Calvinho, Gustavo 20-05-2014 - Los derechos humanos y la garantía del proceso 01-06-2012 - Una necesaria distinción en defensa del Debido Proceso. Las medidas cautelares y los anticipos pretensionales 29-09-2016 - Distinción entre las presunciones y la carga procesal de la prueba 03-05-2017 - La introducción de cuestiones fácticas y probatorias en el Recurso Extraordinario Federal Argentino a partir de la doctrina de la arbitrariedad 01-12-2013 - La procedimentalización posmoderna
Tengo el agrado de dirigirme a usted, en mi carácter de integrante de la Comisión Redactora del Nuevo Código Procesal Civil y Comercial de la Nación —designada mediante Resolución 2017-496-APN-MJ y RESOL-2017-829-APN-MJ― y en cumplimiento de un desinteresado deber cívico, para darle a conocer mis observaciones y disidencia en relación al Anteproyecto de Código Procesal Civil y Comercial de la Nación presentado al Sr. Ministro de Justicia y Derechos Humanos, Dr. Germán C. Garavano, el 1º de julio de 2019.
Comparto plenamente con el Señor Ministro, los integrantes de la cartera a su cargo y los miembros de la Comisión Redactora la preocupación y necesidad de implementar políticas, acciones y esfuerzos tendientes a mejorar la Justicia de nuestro país. Valoro la decisión de avanzar hacia una propuesta transformadora y superadora de los procesos no penales, de manera que sean más rápidos, simples y transparentes, aprovechando las ventajas que ofrecen las nuevas tecnologías. Y coincido con la idea de darle una nueva oportunidad a la oralidad. El expediente digital, la subasta electrónica, el procedimiento monitorio de desalojo, la contemplación del proceso por audiencias y el de extinción de dominio, son ejemplos dignos de mención de lo que recoge el Anteproyecto en la prosecución del objetivo referido, tan reclamado por nuestra sociedad.
La repercusión que las normas de un código procesal tienen en distintos órdenes cotidianos y en la toma de decisiones es relevante. Su vocación de trascendencia impone una enorme responsabilidad a la hora de encarar reformas y la consideración de aspectos no solo procedimentales, sino también constitucionales, políticos, económicos, sociales e institucionales, sin olvidar los recursos humanos y estructurales.
Por consiguiente, el Anteproyecto no debe evaluarse de manera aislada y en estricta clave procedimental o técnica, sino examinando diversos factores, entre ellos su impacto institucional, económico, social, político y el grado de probabilidad de implementación exitosa. En estas facetas se introducen los reparos que paso a exponer y que serán el eje de mi disidencia.
II. El modelo de enjuiciamiento en el que se introduce la oralidad [arriba]
Salvada mi opinión favorable a la instauración de la oralidad, cabe aceptarse que no representa per se un sistema o modelo de justicia: es, simplemente, una regla del procedimiento[1]. Por consiguiente, y al igual que la escritura, resulta aplicable tanto al proceso adversarial como al procedimiento inquisitivo.
Se advierte así que el problema de fondo no es la regla de oralidad, sino el modelo de justicia en que se instaura. Y en este sentido el Anteproyecto, tras el manto de la oralidad, incrementa el poder y protagonismo de los jueces civiles tanto en su faz formal o de dirección procedimental como material, inclinándose por una matriz de enjuiciamiento autoritaria que no asegura la imparcialidad —pese a lo proclamado en los arts. 13 y 45 inc. a)—, debido a su neto corte inquisitivo, que se plasma, entre otros, con:
a) el impulso procesal oficioso como principio (art. 5)[2];
b) los poderes probatorios de oficio amplios, que incluyen:
i) el deber de ordenar medidas probatorias necesarias para el esclarecimiento de los hechos controvertidos[3] (arts. 45 inc. m y n),
ii) libres interrogatorios a las partes y testigos que comienzan con las preguntas del juez (arts. 241 y 260 y 434) y
iii) potestades discrecionales para la admisibilidad o inadmisibilidad de fuentes y medios de prueba ofrecidos por las partes (arts. 45, inc. o, 205 y 427, inc. f[4]) que requieren mejor delimitación;
c) la posibilidad de dictar cautelares de oficio según las circunstancias del caso (art. 149)[5];
d) la chance de dejar de lado las reglas de carga probatoria, imponiendo a cualquiera de las partes las consecuencias de la falta de prueba conforme pautas de distribución subjetivas (art. 214, tercer y cuarto párrafos)[6];
e) la incorporación de un impreciso deber de rechazar in limine pretensiones manifiestamente improponibles (art. 45 inc. j)[7];
f) los poderes sancionatorios a las partes y sus abogados basados en el incumplimiento de deberes muy genéricos y abiertos (arts. 15, 16 y 317)[8] y
g) una facultad para que, en cualquier etapa del proceso, se declare que los elementos obrantes en las actuaciones son suficientes para su decisión parcial o total y, una vez firme, dicte sentencia (art. 423, segundo párrafo).
