Gozaíni, Osvaldo A. 02-10-2020 - El juicio de amparo en tiempos de pandemia 09-07-2020 - Capítulo XC. El recurso extraordinario (3ª parte). El per saltum 09-07-2020 - Capítulo XCI. El recurso extraordinario (4ª parte). Presupuestos 09-07-2020 - Capítulo XCII. El recurso extraordinario (5ª parte). Técnica de fundamentación 18-02-2022 - Perspectiva constitucional y convencional del proceso de hábeas data
Para establecer la legalidad formal como un principio del proceso civil, es necesario superar la observación según la cual cualquier solemnidad o ritualismo para expresar ideas o sentimientos conspira con la finalidad del acto.
La polémica no es nueva si tenemos en cuenta que reitera la disputa que viene desde el Derecho Romano en todas sus etapas,898 entre el formalismo de las actuaciones procesales y la informalidad absoluta. Inclusive en el derecho germano hasta la recepción del Derecho Procesal ítalo-canónico (mediados del siglo XIV) el proceso fue muy formalista y su desarrollo quedaba en manos de las partes con un poder jurisdiccional prácticamente nulo. Características que fueron objeto de severas críticas que generaron las reformas del ordenamiento procesal. El ritualismo exagerado hizo famosas las “ordalías” o juicios de Dios, que consideraban la etapa probatoria como una invocación a superar pruebas de dolor (agua caliente, fuego, hierro candente) en las que el litigio era propiamente un duelo.899
Entre un extremo y otro, no se puede negar que el procedimiento judicial necesita de reglas, y cuanto más conocidas sean, mayor seguridad y certidumbre tendrá quien las aplique; pero al mismo tiempo, el proceso no convalida el desarrollo solemne y ritual, al punto de convertirse en un simbolismo puro donde aniden ficciones y esoterismos. Por eso hay que encontrar un justo medio para las representaciones y liturgias del proceso.
El principio de legalidad de las formas aporta algunas soluciones, pero en realidad, no hay entre los extremos tanta distancia porque el informalismo en la práctica no ha sido nunca aplicado de un modo integral;900 y a su vez, la legalidad adjetiva, aunque establece pautas solemnes, arbitra algún margen optativo que acuerda a las partes la facultad de regular aspectos parciales del proceso.901
El informalismo, en los hechos, nunca es tal, porque la sola referencia a las formas ocupa, además del aspecto exterior del acto, el lugar donde se emite y el tiempo en que se lo incorpora. En tal sentido, resulta impropio hablar de libertad de las formas, porque en realidad ellas existen. Lo correcto sería referir a un proceso sin reglas preordenadas, por el cual tanto las partes como el juez tengan suficiente libertad para realizar los actos pertinentes en el lugar, tiempo y modo que ellos consideren adecuados en su formulación externa.
No obstante, fue Calamandrei quien insistió en la necesidad de respetar el principio de legalidad de las formas, al señalar que
… las actividades que conducen al pronunciamiento de la providencia jurisdiccional no pueden ser realizadas en el modo y en el orden que a juicio discrecional de los interesados puede parecer más apropiada al caso singular, sino que deben, para poder tener eficacia jurídica, ser realizadas en el modo y con el orden que la ley (esto es, el Derecho Procesal) ha establecido de una vez para siempre. También las actividades de que se compone el proceso, por ser de aquellas que están realizadas por hombres, están guiadas por el pensamiento; pero los modos con los cuales este pensamiento debe exteriormente manifestarse para ser jurídicamente operativo, las condiciones de lugar y de tiempo de estas manifestaciones, no son libres sino que están dictadas por la ley, la cual regula, además, el orden según el cual deben seguirse estas actividades y precisa, por consiguiente, anticipadamente una especie de paradigma sobre programas del proceso tipo, que permite prever en abstracto cómo debe desarrollarse un proceso para ser jurídicamente regular.902
Un rápido vistazo a la historia es suficiente para dar la idea de la complejidad de las formas judiciales. El primer acto del Estado en el ejercicio de la función judicial es la intervención en la lucha privada. El fundamento de la pretensión del actor se encuentra siempre en su conciencia individual; pero el Estado comienza imponiendo un determinado camino a seguir en la actuación de la pretensión, y el cometido del juez se limita a constatar la regularidad de la vía seguida. Este tránsito de la defensa privada a la defensa regulada se revela todavía en las formas procesales conocidas de nosotros: la parte preponderante que todavía se concede a la ejecución inmediata y en las formas residuales de la lucha efectiva.903
La intervención de un tercero en el conflicto individual, obligó a establecer claramente el alcance de esa autoridad; y al mismo tiempo el juez que representaba la potestad de resolver el conflicto intersubjetivo debía guiarse con reglas y principios que sin anular la disposición de las partes, aplicara un procedimiento cierto y seguro.
De este modo, la principal referencia que logró el tercero imparcial fue la delegación de la confianza que antes se depositó en la fuerza del más aguerrido; después, en los atributos del buen padre de familia; en la sabiduría de la ancianidad; en el jefe del clan o de la tribu, por mencionar solo la autoridad ejercida en la evolución de las formas para resolver controversias humanas.
Por otro lado, la intervención del juez en el conflicto impuso reglas para la lucha entre partes; estas pautas eran más que una orientación, constituyeron los pilares de un procedimiento que terminó delimitando tres etapas claras: la proposición de los hechos y pretensiones; la confirmación de las afirmaciones y la prueba de la razón de sus respectivas demandas; y la sentencia propiamente dicha.
Cada etapa contuvo características que pudieron o no solemnizar las intervenciones; pero que significaron establecer principios y reglas que, como sucede en cualquier juego, no podían modificarse sin quebrar el estándar o sorprender a alguno de los parciales en el conflicto.
Calamandrei advirtió sobre la permeabilidad de las reglas,904 pero no fueron menos quienes han considerado que ellas no podían alterarse sin poner el riesgo otros principios o garantías como la igualdad procesal, o la misma imparcialidad del juzgador.
Inclusive, la crítica se hizo mucho más severa después del impacto que tiene el Código Procesal italiano de 1940 en las instituciones procesales, porque al dar paso a la figura del “juez director” del proceso, se creyó ver una dimensión exagerada del principio de autoridad para convertir al anterior “árbitro de las reglas”, en un auténtico dictador de las formas.905
El problema, entonces, parece radicar no tanto en la necesidad de generar reglas y principios para el procedimiento, sino de ver cuánto el establecimiento de formas y solemnidades pueden constituirse en parámetros de esa entidad, esto es, como reglas variables o principios permanentes.
Sobre esta base es posible constatar que el origen de las mismas puede llegar de la jurisprudencia creadora (v. gr. el escrito dejado en una secretaría equivocada convierte en nula la actuación pese a ser el mismo juez el que interviene);906 de la ley (v. gr. disposiciones formales del Código Procesal), o de la misma Constitución (v. gr. sentencia fundada en ley, conforme el art. 18).
En consecuencia, las formas pueden exceder el marco de la técnica aplicada y proyectarse hacia continencias más complejas como las garantías fundamentales. Por eso, cuando se disciplina la manifestación de los actos del procedimiento, se torna evidente el llamado a la certidumbre que radica en el principio de la seguridad jurídica; y desde allí, rápidamente se llega al derecho de defensa en juicio.
Pero es evidente que un ordenamiento procesal rígido en esta disciplina cae en el formalismo, donde se confunde lo formal con lo ritual, para elucubrar una especie de geometría exacta que acomode la presentación del acto a las previsiones legales que la rigen.
Si recordamos que el proceso no tiene un fin en sí mismo, podemos colegir que tampoco es pura forma. No cabe equiparar la razón que el derecho reporta a las exigencias formales, a la razón que asiste a lo visible de un aspecto exterior. Es decir, el acto formal no puede ser aquel que externamente es apropiado.907
Existen tres modalidades para resolver la creación de normas formales para el procedimiento. La primera es de origen legal: el principio de legalidad de las formas, por el cual es el legislador quien dispone los ritos y solemnidades que deben cumplirse en las actuaciones procesales.
El límite de las formas lo impone el derecho establecido, que como toda norma jurídica, debe interpretarse no por su letra, sino por la inteligencia que surja de la lectura de las cláusulas, armonizándola con los demás preceptos del orden legal, sin desnaturalizar su esencia, ni transformándola incompatible con las mismas situaciones que vino a tutelar. La segunda variable es el llamado principio de libertad de las formas, que constituye una suerte de reacción violenta contra los inconvenientes que trajo el ritualismo en el proceso, y coincide su aparición con épocas de grandes revoluciones.908
En esta línea no se crean principios sino reglas acordadas por las partes con libertad; también pueden adoptarse los procedimientos de órganos preestablecidos.
Carnelutti, conviene recordar, era partidario de esta corriente y sostenía que el acuerdo de partes era el mejor, porque permitía arreglar un proceso con una estructura elástica.
Sin duda uno de los más severos defectos del sistema vigente está precisamente en su excesiva rigidez. Si se suprimen las diferencias entre el rito formal y el rito sumario, que hoy no tienen ya razón de ser, toda vez que el primero es un instrumento enteramente desusado, nuestro código no conoce más que dos tipos de proceso: el proceso ante el juez colegial y el proceso ante el juez singular; dejo de lado, naturalmente, por su especialidad, el proceso de casación. Con estas dos formas se piensa que se puede proveer a la infinita variedad de las litis. En el mismo tipo de instrucción ante el tribunal se introduce cualquier tipo de litis; la que excede en una lira de la competencia del pretor y la que significa cientos de millones; la que presenta cuestiones preliminares y la que va derecho a la decisión del mérito; aquella en que la prueba es toda ella preconstituida y aquella en la que se la debe constituir ante la presencia del juez; y así sucesivamente. No hablo de los modos y de los plazos para la notificación de la demanda, que están rigurosamente establecidos por la ley con escasos poderes al juez en materia de abreviación de plazos y de citación por proclamas públicas […] Se comprueba que las articulaciones de este sistema elástico están constituidas por el acuerdo de las partes y por la orden del juez.
Sobre la importancia del primero como índice de adecuación del régimen procesal a la litis, creo superfluo insistir. Donde la voluntad de las partes coincide, por haber sido inducida a ello por intereses en contraste, está el mejor medio para tutelar, no ya los derechos de cada una de ellas, sino también los de la justicia. Sin duda, la condición de este resultado es el equilibrio de las fuerzas.909
La influencia del maestro italiano se refleja en los proyectos de Podetti para la provincia de Mendoza y de Reimundín para la provincia de Salta.910
Empero, la corriente solamente tuvo adopciones ocasionales y muy puntuales. Más fueron quienes suscribieron la necesidad de ser razonables en la aplicación del formalismo. Chiovenda,911 Montesquieu en El espíritu de las leyes,912 por citar dos encumbrados juristas de cada siglo anterior, justificaron la forma por ser la condición necesaria para la certeza, el precio de la seguridad; pero al mismo tiempo, reclamaron por encontrar un límite y equilibrio entre la libertad y la legalidad, para no caer en los extremos del ritualismo, ni en los peligros de la anarquía adjetiva.
