Gordillo, Agustín A. 17-05-2017 - La corrupción como delito de lesa humanidad 01-04-2007 - El Acto Administrativo - Introducción 01-04-2007 - El Acto Administrativo - El Acto Administrativo como parte de la Función Administrativa 01-09-2008 - La Institucionalidad Porteña 01-09-2007 - Palabras de clausura de las “Jornadas sobre Acción de Amparo en la Ciudad de Buenos Aires”
Desde nuestros primeros libros siempre dimos más atención y extensión de páginas al procedimiento administrativo que al judicial, a diferencia de obras extranjeras que hacían lo contrario. Cuando le pregunté a JEAN RIVERO en su visita a la Argentina en 1960 por qué en Francia no le daban importancia al procedimiento administrativo, su respuesta fue rápida: porque acudimos al control del Consejo de Estado.
En la Argentina, en cambio, no acudimos mucho a la justicia, en relación a la cantidad de conflictos existentes. Tampoco en Francia, para ser justos, donde con igual población que en Gran Bretaña resuelven diez veces menos controversias que los tribunales administrativos ingleses. Pero esto no significa que podamos compararnos con Francia, obviamente. Nuestra semejanza, si existe, es más propia del reino de la caricatura, como ya lo hemos recordado más de una vez, a partir de la aguda observación de GUY BRAIBANT que siempre recordamos.
La extrema renuencia tradicional del Poder Judicial argentino a otorgar cautelares o precautelares2 contra la administración, o admitir amparos por cuestiones patrimoniales, deja al individuo inerme e indefenso frente a la perpetración del daño administrativo. La extremadamente limitada cantidad de tribunales a los cuales acudir frente a una hipertrofiada administración y sus concesionarias y licenciatarias, entes desentralizados, empresas, etc., hace de hecho que la justicia sea virtualmente inaccesible como una defensa común del habitante. Es un remedio excepcional, pocas veces destinado al éxito en tiempo útil dentro de la vida limitada del individuo. La justicia que llega al interesado cuando ya está moribundo o peor, muerto, realmente no sirve de consuelo para nadie. Por eso el administrado y su abogado, y el intérprete que procura explicar el sistema, quedan obligados a dedicar una atención desmesurada al trámite ante la administración, único terreno posible donde actuar para defender sus derechos, ya que la justicia en última instancia se desentiende de la cuestión, deserta in limine el campo de batalla de su obligación de tutela.
Para los menos respetuosos de la ley, de ambos bandos,3 es una ocasión única para los actos de corrupción. Para los honestos, es aprender bien los vericuetos del actuar ante la administración, pues no habrá una chance judicial efectiva. De todas maneras, aunque acceda a la instancia judicial, es conocido que el juez toma como principal elemento de juicio el propio expediente administrativo, con lo cual el aporte de prueba y en general el comportamiento procedimental del individuo vuelve a ser fundamental tal como lo haya hecho en sede administrativa y no como pretenda hacerlo en sede judicial. Es necesario así preconstituir la prueba, hacer producción privada de ella e incorporarla al expediente, etc. Todo eso lo estamos explicando con carácter general en este volumen. La Corte Suprema de Justicia de la Nación, en la historia argentina “no tuvo el protagonismo que hubiera sido deseable. Ello fue así o bien porque dio pasos al costado cuando no debió darlos, o bien porque recurrió a construcciones forzadas, a fin de intentar legitimar cosas no legitimables.”4 Pero la sociedad ha logrado que el resto de los tribunales fueran cada vez más ejerciendo control suficiente y adecuado.
2. Distintas formas de procedimiento administrativo[arriba]
Se ha comenzado a postular que los entes reguladores deben ejercer alguna medida de jurisdicción administrativa, pero la CSJN ha destacado con acierto que aún les falta la indispensable independencia del poder central amén de la imparcialidad necesaria, y en todo caso su actuación habrá de estar siempre sujeta a revisión judicial plena, nadie lo discute.1
Con carácter más general, hemos propuesto que toda la actividad administrativa de emisión de actos administrativos sea transferida, desde la emisión del primer acto, a tribunales administrativos independientes, sujetos a control judicial suficiente y adecuado.2 También en el derecho fiscal han nacido y se han desarrollado en muchos países tribunales administrativos que tienen a su cargo —en forma optativa— la resolución de controversias de los contribuyentes con la administración activa y respecto de cuyas decisiones existe ulterior revisión judicial, suficiente y adecuada.3 No hay razón que impida extender la experiencia.
Dejamos ahora de lado la cuestión terminológica, que por nuestra parte preferimos hacer distinguiendo tan sólo control administrativo (sin hablar de la confusa “jurisdicción administrativa sujeta a revisión judicial plena”) y control judicial. Pasemos entonces a la comparación entre los dos sistemas —la revisión por órganos administrativos, incluso aquellos cuya actividad algunos llaman “jurisdiccional administrativa”—4 y la revisión judicial stricto sensu, o sea la efectuada por tribunales imparciales e independientes, separados formalmente de la administración.
No volvemos aquí al tema de si los actos administrativos deben ser juzgados por tribunales judiciales y cuáles en su caso, o por tribunales administrativos:5 el criterio tradicionalista de un país tan poco innovador como el nuestro se inclina por el juzgamiento exclusivo a cargo de tribunales judiciales,6 sin creación de tribunales administrativos. No se crea que no se los quiere por mero capricho: Es un ejercicio deliberado del más crudo poder político, para así retener todo el poder en manos de la autoridad ejecutiva, más libre y más proclive al autoritarismo y a la corrupción. No es pues mero tradicionalismo folklórico. Es un juego de intereses bien consciente y deliberado en el que control deviene inexistente en materia de tribunales administrativos independientes, pues no los hay, y de tribunales judiciales, pues los hay tan pocos como para que no puedan superar el umbral de lo cualicuantitativo: su mínima expresión numérica los hace invisibles para el habitante común. Si a ello le agregamos algunos ocasionales jueces timoratos para otorgar precautelares, celebrar audiencias a las cuales citen a los funcionarios bajo la sanción de multas diarias conminatorias en caso de inasistencia, etc., entonces, ¿qué queda? casi nada, como es obvio, salvo el poder cerril e indómito de una administración cuyo poder está cada vez más concentrado a lo largo de la historia.
Tampoco es parte de este tema el debate acerca de si tales tribunales deben ser los judiciales ordinarios con competencia común, o deben ser tribunales comunes pero con competencia adicional en materia procesal administrativa, o si deben ser tribunales especiales con competencia exclusiva o principal en esta materia.7
3. El nuevo control judicial de los servicios privatizados[arriba]
Ya hemos visto que el control administrativo y el judicial habían adquirido a fines del siglo XX un renovado vigor con la aparición de los servicios públicos en manos de prestadores privados, con lo que parece conveniente hacer un balance comparativo de ambos medios de control. Quizás esta comparación, más lo que hemos dicho en el cap. XIII sobre los límites que se autoimpone la justicia en la defensa de los derechos individuales, sirva de explicación para la desproporción de asuntos que terminan en sede administrativa y los que acceden a la revisión judicial. El Poder Judicial de la Nación se está de tal modo erosionando a sí mismo y con él arrastrando al Estado de derecho. La irrupción de los prestadores privados de servicios públicos, tan fuerte en las postrimerías del siglo XX y tan detenida y con fuertes indicios de reversión a comienzos del siglo XXI en la Argentina, aumentó el grado de litigiosidad de los usuarios afectados y dio lugar a una importante legitimación para actuar en justicia, acorde al art. 43 de la Constitución nacional. Permitió también extender los efectos de la cosa juzgada a toda la comunidad o sectores de ella.1 Pero el panorama frente a la administración nacional no ha cambiado.
4. Algunas limitaciones comunes al procedimiento administrativo y proceso judicial[arriba]
Existen algunas limitaciones al funcionamiento de los controles, tanto administrativos como judiciales, que hasta ahora no se han podido evitar en forma sistemática. Pues el mero hecho de que sean objetivamente comparables, ya dice mucho del estado de indefensión de los habitantes.
4.1. Lentitud
En primer lugar, la lentitud del proceso desde que se inicia con el recurso o acción del particular hasta que se dicta sentencia definitiva. Incluso en el Consejo de Estado francés “tres o cuatro años entre la decisión y su anulación se deslizan la mayor parte del tiempo, lo que quita toda eficacia práctica a la medida tomada. Es cierto que existe la posibilidad para el Consejo de Estado de ordenar la suspensión de la ejecución [...] pero de hecho, la suspensión es una medida excepcional que el Consejo de Estado no toma sino raramente.”1 Más o menos lo mismo puede decirse en la generalidad de los países de América latina, tanto de los tribunales judiciales como de la administración.2
Nuestros tribunales a veces fueron adversos a los remedios judiciales rápidos. En sus fallos recomendaban acudir al juicio ordinario, que puede significar diez o quince años de pleito, como cuestión normal, pero también veinticinco o treinta sin que con ello entren en un libro Guinnes de los tribunales argentinos. Hay tantos casos de esa magnitud que difícilmente se pueda encontrar un abogado de edad avanzada que no tenga sus propios casos que agregar al anecdotario colectivo.
