Alvarado Velloso, Adolfo A. 02-08-2023 - El fracaso de la justicia. La incoherencia normativa y el decisionismo judicial en América Latina y una deuda aún pendiente: El proceso adversarial puro en todos los fueros judiciales 20-05-2014 - Proceso y República. Crítica a las tendencias actuales del Derecho Procesal 01-12-2010 - Los sistemas procesales 01-12-2010 - Los principios y las reglas técnicas procesales 28-02-2017 - Presentación del “Código Procesal Modelo para la Justicia no Penal de Latinoamérica” del Dr. Adolfo Alvarado Velloso
El tema que aquí se desarrolla se vincula más con la política que con el derecho y, tal vez por ello, su comprensión resulta habitualmente ajena a los ámbitos académicos que enseñan y norman el proceso en toda América Latina, como intentaré demostrarlo en este trabajo. Pero a poco que se mire con detenimiento la Constitución Nacional -en rigor, todas las Constituciones del continente- son indudables las hondas implicaciones recíprocas que tienen los conceptos de proceso y de república en sus diferentes tratamientos filosóficos, ideológicos y políticos.
Para la cabal comprensión de lo que aquí se dirá, es imprescindible exponer, captar y comprender previamente algunos de los problemas específicos que genera la asunción del concepto proceso desde la pura óptica de la Constitución, cosa que hasta ahora se han abstenido de hacer los especialistas en la rama denominada Derecho Procesal Constitucional. Sin este necesario conocimiento, las conclusiones de este trabajo podrían ser incomprensibles para el lector, quien seguramente creerá a la postre que todo es capricho del autor. Y ya se verá que no es así.
Valga esta explicación liminar para entender el desarrollo de este trabajo.
2. Las novedades procesales surgidas en América [arriba]
En los últimos años han surgido -en la Argentina primero[3], en el resto del continente después[4] [5]- las que se han catalogado por sus autores como tendencias procesales novedosas que tienden a establecer, particularmente en la Justicia Civil, un proceso eficiente y de posibilidades ilimitadas[6].
En breve inventario de dichas novedades, puedo citar acá: 1. la imposición a los jueces del deber de probar de oficio y, como tal, sancionable en caso de incumplimiento: en casi toda la América se denomina medidas para menor proveer o resolver[7]; 2. la institucionalización de anticipos de sentencia sin audiencia previa de todos los interesados en el litigio, so pretexto de asignar carácter cautelar a un adelanto pretensional; 3. la eliminación del proceso mismo como método de debate, sustituyéndolo por la mera dedicación, empeño, buena voluntad y sagacidad del juzgador: se denomina proceso autosatisfactivo; 4. el otorgamiento jurisprudencial de la facultad a todos los jueces de apartarse a su simple voluntad de las reglas que rigen desde siempre la carga de la prueba a partir de la ley: se denomina cargas probatorias dinámicas; 5. la aceptación de la posibilidad de flexibilizar la regla de la congruencia procesal, autorizando a los jueces a fallar más allá de lo pretendido, resistido y regularmente probado por las partes; 6. la aceptación de la posibilidad de apartarse del efecto de cosa juzgada material: se denomina relativización de la cosa juzgada.
La extensión prevista para esta publicación no admite un desarrollo siquiera mínimo de todas estas novedosas tendencias procesales. De ahí que, pretendiendo hacer algo que a la postre resulte útil al lector, criticaré aquí tan solo el primero de los temas aludidos, ya bien conocidos en Panamá.
Para comenzar dicha tarea, creo imprescindible presentar previa y escuetamente lo que es la concepción republicana de proceso, para que luego pueda comprenderse cabalmente lo que aquí crítico, y, llegado el caso, hacer propias el lector dichas críticas. Para la mejor comprensión del texto que sigue, parto de la base de que el proceso es un método. Simplemente método, que ha sido definido por el constituyente de todos nuestros países como un debido proceso[8]. Y ello importa afirmar que sirve desde sus inicios para que dos personas naturalmente desiguales puedan discutir acerca de un bien de la vida en pie de perfecta igualdad jurídica asegurada al efecto de la discusión por un tercero neutral (juez) que debe actuar funcionalmente -lo reitero- de modo imparcial, impartial e independiente de ellas.
Tal proceso existe en tanto se adecue plenamente al conocido por todos pero comprendido por pocos como principio de imparcialidad del juzgador, único que asegura la vigencia del principio de igualdad jurídica ante la ley de los parciales que se encuentran en litigio[9].
Con estas ideas a la mano, comienzo ahora la explicación crítica de los temas que antes he prometido abordar.
3. La actividad del juez en la etapa probatoria del Proceso [arriba]
Tal vez la más importante contradicción sistémica que presentaba este tema en cuanto a la ideación del proceso como método constitucional y republicano de debate era la normativa legal que autorizaba al juez -como facultad que podía realizar o no a voluntad- a probar de oficio algún hecho que las propias partes interesadas en el resultado del litigio habían dejado huérfano de elementos de convicción suficientes como para que el juez les otorgara la razón en la solución del pleito.
En la actualidad las cosas se han complicado: antes, podía probar. Ahora debe probar, aunque no quiera, pues corre el riesgo de ser sancionado por el incumplimiento del deber.
Analizando la actividad que debe cumplir el juzgador en la etapa probatoria, la doctrina y las diferentes leyes han establecido parámetros muy disímiles en orden a la filosofía que inspira al legislador de una normativa dada. En otras palabras: son distintas las respuestas que pueden darse en cuanto a la tarea que debe cumplir el juzgador en la etapa confirmatoria, debatiéndose acerca de si le toca verificar los hechos, o bien si debe comprobarlos, o acreditarlos, o buscar la certeza de su existencia o la verdad real de lo acontecido en el plano de la realidad o, más simplemente, contentarse con lograr una mera convicción acerca de los hechos controvertidos en el litigio. Por cierto, entre cada una de tantas inocentes palabras -que se presentan como equipolentes en el lenguaje diario existe diferencia sustancial. En rigor, un mundo de distancia que separa inconciliablemente a quienes practican el autoritarismo[10] procesal (clara muestra de totalitarismo político) -que los hay, y muchos- de quienes sostienen que el proceso es garantía de libertad en un plano constitucional y no medio de control social[11] o de opresión política[12]. Esta separación conceptual no es novedosa, ya que tiene profundas raigambres en la historia, tanto antigua como reciente.
En la actualidad, los bandos antagónicos se hallan claramente configurados en el mundo académico y en el judicial a partir de la existencia de una decidida vocación popular (claro producto de la inseguridad reinante en nuestros países) -sostenida por numerosos medios de información- que pregona la necesidad de actuar de inmediato y de matar al homicida, cortar la mano del ladrón, castrar al violador, aumentar las penas de los delitos de moda, vedar toda excarcelación, etcétera[13].
Esta posición filosófica se conoce en el derecho penal con la denominación de solidaria, generadora del solidarismo penal y este, a su turno, del solidarismo o decisionismo procesal, y se caracteriza por la tendencia doctrinal que procura denodadamente que los jueces sean cada más activos, más viriles (en el decir de algún estudioso), más comprometidos con la gente y con su tiempo, con la Verdad y con la Justicia[14]. En contra de esta posición existe otra línea doctrinal aferrada al mantenimiento de una irrestricta vigencia de la Constitución y, con ella, a la del orden legal existente en el Estado de derecho, en tanto ese orden se adecue en plenitud con las normas programáticas de esa misma Constitución. En otras palabras: los autores así enrolados no buscan a un juez comprometido con persona o cosa distinta de la Constitución, sino a un juez que se empeñe en respetar y hacer respetar a todo trance las garantías constitucionales[15].
A esta posición filosófica que se muestra antagónica con el solidarismo procesal (no quiere ni admite castrar ni matar ni cortar la mano de nadie sin el previo y debido proceso legal) se le da el nombre de republicana, garantista o libertaria (por oposición a la antagónica, claramente totalitaria)[16].
No se me escapa que las banderas que levanta el solidarismo (la Justicia, la Verdad, el compromiso del juez con su tiempo, con la sociedad, etcétera) ganan adeptos rápidamente, pues ¿quién no quiere la Justicia?, ¿quién no quiere la Verdad? Pero no se trata de abandonar o sustituir esas banderas para siempre sino -así de simple- de no colocarlas por encima de la Constitución (ruego recordar que los códigos procesales, nazi, fascista y comunista soviético pretenden un juez altamente comprometido con la filosofía política imperante en el gobierno del Estado. Y ruego también recordar ¡en qué y cómo terminaron los países que todo ello proclamaban...!). Tenga presente el lector que la Inquisición española, por ejemplo, procurando la Verdad y con la confesada vocación de hacer Justicia a todo trance, institucionalizó la tortura como adecuado método para lograr los fines que se propusiera...
El garantismo procesal no tolera alzamiento alguno contra la norma fundamental (que, en el caso, prohíbe la tortura en cualquiera de sus manifestaciones); por lo contrario, se contenta modestamente con que los jueces -insisto que comprometidos solo con la ley- declaren la certeza de las relaciones jurídicas conflictivas otorgando un adecuado derecho de defensa a todos los interesados y resguardando la igualdad procesal con una clara imparcialidad funcional para, así, hacer plenamente efectiva la tutela legal de todos los derechos y lograr a la postre el mantenimiento de la paz social. Y ello, particularmente en el campo de lo penal, pues las garantías constitucionales son como el sol, que sale para todos. Muy especialmente, para quienes más las necesitan: los sometidos a juzgamiento...
El tema merece una aclaración previa: en el pensamiento garantista, el tópico que aquí desarrollo es el que mejor permite explicar cómo se ha llegado a una situación de crudo enfrentamiento doctrinal entre los procesalistas americanos, toda vez que ahora cabe definir y ampliar o limitar la actividad de los jueces en cuanto a la tarea de confirmar procesalmente[17].