Consecuencia de ello fue el tercer sistema denominado de la regulación o adecuación judicial de las formas913 por el cual el juzgador ordena el material solemne a recabar, dirigiendo el proceso en su total desarrollo.
Ahora bien, este mecanismo provoca alguna inseguridad jurídica, alterando la finalidad prevista en el principio de regulación de las formas que, justamente, procura afianzar la seguridad y el orden del procedimiento. Para regular su aplicación práctica, suele utilizarse una pauta jurisprudencial que ha generado el llamado principio de instrumentalidad o elasticidad de las formas, que sostenido en las reglas para sancionar las nulidades del proceso, establece una escala axiológica al vicio derivado de la actuación que no respeta una pauta formal determinada.914
En líneas generales ha terminado consagrándose, por mayoría de preceptos reglamentados, el principio de legalidad de las formas, estableciendo numerosas disposiciones para el desarrollo de las actuaciones procesales en particular (lugar, tiempo y forma de los actos) y para la fisonomía o diseño del procedimiento (conocimiento amplio en el juicio ordinario; trámites irrenunciables en el juicio ejecutivo; formación del título ejecutivo; valoración de la prueba; etc.).
No obstante, el informalismo sigue presente para algunos procedimientos singulares. Por ejemplo, el sometimiento del conflicto a resolución de árbitros faculta a las partes a convenir el trámite aplicable y otras formas indicativas de procedimiento (art. 741, CPCCN); lo mismo se aplica en las actuaciones de amigables componedores, o en la pericia arbitral.
Asimismo, también los códigos procesales permiten, en ciertas situaciones, que sean las partes las que dispongan sobre las formas. Así, cuando se prorroga convencionalmente la competencia judicial; o al acordar la suspensión de los plazos judiciales; e inclusive cuando se autoriza la práctica de actuaciones probatorias fuera del juzgado.
Las formas en materia procesal tienen dos alcances. Uno se refiere al cómo deben ser los actos del procedimiento (lugar, tiempo y forma), que obliga a individualizar las actuaciones precisando sus reglas; y el otro se vincula con el modo de formalizar el procedimiento, es decir, acordar una fisonomía que se relaciona con otras reglas o principios, como la oralidad, la escritura, el conocimiento amplio o restringido del juez, el aporte de los hechos a la causa, la producción probatoria, su carga y valoración, el alcance de la cosa juzgada, la limitación de los recursos, etcétera.
Al prevalecer en el sistema jurídico argentino el principio de legalidad formal, de la regularidad y eficacia de los actos procesales depende que se cumplan las condiciones dichas para su presentación.
Cuando no se prevé especialmente la indicación suelen existir remisiones a normas generales915 y un estándar que pondera la seguridad de haberse cumplido el acto pese a sus defectos; la finalidad que analiza si el error pudo provocar la inexistencia o ineficacia de la actuación; la conservación o protección de la actuación informal pero con defectos intrascendentes; y el parámetro general que persigue evitar que se lesione el principio de defensa en juicio.
La exagerada dimensión de lo solemne ha llegado a la formación de la doctrina del exceso ritual manifiesto, que se convierte en causal de arbitrariedad cuando se desnaturaliza el debido proceso con la exigencia desmedida de las formas y de las regulaciones procesales.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación, desde el resonado caso “Colalillo” ha evolucionado en su propia doctrina.916 Con la misma finalidad ha interpretado que no se puede convalidar el exceso ritual manifiesto; o admitir el excesivo rigor formal, o la injustificación de la prevalencia de las formas sobre la verdad; o amparar el predominio exagerado de las solemnidades; etcétera.
En este sendero se inscribe la política procesal donde anida el principio de legalidad de las formas. Su finalidad primordial es custodiar que las formas del proceso aseguren un trámite previsible, pero que no sean las solemnidades un obstáculo para la consagración de la justicia.
Por eso el criterio de la “renuncia consciente” al uso de las formas elaborada en “Colalillo” ha sido fructífero porque dio el parámetro exacto para el uso racional de las solemnidades del proceso.917
Con relación a las formas del procedimiento cabe destacar una particularidad de nuestro país que tiene en cada provincia un código procesal civil y comercial y otro de procedimientos en lo penal, los que se deben adaptar a las normas locales y, en particular, a sus Constituciones.
Ello determina que no pueda darse una fisonomía armónica para generalizar el principio, teniendo en cuenta, por ejemplo, que en la provincia de Buenos Aires rige como juicio ordinario el proceso de conocimiento amplio predominantemente escrito; y en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, un proceso por audiencias donde la oralidad se piensa como modelo para el desarrollo de sus actos (cfr. art. 125 del ritual).
No obstante, existe una clara tendencia a simplificar las formas procesales, y a unificar las actuaciones en pocos actos, generalmente reunidos en una o dos audiencias, donde el juez tiene el poder de fijar los hechos controvertidos y disponer la ordenación procesal correspondiente.918
De algún modo, es una vuelta al principio de elasticidad que reclamó Carnelutti, que con variaciones respecto del modelo de origen, permite que las adaptaciones se regulen en tres órdenes distintos. O por voluntad de las partes mediante acuerdos procesales no prohibidos, que lleva al camino del proceso convencional; por la autoridad del juez en el proceso que lo resuelve como providencia instructoria (v. gr. art. 360, CPCC); o por el acto legislativo singular que regula una situación jurídica determinada (v. gr. Ley de Prenda con registro; ejecuciones fiscales; embargos sin orden judicial, etc.).919
El alcance del principio de legalidad, su eventual flexibilización, y las variaciones que se obtengan, ya sea para las actuaciones en particular, o para el tipo de procedimiento que se desarrolle, necesitan descubrir sus posibilidades reales en el marco del debido proceso adjetivo; pues no siempre los actos procesales afectados por un incumplimiento formal serán convalidados por la inactividad del afectado; como tampoco es factible afirmar que las formas procesales son disponibles para el juez al punto de variar a su antojo el trámite de una etapa procesal prevista reglamentariamente; e inclusive, la propia doctrina del exceso ritual debe esclarecer si relaciona únicamente las formas con la actuación solemne, o se extiende también a las manifestaciones incongruentes del trámite.
Cada uno, en consecuencia, necesita resolver la disponibilidad de las formas en el proceso.
187. Renuncia al formalismo por acuerdo entre partes [arriba]
A tono con el planteo inicial de esta obra, el interrogante liminar se repite en estas cuestiones. Si el proceso es cosa entre partes, donde el debate entre intereses contrapuestos es de carácter privado ¿pueden las partes convenir las formas del procedimiento? O, en su caso, si la controversia entre particulares se desenvuelve en el marco de un proceso público donde el Estado participa con la dirección material del juez ¿las reglas procesales se orden anticipadamente por la ley? O también ¿puede el juez cambiar la ordenación prevista desde las normas adaptando el procedimiento con sus propias reglas?
En esta parte procuraremos responder solo la primera cuestión; de inmediato, en el siguiente parágrafo, lo haremos con los temas restantes. Brevemente, conviene recordar la naturaleza jurídica que tiene el proceso. La tesis privatista, que lo consideró orbitando en el derecho privado, hoy día tiene poco sustento; basta con advertir el poder jurisdiccional que tiene el Estado para observar que el predominio de las partes únicamente se mantiene con las formas del contrato, o del cuasi contrato, para el arbitraje u otras formas alternativas de resolución de conflictos con trámites informales generalmente consensuados.
En cambio la naturaleza pública del proceso se consolida con la autonomía científica del Derecho Procesal y queda consagrada con la teoría de la relación jurídica.
Ahora bien, la independencia lograda sirvió para orquestar el famoso tríptico esencial (jurisdicción, acción y proceso), donde a cada vértice del triángulo formado por las tres puntas de la mencionada relación jurídica procesal, le corresponde una actuación particular dentro de la unidad teleológica que inspira el Derecho Procesal.
Queremos decir, entonces, que aun cuando la teoría de la relación procesal sea útil y efectiva para destacar criteriosamente los vínculos que traban los participantes del litigio, ellos no necesitan reflejarse en figuras similares de otras disciplinas, precisamente porque el fenómeno procesal es único, y concita derechos, deberes, y obligaciones; en suma, relaciones y situaciones propias, que son distintas de toda otra vinculación entre hombres.
Además, el proceso soporta un compromiso institucional, de raigambre constitucional. Es anterior al conflicto y allí está su verdadera esencia fundamental. Por eso decimos que es una garantía. De alguna manera tiene carácter abstracto, emparentado en gran medida con el derecho a la jurisdicción.
Lo concreto y de contenido público será la secuencia de actos que confirman la existencia de una teoría de los actos procesales, los que, a su vez, organizan un sistema de principios y presupuestos que hacen a la estructura del procedimiento.
Bien lo expone Rosenberg al indicar que
... todo proceso es una relación jurídica, esto es, una relación entre los sujetos procesales regulada jurídicamente […]. El significado de la relación jurídica procesal se basa en que hace posible una concepción unitaria del proceso, consistente en múltiples actos particulares y situaciones jurídicas […] El proceso no solo es una sucesión de actos de las partes y del tribunal, sino una unidad jurídica que comprenden las relaciones jurídicas producidas a través de la conducción procesal.920
Desde esta perspectiva, a las partes no les es posible modificar ni alterar las reglas del juego (Calamandrei) o el método de debate (Guasp) o los principios de la litis (Carnelutti) para dar como sinónimos cualquiera de las lecturas que del fenómeno se hacen.
Es que la actividad del juez y de las partes integra la noción de proceso, convirtiéndolos en elementos de necesaria presencia para constituir la relación jurídica que entabla un juicio cualquiera. Hay dos componentes básicos, uno objetivo que se halla en la pretensión o la petición según se trate de proceso contradictorio o voluntario, respectivamente; y otro subjetivo, representado por las personas que inician, impulsan, extinguen o deciden el proceso.
El tercer elemento es la actividad, esto es, la sucesión de actos que orquestan el procedimiento que constituyen, en definitiva, la historia del conflicto y su resultado.921
De esta manera, en el proceso ocurren los tres cimientos de la ciencia procesal: la teoría de la acción, porque desde su medio atendemos la actividad de las partes; la teoría de la jurisdicción, ya que por ella estudiamos la actividad del órgano jurisdiccional. La interacción de ambos nutre al proceso, entendido al respecto como un método de debate regido por presupuestos, principios y reglas previamente establecidas que culminan en el juicio jurisdiccional.
