Policía Administrativa y Policía Judicial
Forjar una investigación penal inteligente
Enrique Horacio Del Carril
Introducción [arriba]
Es más que una obviedad decir que la relación entre el Poder Judicial y la Policía está lejos de ser pacífica y, en algunos casos, ni siquiera amigable.
El cruce de recriminaciones mutuas es, también, un lugar común: mientras la policía culpa al poder judicial de ser una “puerta giratoria” por la cual los delincuentes que ellos capturan gracias amucho esfuerzo y sacrificio personal son liberados inmediatamente, los operadores judiciales critican el accionar policial porque se enfoca solo en la detención de la persona u otras medidas efectistas con absoluto descuido de las normas procesales y, por ende, sin ninguna preocupación genuina en constituir pruebas para una efectiva condena.
Esto, además de otras razones sociológicas y culturales en las que no vale la pena extenderse en este trabajo, ha generado un distanciamiento histórico entre el Poder Judicial y los órganos policiales. Distanciamiento que, teniendo en cuenta que ambos son protagonistas principales de la investigación penal, resulta, cuando menos, preocupante.
Y esta desconfianza mutua no solo tiene una expresión sociológica, sino que se trasluce en las prácticas y normas que regulan la relación entre ambos.
Basta como ejemplo revisar el Código Procesal Penal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, una de las leyes de procedimientos más modernas de la Argentina y que resume en un artículo esta cuestión. En efecto, el artículo 50 establece como regla general que:
Cuando el/la funcionario/a público/a que interviene en el proceso deba dar fe de los actos realizados por él o cumplidos en su presencia, labrará un acta o lo documentará mediante grabaciones de imagen y/o sonido en la forma prescripta por las disposiciones de este capítulo.
A tal efecto, los/as funcionarios/as de policía o fuerzas de seguridad serán asistidos por dos (2) testigos. Cuando se trate de actos definitivos e irreproducibles, secuestro, inspección ocular o requisa personal, los testigos no podrán pertenecer al mismo organismo del cual forme parte el/la funcionario/a actuante. Si por las especiales circunstancias de tiempo y lugar debidamente justificadas no fuera posible obtener la presencia de testigos, el acto se practicará igual y será valorado conforme las reglas de la sana crítica.
Es decir, cuando un funcionario judicial tenga que acreditar algún hecho bastará con que firme un acta, lo grabe o lo filme. En cambio, si es un policía debe hacerlo frente a dos testigos, que no pueden pertenecer a esa institución y, en caso de que le resulte imposible, la validez de sus actos queda a merced de la valoración posterior del juez.
Es evidente que esta disposición (y otras tantas que encontramos en los códigos procedimentales de la Argentina) responden a una desconfianza institucionalizada en la actuación policial[1].
Sin embargo, esto no es así en todos lados. Por ejemplo, para citar un país geográficamente cercano y con una historia similar a la nuestra, el Código Procesal Penal de la República de Chile, se limita a expresar al respecto en el artículo 228 que:
La policía levantará un registro, en el que dejará constancia inmediata de las diligencias practicadas, con expresión del día, hora y lugar en que se hubieren realizado y de cualquier circunstancia que pudiere resultar de utilidad para la investigación. Se dejará constancia en el registro de las instrucciones recibidas del fiscal y del juez.
El registro será firmado por el funcionario a cargo de la investigación y, en lo posible, por las personas que hubieren intervenido en los actos o proporcionado alguna información.
En todo caso, estos registros no podrán reemplazar las declaraciones de la policía en el juicio oral.
El personal policial experto deberá recoger, identificar y conservar bajo sello los objetos, documentos o instrumentos de cualquier clase que parecieren haber servido a la comisión del hecho investigado, sus efectos o los que pudieren ser utilizados como medios de prueba, para ser remitidos a quien correspondiere, dejando constancia, en el registro que se levantare, de la individualización completa del o los funcionarios policiales que llevaren a cabo esta diligencia.
Las únicas dos exigencias a la policía son, en definitiva, la noticia fiscal y la conservación “bajo sello” de los objetos que pudieren ser utilizados como medios de prueba.
Esta configuración normativa argentina de la desconfianza a la actividad policial no solo tiene graves efectos negativos en el marco del proceso penal, sino que se ha transmitido a prácticas que, en sus manifestaciones concretas, conspiran contra la eficiencia de la investigación penal y, en última instancia, contra la seguridad de los ciudadanos.
Examinaremos a continuación las prácticas de investigación penal que ha provocado esta espinosa interrelación entre organismos policiales y judiciales.
1. La relación policial/judicial [arriba]
a. Las reformas procesales
Es cierto que todos los códigos procesales modernos que postulan el principio acusatorio colocan la responsabilidad de la investigación penal en manos del Fiscal. Así lo hacen, por ejemplo, los códigos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires[2], el de la Provincia de Buenos Aires[3], el cordobés[4], o el reciente Código Procesal Penal para la Nación[5], por nombrar solo algunos[6].Esta disposición es coherente con toda la línea reformista que se ha propagado por Latinoamérica en los últimos veinte años.
El principio que llevó a esta asignación exclusiva y excluyente de la titularidad de la acción penal en manos del Ministerio Público Fiscal obedeció a remover las facultades de investigación de otros dos actores del proceso penal. Los jueces, por un lado, y la policía por el otro.
En el caso de los jueces, la necesidad de excluirlos de la investigación penal tiene objetivos claros y atendibles: la figura del juez como tercero imparcial, se condice bastante mal con un juez pesquisitivo e interesado en el resultado (y el éxito) de la investigación[7].
Por el otro, la exclusión de la investigación de manos policiales respondió a motivos más diversos que van desde la corrección de prácticas judiciales viciosas y aún contranormativas[8], hasta la necesidad política de fortalecer el Ministerio Público Fiscal como intérprete único de la política de persecución penal del Estado[9].
b. ¿Y la investigación penal?
