Me siento honrado, en grado superlativo, por haber sido generosamente invitado a participar en esta convocatoria realizada a un selecto grupo de académicos de diversas especialidades jurídicas, unidos por acerados lazos y razones, en particular por uno de singular fuerza: el relativo a la admiración y respeto inequívoco por el profesor Luis Moisset de Espanés, un jurista de extraordinaria valía, no sólo en la esfera argentina, en donde ocupa y ha ocupado un sitial de preferencia, sino también en el campo internacional, en el que se le reconocen todos su méritos y, sobre todo, su enjundia, sapiencia, vocación y señorío.
En efecto, el maestro Moisset, es uno de esos juristas que no se dan con largueza y a menudo, el que le ha dedicado su fecunda existencia al estudio honesto, desinteresado y profundo de la ciencia jurídica, en la que ha sobresalido, y quien se ha templado en la forja de la academia, a la que le ha legado un inapreciable riqueza, pues sus aportes al derecho, de veras son innúmeros, todos de una irrestricta importancia. No en vano, estamos ante un coloso, dueño de un haz de virtudes humanas y científicas, así como del respeto y afecto de sus colegas, discípulos y conciudadanos.
Por consiguiente, emocionado, amén que agradecido, participo en esta magna publicación, un nuevo y siempre merecido tributo a uno de los más grandes exponentes del derecho argentino, a quien tuve el inmenso privilegio de haber conocido hace varios lustros en la sede de la augusta Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, de férreo prestigio en el concierto patrio y mundial. Y lo hago a través de un modesto escrito apellidado Acto medico, actividad peligrosa y responsabilidad civil de los médicos, fruto de mi confeso interés en el tema, el cual ha sido objeto de escrutinio nuestro, tanto pretérita, como recientemente 1.
Expresado el merecido reconocimiento que antecede, importa entonces manifestar, ab initio, que uno de los asuntos que en la esfera de la responsabilidad médica suscita y ha suscitado controversia, es el atinente a la naturaleza del acto médico, concretamente lo concerniente a su alcance y clasificación, como corolario de su conocida complejidad, no sólo técnica, en numerosas ocasiones, sino especialmente jurídica.
Se indaga, efectivamente, si puede encuadrarse como una prototípica actividad riesgosa o peligrosa, sin perjuicio de otras denominaciones más, encaminadas, de una parte, a resaltar su potencialidad dañosa y, de la otra, a facilitar o atenuar la actividad probatoria de la víctima, toda vez que, en función de ella, para algunos, se invierte la carga de la prueba de la culpa galénica, ex ante y generalizadamente, o también se presume en forma delantera, y para otros se objetiva la responsabilidad (objetivación), en clara manifestación individual de los principios favor victimae, pro damnato y favor probationem, de tanto arraigo en el derecho moderno de la responsabilidad civil, o del derecho de daños, conforme se prefiera, aun cuando hay reconocer que en nuestro entorno se acuda prevalentemente a la primera denominación, sobre todo de cara a disciplinas como la relativa a la responsabilidad médica, refractaria a la objetivación, conforme a la jurisprudencia y a la doctrina más autorizada en el ramo 2.
Por consiguiente, han sido diversas las teorías que en la jurisprudencia y la doctrina patria e internacional, se han dibujado en los últimos decenios y que, en lo medular, han abogado por precisar si el acto galénico, efectivamente, puede o no ser catalogado como una inequívoca y paladina especie de las denominadas, in genere, actividades peligrosas o riesgosas, precisión cuya trascendencia deviene indiscutida, como quiera que, en puridad, de ella dependerá, fundamentalmente, la asignación o reparto de la carga de la prueba, según el caso, ora en cabeza del paciente, ora en cabeza del médico y, para otros, el establecimiento del régimen de responsabilidad aplicable (subjetiva u objetiva). Si se considerara que fuera peligrosa, en el drecho patrio en la jurisdicción ordinaria, civil, habría que presumir la culpa del profesional, y a juicio de otros, además, la responsabilidad sería de estirpe objetivo, con todo lo que ello entrañaría, tanto conceptual, como funcionalmente.
Es así como la doctrina contemporánea, mayoritariamente, se inclina por la tesis que pregona, in toto, la inaplicabilidad de la responsabilidad por actividades peligrosas, o riesgosas o la propia teoría del riesgo a la actividad galénica, por entender que el acto médico, en sí mismo, no puede ser considerado como diáfana expresión de peligrosidad, tanto por razones de índole jurídica, como humanística y teleológica que, aunadas, sirven de apoyatura para rechazar su asimilación, tesitura que, por su pertinencia y solidez, hoy cuenta con el respaldo de la judicatura nacional e internacional, tanto en sede civil, como administrativa. Empero, como se observará, ello no siempre ha sido así, de suerte que, en el pasado, incluso no hace mucho tiempo, la doctrina de la H. Corte Suprema de Justicia colombiana era muy otra, en la hora de ahora felizmente superada, puesto que en las altas cortes se enseñorea una postura equilibrada que, a tono con el laborío médico, con su ratio y nobilis officium, no le atribuye tal carácter, refractario a que se equipare a la conducción de un autobús, o al que “... dispara imprudentemente un arma de fuego” (art. 2356 C.C.), o a “... los daños imputables a la energía atómica, a los motores de explosión, a la caldera de vapor, a un disparo de cañón...” 3, entre otros emblemáticos ejemplos de índole legal, jurisprudencial o doctrinal 4.
Así las cosas, con el confesado propósito de pasarle revista a esta interesante temática, no siempre simétrica como se mencionó, por lo de más de especial relevancia en tratándose del difícil examen del onus probandi en el campo médico, estimamos necesario auscultar anticipadamente, así sea de manera somera, la doctrina de las apellidadas actividades peligrosas, vale decir su teoría general, y después examinar su específica proyección en la medicina, especialidad que amerita puntuales reflexiones y consideraciones, por manera que una asimilación a priori, sin aclaraciones y razonamientos previos, resultaría a todas luces precipitada, a fuer que errónea, por más bienintencionada que sea, pues no puede desconocerse que un sector autoral, en aras de flexibilizar el rigor probatorio reinante, acude al expediente de la calificación de peligrosidad del artis medicus, a fin de que se presuma la culpa del galeno, en todos los casos, dado que estiman que, por esta vía, se tutelan cabalmente los intereses de los pacientes. Al fin y al cabo, no todo se justifica, por plausible y moderno que luzca, en razón de que en la ciencia del derecho hay límites infranqueables que no se pueden desconocer, así estemos, supuestamente, en presencia de un “nuevo derecho”, o de un sistema neoconstitucional, los que igualmente conocen restricciones. Lo contrario, lisa y llanamente, sería la entronización del tiránico reinado de la inseguridad, del caos, y la anarquía iuris 5.
Dicho examen global, en lo cardinal, lo efectuaremos en relación con el derecho colombiano, prevalentemente, dado que esta temática, no es idéntica en todas las naciones, más allá, desde luego, de referir a los vasos comunicantes existentes con otros ordenamientos y naciones, por cuanto claramente los hay, a lo que se agrega nuestro deseo de no extendernos en demasía, en consideración a las naturales limitaciones de espacio existentes, aún a sabiendas de su significación. Por ello, en lo pertinente, procuraremos efectuar una síntesis de nuestra jurisprudencia y del parecer de nuestros doctrinantes, acompañada, grosso modo, de la lectura internacional en torno a este mismo tema.
3. Régimen general de la responsabilidad por actividades peligrosas [arriba]
3.1. Antecedentes. Origen, evolución y desarrollo ulterior
En las postrimerías del siglo XIX, e incluso, un poco antes, la evolución de la industria y, junto a ella, de los riesgos inherentes a la misma, así como la multiplicación y proliferación de los accidentes de trabajo, los accidentes industriales y, en general, los perjuicios irrogados con ocasión de la denominada sociedad de riesgos, condujo a una inmediata reacción por parte de la ciencia jurídica, que en una actitud por demás garantista y humanista, advirtió que el arraigado criterio de la culpa aquiliana y de la mera consideración aislada de los hechos propios, no resultaba satisfactoria a la hora de evaluar las consecuencias emergentes del advenimiento de daños y perjuicios conectados con la realización de actividades consideradas como riesgosas, en clara sintonía con las víctimas de los peligros creados por la llamada sociedad industrial, entre otras denominaciones 6 7.
Así, a la par de la consideración de una actividad provechosa de la cual emanaban riesgos para un sector de la colectividad, afloró la idea de asumir esos riesgos por parte de aquél a quien cobijaba el beneficio correspondiente (periculum incurrere nemo tenetur) 8. Ello explica, como lo memorara nuestra Corte Suprema, que se desarrollaran también, “… las doctrinas del “riesgo profesional” (risque professionnel, Raymond Saleilles [18551912]), ‘riesgo creado’ (risque creé, Louis Joserrand [18681941]), ‘riesgo beneficio’, ‘riesgo de empresa’ y se postula la responsabilidad, no por culpa, sino por la asunción de una empresa o una actividad riesgosa en contraprestación al beneficio que de ella se recibe (ubi emolumentum ibi onus o ubi commoda ibi et incommoda o cuius commoda eius incommoda esse debet), bien por equidad, en tanto, el deber surgiría ex lege para quien genera el riesgo, dispone de una cosa, ejerce su gobierno o tiene su control …” 9 10.
