eficientes. El deber correlativo social es colocar en las funciones públicas a los más dignos e idóneos.
La autoridad, entonces, exige la posesión de la prudencia política, pues esta virtud permite discernir en toda circunstancia, cuál es el verdadero bien, eligiendo los medios rectos para realizarlo -recta ratio agibilium-, en el caso concreto, complejo y urgente.
Por tanto, la autoridad del Estado, no es el Leviatán de Thomas Hobbes, que solo existe para impedir que el hombre sea homo homini lupus, sino que más bien se acerca a la construcción de John Locke, en tanto es una entidad que busca proteger los derechos de los súbditos (ciudadanos). Pero será con Montesquieu, con quien se afirma la tesis que el Estado existe para garantizar las libertades individuales (políticas, religiosas, económicas) y donde el gobierno es una parte del Estado, y por tanto le es vedado oprimir al ciudadano. Con este autor, con su principio de la división de poderes, más el aporte del sistema de pesos y contrapesos de los constitucionalistas anglosajones, se sientan unas de las bases esenciales de los Estados modernos, más el contractualismo de Rousseau, expresado en el pacto social.
Se sostuvo que a la autoridad estatal legítima se le exige eficacia sobre su acción de gobierno. La relación de la legitimidad con la eficacia no es de carácter transitivo, pero con la imagen de Juan José LINZ, hay una relación de “vasos comunicantes” (Ley de Stevin). Es decir, un sistema político puede perder legitimidad y deberá generar más eficacia, ya que, a mayor desarrollo, crecimiento y éxito en las políticas públicas, la legitimidad es menos cuestionada.
En este sentido, la legitimidad queda oculta cuando la eficacia es mayor (como en el caso de China, donde el crecimiento económico desvanece el cuestionamiento de la legitimidad del régimen); y a la inversa, cuando la eficiencia no es suficiente, habrá que buscar el apoyo de la legalidad y de sus principios (carismática, tradicional o legal racional).
Expresando quizás una paradoja esencial, nuestra época es aquella donde: “todo el mundo proclama en voz alta los principios democráticos liberales de la legitimidad, las instituciones del Rechtsstaat, incluso en los casos en que puedan violarse constantemente. (…) Esta es una realidad que los Estados modernos no pueden ignorar excepto inclinándose hacia el autoritarismo…” (Linz, 2008: 571).
¿El poder para qué? No basta para justificar al Estado gendarme hobbesiano, sino que aquí se lo une a la eficacia, una variable del sistema político, que permite evaluar como las necesidades son cubiertas por el poder o posibilitadas por este.
2.2. El concepto de burocracia en la definición de Estado de Guillermo O´Donnell
Guillermo O´Donnell es el creador del concepto “Estado burocrático autoritario”, que caracteriza a un Estado que busca desplazar e inhabilitar a la clase política y sus mecanismos democráticos, a fines de restaurar un orden y un sistema anteriores, que se han visto alterados por un movimiento popular, con un marcado protagonismo de los trabajadores. En esta tipología de Estado, se configuran la falta de fundamento racional en las decisiones de gobierno, un sistema social carente de libertad y la negación al consenso político.[6]
El análisis de la definición parte de la centralidad que posee el poder en relación al Estado, donde las dimensiones del aquel se expresan: como conjunto de burocracias, que he relacionado con Administración Pública eficiente; como sistema legal, donde destacaría el papel del Derecho, de la ley y del Estado de Derecho; como foco de identidad colectiva, donde se apuntaría la noción de patria; y como filtro, donde pueden establecerse puntos de conexión del Estado, en tanto protector de los intereses nacionales. En la referencia a este trabajo, solo se desplegará la característica del Estado como conjunto de burocracias.
Aun así, un párrafo especial lo constituye el adjetivo democrático, siguiendo el mismo hilo conductor de O´Donnell, poniendo de relieve la importancia del Estado de Derecho, como el mejor medio para la consecución de los factores que hacen al desarrollo integral de la persona. He aquí la definición de Estado de Guillermo O´Donnell:
“Un conjunto de instituciones y de relaciones sociales (la mayor parte de estas sancionadas y respaldadas por el sistema legal de ese Estado) que normalmente penetra y controla el territorio y los habitantes que ese conjunto pretende delimitar geográficamente. Esas instituciones tienen como último recurso, para efectivizar las decisiones que toman, la supremacía en el control de medios de coerción física que algunas agencias especializadas del mismo Estado normalmente ejercen sobre aquel territorio” (O´Donnell, 2007b: 28).
Como el mismo autor indica, tal definición es descriptiva, en tanto traduce lo que el Estado es, y no lo que debería ser o lo que puede hacer. En efecto, quedan afuera de esta noción las concepciones deontológicas o prescriptivas, para centrarse en lo que la realidad muestra como evidente.