Estamos hablando, no se olvide, de juicios contra el Estado. Un Estado que nadie vacilará en llamar autoritario, corrupto, ineficiente, contradictorio, de constante obrar de mala fe... ¿Qué peras podían esperarse de ese olmo? Pero esa culpa no habrán de sobrellevarla y compartirla solamente todos los jueces y tribunales que, ante un caso de injusticia, opten por el clásico ¡Olé! y prefieran escurrir el bulto a la embestida de la injusticia y la arbitrariedad. La culpa es también de la sociedad cuando no denuncia estos hechos, cuando tolera en silencio estas injusticias y estas privaciones de justicia. Eso somos pues todos nosotros, los justiciables. Si guardamos silencio, somos tan cómplices como el mismo poder.
4.2. La lentitud del juicio ordinario —la elección preferida por el Poder Judicial— y la inutilización del amparo y medidas cautelares, tornan inexistente el servicio de justicia
Veamos un caso concreto: en una licitación pública se previeron dos sobres, A y B. El sobre B no lo presentaban sino quienes hubiesen sido calificados en el sobre A. Sobre tres consorcios internacionales oferentes, dos de ellos fueron descalificados por razones formales, pues existía corrupción en el órgano administrativo. La forma supuestamente incumplida es la hipócrita y falsa alegación tradicional para excluir al oferente que aportaba un posible precio independiente. La justicia rechazó el amparo in limine litis.3
4.3. Eficacia
En segundo lugar, difícilmente en materia administrativa el órgano de control jurisdiccional se ocupará de asegurar el cumplimiento de su acto y es dudoso que tenga la potestad para hacerla efectiva en los hechos, sin una fuerte voluntad y un fuerte empeño, en contra de la voluntad del órgano administrativo.4 No son cosas que se dan naturalmente. La administración no cumple “naturalmente” con las órdenes judiciales: necesita de toda la presión del órgano judicial para, eventualmente, doblegarse ante la sentencia. Esa es nuestra realidad.
En el caso de los tribunales judiciales no cabe dudar en el plano constitucional y legal que ellos tienen las más amplias facultades para ordenar a la administración el pleno e irrestricto cumplimiento de sus sentencias; pero la práctica enseña que en las cuestiones administrativas la morosidad administrativa en el cumplimiento de la sentencia judicial, o el parcial o ineficaz cumplimiento de la sentencia, o la creación de nuevas situaciones administrativas que de hecho indirectamente desconocen lo antes resuelto por la justicia, no siempre es encarado con vigor y eficacia por los tribunales.
La sentencia no termina el problema, aunque brinda la base moral necesaria para luego concluirlo en la práctica con la administración. El pronunciamiento que anula un acto administrativo puede ser desoído y sobre todo la administración puede no cumplir con todas las conclusiones que son consecuencia razonada del fallo,5 lo que hace que su autoridad sea fundamentalmente moral; ello no lo torna en modo alguno ineficaz, pero sí menos eficaz de lo que teóricamente podría esperarse. Las normas legislativas de los últimos años, entre las suspensiones de juicios contra el Estado6 y la metodología larga y compleja de ejecución de sentencias de condena pecuniaria, no son sino otro dato de lo difícil que es ejecutar una sentencia judicial. La tentación7 de la corrupción en sede administrativa es así mayor. Los tribunales, cuando les llega la impugnación por la suspensión de juicios, encuentran que el plazo de suspensión ya feneció y omiten así pronunciarse supuestamente “en abstracto.”8 El círculo de la privación de justicia queda cerrado para ser utilizado en la próxima ocasión. La trampa es perfecta para tornar inútil la tutela judicial.
4.4. Reparación
En tercer lugar, salvo en los asuntos puramente pecuniarios en los cuales exista una medida cierta del perjuicio material sufrido por un individuo, no puede esperarse demasiado de una indemnización por daño moral, puesto que “el perjuicio que causa a los ciudadanos, la privación de una libertad no es sino moral; qué indemnización sino simbólica podría reclamar el ciudadano que no ha podido asistir a una ceremonia religiosa, a una reunión política, que no ha podido comprar su periódico habitual o ver un film que la crítica le recomendaba [...] la indemnización a las víctimas de violaciones a las libertades no tiene alcance disuasivo.”9
4.5. Influencias subjetivas y objetivas
En cuarto lugar, dado que tanto magistrados judiciales como funcionarios administrativos son seres humanos, es obvio e inevitable que sus respectivas creencias, sensibilidades, personalidades y orientaciones jurídico-políticas hayan de influir sus pronunciamientos y que ellos hayan de ser influenciados a su vez por las circunstancias y el tiempo en que les toca desarrollar su función. P. ej., quienes tengan una formación de derecho administrativo que ponga más énfasis en la autoridad, encontrarán campo más propicio para el desenvolvimiento y aplicación de sus convicciones en gobiernos autoritarios. A la inversa, quienes tengan una formación con mayor énfasis en la protección de la libertad individual frente a la administración, encontrarán ámbitos más naturales para el desarrollo de sus principios en gobiernos democráticos y les será más difícil hacerlo en gobiernos autoritarios. El medio ambiente político ayuda al control, si es democrático.
4.6. Prerrogativas y limitaciones
Las notas salientes para distinguir los órganos de control administrativo de los tribunales judiciales están dadas por aspectos formales y protocolares y desde luego también de fondo. Los funcionarios pueden llegar a tener mucha imparcialidad y algún grado de independencia, pero en tanto no se trate de entes reguladores creados bajo dependencia del Poder Legislativo, dotados de estabilidad o al menos una razonable permanencia en el cargo que exceda de una o dos administraciones centrales y con clara independencia del poder administrador (lo que excluye la posibilidad de avocación, alzada, intervención, remoción, etc.), su condición personal no es la de órgano imparcial e independiente que justifique hablar de jurisdicción. Los miembros de los órganos administrativos, incluso de los organizados bajo la forma de tribunales administrativos, no integran el Poder Judicial y no tienen las prerrogativas de los magistrados judiciales,10 e incluso su status social y su ingreso, pueden ser comparativamente menores.
En cuanto a sus atribuciones procesales, carecen de las facultades de imperio de la justicia y no tienen la executio de sus actos.11 Tienen en cambio la facultad de hacer lobby para lograr que sus actos se cumplan, algo que es impensable en el ámbito judicial.12 Existen también obvias diferencias protocolares: los magistrados están obligados por normas sociales a una importante serie de limitaciones que conforman su independencia, entre otras cosas, a través de su reticencia y discreción.
A su vez, los magistrados judiciales tienen normas referidas al decoro judicial, a la limitada aparición de los jueces en medios de comunicación de masas (entrevistas periodísticas, conferencias de prensa, etc., aunque algunos jueces optan por hacer docencia televisiva). A ello se agregaba antaño una limitada actividad docente; pero esto ha cambiado en nuestros días y parece, hoy al menos, una necesaria interacción con la comunidad cultural. En otro aspecto, no sería bien visto el tiempo mismo de relación y grado de frecuentación que un magistrado tenga con funcionarios administrativos; p. ej., con aquellos mismos a los cuales tiene la función de controlar. No se imagina uno a un magistrado asistiendo sino excepcionalmente a reuniones administrativas, discutiendo con funcionarios públicos en los despachos de estos, etc., salvo que se trate de medidas judiciales para mejor proveer.
Sin perjuicio de que las potestades judiciales aparecen prima facie como robustecedoras de la autoridad de decisión, cada uno en su materia, de los magistrados judiciales en comparación a los funcionarios públicos, es necesario también destacar algunas peculiaridades del desempeño concreto de sus funciones. Desde el punto de vista de las facultades sustanciales de un órgano administrativo en comparación a uno judicial es frecuente encontrar, en la doctrina o en la jurisprudencia, la tesis de que el tribunal judicial está limitado en cuanto a sus potestades revisoras respecto de los actos administrativos.
Según los casos se dirá que puede anular los actos que repute inválidos, pero que no puede reformarlos o sustituirlos,1 que no puede tampoco emitir un acto administrativo nuevo, o realizar siquiera la conversión de uno parcialmente inválido.2 Esta limitación a la potestad judicial, que muchos autores consideran una forma de garantizar a la inversa la división de los poderes, de tutelar a la administración frente a una “excesiva” injerencia judicial, opera en verdad, claramente, en contra de la eficacia de tales tribunales para brindar respuesta eficaz y justa a los individuos que recurren a ellos en busca de justicia. Pues sabido es que raramente una cuestión se presentará nítida en blanco y negro que haga fácil al tribunal optar por la validez o la invalidez, lisa y llana, del acto impugnado.