Lo cierto es que bajo los anteriores regímenes procesales, la actuación policial era fundamental en la configuración de la investigación penal, en la que el fiscal era un mero acompañante (y esto, en los casos en que existía la figura del fiscal) y el juez de instrucción un contralor más bien tibio de la actividad policial, teniendo en cuenta sus obvias expectativas en el éxito de la investigación.
Pero la sola reforma legislativa que pone la investigación en manos del fiscal no es de por sí una garantía para que esto efectivamente ocurra; y las prácticas de la investigación penal no parecen haberse revertido demasiado, más allá de algunos procedimientos concretos como la asunción de la gestión del expediente por parte de los fiscales, pero si examinamos la dinámica de esta tarea, advertiremos que poco han cambiado en sus consecuencias.
Ante la pregunta sobre cómo es la investigación penal hoy, es posible ensayar tres niveles de respuesta.
Si lo analizamos desde una perspectiva puramente normativa, podemos afirmar que ha existido un cambio de cierta magnitud: como aseveran los textos procesales, la investigación está a cargo del Ministerio Público Fiscal.
Si el análisis lo efectuamos desde el punto de vista de la gestión y acumulación de la prueba que constituye la investigación penal, la respuesta es similar: el gestor del expediente (signo anacrónico y material de la investigación penal) es, también, el Ministerio Público Fiscal.
En estos dos niveles podríamos afirmar con optimismo que los fiscales han asumido un cierto protagonismo. Pero veamos cómo se configura esto en el tercer nivel de análisis.
2. Tipología de la dirección funcional de la investigación penal: los dos paradigmas [arriba]
La pregunta sobre quién dirige efectivamente la investigación no es tan simple si queremos describir con precisión las prácticas reales en la investigación del delito. Si examinamos éstas en su ocurrencia real, en los casos concretos, veremos que básicamente existen dos tipos de dirección funcional de la investigación[10].
Un primer modelo de investigación, al que se podría llamar “investigación de matriz policial”, se caracteriza porque la recolección efectiva de la prueba queda en manos de otro organismo distinto al judicial. Los investigadores van tomando decisiones probatorias que se someten a la aprobación final (o, en el mejor de los supuestos, a la aprobación sucesiva y por etapas) del fiscal.
El segundo modelo investigación, que llamaremos “investigación de matriz judicial”, sí se encuentra a cargo del fiscal pero, al contrario de la otra, carece de una participación proactiva de los investigadores que recolectan la prueba.
En una primera mirada podríamos pensar que la investigación de matriz policial es el típico proceso que se corresponde con los anteriores regímenes procesales y la investigación de matriz judicial es propia de los sistemas acusatorios. Pero una vez analizadas sus características prácticas advertiremos que ambos tipos de investigación ya existían antes y subsisten en la actualidad; y no han sufrido modificación por el cambio de paradigma procesal.
a. Investigación de matriz policial
Es éste, como es obvio, el tipo de investigación que queda primordialmente en manos de la policía en función judicial o de algún organismo similar con facultades de investigación. General (aunque no necesariamente)se inician a partir de un hecho que detecta la policía en su función de prevención, cuando ocurre en la vía pública o la intervención policial es provocada por un particular.
Como es obvio, esta intervención genera una serie de lógicas propias del paradigma policial-administrativo[11].
A pesar de que la división entre policía administrativa y policía en función judicial existe en lo normativo y tiene algún reflejo en la realidad de los organigramas policiales[12], lo cierto es que la naturaleza y fines de ambas funciones es tan disímil como perjudicial su confusión.
En efecto, la policía administrativa tiene por objetivo el orden del espacio territorial (o temático[13]) y la prevención del delito que pueda ocurrir en él. Para esta policía, el “éxito” de la investigación se identifica con la medida coercitiva (detención, requisa, etc.) que restablece el orden público y finaliza con la judicialización del caso.
Esta lógica es entendible y deseable en las estructuras policiales cuyo objetivo fundamental es la prevención del delito: ocuparlos en cuestiones que exceden el puro control de evitación de delitos y mantenimiento de la seguridad pública atenta contra su eficiencia y la adecuada asignación de recursos. Por definición, este paradigma policial precisa, para ser efectivo, de la presencia en los lugares críticos como medio para disuadir la actividad criminal; incluirlos (y distraerlos) en otras actividades no es una utilización racional de este recurso.
El inconveniente es que la división entre policía administrativa y policía en función judicial no es tan nítida en la realidad. Por lo general, el personal policial debe realizar ambas tareas indistintamente y esto ha generado que también se confundan los objetivos de ambas funciones: si es lógico que para la policía en función administrativa la judicialización del caso implica la culminación de su intervención, para la policía en función judicial, la judicialización debería implicar un punto importante de la investigación, pero de ninguna manera su final, sino todo lo contrario.
La dirección de la investigación en cabeza del fiscal en este tipo de investigación es puramente nominal. Si bien, por imposición normativa, el fiscal es anoticiado del curso de los acontecimientos, en la realidad éste desempeña un papel secundario y alejado del proceso efectivo de toma de decisiones. Más bien se constituye en un órgano de contralor externo y posterior a la actividad policial.
El verdadero momento de intervención del fiscal en estos casos es cuando éste decide (y así le trasmite al policía-investigador) la remisión de la investigación a la sede fiscal. Pero para este momento la investigación como tal (es decir, la recolección de pruebas e identificación de los culpables) ya ha culminado, al menos en sus instancias críticas.
En este modelo, la intervención del fiscal es ex post. Y, en consecuencia, actúa más como una etapa de auditoría que de dirección de la investigación. En este papel, su principal instrumento para (intentar) encauzar una investigación ya prácticamente culminada y que considera defectuosa es el instituto de la nulidad, mediante el cual se declaran inválidas medidas realizadas con anterioridad y que, en la mayoría de los casos, ya no pueden ser reencauzadas ni corregidas.
b. Investigación de matriz judicial
Quedan incluidas dentro de esta categoría aquellas investigaciones en las que el fiscal tiene una intervención activa desde el inicio. Al igual que en las investigaciones de matriz policial, también aquí el criterio por el cual algunas investigaciones reciben este tratamiento es puramente aleatorio: generalmente coinciden con aquellos casos que acceden directamente al sistema judicial sin pasar por la dependencia policial. Su modo de ingreso es, generalmente, mediante denuncias realizadas en las estructuras de recepción de casos de los órganos judiciales.