Para que se entienda cabalmente el tema, es menester recordar muy brevemente la historia de los sistemas de enjuiciamiento que ya he explicado en otra oportunidad y que abrevio en nota a pie de página[18].
Durante casi toda la historia del derecho -en rigor, hasta la adopción irrestricta del sistema inquisitivo como perverso método de enjuiciamiento, admitido políticamente y justificado filosófica y jurídicamente durante casi ¡seiscientos años!- se aceptó en forma pacífica y en todo el universo entonces conocido que al juzgador -actuando dentro de un sistema dispositivo (que instrumenta un verdadero método de debate)- solo tocaba establecer en su sentencia la fijación de los hechos (entendiéndose por tal la definición de aquellos acerca de los cuales logró durante el proceso la convicción de su existencia, sin que preocupara en demasía a este sistema si los así aceptados coincidían exactamente con los acaecidos en el plano de la realidad social) y, luego, aplicar a tales hechos la norma jurídica correspondiente a la pretensión deducida.
La irrupción del sistema inquisitivo (que instrumenta un verdadero método de investigación: eso mismo significa inquisición) generó entre sus rápidamente numerosos partidarios una acerba crítica respecto de esta posibilidad de no coincidencia entre los hechos aceptados como tales en el proceso y los cumplidos en la realidad de la vida social. Y esta fue la causa de que la doctrina comenzara a elaborar larga distinción entre lo que los autores llamaron la verdad formal (la que surge de la sentencia por la simple fijación de hechos efectuada por el juez a base de su propia convicción) (específica del sistema dispositivo) y la verdad real (la que establece la plena y perfecta coincidencia entre lo sentenciado y lo ocurrido en el plano de la realidad) (propia del sistema inquisitivo pues, a la postre, antaño se sabía que la verdad era fuente de poder y eficiente instrumento de dominación)[19].
Por supuesto, la función del juzgador cambia radicalmente en uno y otro sistema: en tanto en el primero el juez solo debe procurar -con clara imparcialidad en su actuación- el otorgamiento de certeza a las relaciones jurídicas a partir de las posiciones encontradas de los litigantes (aceptando sin más lo que ellos mismos admiten acerca de cuáles son los hechos discutidos), con lo que se logra aquietar en lo posible los ánimos encontrados para recuperar la paz social perdida[20], b) en el segundo el juez actúa -compro-metiendo su imparcialidad- como un verdadero investigador en orden a procurar la Verdad para lograr con ella hacer Justicia conforme con lo que él mismo entiende que es ese valor, convirtiéndose así en una rara mezcla del justiciero Robin Hood, del detective Sherlock Holmes y del buen juez Magnaud...[21]
Sentadas estas ideas básicas para la plena comprensión del tema, sigo adelante con su explicación.
Es dato conocido por todos que la serie procesal comprende cuatro pasos: 1) afirmación[22], 2) negación[23], 3) confirmación[24] y 4) alegación (o evaluación o conclusión)[25].
Se sabe también que el desarrollo de tal serie sigue un orden estricta y puramente lógico, por lo que resulta invariable (no puede comenzar con la etapa de negación o con la de confirmación, por ejemplo) e inmodificable (en orden a mantener los principios que hacen a la existencia del debido proceso, no puede eliminarse alguna de dichas etapas, lo que desgraciadamente ocurre en la Argentina, donde se sacrifica la seguridad jurídica para lograr -ilusoriamente- ¡mayor celeridad procesal...!)[26].
En razón de que el objeto[27] del proceso es la sentencia, en la cual el juzgador debe normar específicamente (aplicando siempre la ley preexistente o creándola al efecto en caso de inexistencia) el caso justiciable presentado a su decisión, parece obvio señalar que debe contar para ello con un adecuado conocimiento del litigio, a efectos de poder cumplir con su deber de resolverlo.
Por cierto, todo litigio parte siempre -y no puede ser de otra manera- de la afirmación de un hecho como acaecido en el plano de la realidad social (por ejemplo: le vendí a Juan una cosa, la entregué y no me fue pagada; Pedro me hurtó algo), hecho al cual el actor (o el acusador penal) encuadra en una norma legal (... quien compra una cosa debe abonar su precio; el que hurtare...). Y, a base de tal encuadramiento, pretende (recuerde el lector que -lógicamente- no puede haber demanda civil ni acusación penal sin pretensión) el dictado de una sentencia favorable a su propio interés: que el juzgador condene al comprador a pagar el precio de la cosa vendida o a cumplir una pena... Insisto particular y vivamente en esto: no hay litigio (civil o penal) sin hechos afirmados que le sirvan de sustento. De tal forma, el juzgador debe actuar en forma idéntica a lo que hace un historiador cualquiera para cumplir su actividad: colocado en el presente debe analizar hechos que se dicen cumplidos en el pasado. Pero de aquí en más, las tareas de juzgador e historiador se diferencian radicalmente: en tanto éste puede darse por contento con los hechos de cuya existencia se ha convencido -y, por ello, los muestra y glosa- el juzgador debe encuadrarlos necesariamente en una norma jurídica (creada o a crear) y, a base de tal encuadramiento, ha de normar de modo imperativo para lo futuro, declarando un derecho y, en su caso, condenando a alguien al cumplimiento de una cierta conducta. En otras palabras y para hacer más sencilla la frase: el juzgador analiza en el presente los hechos acaecidos en el pasado y, una vez convencido de ellos, dicta una norma jurídica individualizada que regirá en el futuro para todas las partes en litigio, sus sucesores y sustitutos procesales.
Para saber cómo debe funcionar la incumbencia probatoria, debe tenerse presente que, si al momento de sentenciar, el juez ignora a quién debe dar la razón cuando se encuentra con versiones antagónicas entre sí y que han sido esgrimidas acerca de un mismo hecho por ambas partes en litigio, es menester proporcionarle legalmente reglas claras a las cuales deba sujetarse en el supuesto de no lograr convicción acerca de la primacía de una de las versiones por sobre la otra.
Pues bien: el problema de determinar a quién le incumbe aportar al proceso la confirmación de los hechos afirmados por una de las partes y negados por la otra (itero que esos son los hechos controvertidos) es tan antiguo como el derecho mismo y ha preocupado por igual a la doctrina y a la jurisprudencia de todos los tiempos.
Parece ser que en los juzgamientos efectuados en los primeros períodos del desenvolvimiento del derecho romano, el pretor o el magistrado -luego de conocer cuáles eran los hechos susceptibles de ser confirmados- convocaba a las partes litigantes a una audiencia para establecer allí a quién le incumbía hacerlo sobre la exclusiva base de la mejor posibilidad de confirmar cada uno de los hechos controvertidos. De aquí en más pesaba en el propio interés particular de cada litigante el confirmar el hecho atribuido por el magistrado, so pena de tenerlo por inexistente al momento de sentenciar.
Llegada la oportunidad de resolver el litigio, si el magistrado encontraba que carecía de hechos (en rigor de verdad, de confirmación -o prueba- acerca de esos hechos) o de norma que pudiera aplicar clara y directamente al caso, pronunciaba una frase que terminaba el proceso dejando subsistente el conflicto que lo había originado. A este efecto, decía non liquet -no lo veo claro[28]- y, por ello, se abstenía de emitir sentencia (si bien se piensa, ese no juzgamiento es lo que se conoce doctrinalmente con el nombre de sobreseimiento). Pero en algún momento de la historia fue menester cambiar la pauta relativa a la mejor posibilidad o facilidad de confirmar pues ella estaba -está- conformada por criterios de pura subjetividad y, por ende, de total relatividad: adviértase que lo que puede resultar fácticamente sencillo de hacer para uno puede ser imposible para otro.
Cuando el pretor dejó de establecer en cada caso concreto a quién incumbía la tarea de confirmar a base de la facilidad que tenía para hacerlo y se generó una regla de carácter general, la cosa cambió: ahora, la incumbencia de “probar” (confirmar) comenzó a pesar exclusiva y objetivamente en cabeza del propio actor o pretendiente (en rigor, quien había afirmado el hecho litigioso y no del que lo había negado, por sencillo que le resultara “probar” lo contrario). Y ello quedó plasmado en el brocárdico el que afirma prueba, de uso judicial todavía en la actualidad.
A mediados del siglo XIX, el codificador argentino advirtió el grave problema que entraña la posibilidad de emitir un pronunciamiento non liquet y decidió terminar con ella. Y así, estableció en el artículo 15 del Código Civil que “Los jueces no pueden dejar de juzgar bajo el pretexto de silencio, oscuridad o insuficiencia de las leyes”. Otro tanto ha ocurrido en casi todos los países de América Latina. No obstante tal disposición, el problema se mantuvo idéntico hasta hoy, pues la norma transcrita resolvió qué hacer en caso de carencia de norma pero dejó irresuelto el supuesto de carencia de hechos o, mejor aún, de carencia de prueba acerca de esos hechos. Y ello porque la regla que establece que el que afirma prueba, resultó incompleta por su excesiva latitud[29] [30]. Otro tanto ocurre respecto del llamado hecho negativo[31].
Ya que, según se ve, el problema no fue resuelto por el codificador, la doctrina procesalista ha debido encarar el tema y buscar su solución a base de pautas concretas y de pura objetividad. Para esto se han sustentado diversas teorías, defendidas y criticadas con ahínco por los estudiosos que se han ocupado del tema. En general, nada de ello ha servido para hacer sencilla la regla de juzgamiento implícita en la determinación de la incumbencia de la carga de confirmar. Antes bien, todas las tesis reseñadas han sido desinterpretadas por la jurisprudencia, generando así algunas veces un caos evidente que resulta imposible de soportar. A mi juicio, la mejor forma de explicar el tema se ha logrado a partir de la aplicación de la pauta citada en el punto f) de la precedente marginalia, generadora de reglas que cubren todos los supuestos fácticos susceptibles de ser esgrimidos en un proceso, dejando con ello definitivamente erradicada la posibilidad de emitir un pronunciamiento non liquet.
