JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:Verdad, universidad y abogacía
Autor:Cianciardo, Juan
País:
Argentina
Publicación:Revista Argentina de Derecho Empresario - Número 7
Fecha:01-04-2007 Cita:IJ-XLIV-976
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Verdad, universidad y abogacía
 
Por Juan Cianciardo[1]
 
 
La Universidad ha sido definida tradicionalmente como la unión de profesores y estudiantes que buscan y transmiten la verdad[2]. La búsqueda y la transmisión de la verdad son, entonces, las razones de ser de la institución universitaria, y también lo son, como una consecuencia necesaria, de toda Facultad de Derecho.
 
Por otro lado, el sustantivo «verdad» aparece en prácticamente todos los códigos de ética que rigen el ejercicio de la abogacía en Occidente, siempre dentro de los fines que deben guiar el trabajo del abogado[3]. El abogado aparece, en las normas éticas que rigen su profesión, como un servidor de la verdad.
 
La idea de verdad y su contrapartida, la de falsedad o mentira, se encuentran presentes, entonces, en toda aproximación a las labores que desarrollan los universitarios y los abogados.
 
Teniendo en cuenta que pocas nociones como las mencionadas han estado tan sujetas a cuestionamientos desde la Modernidad hasta nuestros días, es oportuno ocuparse brevemente de su desarrollo, y plantear a partir de allí un desafío que abarca tanto a abogados como a profesores universitarios.
 
Con su afán de exactitud, de cognoscibilidad «segura» en todos los ámbitos de las ciencias, la Modernidad postuló la asimilación entre verdad y exactitud, y la elevación del método científico (empírico o matemático) a condición de posibilidad de todo conocimiento racional. A partir de este postulado, en el ámbito de las ciencias naturales la verdad fue asimilada a seguridad o exactitud, y la Filosofía y las ciencias prácticas la Ética, el Derecho perdieron su condición de ciencia y fueron reducidas a epistemología (mejor dicho, a metodología de las ciencias) o a Sociología[4].
 
Desde entonces la Metafísica fue confundida con superchería, y la Ética con un conjunto de opiniones respecto de las cuales toda pretensión de verdad equivale a imposición tiránica. Para el moderno no existen verdades éticas: sólo hay opiniones relativas cuyo valor depende en última instancia de su futilidad: deben ser lo suficientemente débiles como para no condicionar a los demás ni reducir en lo más mínimo la propia capacidad de elección. Esto explica, en parte, el deterioro contemporáneo de la idea de compromiso, con secuelas bien perceptibles, por ejemplo, en el ámbito de las relaciones familiares.
 
La pérdida de la verdad tuvo consecuencias para la Universidad y para el trabajo del abogado.
 
Comencemos con las consecuencias para la Universidad. El profesor dejó de ser visto como aquel que tiene vocación por la búsqueda y la transmisión de la verdad, simplemente porque no hay verdad que encontrar. Pero como todo trabajo es una praxis, y toda praxis viene orientada por una finalidad, la pérdida de la noción de verdad no privó a la labor del profesor de un fin, sino que provocó su mutación. Esto tuvo lugar al menos de dos maneras principales.
Un primer modo consistió en la reducción del trabajo universitario a uno de sus fines, el docente, excluyendo la investigación. El otro modo fue más sutil, pero también más dañino: consistió en sustituir la investigación y la docencia que se hacen en aras de la verdad por la mera búsqueda de la utilidad.
 
En el primer caso, la Universidad acabó siendo lo que Alberto Kornblihtt calificó con mucha expresividad con el logrado neologismo «enseñadero»: un colegio de tercer ciclo en el que se repiten con mayor o menor fortuna contenidos generados y reflexionados por otros[5].
 
En el segundo caso, cuando en lugar de la verdad se buscó la utilidad, la Universidad, en cambio, se transformó en negocio. En negocio institucional, o en un conjunto de negocios particulares, de pequeños kioscos gestionados por profesores que se acercan a ella con la pretensión de adquirir un prestigio que les permita luego conseguir clientes. La auténtica tragedia que esconden uno y otro planteamiento es que donde hay negocio no hay vida académica posible. La lógica vital es aquí exactamente opuesta a la de los negocios: en la Universidad, el ocio es punto de partida, y no de llegada[6].
 
Tanto cuando se reduce la vida universitaria a la docencia como cuando se reemplaza la verdad con la utilidad la Universidad muere como tal[7], se transforma en una realidad muy distinta, asfixiante, angustiante, opresiva; en palabras de Ortega y Gasset, en una: «cosa triste, inerte, opaca, casi sin vida». Es que «el relativismo escéptico de la cultura en apariencia dominante no sólo implicó una suerte de muerte espiritual del alma, sino también de toda cultura vital»[8].
 