Podríamos pensar que, en estos casos, la intervención fiscal desde los primeros momentos asegura un mejor producto en términos de eficiencia y eficacia. Pero esto no es necesariamente así.
En primer lugar, porque el universo de ocurrencia de estas investigaciones se limita al expediente. Todo ocurre en él y a partir de él. Si en el caso de las investigaciones de matriz policial, el expediente es sólo el receptáculo formalizado de la actividad que realiza el investigador, aquí ocurre todo lo contrario.
El investigador (en este caso, el fiscal o alguno de sus funcionarios) lleva a cabo una tarea puramente racionalista y, como tal, generalmente apartada de la riqueza de lo real.
El instrumento esencial de investigación, aquí, es el testigo. Se intenta reconstruir los hechos investigados sobre la base de una ingente convocatoria a personas que de alguna manera u otra han tenido contacto con el caso investigado. Pero la metodología de identificación de estos testigos responde a criterios absolutamente antojadizos: serán aquellos que por algún motivo están mencionados en el expediente o quienes el fiscal, desde la lejanía de su escritorio, infiere que podrían estar vinculados o en conocimiento del hecho. No existe aquí contacto con la realidad, con el lugar del hecho, con el entorno vivencial en el cual el hecho existió. Al igual que un Sherlock Holmes[14], extrae conclusiones a partir de razonamientos encadenados por la pura lógica abstracta: el instructor pretende, desde su escritorio, abarcar toda la realidad con su imaginación.
Pero además, en el devenir de estas investigaciones, el instructor puede necesitar la intervención de actores externos que realicen medidas de prueba “por fuera del expediente”. En estos casos, recurre a las fuerzas policiales para encargarle tareas. También aquí las prácticas conspiran contra el éxito de la investigación. Estos requerimientos pueden consistir tanto en tareas “de campo” como en exámenes periciales solicitados a expertos en distintas materias.
En estas ocasiones el fiscal dispone medidas, pero sin involucrar al investigador policial o experto en los pormenores de la investigación o en su hipótesis del caso. Ordena la citación de un testigo, pero sin explicar para qué lo precisa o cuál es su importancia; dispone formalmente “puntos de pericia” para el técnico experto, quien está encorsetado por esta delimitación formal de su trabajo e ignora exactamente qué se debe probar. Es así como, en estos casos, quien esté realizando la tarea puede encontrarse con elementos vinculados o esenciales para la investigación, pero los ignorará, simplemente porque nada sabe del caso o tiene un conocimiento muy superficial de él y, por ello, tampoco puede ponderar la importancia de su hallazgo.
El fiscal, en este supuesto, tampoco dirige la investigación. No es ya un órgano de contralor sino una suerte de jefe autocrático a quien los actores obedecen ciegamente sin entender el porqué de lo que están haciendo.
3. ¿El Fiscal es el director de la investigación? [arriba]
Dicho lo anterior, esta pregunta plantea una serie de interrogantes previos y necesarios que deben ser disipados. Retornando a nuestra metodología anterior, existen aquí también tres niveles de respuesta, equivalente a los que planteamos antes.
Es evidente que es director de la investigación quien ha sido investido legalmente para serlo. Y los códigos procesales de corte acusatorio designan expresamente al fiscal en esta función, puesto que se considera que es una de las características connaturales a este modelo procesal[15].
Es también evidente que el fiscal se ha apropiado de la investigación (y de su objeto simbólico representativo: el expediente[16]) por lo que la consagración legislativa tiene cierto correlato con la realidad. Hoy, como siempre, el centro de decisiones se encuentra en cabeza de quien posee el expediente. Y éste es el fiscal.
Desde estas dos perspectivas, el fiscal es el director de la investigación y los otros protagonistas deben recurrir a él para que tome las decisiones de trascendencia y sólo él puede recurrir al juez, eslabón último en la lógica del proceso penal.
Pero queda aún un último nivel de análisis: ¿cómo ejerce el fiscal esta investidura? ¿Qué clases de decisiones adopta?
Y aquí las viejas prácticas no han cambiado. Al igual que el juez de instrucción del modelo inquisitivo, el fiscal del acusatorio se ha transformado en un órgano de contralor externo de la actividad policial o, en su caso, en un gestor arbitrario de recursos humanos y materiales. Solo él sabe qué hace y por qué lo hace. Los demás deben confiar en acertar en la tarea que se les encomienda, más bien por casualidad que por método.
En definitiva, es cierto que han existido cambios. Pero más que todo en el nivel normativo y por ello son meramente superficiales.
4. ¿Qué significa dirigir la investigación? [arriba]
Es evidente que las dos matrices de investigación que se han analizado responden a dos modos diferentes de liderazgo. En las categorías de Kurt Lewin[17] el modelo de investigación de matriz policial responde a un liderazgo liberal o laissez faire, en que cada integrante del grupo toma las decisiones autónomamente, con el aditamento de que todas estas decisiones se supeditan a la aprobación posterior del líder. Por su parte, el de matriz judicial responde a un liderazgo autoritario, por el cual las decisiones son tomadas por una sola persona quien no trasmite a los demás los motivos ni razones por las cuales las adopta.
El problema de ambos tipos de liderazgo es que, en el primer caso, presupone que los integrantes conocen y comparten el objetivo final y, en el segundo, que solo el líder conoce y domina los medios para llegar a ese fin. Pero en la investigación penal no ocurre ni una cosa ni la otra.
