El trabajo de la intersubjetividad se desprende de los desarrollos teórico-clínicos que llevaron adelante los encuadres grupales, familiares y de pareja. Esta nueva herramienta tiene una importancia fundamental en la clínica con adolescentes, ya que el trabajo con sus otros permite encarar y resolver conflictivas que con el dispositivo clásico de la cura se hacían imposibles, o bien, se prolongaban de manera indefinida a lo largo del tiempo.
Los dispositivos multipersonales que se desarrollaron dentro del campo delineado por el psicoanálisis tienen en su haber una larga historia. Su origen, justamente, se remonta al Reino Unido en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. En aquel momento una gran cantidad de combatientes padecía diversos trastornos psíquicos debido a su participación, casi siempre traumática, en el frente de batalla. Estas circunstancias habían generado una demanda explosiva de tratamientos psiquiátricos en los hospitales militares. W. R. Bion, uno de los encargados de administrar dichos tratamientos, frente al desborde que presentaba la situación institucional tomó la revolucionaria decisión de agrupar a los pacientes.
Sin embargo, a pesar de que Bion comenzó a trabajar con este nuevo encuadre desde ese mismo instante, esta auspiciosa herramienta no pudo continuar su desarrollo cobijada bajo el ala protectora de la Asociación Psicoanalítica Internacional (I.P.A.). Luego de transcurrido cierto tiempo, según cuenta la leyenda, Melanie Klein le sugirió a Bion que se apartara tanto de la práctica como de la teorización de este nuevo abordaje terapéutico. Esta sugerencia, al parecer, fue acatada de manera inmediata por Bion a pesar de lo encaminados que se encontraban sus desarrollos en el campo grupal, los cuales, por su parte, ya habían comenzado a circular a través de numerosas publicaciones.
Más allá de la leyenda, empero, en esta indeclinable decisión de abandonar lo que el azar había logrado reunir, Bion debe de haber sentido el peso de más de una causa. Las inevitables cuestiones emparentadas con el narcisismo de las pequeñas y de las grandes diferencias que circulan en toda institución, junto a las razones políticas de turno, nunca se encuentran ausentes a la hora de evaluar conceptualizaciones que estén en condiciones de interpelar el statu quo de una teoría, y/o de una técnica. Es que, consecuentemente, tarde o temprano todo movimiento innovador acaba involucrando en sus cuestionamientos a la propia institución.
Por su parte, la introducción en nuestras tierras del psicoanálisis grupal durante la década del ’50 habría de producir una serie de controversias en el seno de la Asociación Psicoanalítica Argentina (A.P.A.), debido a la marcada oposición que emanaba de los sectores más ortodoxos. De este modo, ante la imposibilidad de continuar intramuros con la aplicación y el desarrollo de este nuevo dispositivo, los psicoanalistas interesados en el campo grupal debieron marchar a un forzado exilio institucional. Así fue como decidieron fundar la Asociación Argentina de Psicología y Psicoterapia de Grupo (A.A.P.P.G.), una institución creada especialmente para la instrumentación de este dispositivo, y posteriormente el lugar desde donde se habría de validar tanto su teoría como su práctica.
Por lo tanto, aquel gesto pionero de Bion, pleno de urgencia y de intuición, fue el punto de partida de un encuadre grupal que se sustentaba en la innovadora mirada provista por el psicoanálisis aplicado; más adelante, su estudio y sistematización lo habría de convertir en el primer dispositivo multipersonal en abrirse camino dentro del mismísimo corpus psicoanalítico. Sin embargo, a pesar de su novedoso enfoque y de sus múltiples posibilidades, en ningún momento se llegó a vislumbrar que con el transcurso del tiempo este dispositivo habría de producir una verdadera revolución copernicana. Es que la incorporación de su piedra angular dentro de la teoría y la práctica del psicoanálisis no sólo allanó el camino para que dos décadas más tarde hicieran su aparición los dispositivos de familia y pareja, sino también para que se comenzara a delinear lo que hoy denominamos trabajo de la intersubjetividad.