La más de la veces la cuestión aparece llena de matices y zonas grises, en las cuales el observador medio se verá con frecuencia inclinado a pensar que la solución justa es en algún modo intermedia: ni sostener el acto impugnado, tal como él está, ni tampoco invalidarlo totalmente. La solución práctica que a criterio del observador sería en tal caso justa es así intuitivamente la reforma o sustitución del acto. Dado que el tribunal judicial no lo suele hacer en forma normal —sí excepcionalmente— es posible entonces que opte por el rechazo de la acción inclinándose ante la presunción de legitimidad del acto administrativo, por su íntima falta de convicción de la total invalidez de la medida, aunque ello importe olvidar que tal presunción es solamente una relevatio ad onere agendi, no una relevatio ad onere probandi.3
Por contraste, el órgano administrativo en el desempeño de su función de control emplea una latitud mayor que aquella que utiliza el tribunal judicial: no habrá lesión que a nadie se le ocurra invocar del principio de la separación de los poderes, en perjuicio de la administración actuante, si modifica o sustituye el acto. Y si en algún caso el sistema legal no le permite a él mismo emitir el acto, ello puede no excluir que en todo caso emita una orden, o una especie de orden, o un mero consejo o dictamen, o realice una gestión informal, en el sentido de que lo que conviene hacer, lo que debe hacer la administración activa, es tal o cual acto y no el anterior impugnado ante sus estrados. Nada de eso puede normalmente hacer el tribunal judicial.
5.2. El control de mérito o conveniencia
A más de la diferencia expuesta en cuanto a potestades de los órganos administrativos y judiciales, cabe recordar aquella clásica según la cual los tribunales judiciales sólo pueden pronunciarse sobre la legitimidad de la conducta administrativa, en tanto que los órganos administrativos revisores pueden apreciar tanto la legitimidad como la oportunidad de los actos recurridos.4
Algunos tribunales administrativos muestran una tendencia a considerarse a su vez tribunales “de derecho”5 y asimilarse a los tribunales judiciales en tantos aspectos como sea posible;6 pero de todos modos tienen mayor margen de posibilidad teórica y práctica de pronunciarse sobre la conveniencia o inconveniencia de la conducta administrativa,7 en tanto que los jueces por principio no pueden hacerlo salvo que lo encuadren dentro de principios jurídicos elásticos como la razonabilidad, el standard,8 etc.
No sólo con órganos administrativos podemos corregir la falencia de controles de oportunidad o mérito; la participación ciudadana9 es asimismo fundamental como elemento de control del poder: específicamente control de conveniencia u oportunidad.10 También el Defensor del Pueblo lo es,11 desde luego, aunque en nuestro país es una magistratura del Poder Legislativo y no un órgano administrativo. Hace falta, pues, un esfuerzo concertado y sistemático para lograr dar vida a un sistema de control de la conveniencia de la conducta administrativa.
5.3. La posibilidad de aconsejar
Si bien de hecho nada impide a un tribunal judicial en el acto de dictar sentencia hacer consideraciones sobre lo que a su juicio sería conveniente que hiciera la administración, ello sólo ocurre cuando la justicia encuentra flagrantes vicios o errores. De algún modo es normal que el Juez se limite a resolver en derecho el caso litigioso, sin pronunciarse sobre otros aspectos de política administrativa que el caso le sugiera.12 Un organismo administrativo podría en cambio considerar más fácil efectuar reflexiones de aquella índole cuando lo crea conveniente. Incluso puede la ley asignarle en forma expresa funciones consultivas, además de las funciones decisorias que le atribuya.
En una buena cantidad de supuestos importa no sólo y no tanto la irregularidad que se haya cometido en el caso concreto sometido a decisión jurisdiccional, sino fundamentalmente detectar —y corregir— la causa por la cual dicha irregularidad haya podido ser cometida, la disfuncionalidad genérica y sistemática que ha producido el hecho concreto.
Si la causa de una irregularidad es simplemente el error o la venalidad de un funcionario concreto, ello es mucho menos grave que cuando lo es un sistema administrativo dado, una reglamentación vigente, una práctica inveterada, una creencia equivocada de la administración: pues, en todos estos casos, al no corregirse en el pronunciamiento la causa que permitió que el error o la irregularidad ocurriera, se está de hecho permitiendo la infinita repetición del vicio con el consiguiente desgaste jurisdiccional, administrativo y privado, por no destacar el grave daño a la sociedad que tales irregularidades ocasionan.
Dado que a veces la causa de que se haya emitido un acto inválido o se haya realizado una conducta reprochable no es la ignorancia o malicia del funcionario actuante, sino un procedimiento errado o inválido que se ha aplicado en el caso, es de fundamental importancia que el órgano de control pueda y, más todavía, deba sugerir o incluso disponer tantos cambios normativos como fueren necesarios en sede administrativa. Ello, como es lógico, más lo puede hacer un órgano o tribunal administrativo que uno judicial.
6. El rol de tribunal. Imagen en la opinión pública y su efecto sobre las potestades reales[arriba]
6.1. El rol
Debe también mencionarse como dato de importancia que en la opinión pública de casi todos los países se identifica al tribunal judicial como el órgano por excelencia de control del gobierno y en cambio se percibe a los procedimientos y órganos administrativos como una parte integrante de ese gran cuerpo amorfo e inorgánico que es la administración pública.
Socialmente es elemento de prestigio integrar el Poder Judicial y no lo es en igual medida integrar un órgano de control administrativo: para la opinión pública no informada, la prensa, la televisión, etc., sus miembros, son, en definitiva, parte de la administración pública.
Ello significa, entre otras cosas, que al estar menos inmunes a las influencias y presiones del medio de lo que formalmente está el Poder Judicial, pueden también recibir argumentaciones y puntos de vista constantes y fluidos tanto de los propios sectores administrativos interesados como de los particulares afectados. Los particulares acuden sin ninguna inhibición a peticionar y tratar de convencer a los funcionarios, buscar soluciones intermedias, etc. En cambio en el ámbito judicial, si bien existe un apreciable margen para el “alegato de oreja,” no se lo puede hacer con la misma frecuencia ni intensidad y hasta libertad con que se procede ante la administración. Ciertamente hay letrados menos inhibidos que otros y magistrados de divergente actitud en la materia. La fluidez posible de las comunicaciones, sin la formalización más estricta del proceso judicial, sirve a su vez a la posible búsqueda de soluciones que en mayor medida puedan satisfacer los intereses de ambas partes. Por lo tanto, el órgano administrativo tiene un margen más cómodo para intentar informalmente averiguar la verdad material y no sólo formal de los hechos sometidos a su decisión, de informarse más adecuadamente de las políticas generales que el gobierno trata de seguir en la materia y de indagar cómo mejor se puede adecuar a tales políticas generales una decisión justa en el caso particular; de cómo se puede armonizar el interés de la administración con el derecho del particular.
Estas cuestiones también, sin duda, están presentes en el ánimo judicial, pero al no poder expresarse pública y fácilmente, al no poder de hecho tampoco traducirse en argumentos formales del fallo,1 son más difíciles de manejar por parte del magistrado judicial. Y ciertamente que un Juez no podría sin desmedro a su decoro, recato y prestigio, andar reuniéndose con funcionarios públicos para tratar de hallar una verdadera solución al problema, ni andar preguntando a la gente qué piensa sobre tal o cual asunto sometido a su decisión. Todo eso, en mayor medida que el Juez, sí lo puede hacer el funcionario público. Y es precisamente esa mayor libertad informal de reunirse, discutir, averiguar, informarse, debatir, conciliar, lo que le permite entonces en mayor grado encontrar, o tratar de encontrar, soluciones que den respuesta al anhelo de justicia del administrado sin perturbar innecesariamente las políticas generales del Estado.2
6.2. La percepción pública
A ello cabe unir un segundo elemento de fundamental importancia práctica: para la opinión pública no informada y hasta para la informada, el tribunal judicial es cuanto menos un “adversario” de la administración y puede hasta ser su “enemigo,”3 más a veces que el propio enemigo o adversario verdadero. Un tribunal demasiado progubernamental es rápidamente descalificado como carente de suficiente imparcialidad e independencia. El tribunal u órgano administrativo, en cambio, para esa misma opinión pública no informada, es un “colaborador” de la administración, un arbitrador o componedor entre ella y el quejoso, raramente un adversario del gobierno y jamás un enemigo. No importa mucho que estos estereotipos sean ciertos o no; no importa que se puedan citar casos de tribunales judiciales complacientes y hasta serviles al poder y en cambio entes reguladores o tribunales administrativos valientes y severos con la administración o sus cómplices. Lo que importa, porque ello determina su amplitud de movimiento, es cómo los percibe la opinión pública. El tribunal judicial, que asegura su independencia a través de su distancia de la administración, no puede por ello actuar como componedor o arbitrador; el tribunal administrativo o ente regulador, por su mayor proximidad a la administración, puede buscar soluciones conciliadoras.
