El encierro carcelario en el marco de la pandemia
Por Gustavo Adolfo Ariznabarreta*
I. El lugar del sujeto privado de la libertad en nuestro mundo [arriba]
Es claro para quienes transitamos nuestra labor cotidiana en medio de la “cosa penal” que, más allá de que no se quiera reconocer tal extremo, la sociedad actual ha venido forjando a lo largo de los últimos decenios una visión sensiblemente violenta hacia quienes delinquen, fundamentalmente, respecto de quienes lo hacen a través de delitos contra las personas.
Así, se experimenta una conducta reactiva de corte institucional, ya que son precisamente las instituciones llamadas por la ley para prevenir y corregir las conductas antisociales -tal el caso de las agencias estatales de administración de la acción penal-, las que emprenden los mayores actos de una respuesta inadecuada en función de los estándares asumidos por el Estado nacional bajo el marco del Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
Lejos de procurar la función propia de ley penal, esto es, prevenir el delito, y cuando éste ya ha acontecido, trabajar -en lo posible- con la víctima la restauración de los efectos del delito, y con el condenado su rehabilitación social, las agencias del sistema penal reaccionan administrando el castigo que conlleva la pena, y ubicando al mismo como la verdadera ratio de la realidad penal. Con ello se agota, en general, el cometido político-institucional del sistema penal.
De allí que sea fácil de entender cómo es que, frente a la irrupción de la pandemia en todas las variables de la vida de la sociedad nacional, y del mundo, se ha agudizado mucho más la crisis de identidad que guarda la relación entre la comunidad y sus presos. Es que la pandemia ha socavado todos los espacios de cohesión social construidos hasta el momento, y bajo el miedo que irroga su propia existencia, ha alejado más aún las posibilidades de mirar al “otro”, de un modo más humanitario.
Ello es lo que viene sucediendo respecto de quienes están situados bajo la condición de “presos”, dado que a la propia realidad que importa la vida en prisión, se viene a sumar un elemento tremendamente pesado para poder llevar, como es la restricción de los “derechos” que hasta el momento venían disponiendo, tales como las visitas de integración familiar, las visitas de intimidad con sus parejas, el cursado de estudios escolares y universitarios, las labores en talleres intramuros, y las labores o salidas extramuros, etc.
Todas las personas hemos perdido derechos con la irrupción de la pandemia; pero lo presos lo han perdido mucho más, puede decirse que han perdido todo.
Frente a tal espacio de vida, los reclamos tendientes a -cuanto menos- procurar reducir los riesgos para evitar el contagio de la enfermedad, no se hicieron esperar; es que al advertirse que el Estado tomó la decisión de restringir al máximo todas las actividades que importaban la circulación de personas en espacios reducidos, tales como escuelas, lugares de esparcimiento público y privado, comercios, espacios laborales, etc., era de esperar que la cárcel se presentara como el espacio o factor de riesgo más apropiado para la propagación de la enfermedad causada por la pandemia citada.
Así, al día de hoy, el encierro carcelario sigue siendo el único ámbito de hacinamiento social que ha quedado prácticamente incólume, aun habiendo mediado una política pública concreta que prohíbe tal circunstancia.
II. Buscando la salida [arriba]
Ante la puesta en marcha de los primeros “protocolos” dictados por las autoridades político-sanitarias, tanto nacional como local, se advirtió la necesidad de instrumentar medidas que alejaran la posibilidad de que el virus pueda propagarse en el ámbito carcelario.
El fundamento ante tal marco de realidad ha estribado en que la cárcel es actualmente el espacio de mayor riesgo de contagio apuntado, y así por cuanto el hacinamiento humano en inevitable en dicho ámbito espacial. No es necesario que la cárcel esté colmada -lo que así sucede- y muchas veces superada en su capacidad de alojamiento para que el riesgo se haga presente, sino que simplemente por el hecho de convivir varias personas en un lugar de escasa dimensión física, el aislamiento social que ha sido definido como la medida más importante de prevención contra la enfermedad, pues, no se puede cumplir.
A ello debe sumarse que todos los ámbitos carcelarios experimentan de manera diaria una circulación de personas claramente importante; en efecto, los cambios de guardia diarios importan una entrada y salida de personal penitenciario, que representa una circulación personal entre el medio intramuros y el medio extramuros, que socava toda política sanitaria posible de prevención del virus.
Por tal, en todos los espacios propios del ejercicio de la defensa pública oficial a lo largo del país, se emprendieron sendos reclamos para que por distintas vías procesales se pudiera extraer del ámbito de encierro a la mayor cantidad posible de personas, y así tratar de evitar el tan temido contagio.