De esta manera, la inclusión de los dispositivos multipersonales y su posterior validación tanto en el plano teórico como en el clínico produjo por après coup la reconsideración de una serie de conceptos que se habían desarrollado a partir de la praxis psicoanalítica. Es que el enfoque vincular obligaba a re trabajar una serie de temáticas ligadas no sólo al campo metapsicológico sino también al de la tarea clínica, y esto se debía a la modificación del ángulo desde el cual se intentaban elucidar aquellas cuestiones que el psicoanálisis había contribuido a develar. Fue así como surgieron nuevos desarrollos en relación con el encuadre, el narcisismo, la transferencia, la interpretación, la pulsión, el aparato psíquico, la fantasía, etc.
Mientras tanto, la cura clásica, aquella a la que generalmente se asociaba toda labor psicoanalítica, no pudo eludir el impacto que estas innovaciones traían aparejado. Cada ampliación del espectro de aplicación del método ideado por Freud derivaba en algún tipo de conmoción en las instituciones y en los grupos de psicoanalistas más dogmáticos, que denunciaban y condenaban enfáticamente el desviacionismo de los nuevos herejes a la vez que clamaban por una vuelta a la pureza perdida.
Empero, a pesar de las voces que se alzaban en contra, la apertura de campos hasta el momento inexplorados continuaba su imperturbable avance. Esto daba lugar a la inclusión de nuevos destinatarios dentro de la práctica psicoanalítica. Esta situación desató inevitablemente un cambio de perspectiva que incidió tanto sobre las teorizaciones como sobre la administración de los recursos técnicos. Así lo aseveran no sólo los encuadres grupales sino también la clínica con niños y con pacientes psicóticos que había comenzado a implementarse mucho tiempo antes de la década del ’40.
Estas innovaciones cumplieron en nuestro país un papel fundamental en la posterior gestación de los dispositivos de familia y de pareja. Es que las vicisitudes que iban surgiendo durante el proceso por el que atravesaban los tratamientos con niños y con pacientes graves, fueron demandando cada vez con mayor frecuencia la presencia de sus familiares en las sesiones, o bien, obligaron a citarlos en forma separada. Por lo tanto, a medida que la dimensión vincular se iba paulatinamente estatuyendo como una protagonista ineludible en la generación y resolución de los padecimientos mentales, los abordajes multipersonales comenzaron a afianzarse y a diversificarse por doquier.
Sin embargo, es necesario aclarar que los participantes de los grupos, las familias, y las parejas, o bien, los niños y los pacientes gravemente perturbados no fueron los únicos beneficiados por los nuevos encuadres delineados por la ampliación del psicoanálisis. Los adolescentes también perdieron la serena exclusividad de los tratamientos individuales para que sus padecimientos pudieran ser enmarcados dentro de la perspectiva vincular. Empero, como ahora veremos, para que este movimiento tuviera lugar fue necesario, primero, que se produjera un (re)encuentro con la especificidad del campo adolescente.
Freud no se circunscribió a trabajar sólo con sujetos adultos, así lo pueden atestiguar entre otros Hans, que era un niño, y Dora, que era una adolescente traída a la rastra por su padre. Sin embargo, tanto en el caso de esta última como en el de la joven homosexual que supuestamente contradecía la teoría psicoanalítica, no podríamos afirmar que hayan sido tratadas adecuadamente según sus características, lo cual cae de maduro ya que aún no se habían delineado las bases del psicoanálisis con adolescentes, y porque éstos en las condiciones en las que hoy los pensamos apenas tenían entidad teórica.
Esta situación no debe sorprendernos, el ampliamente divulgado enfoque biológico nos acostumbró a pensar a la adolescencia como una categoría que se ubica a continuación de la pubertad, de la misma manera en que se suceden las estaciones del ferrocarril. Sin embargo, la adolescencia a diferencia de la pubertad no es simplemente fruto de un proceso hormonal. Por el contrario, el fenómeno adolescente es la resultante de una laboriosa producción cultural que se puso en marcha en el siglo XVIII con el advenimiento de la Revolución Industrial.