Por lo tanto, se ha optado por una oralidad en un modelo eminentemente jurisdiccionalista y extremadamente activista, que además eleva la carga de trabajo de los tribunales[9] en el afán por sustituir facultades propias de las partes. Se permite así que el juez incorpore al debate su propia teoría del caso[10], como base necesaria para cumplimentar sus deberes probatorios oficiosos. Los sesgos cognitivos propios de todo ser humano[11] se encargarán de hacer triunfar casi siempre a la teoría del caso judicial[12], comprometiendo su carácter de tercero imparcial y la calidad de las decisiones[13].
No se ha aprovechado una buena oportunidad para encarar un verdadero cambio de modelo en la justicia civil introduciendo el proceso adversarial en materia disponible, que hace rendir mejores frutos a la oralidad —por sus mayores controles horizontales y verticales—, reduce la carga de trabajo de los juzgados y, además, exhibe ventajas epistemológicas[14].
Cabe resaltarse que mientras en materia penal —donde con frecuencia está en juego un interés general y bienes tales como la vida, la libertad, la honra y la seguridad de las personas— las reformas procesales marchan con firmeza hacia el modelo acusatorio adversarial (v. gr., el Código Procesal Penal Federal recientemente puesto en práctica gracias al esfuerzo y convicción del Ministerio que usted integra, en las provincias de Jujuy y Salta), el Anteproyecto para procesos civiles —que en su mayoría versan sobre derechos privados disponibles de mero contenido económico— va en el sentido contrario. Se acepta el juzgamiento de un homicidio calificado confiando en la actividad procesal y probatoria de las partes, prohibiendo expresamente la incorporación de prueba de oficio[15], al turno que para un reclamo dinerario en sede civil originado en la rotura de un espejo retrovisor de una motocicleta de baja cilindrada se debe desplegar una actividad oficiosa —probatoria y de impulso— que implica invertir preciosos recursos estatales para investigar un caso exclusivamente privado.
Se arriba así a una segunda cuestión: el Anteproyecto está llamado a regir nuestra justicia civil y comercial, donde predominan derechos individuales disponibles. Sin embargo, el modelo adoptado hace que los procesos dispositivos sean absorbidos por el activismo judicial y cierta concepción ideológica que hace naufragar ciertos principios republicanos básicos.
III. Inadecuado tratamiento del proceso dispositivo [arriba]
El respeto a los derechos disponibles es la base de todo ordenamiento procesal civil republicano: el reconocimiento a las personas de un ámbito de autonomía de su libertad implica la aceptación de su decisión sobre qué relaciones jurídicas contrae y cuál es la mejor manera de defender sus derechos subjetivos. El proceso dispositivo es necesaria consecuencia de esta libertad, conforme al cual la tutela judicial se presta ante la petición del interesado y en la medida que la impulse en lo sucesivo, pues deducir un derecho en juicio es una de las posibles maneras de disponer de él[16]. El derecho que en el plano de la realidad social es disponible, no pierde este atributo al ser trasladado por iniciativa de su titular al plano jurídico para defenderlo o efectivizarlo; igual suerte le corresponde al medio que utiliza para tal fin, que es el proceso[17].
El Anteproyecto, por su lado, recepta una concepción que brega por la interferencia judicial en derechos disponibles debatidos en juicio. Así, además de intentar imponer un impracticable[18] impulso oficioso de los procedimientos —la llamada marcha forzada de expedientes— y el ejercicio de poderes probatorios judiciales, incluye:
a) como principio, una pauta de interpretación de las normas procesales “observando los fines sociales del proceso” (art. 1). El proceso, como garantía constitucional, conforma un método de debate ante un juez imparcial e independiente que permite el pleno ejercicio del derecho de defensa de las personas. En todo caso —y solo en algunas ocasiones— en su objeto podrá debatirse acerca de pretensiones con fines sociales. Pero cuando en él se debaten derechos privados disponibles por sus titulares, este tipo de declaraciones genéricas y ambiguas —que nada aportan a la seguridad jurídica— son valiosas herramientas para el decisionismo judicial, que pueden ser utilizadas tanto para conculcar derechos constitucionales como para afectar la gobernabilidad en base a razones ideológicas o políticas.