En efecto, por un lado, los investigadores –como ya se vio– no comparten el objetivo de la investigación: los objetivos policiales y judiciales son disímiles. Por el otro, si bien es cierto que el fiscal es quien acapara el conocimiento (o lo tiene en mayor grado) de los objetivos del proceso y, es indiscutiblemente, quien conoce con profundidad los aspectos jurídicos del caso (por ejemplo, lo necesario para subsumirlo en el tipo penal), desconoce absolutamente los medios de investigación y las mejores prácticas para una adecuada obtención de la prueba. En definitiva, el fiscal que quiera ejercer un adecuado liderazgo de la investigación se encuentra ante esta inevitable paradoja: debe llevar la investigación a un fin que conoce (la concreción de la imputación penal y, en definitiva, la condena) pero sólo maneja limitadamente algunos de los medios para llevarlo a cabo.
5. ¿Cómo se dirige una investigación? [arriba]
A partir de lo dicho, delimitemos primero cuál debería ser la función de un fiscal que realmente dirige, en el sentido más pleno de la palabra, la investigación.
En primer lugar, es quien debe definir la estrategia, que en el caso de la investigación penal se identifica con dos elementos: la teoría del caso y la pretensión punitiva en sentido amplio.
La teoría del caso es un concepto bien conocido en el ámbito de los nuevos procesos penales: la construcción del modelo acusatorio se estructura sobre este presupuesto[18] y se entiende por ella al “conjunto de actividades que debe desarrollar un litigante frente a un caso, que le permitirán decidir la manera más eficiente y eficaz de presentarla ante un tribunal para ser conocido en un real o hipotético juicio oral”[19].
Por otro lado, la pretensión punitiva en sentido amplio tiene su correlato con el objetivo procesal que el fiscal pretende para ese caso en concreto.
Resultaría una simplificación absoluta y alejada de la realidad pretender que toda investigación penal se dirige a la condena de una persona. En rigor, basta una somera mirada sobre las estadísticas judiciales para advertir que el índice de casos que alcanzan el juicio oral es mínimo y, en gran medida, el destino de las investigaciones se encamina a medidas alternativas o excluyentes de la prisión. Esto no es un demérito para el sistema, sino que es la consecuencia lógica de una adecuada utilización de los recursos: pretender otra cosa sería materialmente imposible. Lo que se logra con esta pretensión maximalista es que los propios operadores del sistema generen prácticas individuales y no consensuadas para evitar la saturación del sistema.
Un sistema consciente de sus limitaciones debería generar criterios homogéneos y estandarizados para tomar las decisiones de qué casos deben continuarse y cuáles no. En definitiva, aplicar criterios de política criminal racionales[20].
Desde esta perspectiva, distinto será el desenvolvimiento de la investigación si ésta se dirige a lograr una condena, un juicio abreviado, una suspensión del juicio a prueba, una incompetencia o un archivo. Es evidente que los medios no serán los mismos si queremos delimitar el lugar donde ha ocurrido el hecho, buscar la reparación del daño, recolectar elementos mínimos que permitan una negociación de la pena con la defensa o hacer caer sobre el acusado todo el peso de una condena de prisión.
En segundo lugar, también el fiscal tiene un papel predominante (aunque no exclusivo) en la determinación de la táctica.
La táctica comprende el conjunto de medios para alcanzar los objetivos definidos estratégicamente. Estos “medios” en clave de la investigación penal son, por supuesto, los indicios que luego se transformarán en pruebas.
Pero es importante no confundir este nivel de decisión con el siguiente. En este nivel, es usual ver al fiscal decidiendo qué pruebas han de hacerse y cuáles no. Pero, si bien esta decisión es de su incumbencia porque comprende qué es suficiente y necesario para alcanzar la sentencia, no lo pueden ser los modos específicos para obtener estas pruebas.
Es evidente que el fiscal es quien pone el objetivo final a nivel táctico porque es quien toma la decisión de cuál va a ser la teoría del caso y el “final procesal” que busca con ella. Pero en el nivel de la concreción de la prueba, esto es, en los aspectos técnicos que hacen a su obtención y recolección, la capacidad de justipreciar los mejores medios para obtenerla se ve reducido por el obvio y justificable desconocimiento del fiscal de las mejores prácticas y los conocimientos científicos necesarios en la investigación criminal.
El fiscal puede tener ciertos conocimientos básicos sobre, por ejemplo, el análisis de la escena del hecho o los métodos forenses existentes para obtener determinadas conclusiones de las pruebas (rastros de ADN o huellas dactilares) pero este aspecto de la investigación está dominado predominantemente por los expertos, quienes pueden valorar con exactitud las posibilidades de éxito de un procedimiento técnico en particular, los tiempos que insumen, etc. En definitiva, son estos quienes pueden valorar si es conveniente y eficiente utilizar uno y otro medio.
Pero en el paradigma actual esto no ocurre. En general el fiscal activa una serie de medidas “periciales” sin siquiera explicar cuál es el objetivo que persigue y sin valorar –porque no puede hacerlo por desconocimiento en la materia– si el procedimiento tiene posibilidades ciertas de éxito y, en su caso, si el modo y los tiempos de concreción de esa prueba serán útiles para el caso. Es común ver, por ejemplo, que una prueba pericial se extiende en el tiempo a pesar de que se han vencido los plazos procesales para cumplir con la etapa de investigación preliminar; esto responde a que ni siquiera se ha valorado (ni se pregunta a los expertos) cuanto tiempo insumirá la producción de ese estudio técnico para tomar la decisión táctica de utilizarlo o no.
Pero en esta etapa el fiscal tiene un conocimiento fundamental que debe aportar al equipo de investigación. Es él quien conoce a la perfección el nivel jurídico de estos aspectos operativos. Al conocer la doctrina y jurisprudencia aplicables a los delitos que se están investigando, es quien –con el control de toda la información– puede tomar decisiones sobre las exigencias legales y judiciales en torno a la validez de la prueba y sobre el peso de ella en la construcción de su teoría del caso.
Todo el régimen de nulidades y su correlato, la validez procesal de la prueba, deben ser aplicadas en esta instancia como un criterio preventivo en lugar de un “castigo procesal”.