De este modo, el enjuiciamiento –noción que nos llega del Derecho Romano y directamente de la ley española antecedente de nuestras leyes procesales– encamina el sistema que instrumenta la ciencia del Derecho Procesal, demostrando que su método disciplina con autonomía una rama del derecho que no necesita del derecho civil (derecho privado) para encontrar características o impulsar desde allí condiciones y presupuestos que no son propios de la ciencia.922
Con este emplazamiento, es posible asegurar desde la certidumbre que ofrece el principio de legalidad, que las formas procesales no son disponibles para las partes, salvo contadas excepciones que el régimen dispone, sin afectar en caso alguno el derecho de defensa en juicio.
187.1 Excepciones al principio de legalidad: prórroga de la competencia
Un supuesto posible es la prórroga de competencia hacia jueces extranjeros (o árbitros), oportunamente autorizada por la reforma introducida por la Ley N° 22434 que estableció algunas condiciones:
a) que lo dispusieran tratados internacionales; b) que hubiera conformidad entre las partes en asuntos exclusivamente patrimoniales de índole internacional; o c) que no se tratare de un caso donde los tribunales argentinos tuvieran jurisdicción exclusiva y excluyente.
La prórroga puede estar convenida contractualmente, o quedar consentida en oportunidad de trabar la litis. Es decir que impera un criterio amplio para autorizar la extensión jurisdiccional.
Por su parte, el artículo 2 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación dice:
La prórroga se operará si surgiere de convenio escrito mediante el cual los interesados manifiesten explícitamente su decisión de someterse a la competencia del juez a quien acuden. Asimismo, para el actor, por el hecho de entablar la demanda; y respecto del demandado, cuando la contestare, dejare de hacerlo u opusiere excepciones previas sin articular la declinatoria.
La competencia, por lo general, es improrrogable toda vez que resulta de orden público e interesa al conjunto de la sociedad conocer anticipadamente el juez que debe entender. Sin embargo, algunas cuestiones que concitan solamente el interés privado pueden pactar libremente la competencia (pacto de foro prorrogado); la única limitación radica en la posibilidad jurídica para hacerlo y en la buena fe del acto que lo celebra, con la finalidad de evitar el abuso o eliminar la sospecha hacia jueces de presunto favor.
Esta convención puede ser expresa y quedar prevista por escrito con anterioridad a la controversia, de acuerdo con lo establecido en el artículo 1197 del Código Civil; o resultar de la actitud pasiva de la contraparte al contestar la demanda y no cuestionar la competencia elegida.
187.2 Excepciones al principio de legalidad: suspensión de las actuaciones
Se denominan plazos convencionales los tiempos procesales que las partes acuerdan sin participación del órgano jurisdiccional. Pueden prolongar la perentoriedad de un plazo, o suspender su curso, debiendo en todos los casos acompañarse el acuerdo al expediente judicial.
El artículo 155 del ritual admite que los plazos puedan ser “prorrogados por acuerdo de partes manifestado con relación a actos procesales determinados”; mientras el artículo 157 reglamenta que:
Los apoderados no podrán acordar una suspensión mayor de veinte días sin acreditar ante el juez o tribunal la conformidad de sus mandantes. Las partes podrán acordar la abreviación de un plazo mediante una manifestación expresa por escrito. Los jueces y tribunales deberán declarar la interrupción o suspensión de los plazos cuando circunstancias de fuerza mayor o causas graves hicieren imposible la realización del acto pendiente.
Convencionalmente las partes pueden suspender los plazos previstos, como también pueden pactarlo sus respectivos mandatarios por un plazo no mayor a veinte (20) días, necesitando la ratificación de sus mandantes para acordar un término superior.
El plazo de prueba, en principio no suspensivo de acuerdo con el art. 375, puede quedar suspendido por acuerdo entre partes, reanudándose el término a partir de la finalización de la fecha convenida o, en ausencia de ésta, desde la notificación del auto que lo ordena.
187.3 Excepciones al principio de legalidad: convenio sobre costas
En este supuesto, más que un acuerdo sobre la realización de actuaciones procesales, la dimensión del convenio alcanza a la imposibilidad que condiciona al juez para imponer el rumbo de las costas en la sentencia.
La petición de que los gastos causídicos se declaren en el orden causado, por quien reviste la condición de vencedor importa una renuncia expresa al derecho de exigir su pago,923 habiéndose entendido concordantemente que la renuncia formulada para el caso de no mediar oposición y que fuera aceptada por la contraparte, no puede retractarse con posterioridad.924
La renuncia de un derecho disponible aparece como fundamento de esta posibilidad y no se modifica cuando existe conformidad del obligado y no se vulneran ni el interés ni el orden público.
Claro está que el convenio homologado mediante el cual se modifica la imposición de costas, resuelta por sentencia firme, no deviene oponible al letrado que en el evento reviste el carácter de tercero ajeno a dicha convención.925 Empero, si no resulta con certidumbre que haya mediado una renuncia, frente a la doctrina que emerge de la posibilidad de renuncia de derechos, tratándose de un supuesto dudoso, debe juzgarse que no ha existido y cabe estar al principio genérico de la imposición de costas.926 La eximición de costas a quien ha resultado vencido en una contienda judicial, que implica apartarse del principio de la derrota, debe reunir para que sea procedente características de excepción.
187.4 Excepciones al principio de legalidad: renuncia convencional al recurso
Entre los contenidos del debido proceso, uno de los nuevos integrantes es el derecho al recurso,927 por eso se discute si las garantías son renunciables o pueden acordar modalidades según el interés de las partes. Cualquiera sea la conclusión que se alcance respecto de la exigencia constitucional de la doble instancia, o las modalidades que se encuentren para su definición, ya sea como derecho a la revisión de la sentencia penal condenatoria o el derecho al recurso en todo tipo de procesos, lo cierto es que en todos ellos la impugnación no varía su naturaleza como derecho disponible.
Con ello se quiere manifestar que sigue vigente el principio dispositivo que pone en claro el carácter facultativo de los medios de gravamen y las vías de impugnación. Basados en esta característica, se podría afirmar que el derecho a recurrir es renunciable. La pregunta concreta es si esa renuncia puede ser pactada con anterioridad al proceso o antes de llegar a la sentencia.
Aquí la cuestión se instala en el predominio del principio dispositivo, desde el cual queda claro el carácter facultativo de los medios de gravamen y las vías de impugnación.928
Si bien es cierto que el derecho al recurso obedece a una razón de política procesal, su vía puede ser renunciada en tanto la declinación no afecte la voluntad de manifestarse en forma espontánea y libre.
Es decir, la estipulación concertada para prestar conformidad con el fallo futuro puede aceptarse como derecho disponible, pero si está perjudicada la libre concertación negocial, o existe adhesión a cláusulas predispuestas, o bien en líneas generales, se vulnera el orden y moral públicos, el acto presuntamente voluntario de sometimiento podría caer por inoperancia de su básico compromiso con la buena fe contractual.
Además, no todos los actos del proceso pueden renunciarse, pues existe un esquema natural que hace a la garantía del debido proceso o del litigio justo, razón por la cual el verdadero problema radicaría en establecer qué actos constituyen manifestaciones incompatibles con la voluntad previamente declarada.
188. Libertad judicial para establecer formalidades [arriba]
Así como las partes tienen restringido el principio de libertad para consensuar formas de las actuaciones o del procedimiento; no sucede lo mismo con los poderes del juez, quien encuentra más flexibilidad para disponer variaciones en las reglas u ordenar el procedimiento.
El Código Procesal admite en varias disposiciones que el poder de conducción sea actuado con libertad, pero dentro de los límites establecidos (art. 34 inc. 5°, CPCCN); en este sentido, los deberes para dirigir el procedimiento y adecuarlo a ciertos principios (v. gr. economía procesal) deben analizarse para confrontar su validez o eventual nulidad, teniendo en cuenta la hipótesis ordenada que el juez debe disponer de oficio toda diligencia que fuere necesaria para evitar o sanear nulidades.
Es esta una disposición paradójica, pues podría el tribunal decretar actuaciones procesales que fuesen nulas o anulables; contradicción que es propia, también, en similares regulaciones adjetivas, como la del art. 36 inciso 1° que pide al juez que tome medidas tendientes a evitar la paralización del proceso, sin que ello se consagre en la praxis en virtud del exagerado principio del impulso procesal a cargo de las partes.
188.1 Límites
Observemos, entonces, cuáles son los límites a la libertad judicial para establecer formalidades. Dicho artículo 34 en los diversos apartados del inciso 5º pone como deberes de los jueces: a) la concentración de los actos para que puedan cumplirse en solo una actuación; b) la ordenación para realizar diligencias que eviten o purguen una nulidad procesal; c) vigilar en la tramitación de la causa la mayor economía (relacionada con lo dispuesto en el punto a), y d) la aplicación del principio de moralidad en el proceso.
Para cumplir estos deberes será menester mantener la igualdad de las partes en el proceso.
Los deberes impuestos llevan la impronta de la eficacia de las actuaciones procesales en dos dimensiones fundamentales: concentración de la actividad, que significa la reunión de la mayor cantidad de actos a realizar en el menor número de actuaciones. Por eso, la adscripción a la oralidad o a la escritura del procedimiento revelan las posibilidades reales de cumplimiento; pero la interpretación cabal de la idea está en resumir la actividad a las etapas necesarias, útiles y conducentes, eliminando las que fuesen superfluas o inoficiosas.929
Por otro carril transita el principio de inmaculación del proceso, como lo definió Ayarragaray,930 que persigue la depuración oficiosa de actuaciones eventualmente nulas o anulables; y el comportamiento leal, probo y honesto de las partes.
Ambas cuestiones anidan en el terreno del principio de legalidad de las actuaciones (o desarrollo de actos procesales) de manera que la simple reunión de actividades, o el control sobre la conducta de las partes (esta última propia de la calificación que corresponde al principio de moralidad o de buena fe en el proceso) no afectan la libertad de obrar que tiene el juez como director del proceso, salvo que con sus decisiones afecte el principio de igualdad (por ejemplo, si permite actuar como parte en el proceso a quien adquiere el derecho litigioso, sin que la parte contraria lo permita –art. 44, CPCCN–).