De esta manera se consolidaría, en opinión de algunos, una modalidad particular de responsabilidad, que plantea “… las categorías del ‘riesgo’, ‘peligro’, la responsabilidad objetiva por ‘cosas peligrosas’ y ‘actividades peligrosas’ o ‘riesgosas’ y, en la tendencia actual, por los llamados ‘riesgos del desarrollo’, a punto que para alguna corriente los sistemas de ‘responsabilidad subjetiva’, en la sociedad actual, contemplan numerosas y crecientes excepciones por la proliferación de las actividades potencialmente dañosas, ora, suscitan antinomias o incoherencias del sistema por su extensión disfuncional a hipótesis apreciables con un criterio de imputación disímil…” 11.
Esta visión particular, en rigor, es el detonante de la llamada responsabilidad por actividades peligrosas, entre otras expresiones más, la cual, independientemente de los matices existentes en una u otra latitud y normatividad, se asienta en un criterio medular: la protección del individuo o individuos que, como corolario de la generación de riesgos y peligros que derivan de una sociedad ‘posmoderna’, industrializada y tecnificada, se pueden ver expuestos, con graves consecuencias para ellos, las que ameritan la oportuna introducción de mecanismo correctores por parte del ordenamiento jurídico, pues de otro modo campearía la más abierta e injusta desprotección.
Ahora bien, en lo que respecta al ámbito nacional, la recepción de las elaboraciones doctrinales y jurisprudenciales en torno a la responsabilidad civil por actividades peligrosas o denominaciones similares en nuestro ordenamiento jurídico, obedeció también a la proliferación de los accidentes y daños que, con ocasión de la mencionada sociedad de riesgos, afectó a diferentes sectores del país, en especial a partir de la segunda década del siglo XX.
Efectivamente, el gran avance pretoriano en materia de responsabilidad por actividades peligrosas tuvo lugar en la época en que la llamada “Corte de Oro” recurrió a la jurisprudencia internacional, sobre todo a la francesa, como instrumento para modernizar el derecho a una sociedad que requería de un marco de protección más amplio y a tono con esa nueva realidad, muy distinta a la de otras épocas, por nada diferente a la evolución de la humanidad, la que no puede permanecer inmutable y estática.
Así, aun cuando el tema de la actividad peligrosa no era del todo novedoso en la jurisprudencia patria, en una providencia del 14 de marzo de 1938, se aludió a la modificación del esquema que en la materia se tenía establecido, para lo cual se reinterpretó el contenido del art. 2356 del C.C. colombiano 12. En este sentido, la Corte Suprema de Justicia no solamente consagró lo que inicialmente denominó una “presunción de responsabilidad” y luego de culpa en cabeza de quien desempeñaba una actividad peligrosa a partir de la cual se generaba un perjuicio a otro, sino que además sostuvo que dicha presunción solamente podía ser desvirtuada a través de la prueba de una causa extraña, no bastando la ausencia de culpa para exonerar al demandado.
Esta doctrina luego sería morigerada a través de otros fallos, como el del 18 de noviembre de 1940, en el que la Corte clarificaría que la presunción de ‘responsabilidad’ a la que había hecho referencia en sentencias pretéritas, no podía verse como una expresión inequívoca de la teoría jurídica del riesgo, es decir, como una manifestación de la responsabilidad objetiva, posición ésta última que fue reiterada en sentencias del 30 de mayo y el 18 de agosto de 1941, a partir de las cuales se elaboró una más sólida, amén que argumentada línea jurisprudencial, la que se sustentó, primordialmente, en dos puntos en particular, a saber:
a. La responsabilidad civil extracontractual por actividades peligrosas, es una modalidad o un reflejo de responsabilidad subjetiva, en la modalidad de culpa presunta.
b. La presunción a que se hace referencia, solamente se desvirtúa a través de una causa extraña.
Además de la jurisprudencia, fue también la doctrina, particularmente la de la década de los treinta, la que se ocupó de desarrollar el referido régimen de responsabilidad; las referencias al Dr. Eduardo Zuleta Angel son imprescindibles al momento de aludir a la responsabilidad especial por actividades peligrosas dentro del ordenamiento patrio, labor que desarrolló, muy especialmente, mediante sus ponencias en la Corte Suprema de Justicia (convertidas posteriormente en sentencias), de una parte, y sus diversos ensayos jurídicos, de la otra; también contribuyeron a la discusión y análisis del tema en cuestión, los estudiosos Alvaro Pérez Vives y, desde una óptica más internacional, Carlos Ducci Claro y Arturo Alessandri Rodríguez, renombrados autores chilenos, dueños de la misma normatividad, en lo pertinente (Código Civil), gracias al ingenio y visión señera de Don Andrés Bello L., el codificador de América, sin soslayar la valía otros codificadores civiles más, particularmente del célebre y erudito cordobés, Don Dalmacio Vélez Sársfield 13.
En este orden de ideas, la doctrina de la culpa presunta de cara a las actividades peligrosas, por oposición al sistema de la culpa probada, en lo cardinal, se ha mantenido vigente en la jurisprudencia nacional por más de media centuria 14, sin perjuicio de la existencia de una opinión diversa, no sólo de la doctrina, sino de algunos miembros de la judicatura 15.
Expresados los antecedentes más relevantes de las llamadas ‘actividades peligrosas’, importa entonces referirnos seguidamente a su concepto, a sus fuentes, y a su proyección en la actividad médica, con el fin de estructurar una visión de conjunto de las mismas, lo que contribuirá a un mejor entendimiento de esta singular fenomenología.
3.2. Concepto, características y alcance particular de la actividad peligrosa
No son pocas las ocasiones en que, con mayor o menor fortuna, se han intentado definiciones, unas más elaboradas que otras, de la expresión “actividad peligrosa” frente a las distintas disciplinas jurídicas, en especial, al derecho civil y al derecho administrativo contemporáneos, sin perjuicio del derecho laboral, naturalmente con matices, sobre todo en relación con las últimas dos de las anteriormente citadas 16. Una noción ilustrativa, a fuer que omnicomprensiva de esta fenomenología iuris, es la que proporcionó la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, en sentencia del 30 de abril de 1976, oportunidad en la que afirmó que se estaba frente a una actividad peligrosa o riesgosa en aquellos casos en que “… el hombre para desarrollar una labor adiciona a su fuerza una ‘extraña’, que al aumentar la suya rompe el equilibrio que antes existía con los asociados y los coloca ‘en inminente peligro de recibir lesión’, aunque la tarea “se desarrolle observando toda la diligencia que ella exige…” 17.
En otras latitudes se han adoptado, en sede legislativa, puntuales criterios para definir la peligrosidad; es el caso, ad exemplum, del Código Civil italiano, cuyo art. 2050 dispone que “quien ocasiona un daño a un tercero en el desenvolvimiento de una actividad peligrosa por su naturaleza o por la de los medios adoptados, se halla obligado al resarcimiento si no puede haber adoptado todas las medidas idóneas para evitar el daño”, del que se destaca la referencia a los medios y a la naturaleza de las actividades, como criterio orientador para elucidar si una particular acción se torna peligrosa 18.
El art. 1913 del Código mexicano, por su parte, establece criterios amplios para su calificación de tal. De ahí que ella pueda materializarse por la peligrosidad de las cosas en sí mismas, la velocidad que desarrollan, por su naturaleza explosiva o inflamable o por la energía eléctrica que conduzcan.
En lo que concierne a la doctrina especializada, el célebre profesor italiano, Guido Alpa, afirma que “… la definición de actividad peligrosa destaca la doctrina es deducible sólo de las sentencias de los jueces de primera y segunda instancia y de la Corte di Cassazione. El legislador se ha limitado a aclarar que la peligrosidad de la actividad tiene que deducirse de la naturaleza de la actividad misma, o de la naturaleza de los medios adoptados. Así, en cuanto al concepto de actividad peligrosa, se lee que no debe efectuarse ninguna referencia a leyes o reglamentos, como los de seguridad pública; lo que hay que hacer, caso por caso, es apreciar si se trata de una actividad que tiene una peligrosidad intrínseca, atendiendo, igualmente, a los medios empleados. En general, se consideran actividades peligrosas todas aquellas que determinan, para los terceros, una situación de peligro que está más allá del normal desenvolvimiento de la vida, según las reglas y hábitos de la sociedad moderna...” 19.
El autor mexicano Rafael Rojina Villegas, a su vez, manifiesta que “... dentro del término ‘cosas peligrosas’ comprendemos los mecanismos, aparatos o sustancias que por su naturaleza pueden crear un riesgo para la colectividad. La peligrosidad debe apreciarse tomando en cuenta la naturaleza funcional de la cosa: es decir, no la cosa independientemente de su función, sino la cosa funcionando...” 20.