Tales reglas indican que debe tenerse en cuenta el tipo de hecho que se afirma como sustento del encuadre o implicación jurídica que esgrime el pretendiente en su demanda o quien se defiende en oportunidad de deducir excepciones. Debe quedar claro ahora que se entiende por hecho la acción y efecto de hacer algo o, mejor aún, todo acontecimiento o suceso susceptible de producir alguna adquisición, modificación, transferencia o extinción de un derecho u obligación. Así concebido, un hecho puede ser producido por la naturaleza (granizo, inundación) o por el hombre (contrato, daño).
Reiterando: a los efectos de esta explicación, el hecho puede ser: a) generador del derecho o de la responsabilidad que se afirma en la demanda como fundante de una pretensión cualquiera, y b) eximente de responsabilidad o demostrativo de la inexistencia del derecho pretendido, que se afirma como fundamento fáctico de una excepción cualquiera.
Y, ahora sí, ya se puede explicar qué debe confirmar quien alega la existencia de un 1) hecho constitutivo[32], 2) o extintivo[33], 3) o invalidativo[34], 4) o convalidativo[35], 5) o impeditivo[36], no importando al efecto que sea el actor o el demandado quien lo haya invocado.
Con toda esta compleja elaboración para determinar con precisión a quién incumbe la carga de confirmar en el proceso, se ha llegado a establecer desde la propia ley un claro criterio objetivo que indica al juez qué hacer cuando no hay elementos suficientes confirmatorios productores de convicción.
En efecto: si al momento de sentenciar, un juez se encuentra con un caso en el que hay varias declaraciones testimoniales acordes entre sí, un buen peritaje que responde adecuadamente al interrogatorio formulado al efecto y varios documentos que acreditan los hechos litigiosos, el juez falla según la interpretación que haga de la suma de tales medios y, por supuesto, no se pregunta a quién le incumbía la carga de confirmar. No le hace falta hacer esa indagación. En cambio, si el juez carece de elementos confirmatorios suficientes para que pueda formar su convicción en uno u otro sentido, como no puede ordenar por sí mismo la producción de medio alguno de confirmación y como tampoco puede hacer valer su conocimiento personal del asunto a fallar, recién ahí se interroga acerca de quién debía confirmar determinado hecho y no lo hizo. Y la respuesta a ese interrogante sella definitivamente la suerte del litigio: quien debió confirmar su afirmación y no lo hizo pierde el pleito, aunque su contraparte no haya hecho nada al respecto. Así de fácil.
Comprenderá ahora el lector la enorme importancia del tema en estudio: se trata, simplemente, de facilitar la labor del juez al momento de fallar, otorgándole herramientas que le imposibiliten tanto el pronunciamiento non liquet como su propia actuación confirmatoria, involucrándose con ello personalmente en el resultado del juicio.
Sostuve antes que las reglas de la carga de la prueba constituyen, en verdad, directivas para el juzgador, pues no tratan de fijar quién debe asumir la tarea de confirmar sino de quién asume el riesgo de que falte al momento de resolver el litigio. Sin embargo, este fatigoso y largo esfuerzo para lograr parámetros de pura objetividad a fin de permitir un rápido y seguro juzgamiento de cualquier litigio por un juez que se concreta a mantener la paz social dando certeza a las relaciones de las partes encontradas, y asegurando el efectivo cumplimiento de las promesas y garantías brindadas por el constituyente y por el legislador, está siendo dejado de lado en los últimos años.
Al comienzo, y sin entender bien el concepto de carga, alguna jurisprudencia la hizo pesar sobre ambas partes por igual (!)[37]. Con posterioridad, conocida doctrina americana comenzó a insistir en la necesidad de lograr la vigencia en el proceso de una adecuada y justa ética de la solidaridad entre ambos contendientes, exigiendo para ello la plena y total colaboración de una parte con la otra en todo lo que fuere menester para lograr la producción eficiente de un medio cualquiera de confirmación.
A mi juicio, esta doctrina es exótica y divorciada de la realidad de la vida tribunalicia, por lo que merece ser sepultada en el olvido[38].
1) El proceso judicial es un método ideado para que dos personas naturalmente desiguales debatan pacífica, dialogal y argumentativamente a efectos de poner fin a un conflicto de intereses existente entre ellas como producto natural de la convivencia social. Y ese debate se efectúa de modo necesario ante un tercero que, como consecuencia de su terceidad, iguala jurídicamente a los contendientes.
2) La calidad de tercero exige que quien dirige el debate y eventualmente lo resuelve sea imparcial, independiente e impartial, con el exacto alcance dado a cada vocablo en este trabajo.
3) La imparcialidad así concebida descarta de plano y lógicamente toda posibilidad probatoria por parte del director del debate.
4) La exigencia constitucional de irrestricto respeto a la garantía del debido proceso comprende e implica a todas estas ideas.
[1] Profesor de Teoría General de Derecho Procesal. Director de la Carrera de posgrado de Maestría en Derecho Procesal de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario; de las Carreras de posgrado de Especialización en Derecho Procesal que se dictan en las Universidades Católica de Santiago del Estero y Nacional de Lomas de Zamora, ambas de Argentina; y director de la Carrera de posgrado de Especialización en Magistratura y Gestión Judicial que se dicta en la Universidad Católica de Santiago del Estero, Argentina. Ex presidente del Instituto Panamericano de Derecho Procesal. Presidente del Instituto Argentino de Derecho Procesal Republicano. Su currículo completo, con detalle de la documentación respaldatoria, puede ser visto en: www.adolfoalvarado.com.ar / Contacto:aav@alvarado-abogados.com.
[2] Las ideas que acá se exponen han sido ya publicadas en Sistema procesal: garantía de la libertad (edición Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, Argentina, 2008, 2 tomos de 1300 páginas). Un compendio de esta última obra se publicó en Panamá, con el título de Lecciones de Derecho Procesal Civil, libro adaptado a la legislación procesal panameña por Heriberto Arauz Sánchez (edición Universal Books, Panamá, 2011, un tomo de 902 páginas). También muchas de ellas son reiterativas de las insertas en La garantía constitucional del proceso y el activismo judicial ¿qué es el Garantismo procesal? (edición Astrea, Buenos Aires, Argentina, 2014).
[3] A partir de las obras publicadas por destacados juristas de las ciudades de Rosario y La Plata, de inmediata y vasta difusión en América merced a la intervención de sus autores en diversos congresos internacionales de Derecho Procesal, particularmente en Colombia, en Brasil y en Perú.
[4] Especialmente en Colombia, a partir de la doctrina recurrentemente sostenida por el Instituto Colombiano de Derecho Procesal mediante su importante y eficiente labor de difusión de las ideas que mantienen sus miembros. Que son contrarias a las que se explican en este trabajo y, creo yo, al texto expreso de su propia Constitución Política.
[5] Por ejemplo, en Chile, donde se ha instalado un nuevo Proyecto de Código Procesal Civil, con fuerte influencia inquisitorial alejada de los postulados constitucionales y a contrapelo de la reforma penal, que ha adoptado con singular éxito el sistema acusatorio de enjuiciamiento.
[6] Ese es el nombre que, precisamente, le ha otorgado el profesor argentino Jorge W. Peyrano al resultado de aplicar en la práctica el cúmulo de conceptos expuestos en el texto.
[7] En muchos de los códigos actuales ha perdido la calidad de facultad para convertirse en verdadero deber judicial, sancionable en caso de incumplimiento.
[8] El concepto comprende dos significados diferentes, no captados habitualmente por el abogado litigante. El primero, refiere a un claro derecho de todo ciudadano frente al Estado, lo que implica que el debido proceso debe ser considerado por todo jurista no como la regulación de un simple trámite sino como un límite al Poder. El segundo se vincula con la única garantía que al mismo ciudadano le otorga la Constitución para resguardar la vigencia de todos los demás derechos que ella consagra a su favor. Para entender estas afirmaciones, cabe recordar -lo reitero- que desde el siglo pasado la doctrina publicista califica insistentemente al proceso como el debido proceso, a partir de concebirlo como un claro derecho constitucional de todo particular y como un deber de irrestricto cumplimiento por la autoridad, sin advertir que luego propicia soluciones legales que se contraponen con el concepto. De ahí que es interesante señalar que el sintagma debido proceso lució novedoso en su época pues, no obstante que la estructura interna del proceso -que todo el mundo acepta que es una serie consecuencial- aparece natural y lógicamente en el curso de la historia con antelación a toda idea de Constitución, las cartas políticas del continente no incluyen -en su mayoría- la adjetivación debido, concretándose en cada caso a asegurar la inviolabilidad de la defensa en juicio o un procedimiento racional y justo, cual lo hace la Constitución de Chile. El origen generalmente aceptado de la palabra debido se halla en la Quinta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América que, al establecer los derechos de todo ciudadano en las causas penales dice en su parte pertinente que no podrá “someterse a una persona dos veces, por el mismo delito, al peligro de perder la vida o sufrir daños corporales; tampoco podrá obligársele a testificar contra sí mismo en una causa penal, no se le privará de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso judicial”. Este mandato figura nuevamente en el texto de la Decimocuarta Enmienda (ahora como restricción al poder de los Estados confederados) donde se utilizan palabras similares: “...ningún Estado podrá tampoco privar a persona alguna de la vida, la libertad o la propiedad, sin el debido procedimiento jurídico”. La Constitución argentina no define el concepto de debido proceso, aunque sí lo acepta como derecho de todos los ciudadanos conforme antigua y recurrente jurisprudencia de la Corte Nacional. Tal vez por esa razón o por la imprecisión terminológica que sistemáticamente emplean los autores que estudian el tema, la doctrina en general se ha abstenido de definir en forma positiva al debido proceso, haciéndolo siempre negativamente: y así, se dice que no es debido proceso legal aquél por el que -por ejemplo- se ha restringido el derecho de defensa o por tal o cual otra cosa. Esto se ve a menudo en la doctrina que surge de la jurisprudencia de nuestros máximos tribunales. No obstante todo ello, si se pasa a afirmativa las concepciones negativas y se hace un mínimo inventario de las frases hechas acuñadas por la jurisprudencia argentina, por ejemplo, podría decirse que el debido proceso supone: el derecho a la jurisdicción, que es imprescriptible, irrenunciable y no afectable por las causas extintivas de las obligaciones ni por sentencia; que implica el libre acceso al tribunal y la posibilidad plena de audiencia (lo cual lleva aneja una efectiva citación que permita total conocimiento de la acusación o demanda cursada); la determinación previa del lugar del juicio y el derecho del reo de explicarse en su propia lengua; que comprende el derecho de que el proceso se efectúe con un procedimiento eficaz y sin dilaciones, adecuado a la naturaleza del caso justiciable y público, con asistencia letrada eficiente desde el momento mismo de la imputación o detención. Concebido entonces como método, los autores han visto al proceso, a través de la historia, con dos finalidades antagónicas: es método de discusión (debate regulado por la ley y dirigido por un juez, donde los sujetos realmente importantes son las propias partes) o método de investigación (donde el sujeto importante es el juez y las partes se convierten en objeto de la investigación, lo que se ve muy, muy claro en el proceso penal de todos los tiempos. Hasta hoy).
