Silva Tamayo, Gustavo E. 20-11-2024 - Los nuevos principios del procedimiento administrativo 22-07-2021 - La responsabilidad penal de las personas jurídicas en las contrataciones públicas y el deber de buena administración 09-04-2020 - Impacto de la Ley Nº 27.401 -Responsabilidad Penal de las Personas Jurídicas- en las Contrataciones Públicas 29-07-2020 - La pandemia del Covid-19 como causal de fuerza mayor extintiva en las contrataciones administrativas 09-03-2023 - El enigma del acto coligado
El control judicial de la discrecionalidad administrativa, como bien se ha precisado, conecta directamente con el principio de división de poderes y las funciones que a cada uno de ellos le han sido atribuidas constitucionalmente. Así, el legislador está vinculado por la Constitución, la Administración está sujeta a la ley en el ejercicio de toda su actividad y a los jueces y tribunales les corresponde juzgar y hacer ejecutar lo juzgado[1].
En efecto, le cabe al legislador determinar los derechos e intereses y su defensa en caso de menoscabo, así como la definición de fórmulas de control al atribuir potestades administrativas y el suministro de parámetros de examen y revisión a los jueces. El poder judicial tiene atribuida la resolución de conflictos con fuerza de verdad legal, sea entre los particulares con el legislador o, muy especialmente, con la Administración en la medida que se afecten sus derechos o intereses y ello es consustancial a todo Estado de Derecho.
En ese orden, el derecho a la tutela judicial efectiva, consagrado en el art. 19.IV de la Ley Federal alemana (en adelante “LF”) y en el art. 24 de la Constitución española (en adelante “CE”) presupone que todo reconocimiento explícito de derechos por parte del ordenamiento jurídico a los individuos sólo goza de efectividad si puede hacerse valer en caso de conflicto frente al poder público. No en vano la CE establece categóricamente el sometimiento pleno de la Administración a la Ley y al Derecho en su art. 103.1.
El legislador puede determinar un distinto grado de vinculación de la Administración a la ley o al Derecho; así cuando le otorga una potestad discrecional o un cierto grado de apreciación en la interpretación de un concepto jurídico indeterminado (de valor o técnico). En esos casos, hay un vínculo menos denso o directo a la norma, como consecuencia de ese expreso ámbito de libertad o apreciación que aquélla ha querido conferirle. Es aquí cuando la ley renuncia a predeterminar un contenido y difieren su concretización e integración al órgano administrativo.
Y también en tales hipótesis parece claro que la revisión judicial, en obsequio al respeto al principio de división de poderes no puede sino ceñirse estrictamente al juicio jurídico; la Administración, tiene aquí “la última palabra” en tanto su decisión (trátese de poder discrecional o margen de apreciación) resulte conforme a derecho y a los fines que justifican la atribución de competencia. Los tribunales no podrán modificar el concreto sentido de la decisión, salvo que ésta aparezca como irrazonable, desproporcionada o arbitraria, es decir, manifiestamente injusta.
La discrecionalidad administrativa (y el margen de apreciación de ciertos conceptos) no hallan legitimación en el proceso democrático, sino en la ley, por lo que su reducción o sustitución judicial sería ilícita, salvo cuando -excepcionalmente, por cierto-, esa discrecionalidad haya sido reducida a cero, por cuanto en el caso concreto, el Derecho positivo habrá impuesto una única solución justa. En estas contadas hipótesis, el juez no hará sino aplicar el Derecho y no sustituirá el juicio administrativo.
Este planteo supone que la primera tarea a realizar, por imperativo del principio de la tutela judicial efectiva consiste en identificar cuándo se produce esa habilitación legislativa, sea por vía de la discrecionalidad -en cualquiera de sus especies- o bien por vía de los conceptos jurídicos indeterminados con margen de apreciación -no controlable ni sustituible por el juez-. Despejada esta cuestión habrá de precisarse cuál es el papel que al juez le corresponde, de qué técnicas de control habrá de valerse y, sobre todo, hasta dónde habrá de llegar con su fiscalización teniendo en cuenta las particularidades del caso.
Antes de entrar a un somero repaso de la evolución histórica y de los sistemas francés, alemán, español y argentino, debemos hacer varias aclaraciones.
En primer lugar, como ya hemos anticipado, la atribución de potestades discrecionales y del margen de apreciación de ciertos conceptos jurídicos indeterminados, así como las potestades de revisión judicial, resultan ser una creación legislativa. Y ello no sólo en cuanto a su existencia como categorías, sino también en su grado y amplitud, sus peculiaridades y los parámetros de revisión judicial correspondientes.
En ese orden, debe concederse que se trata de creaciones jurídicas de suma heterogeneidad, por lo que, en la práctica, como bien ha observado BARNÉS VÁZQUEZ, nunca pueden resultar igualmente revisables por el juez “…el indulto, el planeamiento urbanístico y las grandes opciones de la ordenación del territorio o la producción normativa reglamentaria, por ejemplo, que la calificación y valoración de pruebas de acceso a la función pública universitaria, la catalogación de un bien cultural o la intervención policial para garantizar el orden público o disolver una manifestación policial, vgr.”[2].
Por ello, los intentos de formular una teoría general, universal y válida en todos los casos, resultan vanos, debiendo los esfuerzos abocarse a un análisis casuístico y sectorial (v.g. discrecionalidad en materia urbanística o medioambiental), en el que no puede dejar de analizarse la norma que atribuye la competencia discrecional, forma, clase, grado, etc.
En segundo lugar, y estrictamente relacionado con lo que acabamos de señalar, el análisis comparado de distintos sistemas, que pretenda ir más allá de su descripción, entraña dificultades, pues, sin perjuicio de las distintas categorías y tratamientos nacionales, y aún de las denominaciones, los términos con los que se halla regulado el derecho a la tutela judicial efectiva en las cartas fundamentales varía en sus alcances y efectos, como puede apreciarse del simple cotejo del art. 19.IV de la LF alemana (“Toda persona cuyos derechos sean vulnerados por el poder público podrá recurrir a la vía judicial…”) con el 24.1. de la C.E. (“Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión”). El dato comparativo no es menor y sirve, en todo caso, para comprender la actitud que los jueces pueden adoptar en punto al control de la discrecionalidad administrativa.
2. La discrecionalidad administrativa como materia no controlable [arriba]
Con agudeza reflexiona FERNÁNDEZ que el concepto de “poder discrecional” ha arrastrado desde siempre el equívoco que sugiere a partir de su punto de vista terminológico pues, en dicha expresión, se aprecia una redundancia dada por la adjetivación que viene a duplicar el sustantivo al que califica: un poder susceptible de ser ejercitado a discreción de su titular es el que tiende a no reconocer límites ni controles[3].
Y es éste, a nuestro juicio, el punto de partida correcto para un análisis desde una visión sistémica y, por lo tanto, no despojada de su evolución histórica: el poder discrecional, desde sus inicios, se lo concibió como un poder libre, exento de controles.
Así, si bien en el Absolutismo hubo ciertos atisbos de sujeción del Príncipe a la ley, es claro que no lo estaba de la misma manera que el resto de los hombres pues, a más de que las concesiones plasmadas, por ejemplo, en documentos constitucionales eran invariablemente vagas, sus poderes eran indefinidos y cualquier desigualdad resultaba tolerable en obsequio a su status distintivo y a la realidad práctica de que no se podía entablar ninguna acción contra él[4]. De este modo, al lado de una potestad ordinaria o regulada, bajo la ley, existía una potestad extraordinaria o ab(lege)soluta, no subordinada a la ley.
GALLEGO ANABITARTE recuerda, en esta línea, que, en la obra del constitucionalista inglés McILWAIN, se interpreta al jurista BRACTON, y, con ello, se hace hincapié en la distinción entre las categorías medievales de gubernaculum y jurisdictio. La primera es la que atañe a los actos de gobierno, en manos exclusivas del Rey y respecto a los cuales ningún juez puede cuestionarlos en su legitimidad: no sólo el soberano es el único administrador sino que tiene por derecho todos los poderes necesarios para una administración eficaz. La segunda, marca límites a la actuación del Rey, establecidos por la ley a la cual debe sujetarse, y un acto real por encima de ellos se considera ultra vires[5].
Y en el origen del constitucionalismo francés, como también en el español, estas categorías se mantuvieron en su esencia pues, precisamente, lo reglado por la ley -el equivalente a la jurisdictio- se lo consideró como materia susceptible de control, mientras que lo discrecional -análogamente a gubernaculum-, a contrario sensu, se lo entendió como aquella actividad irrevisable o no contenciosa[6].
Nuevamente se aprecia la impronta del sistema absolutista sobre el liberal, no sólo en torno a la absorción de técnicas de poder regio, sino más allá aún, en la concepción misma del poder: la encarnación en la “razón de Estado” de lo que había representado hasta ese entonces el imperium omnímodo del príncipe, corporizado, ahora, en la actuación discrecional de los órganos administrativos[7].
3. Discrecionalidad y vinculación positiva a la legalidad [arriba]
El principio de legalidad, como categoría jurídica, se halló, desde sus inicios, correlacionado con el ideario social, político y económico liberal de la Revolución Francesa, así como con el muy difundido concepto “Estado de Derecho”, acuñado por la doctrina alemana[8].
Se puso énfasis en un Estado que, para afianzar la ideología liberal, debía desenvolverse de acuerdo a la ley y que, en sus relaciones con los administrados, estaba sometido a un conjunto de reglas que, a la par de reconocer los derechos individuales de estos últimos, limitaba su accionar en la consecución de sus propios fines, predeterminando las vías y medios que podía emplear para lograrlos.
Claro que para arribarse a lo que conocemos como Estado de Derecho “moderno”, hubo de seguirse un largo derrotero: hoy sólo puede recibir tal calificativo aquél que presenta una serie de elementos, que no se limitan a la vigencia del principio de legalidad[9], sino que se complementa con otros. Entre ellos mencionamos: la separación de órganos y funciones; la determinación del espectro de competencias de la Administración; el aseguramiento de la plena vigencia de controles administrativos y el control judicial amplio del obrar administrativo[10].