Sirven como ejemplo de esto último, quizá, las palabras poderosas con las que tiempo atrás se refería a la Universidad Vargas Llosa: «sí, era eso mismo, la Universidad. Ese año decepcionante, esos cursos de historia, literatura y filosofía en los que se matriculó en San Marcos. Muy rápidamente llegó a la conclusión de que a esos profesores se les había atrofiado la vocación, si es que alguna vez habían sentido amor por las obras maestras, por las grandes ideas. A juzgar por lo que enseñaban y por los trabajos que pedían a los alumnos, en la cabeza de esas soporíferas mediocridades se había producido una inversión. El profesor de Literatura Española parecía convencido de que era más importante leer lo que el señor Leo Spitzer había escrito sobre Lorca que los poemas de Lorca, o el libro del señor Amado Alonso sobre la poesía de Neruda que la poesía de Neruda, y al profesor de Historia parecían importarle más las fuentes de la historia del Perú que la historia del Perú y al de Filosofía más la forma de las palabras que el contenido de las ideas y su repercusión en los hechos... La cultura se les había disecado, convertido en saber vanidoso, en erudición estéril separada de la vida. Él se había dicho entonces que eso era lo esperable de la cultura burguesa, del idealismo burgués, apartarse de la vida, y había dejado la Universidad disgustado: la verdadera cultura estaba reñida con lo que allí se enseñaba»[9].
 
Como dijéramos al comienzo, la pérdida de la noción de verdad afectó también al ejercicio de la profesión de abogado. Una de sus manifestaciones pueden  encontrarse en el lenguaje jurídico forense. Se trata de un lenguaje contaminado de ficciones no en el sentido técnico del término: es decir, de oscuridades, vaguedades e imprecisiones más o menos deliberadas. El discurso sobre el Derecho se ha encerrado desde hace tiempo en un «tecnicismo jurídico esotérico» y enrarecido[10], que condiciona la legitimidad democrática de las leyes y las sentencias: sólo los muy iniciados entienden lo que dicen o escriben los abogados.
 
Profundizando en las causas de este fenómeno, parece posible distinguir tres factores. El primero es la ignorancia y la pobreza lingüística. Frente a una y otra, el recurso a fórmulas oscuras y aparentemente complejas se presenta como una salida a la que se le asignan falsamente poderes demiúrgicos.
 
En segundo lugar, un lenguaje oscuro y poco claro permite encapsular el Derecho en círculos áulicos que se tornan, así, indispensables. El corporativismo de jueces y abogados es un elemento importante a tener en cuenta a la hora de evaluar el fenómeno mencionado.
 
El tercer factor también tiene una proyección política, aunque su origen es epistemológico, y es el que tiene más interés. La pretensión de construir una ciencia del Derecho capaz de atravesar con éxito los cánones modernos de cientificidad condujo en el primer positivismo a la proscripción de toda valoración, a la búsqueda de un juez que fuera un aplicador mecánico de la ley. Kelsen corrigió ese exceso racionalista y aceptó la necesidad de una determinación discrecional de lo que la norma prescribe, pero mantuvo la intención de edificar una teoría «pura» del Derecho, y por eso su visión de la discrecionalidad fue más bien pesimista: una discrecionalidad fuerte, sin más límites que los que otorgaría la norma, y también sin orientación. Así entendidas, las valoraciones son aceptables sólo dentro de límites muy estrechos, y siempre resultan sospechosas por su no cientificidad. Por eso no puede llamar la atención que los juristas formados en estas coordenadas de pensamiento hayan tendido a encubrir toda apreciación ética o política que perciben desde el vamos como una patología inevitable, a la que hay que reducir todo lo posible tras un lenguaje supuestamente a-valorativo, y por eso ficticio.
 
Ignorancia, corporativismo, abandono de la noción de verdad: estos son los factores, en definitiva, que han llevado a que desde diversos sectores se insista cada vez con mayor énfasis en la necesidad de un lenguaje jurídico menos intrincado y lioso, más abierto a todos, que prescinda de tecnicismos y de enredos triviales[11].
 
Recapitulando lo dicho hasta aquí, la pérdida de la noción de verdad afectó gravemente a la Universidad y también, aunque de otro modo, al trabajo cotidiano del operador jurídico.
 
En dicho contexto, la Carrera de Abogacía debe procurar entre muchísimas otras cosas luchar contra estos problemas, con espíritu positivo y constructivo, buscando la rehabilitación de la persona, con confianza y optimismo en la razón y en sus posibilidades. A partir de allí debe intentarse generar una comunidad de estudiantes profesores, graduados y alumnos, unida en pos de un fin común: la búsqueda de la verdad en todos los ámbitos del saber jurídico. Ello constituirá, en definitiva, una comunidad universitaria que pueda preciarse de la verdad, en la que la investigación tenga un lugar de privilegio y la docencia sea vivida con pasión. Cabe entonces a todos la misión de reconciliar el ejercicio de la abogacía con la verdad y, a través de ella, con la justicia.