Como vimos, en la investigación tradicional las nulidades son un “remedio” jurídico que se aplica ex post a la producción de la prueba: se analiza si un procedimiento probatorio ya concluido fue (o no) realizado regularmente. Pero tomar una decisión en ese momento es, obviamente, muy ineficiente. Por un lado, porque en esa instancia la única solución posible ante un proceso irregular es la exclusión de esa prueba y, por el otro, porque genera en las etapas finales del caso un esfuerzo del fiscal para intentar sostener la validez de una prueba que puede ser objetable, pero a esa altura es indispensable para mantener la acusación. Esta actividad intelectual del fiscal distrae del objetivo primero de la etapa de juicio: probar la culpabilidad del acusado y la autoría del hecho que se le imputa.
Para “solucionar” el problema de las nulidades en las instancias de investigación criminal, se dice, hay que capacitar a los investigadores en materias jurídicas como Garantías Constitucionales o Derecho Procesal Penal. Y si bien es importante que los investigadores y peritos manejen ciertos conceptos básicos de estos temas, lo cierto es que sus conocimientos serán necesariamente bastante precarios; por otro lado, esta educación “en abstracto” no suple ni se asimila al conocimiento que puede tener un operador judicial sobre el estado actual de la cuestión y su evolución. Es más, esta capacitación ni siquiera podría dar cuenta de lo que verdaderamente interesa en una investigación: los criterios concretos de cada juez ante los que actúa sobre temas específicos relacionados con la validez procesal de la prueba. Es cierto que existen reglas generales al respecto, pero los operadores del derecho sabemos que las normas jurídicas tienen un margen de interpretación que queda en cabeza de los jueces y puede variar de uno a otro[21].
En definitiva, no alcanza sólo con saber cuáles son las exigencias normativas y doctrinarias sobre la validez de la prueba, sino que –en el caso concreto– es un dato fundamental conocer qué es lo que opina el juez concreto del caso sobre determinados aspectos procesales. Y este es un conocimiento que sólo se obtiene con la práctica jurisdiccional habitual; es un conocimiento que solo puede obtener el fiscal que ha litigado ante aquellos jueces.
Éste es el horizonte ideal de una investigación penal inteligente: una investigación en la cual su director (el fiscal) esté presente en las decisiones primarias y estratégicas e involucre en ellas a los demás actores.
Es fácil advertir que en el estado actual de las instituciones que se dedican a la investigación penal este objetivo no es simple. Pretender que una policía que depende de otro poder del Estado, quien le impone objetivos distintos a los que pretende el fiscal y que, además, no tiene una comunicación fluida con los operadores judiciales pueda reencauzarse hacia estos fines es prácticamente impensable. No es imposible, es cierto, pero precisaría, en primer lugar, de una reestructuración de la institución policial que separe las tareas de prevención de las de investigación y que asuma en estas últimas los objetivos del Poder Judicial como propios.
6. Algunas propuestas superadoras: la policía judicial [arriba]
El concepto de Policía Judicial nació con la idea, precisamente, de separar estas dos esferas de la problemática penal que suelen estar en cabeza de la institución policial: la prevención del delito y su investigación.
Este concepto generó dos concreciones institucionales distintas.
En algunos casos, la policía judicial es la propia policía administrativa pero puesta a disposición de jueces y fiscales[22]. Esta “puesta a disposición” por su parte ha oscilado desde un mero recurso discursivo (la policía judicial es la policía cuando hace de auxiliar de la justicia) hasta medidas institucionales concretas. En Francia, por ejemplo, si bien la policía judicial integra la propia policía administrativa, los agentes de esta precisan de ciertas instancias de valoración, capacitación y designación por parte del Poder Judicial para poder integrarla.
En otros casos, la policía judicial se estructuró como un órgano absolutamente separado bajo la dependencia directa y exclusiva del Poder Judicial. Este es el caso, por ejemplo, del Organismo de Investigación Judicial de Costa Rica, o de la Policía Judicial de la Provincia de Córdoba, creada en el año 1989.
Mucho más cercana en el tiempo es la construcción normativa de la Ciudad de Buenos Aires. Luego de su elevación a Ciudad Autónoma a partir de la reforma de la Constitución Nacional en el año 1994, se previó en la Constitución local una policía judicial dirigida por el Fiscal General[23]. En paralelo, la Legislatura dictó la ley 2894 de creación de la Policía Metropolitana[24] y la ley 2896 que constituyó el Cuerpo de Investigaciones Judiciales.
Según los objetivos de estas leyes correspondía a la Policía Metropolitana “… las funciones de seguridad general, prevención, protección y resguardo de personas y bienes, y de auxiliar de la Justicia”[25], es decir, se la constituía como policía administrativa de corte territorial, dedicada fundamentalmente a la protección preventiva de los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires y a la guarda del espacio público. Mientras que, por otra parte, el Cuerpo de Investigaciones Judiciales que cumple “funciones de policía judicial”[26] es quien tendría a su cargo “La investigación de los delitos, las contravenciones y las faltas”[27].
En definitiva, ambas instituciones parecerían, en la mentalidad del Legislador porteño, ser complementarias pues la Policía Judicial tiene por función primordial la investigación de delitos y contravenciones sólo por orden del Ministerio Público Fiscal (lo que excluye necesariamente tareas de prevención)[28] y la policía metropolitana tiene tareas principales las funciones de seguridad general y ciudadana.
El modelo de policía judicial tiene la ventaja de que, al estar integrado en la estructura del Ministerio Público Fiscal y bajo la dependencia directa de su Fiscal General, comparte las lógicas de esta institución y asume los objetivos que busca el fiscal actuante en cada caso.
Por otro lado, la propia lógica de sus funciones hace que se precise una estructuración muy diferente a la policía administrativa.