En tanto conjunto de burocracias, se les asigna a estas las responsabilidades a ejercer en la estructura estatal, que en términos jurídicos, se denomina asignación de competencias. Por el principio de división de poderes y el de división del trabajo, a cada organismo del Estado le corresponde ejercer una potestas, que se configura como derecho-deber, para desarrollar así una función específica que justifica la existencia de dicho organismo. La organización de la burocracia es compleja y de dimensión jerárquica, por mandato normativo, sea constitucional, legal o reglamentario.
Para O´Donnell, la burocracia “es un conjunto de relaciones sociales de comando y obediencia que está jerárquicamente pautado por reglas formales y explícitas, vigentes en el seno de una organización compleja” (O´Donnell, 2007b: 30). De aquí mismo, se infiere que las relaciones que han de desplegarse son, precisamente, no igualitarias, tanto para los que conforman su interior, cuanto para los que se relacionan con ella desde la sociedad.
En ese crudo despojo de la ciudadanía, ante las crecientes burocracias, “tal vez nada revele mejor la carencia de derechos de pobres y vulnerables que sus interacciones con burocracias estatales cuando deben obtener un empleo o un permiso de trabajo (…) o simplemente (pero a menudo trágicamente) cuando tienen que ir a un hospital o a una estación de policía. Esta es la otra cara de la luna para los privilegiados, que para evitarla montan elaboradas estrategias y redes de relaciones” (O´Donnell, 2007a: 163).
El problema es que cuando se trata de relaciones de burocracia, “los individuos - ciudadanos o no- se encuentran a menudo en situaciones de marcada desigualad de facto. Ellos enfrentan burocracias que actúan sobre la base de reglas formales e informales que rara vez son transparentes y fácilmente comprensibles” (O´Donnell, 2003: 76). En este punto, nuestro autor hace evidente una importante distinción en el maltrato que padecen los ciudadanos por parte de las instituciones estatales, y les opone no el buen trato, sino el trato democrático, que tiene lugar cuando aquellas respetan los derechos y la dignidad de las personas.
Kant sostenía que el derecho es un fruto de la razón y del pensamiento humano, y el poder se articula como un conjunto de poderes absolutamente sometidos al concepto de soberanía popular. Si bien esta es limitada, el concepto de pueblo se refiere solo a los propietarios y a los que pagan impuestos. El concepto ampliado de pueblo se alcanzará más tarde, pero ¿no hay un retroceso al concepto kantiano, cuando observamos que los ciudadanos parecieran estar catalogados entre primera o segunda categoría? Incluso aplicando la terminología del filósofo alemán, pareciera que sí.
2.3. Modelos de Administraciones Públicas: similitudes
El modelo clásico de Max Weber de la burocracia estatal moderna se basa en un fuerte espíritu de servicio público, con cuatro características principales: el reclutamiento meritocrático mediante exámenes públicos y competitivos, ingresando al sistema mediante exámenes formales, siendo el reclutamiento protocolario, público y con garantías; carrera profesional: posibilidades de ascenso en la organización hasta los niveles directivos, incluyendo promoción interna, difícil en América Latina, sino se tiene un patrón político; estabilidad laboral, es decir protección jurídica frente al despido arbitrario (“reparto del botín” politización de la administración); salarios competitivos respecto al sector privado, siendo este el factor menos relevante. En suma: reclutamiento basado en el mérito, promoción interna, estabilidad de carrera y mejores salarios para los empleados públicos que se incorporan al sistema (Ferraro, 2009: 122, 132).
La debilidad está dada por la distancia frente a la ciudadanía: a partir de cierta mentalidad jerárquica, este tipo de burocracias ofrecían necesarios servicios públicos, “pero sin consultar al ciudadano en forma sistemática sobre las características y configuración del servicio publico, o mucho menos invitarlo a participar en su gestión o control” (Ferraro, 2009: 207). Una y otra postura han creado formas para acercar al ciudadano a la administración estatal y burocrática y quitarle esa sensación de inaccesibilidad que la caracteriza.
En América Latina, por ejemplo, donde la sociedad civil es de constitución frágil y su organización es endeble, los ciudadanos se enfrentan con un sistema jurídico extremadamente complejo, accesible solo para los expertos: las leyes republicanas parecen ser el ius sacrum y los funcionarios burocráticos, pontifex maximus, donde solo ellos, pues ejercer el ius dicere, donde no faltan los abogados expertos. Y esto no es casual, y aun siendo de aplicación al sistema judicial, puede extenderse el concepto y sea posible afirmar que: “esta atmósfera cerrada es cultivada, precisamente, por los profesionales del derecho, que postulan que el asunto de la justicia -y su posible reforma- debe ser confiado íntegra y exclusivamente a ellos; postura cuya principal función ha sido contribuir a que no se modifique el sistema existente” (Pásara, 2004: 547), lo cual trae a colación aquello que “el personal más importante del Estado eran los juristas y resultaba lógico que el estudio de la Administración se concentrase exclusivamente, como queda dicho, en el Derecho Administrativo” (Ferraro, 2009: 148 en cita a Kickert 1996, 89).