A su turno, el profesor Jorge Santos Ballesteros, pone de presente que “La actividad peligrosa para que sea así considerada, exige una apreciable, intrínseca y objetiva posibilidad de causar un daño. La peligrosidad debe existir con anterioridad a la generación del perjuicio, ya que lo que se mide es la conducta humana que no sopesa el peligro y antes por el contrario lo alimenta permitiendo que sin ningún dique ocasione el daño... El carácter peligroso de la actividad debe medirse no con un criterio absoluto, sino teniendo en cuenta la naturaleza propia de las cosas y las circunstancias en que ella se realiza, y desde luego, teniendo en cuenta el comportamiento de la persona que ejecuta o se beneficia de aquella actividad, en relación con las precauciones adoptadas para evitar que la cosa potencialmente peligrosa cause efectivamente un daño...”. 21
En fin, el profesor Javier Tamayo Jaramillo, define a la actividad peligrosa como “... toda actividad que, una vez desplegada, su estructura o su comportamiento generan más probabilidades de daño de las que normalmente está en capacidad de soportar por sí solo un hombre común y corriente. Esta peligrosidad surge porque los efectos de la actividad se vuelven incontrolables o imprevisibles debido a la multiplicación de energía y movimiento, a la incertidumbre de los efectos del fenómeno o a la capacidad de destrozo que tienen sus elementos...” 22.
De lo anterior se colige entonces que, sin pretender agotarlos, son varios los rasgos característicos que marcan la esencia de la actividad peligrosa, a saber:
a. En primer lugar, cumple destacar que la peligrosidad se deriva, primigeniamente, del comportamiento de quienes participan en la actividad. Así las cosas, no puede predicarse la peligrosidad, per se, de un determinado sujeto, sino que, por el contrario, es necesario examinar, en línea de principio rector, la concreta actividad que tales sujetos desempeñan, su estructura y comportamiento, con el propósito de inferir si, en efecto, tal actividad resulta propiamente peligrosa, pues debe quedar absolutamente claro que no toda actuación humana, en sí misma, es “peligrosa”, rectamente entendida, pues como muy bien lo atestigua el profesor Santos Ballesteros, “... no existe actividad social que no lleve implícita la posibilidad del riesgo o peligro para los asociados, lo cual no implica que toda actividad social quede enmarcada en esta última calidad” 23.
b. De otra parte, la actividad es peligrosa cuando de ella emana un riesgo excepcional para los sujetos en general, esto es, un riesgo que por sus características, lesividad y magnitud, está por fuera o no comulga con los riesgos que, en forma común y corriente, o de ordinario, soportan los individuos.
c. En tercer lugar, la peligrosidad emanada de la actividad conduce a que los efectos de la misma materializaciones del riesgo, estén por fuera de la esfera de control del individuo y, en consecuencia, se tornen incontrolables, o imprevisibles, lo cual se puede deber a uno de tres factores, a saber: a) la multiplicación de energía o movimiento; b) la incertidumbre de los efectos del fenómeno o, c) la capacidad o potencialidad de afectación que su concreción apareja.
En compendio, nótese entonces que desde el punto de vista jurídico, el concepto de actividad peligrosa no se acompasa exactamente con el concepto tradicional o vulgar de actividad peligrosa, en la medida en que, en estricto rigor, se exigen otra serie de requisitos para que, en efecto, una actividad pueda ser catalogada como tal, no siendo de recibo las posturas absolutas, rígidas, generalizadoras, e inflexibles. Al fin y al cabo, ella es más una quaestio iuris, que una quaestio facti, sin que por ello, de plano, se desconozca el peso de lo fáctico.
3.3. Las fuentes de la actividad peligrosa: peligrosidad en el comportamiento y peligrosidad en la estructura
Las nociones anteriormente enunciadas revelan que dos pueden ser las fuentes, in genere, de riesgo o peligrosidad en una actividad determinada: las llamadas peligrosidad en la estructura’ y “peligrosidad en el comportamiento”, de amplia acogida jurídica.
En cuanto a la primera, ella se presenta en aquellos casos en que, independientemente del uso que se le dé a la cosa, ella “... conserva la posibilidad de dañar dada su ubicación, construcción o materiales utilizados...” 24; sucede entonces que, como la peligrosidad se predica de la estructura, es la naturaleza del propio bien la que genera el riesgo extraordinario o potencial al que se ven sometidos los particulares, por manera que en tal supuesto no se requiere de un comportamiento específico del agente que ponga en movimiento el consabido bien, sino que basta con que ese bien se sitúe en un lugar determinado para que surja el riesgo inminente y el peligro sea patente. Es el conocido caso, ad exemplum, de las pipas o pipetas de gas, en la medida en que éstas últimas, individualmente consideradas, no requieren de la acción positiva del hombre (actus) para dar lugar a un peligro: basta con su sola presencia para que surja la antedicha peligrosidad.
En otros casos, en cambio, no basta con la estructura; así sucede en la denominada peligrosidad en el comportamiento, la que se da cuando “... una cosa o actividad que pueden tener o no dinamismo propio son utilizadas en tal forma que de ese uso surge la peligrosidad...” 25.
Nótese que en esta hipótesis existe la necesidad de una acción positiva del hombre, más concretamente de un modo de utilización específico, para que efectivamente se pueda generar el riesgo o peligro excepcional, como quiera que en este supuesto no basta la simple presencia indiferente del bien, para que nazca la situación de riesgo o peligro en comento.
Cumple agregar, además, que nada obsta para que, en ciertas actividades peligrosas, como acontece, a menudo, converjan la peligrosidad en la estructura y la peligrosidad en el comportamiento.
4. Sobre la actividad médica en particular. Inaplicabilidad del concepto de actividad peligrosa [arriba]
Examinados los anteriores aspectos centrales de las actividades peligrosas, cumple entonces abordar el tema de su proyección en la responsabilidad médica, en particular, esto es, el relativo a despejar el interrogante de si el acto médico, ciertamente, puede o no ser considerado como una arquetípica actividad peligrosa, con todo lo que ello implica en los planos sustancial y probatorio.
Al respecto, aun cuando tangencialmente ya se deslizó la respuesta a dicho interrogante y se expresó con toda claridad que, per se, no todas las actividades humanas y sociales son peligrosas, así puedan entrañar algún tipo de riesgo, propio del actuar humano, sea lo primero acotar que, desventuradamente, por algunos decenios, se estimó que la actividad galénica encuadraba en el esquema normativo previsto en el art. 2356 del C.C. y en otros similares en la legislación comparada, como se sabe, predicable de las actividades peligrosas, merced a la interpretación pretoriana y doctrinal realizada en torno a su contenido. Ello, por cuanto formalmente se consideraba que de la misma emanaban una serie de peligros extraordinarios o excepcionales que, a pesar de la experticia y la pericia médica, hacían de los actos de su profesión, actuaciones potencialmente riesgosas o peligrosas, lo que le abría paso a la presunción de su culpa, propia del régimen en comento, como se anticipó, a lo que se sumaba un hecho de insoslayable importancia práctica: procurar que, por la referida vía, se dulcificara o flexibilizara la carga de la prueba en cabeza del demandante, en nuestro caso el paciente, todo en consonancia con los postulados encaminados a beneficiar su posición (pro damnato, favor victimae, favor probationem, etc.).
Esta postura, por bien inspirada que en el fondo pareciera, dio lugar, y con potísima razón, a diversos cuestionamientos que, en adición a los de índole estrictamente jurídica, sin duda macizos, se enderezaban a indagar por lo conveniente y justo que resultaba aplicar, a una profesión acentuadamente bienhechora, amén de humanística y de inobjetable proyección y raigambre social (humanitas), un régimen de responsabilidad cuya filosofía respondía y responde, fundamentalmente, a la necesidad de dar una respuesta en derecho y equitativa a la floración y desenvolvimiento de actividades industriales o producto de la tecnología, ciertamente peligrosas, así sean necesarias muchas de ellas (riesgos y costos del “desarrollo moderno”), puestas en funcionamiento con un claro, aun cuando legítimo ánimo lucrativo. Desde esta perspectiva, bien examinadas las cosas, la ratio de la responsabilidad por las actividades peligrosas, particularmente el régimen jurídico a ellas asignado, riñe entonces con la actividad galénica, pues si bien el acto médico entraña riesgos para el paciente, de una otra manera, es la regla, no por ello, indefectiblemente, se convierte en una genuina y prototípica actividad de la naturaleza indicada. Muy por el contrario, en rigor, encuadra en una categoría enteramente diversa, ajena a las generalizaciones, de suyo odiosas, inequitativas e irritantes, y a los efectos dimanantes de aquellas: la presunción, ab initio, de la culpa galénica, sin ninguna fórmula de juicio individual que consulte el casus, fiable brújula judicial.