En primer lugar, una policía cuyo objetivo es la prevención del delito y la salvaguarda de la seguridad de los ciudadanos, es razonable que se estructure sobre bases territoriales: el mejor conocimiento del terreno de actuación hace consecuentemente más eficiente la planificación de estrategias de prevención y control. Por el contrario, para un órgano dedicado a la investigación, la demarcación territorial es un impedimento a su accionar.
En segundo lugar, la visibilidad difiere también en ambos casos. Mientras que la presencia constatable de la policía de prevención contribuye a la disuasión del delito, la policía de investigación precisa de la poca visibilidad de sus integrantes[29].
Y estos son solo dos ejemplos de las diferencias entre la policía como institución de prevención del delito y ésta en función de investigación criminal; las divergencias son tan grandes y significativas que, en los análisis generales sobre la reforma de la institución policial se suele resaltar la importancia de diferenciar entre la policía preventiva y la de investigación[30]: el modelo de policía judicial hace precisamente esto en la forma más eficiente y radical posible.
Por otro lado, resulta casi natural esta división entre policía preventiva y policía judicial si tenemos en cuenta, como se hiciera referencia, que ambas instituciones deberían pertenecer a poderes diferentes. La policía judicial al Poder Judicial puesto que su objetivo es el tratamiento e investigación de casos en los que interviene la justicia, y la policía administrativa o preventiva al Poder Ejecutivo toda vez que su objetivo primordial es la política de seguridad ciudadana.
Por último, la división institucional entre ambas policías conviene para dejar en claro cuál es el fin de sendos organismos y así perfilar a sus propios integrantes. En la actualidad, en la que ambas funciones están mezcladas y confundidas, se genera una pauperización de una sobre la otra. En las instituciones policiales actuales se suele percibir a la función preventiva como una suerte de estatus policial inferior al de investigación. Es por ello que los órganos de la policía que se dedican pura y exclusivamente a tareas de prevención y seguridad ciudadana suelen estar ocupadas por personal recientemente ingresado a la institución o por aquellas personas que la propia institución considera que no han alcanzado las expectativas para “pasar” a investigación.
7. Policía Judicial: virtudes y fortalezas [arriba]
Hasta aquí se han analizado las razones que hacen aconsejable la división institucional de la policía administrativa y la judicial; se ha visto, también, la conveniencia de que pertenezcan a distintos poderes del Estado.
Esta división permite delinear claramente ambas funciones y que la policía –ambas– respondan naturalmente al objetivo del Poder en el que están insertas.
Otra de las ventajas en esta división es la especialización. Más allá de que la división general entre trabajo policial de seguridad preventiva y trabajo policial de investigación del delito implica de por sí lógicas distintas, la especialización en ambas responde a principios distintos.
En la policía judicial, la especialización debería realizarse sobre dos bases: en función de modalidades delictivas o en función de especialidades técnicas de investigación criminal.
En efecto, la especialización en función de modalidades delictivas colabora al perfeccionamiento en la investigación ya que los integrantes de la policía judicial que se dedican a un tema específico cuentan con la posibilidad de adentrarse en la lógica de esos delitos y adquirir experiencia –y, por ello, eficiencia– en su investigación.
La especialización en función de especialidades técnicas tiene correspondencia con aquellos saberes relacionados con las ciencias forenses y que constituyen el aparato científico-pericial de la investigación del delito. En la lógica de la Policía Judicial, al responder a las prácticas del Poder Judicial en general, la asignación de recursos humanos a las áreas científicas se obtiene mediante concursos específicos o designación directa de personas con esas idoneidades específicas. Por el contrario, en las policías tradicionales las personas que acceden a estos lugares deben tener, previamente, “estado policial”, es decir, pertenecer a la institución por haber pasado por los procesos comunes de ingreso.
En la policía administrativa o preventiva, por el contrario, la especialización debería tener por base principal la territorialidad y la descentralización[31]. El conocimiento del terreno y la dinámica de los distintos espacios son fundamentales en una fuerza policial cuyo objetivo es preventivo y de seguridad ciudadana. Esto colabora, también en la relación con la comunidad que ocupa ese espacio.
Es cierto que aún en la policía preventiva se precisan ciertas especializaciones que superen la mera territorialidad (piénsese, por ejemplo, en la gestión de seguridad en ocasiones de gran afluencia de público, como los espectáculos deportivos)pero estas responden a principios distintos que la investigación y tienen que ver con cuestiones logísticas, estratégicas, etc.
La policía tradicional ha generado estas especializaciones. Así, puede verse en cualquiera de ellas divisiones territoriales (las comisarías, en la Argentina), de investigación (en la Policía Federal Argentina, las “superintendencias”), así como divisiones operativas, de gestión de logística, de manejo de crisis, etc.
Pero, como se dijo, la propia inercia de la institución ha generado a partir de ellas estamentos y “jerarquías” informales que han provocado un sentimiento de desvalorización de ciertos trabajos policiales; en especial de aquellos que tienen más relación, precisamente, con la prevención del delito.
La Policía Judicial, como órgano diferenciado de la policía preventiva y dependiente del Poder Judicial y, en los sistemas acusatorios, específicamente del Ministerio Público Fiscal, aporta a la investigación y procesamiento de los casos penales una serie de beneficios en términos de eficiencia, además de ser un instrumento útil para la fijación por parte del gobierno y del Poder Judicial de políticas unificadas y coherentes de persecución criminal.
La vinculación funcional y personal de la Policía Judicial con los fiscales que llevan los casos sirve de puente para generar una relación más estrecha entre ambos, en la cual el Fiscal puede asumir su rol de director de la investigación en el sentido en que se ha hecho referencia más arriba.