La conceptualización de este fenómeno como una producción cultural permite, en primera instancia, resolver una falsa y generalizada equivalencia, me refiero a aquella que se establece entre los términos juventud y adolescencia. La superposición que se establece entre estos dos términos se basa en un argumento que parece irrebatible y que plantea que jóvenes han existido en todos los tiempos, mas esta categorización en clave única no alcanza para convertir a todo joven automáticamente en adolescente. Justamente, el fenómeno adolescente requirió para su aparición del contexto que generaron las inéditas condiciones socioeconómicas que puso en marcha el arribo de la modernidad.
En este sentido, la entrada a escena del maquinismo fue decisiva. A partir de ese momento, el salto cualitativo que se produjo en el terreno de la tecnología y en sus múltiples aplicaciones a la industria trajo aparejadas modificaciones inevitables en el campo del empleo y de la movilidad social. Estas revolucionarias modificaciones acabaron de un solo golpe con la tabla de valores, los usos, las costumbres, y el ideario que guió por centurias a los sujetos pertenecientes a las sociedades preindustriales en la conquista de los lugares a ocupar dentro del entramado ocupacional.
Luego de la Revolución Industrial y de su traumática remodelación societaria, se estatuyeron una serie de condiciones ineludibles a la hora del ingreso al aparato productivo. Los sujetos que se encontraban en condiciones de ingresar debían ser formados para asumir su papel frente a la exigencia de las nuevas tareas, ya que la introducción de las máquinas había acabado prácticamente con la manufactura artesanal y sus formas de instrucción. La sociedad industrial debió, entonces, hacerse cargo de educar en forma masiva a los jóvenes aspirantes para que estos pudieran ingresar en los nuevos puestos de trabajo que generaba una economía en plena expansión.
Como consecuencia de estas transformaciones se produjo un hecho inédito en la historia de la humanidad. Luego de finalizada su infancia una generación de sujetos se descubrió momentáneamente en una situación de suspenso, de espera, hasta encontrarse en condiciones de ocupar los lugares a los que se hallaban destinados. De esta manera, la condición adolescente quedó indisolublemente unida a esta moratoria social que incluía a cada nueva camada de jóvenes en la espera de una formación educativa, que inicialmente comenzó proveyendo la misma fábrica en la que a posteriori se habrían de insertar, y que más adelante quedó directamente en manos de los propios estados nacionales.
Como vemos, el despuntar de la condición adolescente marca un punto de inflexión en la forma en la que se suceden las generaciones. La transmisión de padres a hijos de los valores y de los conocimientos necesarios para el ingreso del aspirante a la dimensión laboral y cultural de las sociedades preindustriales queda trunco a partir de la instauración del maquinismo. De ahí en más ningún sujeto tendrá asegurado su puesto de trabajo, habrá que ganarlo atravesando los salvajes territorios de la competencia, y para eso será necesario instruirse. Los tiempos de la familia ampliada, con su continuidad natural a la hora de ocupar los lugares en la trama productiva de una estructura económica parcialmente autónoma, han quedado definitivamente sepultados. La familia nuclear, la estructura resultante de la crisis terminal de la parentela, luego de formar a sus vástagos para sobrevivir en la selva del mercado laboral deberá librarlos a su propia suerte, en el mejor de los casos, una vez finalizada la transición adolescente.
Esta compleja transición adolescente se lleva a cabo entre las lejanas orillas de la niñez y el mundo adulto en un contexto impregnado por la virtualidad. Esto se debe a que ese espacio/tiempo en el que transcurre la condición adolescente se encuentra determinado por una situación paradojal, ésta consiste en que los jóvenes se encuentran y a la vez no, en condiciones de ocupar los lugares para los cuales están siendo preparados. De esta manera, a diferencia de las viejas culturas donde el rito de iniciación validaba el pasaje de niño a adulto, los jóvenes que integran la franja societaria adolescente se encuentran listos para acceder al mundo adulto desde sus recursos biológicos pero no desde su estructuración mental, ya que sus psiquismos se encuentran aún en plena reformulación a raíz del imprescindible proceso de remodelación identificatoria de sus instancias yoicas e ideales.