b) La congruencia, si bien es adecuadamente tratada en el art. 4 cuando prescribe que El juez decidirá en forma congruente según las pretensiones y defensas deducidas por las partes, respetando el contradictorio, luego es objeto de un confuso art. 45, inc. u), que refiere como deber de los magistrados Fundar toda decisión, bajo pena de nulidad, respetando el ordenamiento jurídico vigente y, como regla, el principio de congruencia. Esta redacción, que pone como regla el respeto a un principio que pone límites al poder de los jueces[19], contradice la anterior al permitir excepciones que afectan el alcance del objeto procesal debatido, originando indefensión.
c) La posibilidad —ya explicada— de que el juez deje de lado las reglas preestablecidas del onus probandi para establecer una regla de juicio en el caso concreto, basada en cuestiones atinentes a la práctica probatoria, que encuentran solución en otra parte del ordenamiento legal. Debo reiterar, una vez más, mi oposición a la incorporación de la llamada teoría de la carga probatoria dinámica. Calificados doctrinarios también rechazan desde hace tiempo esta clase de soluciones: los autores de los dos más célebres libros sobre carga probatoria, Leo Rosenberg[20] y Gian Antonio Micheli[21], pero también Michele Taruffo[22], Hanns Prütting[23] y Juan Montero Aroca[24] en Europa; Hernando Devis Echandía[25] y Adolfo Alvarado Velloso[26], entre muchos otros[27] en Latinoamérica, con variados fundamentos[28] [29] pero, en general, alertando que afecta la imparcialidad al facilitar la arbitrariedad judicial[30] y la imprevisibilidad, pues permite alterar el resultado del proceso cuando existen hechos inciertos al resolver[31]. Por eso, autores de prestigio advierten que la carga probatoria es una cuestión de derecho, y no de hecho[32].
El Anteproyecto, sin dudas, carece de un tratamiento nítido para los procesos dispositivos, que se terminan desdibujando ante los incrementados poderes de los jueces en desmedro de las partes —quienes, en vez de ejercer un inviolable derecho de defensa, se tendrán que conformar con observar un deber de subordinación para no ser sancionadas—. Esquema consecuente con ideas que promueven una excesiva publicitación e injerencia estatal sobre los derechos privados que se disputan en juicio. Por más que se quiera explicar que este Anteproyecto se preocupa antes que nada por las partes, ello obedece solo a la ubicación del articulado que a ellas se refiere[33] —es el inmediato posterior a los principios establecidos— pues, en verdad, su derecho de defensa se ve seriamente afectado en los pasajes sucesivos.
En tiempos donde la Argentina se abre al mundo, necesita de las inversiones y la creación de empleo para mejorar la competitividad y lograr un impostergable e imprescindible desarrollo, esta clase de diseños procedimentales paternalistas y genéricos —en cuanto no distinguen acabadamente las esferas públicas y privadas— que producen incertidumbre y no aportan reglas claras, en absoluto son los más apropiados. Nuevamente, el impacto de una legislación procesal debe medirse mucho más allá de sus fronteras, porque también hace a la vida misma de las relaciones civiles y comerciales de las personas. Legislación que debe establecerse a partir de una premisa ineludible: todo ordenamiento procesal tributa a la Constitución nacional, pues no hace más que reglamentar la garantía del proceso.
El ejercicio del inviolable derecho de defensa en juicio ―de base republicana― se ve afectado por el modelo adoptado, limitando la actuación de los abogados de parte y desnaturalizando la importancia del debate procesal oral, que no contará con verdaderos exámenes y contra exámenes ante un juez que actúa como tercero imparcial[34]. Como señalé, las funciones de probar y juzgar no se separan debidamente, permitiendo el oxímoron del juez litigante como protagonista principal del proceso civil.
Mientras el Anteproyecto pone en cabeza de las partes un deber de veracidad cuya inobservancia será castigada, incorpora ficciones para construir una verdad sacrificando el reflexivo derecho de defensa ejercido en los escritos constitutivos. Y así, se establece que la sola incomparecencia a una audiencia preliminar implica tener por reconocidos los hechos alegados por el contrario (art. 425) o la ausencia a un interrogatorio hará que se tengan por ciertos los hechos previamente articulados que se le atribuyen (art. 240).
En algunas normas del Anteproyecto (v. arts. 20, 24 inc. e, 27, etc.) se reducen plazos para las partes en relación a los del CPCCN, al turno que se elimina la posibilidad de dejar nota para no quedar notificado automáticamente en ciertos supuestos.