[1]. Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral. Texto adaptado del discurso pronunciado con ocasión del «Acto de graduación de la Octava Promoción de Abogados de la Universidad Austral».
[2]. Cfr. Juan Pablo II, “Discurso con ocasión del VI centenario de la Universidad Jaguelónica de Cracovia”, 8 de junio de 1997, n. 4. Cfr., asimismo, Echevarría, J., “El servicio a la verdad y la verdad como servicio”, en El Cardenal Ratzinger en la Universidad de Navarra. Discursos, coloquios y encuentros, Facultad de Teología, Universidad de Navarra, 1998, pro manuscripto, pp. 31-38.
[3]. Cfr., p. ej., el Código de Ética del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal, arts. 19 y 24, entre otros; Reglas de Ética Profesional del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, arts. 2, 8 y 24; Código de Ética Profesional del Colegio de Abogados de Chile, arts. 3 y 41; Código de Ética Profesional del Abogado Venezolano, arts. 19 y 48.
[4]. Sobre todos estos temas la bibliografía es ingente. Puede consultarse, p. ej., Inneratity, D., Dialéctica de la modernidad, Madrid, Rialp, 1990, passim. Cfr., asimismo, Cianciardo, J., El conflictivismo en los derechos fundamentales, Pamplona, Eunsa, 2000, cap. 2, y sus citas (existe una ed. ampliada y actualizada: El ejercicio regular de los derechos. Análisis y crítica del conflictivismo, Buenos Aires, Ad-hoc, 2007).
[5]. Kornblihtt se refirió, en realidad, a algunas de las universidades privadas argentinas. Según su opinión: «salvo honrosas excepciones, las universidades privadas no son de buena calidad, porque no hacen investigación. Son enseñaderos». Desde el punto de vista del autor, esto mismo puede decirse de muchas de las universidades argentinas de gestión estatal. Cfr. la entrevista en la que aparece la cita en La Nación, diario del 23 de junio de 2007. Algunas repercusiones pueden consultarse en la sección «Cartas de lectores», ediciones de los días 28 de junio y 3 de julio de 2007.
San Josemaría Escrivá, inspirador de la Universidad Austral, tuvo siempre muy clara la importancia de la investigación para la Universidad. Cfr., p. ej., el testimonio que brindó al respecto Ismael Sánchez Bella, iniciador y primer Rector de la Universidad de Navarra, fundada por el propio Escrivá: «en los comienzos, las Bibliotecas eran modestas por falta de fondos (...). Sin embargo, en todo momento se procuró cuidar no sólo la docencia, sino también la investigación: todos teníamos muy clara conciencia de que no se trataba de dar vida a una simple academia, sino a una universidad, y no hay universidad sin investigación. El Beato Josemaría, como han hecho también sus sucesores, se encargaba por lo demás de recordárnoslo» (Sánchez Bella, I., «Recuerdos sobre el comienzo de una gran aventura», en O. Díaz y F. Requena (eds.), Josemaría Escrivá y los inicios de la Universidad de Navarra (1952-1960), Pamplona, Eunsa, 2002, pp. 27-39, p. 33).
[6]. Pieper, J., El ocio y la vida intelectual, 8va. ed., Madrid, Rialp, 2003, pp. 171-228, y passim.
[7]. Cfr., al respecto, D´Ors, Á., «Universidad e investigación», en, del mismo autor, Papeles del oficio universitario, Madrid, Rialp, 1961, pp. 99-109. Señala D´Ors, refiriéndose a la Universidad española de entonces: «reconozco que algunos profesores universitarios, sea por la razón que sea, no realizan ninguna labor investigadora; afirmo, empero, que este estado de cosas es lamentable y que sólo el investigador puede ser un buen maestro»(p. 104; el énfasis está en el original).
[8]. Cfr. Llano, A., «Universidad y unidad de vida según el Beato Josemaría», en Romana. Bollettino della Prelattura della Santa Croce e Opus Dei 30 (junio de 2000), p. 112 y ss. Puede consultarse, asimismo, en http://es.romana.org/print.php?n=30&s=8.0&ID=1.
[9]. Vargas Llosa, M., Historia de Mayta, en http://www.hacer.org/pdf/Vargasllosa05.pdf, p. 24.
[10]. Cfr. Lombardi Vallauri, L., Corso di Filosofía del Diritto, Padova, CEDAM, 1981, pp. 111-115.
[11]. D. Antoniotti habla de «jergas de palacio» y de «tratamientos barrocos y teatrales» (cfr. «Derecho y lenguaje: el ajuste de dos instituciones en el seno de la sociedad», en http://www.gitrad.uji.es/common/articles/Antoniotti.pdf). Cfr. sobre este tema, más ampliamente, del Carril, E. (h.), El lenguaje de los jueces, Buenos Aires, Ad-hoc, 2007, passim.


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