Por lo tanto, esta situación transicional, a la que defino como transbordo imaginario, da cuenta de la operatoria intra e intersubjetiva que acometen los jóvenes en el dificultoso pasaje de la niñez al mundo adulto a través de la construcción de una identidad definitiva. En las sociedades industriales o de la segunda ola, este pasaje se asentaba en la preparación para ocupar los lugares que la sociedad designaba y proveía, ya que aún en las condiciones de competitividad que caracterizan al capitalismo, la economía de pleno empleo garantizaba un lugar en el aparato productivo para todos. En cambio, con la llegada de la sociedad posindustrial o de la tercera ola, este pasaje se hace sin la seguridad de obtener alguno de los nuevos lugares, ya que la exclusión además de haberse convertido en una herramienta de control social, es inherente al funcionamiento de un sistema que pretende imponer un criterio globalizador.
Por otra parte, la moratoria social que enmarca el transbordo imaginario que contiene al conjunto de una generación, no sólo posee los fines instrumentales y prácticos de generar la posibilidad de ocupar un lugar en el mundo adulto del trabajo calificado. El transbordo produce un efecto plus, ya que entre los jóvenes se desarrolla un sentimiento de identidad por pertenencia que les permite sentirse parte del tiempo y de la generación en la que participan. Sobre estas bases se gestará la construcción de un imaginario adolescente, o sea, un conjunto de representaciones que darán significado al accionar, al sentir, y a la toma de posiciones de una generación que busca su destino.
Cada camada adolescente en tanto es protagonista de la construcción de su propio imaginario pondrá en marcha una dinámica propia que insuflará nuevos aires en el seno de su sociedad. De esta forma, cada una de estas camadas estaría en condiciones de convertirse en una vanguardia que influye y modifica con su accionar los destinos propios y los de la cultura en la que se mueven, como lo demuestra el trillado ejemplo de mayo francés del ’68, o en nuestras tierras la reforma universitaria de 1918. Sin embargo, esta situación no siempre resulta exitosa ya que hay momentos en que una sociedad no se encuentra preparada para digerir ningún cambio y apela, entonces, a la represión, tal como lo testifican las tristemente célebres matanzas de Tlatelolco y de Tian An Men.
Este sucinto recorrido socio-histórico permitió develar el juego de variables concurrentes que sostienen la conceptualización del fenómeno adolescente como una producción cultural de la modernidad. No obstante, estas mismas variables están también en condiciones de demostrar a partir de aquella conceptualización, que la irrupción del fenómeno adolescente se configura de acuerdo a los lineamientos con los que se define el concepto de acontecimiento. Por lo tanto, si estamos de acuerdo con que el acontecimiento se presenta como algo nuevo en su procedencia, pero su campo de inscripción y de trabajo es la configuración preexistente, esta categoría podrá aplicarse al fenómeno adolescente en tanto éste no presenta antecedentes en la realidad cultural donde surge.
Sin embargo, la adolescencia emerge, justamente, de las condiciones que esa misma cultura entreteje a partir de su propio advenimiento. Es así como sólo luego de la aparición del fenómeno adolescente es posible hacer una diferenciación respecto del concepto de juventud. Pero más aún, solamente después de que los propios adolescentes encontraron un referente de sí mismos a través de la iconografía fílmica de los años ’50, pudo ponerse en marcha la construcción de su imaginario. Es a partir de ese momento que se produce su consecuente entrada en la sociedad de consumo, ya que hasta entonces no existían como especificidad comercial. Otro tanto ocurrió en el campo del psicoanálisis, donde la singularidad constituida a partir de una clínica con adolescentes comenzó a explorar segmentos de un terreno que la teoría había dejado en gran medida vacante.
La tan mentada metamorfosis adolescente ha sido referida con exclusividad a la ruptura en la continuidad del aparato psíquico del niño a raíz del advenimiento de los cambios corporales que trae aparejada la llegada de la pubertad. De esta manera, no sólo habría nuevas sustancias en el flujo sanguíneo, como las hormonas, sino también nuevas representaciones en el flujo libidinal, aquellas que se relacionan con el acceso a la genitalidad. Por lo tanto, la tarea de constituir un nuevo esquema corporal a partir de la perplejidad que generan estos cambios no será sólo fuente de angustias, implicará también una nueva exigencia de trabajo psíquico.