En el caso fueguino, la casuística ha sido de idéntica factura que lo acontecido en las restantes jurisdicciones del país; así, se ha priorizado el reclamo de quienes corresponden al colectivo de mayor riesgo, conforme a la conceptualización que ha efectuado el Ministerio de Salud de la Nación por conducto de la Res. N° 627[1] en cuanto a las personas que son consideradas como “grupos de riesgo”, haciendo referencia a quienes padecen de determinadas patologías crónicas, cuentan con más de 65 años de edad, etc.
El punto en trance al respecto reposa en discutir si tal colectivo poblacional, es decir, las personas detenidas que conforman el grupo de riesgo sanitario al que alude la norma, pueden permanecer alojados en los espacios de detención habilitados por la autoridad penitenciaria o, por el contrario, se justifica de manera extraordinaria la concesión de la medida de detención domiciliaria.
El mismo extremo pesa, aunque con menos fuerza, respecto del resto de la población penitenciaria ya que, si bien este grupo no se sitúa dentro de la previsión administrativo-sanitaria apuntada, lo cierto es que, por el hecho de estar habitando en un espacio claramente disfuncional a las pautas de resguardo sanitario requeridos como extremo mínimo para la prevención de la expansión del virus, también se encuentran en un real y concreto marco de riesgo al efecto.
De tal manera que para ambos colectivos de sujetos privados de la libertad -quienes conforman el llamado “grupo de riesgo” sanitario, como así también los restantes internos alojados en dependencias carcelarias- el peligro de contagio reposa en parámetros comunes; hacinamiento, indisponibilidad de infraestructura adecuada, contacto permanente con personal penitenciario que cada día entra y sale del establecimiento, etc., son condiciones por demás suficientes para entender -y bien- que el peligro advertido en dicho ámbito de vida es sensiblemente verificable.
Contra dicho argumento, se ha sostenido que respecto de los internos que son contenidos dentro del concepto de riesgo conforme a la norma nacional mencionada, la solución debía reposar en la disposición de espacios aislados de alojamiento, de modo de evitar que los mismos verifiquen condiciones de alojamiento que no impliquen hacinamiento humano. Y así se actuó, puesto que se habilitó un espacio ajeno al ámbito penitenciario, consistente en una casa facilitada en préstamo por la autoridad ejecutiva, para alojar allí a los internos que necesitaren extremar los recaudos de cuidado sanitario.
III. Lo que está en juego [arriba]
De un lado, la sociedad con sus prejuicios, las agencias punitivas estatales con sus cavilaciones en orden al reconocimiento de derechos, y su permanente vacilación ante la sospecha de la “inseguridad”. Del otro, simplemente el sujeto preso, y la estructura jurídica integral de los derechos que le han sido reconocidos mediante el postulado del llamado Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
Es oportuno tener en cuenta que la pandemia referenciada nos obliga a la sociedad toda a asumir medidas especiales de cuidado en nuestra salud, de singular cualidad, tendientes a limitar de modo concreto la propagación del contagio de la enfermedad que ocasiona la misma.
Del mismo modo, ello se manifiesta como una condición fundamental desde el Estado en cuanto a la verificación de las condiciones adecuadas, tanto de tipo sanitario como ambiental, tendientes a la no facilitación de los factores que elevan el riesgo de contagio humano del virus, y por ende la propagación del mismo, más aún respecto de los grupos humanos expuestos a la mayor vulnerabilidad tanto social como sanitaria.
Respecto de ello no hay margen alguno de duda que la obligación de cuidado que corresponde llevar adelante a la sociedad toda, incluye también al Estado, considerado éste en el marco de todas las agencias que lo representan; el incumplimiento de las reglas de prevención sanitaria emitidas por la autoridad de aplicación, colocan a los sujetos que lo cometen en las previsiones propias de quien crea o incrementa un riesgo jurídicamente desaprobado, en el caso, la salud y la vida.
El estado de riesgo sanitario y ambiental que presentan los espacios de encierro de personas, en función del hacinamiento propio de los mismos, como así también la existencia de una infraestructura edilicia penitenciaria que deviene impropia para el resguardo de las condiciones sanitarias mínimas, requeridas a los fines de la evitación de la propagación apuntada, extremo éste que resulta claramente evidente y de franco y leal conocimiento por todos quienes actuamos en el sistema penal en sus diversas agencias, son condiciones por demás propicias para la creación o el incremento del riesgo sanitario apuntado.