188.2 Deberes y facultades del artículo 36
De su lado, el art. 36 instala como deberes y facultades (obligaciones y potestades): a) El impulso procesal, disponiendo de oficio las medidas necesarias para que la causa progrese; que cuando se trata de causas donde existen fondos inactivos de menores o incapaces, se convierte claramente en un deber del oficio; b) la conciliación, que incluye la posibilidad de promover la intervención de árbitros o mediadores, o cualquiera figura afín con los medios alternativos para la resolución de controversias; c) ordenar las diligencias necesarias para esclarecer la verdad de los hechos controvertidos, con el límite del respeto por el derecho de defensa de las partes; y d) aclarar las decisiones vertidas en la sentencia, a pedido de parte o de oficio, con el límite de no alterar lo sustancial de la resolución adoptada.
Este, a diferencia del anterior, es un punto más sensible, porque el principio trasciende la formalidad simple de la actuación a cumplir, para instalar en el escenario del procedimiento una secuencia importante de potestades de instrucción cuya dimensión se ha considerado exacerbada por un sector minoritario de la doctrina, pero auspiciado por buena parte del denominado “publicismo procesal”.
a. Por ejemplo, la conciliación “intra” procesal es una herramienta poco cuestionada en su eficacia, pero no hace al tema específico de la legalidad formal. Es obligación del juez intentar que las partes concilien, como una forma más de pacificar los intereses en conflicto.
Lo único que, en puridad de conceptos, puede ser cuestionable, es la facultad prevista en el art. 360 inciso 1°, donde la invitación a las partes a conciliar, o a encontrar una forma alternativa para la resolución de la controversia, se convierta en una decisión judicial no consentida ni consensuada, porque en tal caso el juez excedería la delegación jurisdiccional permitida, al derivar la causa hacia un tercero que las partes no han predicho voluntariamente.
b. El impulso oficial, en cambio, se debate en un terreno diferente. Porque si la lectura se ubica desde la perspectiva de las partes, como únicos titulares del interés en que la causa avance, se podría decir que el impulso desde la jurisdicción invade lo que es propio de ellas.
En esta línea se sostiene que
… un proceso que permitiera reservar las causas que las partes no quieren, al menos por el momento, tratar, en la medida en la cual aseguraría a las partes (no solo el derecho de llegar a la sentencia cuando más lo prefieran, sino también) el derecho de mantener, si bien no al infinito, por lo menos un cierto tiempo las causas en surplace, representaría una “inmundicia”: “del poder que tienen las partes de disponer la relación sustancial no deriva como lógica consecuencia el poder de arrastrar los litigios ante el juez y de estorbar las salas judiciales por un tiempo más largo que aquel que el juez considera suficiente para hacer justicia; [...] nadie fuerza al particular a subir al barco de la justicia; si aquél decide embarcarse, solo a él concierne fijar el inicio y la meta de su viaje: pero, una vez emprendida la navegación, el timón debe ser asignado exclusivamente al juez”. Como ya se habrá comprendido, aquí nos situamos ante el encuentro frontal entre dos ideologías. Los garantistas encuentran lógico que las partes, siendo libres de disponer de la relación sustancial, gocen de una cierta libertad en el proceso, y agregan que, desde el momento en que los recursos disponibles son limitados, debemos agradecerle al cielo que, sobre cien causas, sesenta no lleguen a sentencia. Los publicistas, por el contrario, sostienen que, durante el proceso, la libertad de disponer de la relación sustancial es en realidad solo una concesión931 y, por lo tanto, aquella no implica disponer de los tiempos del proceso, que sería en realidad una “inmundicia”: a su parecer, quien sube al barco de la justicia...932
De todos modos, no parece demasiado clara esta tendencia, porque el impulso oficial no parece afrentar el principio de legalidad de las formas. En su caso, cumplimenta una regla de avance preclusivo, propio de los procedimientos judiciales. En cuanto a la razón final respecto de la naturaleza invasiva933 o no de los poderes del juez en la dimensión de los derechos disponibles de las partes, remitimos a otro lugar.934
c. Pero donde más se aprecian las distancias es en la iniciativa probatoria del juez en el proceso civil.
En efecto, si el dualismo que enfrenta la conducción y dirección del proceso muestra, de alguna manera, el diseño político institucional del ordenamiento adjetivo; al principio dispositivo y la iniciativa de prueba en el juez les cabe resolver una cuestión metodológica.
A su vez, el principio de legalidad inserto como pauta del debido proceso afirmaría el criterio de la imposibilidad de alterar los principios que corresponden a las garantías fundamentales del juez y de las partes; mientras que si admitimos a la legalidad como un principio, es factible encontrar flexibilidades o adecuaciones con las finalidades que la tutela judicial persigue. Quizás por esta característica, el principio suele interpretarse al conjuro de esa confrontación, como si de ello dependiera la pertenencia del proceso y su adscripción a una corriente determinada. La polarización entre el proceso como “cosa entre partes”, a veces consigue su identidad en la tipología de lo dispositivo; pero el proceso como “cosa pública” no tiene réplica contra la disposición del objeto procesal.
No vamos a referirnos estrictamente al poder probatorio del juez, sino a señalar si la iniciativa puede alterar el principio de legalidad de las formas, teniendo en cuenta para ello, únicamente el efecto sobre lo puramente procedimental o formal. La primera lectura puede ser gramatical. De este modo, se colige cuánto puede hacer el juez de acuerdo con las disposiciones procesales aplicables.
En la etapa probatoria, prevista para el sistema del proceso por audiencias del régimen federal (art. 360), los poderes de dirección se acentúan, porque el juez “fijará los hechos articulados que sean conducentes a la decisión del juicio sobre los cuales versará la prueba” (inciso 3°); y “proveerá las pruebas que considere admisibles”, debiendo concentrar en una sola audiencia la prueba testimonial (inciso 5°).
Con relación a los medios y fuentes de prueba, se establece el principio de legalidad (solo se producen los medios legislados) pero se amplía a otros que el juez disponga, “siempre que no afecten la moral, la libertad personal de los litigantes o de terceros, o no estén expresamente prohibidos para el caso” (art. 378).
Por su parte, cada uno de los medios de prueba tienen una solemnidad especial que domina el campo del ofrecimiento y que ritualiza, por demás, la producción o actuación de la misma. Cuando se trata de prueba de confesión, el juez puede convertir la absolución de posiciones en un interrogatorio, facultad que es disponible en cualquier estado del proceso (art. 415) y a su libre albedrío. Si bien las partes podrán intervenir, también lo es que ello será posible “siempre que el juez no las declare (a las preguntas) superfluas o improcedentes por su contenido o forma”. Una situación similar sucede con el pedido de explicaciones a las partes que se suscita tras la declaración testimonial (art. 438). La prueba de testigos es una clara muestra del poder instructorio, si se observa que el interrogatorio debe calificarse por el juez (o por quien lo reemplace legalmente –art. 442–), y que el desarrollo de la audiencia, tanto en su contenido como en sus alcances, está supeditado a la regularidad que el juez ordene.935
Este primer espacio de revisión concluye ratificando el poder jurisdiccional para obrar dentro del proceso, no solo ordenando el material probatorio y los medios que el juez resuelve producir, sino también para decidir cuáles serán los hechos materia de prueba y los mecanismos por los cuales se celebrarán las correspondientes verificaciones. El límite: no afectar el derecho de defensa de las partes.
Empero, no es esta la regla de interpretación que suele aplicarse con mayor frecuencia; prefiriéndose ubicar al principio de legalidad como un estándar inmodificable cuando se desvirtúan o afectan las reglas del debido proceso constitucional. En este tramo se instala a la legalidad formal como una regla del debate entre partes. Pervive el criterio de la lucha fatídica, entre parciales que discuten derechos en un plano de igualdad jurídica y ante un tercero imparcial que, controlando las reglas del debate jurídico, espera el tiempo que las partes le indiquen para sentenciar.
Aquí la legalidad formal es una regla establecida en la bilateralidad y contradicción; donde el juez solo asiste al conflicto para resolver la aplicación del derecho, y donde la prueba es solamente una actividad de confirmación de las versiones que las partes han llevado como posiciones contrapuestas.
188.3 Reglas inamovibles y adecuaciones del principio de legalidad
Recapitulemos: El juez puede adecuar el rigor formal de las actuaciones (actos individuales) procurando la mayor agilidad y eficacia, siempre que al resolver la producción no altere el principio de igualdad entre las partes. También tiene potestades suficientes para que la realización del procedimiento (actos generales) se adecue a las formas que indique (art. 319) y a los hechos que expresamente determine (art. 360 inc. 3º), con el límite del respeto por el derecho de defensa de las partes; teniendo presente que el objeto es esclarecer la verdad de los hechos controvertidos (art. 36 inc. 4º).
Todo lo expuesto está reglado expresamente en las disposiciones procesales, de manera que no habría sorpresa alguna para las partes tal como pretende hallar el garantismo.936 Si las reglas están y el juez las aplica no hay cercenamiento alguno al derecho de defensa ni se violenta la igualdad en el debate.
Pero es cierto también que una respuesta desde la ley no elude el problema, pues la propia norma puede ser inconstitucional, y la misma actitud judicial ser representativa del más puro exceso discrecional o de la arbitrariedad más absoluta.
En consecuencia, el principio de legalidad tiene la pauta de la razonabilidad (prudencia) y los parámetros del derecho de igualdad entre las partes (equilibrio en las decisiones) y el derecho de defensa (oír y replicar, en su caso).
Vale decir, cuando el juez resuelve modificaciones en la actuación procesal puede alterar sin querer la paridad de reglas para el debate (por ejemplo: al aceptar la incorporación de prueba documental relevante en una etapa precluida para hacerlo; al despachar admitiendo un recurso interpuesto con plazo recién vencido; o incorporando al proceso un escrito ingresado en otra secretaría de actuación, etc.), pero el efecto será la validez para no sobreponer las formas a la sustancia; es decir, dar eficacia al acto jurídicamente relevante para el fin del proceso.
Respecto de las variaciones en el procedimiento, puede haber reglas inalterables en el principio de legalidad; el parámetro lo señala la Constitución y lo reglamenta el código: el derecho de defensa se debe mantener en todo tiempo y circunstancia, y no se puede sacrificar el principio de igualdad.
Vamos a reconocer que este planteo puede ser polémico cuando las visiones son tan distantes. No es igual la mirada de quien analiza el fin del proceso desde la actividad de las partes respecto del que lo hace desde la función jurisdiccional.
Por eso, en materia de prueba, la dialéctica se presenta sinuosa al pendular entre quienes exponen que los hechos se presenten como versiones adaptadas de la realidad vertida; o que se exija a las partes (art. 45) actuar con una mínima pauta de razonabilidad, impidiéndoles que articulen hechos irreales o ficticios, pues la conducta en el proceso se debe revelar en todas las actuaciones amparadas por la lealtad, probidad y honestidad (art. 34 inc. 5° ap. d).