Disiento con la eliminación de la recusación sin expresión de causa, figura creada originalmente en beneficio de los litigantes y que evita en la práctica la necesidad de deducir engorrosos incidentes que versan sobre cuestiones delicadas y muy difíciles de probar, casi siempre de imposible admisión. La experiencia demuestra, gracias al correcto tratamiento que tiene en el CPCCN, que no hay un empleo abusivo de ella, ni que demora en exceso los trámites.
Por lo general, en los sistemas que contemplan los procesos civiles por audiencias, la tendencia conduce a acortar los plazos dispuestos para el dictado de sentencias, a fin de aprovechar los beneficios de la inmediación. El Anteproyecto, en cambio, mantiene los extensos plazos de los procesos escritos del CPCCN (v. art. 45 inc. t).
Párrafo aparte merece la introducción en el Anteproyecto del libre interrogatorio a las partes.
Mientras en algunas legislaciones procedimentales provinciales se va eliminando la prueba confesional por notorias razones constitucionales, el Anteproyecto incorpora el libre interrogatorio a las partes (arts. 236 a 247) bajo el deber de decir verdad, y que será tomado ―en primer lugar― de oficio por el juez cuando lo considere pertinente (art. 236). La diferencia con la prueba confesional del CPCCN estriba principalmente en que ya no se formulan posiciones, aunque sus efectos y alcance son similares (v. arts. 246 y 247 del Anteproyecto y arts. 423 y 424 del CPCCN), por lo que también se comportará como plena prueba contra quien confiesa[35], incluso generando confesión ficta amplia (art. 240). De este modo, se introduce un medio de confesión provocada en detrimento de la meditada confesión voluntaria realizada por las partes en los escritos de demanda y contestación. Además impide negarse a declarar sin consecuencias perjudiciales[36], contrariamente a la moderna concepción que ve a la declaración de parte como un medio de defensa, bien recibida en el art. 71 del Código Procesal Penal Federal. Y más aún cuando su art. 72 establece que en ningún caso se exigirá juramento o promesa de decir verdad. Lo anterior impone que la misma decisión tomada en el Anteproyecto para el caso de los procesos de extinción de dominio (art. 518, que impide el libre interrogatorio a las partes) alcance a los restantes, desterrándose este medio de prueba que, epistemológicamente, carece de valor y utilidad. Peor aún: en muchos casos, re victimiza[37] o deja desguarnecido a quien presenta mayores dificultades para comprender y/o expresarse.
Finalmente, quiero dejar claramente asentado que discrepo con toda disposición encaminada a establecer trámites sucesorios extrajudiciales (v. art. 588 in fine del Anteproyecto) atento las particularidades de nuestro sistema legal al respecto, nuestra idiosincrasia y elevada litigiosidad que genera, haciendo imprescindible la intervención de jueces y abogados en estas cuestiones a fin de velar por los derechos de los herederos.
En definitiva, estamos frente a una oportunidad muy valiosa para discutir seriamente acerca del alcance de los poderes del juez civil de cara a la transformación de nuestra justicia. Discusión que puede empezar a resolverse de una manera más sencilla afincándola en nuestra realidad cotidiana, con el siguiente aporte del profesor español Andrés De la Oliva:
Cuando afrontamos qué papel y qué poderes atribuir al juez civil, ¿en qué sociedad nos encontramos? ¿Nos encontramos en una sociedad con abogados o sin ellos? Más concreta y precisamente: esa sociedad, ¿acostumbra a recurrir a los abogados sólo para muy pocos asuntos o es habitual que los abogados intervengan en las relaciones intersubjetivas de índole jurídica?
Si viviéramos en una sociedad sin abogados (o con muy pocos, reservados para muy pocos asuntos: no importa la causa, pero es frecuente que sea el coste total de la Justicia con abogados), resultaría casi imperativo atribuir al juez civil un papel muy predominante de actuación procesal y unos amplios poderes, tanto para acordar pruebas ex officio como para establecer el planteamiento jurídico de los litigios civiles. Porque a los litigantes, en su inmensa mayoría legos en Derecho, no sería razonable imponerles cargas de alegación y prueba que, de ordinario, serían incapaces de levantar.
Supuesto que estemos, por el contrario, en un país de abogados (es el caso de España), ya se adivina que la población, la litigiosidad (cantidad y calidad) y el elemento humano de la Justicia (cantidad y calidad de Jueces, pero también de abogados) han de ser traídos a colación y considerados muy atenta y seriamente para decidir qué papel y qué poderes se asigna a los jueces en los procesos civiles en que no esté presente un intenso interés público[38].