Pero ya no basta un derecho híbrido, formulista, decimonónico, sino que: “el Derecho Administrativo requiere crear instituciones mediadoras que le den al pueblo, a los grupos de la sociedad civil, empresariales y sindicales, canales establecidos para proporcionar inputs y exigir justificaciones respecto a las políticas públicas” (Rose-Ackerman, 2005: 9).
La reformulación proveniente del Estado Neo-weberiano, por ejemplo, mantiene el fuerte espíritu de servicio público del weberianismo clásico, incorporando innovaciones emparentadas con el neo-gerencialismo y otras que se relacionan con la preocupación por renovar y profundizar la democracia y la participación de los ciudadanos en la gestión pública. Postula crear una cultura profesional de calidad de servicio y atención a las expectativas del ciudadano entre los servidores públicos, complementa el esquema con un enfoque de redes políticas y una concepción activa de la ciudadanía, para desarrollar una administración participativa antes que una administración gerencial; promueve un ideal organizativo de carácter público, buscando la participación de los ciudadanos en procesos deliberativos en el interior de las estructuras burocrático administrativas, así como la inserción del organismo público en redes de asociaciones de la sociedad civil, como grupos no-gubernamentales y otros tipos de organizaciones (Ferraro, 2009: 207).
Todo ello se centra en una de las discusiones que plantea Agustín Ferraro sobre los “mecanismos y procedimientos que permiten hacer la gestión administrativa más cercana al ciudadano, menos distante y más transparente” (Ferraro, 2009: 207).
2.4. El desafío de las Administraciones Públicas
El Estado, en su expresión administrativa, asume la denominación de Administraciones Públicas, expresión que en plural alude a su vez, a concepciones plurales y disímiles acerca del Estado, y es “animado por un conjunto muy numeroso de personas físicas que en ellas trabajan. Dentro de ese colectivo, que constituye lo que podríamos denominar el factor humano de la organización pública, hay que distinguir varios grupos” (Sánchez Morón, 2002: 21). Entre ellos, se encuentran quienes ejercen funciones de naturaleza representativa producto de elecciones democráticas (directas o indirectas) o por designación de organismos con representatividad democráticas, que poseen mandatos temporales y periódicos o mientras dure la confianza de quien los designó.
De otro lado, no por antagonismo de funciones, sino por la importancia estratégica y el costo que significan para el Estado, están quienes se desempeñan como empleados públicos propiamente dichos y son los más numerosos: “pero la mayor parte del personal que trabaja al servicio de las instituciones o Administraciones públicas lo hace en ejercicio de su profesión u oficio, es decir como trabajadores por cuenta ajena mediante la correspondiente retribución. Este colectivo conforma lo que se denomina empleo público” (Sánchez Morón, 2002: 30).[7]
En América Latina, el bajo nivel de rendimiento de las burocracias puede ser explicado recurriendo al “predominio del clientelismo y patronazgo político, que impiden un reclutamiento basado en el mérito y una carrera funcionarial estable” (Ferraro, 2009: 175), de moto tal que, en resolver esas cuestiones para conformar una verdadera carrera administrativa, radica gran parte del desafío de las Administraciones Públicas.
2.4.1. El clientelismo y el patronazgo político
Esta particular amistad interesada o instrumental es sin duda, una de las prácticas informales más frecuentes de la vida política en los países en vías del desarrollo, pero que no se limita a ellos, y “resulta irónico que existen países con un grado de modernización, desarrollo económico e incluso democráticos consolidados en los que prevalecen este tipo de costumbres, tales como Austria, Japón y Estados Unidos” (Audelo Cruz, 2004: 129), y en los países desarrollados, “la presencia de prácticas clientelísticas aparecería como un anatema a su progreso económico y político” (Gordin: 10).
Esta práctica, consistente en la designación de empleados para obtener una ventaja política en el corto plazo (intercambio de favores materiales por subordinación política), es un modo de articulación informal de las relaciones sociales y políticas.
La perspectiva general es de carácter funcionalista, en tanto plantean, de una u otra manera, que el clientelismo se da a partir de una especial formal contractual, pero eminentemente informal y asimétrica, donde intervienen al menos dos partes -o tres, si se consideran los intermediarios o brokers-, y con “obligaciones difusas”.