Esto es esencial, en especial si se tiene en cuenta que, en los sistemas procesales acusatorios, el fiscal tiene un rol preponderante e indelegable en la gestión de los casos penales por lo que sus funciones giran en torno a la oralidad, con la sobrecarga de audiencias y juicios que esto implica. Esto implica que el fiscal puede abocarse poco a la investigación de los casos en las etapas preliminares a su judicialización, por lo que solo le queda optar por delegar esta tarea en funcionarios de las fiscalías o esperar a que los órganos policiales le traigan casos. Es fácil advertir que gestionar sobre la base de estas dos opciones es retornar a los procesos de matriz judicial y policial al que nos referíamos al principio, lo que haría de los procesos acusatorios una mera reasignación de funciones (los fiscales no pueden delegar los actos que impliquen la oralidad) y no un verdadero cambio cultural.
En cambio, la asignación de las investigaciones en la Policía Judicial traería como beneficios, en primer lugar, una delegación en funcionarios especialmente formados para esa tarea y, por el otro, la posibilidad del fiscal de ejercer un liderazgo efectivo y una dirección de la investigación que le permita discutir y evaluar los casos con mayor profundidad, pero sin necesidad de estar en el día a día de la gestión de la prueba. En esta posición, resulta posible para el fiscal discutir (y no imponer, ni aceptar) con los investigadores las posibilidades tácticas y estratégicas de los casos y tomar decisiones ponderadas y razonables.
Por último, el hecho de que la Policía Judicial sea un órgano del Ministerio Público Fiscal permite que las decisiones sobre recursos y utilización del presupuesto sean consecuentes con las decisiones de política de persecución penal que están ínsitas en el principio de disponibilidad de la acción, natural a los procesos penales acusatorios.
Como se sabe, el principio de disponibilidad de la acción permite que el órgano acusatorio tome decisiones genéricas sobre qué delitos va a investigar y cuáles no. De esta manera, fija pautas de política criminal y eficiencia en la gestión de los casos[32]. Ahora bien, en la actualidad estas decisiones impactan negativamente en el sistema porque la decisión del Ministerio Público Fiscal de descartar cierta categoría de casos no tiene su correlato en los órganos policiales, quienes continúan sometiéndolos al sistema judicial.
Esto no ocurriría en el cado de la Policía Judicial, si recordamos que solo investiga los casos asignados por los fiscales, esto es, aquellos que han superado los filtros de admisibilidad del sistema. En consecuencia, permite que las decisiones de política criminal tengan su correlato en decisiones presupuestarias y de asignación de recursos.
Conclusión [arriba]
La creación de policías judiciales, tal como está ocurriendo en la actualidad es, evidentemente, un signo auspicioso. Pero advierto que los motivos que los impulsan a veces no son los correctos: se busca crear la policía judicial para esquivar la (según se cree) falta de idoneidad e ineficiencia de la policía administrativa.
Si pertenecen al Ministerio Público Fiscal, se piensa, serán mejores y estarán mejor capacitados.
Pero esto no es todo. Es importante, es cierto, pero no es todo.
La creación de un organismo de investigación en el ámbito del Ministerio Público Fiscal debe tener por objetivo que el fiscal asuma su verdadera función de director de la investigación.
Espero que los lineamientos que se han intentado hacer en este trabajo ayuden a reconducir los sistemas hacia una investigación penal eficiente y eficaz. Como es obvio, subsisten aún muchas preguntas sobre cómo modalizar la interrelación entre ambas policías, la relación de ambas con los fiscales, cómo deberían reconstruirse sus modelos organizaciones y, en especial, cómo concretar la relación entre la prevención del delito y su investigación.
La creación de policía judiciales con distintos perfiles en el ámbito de la República Argentina ayudará a estudiar su funcionamiento y, a partir de allí, estos interrogantes tendrán su respuesta y concreción.
Notas [arriba]
[1] Cfr. en este sentido Lucía Dammert “Reforma policial en América Latina”, Quórum: revista de pensamiento iberoamericano n, Nº 12, 2005, págs. 53-64.
[2] Art. 4. Ejercicio de la acción por el Ministerio Público Fiscal: “El Ministerio Público Fiscal ejercerá la acción pública y practicará las diligencias pertinentes y útiles para determinar la existencia del hecho. Tendrá a su cargo la investigación preparatoria, bajo control jurisdiccional en los actos que lo requieran. La promoverá de oficio, siempre que no dependa de instancia privada”.
[3]Art. 6. Acción pública: “La acción penal pública corresponde al Ministerio Público Fiscal, sin perjuicio de la participación que se le concede a la víctima y al particular damnificado”.
[4]Art. 5. Acción promovible de oficio: “La acción penal pública será ejercida por el Ministerio Público, el que deberá iniciarla de oficio siempre que no dependa de instancia privada (C.P. 72). Su ejercicio no podrá suspenderse, interrumpirse ni hacerse cesar, salvo expresa disposición legal en contrario”.
[5] Art. 25. Acción pública: “La acción pública es ejercida por el Ministerio Público Fiscal, sin perjuicio de las facultades que este Código le confiere a la víctima.
El Ministerio Público Fiscal debe iniciarla de oficio, siempre que no dependa de instancia privada. Su ejercicio no podrá suspenderse, interrumpirse ni hacerse cesar, excepto en los casos expresamente previstos por la ley”.
[6] Cfr. en este sentido Milena Ricci “El sistema acusatorio en la estructura federal. Estudio sobre la reforma procesal penal en Argentina” en REDEX Argentina, pág. 18 y ss.
[7] Carlos Gómez de Liaño “El proceso penal: juez instructor versus Ministerio Fiscal. La imparcialidad en la instrucción y el principio acusatorio” en Liber amicorum: homenaje al profesor Luis Martínez Roldán, 2016, págs. 325-346.
[8] Por ejemplo, en la Provincia de Buenos Aires y algunas otras, se había instalado la práctica de que el “sumario” se instruía íntegramente en las dependencias policiales, quienes ordenaban libremente las medidas de prueba que consideraban oportunas y sólo remitían el legajo a la autoridad judicial para aquellos casos en los que la intervención del juez era insoslayable (por ejemplo, la indagatoria del imputado).