[9] Para comprender mejor el planteo que aquí hago del tema, lo primero que cabe hacer es aclarar al lector qué entiendo por principio, a fin de establecer puntillosamente el valor de las palabras: se trata de un simple punto de partida. Pero así como nadie puede caminar hacia ninguna parte (siempre que lo haga tomará una dirección: hacia adelante, hacia atrás, etcétera), ese punto de partida debe ser visto en función de lo que se pretende hallar o lograr al llegar (en el derecho privado esto se llama causa eficiente y causa fin). Si lo que se desea es regular un medio pacífico de debate dialéctico entre dos antagonistas en pie de igualdad ante un tercero que heterocompondrá el litigio, formular los principios necesarios para lograrlo implica tanto como trazar las líneas directivas fundamentales que deben ser imprescindiblemente respetadas para lograr el mínimo de coherencia que supone todo sistema. Así concebidos, los principios procesales -propiamente dichos, sin importar ahora las denominaciones erróneas que consigna habitualmente la doctrina- son solo cinco: 1) la imparcialidad del juzgador; 2) la igualdad de las partes litigantes; 3) la transitoriedad del proceso; 4) la eficacia de la serie procedimental y 5) la moralidad en el debate. Veamos qué es cada uno de ellos.
La extensión comprometida para esta obra determina que ahora pueda detenerme sólo en la explicación del principio de imparcialidad del juzgador. De tanta importancia es éste que su existencia regula por sí misma el que un proceso sea tal y no otra cosa, pues indica que el tercero que actúa en calidad de autoridad para procesar y sentenciar el litigio debe ostentar claramente ese carácter: para ello, no ha de estar colocado en la posición de parte (impartialidad) ya que nadie puede ser actor o acusador y juez al mismo tiempo; debe carecer de todo interés subjetivo en la solución del litigio (imparcialidad) y debe poder actuar sin subordinación jerárquica respecto de las dos partes (independencia). Esto, que se presenta como obvio -y lo es- no lo es tanto a poco que el lector quiera estudiar el tema en las obras generales de la asignatura. Verá en ellas que, al igual que lo que acaece con el concepto de debido proceso, la mayoría se maneja por aproximación y nadie lo define en términos positivos. En realidad, creo que todos -particularmente los magistrados judiciales- sobreentienden tácitamente el concepto de imparcialidad pero -otra vez- nadie afirma en qué consiste con precisión y sin dudas. Por eso es que se dice despreocupada -y erróneamente- que los jueces del sistema inquisitivo pueden ser y de hecho son imparciales en los procesos en los cuales actúan. Pero hay algo más: la palabra imparcialidad significa varias cosas diferentes a la falta de interés que comúnmente se menciona en orden a definir la cotidiana labor de un juez. Por ejemplo, 1) ausencia de prejuicios de todo tipo (particularmente raciales o religiosos), 2) independencia de cualquier opinión y, consecuentemente, tener oídos sordos ante sugerencia o persuasión de parte interesada que pueda influir en su ánimo, 3) no identificación con alguna ideología determinada, 4) completa ajenidad frente a la posibilidad de dádiva o soborno y a la influencia de la amistad, del odio, de un sentimiento caritativo, de la haraganería, de los deseos de lucimiento personal, de figuración periodística, etcétera. 5) Y también es no involucrarse personal ni emocionalmente en el meollo del asunto litigioso, y 6) evitar toda participación en la investigación de los hechos o en la formación de los elementos de convicción, 7) así como de fallar según su propio conocimiento privado el asunto. 8) Tampoco debe tener temor al qué dirán ni al apartamiento fundado de los precedentes judiciales, etcétera. Si bien se miran estas cualidades definitorias del vocablo, la tarea de ser imparcial es asaz difícil pues exige absoluta y aséptica neutralidad, que debe ser practicada en todo supuesto justiciable con todas las calidades que el vocablo involucra. Pero su importancia es manifiesta pues solo con su irrestricta vigencia se asegura la cabal existencia del principio de igualdad de las partes. Y esto es asaz claro. Si, esencialmente, todo proceso supone la presencia de dos sujetos que mantienen posiciones antagónicas respecto de una misma cuestión (pretensión y resistencia) y si la auténtica y única razón de ser del proceso es erradicar la fuerza ilegítima de una sociedad dada y, con ello, igualar jurídicamente las diferencias naturales que irremediablemente separan a los hombres, es consustancial de la idea lógica de proceso el que el debate se efectúe en pie de perfecta igualdad. Tan importante es esto que todas las constituciones del mundo consagran de modo expreso el derecho de igualdad ante la ley, prohibiendo contemporáneamente algunas situaciones que implican clara desigualdad: prerrogativas de sangre y de nacimiento, títulos de nobleza, fueros personales, etcétera, y admitiendo otras que permiten paliar la desigualdad: el libre acceso a los tribunales de quienes carecen de los medios económicos suficientes para ello, etcétera. En el campo del proceso, igualdad significa paridad de oportunidades y de audiencia; de tal modo, las normas que regulan la actividad de una de las partes antagónicas no pueden constituir, respecto de la otra, una situación de ventaja o de privilegio, ni el juez puede dejar de dar un tratamiento absolutamente similar a ambos contendientes.
La consecuencia natural de este principio es la regla de la bilateralidad o contradicción: cada parte tiene el irrestricto derecho de ser oída respecto de lo afirmado y confirmado por la otra. En diferentes palabras: igualdad de ocasiones de instancias de las partes. Si esto no se respeta habrá una simple apariencia de proceso. Pero nunca un verdadero proceso, tal como lo concibo en esta obra acorde con el mandato constitucional. Con lo dicho hasta acá acerca del tema principios, creo que es suficiente para que pueda comprenderse la crítica que haré seguidamente en el texto respecto de algunas de las novedades doctrinarias, legales y jurisprudenciales.
[10] Se entiende por autoritario lo que se funda o apoya exclusivamente en la autoridad. Pero también refiere al que abusa de su autoridad o la impone a todo coste. De donde viene autoritarismo, que menciona al abuso de autoridad o a la existencia de sumisión total a ella.
[11] Cual lo imaginó Klein y puso en práctica en su Reglamento para el Imperio Austrohúngaro, que tanta influencia tiene hasta el día de hoy en todos los procesalistas de América, inexplicablemente deslumbrados todavía por la idea de que el proceso es un mal en sí mismo y no un eficiente remedio para el verdadero mal: el conflicto intersubjetivo de intereses, producto de una inadecuada convivencia entre los hombres. Recuérdese que dicho Reglamento data de ¡1895! ¡Y a eso le llama modernidad el procesalismo americano!
[12] Cual fue con toda claridad el Código Procesal Civil italiano de 1942, cuya Exposición de Motivos -firmada por Dino Grandi- lo constituye en paradigmático modelo fascista de juzgamiento y de sojuzgamiento. ¡Y este es el modelo que siguen a pie juntillas todos los códigos actuales aun en regímenes políticos democráticos y republicanos!
[13] Léase con mayor precisión “prensa amarilla”, convertida hoy en juez definitivo de las conductas de los hombres al amparo de la notable ineficiencia del Poder Judicial cuyos pronunciamientos, además, condiciona gravemente.
[14] Se entiende por ser solidario el mostrar o prestar adhesión o apoyo a una causa ajena, idea de la cual surge el solidarismo, considerado como una corriente destinada a ayudar altruistamente a los demás. La idea se ha impuesto hace años en el derecho penal y, particularmente, en el derecho procesal penal, donde existen autores y numerosos jueces animados de las mejores intenciones que, solidarizándose con la víctima de un delito, tratan de evitarle a ella un estado de revictimización que podría operar, por ejemplo, con solo enfrentarla al victimario. Este movimiento doctrinal y judicial se ha extendido también hacia los procesalistas que operan en el campo de lo civil, donde ha ganado numerosos y apasionados adeptos. Reconozco que la idea y la bandera que ellos despliegan son realmente fascinantes: se trata -nada menos- que de ayudar al débil, al pobre, al que se halla mal o peor defendido, etcétera. Pero cuando un juez adopta esta postura en el proceso no advierte que, automáticamente, deja de lado lo que siempre ha de ser irrestricto cumplimiento de su propio deber de imparcialidad. Y, de esta forma, vulnera la igualdad procesal.
Se entiende por decisionismo el movimiento formado por ciertos jueces solidaristas que resuelven los litigios que les son presentados por los interesados a base exclusiva de sus propios sentimientos o simpatías hacia una de las partes, sin sentirse vinculados con el orden legal vigente.