Estos cuestionamientos, en buena hora, sirvieron de detonantes para que la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia rectificara el criterio que inercialmente existió, ciertamente sin una sólida y razonada justificación. De ahí que en pronunciamientos que brillaron por su elocuencia, amén que por su corrección y pertinencia, se consideró que la actividad del galeno, a pesar de crear riesgos, no podía ser equiparada con las hipótesis de actividades peligrosas a las que se refería el art. 2356 del C.C., no sólo porque ellas se cimientan en orientaciones y presupuestos muy diferentes a los que escoltan la ciencia médica, en general, sino también porque a ésta última la informa una indiscutida actividad bienhechora y altruista que el ordenamiento no puede desconocer, ni menos establecer un gravoso régimen de responsabilidad, más técnicamente de culpabilidad, habida consideración de la existencia de otros criterios vertebrales de atribución jurídica (relación de causalidad y daño). Ese, justamente, no puede ser la respuesta lógica a la realización de actos que, como pocos, finalísticamente comulgan con la vida y su preservación. Bien expresó la H. Corte Suprema de Justicia, en el año 1940, que “la responsabilidad médica no puede pues tomarse ni interpretarse en un sentido riguroso y estricto, pues de ser así quedaría cobijado el facultativo en el ejercicio profesional por el temor a las responsabilidades excesivas que se hicieran pesar sobre él, con grave perjuicio no sólo para el mismo médico sino para el paciente. ‘Cierta tolerancia se impone, pues, dice Savatier, sin la cual el arte médico se haría, por decirlo así, imposible, sin que esto implique que esa tolerancia deba ser exagerada….” (Sent. del 5/3/1940).
Igualmente dicientes, sobre este mismo particular, son dos jurisprudencias del Tribunal Supremo español. La primera de ellas, con arreglo a la cual “La profesión médica tiene mucho de sacerdocio pues de ella depende la salud, la integridad física y hasta la vida del común de la población integrante de cualquier estado, por lo que el médico ha de ejercer su profesión con profilaxis adecuada, certero diagnóstico y atinada terapéutica”. Y la segunda, a cuyo tenor “…el médico no crea riesgos sino trata los peligros de la enfermedad” (Sent. del 29/9/1991) 26.
Nosotros, en un todo de acuerdo con lo expuesto en párrafos y acápites precedentes, no solamente suscribimos aquella diáfana posición, tanto legal (ley 29/81), como jurisprudencial, según la cual la profesión galénica en general, y el acto médico en particular, tienen como basamento éticosocial, férreos y bienhechores principios y valores que, inspirados en el altruismo y en la vocación de servicio humanitarios, se insuflan en el arte de salvar vidas, patricia profesión que, por milenios, ha gozado de respeto, a la par que prestigio, no sólo por su importante función social, sino por su complejo ejercicio, sin que ello suponga, claro está, una especie de inmunidad, o un pasaporte que legitime toda actuación galénica, dado que la violación de la lex artis ad hoc, obviamente, debe ser sancionada con arreglo y observancia del debido proceso. Una cosa es entonces abogar por la retorno al sistema de la culpa probada, que no presunta, con la debida entronización de los criterios de flexibilización probatoria (facilidad y disponibilidad) y otra muy distinta de generalizar, atribuyéndole a los facultativos la inadecuada calidad de ejecutores de actividades peligrosas y, correlativamente, de culpables presuntos y, en cierto modo, de responsables a priori.
Meridiana, en tal virtud, es entonces la sentencia de la Corte Suprema de Justicia del 30 de enero de 2001, cuando señala que “Ciertamente, el acto médico y quirúrgico muchas veces comporta un riesgo, pero éste, al contrario de lo que sucede con la mayoría de las conductas que la jurisprudencia ha signado como actividades peligrosas en consideración al potencial riesgo que generan y al estado de indefensión en que se colocan los asociados, tiene fundamentos éticos, científicos y de solidaridad que lo justifican y lo proponen ontológica y razonablemente necesario para el bienestar del paciente, y si se quiere legalmente imperativo para quien ha sido capacitado como profesional de la medicina, no sólo por el principio de solidaridad social que como deber ciudadano impone… la Constitución, sino particularmente por las ‘implicaciones humanísticas que le son inherentes’, al ejercicio de la medicina….”.
En consonancia con lo señalado en precedencia, entre otras más, encontramos cinco puntuales razones que en ocasión anterior sucintamente lo esbozamos 27, las que nos conducen a defender, con convicción plena, la descrita posición, a saber:
a. En primer lugar, la consabida naturaleza bienhechora de la profesión médica, la que es reflejo de ese profundo ethos social propio de la labor del galeno y que, en consecuencia, no está a tono con la fría aplicación de un régimen gravoso y estricto en el que, como en el de las actividades peligrosas, se incardina una filosofía a todas luces diversa: la de la tutela o salvaguarda de los intereses del individuo frente a la producción ordinariamente industrial y en masa, así como en su explotación y uso, en la que suele imperar el lucro y la rentabilidad, y no, como en la medicina, el vívido deseo de la curación, restablecimiento de la integridad física, mejoría y enaltecimiento de la persona humana, así se remunere el laborío médico, lo cual es enteramente lícito y justificado (art.1º, numeral 7, ley 23/81).
Puesto en otros términos, con la aplicación de la responsabilidad por actividades peligrosas a la profesión del facultativo, se altera, amén que se desarticula, en grado sumo, el concepto prístino de actividad galénica, muy distante de la que ejecutan aquellas personas que desarrollan auténticas actividades peligrosas, in potentia lesivas de caros intereses jurídicos y extrajurídicos, así ese no sea el cometido genético de las mismas, clero está. El médico, por antonomasia, procura preservar o salvar la vida de sus pacientes (medicina curativa) y no menoscabar su integridad física o mental, así, es cierto, de su actividad afloren peligros y riesgos connaturales a una ciencia cuyo objeto de estudio permanente es el cuerpo humano, de suyo enigmático, complejo y, en consecuencia, pasible de riesgos o peligros, circunstancia ésta última que, sin embargo, no legitima la aplicación del supraindicado régimen de responsabilidad por actividades peligrosas, en la medida en que, se itera, dicho régimen tiene por objeto la protección del individuo frente a la sociedad de riesgos, esto es, frente a la creación de riesgos comúnmente con ánimo lucrativo, hipótesis absolutamente disímil, a fuer de opuesta al caso médico, en el que si bien sí hay riesgos consustanciales al ejercicio galénico y a la exposición inevitable por parte del paciente (alea terapéutica y del tratamiento), éstos no obedecen a un propósito individualista o personalista, sino altruista y humanitario, por antonomasia 28.
Así las cosas, resulta a todas luces inadmisible asimilar la actividad galénica a una actividad arquetípicamente peligrosa, en el sentido jurídico del término, como quiera que tal asimilación, además de imprecisa, es vulneratoria, por decir lo menos, de la férrea naturaleza éticosocial de la profesión del médico, la que, rectamente entendida, descansa en acerados principios y valores que comulgan con el propósito mismo de dicha profesión, de suyo altruista, a la vez que indispensable para la preservación y evolución humana, como lo es la conservación de la vida y la integridad de las personas.
En efecto, subsumir mejor ahogar la actividad del médico en el régimen de la responsabilidad por actividades peligrosas, desconocería, de plano, el status especial que la propia ley le reconoce al galeno, en tanto en cuanto su labor profesional, a la par que exigente y delicada lex artis médica, es necesaria desde un punto de vista sociocultural. Realmente no tendría sentido que, mientras que la ley 23 de 1981, le confiere dicho tratamiento especial al médico 29, entre otras preceptivas internacionales más, la jurisprudencia, con fundamento en el art. 2356 del C.C. colombiano, le impusiera un gravamen en punto tocante con la responsabilidad como es la presunción de culpa generalizada inherente a la actividad peligrosa, asimilando su gestión a la de la empresa industrial moderna, creadora de riesgos, o la conducción de automotores, o al disparo con arma de fuego, entre otras actividades más, como ya se acotó. Esa no es la esencia, ni la naturaleza de la actividad del galeno; muy por el contrario, si al médico se le asigna tal función social, como la que el legislador le ha encomendado, es de esperarse que también le asigne un tratamiento especial que, no privilegiado, que es cosa diferente, en lugar de gravoso, desconsiderado y no equitativo 30.
b. De otra parte, considerar que la del galeno es una actividad peligrosa se traduce, lisa y llanamente, en la asimilación de su actividad a todas aquellas hipótesis que, como la actividad petrolera, de conducción de electricidad, de generación de energía atómica, o transportadora, han sido inveteradamente consideradas como actividades peligrosas. Ello, como aflora al rompe, no sólo es desbordado, al mismo tiempo que injusto, como se ha dicho, sino que también resulta impreciso, toda vez que, en puridad y como se deduce de su propia evolución histórica, el de las actividades peligrosas es un régimen que se concibió con el propósito de salvaguardar los derechos de las víctimas de los perjuicios derivados de la sociedad de riesgos, particularmente de la sociedad industrial que, en procura de la obtención de un lucro, somete a los individuos a peligros inminentes y excepcionales que, al materializarse, originan significativos y, en veces, devastadores perjuicios, cuya reparación es necesario asegurar, o facilitar.