Genéticamente, entonces, el principio de legalidad resultó un corolario lógico del exponente más acabado del racionalismo, y pieza fundamental del movimiento revolucionario francés: la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Este texto fundamental de la Revolución Francesa consagró, casi como un dogma de fe religiosa, un ciego apego a la ley, considerada como expresión de la voluntad general y, por ello, no podía entenderse otra cosa que lo prohibido en su texto era todo aquello perjudicial para la sociedad. El fin del Estado se concretaba en un Derecho cuyo objeto no podía sino reducirse a asegurar la coexistencia de las libertades de los ciudadanos, fijándoles límites recíprocos.
Esta regla basilar, entonces, se erigió en un instrumento político lanzado contra el absolutismo, importando, en su esencia, una adaptación a las leyes sociales de las leyes de la naturaleza las que, desarrolladas en Occidente desde el Renacimiento, habían alcanzado su formulación más acabada con la Física newtoniana y los teóricos de la Ilustración.
Por ello es que, desde su nacimiento “tradicional”, situado a partir de ese hito acontecido en el país galo, el Derecho Administrativo dotó a la Administración de un título habilitante para el ejercicio de las prerrogativas que se arrogó frente a los individuos para cumplir sus fines. Se trató, entonces, de un derecho exorbitante al de los particulares y no de un derecho garante de la libertad, como podrían considerarse otros derechos públicos -constitucional, penal-, por lo que, en definitiva, su consolidación se dio un poco al margen del ideario político de la Revolución ya que no se agotaron en él, como en aquéllos otros derechos, las funciones de definición y sostenimiento de la ley.
Y fue en el acto administrativo, magnifico instrumento al servicio de los fines revolucionarios, donde halló concreción esa función administrativa, exorbitante de Derecho Privado, bien que sublegal, en principio vinculada positivamente a la ley.
4. Discrecionalidad y vinculación negativa a la legalidad (o los “espacios libres” de la Administración Pública) [arriba]
La cuestión social, entonces, hubo de producir, con el nacimiento de los llamados “derechos de segunda generación”, un tránsito de esa primigenia legalidad individualista a una legalidad social, en la cual el Estado intervino activamente para influenciar positivamente en los procesos de producción y distribución de la riqueza, por ejemplo, a través de los servicios sociales.
Si bien, como señalamos, en obsequio a la preservación de los derechos individuales resultaba un corolario forzoso que la función administrativa se presentase como sublegal y, con ello, una estricta vinculación positiva al principio de legalidad parecía ser la regla más apropiada a tales fines, de manera lenta pero incesante, esa actuación comenzó a exteriorizarse a través de un poder discrecional administrativo vinculado negativamente a la norma jurídica.
Más adelante, la mutación al Estado Social de Derecho y aún al Estado Benefactor o Welfare State acabó por fracturar el paradigma originario[11]. Pues las demandas sociales acuciantes colocaron a la Administración Pública, en la necesidad de cumplir con diversos cometidos estatales[12], para los cuales la vinculación positiva a la legalidad ya no bastó siempre como título habilitante.
En este derrotero, y luego de la segunda Posguerra, se produjo el advenimiento de lo que hubo de calificarse como “Estado Constitucional”, caracterizado, no sólo por la existencia de una Constitución, sino también por la consagración de ciertos derechos fundamentales o derechos humanos básicos y de los denominados “derechos de tercera generación”, como la solidaridad y la tutela del medio ambiente, que obran como límite y condicionamiento al poder, además de mecanismos de control que aseguren la omnipresencia de esas garantías.
De ahí que la discrecionalidad administrativa resultase necesaria en un Estado Social y Constitucional de Derecho y se convirtiese, de por sí, en un fenómeno inevitable para la atención de las necesidades generales que torna insoslayable tomar en cuenta criterios no estrictamente legales, e incluso aún, lo que DWORKIN denomina “directrices”, que serían aquellos estándares de jerarquía inferior que proponen objetivos a ser alcanzados: una situación política, económica o social de la comunidad que resulta deseable[13].
Los límites al obrar discrecional de la Administración, pues, no se hallaron, a partir de ese entonces, tanto en la vinculación positiva a la legalidad stricto sensu, como en la vinculación negativa, a la legalidad en sentido amplio o lato, o para algunos a la juridicidad[14], -dando lugar, así, al “espacio libre” administrativo, comprensivo no sólo del poder discrecional, sino también, como se verá, de los márgenes de apreciación del concepto jurídico-[15].
5. Conceptuación (y justificación) actual de la discrecionalidad administrativa [arriba]
Resumiendo lo dicho podría concluirse que la actividad reglada sería aquella predeterminada por la norma jurídica de resultas de la cual la actuación del órgano está establecida ante el caso concreto; mientras que discrecional sería la que despliega la Administración cuando el orden jurídico le otorga libertad para optar entre varios cursos de acción, para hacer una u otra cosa, o hacerla de una u otra manera o no hacerla[16].
En rigor, la discrecionalidad asume la condición de “denominador común” que configuraría un “supraconcepto”, comprensivo de todas sus especies que, en suma, evoca un determinado modo de actuar y decidir mediante una elección entre distintas alternativas[17].
Pero es de advertir que la denominada actividad discrecional no representa una noción contraria o disociada de la actividad reglada como las exposiciones clásicas parecen querer sugerir. Sólo desde una justificación expositiva o didáctica puede aceptarse, con la aclaración del caso, la presentación dicotómica de las nociones.
Por un lado porque, aclarado que su significación terminológica otrora coincidente con su sentido jurídico -ausencia de regulación y absoluta libertad de decisión para el soberano-, hoy ya no puede mantenerse pues, por el contrario, el poder discrecional proviene de una doble juridización: la existencia de una norma atributiva que confiera discrecionalidad al órgano administrativo y la sujeción de éste a los límites jurídicos impuestos por el ordenamiento[18].
Es que en un Estado de Derecho, al encontrarse toda la actividad administrativa sujeta a control, la nota distintiva que hubo de trazar una divisoria de aguas entre ambas especies de actuación en el pasado, se torna, a todas luces, inaplicable. La discrecionalidad, en todo caso, se inserta como un matiz diferencial característico de cierto tipo de competencia administrativa en un Estado de Derecho y reconoce los límites que éste le impone, pero, en modo alguno, resulta incompatible con éste[19].
Por eso es que BANDEIRA DE MELLO, citando a GONCALVES PEREIRA, sostiene que el poder discrecional no resulta de ausencia de reglamentación de cierta materia, sino de una forma posible de su reglamentación ya que, dadas las múltiples y variadas situaciones fácticas que pueden presentarse, el agente deberá contar con la habilitación normativa que le posibilite elegir la medida idónea para atender el interés público[20].
Amén de ello, debe decirse que el poder discrecional admite graduaciones según que la norma deje librados al criterio volitivo de la Administración la determinación de un mayor o menor número de elementos del acto[21]. El acto discrecional, entonces, de acuerdo a la graduación de la “dosis” de libertad deferida por la norma atributiva de competencia al órgano que lo emite, contendrá más o menos elementos reglados, lo que habrá de repercutir, naturalmente, sobre la densidad del control del mismo.
Finalmente, porque en todo acto administrativo existen entremezclados, en mayor o menor medida, aspectos reglados y discrecionales, de modo tal que la distinción debe efectuarse en forma cuantitativa y no cualitativa[22].
En suma, no resultaría fácticamente posible, ni lógicamente admisible que el legislador pudiese atrapar en una regulación normativa habilitante (de la actuación y del contenido de ella) a todas las funciones Administrativas. La dinámica que propone el entorno circundante al sistema administrativo reclama que la solución sea otra: dejar deferida a la Administración, con mayor intensidad, un marco de libertad respecto al cuándo y cómo actuar para satisfacer las necesidades públicas[23].
Es entonces que la discrecionalidad administrativa evolucionó -histórica y sistémicamente-, desde su originaria visualización como bastión irreductible de control de la actividad del órgano ejecutivo, experimentándose, en ese derrotero, una evolución en las técnicas de control.
Primero ese desarrollo se gestó en el seno del Consejo de Estado francés que pasó de un control limitado a la legalidad y la forma (excés de pouvoir) hasta un control amplio de la finalidad (détournement de pouvoir)
A partir de ese hito, la admisión del control judicial de la actividad administrativa se ha erigido en un presupuesto indiscutible del Estado Constitucional y Social de Derecho, aunque variando las técnicas y los criterios respecto a la densidad con que debe ejercerse en la Europa continental, fundamentalmente en Alemania y en España.
6. Análisis comparado de los sistemas francés, alemán, español y argentino [arriba]
6.1. Advertencia.
La referencia a los precitados sistemas obedece no sólo a razones prácticas -pues un análisis que incluyese a otros, como el italiano o el inglés y el norteamericano, excedería los límites de este trabajo-; sino a la circunstancia de que el Derecho Administrativo argentino, se ha construido bajo la fuerte influencia de los modelos francés y español, pese a que la organización constitucional se haya inspirado en el modelo estadounidense, especialmente al edificarse sobre un sistema presidencialista con un reparto federal de competencias entre la Nación y las Provincias, no obstante que existan ciertas diferencias -que se han ahondado luego de la reforma de 1994- pero que no es del caso destacar aquí.
Sin embargo es de resaltar que, a diferencia del modelo francés, y con la salvedad del caso de Colombia que adoptó la institución del Consejo de Estado, en Latinoamérica se ha seguido el paradigma judicialista de la Constitución de Cádiz de 1812 y, en algunos casos, como en el de Argentina y Uruguay con la creación de un fuero especializado en lo contencioso administrativo, que sigue al español.
Tal sistema de control judicial no ha impedido, empero, en el caso de Argentina y de otros países iberoamericanos, la admisión del ejercicio de funciones jurisdiccionales a favor de órganos administrativos, cuando la especialidad de la materia lo justifique y bajo la condición del sometimiento ulterior de esa actividad al control judicial suficiente.