[15] En puridad de verdad, las garantías son una sola: el proceso. Si bien se mira, el acceso a la justicia, el control de constitucionalidad, el amparo, el hábeas corpus, la acción de tutela y el hábeas data son solo eso en su esencia: proceso. De donde resulta que es la única vía (garantía) para hacer efectivo cada uno de los derechos que las Constituciones otorgan en el marco de las declaraciones que contienen. Si esto es así -y estoy convencido de que lo es- el proceso debe ser considerado -y normado- como método de discusión (cual ocurre en el sistema acusatorio puro, no vigente de hecho en Panamá por ausencia de una auténtica imparcialidad funcional en sus jueces) y no como método de investigación (cual ocurre en el sistema inquisitivo, de estricta moda en Panamá para todos los órdenes de su Justicia: civil, penal, laboral, etcétera, al socaire de las recurrentes enseñanzas en este país de los habituales expositores presentes en todos los Congresos que organiza el Instituto Colombo Panameño de Derecho Procesal). Finalmente, cuando hablo de método de discusión refiero a un debate pacífico (no armado), dialogal y argumentativo, entre sujetos naturalmente desiguales que se encuentran en situación de antagonismo respecto de una situación de la vida de convivencia y que se igualan jurídicamente para el debate merced a la imparcialidad, impartialidad e independencia del juzgador llamado por la ley para dirigir el debate y, eventualmente, para resolverlo si es que los propios interesados no han llegado a una solución autocompositiva del litigio.
[16] Muy lamentablemente, y merced a la constante prédica de la prensa amarilla, el sintagma garantismo procesal se ha desacreditado grandemente: es habitual escuchar por radio o televisión que la mayor aspiración de un jurista que se dice garantista es poner una puerta giratoria en la entrada de una comisaría policial para hacer entrar por ella al detenido a fin de que pueda salir con el mismo envión del ingreso. Craso error. No se trata de eso sino de hacer respetar la Constitución y el orden de los derechos que ella consagra.
[17] Creo muy importante advertir al lector que si lee detenidamente la nómina completa de autores decisionistas con pensamiento vigente en América latina, descubrirá prontamente que casi todos son jueces en actividad, o jueces jubilados, o familiares o cónyuges de jueces o, finalmente, académicos que jamás han litigado ante tribunal alguno ¡Muy, muy excepcionalmente, abogados que pechan mostradores en las mesas de entradas de los tribunales en demanda de justicia!
[18] Tres son los sistemas conocidos: acusatorio o dispositivo, inquisitorio o inquisitivo y mixto. Los explico seguidamente.
1) El sistema acusatorio o dispositivo. Es un método bilateral en el cual dos sujetos naturalmente desiguales discuten pacíficamente en situación de igualdad jurídica asegurada por un tercero que actúa al efecto en carácter de autoridad, dirigiendo y regulando el debate para, llegado el caso, sentenciar la pretensión discutida. Es valor entendido por la doctrina mayoritaria que un proceso se enrola en el sistema dispositivo cuando las partes son dueñas absolutas del impulso procesal (por tanto, ellas son quienes deciden cuándo activar o paralizar la marcha del proceso), y son las que fijan los términos exactos del litigio a resolver afirmando y reconociendo o negando los hechos presentados a juzgamiento, las que aportan el material necesario para confirmar las afirmaciones, y las que pueden ponerle fin al pleito en la oportunidad y por los medios que deseen. Tal cual se ve, priva en la especie una filosofía liberal que tiene al propio particular como centro y destinatario del sistema. Como natural consecuencia de ello, el juez actuante en el litigio carece de poder impulsorio, ha de aceptar como ciertos los hechos admitidos por las partes así como conformarse con los medios de prueba que ellas aporten y debe resolver de acuerdo con el mandato legal y ajustándose estrictamente a lo que es materia de controversia en función de lo que fue afirmado y negado en las etapas respectivas. Este antiguo sistema de procesamiento es el único que se adecua cabalmente con la idea lógica del proceso, como fenómeno jurídico irrepetible y, por tanto, inconfundible que une a tres sujetos en una relación dinámica y continua. Pero no solo al litigio puramente civil se aplicó este sistema en el pasado remoto: existen noticias que muestran a este fenómeno respecto de la materia penal en las antiguas repúblicas de Grecia y en la misma Roma, en la época de los Comicios. Y es que la primitiva concepción del juicio penal exigía que fuera iniciado por un acusador (ya que prevalecía el interés particular del ofendido y sus parientes) quien actuaba contra el reo ante la persona que oficiaba como juzgador. Tanto es así que lo que hoy podría llamarse proceso penal común fue acusatorio desde antes del Siglo XII en numerosos países de Europa.
Para la mejor comprensión del tema en estudio, cabe recordar que el sistema dispositivo (en lo civil) o acusatorio (en lo penal), se presenta históricamente -y hasta hoy- con los siguientes rasgos caracterizadores: a) el proceso solo puede ser iniciado por el particular interesado. Nunca por el juez; b) el impulso procesal solo es dado por las partes. Nunca por el juez; c) el juicio es público salvo casos excepcionales; d) existe paridad absoluta de derechos e igualdad de instancias entre actor (o acusador) y demandado (o reo); e) el juez es un tercero que, como tal, es impartial, imparcial e independiente de cada uno de los contradictores. Por tanto, el juez es persona distinta de la del acusador; f) no preocupa ni interesa al juez la búsqueda denodada y a todo trance de la verdad real sino que, mucho más modesta pero realistamente, procura lograr el mantenimiento de la paz social fijando hechos para adecuar a ellos una norma jurídica, tutelando así el cumplimiento del mandato de la ley; g) nadie intenta lograr la confesión del demandado o imputado, pues su declaración es un medio de defensa y no de prueba, por lo que se prohíbe su provocación (declaración indagatoria y absolución de posiciones); h) correlativamente exige que, cuando la parte desea declarar espontáneamente, lo haga sin mentir. Por tanto, castiga la falacia; i) se prohíbe la tortura; j) el imputado sabe siempre de qué se lo acusa y k) quién lo acusa y l) quiénes son los testigos de cargo; etc. A mi juicio, todo ello muestra en su máximo grado la garantía de la plena libertad civil para el demandado (o reo).
2) El sistema inquisitorio. Originariamente, fue un método unilateral -y sigue siéndolo- en el cual el propio pretendiente, convertido ahora en acusador de alguien (reo) le imputaba la comisión de un delito. Y esa imputación -he aquí la perversa novedad del sistema- la hacía ante él mismo como encargado de juzgarla oportunamente. Por cierto, si el acusador era quien afirmaba (comenzando así con el desarrollo de la serie) resultaba elemental que sería el encargado de probarla. Solo que -otra vez- por sí y ante sí, para poder juzgar luego la imputación después de haberse convencido de la verdad de la propia imputación. Por obvias razones, este método de enjuiciamiento no podía hacerse en público. De allí que las características propias del método eran: a) el juicio se hacía por escrito y en absoluto secreto; b) el juez era la misma persona que el acusador y, por tanto, el que iniciaba los procedimientos, bien porque a él mismo se le ocurría (así su actividad comenzó a ser oficiosa o propia de su oficio) o porque admitía una denuncia nominada o anónima (ello quedó escondido en la idea del accionar oficioso); c) como el mismo acusador debía juzgar su propia acusación, a fin de no tener cargos de conciencia (que, a su turno, también debía confesar para no vivir en pecado, toda vez que el juzgador era sacerdote) buscó denodadamente la prueba de sus afirmaciones, tratando por todos los medios de que el resultado coincidiera estrictamente con lo que él sostenía que había acaecido en el plano de la realidad social; d) para ello, comenzó entonces la búsqueda de la verdad real; e) y se creyó que solo era factible encontrarla con la confesión; de ahí que ella se convirtió en un medio de prueba y, luego, en la reina de todas las pruebas (la probatio probatissima); f) y para ayudar a lograrla, se instrumentó y reguló minuciosamente la tortura. Como se ve, método radicalmente diferente al que imperó en la historia de la sociedad civilizada. En la actualidad este es el método que se practica en casi toda América para el juzgamiento penal y que se aplica en todas partes para lo civil con las lógicas atenuaciones del tiempo que se vive (por ejemplo, ya no puede decirse que haya tortura indiscriminada en todas partes).
3) El sistema mixto. Comparando los sistemas descritos en los parágrafos anteriores, puede colegirse con facilidad que los conocidos como dispositivo e inquisitivo son franca y absolutamente antagónicos y que, por razones obvias, no se puede hablar seriamente de una suerte de convivencia entre ellos, aunque resulte aceptable que puedan alternarse en el tiempo conforme a distintas filosofías políticas imperantes en un lugar dado. Sin embargo, gracias a la persistente vigencia en la ley de la filosofía inquisitivista de la autoridad a la cual todo esto le sirve –por casi seiscientos años– hoy abundan los códigos mixtos, cosa que se puede ver con facilidad en lo civil: todos los códigos de América son, según los autores mayoritarios, ¡predominantemente dispositivos pero con leves atenuaciones inquisitivas..! No obstante ello -y surge solo de la simple lectura de los anteriores párrafos- no son exactas las afirmaciones de la doctrina, pues disposición e inquisición son posiciones que generan sistemas de procesamiento incompatibles en su esencia. Por eso es que no resulta factible concebir racionalmente el sistema mixto.