De esta forma, para poder metabolizar las alteraciones que introduce la fisiología pubertaria se hará necesario un nuevo ensamblado psíquico que incluirá dentro de su procesamiento el duelo por el ya inoperante cuerpo infantil. Sin embargo, esta reformulación no podrá hacerse sólo a partir de representaciones psíquicas preexistentes ni por las que en exclusividad ofrezca el medio familiar, por el contrario, será necesario contar con el aporte proveniente de la dimensión transubjetiva. Esta a través de las matrices sociales de identificación permitirá el apuntalamiento del sujeto adolescente sobre alguno de los numerosos modelos que circulan por el macrocontexto.
En este sentido, los modelos que ofrecen estas matrices sociales de identificación guardan una relación de especificidad con las características que porta cada momento histórico, como se detecta en forma notoria entre las expresiones juveniles de cada una de las últimas cuatro décadas. De esta forma, la conflictiva adolescente queda encabalgada entre las dimensiones histórica, social, familiar, y personal a través de la vinculación que se establece entre los registros de lo intra, inter, y transubjetivo.
Justamente, a partir del reflotamiento del complejo de Edipo se pondrá en juego una nueva dinámica intra e intersubjetiva. Esta concluirá, en el mejor de los casos, en una nueva operación represiva donde se reafirmará la resignación de los objetos primarios. La pérdida definitiva de estos se refiere tanto a su papel de destinatarios de una sexualidad incestuosa (que a diferencia de lo que ocurría en la niñez ahora sí puede ser concretada por la vía genital), como al derrumbe de su omnipotencia y de su condición excluyente en el campo de los modelos identificatorios. Esta última circunstancia conducirá a otro duelo, aquel que se lleva a cabo por los padres idealizados de la infancia.
A la caída en desgracia del cuerpo infantil y a la de los padres omnipotentes se suma la pérdida del Yo con el que se operó hasta ese momento. De esta forma, se propicia un recambio en las identificaciones, ya que para operar en la nueva realidad intra, inter, y transubjetiva es necesario contar con representaciones acordes a la nueva situación. Este proceso, que denomino remodelación identificatoria, involucra diversas dimensiones de la instancia yoica, del Ideal del Yo y de los aspectos normativos del Superyó. La puesta en marcha de este recambio tendrá lugar a partir de las pérdidas ya referidas, las cuales darán paso a nuevas identificaciones pero ya no sólo con relación a los contenidos del Yo y del Ideal del Yo parentales, sino también con relación a las instancias de otros sujetos que resulten representativos para el adolescente.
La conmoción que caracteriza la llegada de la adolescencia afecta tanto al sujeto que inicia su transbordo imaginario como a todos los que lo rodean, especialmente a los miembros de su familia. Esta situación que pone en vilo al equilibrio familiar está íntimamente relacionada con el efecto que se produce, mutatis mutandis, en el terreno social, ya que por sus características el imaginario adolescente habrá de impactar fuertemente en los usos y costumbres de la cultura adulta. Es, justamente, en torno a la temática de la pérdida de los equilibrios familiares y sociales donde se percibe claramente cómo la condición adolescente debe ser reformulada por cada nueva generación en función, y a la vez en contra, de las pautas socioculturales dominantes. De estas complejas circunstancias se desprende su distintiva estructuración paradojal, aquella que genera tanta perplejidad a la hora de comprender la dinámica de este fenómeno.
Los cambios en la dinámica familiar a raíz del arribo de la adolescencia remedan otra situación, la que enfrenta la pareja parental frente al nacimiento de los hijos. En este sentido, si el arribo de un sujeto al mundo se hace a través de la función mediadora que ejerce el grupo familiar donde la madre está inserta, entonces y por dos razones, la adolescencia habrá de funcionar a la manera de un segundo nacimiento. En primera instancia, porque el transbordo imaginario, que en su movimiento se apuntala sobre las dimensiones familiar y social, permite la introducción del sujeto dentro del mundo sociocultural adulto. En segunda instancia, porque la conflictiva transición por la que el hijo atraviesa durante esta crisis vital termina transformándolo en un conocido/desconocido para sus propios padres.