6.2. Sistema francés. El “error manifiesto de apreciación”.
Histórica y lógicamente parece conveniente iniciar este recorrido por el modelo francés pues, al fin y al cabo es la cuna del contencioso administrativo, bien que, como se dijo, residenciado en un órgano administrativo, el Consejo de Estado.
Si bien es cierto que el sistema francés de justicia administrativa presenta algunas carencias respecto a otros más avanzados, como el alemán, no ha dejado de adaptarse, por vía legislativa, reglamentaria o jurisprudencial a las demandas sociales.
Las críticas, a menudo apresuradas, se centran en la famosa prohibición de “inmisión” de los tribunales en la actividad administrativa, instrumentada por la Ley de 16 de Fructidor del año III (3 de septiembre de 1795), olvidan, quizás, que desde que en el año 1872 le fuera conferida la justicia delegada al Consejo de Estado, éste se ha convertido en un verdadero juez de la Administración en un Estado democrático, extremando, incluso, el control en aspectos de “oportunidad” cuando ello ha sido necesario para la defensa de los derechos individuales y asegurar la prestación de servicios públicos[24]
Hay coincidencia en que el punto de ruptura con la concepción del acto discrecional entendido como acto de “pura administración” y exento de control discrecional, parece haberse dado en el arrêt Grazzietti de 1902. En este pronunciamiento del Consejo de Estado quedó establecido que no existen, en verdad actos discrecionales, sino un cierto poder discrecional de la Administración que se encuentra más o menos en todos los actos y que es el poder de apreciar la oportunidad de las medidas administrativas.
Desde ese entonces, la jurisprudencia del excés de pouvoir ha ido desarrollando las técnicas de limitación y control de los poderes discrecionales de la Administración, resultando de generada aceptación doctrinaria que la discrecionalidad administrativa, existe, está justificada y es necesaria, comportando un elemento de oportunidad, netamente distinguible, en el plano teórico al menos del de legalidad[25]. Por eso es que se reconoce que el juez administrativo puede controlar todos los aspectos de la legalidad, evitando convertirse en un “juez de la oportunidad” pues, de ser así, estaría arrogándose el ejercicio de una función política alterando las bases del sistema.
La regla general para fijar los medios o técnicas de control de la discrecionalidad fue dada por el CE en el arrêt Institut Technique de Dunkerque, del 25-4-80, exponiéndose que la potestad discrecional no debe reposar sobre hechos materialmente erróneos, sobre un error de derecho, sobre un error manifiesto de apreciación o estar viciada por desviación de poder[26].
El control de la desviación de poder, presenta como nota común a otros sistemas, las dificultades probatorias, por lo que no merece la pena detenerse en él. Y tampoco suscita problemas el “error de derecho”, que supone la infracción a alguna norma aplicable al caso, o en la aplicación de alguna norma ilegal o en un error de interpretación, problemas todos que afectan a aspectos reglados del acto.
En cambio, presenta otros matices el alcance del control de los “motivos de hecho” que, en un principio, se circunscribió a la existencia material de los hechos determinantes de la decisión, como una de las aperturas del recurso por excés de pouvoir, según dan cuenta los arrêts Gomel (1914) y Camino (1916).
En el primero de ellos se evaluó el ejercicio del poder legal de un prefecto para negar un permiso de construcción por “atentar contra la perspectiva monumental”, concluyéndose que se había realizado una falsa calificación jurídica de los hechos.
En el segundo se revisó la suspensión –y luego restitución- por resolución prefectoral del alcalde de Hendaye bajo los cargos de: no haber observado la decencia de un cortejo fúnebre (se le reprochaba haber introducido el ataúd por una brecha abierta en el muro que rodeaba el cementerio y de haber hecho cavar una fosa poco profunda) y de haber ejercido algunas “vejaciones” respecto de una ambulancia privada.
En cuanto a la primera imputación se comprobó la inexistencia material de los hechos y, en lo referente a la segunda, que se basaba en hechos que no constituían falta disciplinaria. La importancia de “Camino” se halla en la circunstancia de haber marcado con precisión la diferencia entre la inexactitud material de los hechos, o hechos determinantes, y la calificación jurídica de los mismos, según ha destacado la doctrina[27].
A partir del arrêt Lagrange (1961) el CE amplió su control a través de la noción de “error manifiesto de apreciación”, para anular aquellas decisiones basadas en valoraciones o calificaciones de los hechos determinantes flagrantemente incorrectas o groseras[28].
Pero si el error no es manifiesto la decisión no está sometida a control judicial, aunque pudiera ser equivocada pues el poder discrecional comporta el poder de equivocarse (BRAIBANT), lo que no quiere decir que la Administración tenga “derecho” a equivocarse, sino que a falta de evidencia del error, el juez no puede sustituir el juicio de aquélla por sus propias apreciaciones subjetivas[29].
Este tipo de control de la existencia material de los hechos más el error manifiesto de apreciación, es el que la doctrina francesa denomina “control mínimo” o “restringido” y es la regla general.
De todos modos, esa regla reconoce excepciones pues en algunos casos el Consejo de Estado rechaza pronunciarse, incluso, sobre la existencia de un error manifiesto de apreciación: por ejemplo en las decisiones de los jurados o comisiones de exámenes, oposiciones y concursos, por razones técnicas, o de las grandes decisiones de ordenación territorial o de localización de grandes infraestructuras, por razones de oportunidad política.
En otras oportunidades el control se ha extendido más allá del más allá del error manifiesto en la calificación de los hechos, cuando lo que se enjuicia es la proporcionalidad de la medida, a través de la teoría del balance (bilan cout-avantages) que toma en cuenta la relación costo-beneficio de la decisión. Este tipo de control suele definirse como “normal” o “pleno” pero está limitado a supuestos tasados. Por ejemplo en el arrêt Ville Nouvelle Est (1971) el Consejo de Estado efectuó el control de la utilidad pública de la expropiación sosteniendo que una operación sólo puede ser legalmente declarada como tal si la afectación de la propiedad privada, el costo financiero y, eventualmente, los inconvenientes de orden social que entraña no son excesivos en función del interés que representa.
A partir de este caso, pareciera que la tendencia es la de efectuar un verdadero control de la utilidad pública, por comparación al “perjuicio a otros intereses públicos” que se hallen en contraposición a éste.
En efecto, en el arrêt Societé civile Sainte Marie de l´Assomption, (1972) el Consejo de Estado se pronunció sobre la utilidad pública de la construcción de la autopista norte de Niza, para lo cual se requería expropiar parte del hospital psiquiátrico Santa María, único del departamento, poniendo en pugna no sólo al interés público con el privado, sino también importando un conflicto entre dos intereses públicos: el de circulación y el de salud pública.
De todas maneras, este tipo de control que va más allá del “error manifiesto de apreciación” ha sido utilizado con extrema cautela pues, a menudo se critica que se trata de un control de oportunidad por el cual el juez sustituye las apreciaciones subjetivas de la Administración. Por ello es que, en materia expropiatoria, los antecedentes son contados y nunca el Consejo de Estado se ha pronunciado cuando se trata de emprendimientos de envergadura (defensa, construcción de centrales nucleares, trenes de alta velocidad) y se ha excusado de hacerlo en las determinaciones de planes urbanísticos.
6.3. Sistema alemán. El margen de apreciación de los conceptos.
Por contraste con lo acontecido en Francia, Alemania es el país europeo donde la doctrina y la jurisprudencia han intensificado más el estudio y aplicación de las técnicas de control de la discrecionalidad administrativa. Las razones obedecen tanto a la importancia de la concepción de “Estado de Derecho” que la doctrina germánica prodigó en el siglo XIX, como a la necesidad de construir valladares al poder público, luego de la segunda posguerra.
Las bases sobre las que se construyó este modelo son bien conocidas: 1) supremacía de la ley; 2) carácter “ejecutivo” de la Administración respecto a esa ley; 3) sometimiento de la Administración a la ley y al Derecho –art- 20.3 LF-, es decir, “vinculación positiva”; 4) perfeccionamiento continuo de las técnicas jurídicas de reducción de la discrecionalidad y consecuente control judicial intenso de las mismas.
En la evolución operada, puede señalarse que, ya a fines del siglo XIX, la doctrina distinguía entre un ámbito de discrecionalidad libre, no susceptible de control judicial alguno (de manera similar a los actos discrecionales en Francia) y otro de discrecionalidad sometida a determinadas vinculaciones legales, pero dentro del cual se concedía un amplio margen de apreciación a la Administración[30].
En la etapa posterior a 1945, al igual también que en el derecho francés, por un lado se sometió a toda la actuación discrecional a los límites externos de su ejercicio (competencia, finalidad), pero también se abogó por un confinamiento del margen de libertad de decisión en los supuestos de “discrecionalidad vinculada”. A tales fines, la doctrina y jurisprudencia alemanas distinguieron con carácter general la discrecionalidad de los conceptos jurídicos indeterminados.
En verdad se trata de una nueva construcción a partir de la verificación de la existencia de conceptos utilizados por el Derecho Privado, denominados “flexibles” “o fórmulas de goma”, algunos de valor y otros de experiencia[31], tales como: “buen padre de familia”, “buen hombre de negocios”, “buena fe” (este, en realidad, también exigible a la Administración, por su condición de Principio General de Derecho), “moral y buenas costumbres”, “curso natural y ordinario de las cosas”, etc.
El provecho que extrae el Derecho Privado del uso de conceptos jurídicos indeterminados, transita, especialmente en el campo de la interpretación pues, entre otras ventajas: a) introduce en el proceso de aplicación de las normas una referencia a objetos que sólo pueden delinearse mediante conceptos no sustentados en datos concretos, sino en ideas o imágenes que el operador debe representarse; b) mantiene a lo largo del tiempo la adecuación de la norma a criterios de valor o experiencia mutables en una sociedad (v.g. moral y buenas costumbres) que, de ser atrapados por fórmulas rígidas, deberían llevar a frecuentes derogaciones de las normas y; c) circunscribe la aplicación a un caso concreto de la norma, según las circunstancias fácticas del supuesto bajo análisis (“diligencia del buen hombre de negocios”)[32].