Para persuadir sobre la exactitud de esta afirmación, recurro a un ejemplo cualquiera: piénsese en un cuerpo legal que contenga normas claramente dispositivas en materia de prueba de afirmaciones contradichas. Supóngase que, al mismo tiempo, tal normativa consagre una sola norma que, bajo el inocente título de medidas para mejor proveer o resolver, otorgue al juez amplísimas facultades para ordenar de oficio cualquiera diligencia conducente a la investigación de la verdad real acerca de los hechos litigiosos, con prescindencia de su aceptación por las partes. En este caso, no dudo de que abundarían los más elogiosos comentarios: se hablaría del adecuado equilibrio de la norma pues, al estatuir conforme a las pautas tradicionales en materia de prueba, recoge las ideas más avanzadas, que concuerdan en entregarle al juez una mayor cantidad de poderes en orden al mejor y más auténtico conocimiento de los hechos... etcétera. Afirmo que tal comentario es incoherente. Baste una sencilla reflexión para justificar este aserto: la norma que le confiere al juez la facultad de acreditar por sí mismo un hecho litigioso, ¿no tiene la virtualidad de tirar por la borda toda la regulación dispositiva referente a cargas, plazos, negligencia, caducidad, etc., en materia de ofrecimiento y producción de la prueba?
¿Por qué se ha llegado en la historia al sistema mixto? A mi juicio, son varias las razones determinantes de la actual coexistencia de sistemas antagónicos: la secular tradición del Santo Oficio y la abundante literatura jurídica que fundamentó y justificó la actuación de la Inquisición española durante más de seiscientos años, así como la fascinación que el sistema provoca en regímenes totalitarios que, al normar para el proceso, dejan de lado al hombre común para erigir al propio Estado como centro y eje del sistema (recuérdese que nuestra asignatura es actualmente denominada en muchas partes como derecho jurisdiccional). Además, toda la doctrina procesal publicada en el continente desde los años ’50 del siglo pasado en adelante ha contribuido grandemente a ello pues con su lectura y estudio se han formado quienes enseñan la asignatura hasta ahora en las diferentes universidades de América. Incluso quien esto escribe. Finalmente: en la generalidad de la Argentina de hoy se cuenta con normativas procesales fuertemente inquisitivas, tanto en lo penal como en lo civil. A riesgo de predicar en el vacío, mantengo la esperanza de revertir tal estado de cosas y, para eso, esta obra. Y ello por simples y obvias razones: los constituyentes de 1853 normaron en función de la dolorosa historia vivida en la Argentina hasta entonces, tratando de evitar desde la propia Constitución la reiteración de los errores y las aberraciones del pasado.
Acorde con textos constitucionales vigentes en la época, reitero que la idea que tuvieron de la actividad de procesar no puede ser más clara, más pura, ni puede concebirse más liberal: acordaron la igualdad ante la ley, remarcaron la inviolabilidad de la defensa en juicio, establecieron el principio del juez natural y el del estado de inocencia, prohibieron la condena sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho que motivó el proceso, etc. Dentro del espíritu que exhibe la Constitución, todo ello muestra que su meta era -y es- un proceso regulado con las modalidades explicadas hasta ahora: fenómeno jurídico que enlaza a tres sujetos, dos de ellos ubicados en situación de igualdad y el otro en la de imparcialidad (lo cual ocurre exclusivamente en el sistema dispositivo o acusatorio). De ninguna manera creo que pueda afirmarse, al menos congruente y fundadamente, que todas las garantías constitucionales recién enunciadas rijan dentro del sistema inquisitivo (propio de nuestro proceso penal hasta hace poco tiempo) pues al posibilitar que sea el propio juez quien inicie de oficio una investigación imputando a alguien la comisión de un delito, por ejemplo, y al mismo tiempo permitir que dicho juez resuelva por sí acerca de su propia imputación, viene a resultar algo obvio: el juez es juez y parte al mismo tiempo. Y hasta el menos avisado puede advertir que lo que ello genera no es un proceso (de tres) sino un simple procedimiento que une solo a dos sujetos: al juez-acusador y al reo.
Insisto reiterativamente y a riesgo de producir hartazgo en el lector: no obstante tal afirmación, que no puede ser desvirtuada con razonamiento lógico jurídico (aunque sí con argumentación política o caprichosa), la antigua vocación por el totalitarismo que tan persistentemente ha mostrado el legislador de toda la América latina lo ha llevado a dictar regulaciones normativas que, al permitir la coexistencia incoherente de sistemas antagónicos, descartan per se la vigencia del debido proceso al establecer para un sinnúmero de casos simples procedimientos judiciales a los cuales se les adjudica –indebidamente– la denominación de procesos. Pero como las cosas son lo que realmente son, sin que importe al efecto cómo se las llame, no creo que ello sea suficiente para que se acepte con alegría y buena voluntad un sistema filosóficamente erróneo, políticamente nefasto y jurídicamente inconstitucional.
[19] Últimamente, distinguido docente de Derecho Penal –Ricardo Juan Caballero, La Justicia inquisitorial, (Editorial Ariel Historia, 2003) ha efectuado interesante aporte a la ciencia procesal, al intentar desentrañar el auténtico sentido histórico de la palabra real cuando adjetiva al sustantivo verdad. Utilizando al efecto una óptica diferente a la tradicional, afirma él que en tiempos de las primeras monarquías absolutas no existía el hoy conocido estado de inocencia sino una obvia presunción de culpabilidad emergente de la mera imputación efectuada por el propio rey -con inspiración divina, naturalmente- y que esa afirmación era nada menos que la verdad real: la verdad del rey, no la afirmación que coincide con la realidad de la vida. Por tanto, la búsqueda de la verdad real por parte del juez que actúa inquisitivamente, tiene el único objeto de hacer coincidir el resultado de objeto investigado con lo querido por el rey. Tal cual ocurre hoy, ¡sólo que la coincidencia no se produce con el querer real sino con la voluntad del mismo juez que ha efectuado la imputación!
[20] La palabra imparcialidad referida en el texto muestra el exacto quid de la cuestión, vinculada con el principio procesal más destacable de los posibles de enunciar. A tal punto, que sin una auténtica imparcialidad funcional del juzgador habrá un simple procedimiento, pero nunca un verdadero proceso. De ahí la importancia de fijar posición académica frente a su concepto.
El principio de imparcialidad del juzgador indica que el tercero que actúa en calidad de autoridad para procesar y sentenciar el litigio debe ostentar claramente ese carácter: para ello, no ha de estar colocado en la posición de parte (impartialidad) ya que nadie puede ser actor o acusador y juez al mismo tiempo; debe carecer de todo interés subjetivo en la solución del litigio (imparcialidad) y debe poder actuar sin subordinación jerárquica respecto de las dos partes (independencia). Esto que se presenta como obvio -y lo es- no lo es tanto a poco que el lector quiera estudiar el tema en las obras generales de la asignatura. Verá en ellas que, al igual que lo que acaece con el concepto de debido proceso, la mayoría se maneja por aproximación y nadie lo define en términos positivos. En realidad, creo que todos -particularmente los magistrados judiciales- sobreentienden tácitamente el concepto de imparcialidad pero -otra vez- nadie afirma en qué consiste con precisión y sin dudas. Por eso es que se dice despreocupada -y erróneamente- que los jueces del sistema inquisitivo pueden ser y de hecho son imparciales en los procesos en los cuales actúan. Pero hay algo más: la palabra imparcialidad significa varias cosas diferentes a la falta de interés que comúnmente se menciona en orden a definir la cotidiana labor de un juez. Por ejemplo, a) ausencia de prejuicios de todo tipo (particularmente raciales o religiosos); b) independencia de cualquier opinión y, consecuentemente, tener oídos sordos ante sugerencia o persuasión de parte interesada que pueda influir en su ánimo; c) no identificación con alguna ideología determinada; d) completa ajenidad frente a la posibilidad de dádiva o soborno; y a la influencia de la amistad, del odio, de un sentimiento caritativo, de la haraganería, de los deseos de lucimiento personal, de figuración periodística, etcétera. e) Y también es no involucrarse personal ni emocionalmente en el meollo del asunto litigioso y f) evitar toda participación en la investigación de los hechos o en la formación de los elementos de convicción, g) así como de fallar según su propio conocimiento privado el asunto. h) Tampoco debe tener temor al qué dirán ni al apartamiento fundado de los precedentes judiciales, etcétera. Si bien se miran estas cualidades definitorias del vocablo, la tarea de ser imparcial es asaz difícil pues exige absoluta y aséptica neutralidad, que debe ser practicada en todo supuesto justiciable con todas las calidades que el vocablo involucra.