El clientelismo, desde la perspectiva sistémica del patronazgo político, es enfocado desde la particularidad del gasto público y la distribución y asignación de empleos estatales, más concretamente, en una repartición ministerial. Su análisis se formula a partir de factores económicos (control), políticos (electorales) e institucionales con recursos estadísticos, “con variaciones temporales y que de análisis de diferentes países (o gobiernos subnacionales)” (Gordin, 2006: 3).
El clientelismo y el patronazgo, aun cuando tienen una relación de implicancia, no son conceptos sinonímicos, sino que contienen diferencias específicas. En efecto, el clientelismo es una práctica informal que se configura como: “una relación de poder e intercambio asimétrica que envuelve una transacción particularista asociada con la distribución de bienes públicos, sea en forma de voto o alguna otra forma de apoyo político a cambio de recursos públicos (i.e. empleo y/o incremento salarial), conferida como favores” (Gordin, 2006: 3), mientras el patronazgo, en cambio, se refiere al objeto de intercambio de un modo más explícito.
El empleo público aparece aquí como el servicio (mercancía en términos de mercado) que ofrece el patrón como contraprestación de la relación de reciprocidad propia del clientelismo: “public jobs are excludable goods that can be distributed to partisan constituents in the absence of civil service rules. These public jobs reward supporters and their dependents through a publicly provided income, with additional positive externalities for a community of actors embedded in clientelistic networks” (Calvo y Murillo, 2003: 4).
Las prácticas como el clientelismo, patronazgo y la corrupción coexisten en el sistema de la nueva ola democrática, al que pueden debilitar: “patterns of clientelism, corruption, and patrimonialism coexist with (and often subvert) new democratic, market, and state institutions” (Helmke y Levitsky, 2004: 725). A esas prácticas las asocian esencialmente a formas corruptas que minan o socavan las instituciones democráticas.
Existe un denominador común, que es una delgada línea que separa al clientelismo de la corrupción, que estaría dada por la subversión de la ley, por la utilización perversa de instrumentos para la consecución del fin, y por el uso del elemento coercitivo en aquella relación asimétrica y desproporcionada. Pero aun sin que se den estos tres elementos, poco parece encontrarse de positivo en las prácticas clientelares para el desarrollo de la dinámica política en el mejor sentido.
Es decir, si no cambia el escenario (de precariedad y vulnerabilidad social), poco importa que cambien los actores (patrones y clientes), mientras no cambie el libreto (del clientelismo), nada cambiará en esta representación ciudadana, con pretensiones de ser auténticamente democrática, que conjugue al mismo tiempo el respeto al mérito y a la idoneidad, en un tema clave como es la creación y sostenimiento de la carrera del servicio profesional del Estado.
2.4.2. La profesionalización del sector público
El clientelismo y el patronazgo político condicionan a un aspecto fundamental de la Administración Pública, y que consiste en la profesionalización del sector público, según se dijo. De hecho, este es uno de los principales aspectos por los cuales el sector político de los gobiernos de los Estados de Latinoamérica se opone a crear un servicio profesional, estable y objetivo, porque precisamente disminuye el poder de influencia de los accesos a los cargos públicos por razones exclusivamente clientelares o político partidarias.
De hecho, en Argentina, “designar funcionarios de carrera para puestos de gerencia política no está en la escala de valores” (Ferraro, 2006: 169), con lo que ya se anticipa cuál es la visión de la presencia de la burocracia profesional en los cuadros jerárquicos. Siguiendo en este país, es muy clara la apreciación de “burocracia desairada” (Ferraro, 2006: 170), ya que alude a la concepción de la burocracia que han tenido los máximos responsables del Poder Ejecutivo, que asumen también la misma responsabilidad en la Administración Pública; en el caso del presidente Raúl Alfonsín (1983-1989), la consideró sospechosa de deslealtad, por lo que creó sistemas de burocracias paralelas; con Carlos Menem (1989-1999), se iniciaron importantes caminos de reforma, con la (re) instalación del concepto de función pública, para lo cual se destinaron elevados presupuestos, y el organismo responsable tuvo una significativa gravitación en el Estado Nacional y en el diseño de la estructura de gobierno; todas estas características tuvieron replicación en las provincias; aun así, se continuó con el sistema de designaciones políticas, obviando el acceso por mérito y la carrera profesional; y con la administración de Fernando De la Rúa (1989-2001), se acentuó el descrédito de los equipos profesionales, neutralizándolos (Ferraro, 2006: 170-171). Con la presidencia de Néstor Kirchner (2003-2007) y continuado por su esposa Cristina Fernández (2007), se evidencia un leve resurgir en la dimensión federal que ha tomado la jerarquización de la función pública y de la carrera administrativa.[8]
Hay una constante común a los gobiernos constitucionales: la falta de confianza y endilgar que seguían siendo leales a los gobiernos anteriores, lo cual fue justificación por demás utilizada, para habilitar designaciones políticas al margen de la carrera del servicio profesional. “Ignorarlos, neutralizarlos o reduciéndolos paulatinamente en número (a menudo, eligen las tres alternativas)” (Ferraro, 2006: 177) ha sido el modus operandi de los políticos argentinos, respecto de los funcionarios públicos de carrera, con el aval de la supuesta falta de confianza, como se dijo.