El Derecho Público, en general, y el Derecho Administrativo en particular, también echan mano de la utilización de estos conceptos a través de formulaciones que pueden incluir a la “emergencia”, la “urgencia”, la “utilidad pública”, la “oferta más conveniente”, la amenaza de “ruina”, las “razones de buen servicio”, el “valor histórico o artístico” de un bien, el estado de “conmoción interior”, etc.[33].
En el terreno de las relaciones iuspublicistas, si bien el manejo de los conceptos jurídicos indeterminados encuentra también un importante papel en la resolución de problemas de interpretación y aplicación de la norma, su relevancia -y también su complejidad-, es aún mayor en tanto opera como criterio orientador para la labor revisora de los jueces de la actuación administrativa[34].
En esta primigenia formulación se propició que el concepto jurídico indeterminado sólo admitiese una única solución justa para el caso que el intérprete debía escudriñar, sometida a control judicial pleno: es lo que se conoce como “reducción a cero” de la discrecionalidad, no sólo en la consecuencia jurídica, sino también en la determinación del antecedente normativo.
Pero, en seguida, cierto sector de la doctrina hubo de reconocer en poder de la Administración un “margen de apreciación”, libre del control judicial, para la aplicación de los conceptos jurídicos indeterminados[35], justificado en la dificultad intrínseca del control en muchos casos (sobre todo cuando la norma remite a juicios de experiencia o empíricos o bien a estimaciones subjetivas de valor atribuidas al órgano administrativo)[36]. Sin embargo, así planteada la cuestión, pudo llegar a sostenerse que la justiciabilidad de la aplicación de los conceptos jurídicos indeterminados derivaba de un simple problema de dificultad de apreciación o de prueba y, en esta línea, la teoría quedó reducida a supuestos de apreciación subjetiva insustituible como en los casos de exámenes y oposiciones.
Frente a esta tesis, predominante durante los años sesenta y setenta, la tendencia actual propende al abandono de la vinculación positiva, para dar paso a la doctrina de los espacios libres de la Administración. Así, la función de la ley se ubica en la protección de ciertas situaciones jurídicas como la libertad, la propiedad y los derechos humanos y, a la par, como legitimadora de la actuación de la Administración para regular los aspectos esenciales de cada materia o sector de actividad.
Así a la Administración se le confiere el poder de adoptar todas aquellas decisiones de rango secundario, no confiadas al Parlamento, dejando de ser la función administrativa una mera ejecutora de la ley, sino su concretizadora para la protección del interés general desde una perspectiva flexible y dinámica. A la obvia legitimidad democrática, al menos indirecta, que también posee, se suman la agilidad y capacidad de reacción de sus órganos, dotados de medios técnicos y financieros destinados a la asunción de cometidos específicos.
Bajo estas premisas la teoría del “margen de apreciación” de los conceptos jurídicos indeterminados adquiere una nueva significación pues ya los tribunales no pueden abiertamente y sin límites sustituir el juicio administrativo por el propio, sea en relación a los hechos como respecto de las consecuencias jurídicas. Ello por cuanto el proceso que conduce a la decisión no es puramente jurídico, en el estricto sentido de aplicación de la norma prestablecida), sino creativo.
Los límites de ese control judicial deben entonces circunscribirse a la adecuación de la actuación administrativa al marco legal (que no sea errónea, abusiva, desviada o que no viole algún derecho fundamental)[37].
Pero además el juez habrá de controlar intensamente el cumplimiento de las garantías del procedimiento administrativo –como cauce formal concretizador de las leyes- así como la competencia y cualificación del órgano que adopta la decisión.
6.4. Sistema español.
Antes de la vigencia de la Ley Jurisdiccional Contencioso Administrativa de 1956, la Administración podía actuar libremente si someterse a falta de determinación normativa. Este era el principio ínsito en la conocida Ley Santamaría de Paredes de tanta influencia en Latinoamérica y el Tribunal Superior (en adelante “TS”) llegó a afirmar que. “...ante la inexistencia de normas que indiquen a la Administración obrar en un determinado sentido y la ausencia de disposiciones legales que puedan considerarse infringidas con los actos dictados por ella, obligan a atribuir a las decisiones que adopten, fuera de la órbita de tales impedimentos, el carácter de actos discrecionales”[38].
La Ley de 1956, dio un giro copernicano al asunto, ya desde su Exposición de Motivos al señalar que la discrecionalidad, no surge de ausencia de regulación legal, sino “cuando el ordenamiento jurídico atribuye a algún órgano competencia para apreciar, en un supuesto dado, lo que sea de interés público”.
Entonces la valoración o apreciación del interés público pasó a ser la clave de la nueva concepción de la discrecionalidad, siguiendo tal vez a la corriente francesa que puso énfasis en la oportunidad como su característica notoria. En este sentido, el TS señaló que si bien la discrecionalidad no puede referirse a todos los elementos de un acto en bloque, ella no resulta excluida para los elementos singulares referidos a la conveniencia y oportunidad de dictarlo, cuando ello se encomienda al recto órgano emisor[39].
Cabe señalar, también la influencia de Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA en la introducción en España de la teoría de los conceptos jurídicos indeterminados en su versión originaria, es decir, partidaria de la unidad de solución justa[40].
La jurisprudencia de ese país también brinda ejemplos de la aplicación de la teoría en su versión reduccionista, al estimar la Sala de lo Contencioso Administrativo que uno de los requisitos exigidos por el Código Civil, en la redacción dada por la Ley 18/1990 del 17 de diciembre, de “justificar buena conducta cívica” para adquirir la nacionalidad española por residencia, “…es un concepto jurídico indeterminado que no puede ser precisado a priori sino que debe ser concretarse a tenor de cada supuesto en el que deba ser aplicado…esto no habilita para que la Administración actúe ya no con arbitrariedad, sino ni siquiera con discrecionalidad, puesto que este supuesto significa elegir entre varias soluciones justas, aquella que se considere conveniente. En efecto, en casos como el que nos ocupa, la Administración sólo va a poder actuar…eligiendo la única solución justa posible: o el solicitante ha acreditado la buena conducta cívica o no. Y esta valoración es perfectamente controlable y revisable por la jurisdicción Contencioso-Administrativa”[41].
Sin embargo, la jurisprudencia ha comenzado a admitir la existencia de un margen de apreciación a favor de la Administración, el que, como bien señala SÁNCHEZ MORÓN no es absoluto por cuanto en ocasiones podrá concluirse en base a pruebas concretas o bajo criterios de razonabilidad, que el juicio administrativo ha sido errado por encontrarse no resultar aplicable el concepto al caso concreto (“certeza negativa”). Ello acontece cuando, v.g., el objeto no tiene manifiestamente valor artístico y no puede ser declarado como integrante del patrimonio cultural, o bien cuando no se adjudicó el contrato a la oferta más conveniente. Fuera de estos casos, la decisión administrativa debe ser considerada lícita si al menos cabe alguna duda razonable respecto de que ella resulte ser la solución más adecuada al sentido de la norma[42].
El TS ha expuesto que, en el caso de los conceptos jurídicos indeterminados, “…hay solo un interés público y la libertad de que goza la Administración aparece referida al margen de apreciación que necesariamente conlleva la individualización de la única actuación legalmente autorizada para atender a aquél interés, y que sólo genéricamente ha sido definida”. Y para ese margen de apreciación suele aceptarse una amplia extensión que existe “…hasta el límite que representa la irracionalidad o la ostensible equivocación”[43]
De modo que, dentro del margen de apreciación, la Administración tendría la posibilidad de adoptar válidamente distintas soluciones, completando la indeterminación de la norma aplicable al caso. Se trataría de un caso de discrecionalidad cognitiva o interpretativa (en el antecedente), no volitiva (en el consecuente). Pues no es lo mismo que la ley permita a la Administración incluir en el patrimonio cultural bienes que no tienen carácter artístico (en base a otros criterios) a que solo pueda hacerlo en tanto y en cuanto reúnan esos caracteres.
6.5. Sistema argentino.
Hasta bien entrado el siglo pasado, la discrecionalidad administrativa constituía una materia irrevisable para la jurisprudencia argentina, tal vez en el entendimiento de que la intromisión del Poder Judicial sobre la acción del Poder Ejecutivo y los órganos secundadores de su función, cuando cumplía cometidos típicamente administrativos, significaba quebrar la división de poderes, línea iniciada por la CSJN en el precedente “Seste y Seguich” de 1864[44] y seguida en “Sojo” (1887)[45] y “Bonevo” (1929)[46]
Reflejo de esta doctrina respetuosa de la división de poderes son los pronunciamientos “Bergés” (1932)[47] y “Crespo de Godoy” (1935)[48].
En el primero de ellos, la Corte rechazó el reintegro a una cátedra que había sido suprimida y el pago de una indemnización, con fundamento en la doctrina de la doble personalidad del Estado, bajo estos razonamientos: “…la justicia no tiene una misión tutelar respecto del Poder Ejecutivo en el manejo de la cosa pública. Y cuando este poder nombra, remueve o declara una cesantía, procede como entidad pública, encargado de dar las directivas que crea convenientes a los negocios del Estado, y no como persona jurídica o entidad del derecho privado…es inadmisible que un poder extraño venga a declarar lo contrario en nombre de un derecho particular presuntivamente afectado…pues ello no tan sólo importaría la supeditación de un poder a otro y la injerencia de aquél en funciones ajenas a su competencia técnica, sino que sería hacer prevalecer un interés privado sobre el interés superior de la institución misma…”.
En el segundo se discutía la cesantía de un profesor de la Universidad Nacional de La Plata y la CSJN desestimó la pretensión argumentando que “…los reclamantes carecen de derecho para promover la revisión judicial de esa resolución, pues a ello se oponen principios fundamentales que justifican la división de poderes del Estado”.