También podemos admitir que hay principios inocultables que sostienen tradicionalmente la legalidad del sistema y que son inamovibles (aporte de los hechos por las partes; congruencia del juez con ellos al tiempo de valorar y pronunciar sentencia; imparcialidad del juzgador; control de la prueba por ambas partes; etc.); del mismo modo, se asiente que la persecución de la verdad absoluta tiene límites mensurados con principios propios de la llamada prueba legal (v. gr. las presunciones juris et de jure; imposibilidad de practicar ciertas pruebas en determinados procesos; etc.); y también se consiente que, a veces, la actividad probatoria tiene plenas dificultades para asumir iguales condiciones generales: por ejemplo, en el proceso penal es el fiscal quien debe investigar y probar porque el procesado tiene un argumento de resistencia suficiente con la presunción de inocencia; mientras que en los procesos sociales (v. gr. cuestiones de estado, familia, laborales, etc.) podría comulgarse con la idea fuerza de un deber de colaboración de todos los operadores jurídicos en lograr la resolución justa sobre la base de hechos probados que sean auténtico reflejo de lo ocurrido en el conflicto.
En fin, entre tantas situaciones no se descarta también la influencia de la conducta de las partes, que con sus propias actitudes pueden eludir que sea la verdad un fin del proceso. Simplemente con admitir o reconocer un hecho afirmado por la contraria, se evita la prueba, y se aplica un justificativo para la apreciación (darle un precio a ese acto voluntario) que tendrá en la sentencia.
Como cierre de estas meditaciones se comprueba que el principio de legalidad no pretende encumbrar las formas sobre la verdad a esclarecer. Se deduce así que tanto la adaptación que se ordene para las actuaciones procesales como la modificación de los procedimientos tienen parámetros flexibles que solamente son inválidos cuando afectan el derecho de defensa de las partes, o no se respeta el principio de igualdad. La doctrina del exceso ritual ha desarrollado una casuística que analiza cada situación. En general, la jurisprudencia se explana en dos niveles: cuando existiendo requisitos formales a cumplir para la celebración de un acto procesal determinado, el mismo se concreta en forma tardía o deficiente, pero siendo trascendente el tema, se da por superado el error para poder inquirir en la “verdad jurídica objetiva”; y cuando se alteran las reglas del procedimiento reglado por considerar que su mantenimiento constituye un ritualismo estéril cuyo apartamiento se puede justificar.
189.1 Escritos dejados en secretaría equivocada
El requisito sobre el lugar donde se deben cumplir los actos procesales tiene connotaciones muy importantes. A veces el error se convalida por la ausencia de impugnación, mientras que en otras se considera que es una nulidad insanable.
El problema deviene con el cargo colocado en el escrito judicial porque si este da fecha cierta, podría quedar convalidado el acto que, de otro modo, sería inoficioso. Por ejemplo, es común que el recurso extraordinario se presente donde se encuentra el expediente, siendo esto un error inexcusable pues la ley claramente dice que se debe interponer ante el superior tribunal de la causa que dictó la sentencia definitiva.
Por ello la presentación errónea impide que se les pueda otorgar validez y tiene por consecuencia que no se consideren los cargos puestos en ellos, pues –salvo circunstancias excepcionales– se configura un error inexcusable debiendo recaer sus consecuencias sobre quien lo cometió, único culpable de la situación planteada.
189.2 Escritos o actuaciones realizadas fuera de término
En estos casos el tiempo de los actos suscita una controversia natural que permite interpretaciones asimétricas. A veces se confirma la actuación para evitar el exceso ritual manifiesto, con el repetido argumento de evitar ficciones que anulen el principio de la búsqueda de la verdad jurídica objetiva y con lesión al derecho de defensa y debido proceso legal.
Razones de justicia y equidad hacen que no deba incurrirse en un exceso ritual manifiesto, con directa violación del derecho de defensa, frustrando una justa expectativa del litigante, en desmedro de la verdad objetiva, frente a la exigüidad de la demora de presentación del recurso –cinco minutos–, haciendo excepción, dadas las particularidades del caso –una indisposición de salud del presentante– a los principios de perentoriedad de los plazos procesales –art. 155, CPCCN– y de extemporaneidad.937
Sin embargo es más corriente ver la expulsión de estos escritos inoportunos que se tienen por no presentados, inexistentes, inoficiosos o directamente nulos, para abreviar las nomenclaturas de rechazo que merecen.
189.3 Actuaciones con errores formales
En estos fallos la atención se focaliza en aquellas actuaciones que no siguen a pie juntillas el ritual, pero como la alteración no es trascendente, el vicio queda purgado por la doctrina del exceso ritual. Esta figura de creación jurisprudencial exige analizar caso por caso, desde que no es posible establecer un límite preciso entre el exceso ritual y el respeto por las formas procesales, entre el rito (concepto razonable) y el ritualismo (concepto irrazonable), entre el uso y el abuso de las formas, por lo que es misión del juzgador intentar compatibilizar todos los intereses en juego.
En algunas provincias –como Buenos Aires– se admite el recurso de nulidad extraordinario cuando las formas se violentan afectando la seguridad jurídica. Así se ha dicho que
Resulta un exceso ritual otorgar el carácter de confesión a una respuesta brindada por la actora en oportunidad de absolver posiciones, en el marco de una acción por daños y perjuicios –en el caso, sufridos por la muerte de su compañero producida por un enfermo psiquiátrico que escapó del hospital público–, en el sentido de reconocer la ausencia de aporte económico alguno durante toda la vida por parte del concubino, toda vez que tal respuesta se halla en colisión con el resto de las probanzas y ha sido producto evidente de un error.938
189.4 Otras informalidades que se convalidan
Son muchas más las discusiones que se abren entre la aplicación inflexible de los ritos procesales, creando una suerte de culto a las formas; respecto de quienes consideran siempre aplicable la doctrina del exceso ritual manifiesto.
La diversidad de casos hace imposible resumir jurisprudencia confrontada pues también la inconsistencia proviene de la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación que, desde la aplicación de la Acordada N° 4/2007 en la técnica de formalización del recurso extraordinario federal, insiste en cultivar el formalismo estéril que nada colabora en el objetivo de confiar en los jueces.
No constituye exceso ritual manifiesto la orden de desglose de un escrito que ha sido presentado sin las copias respectivas en el plazo previsto por el ordenamiento legal –art. 104 Código Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad de Buenos Aires–.939
Resulta válida la orden de allanamiento extendida indicándose el número y la calle del inmueble y el nombre de la persona que vivía allí, pese a que no se indicara el departamento si, de las constancias de la causa, surge que los datos establecidos fueron idóneos para cumplimentar en forma acabada el requisito de especificidad –en el caso, al concurrir a la casa de la vecina, esta pudo indicar en qué departamento vivía la persona que figuraba en la orden– ya que, requerir más precisiones, cuando la investigación estaba en sus comienzos, resulta un exceso ritual manifiesto que conspira contra el equilibrio que debe existir en un estado de derecho, entre el interés represivo del Estado y la protección de los derechos individuales.940
190. La modificación por el juez de las reglas formales de procedimiento [arriba]
La elasticidad de las formas sin violar el principio de igualdad entre las partes admite que el juez pueda disponer que algunas actuaciones procesales se cumplan de manera diferente a las que el ordenamiento señale.
Aquellas que corresponden a la debida instrumentación del proceso son invariables. Por ejemplo, el emplazamiento a estar a derecho y la notificación personal de la demanda debe hacerse por la oficina de notificaciones representada por el oficial público que la represente; dicho esto para afirmar que la notificación por escribano que introdujo la reforma de la Ley N° 25488 al Código Procesal Civil y Comercial de la Nación no es aplicable.
El art. 339 del orden adjetivo comienza indicando que la “citación se hará por medio de cédula…”, rodeando el acto de formalidades esenciales, como el aviso a quien se encuentre, ante la ausencia ocasional del accionado, que se pasará al día siguiente para comunicarle personalmente el emplazamiento. Este es un procedimiento formal y solemne, cuya omisión permite declarar la nulidad de la diligencia (art. 345, CPCC) pese a que el objeto del acto se pueda realizar por una vía mejor o se consigan iguales resultados. De igual exigencia ritual en el trámite del juicio ejecutivo es la intimación de pago, la citación para oponer excepciones y la sentencia (art. 543, CPCC).
En suma, se trata de resguardar el derecho de defensa en momentos claves de la regularidad de la instancia. En cambio, hay etapas que, establecida la bilateralidad del contradictorio, el juez puede ordenar que se cumplan siguiendo un formalismo distinto al reglamentado.
La urgencia en comunicar un acto que obliga a la premura puede realizarse con la intervención de un notario; o practicarla el juez por vía telefónica directa con el interesado o su representante legal; o compareciendo el secretario al domicilio de quien debe ser informado. La celebración de audiencias de testigos en los despachos de abogados es una modalidad aceptada en este espacio, aunque de ser resistida por una o ambas partes, obliga al uso de los esquemas tradicionales. También, en esta línea, la conservación del medio de prueba se puede cumplir con soportes tecnológicos que eviten la transcripción en actas de los testimonios.
898. Cuenca, Humberto, Proceso Civil Romano, op. cit., pp. 39, 53 y 121. Sostiene el autor que en ningún pueblo de la antigüedad fue tan profundo el culto de la forma como en Roma. De todos los elementos formales, la palabra tuvo un influjo poderoso; los romanos atribuyeron a las palabras el poder de llevar las semillas de un lugar a otro; en las Doce Tablas se incluyeron sanciones contra aquellos que por arte de magia dañaban las cosechas y Plinio hace extensos comentarios sobre el poder místico de las palabras. La claridad, sencillez y precisión de las formas aseguraron, en el derecho antiguo, el cumplimiento estricto de las leyes […]. En el sistema formulario, el sistema es formalista, pero no sacramental. Esto quiere decir que las partes deben valerse de los modelos previamente redactados por el Pretor para definir sus controversias, pero ellos no tienen que hacer recitaciones textuales, cuya más leve variación o equivocación, como en la actio legis, implicaba la pérdida del litigio […]. Tiempo después, el ordo iudiciorium del sistema formulario fue superado con la extraordinaria cognitio que terminó desalojando en el año 342 el mecanismo anterior, aboliéndolo por considerar que era más propenso al juego de las palabras, a la argucia, al triunfo del más hábil o del más sabio, que a la investigación de la verdad.