Más no basta como explicación, la desconfianza respecto a los funcionarios profesionales, como la expresión (racional) de un interés personal por parte de los políticos, sino que hay que atender a razones, como mejorar sus perspectivas de reelección, mediante la designación de tantos seguidores leales (personales o partidarios) como sea posible, a pesar de que esto implique una reducción a largo plazo de la capacidad estatal, o bien en juicios de valor negativo acerca de su legitimidad social, o por último, en patrones cognitivos que consisten en una “serie de preconceptos sobre la legitimidad de las instituciones que fundamentan y refuerzan la desconfianza de los políticos hacia la burocracia profesional. Se trata de un factor que se agrega a los basados en el auto-interés y que induce también a los políticos a negarse a trabajar con un servicio civil de carrera: simplemente no atribuyen a esta institución suficiente legitimidad como para merecer respeto y apreciación profesional” (Ferraro, 2006: 180).
Es decir, no se trata solo de una nota accidental, sino que detrás de esto, hay una concepción del Estado, de la democracia, del poder administrativo y del Poder Ejecutivo. Las motivaciones van más allá de designar a sus seguidores. La clave está en las motivaciones que llevan a los políticos a oponerse a la reforma administrativa o bien a no promoverla con suficiente energía. Se quiere obtener rédito político de decisiones tomadas por criterios no políticos; es decir, se da una politización de la administración pública. Son factores no auto-interesados (más allá de la teoría de la elección racional).
2.4.3. El liderazgo político y (nuevamente) la colaboración de poderes
Ninguna política de Estado puede llevarse adelante sin, valga la redundancia, liderazgo político. Y la profesionalización del sector público, para ser considerada tal, requiere de una intencionalidad específica, en tanto sus actores y los efectos se dan en el centro mismo del Estado: el empleo público. Pero tal liderazgo no debe estar presente de manera exclusiva en el ámbito del Poder Administrador, sino que es esencial el papel que desempeñe, y por tanto, el compromiso político, del Poder Legislativo.
De hecho, una de las críticas que formula Max Weber al sistema imperante en la Alemania de los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, es la ausencia de un “liderazgo político técnico competente” (Ferraro 2009: 175), que genera separación entre política y burocracia, lo que es resaltado en la comparación que hace del modelo británico, cuyo Parlamento se había convertido en “la arena central para el reclutamiento y selección de líderes políticos técnicamente preparados y con excelentes relaciones de trabajo con los funcionarios empleados en los ministerios, es decir, con la burocracia pública” (Ferraro, 2009: 175).
Una mejor comunicación entre el legislativo y el cuerpo de funcionarios públicos es benéfica porque contrarresta el efecto burbuja y mejora la retroalimentación y la información sobre los resultados de implementación de una política formulada por el aparato legislativo y, por lo tal, produce mejores resultados de gestión. De tal modo, al “fortalecer la posibilidad de liderazgos políticamente carismáticos en el parlamento, cuyo modo de funcionamiento asegura que los líderes reciban también un entrenamiento técnico, sobre todo, en el ámbito de las políticas públicas” (Ferraro, 2009: 62).
La decisión implica una cierta unidad, no debe ser equiparada al contrato social de Rousseau ni a la temerosa unidad de Hobbes ni a simples coaliciones o acuerdos políticos. Por el contrario, aunque puede incluir los factores señalados, los supera en su contenido, ya que la “convergencia de voluntades presupone una visión común y algo efectivamente común, que será precisamente el fundamento del consenso y del vivir juntos. Como se ve, el autor evoca aquí sin nombrarla a la doctrina aristotélica de la ´homónoia´ (literalmente: ´espíritu, sentir o visión común´), que fuera luego transcripta al latín como ´concordia´” (Lamas, 1996: 1).
Por tanto, la concordia política es una institución, precisamente, política. Aún cuando no está normativizada ni juridizada, puede encontrarse una aproximación a ella en los preámbulos de los textos constitucionales, tales como el español y el argentino. Así, la Constitución de España expresa: “La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de: Garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo (…)”, mientras que la de Argentina sostiene: “Nos, los representantes del pueblo de la Nación Argentina (…) con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad (…)”. En los objetivos del fin político estatal de ambos países, subyace el concepto institucional considerado.