Lo manifestado se hace incluso más evidente, cuando se repasan las hipótesis que el propio art. 2356 del C.C., a modo ejemplificativo, indica como supuestos de la consabida actividad peligrosa, a juicio de la jurisprudencia vernácula. Efectivamente, el artículo en comento se refiere al disparo imprudente de un arma de fuego, a la remoción de las losas de una acequia o cañería y a la construcción de un acueducto o fuente sin las precauciones necesarias para evitar la irrogación de perjuicios a terceros, actividades estas últimas a las que pretorianamente se considera como peligrosas, de suyo muy disímiles respecto a la actividad galénica. Nada hay de común, ad exemplum , entre quien retira las losas y construye un acueducto, y quien se ocupa de salvar la vida e integridad de un ser humano. Mucho menos lo hay con aquél que dispara un arma de fuego, máxime si se considera, en un plano comparativo, que el escalpelo no es un arma; mientras que el armamento de fuego puede quitar la vida, la actividad del galeno, bien entendida, tiende a su respeto y conservación escrupulosa.
A idéntica conclusión se arriba cuando se hace la comparación con las actividades que han sido catalogadas como peligrosas por vía jurisprudencial: así sucede, entre varias, con el transporte, con la conducción de energía eléctrica o con la explotación petrolera: se trata de actividades masivas, industriales o empresariales, con ánimo de lucro y con una clara potencialidad de generar daños colectivos e individuales, cuyo cometido, sin que sean de ninguna manera reprochables, difieren ampliamente del ethos socialis y humanístico que, ab antique, informa la actividad del galeno.
Bien expresa el célebre autor italiano Guido Alpa, que “... por una razón de carácter histórico y teleológico la responsabilidad objetiva es, normalmente, una responsabilidad de empresa. Por lo tanto, ella no se adapta bien a la actividad del médico. Éste responde, sí, en virtud del artículo 2049 del Código Civil, pero sólo por sus dependientes directos, o por los daños que sufren los pacientes en un centro de salud que tenga al médico como responsable (civil). En el segundo caso, sin embargo, la responsabilidad se deriva, no de la naturaleza de la actividad ejercida (actividad médica), sino de la organización (empresarial) que tiene al sujeto (coincidencialmente, médico) como responsable. También existirá responsabilidad por el uso de máquinas, en caso de que éstas sean de propiedad del médico, o cuando operen bajo la custodia de este. Pero no se podrá hablar de la actividad médica como una actividad peligrosa...” 31.
c. También puede esgrimirse como argumento encaminado a la inaplicación del concepto y del régimen atribuido a las actividades peligrosas a la ciencia médica, la propia noción de actividad peligrosa y de responsabilidad por actividades peligrosas, la que, como en su momento se anotó, exige de una actividad determinada de cuya estructura o comportamiento emana un peligro de naturaleza extraordinaria y excepcional para la población, en general. Así las cosas, no puede dicha peligrosidad cuyo manantial, se itera, se encuentra en un comportamiento o en una estructura ser imputado a un sujeto en particular que, como el galeno, pase a ser considerado, per se, como un sujeto peligroso, o ejecutor de una actividad de esta específica naturaleza o talante. De ninguna manera, habida cuenta que la situación de peligro o riesgo, por regla, es propia de la actividad misma –transporte, actividad de explotación petrolera, utilización de armas, entre otras, y no de un individuo o un profesional en particular, por lo que no les asiste razón a aquellos que afirman o pudieren afirmar que el médico, en sí mismo considerado, es un sujeto potencialmente peligroso, toda vez que la profesión galénica, se reitera, no es fuente de peligrosidad intrínseca 32.
d. No puede tampoco esgrimirse la legítima tutela de la víctima como argumento medular y absorbente para defender la aplicación del régimen de responsabilidad por actividades peligrosas a la actividad galénica, como quiera que, en puridad, ello implicaría, lisa y llanamente, eclipsar y distorsionar la naturaleza misma de la profesión médica, a pretexto de buscar un tratamiento de favor.
No se desconoce, muy por el contrario se afirma y reconoce que, en ocasiones, el paciente está en una situación de máxima indefensión probatoria, dado que de cara a puntuales supuestos, no siempre está en contacto real y efectivo con la prueba (difficilioris probationis), en cuyo caso claramente podría resultar perjudicado en el proceso. Sin embargo, por más que ello sea así, no es de recibo afectar o satanizar de plano a todo el cuerpo médico, a través de presunciones estáticas y, por ende, generalizadas, puesto que al amparo de la corrección concreta de una injusticia, se estaría cometiendo otra, incluso de mayor espectro, por cuanto cobijaría a la integridad de profesionales de la salud. De allí que para conjurar esta evidente situación de desequilibrio, que no se soslaya, sino que se acepta como apodíctica, es que es imperativamente necesario, ni siquiera conveniente, flexibilizar el rigor de la carga de la prueba, en su lectura tradicional, a través de los criterios de atenuación y morigeración que, en aras de evitar la problemática en cuestión, ha estructurado la ley, la jurisprudencia y la doctrina, los que han sido objeto de especial escrutinio por nosotros en el referido estudio (La culpa y la carga de la prueba en el campo de la responsabilidad médica). No en vano, en gran medida, el régimen de la carga de la prueba, es su centro de gravedad.
Así las cosas, hay que esgrimirlo en este punto sin ambages, no “todo vale”, o “el fin no justifica los medios”, por más plausible que resulte mirar con humanismo a la víctima, como efectivamente lo es, pues cuando ello sucede, sin un adecuado equilibrio, se menoscaban otro tipo de derechos, igualmente dignos de tutela. No olvidemos que la justicia del paciente, en ciertos y concretos supuestos, puede originar la injusticia del médico, lo que exige mesura y gran prudencia, a la par que el buen cuidado de aplicar los correctivos que hemos esbozado (mecanismos correctivos o “correctores”).
En suma, forzar el concepto de actividad peligrosa, deformándolo y, de paso, desnaturalizando la actividad médica y el ethos social y humanístico que la informa, so capa de proteger a la víctima, es transitar por un camino equivocado, así sea en apariencia más cómodo, al igual que virtualmente coloreado por la justicia. Expresado en otros términos, si bien es cierto que es imperativa la protección de los individuos en la esfera negocial, industrial y contractual moderna, ello no puede servir de estribo para desnaturalizar, in radice, el consabido régimen de responsabilidad por actividades peligrosas, a sabiendas que existen eficaces alternativas de factura normativa, judicial y dogmática, como se puso ya de presente 33.
e. Por último, con el confesado propósito de disipar las dudas que aún pudieren existir, es preciso agregar, además, que la inaplicabilidad de la responsabilidad por actividades peligrosas a la responsabilidad médica, se hace aún más patente por razón de la naturaleza misma de una y otra responsabilidad, habida consideración de que, en rigor, la responsabilidad por actividades peligrosas es una modalidad que tiene cabida en tratándose de la responsabilidad civil extracontractual, mientras que la responsabilidad médica contractual, parafraseando al maestro Josserand, tiende a expandirse como “una mancha de aceite”, pues es una constante su “contractualización”. Al fin y al cabo, la regla general en esta materia, a diferencia de otras responsabilidades, es la que tiene como manantial un contrato o, si se prefiere, un vínculo jurídico preexistente 34, lo que quiere decir, desde una perspectiva funcional, que tampoco la aplicación de la teoría de la peligrosidad a la actividad médica consultaría su naturaleza, de ordinario contractual y no extracontractual hipótesis remota, encontrando entonces un nuevo valladar.
5. Tendencia actual de la jurisprudencia y de la doctrina nacional e internacional. Rechazo a la aplicación de la teoría de la “peligrosidad” [arriba]
En concordancia con las anteriores consideraciones y de otras que omitimos en pro de la brevedad, hay que aplaudir de nuevo la oportuna rectificación de la jurisprudencia nacional, en el sentido de entender que la actividad médica riñe abiertamente con la idea de considerarla como peligrosa por lo menos en punto tocante con la medicina tradicional y curativa, como de hecho lo ha estimado tan alto tribunal y la doctrina de cara a tareas tales como la conducción de autobuses, vehículos, embarcaciones, manipulación de explosivos, transporte de sustancias combustibles, etc..
Por lo tanto, hay que puntualizar que en la hora de ahora la jurisprudencia se inclina por entender que, en estrictez, no se puede asimilar el acto médico, a una actividad de las catalogadas como peligrosas, según categóricamente lo concluyó, en fallo rectificatorio, la Corte Suprema de Justicia, en sentencia del 30 de enero de 2001 que, en lo pertinente, transcribimos en apartes anteriores 35, postura igualmente prohijada, en sede administrativa, por el Consejo de Estado, y por otros tribunales internacionales.