La opinión doctrinaria a ese entonces, acompañaba este derrotero jurisprudencial, así, merece destacarse que SARRÍA sostenía que los actos discrecionales no eran recurribles por cuanto “…el poder discrecional, que no obedece a reglas…está librado al criterio del gobernante”[49].
En el caso “Dri” de 1966[50], en el que se juzgó la impugnación de un reencasillamiento de un empleado público, aun cuando se desestimó la pretensión, la Corte, sin dejar de mencionar el respeto al principio de división de poderes, sostuvo que: “…no parece dudoso que la facultad de nombrar y remover empleados públicos comprende la de otorgarles ascensos en el lapso de la prestación de sus servicios y de ubicarlos en el escalafón, al menos en tanto no signifique una cesantía encubierta y que esta atribución integra las necesarias para la supervisión de la correcta prestación de servicios por parte del Presidente de la Nación”.
A partir de allí, el repertorio de soluciones pareció encaminarse, fundamentalmente, y salvo excepciones, a un control de la discrecionalidad a través de los elementos reglados del acto, en especial, la causa, la motivación y la finalidad, así como el que brindan los límites más elásticos de la buena fe y la razonabilidad[51].
-Así, en el caso “Industria Maderera Lanín” (1977)[52], la empresa había demandado a la Dirección de Parques Nacionales que, en forma omisiva, había impedido a la actora la entrega en concesión para explotación de una zona forestal convenida al momento de encargarle un estudio e inventario, aduciendo la existencia de reglamentaciones que, en apariencia, la prohibían.
La Corte tuvo en cuenta que las normas invocadas no se habían aplicado respecto a otros concesionarios o permisionarios, lo cual habría puesto de relieve la desigualdad de oportunidades para quienes se hallasen en paridad de condiciones (art. 16 C.N.)
También expuso que el comportamiento del organismo estatal se había tornado arbitrario creando obstáculos que “frustraron luego toda expectativa razonable de aprovechamiento forestal por parte de la accionante”, con lo cual, aunque no lo invocó expresamente, hizo valer el principio de la confianza legítima.
Finalmente esbozó una regla que después se repetiría constantemente en su jurisprudencia: “…la circunstancia de que la Administración obrase en ejercicio de funciones discrecionales, en manera alguna puede aquí constituir un justificativo de su conducta arbitraria; puesto que es precisamente la razonabilidad con que se ejercen tales facultades, el principio que otorga validez a los actos de los órganos del Estado y que permite a los jueces, ante planteos concretos de parte interesada, verificar el cumplimiento de dicha exigencia”.
-En el caso “Timerman” (1978)[53], la Corte Suprema resolvió un “habeas corpus” deducido por su esposa en virtud de mantener la detención a disposición del Poder Ejecutivo, una vez concluida la investigación que lo vinculaba a una causa penal (caso “Graiver”, relacionado con el manejo de fondos de la organización “Montoneros”. Luego de reconocer las facultades privativas de los poderes del Estado, como consecuencia del principio de separación, señaló: “…la aplicación concreta de facultades de excepción del poder político deben sujetarse al contralor de la razonabilidad en la adecuación de causa y grado entre la restricción impuesta –la libertad personal en el caso- y los motivos de la situación de excepción”. Al comprobar que los antecedentes del caso no justificaban la permanencia del arresto, hizo lugar al habeas corpus.
-En “Galina”, de 1982[54] la Corte dejó sin efecto la expulsión del actor, alumno universitario, dispuesta luego de un procedimiento sumarísimo y sin audiencia previa ni elementos probatorios por el delegado militar de la Universidad Nacional de Córdoba, sosteniendo que las disposiciones tomadas en el orden interno por las universidades “…en tanto ellas respeten en sustancia los derechos y garantías establecidas en la Constitución Nacional y no constituyan un proceder manifiestamente arbitrario”. Esta doctrina serviría, a su vez, de base argumental para los casos “Legón” (1991) y “Piaggi” (2004).
-En “El Panamericano”, también de 1982, el actor pretendía que la Dirección Nacional de Vialidad le construyera un camino que comunicara su estación de servicio y restaurant con el nuevo trazado de la ruta N°9 o, en caso, contrario se le indemnizaran los daños y perjuicios ocasionados por la pérdida de ganancias.
La Corte rechazó el planteo sosteniendo que el “…control de las decisiones discrecionales se limita a corregir una actuación administrativa, ilógica, abusiva y arbitraria”, presupuestos que, entendió, no se verificaban en la especie.
-En “Arenzon” (1984)[55] la Corte hizo lugar a una acción de amparo deducido ante la negativa del ingreso en un Instituto Nacional del Profesorado en las asignaturas Matemáticas y Astronomía, por no tener el postulante la altura mínima exigida de 1.60 mts. (medía 1.48). Advirtió el Tribunal que no existían estudios ni antecedentes técnicos que justificaran esa restricción, con lo que efectuó un control sobre la causa.
-En el caso “Consejo de Presidencia de la Delegación Bahía Blanca de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos” de 1992[56], el que se cuestionó el levantamiento de un permiso precario de transmisión radial otorgado a la actora en una emisora estatal, alegándose entre otros motivos que el programa no contribuía a la “pacificación”, además de establecerse que no existían actos reglados, sino mayores o menores niveles de discrecionalidad, puso en valor el control de los actos discrecionales a través de sus elementos reglados.
-En el caso “Vera González” (1996)[57] la Corte innovó haciendo extensivo el alcance del control de la discrecionalidad aun en caso del ejercicio de potestades revocatorias frente a permisos precarios. Se trataba de una autorización provisoria extendida para la utilización de postes de tendido eléctrico en la Ciudad de Catamarca, por la Dirección de Energía provincial. Dijo allí el tribunal que “…aun tratándose de actos de carácter precario, su revocación se encuentra condicionada a la existencia de motivos serios y razonables que lo justifiquen; máxime si se advierte que las circunstancias de hecho iniciales se mantuvieron inalteradas al tiempo de la revocación”.
-En el caso “Schnaiderman” (2008)[58] la Corte Suprema ha vuelto a utilizar este control “clásico” de la legitimidad del acto al exigir que la cancelación de la designación de un agente público, que había accedido al cargo por concurso, durante el período de inestabilidad, debe hallarse motivada.
Pese a su acogida en general amplia en la doctrina[59], como señalamos, en general, la jurisprudencia argentina no ha efectuado un control de la discrecionalidad del acto a través de la técnica de los conceptos jurídicos indeterminados.
Las excepciones están dadas por lo resuelto por la Sala I de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal, en “Caamaño” (1994) donde el actor pretendía la concesión de la explotación de un juego de lotería por Lotería Nacional S.E., para cuya denegación ésta invocaba como fundamento la baja recaudación. Allí se dijo que se trataba de un concepto jurídico indeterminado que la Administración debía, primariamente, determinar mediante norma o acto que estableciera los extremos que lo conformaban.
Por su parte, la Corte Suprema en “Mocchiutti” (1997)[60], caso en el que se cuestionaba la validez constitucional de las normas de la Universidad Nacional de Córdoba que establecían que para los concursos de titulares de cátedras participaran delegados de los alumnos, con voz y voto. La Corte, al referirse al Estatuto Universitario consideró que las normas relativas a los concursos al exigir la formación de jurados de “idoneidad e imparcialidad indiscutibles” delegaba en los órganos de gobierno la atribución de reglamentar los procedimientos de selección de docentes “…a través de un concepto jurídico de contenido acotado que restringe el marco de discrecionalidad administrativa sobre la materia…”.
Existe una tendencia a identificar los tipos de discrecionalidad, proponiendo, pretorianamente, una distinta forma y alcances del control judicial, según criterios que no pueden generalizarse por cuanto varían en los distintos sistemas comparados y, a menudo, pueden superponerse.
No obstante la salvedad expuesta, los principales tipos serían:
1) Discrecionalidad reglamentaria dependiendo la amplitud con que se ejerce la misma de si se trata de un reglamento de ejecución de la ley o de un reglamento autónomo. Pero en uno u otro caso el ejercicio de la potestad dependerá de los límites marcados por el ordenamiento y, aún, del respeto a las garantías procedimentales, en especial, a la participación de grupos o asociaciones interesadas y a la intervención de órganos consultivos.
2) Discrecionalidad de planificación, la que ha alcanzado una importancia cuantitativa y cualitativa cada vez mayor, pues permite conjugar las necesidades de previsibilidad de la actuación administrativa y las técnicas gerenciales de “dirección por objetivos” con las de una adaptación flexible a las circunstancias cambiantes que la ley no pueden contemplar a priori. Los supuestos son numerosos y distintos, aunque la nota común que los caracteriza es que siempre media una ponderación de una pluralidad de intereses y factores de distinta naturaleza (p.ej. planes urbanísticos y de ordenación territorial, hidrológicos, de ordenación de recursos naturales, de desarrollo regional, económicos, etc.). En todos estos casos el control jurídico sustantivo resulta delicado, especialmente si se emplean los estándares abstractos de la razonabilidad, proporcionalidad o interdicción de arbitrariedad.
Resulta ilustrativa al respecto la sentencia del Tribunal Constitucional alemán del 17.7.1996, vol. 95, 1, 15 ss.), relacionada con la planificación de un proyecto de construcción entre Berlín y Hannover, planteándose la cuestión de si competía al legislador decidir sobre un proyecto de la construcción de un tramo del ferrocarril mediante una ley que regulase, exclusivamente, la medida de la construcción de este tramo entre Berlín y Hannover ¿o le compete a la administración decidir la determinación de un plan?
Los aspectos básicos del pronunciamiento fueron los siguientes:
1. La Ley fundamental no exige una separación radical y pura, sino más bien un control mutuo de los poderes, la inhibición frente los otros poderes y moderación. Sin embargo los poderes deben guardar el balance entre sí mismos. Ningún poder debe ser privado de la competencia que le es imprescindible para cumplir las funciones que le son atribuidas por la Constitución. El núcleo de los tres poderes es inalterable para que los poderes no pierdan sus funciones típicas atribuidas por la Constitución.