En trance de lo expuesto, cabe señalar que los sujetos que se encuentran alojados en dependencias carcelarias conforman un colectivo humano de elevada alarma frente al riesgo que reporta la presencia de la pandemia tratada; y lo propio a considerar es que dichos sujetos son objeto de protección por parte del Estado, el que a través de las agencias punitivas tiene a su cargo el deber de cuidado integral de los mismos.
Al respecto, se han pronunciado diversos organismos y organizaciones internacionales[2] en el sentido de recomendar la asunción de medidas de reducción del riesgo apuntado en dicho medio, mediante la disposición -entre otros- de arrestos o detenciones domiciliarias.
Asimismo, el Consejo Federal de Defensores y Asesores Generales de la República Argentina recomendó[3] a Defensoras/es Públicas/os de todas las jurisdicciones e instancias del país, entre otras medidas, prestar especial atención a la situación de salud de las personas privadas de libertad; de manera especial, que agilicen pedidos de libertad o morigeración de la situación de encierro de las personas que se encuentren dentro de un grupo de riesgo, y que inicien o continúen el trámite de acciones de hábeas corpus cuando se advierta hacinamiento u otras restricciones de derechos de las personas privadas de libertad que puedan implicar un agravamiento en las condiciones de detención.
A partir de dicho piso de marcha, en el caso local procuramos desde el Ministerio Público a mi cargo la autorización de medidas de detención domiciliaria de aquellos internos que se encontraren situados dentro de los parámetros objetivos previstos por la norma sanitaria nacional -pacientes de determinadas enfermedades crónicas, personas mayores de 60 años, etc.-, como así también de un grupo de internos que hasta el momento del dictado de las medidas de aislamiento general, mediante la cuarentena ordenada, venían disponiendo de autorizaciones diarias para egresar del espacio de alojamiento a efectos de asistir al cursado de diversas carreras universitarias dictadas en la ciudad de Ushuaia. Entre ambos grupos -personas de riesgo sanitario y estudiantes universitarios- la cantidad de sujetos rondaba las veinte (20) personas, lo que representa aproximadamente la tercera parte de los internos alojados en dependencias penitenciarias de Ushuaia.
El egreso de tal cantidad de internos habría de permitir a las autoridades carcelarias poder establecer un dispositivo más adecuado a la necesidad de disponer de una mejor distribución de internos, de modo de tender a la optimización del alojamiento de internos en el marco referenciado. En otras palabras, reportaría en un mejor marco de administración del hacinamiento estructural propio del espacio de encierro.
En consecuencia, la autoridad judicial dispuso hacer lugar al egreso del grupo de estudiantes universitarios, mas no así a quienes conforman el grupo de riesgo sanitario, por cuanto respecto de éstos últimos la autoridad penitenciaria habilitó una casa especial para el alojamiento de tal colectivo, alejado del resto de la población de internos.
Ello causó la necesidad de protestar tal decisión, atendiendo al hecho de que justamente dicho grupo era el que mayor necesidad de ser alojados por fuera del medio carcelario requería, dado que el alojamiento en el citado dispositivo especial no los alejaba de la realidad del medio carcelario propio, por cuanto la seguridad y atención del personal del servicio penitenciario seguía siendo la misma que venía aconteciendo en la dependencia principal de alojamiento -alcaidía-, de manera que día tras día el grupo de internos alojados bajo ésta “nueva” modalidad se veía expuesto a las mismas prácticas que venían aconteciendo en el espacio anterior citado.
De manera que lo verificado fue un cambio para que todo siguiera igual, puesto que sólo debe pensarse que en dicho espacio de alojamiento de manera diaria transita una cantidad importante de personas que integran el personal del Servicio Penitenciario.
La diferencia entre un sujeto “preso” en la cárcel, y otro “preso” en un domicilio particular es que el primero cuenta con acceso a contacto de muchos “vectores” que pueden claramente incrementar el riesgo de transmisión de la enfermedad. Mientras que el segundo, a muchos menos.
Ello es simple de visualizar, si es que así se hace el esfuerzo; en una vivienda particular, el vector lo puede conformar uno o dos sujetos que habitan en la misma y deben salir a realizar algunas de las escasas actividades que se pueden emprender, tal como la compra de víveres, fármacos, etc. En la cárcel, en cambio, cada día se produce el recambio de guardia, y a dicho espacio ingresa un número importante de agentes del servicio, donde cada uno de ellos puede ser el portador del virus cuya trasmisión se pretende controlar.