Con el respeto y consideración que se merece, agradeciendo la oportunidad de dejar asentada mi posición de discrepancia frente al Anteproyecto, lo saludo muy atentamente.
* Doctor en Derecho y Magíster en Derecho Procesal (UNR), profesor adjunto regular de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA), director del Departamento de Derecho Procesal Civil de la Universidad Austral de Buenos Aires, profesor estable de la Maestría de Derecho Procesal de la Universidad Nacional de Rosario (UNR)
[1] Implantar la oralidad no genera un cambio de sistema de justicia, sino de procedimiento. Si los problemas de falta de respuesta de la Justicia a la sociedad son estructurales y sistémicos ―es decir, pasan por el modelo― no alcanza con alterar alguna de las reglas del procedimiento. Como máximo servirá como paliativo transitorio, pero las fallas de fondo pervivirán y, al tiempo, volverán a quedar expuestas. Por esta razón existieron intentos fallidos al instrumentar la oralidad en nuestro país, desde al menos el proyecto de Tomás Jofré de 1926 ―que contemplaba un proceso ordinario con audiencia preparatoria y de juicio en sus arts. 59 a 65―.
[2] Aunque mantiene la caducidad de la instancia —incluso de oficio— por falta de impulso de parte (arts. 391 a 399).
[3] En puridad, cuando se emplea el sintagma hechos controvertidos, se hace referencia a las afirmaciones necesitadas de la prueba en el caso concreto.
[4] En sintonía con el deber genérico del art. 45, inc. o), el art. 427, inc. f) —que se refiere al contenido la audiencia preliminar— dispone como deber del juez “ordenar la producción de los medios de prueba ofrecidos y rechazar fundadamente los que sean inadmisibles, innecesarios o inconducentes, previo a escuchar a las partes en cuanto a su oposición a la prueba de la contraria”. El problema —y que se observa en las prácticas judiciales de las pruebas piloto de oralidad— es que, al no surgir claros los parámetros de inadmisibilidad —el art. 205 del Anteproyecto reproduce, con mínima variante de redacción, el art. 364 del CPCCN que provoca interpretaciones dispares— los jueces rechazan pruebas ofrecidas en base a un juicio de valor subjetivo previo sobre el eventual resultado que arrojaría la producción de un medio aún no realizado —la llamada atendibilidad probatoria, que no puede hacerse antes de sentenciar—, en detrimento del ejercicio del derecho a la prueba. De allí la importancia de fijarlos en el Anteproyecto para despejar dudas, aclarando los requisitos intrínsecos u objetivos que conforman la admisibilidad y que han sido desarrollados doctrinariamente, como la utilidad o necesariedad, la pertinencia —solo en sentido estricto— y la conducencia de la prueba (v., sobre pertinencia, conducencia y utilidad, Azula Camacho, Jaime, Manual de derecho procesal, tomo VI, Pruebas judiciales, 3ª ed., Temis, Bogotá, 2008, p. 72-73; sobre la improcedencia de la atendibilidad probatoria en oportunidad anterior a la sentencia, Palacio, Lino Enrique y Alvarado Velloso, Adolfo, Código procesal civil y comercial de la Nación, explicado y anotado jurisprudencial y bibliográficamente, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1994, t. 8º, p. 57; sobre ambos temas, Devis Echandía, Hernando, Teoría general de la prueba judicial, 6ª ed., Temis, Bogotá, 2012, t. I, pp. 268-270).
[5] Nobleza obliga, me parece plausibe la regla general de la bilateralidad en materia cautelar, incorporada en el art. 153.
[6] La confusión del art. 214 entre carga, práctica de la prueba y aportación de fuente —que es recurrente en un sector de la doctrina vernácula— se reitera en el art. 427 inc. f). Aquel, inclusive, replica el criticado primer párrafo del art. 377 CPCC, que en verdad se refiere al objeto de prueba.
[7] A su turno, algunas facultades concedidas al juez pueden generar indefensión, como la de rechazar in limine —sin que quepa recurso alguno— cualquier incidente planteado durante el curso del denominado proceso de justicia inmediata (art. 436 in fine).
[8] Puede observarse que en otros códigos (CPC de Paraguay, arts. 52, 54 y 56; CPC Perú, art. 112) se opta por un sistema menos subjetivo al establecer con exactitud cuáles son las conductas que configuran mala fe procesal y, por tanto, sancionables.