2. Al parlamento compete la función de legislar porque solo este órgano dispone de la legitimación democrática. Al poder ejecutivo le compete, de otro lado, las funciones de gobierno y de administración. Por consiguiente debe ejecutar y aplicar las leyes en el caso concreto.
3. Según estos criterios la planificación pública ni compete exclusivamente al legislador ni exclusivamente al poder ejecutivo. La planificación pública es un proceso complejo de recuperación, selección y procesamiento de informaciones, de definición de un objetivo y de selección de los medios a implantar. La planificación tiene, por consiguiente, un carácter final y no condicional.
4. Al poder ejecutivo se le atribuye la competencia de preparar un plan público. Al parlamento le compete, por el contrario, los derechos de información y control. El legislador tiene competencia de decidir sobre un plan que fue iniciado y preparado por el gobierno y la administración. El legislador tiene facultades para decidir bajo la forma de una ley siempre y cuando la materia, según su naturaleza, es apta para una regulación legislativa.
3) Discrecionalidad de iniciativa: Se entiende por tal la competencia reconocida por el ordenamiento a las Administraciones Públicas para crear servicios, promover actividades públicas o acordar prestaciones o medidas de fomento o asistencia. Puede ser que el contenido propiamente político de estas decisiones pueda identificarse con la propia definición de prioridades políticas de gobierno que, en principio, no serían revisables por no constituir materia administrativa. Sin embargo esta especie se vincula más bien con la iniciativa en la realización de actividades o servicios no previstos por la ley o que, aún previstos, la ley ha dejado en manos de la Administración la elección del momento o iniciativa, siendo este caso confundible también con las cuestiones de oportunidad. El antecedente de la CSJN “Friar” (2006)[61], revela que pueden aparecer entremezclados estos tipos. También en estos casos los controles jurídicos sustantivos resultan complicados y, tal vez, resulten adecuados los controles políticos, como los que se pueden ejercer a través de procedimientos de participación ciudadana en las decisiones o en la formulación de los presupuestos. Ello sin dejar de lado los controles que puedan ejercer otras instituciones como el Defensor del Pueblo.
4) Discrecionalidad política stricto sensu: Se halla en todos aquellos supuestos en los que la ley otorga, expresa o implícitamente, un margen de libertad a los órganos administrativos para que valoren los aspectos y consecuencias políticas de sus decisiones. Si por ejemplo una fórmula legislativa autorizara a la Administración ante una situación que afectase “gravemente al interés general”, ante la amplitud de la indeterminación del concepto resultaría imposible no reconocerle un amplio margen de apreciación para el que sólo pueden utilizarse criterios políticos. Otros ejemplos podrían ser la aplicación de controles fiscales más intensos a un determinado sector de la actividad económica o la afectación de agentes de policía para protección de determinados sectores de la ciudad o la decisión y definición de los términos con que se llevara a cabo una campaña de control de la natalidad.
5) Discrecionalidad técnica: En estos casos la ley confiere un ámbito de decisión a la Administración para obtener un resultado conforme a evaluaciones de naturaleza técnica. Tradicionalmente, en especial en la doctrina italiana, se distinguió la discrecionalidad pura de la discrecionalidad técnica, entendiendo a esta última como aquella en la que el acto administrativo dependía de la observancia de un juicio técnico previo[62]; mientras que otros la equipararon, lisa y llanamente, a la actividad libre de la Administración[63]. Actualmente, hablar de “discrecionalidad técnica” como esfera de actuación administrativa irrevisable, no es admisible y la locución, cuyo mantenimiento se debe pura y exclusivamente a su generalizada difusión debería ser reemplazada, por ejemplo, por “actividad administrativa basada en juicios técnicos o científicos”. Maguer lo expuesto, los juicios técnicos o científicos, deberán descomponerse en dos aristas distintas en torno al papel que desempeñarán como antecedente fáctico del acto. Por un lado, se encontrarán aquellos que ofrezcan reglas técnicas uniformes las que, como tales, al ser aceptadas por el ordenamiento, pasarán a integrar el bloque reglado. Piénsese, por ejemplo, en aquellos proporcionados por las denominadas disciplinas “duras” (Matemática, Física, Química, Ingeniería, etc.). No existirá aquí valoración alguna del órgano y, por lo tanto, su actividad resultará mayormente reglada y su control judicial no ofrecerá mayores dificultades[64]. De otro, mediará valoración o ponderación subjetiva, ante juicios técnicos, científicos o de experiencia, controvertidos o no unívocos o simplemente tolerables, hipótesis que comportarían, mayormente, ejercicio de discrecionalidad por parte de la Administración y, un control, a priori, más dificultoso de ejercer.
8. Posibilidad de que el juez sustituya la decisión administrativa [arriba]
Un tema por cierto polémico es el relativo a la posibilidad que tiene el juez de sustituir la decisión administrativa. Tal atribución sería por cierto indiscutible cuando se han cumplido los requisitos establecidos por la norma para que la Administración reconozca un derecho. Piénsese, por ejemplo, en el otorgamiento de un beneficio jubilatorio.
Más ardua resulta la cuestión tratándose de cuestiones mayormente discrecionales, en especial, aquellas que requieren el análisis de juicios técnicos de complejidad.
En torno a este punto, la densidad del control en los juicios técnicos opinables, se ha desatado en España una polémica doctrinaria entre la postura de FERNÁNDEZ y la de SÁNCHEZ MORÓN y PAREJO ALFONSO.
El primero de los mencionados aboga por una revisión judicial obligada, cualquiera que sea la complejidad (la opinabilidad, diríamos) del juicio técnico en el entendimiento de que los poderes del juez no dependen de que disponga, o no, de ese conocimiento[65].
SÁNCHEZ MORÓN opina que el juez no podría revisar los juicios técnicos efectuados por la Administración a través de otros similares practicados por peritos, porque la jurisdicción controladora es de carácter jurídico y no técnico[66].
PAREJO ALFONSO, entiende que la sustituibilidad no se sostiene por sí misma pues institucionalmente el Poder Judicial no tiene asignado un papel directo de intervención activa y permanente en la satisfacción de las necesidades sociales, sino que le corresponde más bien decir lo que es Derecho en el caso concreto y sólo cuando sobre ello ha surgido discrepancia entre los sujetos afectados y a solicitud de alguno de ellos[67].
Con todo, la jurisprudencia nacional se ha mostrado cautelosa.
-En la causa “De Vicenzi” (1976)[68] que trataba de la impugnación de un concurso para acceder a un cargo en la ex Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, habiendo acumulado la actora a su pretensión de anulación la asignación del primer lugar en el orden de méritos, la Cámara Civil anuló el concurso pero no hizo lugar a la sustitución pues “…un pronunciamiento de esa especie llevaría implícito el juzgamiento de los méritos de los concursantes, lo que es materia privativa del Poder administrador a quien constitucionalmente compete el nombramiento y la remoción de funcionarios y empleados de la Administración Pública…El control judicial no puede ejercerse sobre actos de esa índole sin exceder la órbita de sus facultades”.
Y recientemente en “Ojeda” (2010)[69], limitó la revisión judicial de los juicios técnicos a los supuestos de arbitrariedad, confirmando las conclusiones del Tribunal Administrativo de la Navegación que había determinado la culpa de uno de los propietarios de en una colisión entre embarcaciones.
Es indispensable en un Estado Constitucional y Social de Derecho reconocerle a la Administración una adecuada cuota de discrecionalidad a través de espacios libres de actuación y márgenes de apreciación amplios para cumplir con el fin de realizar el bien común.
En todo caso, debe bregarse porque ese ejercicio se encuadre en el estricto cumplimiento de la juridicidad, debiendo controlarse toda esa actividad, por los jueces que deberán ejercer su jurisdicción revisora y no sustitutiva. A lo sumo el control judicial variará en su densidad y técnicas, según el caso, pero sin que quepa concebir ya confines irreductibles de mal llamada “soberanía” administrativa.
Por ello nos parece desatinada, en términos de lograr una eficaz administración de los asuntos públicos, la célebre expresión que estima a la discrecionalidad administrativa como “el caballo de Troya en el Estado de Derecho”[70], en tal caso, esa descripción figurativa se corresponde con el paradigma burocrático de la Administración Pública ineficiente y avasalladora sobre la que soltó amarras gran parte del Derecho Administrativo clásico y que, transcurrida la primera década del nuevo milenio, debe superarse por vetusta.
Sin restar la importancia capital que el control de la discrecionalidad administrativa tiene para todo sistema que pretenda regirse por la ley[71], debe admitirse también que en un contexto de crisis del Estado de Bienestar, ya no se exige solamente a la Administración -y, en todo caso, se halla marcadamente menguada-, una actuación prestacional, dadora directa de bienes y servicios sino, por sobre todo, una gestión por objetivos, económica, eficiente y eficaz en su ejercicio[72].
Se trata, en todo caso, a diferencia de lo que acontecía en el Estado Liberal de Derecho, limitado a la eficacia jurídica de las normas, de un imperativo tan jurídico como éste, a la par del cual se reclama, fundamentalmente de la Administración Pública, el cumplimiento de fines y objetivos, la gestión hacendal “productiva” en términos de maximización del beneficio social[73]. Y allí la asignación de poder discrecional por la norma habilitante, y su posterior control judicial –revisor y no sustitutivo-, del ejercicio del mismo resultan datos insoslayables.
Bajo este norte, los temores que el Caballo de Troya transponga las puertas de la Acrópolis resultarán, por cierto, infundados.
[1] Cfr. BARNÉS VÁZQUEZ, Javier, “Una nota sobre el análisis comparado. A propósito del control judicial de la discrecionalidad administrativa”, en Discrecionalidad Administrativa y Control Judicial, I Jornadas de Estudio del Gabinete Jurídico de la Junta de Andalucía (Obra colectiva), Civitas, Madrid, 1° edición, 1996, ps. 225 y ss. [2] Cfr. BARNÉS VÁZQUEZ, Javier, “Una nota…”, cit.