Es claro entender que es muy posible que la pandemia se haga presente en el único espacio de hacinamiento -entendido ello en términos de un lugar físico en el que permanecen de manera bastante cercana las personas- que ha quedado habilitado en el territorio provincial; las escuelas, gimnasios, lugares de esparcimiento, es decir, los espacios en los que las personas necesariamente deben transcurrir han sido inhabilitados. La cárcel sigue vigente, y de un modo mucho más riesgoso en términos sanitarios que antes de que se hiciere presente la pandemia tratada, puesto que se ha suspendido la totalidad de las salidas del medio intramuros que se venían llevando a cabo, tanto de carácter educativo -con la excepción habilitada para el caso de los estudiantes universitarios, que ha sido objeto de impugnación por el Ministerio Público Fiscal-.
Es decir, en la actualidad, mientras se ha restringido al máximo el agrupamiento de personas en el medio civil, se ha ampliado al máximo posible el hacinamiento propio del medio carcelario.
Se pretende contener el fuego de la pandemia con nafta.
Lo que trato de trasladar, compartir, es la idea de que, si se decide seguir manteniendo la cantidad de personas que están alojadas en el medio carcelario, tanto de aquellos internos que son personas de riesgo en términos sanitarios, como en general de la población de internos, lo que se va a facilitar es que el virus estalle en dicho ámbito; y de acontecer ello, pues va a tener efectos en ambos lados de la “reja”.
Allí radica el nudo del problema que se presenta para con la realidad carcelaria, puesto que el dilema que se hace evidente nos sitúa entre elegir el riesgo concreto de que se propague la enfermedad dentro de las instalaciones penitenciarias, o la extracción de la población carcelaria -posible- mayoritaria, con el fin de debilitar los factores materiales de la propagación apuntada.
Y es claro entender que la cavilación que supone tal encrucijada, representa en la actualidad el verdadero dilema al que todos los actores del sistema penal estamos expuestos en estos días.
Es razonable aceptar que no todos los internos se encuentran en condiciones de poder ser alojados en domicilios particulares bajo la modalidad del arresto domiciliario, tanto el previsto en la Ley N° 24.660 (art. 32), como el propio del art. 10 del CP.
Pero también lo es pensar que el Estado debe hacer lo posible para reducir el espacio de riesgo que se asume manteniendo las actuales condiciones de alojamiento de personas privadas de la libertad.
El Estado no puede garantizar la inmunidad sanitaria de ninguna de las personas encarceladas respecto de la enfermedad que conlleva el COVID-19; podría decirse a contrario sensu que tampoco nadie puede dar garantías absolutas de no contagiarse estando fuera de un recinto carcelario, lo que también es cierto. Pero la diferencia entre una y otra posibilidad es que en la primera el garante único del extremo aludido es el Estado, mientras que en la segunda ya no lo es y la responsabilidad recae fundamentalmente en el ámbito de autodeterminación del propio sujeto, tal como acontece respecto de todos y cada uno de nosotros quienes estamos guardando las medidas sanitarias que son exigidas por la autoridad sanitaria.
La denegatoria a la concesión del derecho pretendido que se ha venido verificando de manera concurrente por las autoridades judiciales fueguinas, exhibe una connotación arbitraria en cuanto al concepto y contenido jurídico que ha sido materia de consideración y análisis.
El fundamento central del que se han valido los diversos espacios jurisdiccionales competentes, para la denegatoria de los arrestos o detenciones domiciliarias peticionadas, es que las mismas no se encontraban previstas en la Ley N° 24.660.
Dicha norma en el art. 32 establece los requisitos objetivos bajo los cuales se aprecia la procedencia formal de las condiciones que habilitan la prisión domiciliaria. Si bien dentro de los cinco (5) apartados previstos en la misma, en cuanto a las causales que justifican el dictado de la medida solicitada en el escrito constitutivo de autos, no se verifica el supuesto que contenga la situación especial que dimana de la pandemia tratada, al analizarse el art. 10 del Código Penal se advierte que el legislador ha previsto, en el apartado a) de dicha norma, la posibilidad de que se cumpla la pena de encierro mediante la llamada prisión en detención domiciliaria del interno enfermo, cuando la privación de la libertad en el establecimiento carcelario le impidiere tratar de manera adecuada su dolencia.
La previsión apuntada en el párrafo precedente remite a quien deba cumplir una condena, esto es, respecto de quien ya ha sido condenado y la pena se encuentra firme, esto es en condiciones de ser ejecutada.