[9] Y más aún se incrementan las tareas y funciones de la primera instancia: como puede verse en la propuesta procedimental recursiva, y al haberse optado por la obligación de deducir las apelaciones fundadas (art. 330), ya no se sustanciarán recursos en segunda instancia (art. 332).
[10] Que se conforma tras la lectura de los escritos constitutivos del proceso y la prueba documental arrimada; como el Anteproyecto pone en cabeza de los jueces un protagonismo probatorio y les exige que interroguen a las partes y a los testigos —y antes que nadie—, se verán necesitados de asumir cierta posición para investigar las afirmaciones fácticas realizadas.
[11] Los sesgos cognitivos y su influencia en las resoluciones jurisdiccionales son muy atendidos por los autores anglosajones, a partir de los aportes provenientes de la psicología elaborados desde los insignes estudios de los israelíes Tversky y Kahneman aparecidos en la década del ’70 (v., por ejemplo, Tversky, Amos y Kahneman, Daniel, “Judgment under uncertainty: Heuristics and Biases”, Science, Vol. 185, núm. 4157, p. 1124). Estos sesgos cognitivos, en lo procesal, mayormente derivan de los procedimientos heurísticos de anclaje y ajuste o de confirmación y, directamente, afectan la imparcialidad en la toma de decisiones. Al punto que se sostiene, con contundencia, que la prueba de oficio permite que la decisión jurisdiccional se vea influenciada por sesgos cognitivos, incluso sin que el juez tenga conciencia de ello (Botto Oakley, Hugo, “El proceso: ¿método de debate o juego colaborativo? Su relación con la imparcialidad sicológica”, Anuario de la Revista Latinoamericana de Derecho Procesal, t. 2, IJ editores, Buenos Aires, 2015, p. 190).
[12] Enseña Chiovenda que las esferas del juez y del defensor deben estar netamente separadas porque existe una verdadera incompatibilidad psicológica entre el oficio de juzgar y el de buscar los elementos de defensa de las partes (Chiovenda, Giuseppe Principios de derecho procesal civil, tomo II, trad. de la 3ª ed. italiana por José Casáis y Santaló, Reus, Madrid, 1925, p. 183).
[13] Entiendo que, por el contrario, es en un proceso adversarial donde obtiene los mayores réditos de la oralidad: se trata de un probado sistema donde las partes presentan su teoría del caso, desarrollan una estrategia procesal siguiendo reglas claras ―que el juez hace cumplir a rajatabla― y confrontan para hacer hablar a la prueba al tiempo que despliegan un exigente control de las que se van produciendo. Por eso se explica que, lejos de engañar a los jueces, la aproximación estratégica al juicio los provee con más y mejor información, situándolos en una posición más ventajosa para resolver el caso (Baytelman A., Andrés y Duce J., Mauricio, Litigación penal. Juicio oral y prueba, reimp., Ibáñez, Bogotá, 2016, p. 44).
[14] Como explica Haack: A pesar de que ninguno de los implicados en un proceso judicial está directamente buscándola, su ferviente esfuerzo por alcanzar sus fines resultará, con bastante frecuencia, en el desvelamiento de la verdad. Y esta ratio hace que el proceso adversarial no sea un impedimento, sino una forma de asegurar que la verdad emergerá (Haack, Susan, “La justicia, la verdad y la prueba: no tan simple, después de todo”, AA.VV., Debatiendo con Taruffo, Jordi Ferrer Beltrán y Carmen Vázquez (coed.), Marcial Pons, Madrid, p. 326).
[15] Así, el art. 135, inc. c) del Código Procesal Penal Federal reza: los jueces no podrán de oficio incorporar prueba alguna.
[16] Montero Aroca, Juan, La prueba en el proceso civil, Civitas, Pamplona, 2011, pp. 25-26.
[17] Vale recordar que la garantía del debido proceso es una garantía vinculada a la historia misma de la libertad civil [...] Esta garantía Constitucional es, pues, la garantía de la justicia en sí misma, establecida en todas las Constituciones desde los primeros textos que se conocen [...]. Se trata, en resumen, de que nadie puede ser privado de las garantías esenciales que la Constitución establece, mediante un simple procedimiento [...]”. Y remata: “Se necesita, no ya un procedimiento, sino un proceso. El proceso no es un fin sino un medio; pero es el medio insuperable de la justicia misma. Privar de las garantías de la defensa en juicio, equivale, virtualmente, a privar del derecho (Couture, Eduardo, Estudios de derecho procesal civil, Ediar, Buenos Aires, 1948, t. I, p. 194).