[9] Luis A. Schiappa Pietra “Prisión Preventiva y Reforma Procesal Penal en Argentina” en Leticia Lorenzo, Cristián Riego y Mauricio Duce (coord.) Prisión Preventiva y Reforma Procesal Penal en América Latina: Evaluación y Perspectivas (volumen 2), Centro de Estudios de Justicia de las Américas, 2011, págs. 106 y stes.
[10] Entendiendo la expresión “funcional” en el sentido de la segunda acepción que le da el Diccionario de la Real Academia Española (23va. edición), es decir: “(adj.) Se dice de todo aquello en cuyo diseño u organización se ha atendido, sobre todo, a la facilidad, utilidad y comodidad de su empleo.
[11] Existe una tradicional división, más formal que real, entre Policía en Función Administrativa, que es la encargada de la prevención del delito y Policía en Función Judicial, que es el mismo organismo cuando actúa en casos bajo la dirección de jueces o fiscales.
[12] No sólo porque todas las fuerzas de seguridad policiales suelen tener órganos especializadas para la investigación de tipos de delitos, sino porque en las mismas estructuras paradigmáticas de la presencia territorial de la policías (las comisaría, por ejemplo) existe también esta división fáctica entre las “brigadas” que se dedican pura y exclusivamente a la investigación y la oficialidad “de servicio” o “de guardia” que toma intervención en los casos que llegan a conocimiento de la estructuras por vigilancia del terreno por parte del personal policial o por denuncias de los particulares.
[13] En efecto, la distribución de tareas en la policía administrativa no se limita a criterios territoriales, piénsese, por ejemplo, en las divisiones de la Policía Federal asignadas a los ferrocarriles, las de la Policía de la Ciudad con funciones en los subterráneos o, las de ambas, asignadas a espectáculos deportivos o multitudinarios.
[14] El inolvidable personaje literario de Sir Arthur Conan Doyle es el ejemplo más perfecto (por lo ficticio) de la investigación criminal racionalista: a partir de un detalle nimio, Sherlock Holmes desprende una innumerable cantidad de razonamientos derivados uno de otro a partir de los cuales siempre llega a desentrañar el caso sin otro instrumento que su propio raciocinio.
[15] González Cano, M. Isabel “Dirección de la investigación por el Ministerio Fiscal y nuevo modelo procesal penal”, Revista de estudios de la justicia nº 15, Sevilla, 2011, págs. 43-85.
[16] Barrera, Leticia “Más allá de los fines del derecho: expedientes, burocracia y conocimiento legal”; Íconos: Revista de Ciencias Sociales nº 41, 2011, págs. 57-72.
[17] Lewin, Kurt; La teoría del campo en la ciencia social, Paidós, Barcelona, 1988. Cfr., además, Schellenberg, James; Los fundadores de la psicología social, Alianza Ed., Madrid, 1981.
[18] Elías Puelles, Ricardo “No todos los caminos conducen a Roma: la Teoría del Caso, su utilidad en la litigación oral y una propuesta de enseñanza” en THEMIS: Revista de Derecho nº 68, 2015, págs. 203-216.
[19] Moreno Holman, Leandro; Teoría del Caso, Buenos Aires, Ediciones Didiot, 2012 pág. 27.
[20] Urbano Martínez, José Joaquín “Los fines constitucionales del proceso penal como parámetros de control del principio de oportunidad”, Derecho Penal y Criminología, vol. 27 nº 80, Colombia, 2006, págs. 111-128.
[21] En este sentido, cfr. el esclarecedor artículo de Andrés Perfecto Ibañez “Acerca de la motivación de los hechos en la sentencia penal”, Doxa: Cuadernos de filosofía del derecho nº 12, 1992, págs. 257-300.
[22] Ángela María Buitrago Ruiz, William Monroy Victoria “Policía judicial”, Derecho Penal y Criminología, vol. 24 nº 74, 2003, págs. 43-62.
[23] Artículo 125º. Son funciones del Ministerio Público: 1. Promover la actuación de la Justicia en defensa de la legalidad de los intereses generales de la sociedad, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica. 2. Velar por la normal prestación del servicio de justicia y procurar ante los tribunales la satisfacción del interés social. 3. Dirigir la Policía Judicial.
[24]Hoy reemplazada por la Ley N° 5688 sancionada el 17 de noviembre de 2016, que constituye el Sistema Integral de Seguridad Pública y funda la Policía de la Ciudad de Buenos Aires.
[25]Artículo 18.- Créase la Policía Metropolitana que cumplirá con las funciones de seguridad general, prevención, protección y resguardo de personas y bienes, y de auxiliar de la Justicia.
[26]Artículo 1°. Creación: Créase el Cuerpo de Investigaciones Judiciales (CIJ), que cumplirá funciones de Policía Judicial dependiente orgánica y funcionalmente del Ministerio Público Fiscal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
[27] Artículo 3°. Objeto: El CIJ tiene como objeto: 1. La investigación de los delitos, las contravenciones y las faltas. 2. Individualizar a los/as presuntos/as autores/as y partícipes del hecho investigado. 3. Reunir y conservar las pruebas útiles para el caso conforme a las normas de procedimiento y a las instrucciones que imparta el Ministerio Público Fiscal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
[28] Artículo 4.1 de la Ley N° 2396
[29] Sin perjuicio de que la visibilidad de la institución misma sea necesaria: la conciencia del ciudadano de que existe una institución de policía judicial que se dedica a la investigación del delito contribuye, también, a la prevención general del delito; pero esta presencia no debe trasmitirse a los integrantes concretos de la institución por obvias razones de eficiencia de la investigación y de seguridad personal.
[30] Saín, Marcelo F. “La reforma policial en América Latina: una mirada desde el progresismo” en Nueva Sociedad, pág. 36.
[31] Labra Díaz,Cynthia; “El modelo de la policía comunitaria: el caso chileno”; Revista chilena de derecho y ciencia política vol. 2, nº 1, 2011, págs. 49-62.
[32] Marchisio, Adrián Principio de oportunidad, Ministerio Público y política criminal, Buenos Aires, Ad-Hoc, 2008.
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