[21] El tema no solo es fascinante. Es preocupante. Gravemente preocupante. Quienes aconsejan adoptar legislativamente la figura del juez investigador lo hacen partiendo de la base de que la Verdad y la Justicia son valores absolutos. El asunto no es novedoso: el pensamiento griego se ocupó largamente de él al plantear los problemas axiológicos, entre los cuales cabe recordar uno de los de mayor importancia: ¿puede decirse que los valores de la vida valen por sí mismos, esencialmente, o, por lo contrario, que valen tan solo porque alguien los valora...? En otras palabras: los valores, como tales, ¿son absolutos o relativos? (Una puesta de sol o la Gioconda, por ejemplo, ¿son absoluta y esencialmente bellas o son bellas relativamente para mí, que las encuentro bellas, en tanto que pueden no serlo para otro?) Traído el problema al terreno judicial parece fácil de resolver. En efecto: piénsese en un juzgador justiciero que, con rectitud y honestidad de espíritu, hace todo lo que está a su alcance para llegar a la verdad real de los hechos sometidos a su juzgamiento. Y, después de ardua búsqueda, cree haber logrado esa verdad -en rigor, la Verdad, única y con mayúsculas- y, a base de ella, emite su fallo, por ejemplo, absolviendo al demandado o reo. Adviértase que esta óptica muestra a la Verdad como un valor absoluto. De tal modo, la Verdad es una e idéntica en todo tiempo y lugar y para todas las personas por igual. Piénsese también en que ese fallo es impugnado por el demandante o acusador perdidoso y, así, elevado el asunto a un tribunal superior donde también hay juzgadores justicieros, con igual o mayor rectitud y honestidad de espíritu que el juez inferior. Imagine ahora el lector que tales juzgadores, después de ardua búsqueda, creen haber llegado por ellos mismos a la Verdad -otra vez con mayúscula- que, lamentablemente, no coincide con la que había pregonado el inferior... Y, de tal manera, revocan su sentencia y, en su lugar, condenan al demandado o reo. Y parece obvio destacar que la segunda Verdad debe primar por sobre la primera Verdad, por simple adecuación lógica del caso a la verticalidad propia de los estamentos que integran el Poder Judicial, en el cual la Verdad será solo la que declare el último juzgador previsto como tal en el sistema de que se trate... Lo primero que se le ocurrirá al lector -de seguro- es que lógicamente no pueden coexistir dos Verdades antagónicas acerca de un mismo tema, a menos que, en lugar de ser la Verdad, ambas sean la simple verdad de cada uno de los juzgadores (en rigor, sus verdades, que pueden o no coincidir con la Verdad). Adviértase que, desde esta óptica, la verdad es un valor relativo. De tal modo, lo que es justo para uno puede no serlo para otro o lo que fue justo en el pasado o aquí puede no serlo en el presente o allá. En otras palabras, hay tantas verdades como personas pretenden definirlas (recuérdese, por ejemplo, que Aristóteles justificó la esclavitud... ¿Quién piensa lo mismo hoy?). El problema ejemplificado excede el marco de una explicación lineal del tema. Pero sirve para comprender cabalmente que la simple posibilidad de que el juzgador superior revoque la decisión del juzgador inferior muestra que la verdad (así, con minúscula) es un valor relativo. Si esto es correcto –y creo firmemente que lo es– ¿cómo puede implementarse un sistema judicial en el cual se imponga al juez actuante el deber de buscar la verdad real...? ¿Cuál es la lógica de tan imprudente imposición? Sin embargo, exactamente eso ha ocurrido en casi todas las legislaciones procesales (civiles y penales) del continente con el auspicio de importantes nombres de autores de prestigio que, increíblemente, continúan pontificando acerca de la necesidad de brindar más y mayores potestades a los jueces para buscar esa Verdad, a todas luces inalcanzable...
Soslayando momentáneamente la exposición, debo decir aquí y ahora que ese continuo otorgamiento de mayores facultades a los jueces ha convertido a muchos de ellos en normadores primarios, alejándolos del formalismo propio del sistema de la dogmática jurídica, donde deben actuar exclusivamente como normadores secundarios (creando la ley solo cuando ella no está preordenada por el legislador). Y esto ha traído enorme desconcierto en los justiciables, que se enfrentan no con un sistema que permite prever las eventuales soluciones de los jueces, sino con una suerte de realismo absolutamente impredecible, en el cual cada juzgador -no sintiéndose vinculado a orden jurídico alguno- hace literalmente lo que quiere... Cual el cadí.
[22] Toda demanda civil o imputación penal contiene una pretensión que parte de una necesaria e insoslayable afirmación (le presté y no me devolvió, hurtó, me despidió sin causa, etc.) a la cual el pretendiente le asigna relevancia jurídica y, a base de ello, aspira a obtener una respuesta de la autoridad que sea estimatoria de esa pretensión.
[23] Es obvio que el juzgador no puede resolver a base de la exclusiva y unilateral afirmación del pretendiente; por ello, y como simple aplicación al caso del principio constitucional de igualdad ante la ley, debe ser oído antes que nada. Se genera así la etapa de negación, en la cual el resistente civil puede mostrar una de cuatro actitudes: abstención (se desentiende del pleito y nada hace al respecto); sumisión (admite efectuar la prestación pretendida); reconvención (utiliza el mismo procedimiento ya incoado para contraatacar al demandante) y oposición (enfrenta la pretensión haciendo una de dos cosas: diciendo a) no le debo -con lo cual ejerce una defensa puramente negativa que se conoce como contestación a la demanda- y genera con ello en el actor la carga de confirmar cada una de las afirmaciones negadas; o b) diciendo sí, me prestó, pero le pagué, con lo cual deduce excepción, que libera al actor de probar la afirmación excepcionada y, al mismo tiempo, genera en el excepcionante la carga de su confirmación).
[24] Siempre que haya una actitud de oposición (contradicción o excepción) debe ser abierta la etapa confirmatoria para que quien haya sido el afirmante pueda confirmar la afirmación negada.
[25] Siempre que exista actividad confirmatoria, debe ser abierta la etapa evaluatoria para que puedan alegar acerca de la confirmación de la afirmación negada quienes hayan sufrido la respectiva carga en la etapa anterior.
[26] Desde el siglo pasado, la doctrina publicista refiere insistentemente al debido proceso como un claro derecho constitucional de todo particular y como un deber de irrestricto cumplimiento por la autoridad. La frase lució novedosa en su época pues, no obstante que la estructura interna del proceso -que ya he mostrado como una serie consecuencial- aparece natural y lógicamente en el curso de la historia con antelación a toda idea de Constitución, las Cartas Políticas del continente no incluyen –en su mayoría– la adjetivación debido, concretándose en cada caso a asegurar la inviolabilidad de la defensa en juicio o un procedimiento racional y justo, cual lo hace la Constitución de Chile.
El origen más o menos aceptado de la palabra debido se halla en la Quinta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América que, al establecer los derechos de todo ciudadano en las causas penales, dice en su parte pertinente que no podrá “someterse a una persona dos veces, por el mismo delito, al peligro de perder la vida o sufrir daños corporales; tampoco podrá obligársele a testificar contra sí mismo en una causa penal, no se le privará de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso judicial”. Este mandato figura nuevamente en el texto de la Decimocuarta Enmienda (ahora como restricción al poder de los Estados confederados) donde se utilizan palabras similares: “...ningún Estado podrá tampoco privar a persona alguna de la vida, la libertado la propiedad, sin el debido procedimiento jurídico”.
Muchas Constituciones refieren tangencialmente al debido proceso. Pero no lo definen ni afirman que es un derecho de todo ciudadano, lo que se da por supuesto. Tampoco lo hace la doctrina local en términos asertivos de inconfundibilidad total. Consecuente con ello, prestigiosos autores del siglo pasado lo han definido como drama o como misterio o como algo que se sabe exactamente dónde está pero no qué es.
No obstante todo ello, pasando a afirmativa las concepciones negativas y haciendo un mínimo inventario de las frases hechas acuñadas por la jurisprudencia generalizada en las Cortes Constitucionales de América, podría decirse que el debido proceso: a) supone el derecho a la jurisdicción, que es imprescriptible, irrenunciable y no afectable por las causas extintivas de las obligaciones ni por sentencia; b) implica el libre acceso al tribunal; c) y la posibilidad plena de audiencia (lo cual lleva aneja una efectiva citación que permita total conocimiento de la acusación o demanda cursada); d) la determinación previa del lugar del juicio; e) el derecho del reo de explicarse en su propia lengua; f) comprende el derecho de que el proceso se efectúe con un procedimiento eficaz y sin dilaciones; g) adecuado a la naturaleza del caso justiciable y h) público; i) con asistencia letrada eficiente desde el momento mismo de la imputación o detención. Específicamente en cuanto a la confirmación, comprende j) el derecho de probar con la utilización de todos los medios legales procedentes y pertinentes y k) el de que el juzgador se atenga solo a lo regular y legalmente acreditado en las actuaciones respectivas.
En cuanto atañe a la sentencia, comprende el derecho de: l) que sea dictada por un juez objetivo, imparcial e independiente, m) que emita su pronunciamiento en forma completa: referida a todos los hechos esenciales con eficacia decisiva y al derecho aplicable; n) legítima: basada en pruebas válidas y sin omisión de las esenciales; ñ) lógica: adecuada a las reglas del pensamiento lógico y a la experiencia común; o) motivada: debe ser una derivación razonada del derecho vigente con relación a la pretensión esgrimida y en función de los hechos probados en el proceso y p) congruente: debe versar exclusivamente acerca de lo pretendido y resistido por las partes. La sentencia que no cumple tales condiciones es calificada habitualmente como arbitraria, cuyos parámetros generadores también constituyen frases hechas, inteligentemente acuñadas por la jurisprudencia. Y así, una sentencia es arbitraria cuando a) no decide acerca de cuestiones oportunamente planteadas, o b) decide acerca de cuestiones no planteadas, o c) contradice constancias del proceso, o d) incurre en autocontradicción, o e) pretende dejar sin efecto decisiones anteriores firmes, o f) el juez se arroga en ella el papel de legislador, o g) prescinde del texto legal sin dar razón plausible alguna, o h) aplica normas derogadas o aún no vigentes, o i) da como fundamentos algunas pautas de excesiva latitud, o j) prescinde de prueba decisiva, o k) invoca jurisprudencia inexistente, o l) incurre en excesos rituales manifiestos, o m) sustenta el fallo en afirmaciones dogmáticas o n) en fundamentos que solo tienen la apariencia de tal, o ñ) incurre en autocontradicción, etcétera. Como se ve, se trata de una simple enunciación más o menos detallada de vicios contenidos en las actividades de procesar y de sentenciar que, además, son aglutinados en una misma idea no obstante que ostentan obvias y profundas diferencias lógicas y materiales.
Si se intenta definir técnicamente la idea de debido proceso resulta más fácil sostener que es aquél que se adecua plenamente a la idea lógica de proceso: dos sujetos que actúan como antagonistas en pie de perfecta igualdad en el instar ante una autoridad que es un tercero en la relación litigiosa (y, como tal, impartial, imparcial e independiente). En otras palabras: el debido proceso no es ni más ni menos que el proceso que respeta sus propios principios, particularmente el de la imparcialidad del juzgador, que posibilita el de la igualdad de los parciales. Esta concepción, que no por sencilla es errada, convierte en estéril a todo el inventario que he hecho precedentemente.