Por lo tanto, si la llegada al mundo suscita la suscripción de un primer contrato narcisista, en el cual se le asigna al sujeto un lugar en el grupo familiar y a la vez se lo obliga a sostener su legado, esta entrada en la cultura adulta con la semiautonomía que caracteriza a la adolescencia conlleva la firma de un segundo contrato narcisista. De esta forma, padres e hijos se verán obligados a renovar la investidura de sus viejos lugares a partir de las condiciones que se generan con la puesta en escena de los nuevos posicionamientos subjetivos, los cuales deberán incluir un reconocimiento de los cambios físicos y mentales que han sufrido todos los miembros de la familia, ya que el paso del tiempo los afecta a todos sin excepción.
De esta manera, la nueva configuración familiar sitúa al joven en un lugar inédito, ya que ahora tiene voz y voto en una serie de temas que incumben tanto a su persona como a su familia. Pero también, su inclusión en el medio cultural adolescente mediante la afiliación a nuevos grupos de pertenencia va a contribuir al seno familiar con el ingreso de nuevos imaginarios, desatando así las conocidas tensiones que van constituyendo el escenario del enfrentamiento generacional. De este modo, comienza para el adolescente la larga marcha que conduce al desprendimiento del contexto familiar, el cual se verá facilitado a través de la construcción de una vía exogámica que no sólo va a conducir al hallazgo de objeto, sino también a la obtención de un lugar en el mundo de la cultura adulta, ese nuevo espacio/tiempo que, en el mejor de los casos, lo alejará definitivamente del planeta adolescente.
La conmoción familiar a la que me he referido antes, constituye uno de los factores que originan la demanda de tratamiento para el adolescente. Los padres movilizados por el sufrimiento del hijo y/o por el propio, consultan con la fantasía de extinguir el conflicto de manera inmediata, o con la intención inconsciente de encontrar un depositario que se haga cargo de la situación conflictiva. No obstante, también es posible que consulte el propio joven, como ocurre generalmente en la adolescencia tardía, aunque no hay que descartar de antemano demandas a edades más tempranas. Estas consultas en caso de ser pilotadas por los propios interesados, y si estos cuentan con menos de 16 años, generalmente vienen determinadas por situaciones de mayor gravedad, tanto por el lado de una brutal sobreadaptación como por el de un supino abandono parental.
Por otra parte, es importante tener en cuenta que una demanda de tratamiento para un adolescente no tiene por qué terminar siempre en la concreción del mismo. Por el contrario, muchas veces el joven ocupa el rol de portapalabra o de portasíntoma, y por lo tanto, el conflicto a desanudar excede la vía única de la problemática individual. En estas situaciones es habitual indicar un tratamiento familiar o vincular, que permita descentrar al joven de la conflictiva con la que carga y la haga circular entre el resto de sus familiares. Esta indicación que en general alivia al joven, no descarta la posibilidad de que llegado el caso, en el curso de ese mismo tratamiento se le indique también otro dispositivo, como podría ser el individual o el grupal. Otras veces ocurre que directamente se indica un encuadre individual, que se puede combinar con la inclusión de entrevistas con los padres, y/o vinculares con el adolescente y alguno de los padres o hermanos. Estas entrevistas resultan muy versátiles ya que permiten trabajar temáticas puntuales, explorar en materiales que de otra forma no harían aparición o demorarían mucho en hacerlo, o bien, encarar situaciones de crisis.
La importancia que revisten los dispositivos multipersonales en la clínica con adolescentes está directamente relacionada con el papel que cumplen los otros en la constitución de la subjetividad. En este sentido, es necesario reafirmar que estos otros fueron desde una perspectiva imaginario/simbólica los signatarios del primer contrato narcisista, pero también acompañaron desde su encarnadura real los diversos apuntalamientos que requirió la estructuración del aparato psíquico del infans. Por lo tanto, este doble papel que cumplen en tanto apoyatura en el plano de la realidad y a la vez integrantes del grupo interno, resultará definitorio en el proceso de reestructuración del psiquismo que se produce en el curso de la transición adolescente. Es que el trabajo de la intersubjetividad que inauguró la vida psíquica del sujeto no actúa de una vez y para siempre, sino que por el contrario será convocado nuevamente en las diversas oportunidades en que la presencia real de los otros sea imprescindible como lo es en el momento del transbordo imaginario.