Y, por otro lado, la norma prevista en el art. 10 del Código Penal hace referencia al interno que padeciere una enfermedad que no pudiera ser tratada debidamente en el ámbito carcelario.
Toda norma, si bien contiene principios de los que se nutre, remite a una concreta matriz positiva del Derecho; así “el derecho es lo que la ley dice”. Tal es la realidad derivada en nuestro sistema jurídico a partir del positivismo clásico decimonónico.
No obstante, ello, los principios jurídicos también existen en nuestro sistema, y no son menos importantes que el predicado normativo al que la norma positiva acude para expresarse.
Al fin, los principios -que conllevan una marcada raíz iusnaturalista- son quienes le confieren al Derecho el adecuado marco moral de su realización.
Dentro de tal escenario de realidad, los principios jurídicos emergen como el resultado de la entrada en vigencia del llamado Estado de Derecho Constitucional, el que -mal que les pese a muchos- sujeta la validez de toda norma, en la referencia de la misma, a los llamados principios que contienen los derechos humanos.
Así, en palabras de Rodolfo Vigo[4] los principios jurídicos que retoman vigor desde la llamada “constitucionalización del derecho”, han dotado de un mayor peso al contenido moral del Derecho, entendido éste ya no como un simple marco de existencia de normas positivas; es que la cita de Radbruch en cuanto a que la injusticia extrema no es derecho, recogida también por Alexy, confiere a la interpretación de la realidad jurídica un marco moral que no debe ser atendido en función de lo que la “norma” tiene dicho ante tal o cual situación.
La cita del iusfilófoso argentino efectuada, se corresponde, con la idea de dar fuerza al concepto que indica que, con independencia de que la norma (positiva) que regula la ejecución penal, no contemple la posibilidad de justificar la detención domiciliaria del colectivo de sujetos en riesgo que están presos, pues, ante la vigencia de principios liminares de los derechos humanos, tal como los que irrogan el derecho a la vida, a la salud, a la dignidad humana, y otros tantos, pues, el principio de legalidad penal que se vería afectado ante el reclamo que se efectúa, queda situado en un segundo plano.
IV. Concluyendo [arriba]
No hay marco de justificación normativa ni de principios alguna, que permita acrecentar el riesgo en la salud y en la vida que representa el sostenimiento del alojamiento carcelario de los internos que, pudiendo estar cumpliendo las pautas de encierro en el marco domiciliario previsto, frente a la amenaza concreta y grave que se cierne ante la pandemia tratada, se vean obligados a permanecer en espacios de alojamiento que potencian el peligro de enfermedad apuntado.
Mientras el colectivo señalado esté expuesto a la posibilidad de contagio del virus COVID-19 que el encierro citado reporta, pues, el Estado provincial -en la actuación de la agencia judicial- estará incumpliendo con una manda de resguardo concreta, que deviene no sólo de la aplicación de los principios fundantes de los DDHH, sino además de las expresas y especiales recomendaciones que la autoridad sanitaria viene ejerciendo en los últimos días, a efectos de verificar el debido resguardo de la salud de todos. También entre los “todos” están quienes se encuentran privados de su libertad.
Al fin y al cabo, lo que está en juego es la actitud bajo la cual estamos dispuestos -o no- a aceptar para poder mirar al “otro”.
Notas [arriba]
* El autor es abogado egresado de la Universidad de Buenos Aires (1989), Magíster en Derecho Penal egresado de la Universidad Austral (2014), y doctorando en Derecho Penal ante la Universidad Austral. Desde abril del año 2001 ejerce el cargo de titular del Ministerio Público de la Defensa del Poder Judicial de Tierra del Fuego, Antártida e islas del Atlántico Sur.
[1] Publicada en B.O. el 20/03/20.
[2] Comité Nacional para la Prevención de la Tortura, organismo creado bajo la ley nacional Nº 26.827, y que se presenta como órgano rector del Sistema Nacional para la Prevención de Tortura y Otros Tratos o penas crueles, Inhumanos o Degradantes. Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), conforme así resulta de lo publicado en el comunicado de prensa pertinente (cidh-prensa@oas.org), etc.
[3]Ver declaración disponible en http://mpd.jusentrerios. gov.ar/2020/ 03/31/comunica do-sobre-priv ados-de libertad-en-e l-contexto-sanitar io-generado-p or-el-coronavir us-covid-19.
[4] “Interpretación (argumentación) jurídica en el Estado de Derecho Constitucional”, ed. Rubinzal-Culzoni, 1ª ed., Santa Fe, 2015, pág.12.
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