[27] Utilizo el vocablo en su exacta tercera acepción castellana: término o fin de los actos.
[28] Nihil habere quod liqueat: no sacar nada en claro.
[29] Y es que -como ya se ha visto en el texto- hay hechos que no pueden ser confirmados: cuando yo afirmo en un proceso; por ejemplo, que soy soltero y ello es negado por la contraparte, no hay forma de acreditarlo. Por lo contrario, podrá hacerse respecto de los otros estados civiles (casado, viudo, divorciado, separado) con la mera exhibición de la partida respectiva, pero nunca de la soltería.
[30] Y entre ellas, comenzando por reiterar algunas de las ya mencionadas al presentar el problema, se ha dicho que incumbe la carga confirmatoria: a) al actor en todos los casos, pero le otorga esta calidad al demandado en cuanto a sus excepciones; b) a quien afirma un hecho y no al que simplemente lo niega; c) al actor respecto de los hechos en que se basan sus pretensiones, y al demandado en cuanto los que justifican sus excepciones; d) a quien alega un hecho anormal respecto del estado habitual de las cosas, ya que la normalidad se presume lógicamente; e) a quien pretende innovar en una relación cualquiera, entendiendo con ello que lo que se modifica es la normalidad; f) a cada una de las partes respecto de los presupuestos de hecho de la norma jurídica que le es favorable (esta tesis ha sido recibida y es norma expresa en la mayoría de las legislaciones contemporáneas). En rigor de verdad, si se comprende sistémicamente su significado y no se la deforma para forzar su aplicación, la norma que consagra esta teoría es más que suficiente para que todo el mundo sepa a qué atenerse; g) a quien busca lograr un cierto efecto jurídico; h) a quien tiene interés en que un hecho afirmado sea considerado como verdadero; i) a quien afirma un cierto tipo de hecho, que luego explicaré con detenimiento en el texto.
[31] Esto ha sido denominado desde antaño en la doctrina como prueba diabólica. No obstante ello, hay leyes que ignoran el problema y que, por ende, generan una carga confirmatoria que no puede ser cumplida en los hechos, con las consecuencias que de ello se derivan. Adviértase la entidad del problema señalado: si yo afirmo que no soy deudor o que el deudor no me pagó o que no cometí el delito que se me imputa, por ejemplo, no puedo confirmarlo de manera alguna pues es imposible percibir directamente lo que no existe. Y cuando las leyes generan una carga confirmatoria de este tipo, resulta claro que es de cumplimiento imposible.
[32] Es el que sostiene todo pretendiente al imputar responsabilidad o demandar la declaración de un derecho con basamento en ese específico hecho, del que afirma que emerge el efecto pretendido. Por ejemplo, se sostiene en la demanda la existencia de un préstamo de dinero que no ha sido devuelto, o la comisión de un ilícito civil generador de responsabilidad aquiliana o, en términos similares, que ha transcurrido el plazo necesario para que la posesión pueda derivar en derecho de propiedad o para declarar la prescripción liberatoria, etcétera. Caso de ser negado el hecho constitutivo, debe ser confirmado por el propio pretendiente y nada debe hacer al respecto el demandado que simplemente lo ha negado. Si la confirmación es convincente para el juez, ganará el pleito el actor. Caso contrario, lo perderá sin que el demandado haya realizado tarea alguna al respecto.
[33] Es el que afirma todo resistente para liberarse de la responsabilidad imputada o evitar la declaración del derecho pretendido a base del hecho constitutivo, pues implica por sí mismo la inexistencia de tal responsabilidad o derecho. Por ejemplo, el demandado sostiene al oponer excepciones en la etapa de negación que ha pagado la obligación cuyo cumplimiento le reclama el actor o que la posesión alegada fue interrumpida, etcétera. Caso de ser alegado este tipo de hecho, debe ser acreditado exclusivamente por el propio excepcionante, con lo cual se releva de toda carga confirmatoria al actor respecto del hecho constitutivo alegado por él. En otras palabras: si el excepcionante afirma haber pagado el mutuo alegado por el actor, debe confirmar dicho pago. Y, nótese bien, en este caso nada debe confirmar el actor en cuanto al hecho constitutivo por él alegado, toda vez que no se justifica lógicamente la afirmación de un pago sin reconocer implícitamente la existencia del préstamo que tal pago extinguió. Así, toda la tarea confirmatoria pesará en el caso sobre el excepcionante, quien ganará el pleito en el supuesto de lograr la respectiva confirmación y lo perderá en el caso contrario (y, así, ganará el actor aunque nada haya hecho en el campo confirmatorio). Como se ve y se ratificará luego, en el juego de posibles confirmaciones se trabaja siempre solo sobre el último hecho afirmado en la cadena de constitución, extinción, invalidación y convalidación antes referida.
[34] Es el que afirma todo aquél contra quien se ha opuesto un hecho constitutivo o un hecho extintivo del hecho constitutivo alegado para fundar la respectiva pretensión. Por ejemplo: si Pedro sostiene que contrató un mutuo con Juan, afirmando que este recibió el dinero y que no lo devolvió oportunamente (hecho constitutivo) y, a su turno, Juan afirma que pagó a Pedro tal dinero (hecho extintivo), el mismo Pedro puede alegar ahora que el pago se hizo indebidamente a un tercero (hecho invalidativo) y que, por ende, no lo recibió; por tanto, como quien paga mal debe pagar dos veces, espera ahora la condigna condena a su favor. Este tipo de hecho debe ser confirmado por quien lo alega. Caso de no hacerlo (y solo este hecho, ya que el constitutivo se encuentra exento de confirmación -pues es lógico presumir que quien pagó es porque debía- y que el hecho extintivo también está exento de confirmación -ya que si se afirma que el pago es inválido es porque se reconoce el hecho de haber sido realizado-) ganará el pleito el que alegó el último hecho implícitamente aceptado: el del pago, al que se tendrá como existente).
[35] Es el que afirma todo aquel contra quien se ha opuesto un hecho invalidativo de un hecho extintivo de un hecho constitutivo. Por ejemplo, si en el caso recién relatado, Juan reconoce haber pagado a un tercero y afirma que, a la postre, este entregó el dinero al propio Pedro -con lo cual recibió finalmente su acreencia- parece claro que la invalidez del pago ha quedado convalidada. De modo similar al expresado antes, aquí Juan habrá de confirmar solo el hecho convalidativo, quedando todos los demás fuera de la tarea confirmatoria. Y resultará con ello que ganará el pleito si logra hacerlo y lo perderá en caso contrario. (Sé que a esta altura de la explicación ella se asemeja grandemente a una suerte de extraño trabalenguas. Pero insisto con la buscada repetición de palabras pues creo que de tal forma ayudo a que el lector fije definitivamente el concepto).
[36] Es el que afirma una parte sosteniendo la ausencia en el hecho constitutivo o en el hecho extintivo de alguno de los requisitos generales que son comunes a todas las relaciones jurídicas (por ejemplo, la capacidad de las partes, la libertad con la cual fue expresado el consentimiento -cuando este es necesario- la existencia de vicios del consentimiento, la ilicitud de la causa obligacional, etcétera). Similarmente, es el que refiere a la ineficacia del proceso como medio para debatir en él la pretensión (por ejemplo, se afirma que el juez actuante es incompetente, que el actor carece de personalidad, que la demanda es oscura, etcétera). La carga de confirmar este tipo de hecho pesa exclusivamente sobre la parte que lo invocó.
[37] Por ejemplo, durante la década de los 60 rigió en la Argentina una ley que congelaba todas las locaciones de inmuebles urbanos e impedía actualizar el monto del alquiler a menos que el inquilino tuviera suficientes medios de fortuna (u otras propiedades) como para poder pagar un canon liberado. Este precepto -que en la jerga tribunalicia se denominó como de inquilino pudiente- generó una ola de pleitos en los cuales el actor debía lograr del juez la plena convicción de la pudiencia del inquilino, cosa que no era fácil de hacer. Como en rigor de verdad se trataba de una “prueba” diabólica por el carácter local de los diversos Registros de Propiedades con que todavía cuenta el país, algunos jueces comenzaron a imponer una suerte de extraña inversión o complementación de la carga confirmatoria, sosteniendo que la pudiencia era un hecho que debía ser acreditado por ambas partes por igual. Por cierto, el argumento reñía con la técnica procesal y, sobre todo, con la lógica. Recuerdo ahora que al momento de juzgar un magistrado una de dichas causas sosteniendo esta tesis, fue interrogado por otro juez -que quería hacerle ver las dificultades propias del problema- acerca de cómo debía ser resuelto un pleito en el que la misma idéntica carga pesara por igual sobre ambos contendientes sin que ninguno de ellos hubiera logrado cumplirla. Y el interrogado respondió muy suelto de cuerpo: pues... ¡lo empatan! ¡Como si ello fuere posible!
[38] Y es que nadie comienza un pleito con alegría y despreocupación, como quien sale a pasear por el campo en día festivo. Por el contrario, se realizan previamente muchas conversaciones -e intimaciones- para tratar de evitarlo. Cuando ya el pretendiente -acreedor, por ejemplo- está seguro de que no logrará una autocomposición con el resistente –deudor, que en el ejemplo afirma que pagó– no tiene más remedio (recordar que esta es la última alternativa pacífica) que concurrir al proceso (para ello, debe pagar honorarios de abogados y carísimas tasas de justicia), donde el deudor, ahora demandado, vuelve a oponerle la misma tenaz oposición que antes, afirmando haber hecho -por ejemplo- un pago que no existió en la realidad de la vida... Como puede aceptarse fácilmente a esta altura del relato, el actor piensa con visos de razonabilidad comprensible en destruir para siempre a su demandado y deudor impenitente. En tales condiciones, ¿cómo puede serle exigido que colabore solidariamente con su enemigo y, que si no lo hace, se considere que ha caído en inconducta procesal? ¿No es esto un verdadero disparate?