[18] Debe destacarse que desde el año 2002, cuando entró en vigencia la reforma al CPCCN de la ley 25.488, se implantó como deber de los jueces (art. 36, inc. 1°) el impulso del proceso. En la práctica, esta ingenua previsión voluntarista del legislador, muy alejada de la realidad de nuestros juzgados, representó un estrepitoso fracaso en su aplicación: los juicios siguieron avanzando solo gracias al impulso de parte. Generalmente, los mismos jueces entienden con corrección que los únicos interesados o no en la prosecución del trámite son los propios litigantes, pues conocen mejor que nadie el trasfondo vivo que existe detrás del frío papel del expediente. Además, la dinámica de las normas procedimentales en más de una ocasión ofrece distintas alternativas impulsorias, que, requiriendo una decisión de la parte, por lo que no siempre es lineal. En consecuencia, entiendo es más importante enfocar a los juzgados en cumplir sus plazos para dictar buenas resoluciones pedidas por las partes, que en sumarles tareas de impulso procedimental. Inclusive, en un proceso civil oral bien entendido, corresponde que solo los litigantes requieran la actuación del órgano jurisdiccional hasta la fijación de la audiencia preliminar, porque en esa fase aquellos pueden alterar el objeto del proceso según permiten las normas —por ejemplo, conforme la posibilidad de ampliar la demanda, también reconocida en el art. 404 del Anteproyecto—. Y, una vez fijada la audiencia preliminar, no tiene sentido práctico el impulso de oficio, pues al celebrarla ya se fija la fecha de la de vista de causa y, luego, sin más, se sentencia. La mayor demora que sufren los procesos actuales radica en la etapa probatoria y este déficit se verá suficientemente relegado con la incorporación de la oralidad bien aplicada.
[19] La congruencia es una derivación lógica del sistema dispositivo y componente esencial de la idea de proceso, conformando la correspondencia entre lo sentenciado y su objeto tal como queda definitivamente determinado por las partes (v. Valentín, Gabriel, Principio de congruencia y regla iura novit curia en el proceso civil uruguayo, Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 2013, pp. 102 y 15). Al tratarse de derechos transigibles, se acepta generalmente que el alcance del pronunciamiento lo delimiten los interesados, so pena de nulidad, asegurándoles así en el plano procesal la misma libertad que tienen para disponer de sus derechos en el plano de la realidad social.
[20] Rosenberg, Leo, La carga de la prueba, trad. de la 3ª ed. alemana por Ernesto Krotoschin, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1956.
[21] Micheli, Gian Antonio, La carga de la prueba, trad. por Santiago Sentís Melendo, Temis, Bogotá, 1989.
[22] Taruffo, Michele, La prueba, trad. de Laura Manríquez y Jordi Ferrer Beltrán, Marcial Pons, Madrid, 2008, pp. 154-155 y, especialmente, Simplemente la verdad. El juez y la construcción de los hechos, trad. de Daniela Accatino Scagliotti, Marcial Pons, Madrid, 2010, pp. 254-266, donde dedica mayor énfasis y profundidad al estudio del tema de las cargas probatorias, resultando explícito su rechazo a aquella.
[23] Prütting, Hanns, “Carga de la prueba y estándar probatorio: la influencia de Leo Rosenberg y Karl Hainz Schwab para el desarrollo del moderno derecho probatorio”, trad. Álvaro Pérez Ragone, Revista Ius et Praxis, Año 16, Nº 1, Universidad de Talca, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Talca, 2010, p. 453.
[24] Montero Aroca, Juan, op. cit., p. 131.
[25] Devis Echandía, Hernando, op. cit., t. I, p. 422.
[26] Alvarado Velloso, Adolfo, Sistema procesal. Garantía de la libertad, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2009, t. II, pp. 39-44.