[3] FERNÁNDEZ, Tomás-R., De la arbitrariedad de la Administración, Civitas, Madrid, 3° edición, 1999, p. 21. Según el Diccionario de la Real Academia Española por discrecional debe entenderse: “Que se hace libre y prudencialmente. 2. Se dice de la potestad gubernativa en las funciones de su competencia que no están regladas…” (Cfr. Diccionario de la Lengua Española, Real Academia Española, Espasa Calpe, Madrid, 1992, vol. I, p. 759.).
[4] Cfr. SABINE, George, Historia de la Teoría Política, Fondo de Cultura económica, México, 2° edición, 1964, traducción de Vicente Herrero, p. 161.
[5] Cfr. GALLEGO ANABITARTE, Alfredo, Poder y Derecho. Del Antiguo Régimen al Estado Constitucional en España. Siglos XVIII a XIX. Marcial Pons, Madrid, 2009, ps. 31-32.
[6] Ampliar en: FERNÁNDEZ, Tomás-R., “Arbitrariedad y Discrecionalidad Administrativa en la doctrina jurisprudencial constitucional y administrativa”, Cuadernos de Derecho Judicial, Madrid, 2003, N° 12, ps. 61-82.
[7] Ver en tal sentido: VILLAR PALASÍ, José Luis, Técnicas remotas del Derecho administrativo, INAP, Madrid, 1° edición, 2001.
[8] Especialmente por Robert VON MÖHL en Die Polizei-Wissenschaft de 1832, según cita de LINARES QUINTANA, Segundo V., Derecho Constitucional e Instituciones Políticas, Plus Ultra, Buenos Aires, 2° edición, 1976, t. I., p. 82. Por su parte MERKL, Adolf, Teoría General del Derecho Administrativo, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1935, p. 92, distingue al Estado Policía que se presenta como aquel cuya Administración se halla legalmente incondicionada, del Estado de Derecho, que ofrece una Administración condicionada legalmente.
[9] De allí que al principio de legalidad se lo calificara como “cuasi sinónimo” del Estado de Derecho (DE LAUBADÉRE, André-VENEZIA, Jean-Claude-GAUDEMET, Yves, Traité de Droit Administratif, LGDJ, Paris, 15e. édition, t. I, p. 638)
[10] Cfr. PRAT, Julio A., De la desviación de poder, Bianchi Altuna, Montevideo, 1957, p. 30.
[11] Como bien se ha observado, la crisis de la vinculación de la Administración a la ley previa se deriva de la superación, por parte del aparato estatal de su función de garantía de aplicación de reglas jurídicas generales y abstractas, mediante actos de aplicación individualizada y de la correlativa asunción de tareas de gestión directa de los grandes intereses públicos. Ver: ZAGREBELSKY, Gustavo, El derecho dúctil, ley, derechos, justicia, Trotta, Madrid, 3° edición, 1999, traducción de Marina Gascón, p. 9 y ss.
[12] El Estado de Derecho en su versión original estaba abocado a escasos cometidos todos ellos enderezados a resguardar derechos individuales (defensa, seguridad, justicia, etc.) El Estado de Derecho Social y, especialmente, después de la Primera Guerra, el Intervencionista o de Bienestar, tomó a cargo actividades de tipo comercial o industrial, so pretexto de responder a la satisfacción de intereses generales con lo cual se produjo en Francia un quiebre de la noción de servicio público. A partir de la década del ochenta, la crisis económica hizo batir en retirada este modelo virando, al menos en teoría, hacia un “Estado Subsidiario” que dejó libradas a la iniciativa privada la realización de actividades de interés general e incluso la prestación de servicios públicos. Ver, al respecto: LINARES, Juan Francisco, Derecho Administrativo, Astrea, Buenos Aires, 1976, ps. 129 y ss. y GORDILLO, Agustín, Tratado de Derecho Administrativo, Fundación de Derecho Administrativo, Buenos Aires, 10° edición, 2009 t. I, Capítulo III.
[13] DWORKIN, Ronald, Los derechos en serio, Ariel, Barcelona, 1984, traducción de Marta Guastavino, p. 72.
[14] La cual “contiene todas las dimensiones que abarca el derecho” (FIORINI, Bartolomé, Derecho Administrativo, Abeledo-Perrot., Buenos Aires, 2° ed., t. I. p. 48.). Tiene dicho al respecto la Procuración del Tesoro de la Nación, que el principio de juridicidad, también llamado de legitimidad es más intenso que el de legalidad, comprendiendo a la Constitución como ley suprema del Estado y a los Principios Generales de Derecho (Dictámenes, 128: 526). Estimo que, luego de la reforma constitucional de 1994, también lo integran los postulados que emanan del Derecho supranacional.
[15] Y que alguna doctrina denomina “dirección estratégica” de la Administración por la ley: PAREJO ALFONSO, Luciano, Crisis y renovación en el Derecho Público, Ciudad Argentina, Buenos Aires, 2003, ps. 53 y ss.
[16] Esta es la noción general que la doctrina explicita, aun con diferencias de criterios expositivos. Ver, entre otros: FORSTHOFF, Ernst, Traité de Droit Administratif allemand, Etablissements Emile Bruylant, Bruxelles, 1969., traduit de l’ allemand par Michelle Fromont, p. 144 y ss.; VEDEL, Georges, Droit Administratif., Presses Universitaires de France, Paris, 1961, ps. 218-220; ALESSI, Renato, Instituciones de Derecho Administrativo, Bosch, Barcelona, 1970, traducción de la 3° edición italiana de Buenaventura Pellisé Prats, t. I., ps. 187-189; BONNARD, Roger, Le controle jurisdictionnel de l’ Administration, Librairie Delagrave, Paris, 1934, p. 57; LINARES, Juan F., Poder discrecional administrativo, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1958, p. 15 y ss.; BANDEIRA DE MELLO, Celso, Discrecionariedade e control jurisdiccional, Malheiros, Sao Paulo, 2° ed., ps. 14-48; MARIENHOFF, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 3° edición, t. I ps. 99-102; GORDILLO, Agustín, Tratado…cit., t. I, ps. X-9 y ss., CASSAGNE, Juan C., Derecho Administrativo, Lexis Nexis Abeledo Perrot, Buenos Aires, 9° edición, t. II, p. 219 y ss.
[17] DESDENTADO DAROCA, Eva, Discrecionalidad administrativa y planeamiento urbanístico. Construcción teórica y análisis jurisprudencial, Aranzadi, Madrid, 1997, p. 71 y CASSAGNE, Juan C., El principio de legalidad y el control judicial de la discrecionalidad administrativa, Marcial Pons, Buenos Aires, 2009, p. 192.
[18] COMADIRA, Julio R., “La actividad discrecional de la Administración. Justa medida del control judicial”, en Derecho Administrativo, Lexis Nexis Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2° edición, ps. 469-492.
[19] Como bien apunta SÁNCHEZ MORÓN: “…la discrecionalidad administrativa no es un elemento extraño y menos aún opuesto por esencia a la idea de Estado de Derecho. Son las propias leyes las que reconocen en la mayoría de los casos, de manera expresa o implícita, la existencia de márgenes de discrecionalidad administrativa para adoptar las decisiones que convengan a los intereses públicos” (Cfr. SÁNCHEZ MORÓN, Miguel, Derecho Administrativo, Parte General, Tecnos, Madrid, 2005., p. 90).
[20] BANDEIRA DE MELLO, Celso, Curso de Derecho Administrativo, Porrúa, México, 2006, traducción de Valeria Estefanía Labraña Parra, p. 815.
[21] DWORKIN, habla de una discrecionalidad “débil” que sería la que se encuentra limitada por la necesidad de que el órgano aplique la norma sólo una vez efectuada una operación intelectual (v.g. orden de demoler un edificio que amenaza ruina) y de una discrecionalidad “fuerte” en la que el órgano contaría con un poder amplio de decisión, sin reconocer tal limitación (DWORKIN, Ronald, Los derechos…cit., p. 84).
[22] Cfr. BALBÍN, Carlos F., Tratado de Derecho Administrativo, La Ley, Buenos Aires, 1° edición, 2011, t. I., ps 799-802.
[23] Con todo acierto BANDEIRA DE MELLO apunta a lo estéril de esta empresa pues “…si cada vez la ley regulase vinculadamente la conducta del administrador, estandarizaría siempre la solución, haciéndola invariable incluso ante situaciones que deberían ser distinguidas y que no podrían ser catalogadas anticipadamente con seguridad, justamente porque la realidad del mundo empírico es polifacética y comporta innumerables variantes. Donde, en muchos casos, una predefinición normativa hermética llevaría que la providencia impuesta por ella brindase resultados indeseables” (Curso…cit., p. 815).
[24] Cfr. SÁNCHEZ MORÓN, Miguel, Discrecionalidad administrativa y control judicial, Tecnos, Madrid, 1° edición, 1994, p. 39.
[25] Cfr. Ver la opinión de CHAPUS, René, Droit Administratif général, Montechrestien, Paris, 1002, 6° ed., t. I, p. 138 para quien el interés general no podría gestionarse adecuadamente por una Administración que se encontrarse en la situación de un robot con el comportamiento programado.
[26] Cfr. SÁNCHEZ MORÓN, Miguel, La discrecionalidad…cit., p. 42.
[27] Cfr. LONG, Marceau-WEIL, Prosper-BRAIBANT, Guy-DEVOLVÉ,P.-GENEVOIS, B., Los grandes fallos de la jurisprudencia administrativa francesa, Ediciones Librería del Profesional, Bogotá, 1° edición, 2000, traducción de Leonardo Augusto Torres Calderón y Humberto Mora Osejo, ps. 115 y 116.
[28] Cfr. De LAUBADERE, Claude-VENEZIA, Jean Claude-GAUDEMET, Yves, Traité de Droit Administratif, LGDJ, Paris, 15e édition, 1999, t. I, ps. 590-591.
[29] Cfr. BRAIBANT, Guy, Le droit administratif français, DALLOZ, Paris, 1998, p. 519, cit. por SÁNCHEZ MORÖN, Miguel, Discrecionalidad…cit., p. 44.