Sin embargo, este papel que cumplen los otros y que se encuentra universalmente reconocido en el caso de los niños, no corre la misma suerte en relación con los jóvenes, probablemente por el prejuicio que surge de pensar que el adolescente es un sujeto que ya ha terminado su estructuración psíquica. En este sentido, los procesos de reformulación psíquica que requiere todo sujeto que ingresa a la transición adolescente cuentan para su concreción de manera imprescindible con la presencia de sus otros (padres, hermanos, tíos, abuelos, amigos, profesores, personajes de la vida pública, personajes de ficción, etc.).
Esta reformulación que comanda la remodelación identificatoria sólo puede ser procesado en la red de sostén que conforman los apuntalamientos que se establecen con estos otros. Será, justamente, en estas vinculaciones que el joven, mediante el apoyo sobre aquellos objetos, podrá desplegar la dimensión modelizadora, la cual le permitirá renovar el plantel de sus identificaciones. Empero, asimismo, deberá promover una ruptura crítica con aquellos modelos para poder hacer el pasaje a través de la operatoria de la transcripción, lo cual le permitirá terminar de hacer propio aquello que fue tomado del afuera. Como puede observarse, el proceso de apuntalamiento depende para su desarrollo de los diversos enlaces vinculares que alimentan las dimensiones inter y transubjetivas de los adolescentes, por lo tanto, no podría realizarse sin la participación de aquellos que los rodean, tanto en su carácter de objetos, de enemigos, de auxiliares, o de modelos, es decir, en cualquiera de las funciones para las que están destinados, o bien, en algunas de las posibles combinaciones que puedan surgir entre ellas.
De este modo, los otros deben garantizar con su presencia y su accionar, aún con las fallas que puedan emanar de su función, que la demanda de apuntalamiento que los jóvenes requieren para poder transitar esta crisis vital sea correspondida, como efectivamente ocurría en la generalidad de los casos en los tiempos de la modernidad. Sin embargo, con la llegada de la sociedad posindustrial la función apuntalante de los otros entró también en crisis, esto se produjo a raíz del desvanecimiento de la tabla de valores que oficiaba como brújula en la delicada tarea del trasvasamiento generacional. Esta situación permitió conocer a través de las cada vez más frecuentes patologías ligadas al vacío identificatorio, las consecuencias que traen aparejadas no sólo las gruesas fallas en aquella función, sino también las que se derivan de su total ausencia. No obstante, aún en este crítico y desalentador contexto, los jóvenes siguen buscando nuevos apoyos para el cursado de su transbordo, aun con el riesgo de obtener un marco identificatorio de características alienantes, como se desprende de la desesperada utilización de las imágenes, de las drogas, de los objetos, y de las personas que fomenta una sociedad cuyos valores se sintetizan en la apelación a un constante e hipertrofiado consumismo.
Por lo tanto, la presencia de los otros en el espacio clínico donde se trabaja en la reformulación del psiquismo adolescente se puede transformar en una cuestión ineludible, si la situación por la que el joven transita presenta una fragilidad que requiere de una operación de apuntalamiento en vivo y en directo. De esta forma, en muchas oportunidades los objetos primarios en su encarnadura parental resultan imprescindibles tanto para intentar plasmar un reentramado en las zonas del psiquismo donde se hubieran producido ciertas fallas a lo largo del proceso de subjetivación, como para catalizar las condiciones en las que adultos y adolescentes puedan ir construyendo el campo donde tramitar la dificultosa temática del desprendimiento.