También, puede predicarse de la concordia política que, en tanto institución, induce a modelos de representación, ya que desarrolla un interés por la coexistencia mutua, produce estabilidad en los agentes y equilibra sus expectativas, e incluye una dimensión temporal dirigida principalmente hacia el futuro, donde busca realizarse (O´Donnell, 1997: 10).
2.4.4. Más burocracia, pero ¿más derechos?
Partiendo de la afirmación que “una administración pública profesional es también una administración pública democrática” (Ferraro, 2009: 207), el argumento parece derribar a aquella gran oposición entre poder popular y servicio burocrático profesional (sostenido por la concepción altruista) y permite acercar posiciones entre la democracia, el mérito y la ciudadanía.
En efecto, como se ha dicho, las designaciones masivas de personal, basadas en criterios discrecionales de quienes ejercen el poder (sea por clientelismo, patronazgo u otras razones), dejando de lado la capacidad y el principio del mérito, terminará por deslegitimar el Estado, debilitándolo en sus estructuras de respuesta a la comunidad, de manera idónea (cualidad que se entiende posee el personal burocrático de carrera) y en los presupuestos fiscales. Las decisiones del personal superior deben ser tomadas a partir de un asesoramiento técnico emanado de “personal reclutado por mérito, cuyos puestos tengas independencia estructural. En caso contrario, la improvisación y el decisionismo son inevitables” (Ferraro, 2009: 207)
La hostilidad antiburocrática que caracteriza al populismo contemporáneo posee motivos estructurales profundos (Ferraro, 2009: 63). Por eso, teniendo en cuenta que los líderes populistas, tanto en “su discurso como práctica política mostraron una visible hostilidad hacia la idea de un Estado administrativo, es decir, hacia la profesionalización de la administración pública” (Ferraro, 2009: 63), cualquier intento de reforma en el sector público, referido el fortalecimiento de las burocracias profesionales, habrá de chocar inevitablemente con esa oposición.
En la realidad (palmaria, evidente), las burocracias estatales no se manifiestan eficaces, los desencuentros hacen decir que “esta situación está muy lejos del respeto básico de la dignidad humana” (O´Donnell, 2007a: 163), la normatividad no es idónea ni la población se ve representada en quienes se encuentran al frente del Estado. Todo ello haría cuestionar no solo la eficacia de este, sino aun su propia naturaleza en relación a sus fines. Es tiempo de afrontar el desafío y superar el Estado de Derecho truncado, en la expresión de O´Donnell, que caracteriza a las democracias de América Latina, para erigirnos en un Estado de Derecho pleno.
Una vez más, es evidente la desigualdad entre los ciudadanos, ya que las múltiples caras del Estado adquieren un diferente maquillaje, en función de quien se enfrenta a su burocracia, “y los ricos y privilegiados suelen toparse con pocas caras del Estado, y con las que lo hacen suelen ser amistosas” (O´Donnell, 2009: 8).
La evolución de la cultura política es lenta y se da en un tiempo dilatado, mientras los objetivos y las aspiraciones de la comunidad son permanentes e inmediatos, pero aún así, el pueblo posee, como su proprium requerir de la clase política, el mejor gobierno y el mejor Estado.
El politólogo argentino abre una nueva dimensión jurídica, cuando postula que: “tenemos un derecho público e irrenunciable al Estado” (O´Donnell, 2009: 12), pero no se trata de cualquier Estado, sino de aquel que sea gestor del desarrollo integral y garante de las libertades y de los derechos de la ciudadanía democrática: de lo contrario, el Estado “puede haber en gran medida abdicado de su condición de filtro orientado al bienestar de la población” (O´Donnell, 2007b: 30).
En el orden jurídico de relación directa con las burocracias, la preocupación fundamental con la que se construyó el derecho administrativo, fue establecer garantías ante el poder público, concebido como una estructura separada de la sociedad, lo que a su vez, configuró una Administración Pública como aparato servicial del gobierno, supuestamente neutral, objetiva, basada solo en el cumplimiento de las normas (uno de los objetivos del weberianismo clásico), casi siempre excesivamente numerosas. Si existían lesiones a los derechos, al recurrir a la autoridad judicial, se garantizaba la reparación del daño sufrido. Ese era el esquema tradicional.
Pero hoy, con la exigencia de una filosofía acerca del Estado, que lo caracteriza como social y democrático de derecho, no basta el solo cumplimiento de normas predeterminadas (principio de legalidad), sino se exigen una administración eficaz y eficiente, inspirada en la cultura profesional de calidad y servicio (uno de los principios del neo weberianismo), con personal profesionalizado, competente, con estructuras transparentes, cercanas, accesible y permeable a los ciudadanos, donde estos tengan participación propia del principio de democraticidad y de la intervención de la comunidad en los asuntos públicos, introduciendo mecanismos consultivos y participativos que complementen, pero que no reemplacen a la democracia representativa, sino que la fortalezcan.