De igual modo, en la esfera doctrinal, no se equivoca el doctrinante patrio, profesor Felipe Vallejo G., al momento de precisar que, “Nada resulta más contrario al ejercicio de la actividad médica”, que se considere que “... constituye actividad peligrosa..., porque si bien el médico puede prestar sus servicios directamente sobre el cuerpo humano y en su intento de curar al enfermo lo interviene y produce alteraciones, laceraciones y mutilaciones mediante el empleo de medicamentos, instrumentos y procedimientos quirúrgicos, lo hace precisamente para restablecer la salud del paciente, para ver de aliviar los padecimientos en que consiste su dolencia, para curar el mal que lo aqueja, en fin, para conjurar un estado de cosas perjudicial... Por lo expresado, el ejercicio de la actividad médica no es una actividad peligrosa” 36.
Análoga posición es la asumida por el profesor español Luís González Morán, para quien claramente “... existe una dificultad insalvable en la teoría de la responsabilidad sin culpa en la profesión médica y consiste en precisar cuál es el riesgo cubierto para la colectividad de los médicos: ¿cómo no ver que este riesgo es el de la enfermedad, de la invalidez y de la muerte, que si no se les vincula a la culpa del médico, forman simplemente parte de la naturaleza humana? Cargar financieramente sobre el cuerpo médico el riesgo de la enfermedad, de la invalidez y de la muerte sería absurdo, porque a diferencia de la colectividad de los automovilistas (que crea accidentes de la carretera), el cuerpo médico ha logrado, en conjunto, atenuar los accidentes de la salud. Por otra parte, no es la profesión la que crea los riesgos, la profesión intenta evitar que sean aún mayores: no se podrá impedir jamás que el ser sea un ser suficiente o moral; no se puede, por tanto, hacer al médico responsable de los riesgos que no sean de su incumbencia...” 37.
Lo propio, entre otros más, hace el profesor Jorge Bustamente Alsina, pues sostiene que “... grave e inaceptable sería (...) si se admitiera que la prestación médica es una actividad riesgosa y que su sola ejecución defectuosa comportase una suerte de responsabilidad objetiva extraña a la idea de culpa. Esta propuesta es inadmisible de lege lata, pues la ley vigente sólo establece la responsabilidad objetiva por riesgo de la cosa y no por la sola actividad del sujeto dañante. Tampoco puede admitirse de lege ferenda porque el riesgo quirúrgico o un incierto tratamiento clínico si bien son siempre riesgosos, no resultan de una decisión unilateral y espontánea del médico que ejecuta la actividad, sino que están adscriptos a una acción requerida por el paciente para el mejoramiento de su estado de salud...” 38.
En fin, el profesor Ricardo Lorenzetti, también es terminante al aseverar en torno a la “actividad riesgosa en la medicina” que “la primera cuestión que surge es si la medicina, como tal, puede ser calificada como actividad riesgosa. En la doctrina argentina la opinión ha sido, en general, negativa. Si bien en términos amplios podría señalarse que siempre hay riesgos, la calificación normativa no permite llegar a tal conclusión. La actividad médica no es per se riesgosa” 39 40.
Como terminante, de igual manera, es el profesor español Julio César Galán Cortés, autor que manifiesta que “la teoría del riesgo basada en la estimación de que quien crea una actividad peligrosa, de la que obtiene unos beneficios, también ha de asumir los perjuicios que ocasiona..., no resulta invocable, en modo alguno, cuando de una actividad médica se trata, por cuanto si bien es cierto que el ejercicio médico es una de las actividades que más riesgos genera, no es menos cierto que la misma se desempeña en beneficio del paciente” 41.
Con todo, no resta entonces sino subrayar que, en puridad, nada de justo habría en considerar a una actividad inspirada por principios profundamente humanos y éticos ethos, como es la actividad médica, una arquetípica actividad peligrosa que, como tal, conduce a la aplicación de un régimen estático de responsabilidad más gravoso y estricto, estructurado, como es natural, para una serie de eventos muy diversos, caracterizados, de ordinario, por el ánimo de lucro en el marco de la empresa de riesgos, lo que resulta, de suyo, muy disímil a la teleología y naturaleza de la actividad médica, la que, en realidad, persigue fines diversos, permeados por un ethos social frente al cual el derecho no puede hacer caso omiso, ciegamente. Es, lisa y llanamente, una conclusión científica que se nutre de la justicia y la juridicidad, y que está en plena armonía con la genuina esencia del laborío médico, el que no puede equipararse a cualquier actividad que, en sí misma, engendre riesgos, en veces elevados, lo cual de ninguna manera significa olvidarse de las víctimas, por cuanto para su equilibrada salvaguarda el derecho moderno ha prohijado una serie de mecanismos ciertamente eficientes, a tono con sus exigencias y necesidades, no siendo entonces forzoso acudir al expediente de catalogar al acto médico como actividad peligrosa, para lograr el mismo cometido, puesto que el precio es muy costoso, y absolutamente desequilibrado, y sabido es que el derecho es equilibrio y mesura.
1. Vid. Carlos Ignacio JARAMILLO J., La responsabilidad civil médica, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana (Javegraf), 2002; distribución racional y flexibilización de la carga de la prueba en el derecho procesal moderno. Importancia de las “cargas probatorias dinámicas” y de los criterios de “disponibilidad” y “facilidad” probatoria (referencia especial a la responsabilidad médica), XXXI Congreso Colombiano de Derecho Procesal, Cartagena de Indias, Memorias, Bogotá, 2010, y La culpa y la carga de la prueba en el campo de la responsabilidad médica, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana y Grupo Editorial Ibáñez, 2010.
2. Tema este último que hemos examinado en ocasiones pretéritas, con cierto detalle. Al respecto Vid. “El primado de la culpa en la esfera de la responsabilidad civil médica”, elDial, Buenos Aires, 2010; La culpa y la carga de la prueba en el campo de la responsabilidad médica, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana y Grupo Editorial Ibáñez, 2010, p. 134 y ss...
3. Alvaro PÉREZ VIVES, Teoría general de las obligaciones. De la responsabilidad civil, vol II, Bogotá, Temis, 1954, p. 197, quien recuerda, al amparo de la jurisprudencia de la primera mitad del siglo pasado, diversas ejemplificaciones de actividades peligrosas, entre otras: “… daños ocasionados por un ferrocarril en marcha, incendios causados por las locomotoras en las haciendas colindantes con la línea férrea; accidentes automoviliarios; daños causados por un ciclista a los peatones, por una aeronave a consecuencia de un accidente; por una represa o colector que se revienta; por una red eléctrica... daños causados por un ascensor, etc., etc.” (op. cit., ps. 210 y 211).
4. En Colombia la equiparación del quehacer del facultativo a una actividad peligrosa, hunde sus raíces, así parece, en una sentencia fechada de la H. Corte Suprema del 14 de marzo de 1942, en la que el Tribunal de Casación consideró que a la actividad médica le era aplicable una presunción de culpa con arreglo a lo establecido en el art. 2356 de la codificación civil, artículo que en el ámbito pretoriano ha sido considerado como sustento de la teoría de las actividades peligrosas. En dicha ocasión, afirmó la Corte que “… el error de diagnóstico o de tratamiento, puede disminuir y aún excluir la culpa y aún la responsabilidad por parte de un médico, cuando se trate de casos que aún permanezcan dentro del campo de la controversia científica, más no, así en aquellos casos en que como el presente (…) la ciencia médica tiene ya suficientemente estudiados y conocidos, de suerte que ha de presumirse que un facultativo prudente y diligente no puede ignorar en presencia de uno de esos casos, lo que corresponde hacer para salvar la vida del paciente que a su saber y a su diligencia se confía …” (Corte Suprema de Justicia, sentencia del 14 de marzo de 1942). De igual modo, en forma más explícita, en el año 1959, en sentencia de 14 de octubre, la H. Corte Suprema de Justicia, teniendo en cuenta los daños experimentados por una paciente “por motivo de las bolsas de agua caliente colocadas en el pie respectivo, que determinaron un tratamiento especial y la prolongación de su permanencia en la clínica”, estimó “aplicable el artículo 2356 del Código Civil por tratarse de actividades peligrosas. Debe indagarse por tanto continuó la Corte si el demandado ha logrado exonerarse de la presunción de culpa que milita contra él”. A pesar de lo sentenciado, no debe perderse de vista que esta lectura no fue siempre la misma, en particular de cara a la aplicabilidad del mencionado art. 2356, soporte preceptivo de la teoría de las actividades peligrosas, al acto médico en Colombia. Es justamente por eso que en 1940, en memorable fallo del 5 de marzo, la Corte Suprema sostuvo que el régimen de responsabilidad aplicable al médico era un régimen de típica culpa probada, el que bajo ninguna circunstancia se podía asimilar a una empresa o actividad de riesgo; en efecto, tan egregia corporación sostuvo que, “… la responsabilidad profesional médica (…) no puede deducirse sino cuando proviene de alguno de los factores antes anotados y que sea al mismo tiempo determinante del perjuicio causado. Está pues condicionada esa responsabilidad en la forma circunscrita a que se ha hecho referencia, pues de otra manera, además de hacerse imposible el ejercicio de esa profesión, asumiría el carácter de empresa de riesgo, lo cual es inadmisible desde el punto de vista legal y científico…”. En sentencias posteriores, el criterio imperante, según se puede deducir de lo que expresa o tácitamente sostuvo la Corte, era que a la actividad médica se le aplicaban regímenes diferentes al de la actividad peligrosa ora porque se debía aplicar una responsabilidad de tipo contractual, ora porque se afirmaba que, aun cuando podría encuadrar en ocasiones en una responsabilidad extracontractual, se regía por la culpa probada, modalidad esta última que, como es bien sabido, no está en consonancia con el tratamiento probatorio conferido a la actividad peligrosa, detonante de una presunción pétrea y generalizada. Así lo hizo en sentencias del 3 de noviembre de 1977 (G.J.CLV Nº 2398), del 12 de septiembre de 1985 (G.J.CLXXX Nº 2419), del 26 de noviembre de 1986 (G.J.CLXXXIV Nº 2423) y en sentencia del 8 de mayo de 1990, en la que la Corte expresó que, “… la regla general en materia de indemnización de perjuicios es probar, por quien los reclama los elementos que en los sistemas culpabilistas conforman la responsabilidad, o sea el asumir las consecuencias de una conducta positiva o negativa con la que se afirma se causó un daño …”, criterio que fue ratificado en providencia del 12 de julio de 1994 y del 8 de septiembre de 1998, sentencia ésta última en la que se señaló que la responsabilidad galénica tenía asiento en una arquetípica responsabilidad contractual, de donde podría deducirse entonces que no consideraba aplicable el régimen de las actividades peligrosas genuinamente extracontractual. En fin, como en su momento se analizará, ya en la sentencia del 30 de enero de 2001, la Corte Suprema de Justicia afirmó explícitamente, con razones de suyo potísimas y atinadas, que a la actividad del profesional de la medicina no le era aplicable el régimen de la responsabilidad por actividades peligrosas, opinión hoy vigente, amén que compartida por la doctrina y jurisprudencia vernácula e internacional mayoritarias.