899. Goldschmidt, James, Derecho Procesal Civil, op. cit., p. 15. La sentencia, en estos tiempos, no era más que una declaración del derecho aplicable en la causa, pero no tenía fuerza obligatoria alguna, porque para su cumplimiento era preciso un contrato especialmente dirigido a este fin, en el cual el demandado prometía al demandante satisfacerle o probarle que carecía de razón. Pero, como dice Goldschmidt, esta prueba se dirige a la parte contraria, no al Tribunal, y no es una carga, sino un derecho.
900. Calamandrei, Piero, Instituciones de Derecho Procesal Civil, op. cit., p. 379.
901. Palacio, Lino, Derecho Procesal Civil, op. cit., p. 319.
902. Calamandrei, Piero, Instituciones de Derecho Procesal Civil, op. cit., V. I, p. 321.
903. Chiovenda, Giuseppe, Ensayos de Derecho Procesal Civil, op.cit., V. II, p. 130.
904. Calamandrei, Piero, Estudios sobre el proceso civil, op. cit., pp. 263, 266 y 267. En “El proceso como Juego” sostuvo el maestro florentino: “En todas las instituciones procesales puede reconocerse, por clara derivación histórica, una significación metafóricamente agonística. El debate judicial es una especia de representación alusiva y simbólica de un certamen primitivo, en el cual el juez no era más que un juez de campo: la alternativa sucesión de los actos procesales de los litigantes viene a ser la transformación mímica de lo que en sus orígenes era un hecho de armas; hasta la terminología del proceso está tomada todavía de la de la esgrima o la palestra. Esta alusión a la lucha es viva en el proceso todavía en el día de hoy, a pesar de que se reconozca comúnmente la naturaleza publicística de las instituciones judiciales: mientras en el proceso civil se mantiene en vigor el principio dispositivo, la lucha entre contrapuestos intereses de parte es considerada y aprovechada por el Estado como el instrumento más apropiado para satisfacer al final el interés público de la justicia. Al choque de las espadas se ha sustituido, con la civilización, la polémica de los argumentos; pero hay todavía en este contraste, el ensañamiento de un asalto. La razón se dará a quien mejor sepa razonar: si al final el juez otorga el triunfo a quien mejor consiga persuadirlo con su argumentación, se puede decir que el proceso, de brutal choque de ímpetus guerreros, ha pasado a ser juego sutil de razonamientos ingeniosos […]. Por eso, a pesar de los formularios fijos del procedimiento, no hay un proceso que sea igual a otro, como no hay en juego de ajedrez una partida igual a otra […]. Todo esto no destruye la exactitud de la teoría de la relación procesal, en lo que atañe al núcleo central de ella, que es el deber del juez de proveer, y el correspondiente derecho de las partes, de conseguir que él provea; pero es cierto que el contenido concreto de esta obligación del juez se plasma dialécticamente en correspondencia con las situaciones jurídicas creadas por la actividad concurrente: según la variable puntuación, podríamos decir, de su juego”.
905. Alvarado Velloso, Adolfo, El Debido Proceso de la Garantía Constitucional, Rosario, Zeus, 2003, capítulo III, y en “Sistemas Procesales”, capítulo I en Debido Proceso, Buenos Aires, Ediar, 2006, p. 28 y ss. Dice el autor “El juez dejó de juzgar el litigio y comenzó a dirigir el procedimiento como capitán de barco o director del debate, en su calidad de representante profesional del bien común. En rigor de verdad, no se trataba entonces de erigir al juez en el director del proceso con los poderes necesarios al efecto, sino de autorizarlos desde la propia ley para que hicieran todo aquello que considerasen menester en la oportunidad que así lo decidieran. De tal forma, por una simple ley que cambió autoritariamente el mundo conocido –a voluntad de un solitario legislador– el proceso pasó a ser un método pacífico de debate entre particulares a un instituto de derecho público en el cual estaba involucrado algo más importante que el interés de las partes: los más altos valores sociales aun con desmedro de la libertad individual en aras del beneficio del Estado”.
906. “Los motivos invocados por el recurrente no son atendibles para justificar el incumplimiento del término procesal ya que, por razones de seguridad jurídica fundadas en el principio de perentoriedad de los términos no se admiten presentaciones posteriores al ‘plazo de gracia’ previsto en el art. 124 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, ni siquiera cuando la demora es de pocos minutos” (Fallos: 334:1754). Asimismo se dice que […] “De acuerdo con el carácter perentorio y fatal que tienen los plazos procesales (art. 155 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación) y con la interpretación estricta que, por su naturaleza, debe atribuirse al plazo ‘de gracia’ previsto en el art. 124 del mismo código, razones de seguridad jurídica obligan a poner un momento final para el ejercicio de ciertos derechos, pasado el cual, y sin extenderlo más, deben darse por perdidos, sin que pueda a ello obstar la circunstancia de que el particular haya cumplido, aun instantes después, con la carga correspondiente” (Fallos: 329:326). “El plazo de gracia instituido por el art. 124 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación no constituye una prolongación del término ya fenecido a las 24 del día anterior, sino precisamente un remedio para impedir las consecuencias perjudiciales que podría ocasionar una situación de fuerza mayor que no hubiese permitido hacer la presentación judicial en tiempo oportuno, por lo que resulta inadmisible que se pretenda invocar la fuerza mayor para justificar la omisión de actuar en la oportunidad concedida por la ley para paliar los perjuicios derivados de la fuerza mayor” (Disidencia de los Dres. Enrique Santiago Petracchi, Augusto César Belluscio, Antonio Boggiano y Juan Carlos Maqueda) (CSJN, Fallos: 328:271).
907. Satta, Salvatore, Soliloquios y Coloquios de un jurista, op. cit., p. 52. Se comprende, por consiguiente –dice Satta– que cuando se habla de formalismo no se quiere menoscabar en modo alguno la forma del derecho; una vez más, el formalismo no se puede entender como una inconcebible y absurda crítica a las formas jurídicas. No habría necesidad de decirlo, pero los equívocos son siempre posibles: el formalismo no debe confundirse con la legalidad y el principio de legalidad que está absolutamente fuera de cuestión, y mucho menos la crítica del formalismo se puede desarrollar bajo el signo de la vaga aspiración a una justicia sustancial, en rebelión abierta o lavada a la voluntad de la ley. Estas cosas pueden tener valor de iure condendo, esto es, no tienen para el jurista ningún valor actual.
908. Díaz, Clemente, Instituciones de Derecho Procesal Civil, op. cit., T. I, p. 223, nota 30. Informa el autor de esta obra, tomando datos de Bonnier, Edouard, Eléments de procédure civile, París, Librairie de Plon Frères, 1853, p. 7, que durante la Revolución Francesa, la Constitución de 1793 (art. 94) estableció que los árbitros públicos juzgarían en proceso oral sin forma de procedimiento, y la ley 3 Brumario del año II, no solamente suprimió la orden de los abogados, sino que estableció que los tribunales existentes juzgarían en proceso verbal sin formas procesales; la reacción sobrevino por una ley 18 Fructidor del año VIII, que restableció la Ordenanza de 1667 y reglamentaciones posteriores.
909. Carnelutti, Francesco, Estudios de Derecho Procesal, op. cit., pp. 130-131.
910. Cfr. Díaz, Clemente, Instituciones de Derecho Procesal, op. cit., T. I, p. 229, nota 48. El art. 142 del proyecto Podetti decía: “El actor al promover la demanda y el demandado al responder, podrán solicitar que se sustancie y resuelva el caso en proceso sumario o sumarísimo”. Disposición que con variaciones se ha mantenido en los arts. 164 y 210 del código actual. El proyecto Reimundín, al respecto, se concretó en el art. 348 inciso 18.
911. Es muy conocido su ensayo Las formas en la defensa judicial del derecho (ver nota 6) donde advierte la evolución del formalismo en tres fenómenos: las formas residuales, que son aquellas nacidas de las necesidades, de la índole, de las leyes de una época, que sobreviven pese a las transformaciones; las reacciones, que surgen contra la injusticia producida por el formalismo; hasta llegar al regeneramiento que describe como una gran aversión hacia el rigor de las formas procesales, que terminaron ocultando las ventajas fundamentales que tenía (p. 135 y ss.).
912. Montesquieu, Charles-Louis de Secondat, barón de, Del espíritu de las leyes, Barcelona, Alianza, 1996, p. 112.
913. Cfr. Berizonce, Roberto, La nulidad en el proceso, La Plata, Platense, 1967, p. 48.
914. Díaz, Clemente, Instituciones de Derecho Procesal, op. cit., p. 224, nota 37, sostuvo que este era un sistema poco convincente. “Dejar las formas al arbitrio de las partes es un mal; dejar las formas al arbitrio judicial es un mal peor, no porque el juez podría tentarse, sino porque la inercia judicial haría que se establecieran formas tipos, de carácter invariable; con ello, el juez habría desalojado al legislador. El peligro reside en la falta de certeza de las formas, ya que potencialmente existiría la posibilidad de formas distintas para el tratamiento de un mismo caso”.
915. Por ejemplo, el art. 319 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación establece que: “Todas las contiendas judiciales que no tuvieren señalada una tramitación especial, serán ventiladas en juicio ordinario, salvo cuando este Código autorice al juez a determinar la clase de proceso aplicable…”
916. CSJN Fallos 238:550, “Colalillo, Domingo c/ Compañía de Seguros España y Río de La Plata”, 18/09/1957 “... Que la condición necesaria de que las circunstancias de hecho sean objeto de comprobación ante los jueces, no excusa la indiferencia de éstos respecto de su objetiva verdad. Es en efecto exacto que, por lo regular, a fin de juzgar sobre un hecho, no cabe prescindir de la comprobación del modo de su existencia, que en materia civil incumbe a los interesados. Y también es cierto que esa prueba está sujeta a ciertas limitaciones, en cuanto a su forma y tiempo, pues es exacto que de otro modo los juicios no tendrían fin. Que, sin embargo, el proceso civil no puede ser conducido en términos estrictamente formales. No se trata ciertamente del cumplimiento de ritos caprichosos, sino del desarrollo de procedimientos destinados al establecimiento de la verdad jurídica objetiva, que es su norte. Que concordantemente con ello la ley procesal vigente dispone que los jueces tendrán, en cualquier estado del juicio, la facultad de disponer las medidas necesarias para esclarecer los hechos debatidos. Y tal facultad no puede ser renunciada, en circunstancias en que su eficacia para la determinación de la verdad sea indudable. En caso contrario la sentencia no sería aplicación de la ley a los hechos del caso, sino precisamente la frustración ritual de la aplicación del derecho. Que, desde luego y por vía de principio, es propio de los jueces de la causa, determinar cuando existe negligencia procesal sancionable de las partes así como disponer lo conducente para el respeto de la igualdad en la defensa de sus derechos. Pero ni una ni otra consideración son bastantes para excluir de la solución a dar al caso, su visible fundamento de hecho, porque la renuncia consciente a la verdad es incompatible con el servicio de la justicia. Que en el caso de autos, la sentencia que rechaza la demanda omite toda consideración del documento oficial agregado a fs. 66, por razón de la oportunidad de su incorporación al juicio. Y aun cuando la solución del pleito puede depender de la existencia y autenticidad de la licencia en cuestión, el fallo se limita a comprobar la extemporaneidad de su presentación…”.