7. La repercusión periodística de sus pronunciamientos. El manejo de los tiempos. La oportunidad de la publicidad[arriba]
Dado que esa opinión pública los percibe a los unos como adversarios y no así a los otros, sus respectivas sentencias o pronunciamientos son recibidos de muy distinto modo por la prensa: una sentencia judicial adversa a la administración pública necesariamente tiene repercusión periodística y constituye entonces un motivo de embarazo para ella; un pronunciamiento adverso de un tribunal administrativo u órgano administrativo de control no es digno en cambio de especial mención periodística. Por lo demás y dada la saludable vigencia judicial del principio de publicidad de los actos estatales, a nadie se le ocurriría ocultar o retacear al conocimiento del público una sentencia que ha sido dictada en materia administrativa. En cambio al tribunal administrativo u órgano o autoridad administrativa independiente, por estar en alguna medida comprendido dentro del rol aparente de integrar o ser parte de la administración, le es más fácil en los asuntos sometidos a su juzgamiento evitar la inmediata repercusión periodística. Le es más fácil disponer durante un lapso que sólo las partes tengan acceso a sus pronunciamientos, por lo menos en lo inmediato y mientras la cuestión política que exista es todavía álgida y puede, por lo tanto, provocar repercusiones de esa índole.1
Una vez pasado el momento álgido, lo cual nunca lleva demasiado tiempo, ya puede el pronunciamiento cómodamente conocerse, que no tendrá repercusión política ni periodística digna de mención. En cuanto a las partes, si el pronunciamiento les es favorable, no serán inteligentemente las más interesadas en dar conocimiento público a la sentencia, máxime si saben que con ello pueden todavía tener algún grado de menor eficacia del acto, por cuanto el cumplimiento último del mismo siempre estará, una vez más, en manos de la administración pública controlada.
¿Significa todo esto que en verdad el tribunal judicial tiene más o menos atribuciones que el tribunal u órgano o agencia administrativa para resolver? Si analizamos el fondo de las potestades, en que para muchos el tribunal judicial no puede reformar o sustituir actos administrativos y si le sumamos el aspecto práctico de que más costo político para quien la emite tiene una sentencia adversa judicial que una administrativa (y, por lo tanto, hay menos margen de esa índole para el magistrado judicial que para el administrativo), en verdad cabe preguntarse si es en el conjunto más poderoso, en lo que al justiciable individual respecta, el órgano o agencia administrativa que el judicial. La respuesta tampoco aquí puede estar en blancos y negros. Probablemente la más adecuada es que el individuo necesita tanto unos como otros órganos de control de la administración, para recurrir según las circunstancias a unos u otros, o a unos y otros sucesivamente y sin perjuicio de los mecanismos de control que también complementan a éstos, como es el caso del Ombudsman.
En cuanto a la opinión pública los órganos o agencias administrativas, por la falta de publicidad de sus decisiones, tienen mayor margen real para discrepar con la administración; en los tribunales judiciales, si bien la publicidad de sus sentencias, es sana por muchos otros motivos, de hecho opera autolimitando al tribunal en su margen real y práctico de control. Pero en ambos casos, ni el magistrado judicial ni el administrativo pueden dirigirse a la opinión pública expresamente o intentar manejarla. En cambio el Ombudsman puede y de hecho lo hace, tratar de persuadir e influenciar a la administración, entre otros medios, a través del manejo de la opinión pública y la prensa en general, actuando no sólo como arbitrador, sino también como crítico y como innovador.
8. El momento oportuno de dictar el pronunciamiento. La política temporal del control jurisdiccional[arriba]
El manejo del tiempo también es y puede ser distinto en uno y otro ámbito. En el ámbito judicial stricto sensu, el rigor de las normas procesales implica que, de cumplirlas, el Juez no tiene potestad alguna para merituar la oportunidad en la cual debe dictar sentencia. Simplemente, debería dictarla dentro de los plazos breves y limitados que le fija el Código, una vez cumplidos los actos procesales previos que también éste determina. A pesar de ello, el observador sagaz advierte con frecuencia cómo pronunciamientos judiciales adversos a la administración tienen una curiosa tendencia a producirse después que ha cesado en sus funciones el funcionario o el gobierno autor de los actos impugnados. Pero, en cualquier caso, lo cierto es que el Juez sólo con dificultad puede intentar, si lo hace, algún ejercicio prudente de discreción política en cuanto al momento o tiempo en que dicta su sentencia. En este tema de la prudencia política en cuanto al momento en que la sentencia judicial o administrativa es pronunciada, también el Consejo de Estado francés ha acuñado de hecho toda una propia política temporal de control jurisdiccional. Y se ha dicho así evaluando el control del Consejo de Estado en materia, p. ej., de prohibiciones administrativas al derecho de reunión, que “El alcance de su intervención no debe ser despreciado ni exagerado [...] Sus decisiones [...] pierden una gran parte de su valor cuando ocurren varios años después de la medida de prohibición: la situación puede haber evolucionado profundamente en el ínterin y el perjuicio político y moral sufrido por los organizadores de la reunión no es en nada atenuado por la anulación platónica y tardía de una prohibición que ha surtido todos sus efectos; sólo una decisión del Juez ordenando la suspensión de la ejecución de la decisión impugnada podría reforzar eficazmente el control en esta materia. El valor de la jurisprudencia del Consejo de Estado, relativa a la libertad de reunión, vale entonces menos por sus efectos prácticos en cada caso que por las afirmaciones de principio que ella importa y recuerda.”1
Claro está que una cosa es prudencia política en momentos especialmente tensos o agitados sobre determinado tema en la opinión pública y otra muy distinta es una general morosidad que haga que todo pronunciamiento sea necesariamente “platónico y tardío.” No ha de llegarse quizá al extremo de que “el funcionario autor del acto ilegal, de hecho, no está jamás inquieto personalmente. Cuando llegue la sanción, él habrá probablemente dejado su puesto por uno más elevado. La decisión del Consejo de Estado no le alcanzará —si aun la llega a conocer—; ella no alcanzará tampoco a su sucesor, extraño a lo que ha ocurrido antes que él.”2 Sin llegar, pues, a estos extremos, cabe observar que el tribunal, órgano o agencia administrativa tiene más posibilidad que el judicial de tener prudencia política en cuanto al momento en que toma su decisión, en caso de ser ella anulatoria en asuntos de repercusión inmediata en la prensa; ello le permite entonces mayor latitud para ejercer el control.
9. La discreción política del control jurisdiccional[arriba]
Hasta cabe pensar que tanto los administrados como la administración esperan de este tipo de control el indispensable ejercicio de un alto grado de discreción en evaluar el impacto ante la opinión pública de qué resuelven, cómo y de qué forma lo hacen. No se le pide desde el poder que dicte todas las sentencias favorables a la administración, sino que cuando las dicte desfavorables, trate de minimizarle la repercusión política. Cumplida la condición esencial de que su pronunciamiento no ocasione un revuelo político ni tenga repercusión en la opinión pública, asegurada en cuanto esté a su alcance la paz política del gobierno mediante la discreción o el silencio en el momento en que el tema tiene virtualidad política, nadie en verdad le pedirá demasiadas cuentas al tribunal, u órgano o agencia administrativa, si su decisión concreta no se consustancia con el anhelo que la administración tenía en cuanto al fondo.
Es que para los gobiernos con mucha frecuencia puede llegar a tener más importancia la repercusión de una sentencia que el fondo de la misma, pues es la primera la que puede costarle su propia estabilidad o continuidad. Jamás la segunda si pasa desapercibida. Un ministro o Jefe de Gabinete no cae por perder contiendas en sede administrativa o judicial. Sí puede caer, o perder una elección, por escándalo o vilipendio público, por escarnio, por bochorno, por traspiés políticos, por desprecio a la opinión pública. Una sentencia adversa que no ocasione un traspié político al gobierno de turno, no es asunto grave aunque contraríe su posición en un asunto sustancialmente importante.
Si para el gobierno es importante tal o cual cuestión concreta en cuanto al fondo, mucho más importante e incluso absolutamente vital es que esa cuestión de fondo (u otra cualquiera intrascendente) amenace su estabilidad. Un gobierno desestabilizado, incluso por una cuestión trivial, no tendrá ya tiempo ni posibilidad de encarar cuestiones de fondo; un gobierno que no ve amenazada su estabilidad ni su prestigio no se preocupará demasiado de que en alguna cuestión, aunque sea importante, le contraríen o de hecho le impidan la concreción de un propósito determinado.