[30] Llegando incluso a afirmar Fritz FLEINER que la competencia de los tribunales contencioso-administrativos acababa allí donde comenzaba la libre discrecionalidad de las autoridades administrativas (Les príncipes généraux de Droit Administratif allemand, Librairie Delagrave, Paris, 1933, trad. de Ch. Eisenmann, p. 257)
[31] Los que, aun siendo conceptualmente escindibles, (los conceptos de experiencia se refieren a objetos sensibles y a determinadas realidades espirituales, mientras que los de valor remiten a sentimientos o deseos), no justifican un tratamiento jurídico disímil, pues, en su formación y estructura no difieren, presentando halos de certeza negativa y positiva y zonas de penumbra (Cfr. SAÍNZ MORENO, Fernando, Conceptos jurídicos indeterminados, interpretación y discrecionalidad administrativa, Civitas, Madrid, 1976, ps. 204-205).
[32] Cfr. SAÍNZ MORENO, Fernando, Conceptos…cit., p. 218.
[33] La Constitución Nacional ofrece ejemplos de utilización de este tipo de conceptos: “conmoción interior” y “perturbación del orden”, en su art 23; “defensa, seguridad común y bien general del Estado”, en el inc. 2° del art. 75; “lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de todas las provincias, y al progreso de la ilustración”, en el inc. 18 del art. 75; “lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social, a la productividad de la economía nacional”, en el inc. 19 del art. 75; etc.
[34] Cfr. SAÍNZ MORENO, Fernando, Conceptos…cit., p. 220.
[35] Cfr. BACIGALUPO, Mariano, La discrecionalidad administrativa (estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Marcial Pons, Madrid, 1997, ps. 114-115 y 161-162, con citas, entre otros, de H.J. WOLF, O. BACHOF y R. STOBER, Verwaltungsrecht, I, 10ª ed., Munich, 1974, ps. 373 y ss.
[36] Cfr. MAURER, Hartmut, Droit Administratif allemand, traduit par Michel Fromont, LGDJ, Paris, 1994, ps. 138-139.
[37] A los que la doctrina más reciente añade la eficacia, entendida como uso correcto de los recursos disponibles o proporcionalidad en sentido económico. Ver: SCHMIDT-ASSMANN, Eberhard, La teoría del Derecho Administrativo como sistema, Marcial Pons, Madrid-Barcelona, 1° edición, 2003, traducción de Mariano Bacigalupo, José M. Rodríguez de Santiago, Javier Barnés, Blanca Rodríguez Ruiz, Javier García Luengo, Germán Valencia, Ricardo García Macho, Francisco Velasco y Alejandro Huergo, ps. 221-222.
[38] TS, sentencia del 26-9-57.
[39] TS, sentencia del 8-11-64
[40] A través de su célebre ensayo: La lucha contra las inmunidades del poder, cuya primera publicación apareció en el N° 38 de la Revista de Administración Pública española en 1962. En 1974 la editorial Civitas publicó la 1° edición como libro. Esta corriente, aparece, en general, reflejada en otros autores como Fernando GARRIDO FALLA, Tratado…cit., vol. I, ps. 185-187; SAÍNZ MORENO, Fernando, Conceptos…cit., p. 234 y ss. y Luciano PAREJO ALFONSO, Administrar y juzgar: dos funciones constitucionales distintas y complementarias, Tecnos, Madrid, 1993, p. 122, al limitar la discrecionalidad al plano volitivo de las consecuencias jurídicas.
[41] Fallos citados por BACIGALUPO, Mariano, La discrecionalidad…cit., p. 124.
[42] Cfr. SÁNCHEZ MORÓN, Miguel, Derecho…cit., p. 95.
[43] TS, sentencia del 12-12-2000
[44] Fallos, 1: 319.
[45] Fallos, 32: 120.
[46] Fallos, 155: 248.
[47] Fallos, 166: 266.
[48] Fallos, 172: 396.
[49] SARRÍA, Félix, Teoría del recurso contencioso administrativo, Córdoba, 2° edición, 1940, p. 10.
[50] Fallos, 264: 94.
[51] La doctrina ha entendido que el concepto de razonabilidad explicitado por nuestra CSJN en sus pronunciamientos no se opone al de proporcionalidad del derecho alemán. Pero la diferencia radica en que el criterio no se encuentra realizado en forma concreta, sino de manera abstracta y con contenidos genéricos, lo cual viene a autolimitar la revisión de la actividad administrativa. En el derecho alemán, en cambio, se exige que el juez deba exteriorizar el análisis de razonabilidad de la norma dando una mayor explicación, en cuanto a los argumentos que permitan acreditar que se ajusta, o no se ajusta, al orden jurídico (Cfr. ABERASTURY, Pedro, La justicia administrativa, Lexis Nexis, Buenos Aires, 1° edición, 2006, ps. 118-119). En idéntica línea se ha considerado que en el derecho argentino, el concepto de razonabilidad jurídica elimina por completo de su contenido al elemento fáctico, “Reduciéndose únicamente a una apreciación de la justicia de una determinada decisión o medida, por lo que su ámbito de aplicación ya no coincidiría con el concepto de ponderación, el cual comprende necesariamente una evaluación de las circunstancias fácticas” (Cfr. BLANKE, Hermann-J., “El principio de proporcionalidad en el Derecho Alemán, Europeo y Latinoamericano”, REDA, Lexis Nexis, Buenos Aires, t. 2009, año 21, p. 603) [52] Fallos, 298: 223
[53] Fallos, 300: 816.
[54] Fallos, 304: 391.
[55] Fallos, 306: 400.
[56] Fallos, 315: 1361.
[57] Fallos, 319: 1899.
[58] Fallos 331:735
[59] Ver, entre otros: DIEZ, Manuel M, Derecho…cit., t. I, ps. 169-171; GRECCO, Carlos M., “La doctrina de los conceptos jurídicos indeterminados y su fiscalización judicial”, LL, t. 1980-D, p. 1306 y ss.; GAMBIER, Beltrán, “El concepto de oferta más conveniente en el proceso licitatorio (la doctrina de los conceptos jurídicos indeterminados y su control judicial)”, LL, t. 1988-D, ps. 744 y ss.; BARRA, Rodolfo C., “Comentarios acerca de la discrecionalidad administrativa y su control judicial”, ED t. 146, p. 829 y ss.; CASSAGNE, Juan C., Derecho…cit., t. II, ps. 224-225; TAWIL, Guido S., Administración y Justicia, Depalma, Buenos Aires, 1993, vol. I, ps. 416-418.
[60] Fallos, 320: 2298.
[61] Fallos, 329: 3966
[62] VITTA, Cino, Diritto Amministrativo, Unione Tipografico, Torino, 1948, terza edizione, t. I., ps. 305-307, aunque advirtiendo que la denominación podía dar lugar a equívocos porque en el caso de hechos complejos la norma técnica no siempre conducía a resultados suficientemente precisos, debiendo el órgano contar con cierta libertad de apreciación y movimiento para alcanzar los fines previstos por la ley.
[63] Es la opinión de RANELETTI, citada por BIELSA, Rafael, Derecho Administrativo, La Ley, Buenos Aires, 1964, 6° ed., t. II, p. 490.
[64] Por tratarse de cuestiones eminentemente técnicas, emanadas de un órgano con competencia específica en la materia, la CSJN ha considerado, en principio, irrevisables, los avalúos realizados por el Tribunal de Tasaciones en materia de expropiaciones (Fallos, 2608: 340; 280: 284; 281: 314; etc.).
[65] Cfr. FERNÁNDEZ, Tomás-R., De la arbitrariedad…cit., p. 43. Opinión que, al parecer, es seguida entre nosotros por CASSAGNE, El principio…cit., ps. 208-209, autor que estima que los pareceres técnicos que emite la Administración son reproducibles mediante prueba de peritos en sede judicial, aun en casos de “alta complejidad”, criticando la doctrina de nuestro Tribunal Supremo, in re, Ojeda, Domingo Antonio, Fallos, 301:1103, que limita la revisión judicial de los juicios técnicos a los supuestos de arbitrariedad. En una posición similar se enrola TAWIL, Guido S., Administración…cit., t. I. ps. 441-444.
[66] Cfr. SÁNCHEZ MORÓN, Miguel, Discrecionalidad…cit., ps. 136-138. Y así parece entenderlo la doctrina del TS, citada por este autor en materia de planeamiento urbanístico, que exige que la prueba de la arbitrariedad resulte “adecuada”, “convincente” o “plena”, so pena de incurrirse en una sustitución por parte del juez de criterios de discrecionalidad administrativa. En esta línea ver: SESÍN, Domingo Juan, “El juez sólo controla. No sustituye ni administra. Confines del Derecho y la Política”, LL, t. 2003-E, p. 1264 y ss.
[67] Cfr. PAREJO ALFONSO, Luciano, Administrar…cit., p. 62 y ss.
[68] CNCiv., Sala E, LL, 1977-C, p. 81.
[69] Fallos, 301:1103.
[70] La frase pertenece al suizo Hans HUBER, y es citada por GARCIA DE ENTERRÍA, Eduardo, La lucha…cit., p. 24.
[71] SCHWARTZ, Bernard, Administrative Law, Aspen & Law Business, Boston, 3rd edition, 10.14, 653.
[72] Recordemos que la exigencia de una actuación administrativa eficaz tiene rango constitucional y legal en España, C.E., art. 103.1., Ley N° 30/1992; y legal en nuestro país, Leyes N° 19.549, art. 1°, inc. b) y N° 24.156, art. 4°, inc. a).
[73] Ampliar en PAREJO ALFONSO, Luciano, Eficacia…cit., p. 99 y ss. Este autor reafirma su idea y la lleva más allá aún al señalar que el Estado democrático actual supone, entre otras cosas, la programación legal de la actividad administrativa con una progresiva flexibilización de la posición y del margen de libertad de acción y de decisión de la misma, aunque con los límites de un efectivo control jurídico, social y político de la misma (Ver: Crisis…cit., p. 110).