Como hemos visto, la introducción del trabajo de la intersubjetividad en el campo de la clínica con adolescentes surgió como una necesidad ligada a las dificultades que se presentaban en el trabajo con los jóvenes a la hora de acompañarlos en su transbordo. Esta situación aparejaba propiciar y sostener la remodelación identificatoria, acometer el intento de restañar las fallas en la inscripción de ciertas redes de significantes, crear las condiciones para el desprendimiento en las familias que no las generaban, y abordar las patologías que se presentan a raíz de estos u otros factores. De esta forma, al igual que en los casos de otras tantas herramientas pertenecientes al galpón psicoanalítico, el hecho de haber surgido a partir de una demanda clínica no impidió que estas innovaciones dieran paso a una teorización que les diera un soporte y una validación para introducirlas definitivamente dentro de la praxis psicoanalítica. En esta ocasión se trataba de la emergencia de un campo que lentamente se había ido delineando a partir del desarrollo de los encuadres grupales, familiares, y de pareja.
Por lo tanto, de lo hasta aquí planteado se desprende que el trabajo con dispositivos multipersonales tiene una doble ventaja. Por una parte, produce modificaciones en la dinámica y en la configuración del vínculo, por otra, pilotea las variaciones que se gestarán en las representaciones intrapsíquicas que del mismo tienen aquellos que lo integran. De este modo, la posibilidad de que se produzcan estas modificaciones, tanto las que van a permitir el reposicionamiento de los sujetos dentro del vínculo, como las que apunten a la reorganización de la economía de las investiduras libidinales (ya sean las del registro narcisista, ya las del objetal), se sustenta en el concepto de una red psíquica intersubjetiva.
Es que la noción de “trabajo de la intersubjetividad no supone sólo una determinación extra-individual en la formación, en el funcionamiento, de ciertos contenidos del aparato psíquico: corresponde a las condiciones en las cuales el sujeto del inconciente se constituye”. Por lo tanto, la idea de una “red psíquica intersubjetiva es correlativa de la de una estructuración de la psique en la intersubjetividad: cada aparato psíquico considerado como tal está, desde esta perspectiva, constituido por lugares, procesos e intercambios que contienen, ‘incorporan’ o introyectan formaciones psíquicas de más-de-un-otro en una red de huellas, sellos, marcas, vestigios, emblemas, signos, significantes, que el sujeto hereda, que recibe en depósito, que enquista, transforma y trasmite” (Kaës, R. 1993 pág. 352).
Los grandes y profundos cambios que se vienen produciendo en el macrocontexto durante las últimas décadas han determinado las múltiples variaciones que detectamos en la dimensión transubjetiva, aquella que gobierna los imaginarios a través de los cuales se trasmiten los códigos y las pautas necesarias para que los sujetos puedan integrarse a una cultura. Estos cambios que también han obligado al psicoanálisis a encarar una revisión crítica de sus conceptos y herramientas, fueron determinantes en las nuevas orientaciones que tomó la clínica con adolescentes. De esta forma, en muchas oportunidades el clásico dispositivo bipersonal ya no podía garantizar la consecución de los tratamientos debido a que se encontraba frente a una de sus limitaciones, en tanto extendía tanto el tiempo de elaboración de las problemáticas del adolescente que nos exponía al riesgo del fracaso o de la interrupción. En cambio, la inclusión de los otros del adolescente en el espacio de la sesión funciona como un catalizador, acelerando los tiempos de metabolización, de cambio psíquico, y de individuación. Por lo tanto, el horizonte de perspectivas que brinda el trabajo de la intersubjetividad, tanto en el campo de la teoría como en el de la clínica, permite una significativa ampliación en el abordaje y resolución de las conflictivas que hoy en día padecen los adolescentes y sus familias.
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* Lic. en Psicología. Miembro Activo y Docente de la Asociación Argentina de Psicología y Psicoterapia de Grupo (AAPPG). Profesor Adjunto de la Carrera de Especialización en Psicoanálisis con Adolescentes de la UCES. Miembro del Laboratorio UCES de Problemáticas Actuales en la Infancia y Adolescencia (LUPAIA). Supervisor del Equipo de Adolescentes del Hospital Zubizarreta. Autor de los libros: Planeta Adolescente. La Condición Adolescente. Desventuras de la Autoestima Adolescente. Página Web: www.marceloluiscao.com.ar