De donde podría formularse la conclusión tentativa de que en materia de control de la administración pública por parte de órganos administrativos o tribunales judiciales, lo que incide más para limitar al órgano de control es la oportunidad política del pronunciamiento, antes que su eventual fondo adverso a la administración y favorable al particular. Va de suyo que los jueces también tiene que analizar su propia estabilidad en el cargo. Pues cuando se aproximan los cambios de gobierno saben que su desempeño estará sometido a renovado escrutinio y también cuando un gobierno está muy fuerte las presiones en su contra pueden ser poderosas.1
Debe igualmente evaluarse el costo de la función de control, sea ella realizada en sede judicial o ante órganos administrativos. Es un lugar común que en materia judicial existe regulación de costas, que las costas se imponen al vencido1 y que son una proporción determinada por la ley —entre mínimos y máximos— del monto de la cuestión debatida. Quien piensa iniciar un juicio, si es prudente, debe calcular las costas que deberá pagar si pierde,2 empezando por el impuesto o tasa de justicia nada más que para iniciar el juicio, problema que la administración no tiene.3 Y si a esto le sumamos que lo que el particular considera es un juicio contra la administración, en el que factores políticos pueden jugarle en forma adversa sin perjuicio de las dificultades que puede tener su propio planteo de por sí, entonces su costo parece potenciarse. Iniciar un juicio en aguas más procelosas que las civiles o comerciales, con mayor riesgo, por tanto, de eventualmente perderlo con costas, puede ser y usualmente es un poderoso elemento de disuasión a su ánimo de procurar justicia. Actuar ante un órgano administrativo elimina el fantasma de las “costas a su cargo” que debe contemplar todo aquel que tiene pensado cuestionar un pronunciamiento administrativo. Siempre está la esperanza, también, del cambio de vientos políticos, un cambio de orientación administrativa, etc.
El mayor margen de actividad instructoria que el órgano administrativo puede realizar de oficio, mediante pedidos de informes a las oficinas administrativas,4 también puede reducir y hasta eliminar las costosas pericias judiciales.
Asimismo la mayor posibilidad que el órgano administrativo tiene de no optar entre validez o invalidez del acto, sino pronunciarse por su reforma o sustitución, le da paralelamente mayor posibilidad de disponer que las costas sean en el orden causado que imponérselas a un hipotético vencido.5
Un tribunal judicial necesariamente debe concluir su sentencia con una clara definición de qué le da a quién. Quién ganó y quién perdió; incluso la tradicional condena en costas supone que debe haber un claro vencido y un claro vencedor.
A la inversa, los dictámenes letrados de los funcionarios de la administración pública, cuando consideran que algo de razón le asiste al particular, no suelen ser ejemplos de asertividad; antes bien, suelen dejar abiertas varias alternativas a quien debe resolver, o aconsejar una línea general de conducta, pero sin determinar el camino exacto que debe escogerse para obrar conforme a derecho. El asesor usualmente no señala entonces una solución, sino que apunta al menos dos y a veces más. Por supuesto el funcionario que decide, emitiendo el acto administrativo, debe necesariamente adoptar una sóla decisión, clara y concreta.
Ese método consultivo previo a la decisión, si bien carece de la aparente virtud de la asertividad, de lo categórico, claro y concreto y adolece entonces del defecto de la vaguedad e imprecisión, tiene con todo la virtud realista de brindar posibilidades más ciertas de solución al administrado, en cuanto le permite conciliar su posición con la de la administración, jugar con alguna de las vías de solución que son posibles y que a su vez son potables políticamente para el gobierno. La flexibilidad de un pronunciamiento consultivo favorable en sus lineamientos generales al particular supone una posibilidad mayor de solución del conflicto en sede administrativa; permite también a la administración rectificar válidamente su conducta como si lo hiciera por propia iniciativa, lo cual en muchos casos ayuda a que efectivamente lo haga.
Cuando administración y administrado han llegado a los estrados judiciales, las respectivas posiciones han quedado, por fuerza de las circunstancias, demasiado nítidamente definidas. Ya no hay retroceso, ya no hay posibilidad práctica de avenimiento amistoso, transacción o arreglo alguno.
La inercia administrativa hace que raramente funcionario alguno de la administración activa tenga interés en considerar un eventual arreglo. “Que ahora lo decida la justicia” es la actitud más corriente y más cómoda en tales casos. En cambio, cuando la cuestión está todavía en sede administrativa, deja siempre abierta la puerta de la negociación y del diálogo, con su posibilidad eventual de entendimiento. Muchos administrados no desean romper el diálogo o las negociaciones con una administración a la cual deben volver por otros temas y necesariamente seguir vinculados. La experiencia les indica que puede convenirles no iniciar acciones ante los tribunales hasta que no estén cerrados todos los caminos con la administración. La mayor posibilidad de avenimiento y el hecho de poder mantener un diálogo y una comunicación fluida a pesar del diferendo, hará que más cantidad de administrados intenten la defensa de sus derechos ante órganos administrativos que los que lo harían ante tribunales judiciales. Sólo deberán tener presente que el recurso deben interponerlo en plazo, para no perder tampoco la vía judicial, como lo postula alguna jurisprudencia (Gorordo y Romero).1
En el control judicial se conoce por lo menos quién va a suscribir la decisión final y también puede llegar a conocerse quién la prepara; los cambios de funcionarios y magistrados son escasos en el corto plazo, aunque menos en el largo plazo. En el trámite administrativo intervienen muchos funcionarios, tanto consultivos como decisorios, de diferentes niveles jerárquicos, cuya movilidad es mayor que la que presentan los funcionarios judiciales. Un cambio ministerial, que suele ser relativamente frecuente, puede alterar todo el sentido de un procedimiento administrativo y obligar a reiniciar tratativas, con otros funcionarios o con los mismos, pero ya actuando bajo nuevas y distintas instrucciones. El cambio del juez en el curso de un juicio no altera su tramitación.
El proceso judicial tiene reglas de caducidad de instancia, como marcan los arts. 310 y ss. del CPCCN; las del procedimiento administrativo son sumamente flexibles a tenor del art. 1º inc. e) ap. 9. del decreto-ley 19.549/72.1
El desistimiento del recurrente no libera a la administración de su obligación de resolver (art. 70 del decreto reglamentario), pero en el ámbito judicial pone fin al proceso, salvo en materia de acciones ejercidas por asociaciones en virtud de la ley de defensa del usuario y del consumidor, en que el ministerio público debe seguirlas. Dispone el art. 52 que “En caso de desistimiento o abandono de la acción de las referidas asociaciones legitimadas, la titularidad activa será asumida por el ministerio público.”
Los menores adultos no emancipados tienen capacidad en el procedimiento administrativo, lo que no ocurre en el ámbito judicial.2 El patrocinio letrado es obligatorio en sede judicial y puede actuar como apoderado solamente un abogado o procurador de la matrícula; en el procedimiento administrativo no es necesario el patrocinio y cualquier persona hábil puede actuar como representante, existiendo incluso casos de representación presunta, como explicamos en el t. 4.3 También las formas de acreditar la representación son más numerosas, sencillas y flexibles ante la administración que ante la justicia.
Por fin, la legitimación es históricamente más amplia en sede administrativa,4 aunque esta regla cambia con la admisión constitucional de los derechos de incidencia colectiva (tutela del medio ambiente, la salud, la tutela de la legalidad objetiva, etc.), como lo explicamos en el cap. III.
14. El control de la administración pública: la causación circular en el desarrollo cultural y político[arriba]
Con todo lo expuesto nos acercamos finalmente al meollo de la cuestión. El observador de un país desarrollado podría razonablemente preguntarse qué importancia real tiene, en definitiva, que haya uno u otro medio de control de la administración, con tal que sea efectivo; y podría señalar cómo funcionan adecuadamente sistemas tan diversos como el inglés y el francés, para no tomar sino dos ejemplos clásicos. Con esa perspectiva, bien podría decirse que da exactamente lo mismo instituir tribunales al estilo francés o al estilo inglés, o en cualquiera de las otras variantes conocidas, pues todas pueden andar bien. O todas ser insuficientes.