[27] En la doctrina uruguaya, abundan los detractores ―v. Abal Oliú, Alejandro, Derecho procesal, Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 2014, t. V, p. 143, quien se opone firmemente a la teoría de las cargas probatorias dinámicas (v. ibidem, pp. 142-148) y refiere que en Uruguay se presenta una corriente de pensamiento que la rechaza terminantemente, integrada entre otros por Dante Barrios de Ángelis, Edgar Varela Méndez, Walter Guerra Pérez, Emma Stipanicic y Gabriel Valentín―; en Chile hay férreos opositores ―v. Palomo Vélez, Diego, “Las cargas probatorias dinámicas: ¿Es indispensable darse toda esta vuelta?”, Revista Ius et Praxis, Año 19, Nº 2, Universidad de Talca, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Talca, 2013, pp. 447-464; Pinochet Cantwell, Francisco José, “Cargas dinámicas de la prueba. El agravamiento en Chile”, AA.VV., El derecho procesal español del siglo XX a golpe de tango: Juan Montero Aroca, Liber Amicorum, en homenaje y para celebrar su LXX cumpleaños, Juan Luis Gómez Colomer, Silvia Barona Vilar y María Pía Calderón Cuadrado (coord.), Tirant Lo Blanch, Valencia, 2012, pp. 729-759―. En Colombia, donde en la oposición a esta teoría resalen Gabriel Hernández Villarreal y Martín Bermúdez, sostiene Trujillo Cabrera que la génesis del planteamiento de la teoría de las cargas probatorias dinámicas se encuentra en el primitivo derecho germánico que, paralela pero aisladamente del romano, intentó crear reglas flexibles de distribución de la carga probatoria (Trujillo Cabrera, Juan, La carga dinámica de la prueba, conceptos fundamentales y aplicación práctica, Leyer, Bogotá, 2006, p. 45).
[28] Una de las críticas más firmes de las que se le oponen a la teoría de las cargas probatorias dinámicas es que permite modificar las reglas de juego una vez que este ya se inició o, incluso, terminó. La objeción precedente no se ahuyenta con la propuesta de que el juez anuncie en una audiencia preliminar o anticipe su posterior aplicación al dictar sentencia: dada la trascendencia de las reglas de la carga probatoria preestablecidas como parámetros de conducta de las personas, no se impide la violación del derecho de defensa de las partes, pues ya recolectaron las fuentes de prueba y determinaron su estrategia procesal.
[29] Es importante destacar que, en ocasiones, esta doctrina además perjudica el control de las decisiones judiciales pues se utiliza como justificativo aparente, encubriendo la falta de motivación o soslayando lo probado por aplicación del régimen presuncional (v. Terrasa, Eduardo, Cargas probatorias dinámicas, Corporación Universitaria Remington, Medellín, 2013, pp. 44-45).
[30] En este sentido, Rosenberg enfatiza que la regulación de la carga de la prueba debe hacerse mediante normas jurídicas cuya aplicación debe estar sometida a la revisión por el tribunal correspondiente, y esta regulación debe conducir a un resultado determinado, independiente de las contingencias del proceso particular, siendo un guía seguro para el juez con el cual las partes pueden contar ya antes de trabar el proceso (v. Rosenberg, Leo, La carga de la prueba, ob. cit., pp. 58-59). Lo escrito por el gran procesalista de Munich hace décadas advertía sobre uno de los mayores problemas que trae aparejada la inclusión de la teoría de las cargas probatorias dinámicas: si en la instancia superior no se comparte el criterio de aplicación de aquella teoría por el inferior, se modifica el resultado del juicio.
[31] Al respecto, se expone con firmeza que suponer que corresponda al juez una especie de poder general de manipular las posiciones probatorias de las partes en favor de aquella que considere que merece ganar el caso en razón de sus cualidades subjetivas, significa atribuirle al juzgador un poder equitativo ―o judicialista― muy amplio, que no se concilia con la debida imparcialidad que debe tener en relación a los litigantes (Taruffo, Michele, Simplemente la verdad..., op. cit., p. 263).
[32] V. Devis Echandía, Hernando, op. cit., t. I, p. 422.
[33] V. arts. 13 al 19. En este último, se ha consignado una errónea e innecesaria definición de carga procesal que nada aporta.
[34] Basta pensar en que el juez interrogador es el mismo que resuelve las objeciones a sus preguntas mal formuladas o impertinentes.
[35] V. Fassi, Santiago C., Código Procesal Civil y Comercial comentado, anotado y concordado, Astrea, 1972, t. II, p. 72.
[36] Vale recordar que nuestro constituyente hizo extensiva a toda clase de procesos la garantía a no ser obligado a declarar contra sí mismo, a diferencia del norteamericano, que en la V Enmienda lo limita al proceso criminal (v. Hendler, Edmundo S., Derecho penal y procesal penal de los Estados Unidos, Ad-Hoc, Buenos Aires, 1996, p. 175).
[37] ¿Vale la pena que una madre, parte actora de un proceso en el que reclama la indemnización por la muerte de sus tres pequeños hijos en un accidente de tránsito, sea sometida a un interrogatorio oficioso para que relate cómo los vio morir?
[38] De la Oliva Santos, Andrés “Prudencia versus Ideología: de nuevo sobre el papel del juez en el proceso civil”, Revista Ius et Praxis, Año 18, Nº 2, Universidad de Talca, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, 2012, p. 264.