3. Conclusiones: es hora de levantar la excomunión [arriba]
El Ombudsman europeo ha conceptualizado la mala administración, como un fenómeno que agrupa a diversos componentes, tales como: “irregularidades administrativas, injusticia, discriminación, abuso de poder, falta o denegación de información y demoras innecesarias”.[9]
Esto revela que “en la medida en que la democracia se consolida en América Latina, el Estado necesita crear instituciones de participación popular que vayan más allá de las elecciones y del monitoreo legislativo sobre el Poder Ejecutivo” (Rose-Ackerman, 2005: 9), es decir, no basta el rol formal de las instituciones, sino que se requiere un ingreso al terreno de la cultura de la calidad del servicio y del compromiso ciudadano, y por supuesto, la continuidad de largo plazo de las políticas públicas.
En este sentido, una burocracia profesional, accesible al ciudadano, permite el fortalecimiento del rol del Estado como administrador de la cosa pública y según la caracterización que de él y del poder público se hizo en este trabajo, debe posibilitar el acceso al conocimiento de los actos de gobierno, característica propia del Estado de Derecho, ya que: “ciertamente se necesita mayor transparencia en el Ejecutivo y en cualquier organización que tenga un rol en la elaboración de políticas; pero no es suficiente. También, es cierto que no ayuda mucho el hecho de saber que las políticas se están elaborando, si uno no tiene cómo ejercer influencia sobre los resultados, más allá de salir a la calle y poner carteles y repartir panfletos” (Rose-Ackerman, 2005: 9).
De hecho, no hay que caer en el racionalismo positivista de creer que por el solo hecho de sancionar una norma, los derechos ya se efectivizan, y se hace actual que podamos “preguntarnos, en efecto, si consideramos más urgente afrontar los retos que la humanidad tiene en nuestros días ampliando el catálogo de los derechos, o bien luchando por la efectiva realización de los viejos” (Tomás Mallén, 2004: 42, en cita a A. Greppi), y ello, en referencia al derecho a la buena administración, posee un particular alcance, pues el ciudadano percibe la Administración “como tecnoburocracia, y no como la Administración al servicio del ciudadano” (Tomás Mallén, 2004: 73).
En este contexto, “entonces ¿para qué preocuparse de la burocracia, los burócratas, la burocratización y la teoría burocrática? Una razón es que el escenario-dinosaurio, aquel que enfatiza la indeseabilidad y la inviabilidad de la burocracia y el salto paradigmático inevitable e irreversible hacia la organización de mercado o la de redes, es falso o al menos insuficiente” (Olsen, 2005: 14).
De esa manera y con lo expuesto, resurge la necesidad de volver los ojos a Max Weber, y en tanto su tesis “señala que la organización del Estado mediante un sistema de burocracia profesional, previsible en sus decisiones y basada en el derecho estatuido, es indispensable para que el sistema capitalista pueda desarrollarse en su conjunto” (Ferraro, 2009: 59), hay que asumir que solo en la medida que exista más burocracia competente con los aditamentos de la cercanía y de atención a las expectativas del ciudadano por parte de los servidores públicos, será el camino a recorrer por los países de Latinoamérica, si en verdad plantean el diseño de un Estado serio y eficaz.
El recorrido en este trabajo parece culminar en una postura no del todo optimista, acerca de la concreción de los objetivos del Estado y de su expresión burocrática, pero no por ello menos realista. Si, desde luego, se observa la realidad, esta nos indica que ningún Estado ha realizado plenamente sus objetivos, que muchos están alejados de efectivizarlos y otros tantos se encuentran enfocados hacia perspectivas distintas. Pero puede traerse un recurso spenceriano sobre el progreso de las sociedades para dar una respuesta positiva: es posible lograr un Estado eficiente, a partir de las burocracias profesionales, pero nunca sin ellas; las experiencias de los sistemas comparadas fundamentan esta respuesta.
Retomando la noción de la época de los derechos, “la juridización de muchas esferas de la sociedad, el desarrollo de los derechos humanos, el incremento de la diversidad, la carencia de objetivos comunes dominantes y las renovadas demandas por la responsabilidad pública son factores que pueden contribuir a levantar el interés en los aspectos legal-burocráticos de la administración y el gobierno” (Olsen, 2005: 14-15); todo lo cual configura un revival y el despegue de un resurgir de la burocracia y “redescubrir el análisis que Weber hizo de la organización burocrática enriquece nuestra comprensión de ese fenómeno, como también nuestra comprensión de la administración pública en general” (Olsen, 2005: 16).