Así como los economistas hablan de un círculo vicioso de la pobreza y de su causación circular, así también hay un círculo vicioso cultural y conceptual, una causación circular del atraso político. Puesto que no hay suficiente desarrollo político, adecuada conciencia ciudadana, significativa responsabilidad y solidaridad social, sentido profundo de identidad nacional, una democracia auténtica, fuerte y estable, etc., entonces los diferentes medios e instituciones de contralor existentes no siempre responden cabalmente al fin para el cual han sido concebidos y se transforman fácil y rápidamente, en algunos países, en mecanismos de control formales o formalizados, que a veces no pueden llegar al fondo y a la causa de los problemas que les toca enfrentar, pues a su vez no cuentan con el suficiente apoyo, conciencia, responsabilidad y solidaridad de los ciudadanos, etc., que les permita cambiar y hacer cambiar. Al no poder hacerlo, son entonces parte del círculo vicioso en el cual otros individuos que podrían querer contribuir al cambio social y político se desaniman o se tornan descreídos. Ello hace otra vez que sea más difícil lograr la conciencia ciudadana de que hay posibilidades de progreso político e institucional y que debe intentarse conseguirlo y así sucesivamente.
Ahora bien, así como los economistas no han logrado llevar a la realidad las teorías sobre el despegue económico, así también parece inútil hacerse ilusiones sobre un despegue cultural o político. El cambio sólo vendrá por vía de la evolución del pensamiento político y administrativo, de la creación lenta y progresiva de una conciencia colectiva de cuáles son los males de la sociedad y cuáles las vías de solución.
En materia de control de la administración pública, el tema es en el fondo el mismo en diversas manifestaciones. Hemos visto en otra parte que la falta de participación ciudadana en la administración implica inexistencia de control social sobre la vida pública;1 vemos también que el propio aparato administrativo del Estado no puede controlarse a sí mismo y que sólo la justicia puede ponerle coto legitimando los derechos constitucionales de incidencia colectiva.2 La discusión sobre si efectuar la tutela de los derechos por tribunales judiciales u órganos administrativos, o por ambos a la vez, no es sino la punta del iceberg de la falta de controles que funcionen eficazmente a todo nivel en la vida pública. Si no caemos en la desesperanza de pensar que todo falla y nada se puede corregir, que todo andará siempre igual y nada vale la pena ser intentado, entonces cada uno de estos temas merece el sano debate que busque mejorar el estado de cosas actual.
Todo lo expuesto nos lleva a sugerir la necesidad de crear entes reguladores autónomos dotados de imparcialidad e independencia que no excluyan la revisión judicial amplia. Ello, sin perjuicio de nuestra propuesta, más general y a nuestro juicio más indispensable, de establecer tribunales administrativos independientes para que, en todos los casos, dicten el primer acto administrativo.1 Es una forma de reducir el Leviathan de la administración central y mantener el aparato regulatorio creado al amparo de previas delegaciones legislativas que caducaron y volvieron a caducar, invariablemente, a partir del año 2002, como explicamos en el cap. VII, aunque el Congreso haya dado a la comunidad el ejemplo de cómo violar impunemente el texto expreso de la norma constitucional. Después vienen los alzamientos colectivos. Nadie debería sorprenderse.
De hacérselo, debe dejarse bien en claro la potestad judicial plena y amplia de control, como garantía de la división de los poderes y del sistema constitucional de garantía de los derechos individuales;2 debe, a nuestro juicio, evitarse también la tendencia a la transformación de los entes u órganos independientes en tribunales judiciales. Pues con ello se vuelve al punto de partida y debe igualmente complementarse la creación de tales órganos3 con otros mecanismos indispensables de la democracia moderna.4
Notas:
1.1 Ver cap. XIII, nota 1.1. Ver WOLL, PETER, Administrative Law. The Informal Process, Berkeley y Los Ángeles, California University Press, 1963, cap. VI, pp. 166-190. Ver también las referencias que hemos efectuado en los capítulos precedentes. Estas reflexiones continúan el enfoque metodológico que hemos utilizado a lo largo de toda la obra y destacaran otros autores recordados al comienzo del cap. XI: BERIZONCE, ROBERTO O., “Palabras del Decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata,” en BOTASSI, CARLOS A. (dir.), Temas de Derecho Administrativo. En honor al Prof. Doctor Agustín A. Gordillo, La Plata, LEP, Librería Editora Platense, 2003, pp. 19-21; SÁENZ, JORGE A., “Gordillo, la función administrativa y la democracia,” en BOTASSI (dir.) Temas de derecho administrativo..., op. cit., pp. 69-78. 1.2 BRUNO DOS SANTOS, MARCELO, “La llamadas «precautelares» contra la administración pública: un aporte pretoriano al debido resguardo de la tutela judicial efectiva,” LL, 2003-D, 1225. 1.3 BIBILONI, HOMERO, “Los efectos de la Convención Interamericana contra las Corrupción (Ley 24.759) sobre los contratos administrativos y otras situaciones,” en BOTASSI (dir.), op. cit., p. 185, señala que “Es sabido que para que haya corrupción tiene que haber más de uno: quien pide u ofrece, y quien da o recibe. Suele trascender —tal lo dicho— mucho más la corrupción pública que la privada. Empero ésta se da aún entre los propios privados, y con la co-actuación de aquellos privados que se dedican a satisfacer necesidades públicas de manera incorrecta.” 1.4 CARRIÓ, ALEJANDRO, La Corte Suprema y su independencia, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1996, p. 12. Por su parte BIANCHI, ALBERTO, Control de constitucionalidad, t. 1, Buenos Aires, Ábaco, 2002, 2ª ed., p. 242, refiriéndose a la Corte como guardiana del proceso político, ha sostenido con acierto que ella “ha entendido a la división de poderes no como un sistema de distanciamiento del Poder Ejecutivo, sino como un elemento de útil apoyo hacia aquél. Hemos tenido una Corte Suprema con más propensión a complacer que a confrontar.” 2.1 CSJN, in re Angel Estrada, año 2005, esp. cons. 12. Ver mi artículo “Ángel Estrada,” JA, 2005-III, fascículo nº 9, El caso Ángel Estrada, pp. 46-48; reproducido en Res Publica, Revista de la Asociación Iberoamericana de Derecho Administrativo, año I, número 2, México, 2005, pp. 307-311. 2.2 Ver nuestros artículos “Los tribunales administrativos como alternativa a la organización administrativa,” en UNIVERSIDAD AUSTRAL, Organización administrativa, función pública y dominio público, Buenos Aires, RAP, 2005, pp. 955-962; previamente: “El control jurisdiccional en el mundo contemporáneo,” en: Memorias del Primer Congreso Internacional de Tribunales de lo Contencioso Administrativo Locales de la República Mexicana, Toluca, Estado de México, 2003, pp. 19-32; “Simplification of Administrative Procedure: The Experience of the Americas,” European Public Law Review/Revue Européenne de Droit Public, Londres, Esperia, en prensa. 2.3 En la Argentina, contra las decisiones del Tribunal Fiscal de la Nación procede tan sólo una “apelación limitada”, art. 174 de la ley 11.683, t.o. 1978. Sin embargo, esto no presenta problemas constitucionales ni prácticos. Primero, porque es una vía optativa y más rápida que el juicio ordinario, entre otras ventajas. Segundo, porque la instancia del Tribunal Fiscal cumple plenamente con todas las reglas del debido proceso. 2.4 Así CNFed. CA, Sala I, Y.P.F. c. Enargas, LL, 1996-C, 36, con nuestra nota: “Enargas: interpretación restrictiva de su «jurisdicción»,” reproducida en nuestro libro Cien notas de Agustín, Buenos Aires, FDA, 1999, § 31, p. 95. 2.5 Ver, p. ej., la clásica obra de BOSCH, JORGE TRISTÁN, ¿Tribunales judiciales o tribunales administrativos para juzgar a la administración pública?, Buenos Aires, 1951; GONZÁLEZ COSÍO, ARTURO, El poder público y la jurisdicción en materia administrativa en México, México, 1976, p. 60 y ss.; NAVA NEGRETE, ALFONSO, Derecho procesal administrativo, México, 1959; GONZÁLEZ PÉREZ, JESÚS, Manual de derecho procesal administrativo, Madrid, Civitas, 2001, 3ª ed. Como dice FIX-ZAMUDIO, HÉCTOR, Los tribunales constitucionales y los derechos humanos, México, 1980, p. 135 y ss., la administración, “debido a su desbordamiento en todos los campos, se ha transformado en la fuente esencial de las violaciones a los derechos.” 