5. Ya decíamos recientemente que “… el grandilocuente Derecho romano, pater ius, a despecho de muchos que, infructuosamente, quisieran extenderle una partida de defunción, sigue viviendo, a su manera, una renovada y enriquecida existencia, la que, por milenios, seguirá rindiendo sus inmortales frutos. Cuánta injusticia, cuánta insensatez, cuánta miopía, mejor ceguera, a pretexto del advenimiento de un derecho mediatizado y gasificado que, desventuradamente, en algunas latitudes, ha sido cooptado por un desbordado pragmatismo, por la fantasía y por el espejismo de un sistema en el que todo es relativo y elástico, como si fuera “plastilina” iuris: la seguridad jurídica, la cosa juzgada, la buena fe, la familia, el pago, la prescripción, la transacción, el debido proceso, la reparación del daño, la autonomía privada, el efecto relativo de los contratos, la fuerza de la jurisprudencia, la casación y, en fin, otro importante número de valores e instituciones, igualmente relativizadas con estribo en sugestiva, pero superficial y, en veces, vacía retórica, desde luego rescatando aquello digno de ser evaluado como positivo y equilibrado, en consideración a que no todo es penumbra, a que no todo es negativo” (Carlos Ignacio JARAMILLO J., Presentación a la monografía del Dr. Carlos Darío Barrera Tapias, El hecho lícito, Bogotá, Universidad Javeriana, Colección Monografías, Nº 6, 2010, p. 26).
6. Son muy variadas las descripciones que en torno al fenómeno del surgimiento de la sociedad de riesgos se han efectuado. Al respecto, entre varios, bien puede consultarse a Georges RIPERT y a Jean BOULANGER (Tratado de derecho civil, Obligaciones, t. v, 2ª parte, Buenos Aires, La Ley, 1956, p.. 28 y ss.). El profesor Javier Tamayo Jaramillo, en el campo nacional, realiza una narración muy pertinente alrededor la apellidada “responsabilidad por actividades peligrosas”, Tratado de responsabilidad civil, t. I, Bogotá, Legis, 2008, ps. 860866.
7. Esta necesidad de replantear los modelos tradicionales de responsabilidad subjetiva en materia de actividades peligrosas, es descrito con gran claridad por el doctrinante italiano Lorenzo Mezzasoma, para quien “… Ante el aumento de los accidente provoca dos por el fenómeno de la civilización industrial y por la introducción a de nuevasmáquinas, los intérpretes españoles, conscientes de las dificultades que para obtener la reparación del daño causado encontraba la víctima de un daño causado por una cosa distinta de las específicamente mencionadas en los arts. 1908 y 1910 del C.C., en las décadas posteriores a la promulgación del Código, buscaron soluciones a través de las cuales aquélla pudiera obtener una mayor tutela. Para ello aplicaron el régimen general de responsabilidad civil por hecho ilícito, que era el que se aplicaba a los supuestos daños causados en los arts. 1.908 y 1.910 del C.C. así como en los supuestos de daños causados por el ejercicio de actividades peligrosas...”. (Lorenzo MEZZASOMA, La responsabilidad civil por los daños causados por las cosas en el derecho italiano y en el derecho español, Valencia, Tirand lo Blanch, 2002, ps. 5455). El profesor Fernando Peña López comparte el anterior criterio y en una diáfana exposición, resalta que “... El sistema de responsabilidad civil fundado en la culpabilidad del agente funcionó correctamente mientras las circunstancias económicas y sociales se mantuvieron sustancialmente inalteradas. En un principio, no era demasiado difícil individualizar las acciones productoras de daños, ni identificar a sus autores, y tampoco lo era, en principio, acreditar un comportamiento reprobable. Además, los supuestos en los que no se podía probar la culpa y el daño permanecían a cargo de la víctima no eran lo suficientemente relevantes como para provocar una reacción contra la “injusticia” del sistema. Fue el cambio social, económico y tecnológico el que determinó (...) la crisis del sistema de responsabilidad decimonónico, el origen de los daños producidos por las nuevas actividades nacidas de la industrialización se perdía en las cadenas de producción empresarial, quedaban así exentos de resarcimiento de perjuicios cada vez más frecuentes e importantes, tanto cuantitativa como cualitativamente, la reacción contra el sistema de responsabilidad subjetiva no se hizo esperar, fuese por la vía de la legislación especial o mediante la reinterpretación de los preceptos contenidos en los Códigos civiles, se trató de construir un nuevo sistema de responsabilidad en el que la culpa quedase reducida a uno más de entre los varios criterios de interpretación, conviviendo con otros mecanismos de atribución de daños extracontractuales que respondiesen a la nueva realidad” (Fernando PEÑA LÓPEZ, “La culpabilidad en la responsabilidad civil extracontractual”, ps. 101102; confr. Jorge MOSSET ITURRASPE, Responsabilidad por daños, t. I, Parte General, Santa Fe, Rubinzal Culzoni, ps..204205).
8. Este fenómeno de modernización de la responsabilidad civil o del Derecho de daños a la luz de las nuevas necesidades sociales a las que debe responder, es descrito por el profesor español Jaime Santos Briz, con claridad, en los siguientes términos: “... la producción de bienes en nuestros días ampliamente mecanizada y en gran parte automatizada, ha llevado a la inutilidad práctica del concepto de acción. El acto humano provoca el movimiento de las máquinas, de manera que puede ocurrir que el trabajador encargado de la tabla de mandos, el que maneja la máquina, ya estática o ya dinámica, no conozca exactamente las consecuencias de su acción, ni a veces siquiera a grandes rasgos el mecanismo por el dominado. Así, un fallo de las máquinas apenas podrá considerarse acción humana. También el requisito de la culpa no sólo ha sido modificado, sino en ciertos supuestos incluso eliminado de la responsabilidad civil. Ya se colige este resultado al haber sido desvirtuado el concepto de acción, al perder gran medida el matiz individualista que le caracteriza. Ello no quiere decir que en los casos en que se demuestre una conducta culposa no exista responsabilidad. Únicamente se indica que la responsabilidad civil no exige ya en todo caso una actuación previa culposa, sino que a veces ha sido sustituida por la denominada responsabilidad por riesgo, y para ciertos sectores, por ejemplo, en el derecho de la energía atómica o en el de la navegación aérea, ha sido en algunos casos sustituida por la responsabilidad objetiva. Así lo exigen en la actualidad la protección de la confianza, la justicia distributiva, la idea de riesgo y otras semejantes de matiz social (...) La responsabilidad individual sigue siendo predominantemente culposa en las legislaciones más importantes; ha sido a través de la responsabilidad por actos ajenos, señalando que no se trata de responsabilidad por culpa ajena, sino por la propia culpa, como se ha llegado a la responsabilidad por riesgo. Del principio jurídico de que quien coloca a otro en su lugar y le hace actuar en beneficio de sus intereses, ha de responder frente a terceros por los daños originados en un defecto o fallo de estas personas con motivo de desarrollar la actividad que el principal les transmitió, se deduce que lo mismo responderá cuando el daño derive de sus propias cosas o de instalaciones industriales o de otra clase. Todo ello da a entender que en el fondo de la responsabilidad por el riesgo hay un principio de actuación culposa, ya subjetiva, ya meramente social” (La responsabilidad civil. Derecho sustancial y derecho procesal, Madrid, Montecorvo, 1993, ps.1011; 13; Vid. Luis DIEZPICAZO,. Derecho de daños, Madrid, Civitas. 1999. p.159).