917. La evolución jurisprudencial del caso Colalillo puede verse en el excelente trabajo monográfico de María Eugenia Vera Ezcurra, sobre el Exceso ritual manifiesto, publicado en www.salvador.edu.ar. De él extractamos el resumen siguiente: Año 1961 (Fallos 250:642) La resolución que impone la necesidad de notificar el traslado de la demanda en el extranjero a la persona contra quien se dirige la acción, habiéndose presentado en la causa su apoderado general, adolece de un exceso ritual que lo priva de base bastante para sustentarla y debe ser revocada […] Año 1976 (Fallos 296:650) Es arbitraria, y debe dejarse sin efecto, la sentencia que por exceso de ritualismo formal, deniega protección jurisdiccional a la Caja Federal de Ahorro y Préstamo para la Vivienda, que impugna un embargo de fondos decretado contra ella en juicio en que es parte una sociedad de ahorro y préstamo de la que la Caja Federal es liquidadora, fundándose el fallo denegatorio en que, por razones procesales, debió deducirse el pedido en otra forma y por distinta vía y no como simple pedido de levantamiento de un nuevo planteo en sede administrativa tendiente a lograr una reparación que presupone la ilegitimidad del obrar de la demandada, aspecto ya negado por ésta. Una nueva insistencia sobre el mismo punto como pretende el a quo constituiría un ritualismo excesivo […]. Año 1982 (Fallos 304:148) Corresponde dejar sin efecto la sentencia que omitió pronunciarse sobre la cuestión central que le fuera sometida –procedencia o no de la inscripción en el registro especial de no graduados, denegada por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la Provincia de Buenos Aires– al entender que no se había impugnado específicamente la denegatoria del recurso de reconsideración. Ello así, pues se trata, en el caso –atento el carácter simplemente de esta– de un supuesto de injustificado rigor formal que atenta contra la garantía de la defensa en juicio. Año 1986 (Fallos 308:529) Incurre en excesivo rigor formal y corresponde descalificar la resolución que desestimó el recurso de revocatoria contra la sentencia que rechazó in limine la demanda contenciosoadministrativa, y que por considerarla extemporánea rechazó su nueva deducción peticionada en subsidio. Ello es así, pues se encontraba cumplido lo requerido por el tribunal –acompañar copia íntegra de una resolución administrativa y reponer el sellado– y, respecto a la posibilidad de reiniciar la demanda, la aplicación de las reglas de prescripción no debió efectuarse de oficio (art. 3964 del Código Civil) […]. Año 1981 (Fallos 303:1994) Corresponde dejar sin efecto la sentencia que, fundada en la falta del reclamo administrativo previo e incurriendo en un ritualismo excesivo, desestimó la demanda contencioso administrativa tendiente a obtener la reparación de los daños y perjuicios derivados de la revocación o caducidad ilegítima de un decreto municipal.
918. Hace ya algunos años, en lo que ha sido un trabajo cumbre para la ciencia procesal, Isidoro Eisner decía: “Una obvia exigencia de buen sentido y economía aconseja al legislador no solo crear diversos tipos de procesos que se acomoden a las modalidades de las cuestiones litigiosas que deben someterse a la composición judicial, sino también acordar facultades a los magistrados para excogitar y aun arbitrar el procedimiento que mejor se amolde a las distintas controversias, evitándose así que por el simple acatamiento a reverentes mandatos de la ley se deban utilizar estructuras y mecanismos absolutamente inadecuados, onerosos o superfluos con relación al fin que en cada caso se persigue. Si bien somos partidarios del sistema de la legalidad de las formas, lo que en materia procesal importa una garantía de certeza y de respeto por los derechos del individuo al ser discutidos en instancia judicial, ello no significa que no hayamos comprendido los rasgos de todo exceso y, por tanto, los de la rigidez y del formalismo inerte y exagerado. Sin llegar al reclamo de la libertad de las formas que lleva implícito el peligro del desorden, de la anarquía y aun del abuso de la autonomía de la voluntad en perjuicio de la parte más débil, consideramos que a su vez cabe admitir la solución que nos ofrece el llamado principio de ‘elasticidad’ del que se mostrara partidario Carnelutti…” (Economía Procesal, La Ley, 146-879; reunido también en “Problemática actual del Derecho Procesal” [Libro homenaje a Amílcar Mercader], Platense, 1971, p. 380, y en “Planteos Procesales”, Buenos Aires, La Ley, 1984, ps. 115 y ss.).
919. Cfr. Díaz, Clemente, Instituciones de Derecho Procesal Civil, op. cit., T. I, pp. 230-1.
920. Rosenberg, Leo, Tratado de Derecho Procesal Civil, op. cit., T. I, pp. 8-9. Cfr. Gozaíni, Osvaldo, Derecho Procesal Civil, op. cit., T. I, p. 257.
921. Cfr. Palacio, Lino, Derecho Procesal Civil, op. cit., T. I, p. 228.
922. Cipriani, Franco, Batallas por la justicia civil, op. cit., p. 177. La conducción del juez se rebate con opiniones como la de este jurista quien afirma: “El proceso debe estructurarse de modo tal que permita a cada parte pedir en cualquier momento al juez, en el respeto del derecho de defensa de la otra, juzgar. Hay que, antes que nada, reducir el actual inverosímil plazo para comparecer, de tal forma que se consienta a las partes llegar en tiempos razonables ante el juez. Debe suprimirse la división del proceso en fases, asegurando que el proceso, en línea de principio, esté pendiente de inmediato y siempre en fase de decisión. Luego, el proceso, una vez recompactado, debe ser más elástico, y como tal capaz de adecuarse automáticamente a las exigencias de todas las causas. En distintas y más claras palabras, el proceso no debe ser un gran autobús capaz de transportar también a dos personas, sino un Fiat 500, o si se prefiere un Smart susceptible, según las necesidades, de alargarse y de hospedar también a 100 personas …”.
923. Morello, Augusto; Sosa, Gualberto y Berizonce, Roberto, Códigos Procesales en lo Civil y Comercial de la provincia de Buenos Aires y la Nación, op. cit., T. II-B, p. 127. Asimismo se agrega que corresponde prescindir de la aplicación del principio objetivo de la derrota al tiempo que cabe liberar al demandado (vencido) de las costas, pues nada autoriza a pensar que no creyera seriamente en la paternidad luego desmentida, y debe descargarse esa condenación accesoria sobre la madre, que aunque victoriosa en la vía judicial, fue quien por sus no justificados cambios de actitudes dio pie para que quedara oscurecida la filiación de la menor. (CNCiv., Sala C, “B., C. P. y otro c. G., F.”, 02/03/1984, LL 1984-C, 577).
924. CNCiv., sala E, LL 114-385; “Morello, Augusto M. y otros”, 06/08/1963, op. cit., p. 127.
925. La admisión exclusiva de los efectos de las obligaciones concurrentes a la relación que exhibe el abogado acreedor, un condenado en costas y el cliente conduce a consecuencias disvaliosas cuando se presenta cualquier medio extintivo de la obligación –renuncia del letrado a percibir sus honorarios de parte del vencido; confusión de patrimonios entre ellos; compensación de sus créditos– que vincula al vencido en costas respecto del abogado que demanda de este sus honorarios, y pretenda satisfacer entonces su crédito de su cliente (CNFed. Contencioso administrativo, Sala I, “Inti Huasi S.A. c. La Nación y Puntual S.R.L.”, 30/10/2001, RCyS, 2001-VI, 50 RCyS, 2001, 505).
El demandado que asume el pago de las costas en un convenio sujeto a homologación y acepta abonar al letrado del trabajador una suma equivalente al veinticinco por ciento del monto del acuerdo, renuncia tácitamente al límite del art. 277 de la ley 20.744 (del voto del doctor García Allocco) (CCiv. Com. Familia y Trab., Marcos Juárez, “Fernández de Astorga, Mabel M. c. Asoc. de Serv. Direc. Empresarios”, 13/08/2002, LLC, 2002, 1225).
926. Gozaíni, Osvaldo, Costas Procesales, op. cit., ver parágrafo 13.2 del capítulo II.
927. Gozaíni, Osvaldo, Derecho Procesal Constitucional Debido Proceso, op. cit., p. 459 y ss.
928. En la jurisprudencia se sostiene que el pago del importe del capital e intereses adeudados, sin hacer reserva alguna sobre la continuación del trámite de la queja, importa una renuncia o desistimiento tácito del recurso y vuelve inoficioso todo pronunciamiento al respecto (Fallos: 339:727). No obstante se afirma que: “... La circunstancia de que la apelante haya hecho entrega del certificado de trabajo y efectuado las reservas presupuestarias para cancelar el crédito de demandante y de los profesionales intervinientes, acompañando los respectivos instrumentos y órdenes de pago, no importa una renuncia o desistimiento tácito del recurso por incompatibilidad entre ambos actos procesales, pues la doctrina de la Corte al respecto presupone que el cumplimiento de la condena sea voluntario y no consecuencia de la ejecución forzada de la sentencia y, como surge de los autos principales, el cumplimiento fue consecuencia de la intimación formulada a requerimiento de la parte actora. En cuanto al fondo del asunto se remitió al precedente A.1384.43. “Anaut”, de la misma fecha. Los jueces Maqueda y Zaffaroni, en disidencia, remitieron al precedente “Ramos” (Fallos: 333:3111) (Fallos: 335:424). Finalmente, se argumenta que, ante el principio general que otorga facultad a los litigantes de apelar la sentencia recaída en los juicios de mayor cuantía, el ordenamiento de forma ha dispuesto restricciones respecto de algunas resoluciones, interlocutorias y providencias simples, así como también de sentencias definitivas relacionando dicha posibilidad con el monto del pleito. Esta política legislativa reconoce un doble fundamento: por un lado lograr mayor economía procesal y evitar el dispendio jurisdiccional consiguiente en los procesos de menor monto económico, y por otro otorgar en esos casos una mayor autonomía de decisión a los jueces de primera instancia. Por otro lado, al establecer la única instancia en estos procesos se abarata sustancialmente su costo, adecuando el procedimiento al valor de la controversia (CNCiv., Sala K, “Malaiu, Gabriel E. c. Kazka, Ludmila”, 08/03/ 1993, LL 1993-E, 641, J. Agrup., caso 9409)”.