2.6 O sea, en favor de no crear tribunales administrativos y mantener sólo el control judicial amplio, a través de la jurisdicción común o de una jurisdicción especial usualmente llamada contencioso-administrativa. Ver t. 1, cap. VII, § 7 y ss.; supra, cap. XIII, § 1 y ss. 2.7 De naturaleza judicial por sus condiciones de imparcialidad e independencia, potestades, etc., sin perjuicio de que pueda ser organizado en forma autónoma de la administración, y del Poder Judicial tradicional, como el Consejo de Estado en Colombia. 3.1 Ver supra, caps. II, III y IV y sus respectivas remisiones. 4.1 CALON, JEAN PAUL, Le Conseil d’État et la protection des libertés publiques, París, 1980, p. 16; supra, cap. XIV, “Problemas del acceso a la justicia.” En lo fiscal, se traduce al principio solve et repete. 4.2 La inquietud por la lentitud y el costo del control es generalizada y, p. ej., en Paraguay la recoge PUCHETA ORTEGA, JUSTO, Lo contencioso-administrativo, Asunción, 1973, p. 19, recordando iguales reflexiones del derecho anglosajón y de BOSCH, Tribunales judiciales o tribunales administrativos para juzgar a la Administración Pública, op. cit. También VALLEFÍN, en BOTASSI (dir.), op.cit., p. 511, ha señalado: “Los grandes problemas condicionantes de la adecuada prestación de la justicia ha sido —desde siempre, y aún hoy— la lentitud de los procedimientos y la excesiva onerosidad. La experiencia en nuestro país se revela que la duración de los procesos se computa en años.” 4.3 Salvo honrosas pero a la postre fracasadas excepciones, como es la medida cautelar dictada por el juzgado procesal administrativo Nº 1 de la ciudad de La Plata, en autos Ecodyma Empresa Constructora S.A. c/ Fisco de la Provincia de Bs. As. s/ Medida cautelar anticipada, aunque luego dicho pronunciamiento haya sido revocado por la Cámara del fuero y hasta generado un planteo de seudo “conflicto de poderes” ante la Suprema Corte provincial: MAINETTI, NATALIA y ALETTI, DANIELA, “El Poder Ejecutivo provincial vs. la Justicia efectiva,” LL, 2004-F, 414. En resumen: ganó el poder, perdió la transparencia, perdió el control judicial; el aparato judicial invalidó el esfuerzo renovador del juzgado de primera instancia. 4.4 Ver en cambio RIVERO, JEAN, “Une crise sous la Ve République: de l'arrêt Canal à l'affaire Canal,” en CONSEIL D'ETAT, Le Conseil d'État de l'an VIII à nos jours, La Spezia, Italia, ed. Adam Biro, 1999, pp. 32-6. 4.5 CALON, op. loc. cit. 4.6 CNFed. CA, sala II, Rosso, LL, 1996-A, 643 (1995), con nota “Las suspensiones de juicios,” reproducida en Cien notas de Agustín, op. cit., § 24, p. 83. 4.7 Algunos cínicos dirán, la necesidad o la provocación; a veces llega a la extorsión. 4.8 CNFed. CA, sala II, Rosso, ya citado. Respecto de los casos abstractos dice BIANCHI, op. cit., pp. 306-7, que “Al igual que en la jurisprudencia de los Estados Unidos, nuestra Corte Suprema ha sentado —desde siempre— el criterio de que no procede el control judicial respecto de casos abstractos. Ahora bien, es preciso señalar que no siempre el concepto sobre lo que debe entenderse por un caso abstracto ha sido coincidente. Un caso judicial no nace abstracto; se hace tal cuando luego de su planteo sobrevienen circunstancias de hecho o de derecho (v.gr., cambio en la legislación) que modifican las existentes en el momento de iniciación, tornando innecesaria e ineficaz la decisión judicial.” 4.9 CALON, op. cit., p. 16. 4.10 Según los casos y los países, éstas pueden ir desde la exención de impuesto a las ganancias, el derecho a no sufrir descuentos compulsivos de ninguna índole, la inamovilidad mientras dure su buena conducta (con la garantía de no poder ser removidos de sus cargos, sino por juicio político o Jurado de Enjuiciamiento), una cierta irresponsabilidad por los daños que ocasionen (infra, cap. XIX, “La responsabilidad civil de los funcionarios,” notas 5.1, 12.4, 12.5 y 12.6; cap. XX, “La responsabilidad del Estado y de sus concesionarios y licenciatarios,” § 11.1.) 4.11 Como tampoco la tienen los tribunales arbitrales (infra, caps. XVII, “El arbitraje administrativo nacional,” y XVIII, “El arbitraje administrativo internacional”); carecen de la facultad de disponer allanamientos sobre las oficinas públicas, la de llamar a deponer como testigos con posibilidad de que el testigo incurra en falso testimonio, la de disponer, en general, el auxilio de la fuerza pública, embargar y ejecutar bienes, etc. 4.12 Aunque pueden recibir brillantes sugerencias, como la de JEAN RIVERO al Consejo de Estado de Francia: “Une crise sous la Vème République: de l'arrêt Canal à l'affaire Canal,” op. loc. cit. Básicamente se trataba de que el tribunal se ocupara del seguimiento de la ejecución de su sentencia (op. cit., pp. 35-6.) 5.1 Lo que no es exacto: del cap. III, “El derecho subjetivo en el derecho de incidencia colectiva,” § 6.2, nota 6.14 y 6.15; t. 3, “Introducción,” notas 8.4 a 8.13 del § 8. 5.2 En Uruguay, como señala ZOLA DÍAZ PELUFFO, El recurso contencioso-administrativo, Montevideo, 1960, p. 305: “Fuera de esta materia de contenido pecuniario que da lugar al denominado contencioso fiscal, nuestros jueces se han abstenido siempre de ordenar la rectificación del acto administrativo;” en Costa Rica se admite la reforma del acto como objeto del contencioso-administrativo: ORTIZ, EDUARDO, “Materia y objeto del contenciosoadministrativo,” en Revista de Ciencias Jurídicas, 5: 47, San José, 1965; igual entre nosotros en muchos casos: supra, cap. III, § 6.2 y nota 6.5. GARCÍA PULLÉS, FERNANDO R., Tratado de lo Contencioso Administrativo, t. 2, Buenos Aires, Hammurabi, 2004, p. 691, expresa que cuando “la solución está concretamente ordenada por la ley el juez puede y debe ordenar el dictado del acto tal como la ley manda.” Es la tesis que ya adelanta hace tiempo, entre otros, FERNÁNDEZ, TOMÁS RAMÓN, De la Arbitrariedad de la Administración, ya desde la primera edición Madrid, Civitas, 1994, 1ª ed., p. 94. 5.3 Supra, cap. I, “La prueba de los derechos” e infra, t. 3. 5.4 CNFed. CA, sala I, Pérez de Aonzo, Alicia I. c. Instituto de Serv. Soc. Bancarios, LL-1996- D, 129, con nota “Los límites del mérito o conveniencia,” LL, 1996-D, 128. 5.5 Así el Tribunal Fiscal de la Federación, en México: SERRA ROJAS, ANDRÉS, Derecho Administrativo, 6ª ed., t. II, México, 1974, p. 523; el Tribunal Fiscal de la Nación, en la Argentina, etc. 5.6 BREWER CARÍAS, ALLAN-RANDOLPH, Las instituciones fundamentales del Derecho Administrativo y la jurisprudencia venezolana, Caracas, 1964, p. 441. Una tendencia parecida en HEDÚAN VIRUÉS, DOLORES, “Hacia un Tribunal Federal de Justicia Administrativa,” en el libro de homenaje a GABINO FRAGA, Estudios de derecho público contemporáneo, México, 1972, p. 129 y ss. 5.7 Comp., con todo, “Un corte transversal al derecho administrativo: la Convención Interamericana Contra la Corrupción,” LL, 1997-E, 1091. 5.8 RIALS, STÉPHAN, Le juge administratif français et la technique du standard, París, 1980. 5.9 FERNÁNDEZ, TOMÁS RAMÓN, op. cit., pp. 116-17, al hablar de la sociedad norteamericana, dice: “Es, sencillamente otra cultura distinta, una cultura en la que cualquiera que sean sus posibles defectos, los ciudadanos son más y el Estado menos, porque los ciudadanos son actores y protagonistas directos del proceso social, político y jurídico todos los días y no sólo en el momento en que son llamados a las urnas; una cultura en la que el Derecho es también más porque no viene impuesto desde afuera sino que se genera cotidianamete en el seno de la sociedad...” Ampliar supra, cap. VIII, § 12. En relación a las nuevas formas de participación, ver la figura del amicus curiae en RODRIGUEZ VILLAFAÑE, MIGUEL JULIO, “La participación de la sociedad civil en la justicia y el amici curiae,” RAP Buenos Aires, 20: 35-38, Buenos Aires, 2004. 