La hora de levantar el anathema a la burocracia parece haber llegado: el cargo para acceder sería que incorpore más ciudadanía, más participación, más democracia. Desde luego, el único habilitado para absolver de la sanción, el pontifex Maximus, es el ciudadano, no otro. De esa manera, la (irreal) noticia de la portada de este trabajo podría ser leída en las revistas de Ciencia Política o de Ciencias de la Administración, y por supuesto, también disponible en Internet…
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[1] Dr. Marcelo Sosa. Marcelososa.ar@gmail.com.
Abogado (U.C. Cuyo San Luis), Doctor por la Universidad de Salamanca, España; Doctorando en Ciencias Jurídicas y sociales U. de Mendoza con pretesis doctoral, aprobada sobre una material de Derecho Administrativo, Master en Democracia y Buen gobierno (U. de Salamanca España), Posgrado en Especialización en Docencia universitaria, Universidad Nacional de Cuyo, ex Ministro de Educación de la provincia de San Luis (2011-2015), profesor de la Universidad Católica de Cuyo, autor de numerosas obras y disertaciones.
[2] El concepto reduccionista de Rousseau sobre la libertad en nada se distingue de la concepción griega, pues se limita a considerarla dentro del Estado, y no deja de ser inmovilizante, aun siendo autónoma, vinculándose aquí a la concepción de raíz kantiana. Ambas no superan el verdadero sentido de la libertad, que consiste en la autodeterminación en la elección de los medios en relación al fin, y que supone en primer lugar, la ausencia de obstáculos que la limiten y en segundo, que la orientación a los fines sea producto de un juicio recto
[3] Constitución Nacional, art. 116: “Corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por esta Constitución…”.
[4] En Chile, los estudios hechos sobre la distribución formal del poder, entre el Legislativo y el Ejecutivo, muestran que el presidente es uno de los más poderosos de América Latina; sin embargo, si se toman en cuenta las instituciones y prácticas informales no codificadas en la Constitución, la relación queda algo más equilibrada, visto que el Legislativo tiene un impacto importante sobre las políticas públicas y la producción legislativa. Agustín Ferraro indica que la coordinación de la administración por el Congreso se hace en Chile, a través de cinco mecanismos: patrocinio legislativo (miembros del Congreso hacen recomendaciones informales para rellenar cargos en la administración pública, a pesar de que la Constitución prohíbe esto bajo amenaza de perder el cargo legislativo); redes de contacto entre miembros del Congreso y funcionarios públicos (establecidas a base de la recomendación inicial permiten a los legisladores obtener información y consejos, en cuanto borradores de legislación y ciertos debates sociales sobre la administración); las reuniones frecuentes y regulares entre oficiales del ministerio público, las agencias gubernamentales de los respectivos campos de administración y legisladores; especialización en áreas de política pública por legisladores que tienden a concentrar sus redes en cierto campo para ganar más credibilidad y presencia en los medios y mejores oportunidades para recibir un puesto de ministro; el cuoteo político (si el puesto de ministro está acordado a una persona especializada dentro de un partido, el puesto de viceministro tiene que estar reservado para otro partido de la coalición (Ferraro, 2008: 111-119).
[5] Similar disposición contiene el Estatut de Catalunya en su art. 30: “Derechos de acceso a los servicios públicos y a una buena administración.1.Todas las personas tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a los servicios públicos y a los servicios económicos de interés general. Las Administraciones públicas deben fijar las condiciones de acceso y los estándares de calidad de estos servicios, con independencia del régimen de su prestación”.
[6] Este Estado se presenta como colocado ante una nación enferma, cuyo interés general invoca, pero respecto de la cual no puede postularse como su representante, mientras sus principales características son: exclusión política de un sector antes activado; supresión de la ciudadanía; liquidación de las instituciones de la democracia política; eliminación de los partidos; negación de lo popular y exclusión económica de este; cierre de los canales democráticos de acceso al poder y despolitización de las cuestiones sociales, ente otros. Cfr. O´Donnell, Guillermo (1997: 76).
[7] Hay otros grupos que se desempeñan en organismos administrativos, donde prima la confianza que en ellos depositan las organizaciones representativas de intereses, generalmente colectivos y sociales y que habitualmente no perciben remuneración por sus servicios. Otros grupos, pequeños, prestan servicios en la Administración por un breve periodo de tiempo, por imperativo normativo, constitucional o legal o bien por razones de voluntariedad o cooperación
[8] Tal es la revitalización del Consejo Federal de la Función Pública que reúne al Estado Nacional, a las provincias y a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El Consejo “es el lugar de encuentro que las provincias argentinas y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires han elegido para reflexionar y debatir sobre los principales ejes temáticos que involucran al conjunto de sus respectivas administraciones públicas” (http://www.sgp.gov.ar/contenidos/cofefup).
[9] Informe Anual 1995, Doc. C4-0257/96, de 22 de abril de 1996 citado por Tomás Mallén, 2004: 70.