929. Montero Aroca, Juan, La nueva Ley de Enjuiciamiento Civil espaúola y la oralidad, op. cit. Sostiene el autor, que estas eran las notas de la oralidad según Chiovenda y su obra general última. En la misma, después de explicar el principio de la oralidad y las objeciones al mismo, entra a analizar “la oralidad y los poderes del juez”, estimando que la oralidad y la concentración procesal son principios íntimamente unidos al problema de los poderes del juez. En la actualidad, dice Chiovenda, por un lado la renovada importancia que ha adquirido el libre convencimiento del juez y, por otro, el concepto renovado de la jurisdicción como función del Estado, han devuelto al juez una posición central de órgano público interesado en administrar justicia del modo mejor y más rápido posible. Se trata de asegurar al juez una posición que le haga partícipe activo en la relación procesal y proveerle de la autoridad necesaria para ejercer su función. El juez ha de estar en condiciones de dirigir el proceso y conducirlo hasta su resolución con la mayor celeridad posible compatible con una decisión acertada. Además es conveniente hacerle colaborar en la formación del material de conocimiento, poniéndole en contacto inmediato con las partes desde el momento de la constitución del juicio, de forma que le sea fácil preparar la sustanciación completa de la causa aclarando las dudas, provocando de las partes las indicaciones más importantes de hecho, señalando de la manera más simple las lagunas que haya en su defensa y en sus pruebas. El ejercicio de estas facultades solo es posible en el proceso oral. A pesar de todo, no está demasiado clara cuál fue la opinión de Chiovenda sobre la relación entre el principio de oralidad y el aumento de los poderes del juez, puesto que cabe recordar cómo en otro lugar, y en 1924, había sostenido que “la oralidad por sí misma no requiere un aumento considerable de la injerencia directiva del juez y no debe identificarse con esta. Pueden existir procesos orales (como el actual proceso germánico que, desde este punto de vista, representa un tipo de proceso oral opuesto al austríaco) en los que la injerencia del magistrado es mínima. Y se trata de problemas que cuidadosamente han de considerarse distintos, porque el aumento de los poderes del juez puede encontrar por razones de raza y de costumbres dificultades y resistencias mucho más serias y discutibles de aquellas que pueden oponerse a la introducción de la oralidad”. Sobre esos poderes la lectura de las que podemos llamar páginas últimas ilustra que Chiovenda se había mantenido dentro del que debe considerarse respeto a la autonomía de la voluntad y a la garantía de los derechos subjetivos de las partes. Una cosa son los poderes del juez para la formación del material de conocimiento, que quedan limitados por el principio dispositivo, en cuanto este predomina sobre la iniciativa del juez en la fijación de la verdad de los hechos (p. 63) y otra los poderes del juez respecto de los presupuestos procesales, que sí deben ser controlados de oficio (p. 69), y todo ello aparte del principio de impulso de oficio (p. 71).
930. Ayarragaray, Carlos, El principio de inmaculación del proceso, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1959.
931. Calamandrei, Piero, Instituciones, op. cit., T. I, p. 239, según el cual el legislador de 1940, al disciplinar el proceso civil, habría podido regularse al igual que al disciplinar el CPP y prever “el absoluto imperio del impulso oficial”.
932. Cipriani, Franco, “En el centenario del Reglamento de Klein”, en Revista ICDP, Bari, V. 27, N° 27, 2001, p. 896.
933. Ibídem, p. 898. Expresa su sorpresa, como italiano, al pensar que el Reglamento de Klein represente aún la meta a alcanzar, y se llega a preguntar si tal concepción del proceso, que se encuentra a un paso de propugnar la transformación de la jurisdicción en una rama de la administración, aunque claramente incompatible con nuestra Constitución, pueda (al menos) ser útil en la Italia de hoy. Más precisamente puede preguntarse –continúa– si es verdad o no que, imponiendo al juez conducir las causas desde el inicio y sometiendo a las partes a ritmos oficiosos, se obtengan resultados positivos para lograr la aceleración del proceso civil, que representa notoriamente la causa por la cual todos luchamos. Con tal fin, parece preliminarmente oportuno tratar de entender el augurio de Klein de lograr que todas las causas fueran decididas posiblemente en una única audiencia. Aquel augurio, en efecto, ciertamente apreciable en el plano teórico, se revela difícilmente realizable en concreto porque, en el proceso civil, la mayoría de las veces debiéndose asumir algunas pruebas orales, la hipótesis de la causa que (en primera instancia) se define en una única audiencia “no puede ser más que en un caso excepcional”. Además, debe evidenciarse que Klein, al sostener que el único modo para asegurar que el proceso llegue rápidamente a la sentencia es sustraer a las partes el poder de conducir el proceso y atribuirlo al juez, parece no tener presentes dos datos de hecho que emergen de la realidad: a) hay casos (pocos o muchos, no importa, pero ciertamente no pocos) en los cuales una parte, generalmente la actora, tiene prisa, mucha prisa, seguramente más prisa que el juez; b) el 60 % de los procesos civiles concluyen en primera instancia sin sentencia.
Podemos deducir que Klein, dando poderes a los jueces para hacer avanzar imperativamente los procedimientos civiles, fuerza una puerta abierta en aquellas causas que también las partes quieren ver decididas y sujeta al tratamiento forzado de aquellas causas que, que de otra manera, dormirían y, tal vez, no llegarían jamás a sentencia. Lo que significa, si no me equivoco, que el discurso de Klein no lleva tanto a acelerar el proceso civil sino más bien a imponer el tratamiento forzado de las causas que las partes querrían, al menos por el momento, mantener en surplace.
934. Gozaíni, Osvaldo, Problemática actual del Derecho Procesal. Garantismo vs. Activismo, Querétaro, Fundap, 2002, p. 35 y ss.
935. Aunque no es una extensión del principio de legalidad, el poder de investigación sobre la verdad se aumenta con las disposiciones del art. 452 (prueba de oficio) que dice: “El juez podrá disponer de oficio la declaración en el carácter de testigos, de personas mencionadas por las partes en los escritos de constitución del proceso o cuando, según resultare de otras pruebas producidas, tuvieren conocimiento de hechos que puedan gravitar en la decisión de la causa. Asimismo, podrá ordenar que sean examinados nuevamente los ya interrogados, para aclarar sus declaraciones o proceder al careo”.
Aquí la distinción efectuada entre proceso público y proceso privado cobra una significativa trascendencia porque faculta la injerencia del órgano en la continuidad y celeridad del proceso cuando se ventila una cuestión que importa atraer el interés público. Por ejemplo, en los procesos penales y laborales, se privilegia la actividad oficiosa por la naturaleza de la cuestión, desplazando el impulso de los actos hacia el tribunal. En cambio, cuando no existen esas consideraciones sociales, el monopolio de la rapidez en la marcha del juicio reposa en la voluntad exclusiva que las partes dispongan. La iniciativa probatoria no desnaturaliza el principio dispositivo, sino que coexiste con él. En materia probatoria referimos al principio respecto del poder de disposición de los elementos de convicción, sin interesar la relación jurídica procesal. El producto que se obtiene de esta evolución no es político sino de técnica procesal porque facilita alcanzar los resultados axiológicos del proceso sin someterse a los designios interesados de las partes.
El art. 452 faculta al juez a ordenar de oficio las medidas necesarias para el esclarecimiento de los hechos controvertidos, citando a testigos conocidos por vías indirectas (otras pruebas producidas). La facultad del juez no se limita a la citación de personas mencionadas en los escritos de demanda, reconvención, etc., porque se extiende a todas aquellas que podrían tener, conforme a la producción de pruebas en el expediente, conocimiento de los hechos controvertidos, y cuyas declaraciones resulten importantes para la decisión de la causa. El nombre de las personas puede surgir de declaraciones de los testigos, de la absolución de posiciones de las partes, de un dictamen pericial o de cualquier otro medio de prueba producido en el expediente.
936. Montero Aroca, Juan, La nueva Ley de Enjuiciamiento Civil espaúola y la oralidad, op. cit.: “Los sistemas teóricos que se conocen como de prueba legal y de prueba libre no se refieren a la apreciación de la prueba, sino solo a la valoración de la misma, y antes de entrar en su exposición general, y en la adecuación de nuestro ordenamiento procesal civil a ellos, es preciso delimitar su ámbito de aplicación: a) Negativamente hay que diferenciar entre principio de legalidad y prueba legal. Si la actividad procesal responde en general al principio de legalidad, como dispone el artículo 1 de la LEC, una parte de esa actividad, la probatoria, también está sujeta al mismo principio. En este sentido el principio de legalidad determina cuáles son los medios de prueba, de modo que las partes no pueden pedir ni el juez acordar actividad probatoria que no esté prevista en la ley, y cómo tienen que proponerse y practicarse esos medios, con la consecuencia de que la actividad que no se acomode a lo dispuesto en la ley no puede calificarse de verdaderamente probatoria, ni puede servir para declarar probadas afirmaciones de hechos de las partes. b) Positivamente hay que precisar que la valoración de la prueba se refiere a la eficacia probatoria de las fuentes-medios, pero que son reglas legales de valoración tanto aquellas normas que disponen directamente el valor que debe concederse a una fuente-medio, como las que imponen o excluyen alguna fuente-medio para la prueba de un hecho determinado”.
937. CSJN, Fallos: 301:444.
938. SC Buenos Aires, “Alba, Antonia E. y otro c. Municipalidad de Trenque Lauquen”, 27/10/2004, LLBA, 2005 [febrero], 44 RCyS, 2005-VII, 139. La CSJN orienta al afirmar que […]: “A pesar de que debe ser reconocida la trascendencia de las técnicas y principios tendientes a la organización y el desarrollo del proceso, no puede admitirse que dichas formas procesales sean utilizadas mecánicamente, con prescindencia de la finalidad que las inspira y con olvido de la verdad jurídica objetiva, porque ello resulta incompatible con el adecuado servicio de justicia” (Fallos: CIV 073989/2010/CS001 del 18/12/2018). O cuando afirma que […]: “Adolecen de un injustificado rigor formal aquellas sentencias que son fruto de una sobredimensión del instituto de la preclusión procesal al hacerlo extensivo a un ámbito que no hace a su finalidad” (Fallos: 340:979).
939. C. Apel. CAyT Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Sala II, “G.C.B.A. c. Aseguradora Ind. Cía. de Seguros”, 21/08/2001, DJ 2001-3, 941.
940. TS Córdoba, Sala Penal, “Medina, Sergio H. y/u otro”, 05/03/2001, LLC 2001, 1128.