5.10 Como dicen GARCÍA DE ENTERRÍA, EDUARDO y FERNÁNDEZ, Curso de derecho administrativo, t. I, 12ª ed., t. II, 9ª ed., Buenos Aires, Thomson/Civitas-La Ley, 2006, con notas de AGUSTÍN GORDILLO, t II, cap. XVI, secc. VI, “La participación del administrado en las funciones administrativas,” pp. 83-93, la oportunidad de la decisión se mide normalmente por su adecuación a las demandas sociales y por su aceptación por el cuerpo social a través de las técnicas participativas. 5.11 Hemos expuesto el tema en el t. 1, cap. XII, “Los órganos del Estado,” § 14.1. 5.12 También hay una reticencia judicial a adoptar mecanismos que les evitarían la repetición inútil de juicios iguales, como explicamos en nuestro art. “Los fallos repetitivos como merma de justicia: cómo evitarlos en el derecho actual,” RAP, 227: 5, Editorial Ciencias de la Administración, Buenos Aires, 1997; en igual sentido GARCÍA PULLÉS, op. cit., p. 887. 6.1 Esto, por nuestra tradición jurídica que excluye razonamientos realistas, como lo explicamos en el t. 1, cap. I y sus remisiones. 6.2 Los tribunales administrativos y demás órganos o autoridades administrativas independientes, tienen rasgos en común con el Ombudsman, en cuanto posibles arbitradores o conciliadores entre la administración y los administrados. Ver supra, t. 1, cap. XII. 6.3 En el sentido similar GARCÍA PULLÉS, FERNANDO R., Tratado de lo contencioso administrativo, Buenos Aires, Hammurabi, 2004, t. 2, p. 1054: “La realidad demuestra, pues, que el poder del Estado —entiéndase por ello el poder legislativo o administrativo— conciben al proceso contencioso administrativo como un enemigo que debe eliminarse o maniatarse, de modo que se transforme en un instituto inocuo.” 7.1 Desde luego, no estamos aquí aconsejando el secreto ni la reserva en materia administrativa, tema éste al cual hemos dedicado largas páginas de crítica en el t. 4, cap. IV. Ver también ROWAT, DONALD C. (comp.), Administrative Secrecy in Developed Countries, Nueva York, 1979. 8.1 LONG, M.; WEIL, P. y BRAIBANT, G., Les grands arrêts de la jurisprudence administrative, París, Dalloz, 1978, 7a ed., pp. 221-2. En la 14ª edición, Paris, Dalloz, 2003, a cargo de MARCEAU LONG, PROSPER WEIL, GUY BRAIBANT, PIERRE DELVOLVÉ y BRUNO GENEVOIS, cap. 48, comentario al mismo caso Benjamin, de 1933, § 5, se suaviza un poco el texto de la edición anterior que no obstante reproducimos y mantenemos porque, a nuestro juicio, refleja mejor el espíritu original de la obra. Observa M. SOUDET, CONSEIL D’ÉTAT, Études et documents, París, 1978-1979, p. 66, comentando el caso del film La Religieuse, que fuera prohibido en 1966 y cuya prohibición fuera anulada en 1975, que el fallo “no tiene sino valor como anécdota:” el debate que el film había ocasionado en la opinión pública en 1966 había mientras tanto desaparecido. 8.2 CALON, op. cit., p. 17. El tema viene, desde luego, de larga data, como que ya fue señalado por HAURIOU, MAURICE, La jurisprudence administrative de 1892 à 1929, t. I, París, 1929, p. 649, a quien transcribimos infra, cap. XIX, “La responsabilidad civil de los funcionarios,” § 1. 9.1 Nos remitimos, por su clasicismo ejemplar —pero no ejemplarizador— a la experiencia del Consejo de Estado de Francia que explicamos en el cap. VII de este t. 2, “La regulación económica y social.” 10.1 En el mismo sentido y en referencia al control judicial de la administración en Inglaterra, FERNÁNDEZ, TOMÁS RAMÓN, op. cit., cap. V., pp. 202-03, dice que “La vía propiamente judicial [...], es, además, particularmente gravosa, ya que la costas procesales se rigen por el principio del vencimiento y por ello poco asequible a los simples particulares...” 10.2 En el caso de la provincia de Buenos Aires el artículo 51 del código procesal administrativo establece el principio de costas por su orden. 10.3 CNFed. CA, sala II, Empresa Ferrocarriles Argentinos c. Sol Minera S.A., LL-1996-A, 630 (1995), con nota “La tasa de justicia de otras entidades descentralizadas que las autárquicas «stricto sensu»,” LL, 1996-A, 629; CNFed. CA, sala III, Rinaudo, LL, 1995-E, 504, con nota “La implacable tasa de justicia,” LL, 1995-E, 503. 10.4 También la justicia puede pedir a la administración informes, documentos, etc., pero incluso ante la majestad y potestad de la justicia no cede a la inveterada tendencia al secreto y sigilo administrativo. Es frecuente, pues, el ocultamiento, la ambigüedad, manifestar desconocimiento o ignorancia, etc., de la administración ante el Juez. Todo ello se presenta en muchísimo menor grado en materia de tribunales, órganos o agencias administrativas, porque, a la inversa, es como si lo pidiera la propia administración, es parte del mismo aparato burocrático la que aparentemente pide el informe y no aparecen entonces tan automáticamente todos los mecanismos de defensa y de recelo que son habituales frente a la justicia. 10.5 A veces la legislación intenta morigerar esta situación estableciendo que en la pretensión de anulación no haya condena en costas al actor si pierde la acción: el Código Procesal Administrativo de la Provincia de Formosa. Ver HUTCHINSON, TOMÁS, Acción Contencioso-administrativa, Buenos Aires, FDA, 1981. La jurisprudencia pone su grano de arena y no condena en costas al ente regulador en los recursos directos. 12.1 Ver infra, nota 13.1. 13.1 Infra, t. 4, cap. VIII, “El tiempo en el procedimiento,” § 12, “Caducidad de las actuaciones.” Con todo, también explicamos allí las zozobras que producen algunos fallos recientes. Ver, en ese vol., cap. III, “Los recursos administrativos,” § 1.2, “Carga del administrado y privilegio incausado de la administración. Valladar para el acceso a la justicia” y 18.2, “Caducidad de la instancia. Remisión;” en el cap. VIII, § 1.4, “La relatividad de los diferentes términos en el procedimiento,” 2.3.2, “El caso del recurso fuera de término,” 2.3.6, “Conclusiones,” 14, “La conclusión del procedimiento administrativo;” cap. IX, “Los recursos de reconsideración,” § 13, “El potestativo recurso de reconsideración previa a la acción judicial,” nota 13.4; cap. X, “El recurso jerárquico,” § 1, “Concepto y terminología” y 9, “Término para interponer el recurso.” 13.2 Una excepcional solución diferente in re Gamboa, CCAT (CADA), Sala II, LL, 2002-C, 1, con nuestra nota “La actualidad en Derecho Público.” 13.3 El procedimiento administrativo, cap. I, “Las partes,” § 12.3.8, “Representación presunta. Gestiones verbales.” 13.4 Supra, caps. II a IV. El art. 13 del código procesal administrativo de la provincia de Buenos Aires prescribe: “Está legitimada [...] toda persona que invoque una lesión, afectación o desconocimiento de sus derechos o intereses tutelados por el orden jurídico.” 14.1 Nos remitimos a lo dicho en el cap. II, “Pasado, presente y futuro del derecho administrativo,” del t. 1, § 4.2.2, “El cambio social y la administración pública” y nuestros trabajos allí citados en las notas 4.12 a 4.16. 14.2 En particular, el derecho a la vigencia efectiva del principio de legalidad; o el derecho subjetivo y colectivo a la no corrupción, como con acierto propone CARELLO, LUIS ARMANDO, “La Convención Interamericana contra la Corrupción y el «derecho a la no corrupción»,” en DEFENSORÍA DEL PUEBLO, 50 años de Derechos Humanos, Santa Fe, 1998, p. 25 y ss: supra, caps. II, “Derechos de incidencia colectiva,” (esp. nota 4.20), III , “El derecho subjetivo en el derecho de incidencia colectiva,” (esp. nota 6.18) y IV, “Interés legítimo.” Lo ha aplicado, con expresa referencia al primer principio, la Sala II en Gambier II, LL, 1999-E, 624. 15.1 Ver supra, nota 2.2. 15.2 Conf. JAFFE, LOUIS L., Judicial Control of Administrative Action, Boston y Toronto, Little, Brown and Company, 1965, pp. 320-27. 15.3 Por supuesto, tampoco se puede llegar al extremo opuesto de postular que los entes reguladores no deben defender los derechos de los usuarios. Ello viola el art. 42 de la Constitución. 15.4 Nos referimos a la institución del Defensor del Pueblo de la Nación, ya recordada en el cap. XII, “Los órganos del Estado,” § 14.1, “El Defensor del Pueblo,” del t. 1, que debe ser reiterada o multiplicada con órganos específicos para las jurisdicciones locales y las administraciones especiales (fuerzas armadas y de seguridad, educación, salud, tercera edad, etc.) y para el Poder Judicial.