9. Corte Suprema de Justicia. Sentencia del 29 de agosto de 2009 (Sala de Casación Civil). El profesor Mosset Iturraspe afirma que en lo que concierne a la responsabilidad por las actividades peligrosas, “... el fundamento es doble: por una parte ubi emolumentum ibi onus o bien cotus commodum etus periculum (quien se beneficia o aprovecha carga con los inconvenientes o peligros), o sea el principio del ‘interés activo’ que se desprende del uso de las cosas, y por la otra, el deseo de cubrir el riesgo de vulnerabilidad que acompaña a todo sujeto por el mero hecho de existir, pero con consecuencias mucho más graves para los económicamente débiles, o sea el principio del derecho solidarista (protección a los económicamente débiles) llevado a este campo de la responsabilidad...” (Responsabilidad por daños, op. cit., p.191; confr. Jorge LLAMBÍAS,. “Responsabilidad por culpa y responsabilidad por riesgo creado”, en: Estudios sobre responsabilidad por daños, Santa Fe, RubinzalCulzoni,. 1980. p.191; Jorge PEIRANO FACIO, Responsabilidad extracontractual. Bogotá, Temis, 1981, ps. 576578).
10. Al respecto afirma el profesor Atilio Anibal Alterini que la teoría del riesgo “... prescinde de la subjetividad del agente, y centra el problema de la reparación y sus límites en torno de la causalidad material, investigando tan sólo cuál hecho fue, materialmente, causa del efecto, para atribuírselo sin más. Le basta la producción del resultado dañoso, no exige la configuración de un acto ilícito a través de la sucesión de sus elementos tradicionales, y se contenta con la trasgresión objetiva que importa la lesión del derecho subjetivo ajeno. La adopción de dicha teoría que cuenta con adeptos en número elevado pone en quiebra el sistema jurídico de responsabilidad, que se sustenta en la idea de culpabilidad en cuanto ésta deriva de la voluntariedad del acto (...) la imputación de dicha obligación (la de reparar) a causa del riesgo creado despliega en diversas versiones que, en la expresión más acabada, puede determinar la inexcusabilidad de todo daño atribuible materialmente a la cosa riesgosa, y se diluye hasta recoger esa forma de imputación sólo en supuestos especiales; o admitiendo la eficacia de la demostraciónde haber acaecido el daño por ciertos casos fortuitos o por culpa de la misma víctima; o limitando cuantitativamente el monto del resarcimiento. Por lo general no desplaza totalmente a la culpa, sino que se ubica a su vera y coexiste con ella...” (Atilio Aníbal ALTERINI, Responsabilidad civil. Límites de la reparación civil, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1992, ps.106107).
11. Corte Suprema de Justicia. Sentencia del 29 de agosto de 2009.
12. Expresa el mencionado art. 2356 del C.C., ad pedem literae, que: “Por regla general todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta. Son especialmente obligados a esta reparación: 1. El que dispara imprudentemente una arma de fuego. 2. El que remueve las losas de una acequia o cañería, o las descubre en calle o camino, sin las precauciones necesarias para que no caigan los que por allí transiten de día o de noche. 3. El que obligado a la construcción o reparación de un acueducto o fuente, que atraviesa un camino, lo tiene en estado de causar daño a los que transitan por el camino”.
13. Huelga manifestar que no sólo en Colombia, Chile y Ecuador, tributarios del Código del Señor Bello se alude al régimen de las actividades peligrosas así sea con otro nomen, y la secuela probatoria de él emergente. Así sucede, por vía de ilustración, en tratándose del Derecho francés, español, e italiano, con puntuales matices. En este último derecho, como lo revela la profesora Giovanna Visintini, sin perjuicio de posteriores alusiones a los derechos francés y español, “... la normatividad sobre la responsabilidad por daños conexos al ejercicio de una actividad peligrosa, aparece por vez primera en el Código Civil de 1942, a la luz de una innovación que extendía a toda actividad peligrosa, la regla ya prevista para los daños por la circulación vial en el artículo 120 del texto único 1740, del 8 de diciembre de 1993. De este modo, el inciso 1° del artículo 2054 del Cód .Civil, que regula la responsabilidad a cargo del conductor, se presentaba como una norma especial respecto del modelo general contenido en el artículo 2050. En los trabajos preparatorios se encuentra reflejado el debate en torno a esta opción legislativa innovativa, que muestra signos de mantener la culpa en la base de la responsabilidad, pero en el sentido de disponer la inversión de la carga probatoria de la culpa del autor y de ampliar el contenido del deber de diligencia puesto a su cargo. Sin embargo, el debate es amplio en cuanto a si se trata de responsabilidad subjetiva u objetiva...” (Tratado de la responsabilidad civil, t. II, “El daño. Otros criterios de imputación”, Buenos Aires, Astrea, 1999, p.416).
14. Esta tendencia de adoptar una presunción de culpa en punto a la responsabilidad civil por actividades peligrosas, no es exclusiva del ordenamiento jurídico nacional, como ya se mencionó, sino que se evidencia en otros ordenamientos jurídicos internacionales. Así, en el caso español “(...) Es posible afirmar que la responsabilidad por un acto ilícito continúa siendo, en general, una responsabilidad fundada en la culpa; sin embargo, en aquellos casos en que se crea un peligro o un riesgo para terceros, se ha introducido una presunción de culpa del agente a favor de la víctima del daño y se ha elevado el nivel de diligencia exigido al agente, agravándose así su posición...” (Lorenzo MEZZASOMA, La responsabilidad civil por los daños causados por las cosas en el derecho italiano y en el derecho español, op. cit., p. 74). El Tribunal Supremo Español, en varias oportunidades, al respecto ha acudido al criterio de la presunción de culpa como orientador de la responsabilidad civil por actividades peligrosas; así, ha dicho que en materia de actividades caracterizadas por el riesgo o la peligrosidad que de ellas emana, se da una “… inversión de la carga demostrativa, estableciendo la presunción de que ha existido conducta culposa en tanto no se demuestre cumplidamente lo contrario, por el agente, sobre el que pesa la prueba de la causa de exoneración e introduce en prudente aplicación complementaria las orientaciones de la denominada responsabilidad basada en el riesgo…” (Tribunal Supremo, Sala Primera, Sentencia del 9 de marzo de 1984).
15. Así quedó registrado en la reciente sentencia de la H. Sala de Casación Civil del 29 de agosto de 2009, con ponencia del magistrado Dr. William Namén Vargas, en la que otros dos magistrados, sin constituirse en mayoría, acompañaron la misma tesis, encaminada a señalar que la responsabilidad civil por actividades peligrosas era una responsabilidad objetiva, postura que no fue acogida por los magistrados restantes de la Sala, razón por la cual la tesis imperante sigue siendo aquella que aboga por la preservación de una responsabilidad subjetiva escoltada por una presunción del elemento culpa que no de responsabilidad.
16. Confr. Ramiro SAAVEDRA, La responsabilidad extracontractual de la Administración Pública, Bogotá D.C.m Ediciones Jurídicas Gustavo Ibáñez, 2005.
17. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, Sentencia del 30 de abril de 1976.
18. Confr. Eduardo BONNASI, La responsabilidad civil, Barcelona, Bosch, 1958, p. 78; Adriano DE CUPIS, El daño, Barcelona, Bosch, 1975, p.134.
19. Guido ALPA, Nuevo tratado de la responsabilidad civil, Lima, Jurista Editores, 2006, p. 863.
20. Rafael ROJINA VILLEGAS, Derecho civil mexicano. Obligaciones, t. V, México, Porrúa, 1976, p. 68.
21. Jorge SANTOS BALLESTEROS, Instituciones de responsabilidad civil, Bogotá, Universidad Javeriana, 2006, t. I, p. 315.
22. Javier TAMAYO, Tratado de responsabilidad civil, op. cit., p. 935.
23. Jorge SANTOS B., Instituciones de responsabilidad civil, t. I, op. cit., p. 314, distinguido autor que, con acierto, concluye su idea afirmando que “Por consiguiente, es necesario delimitar el campo de acción de esta responsabilidad para evitar que todo problema de tal índole sea reducido a una actividad peligrosa”.
24. Javier TAMAYO JARAMILLO, Tratado de la responsabilidad civil, op. cit., p. 935.
25. Javier TAMAYO JARAMILLO, Tratado de la responsabilidad civil, op. cit., p. 941. Respecto de la peligrosidad en el comportamiento, el mismo autor reseña que “… hay actividades que son peligrosas no sólo en su estructura sino también en su comportamiento: si, por ejemplo, un vehículo explota, su peligrosidad surge de la estructura; en cambio, si el vehículo atropella a un peatón, su peligrosidad surge del comportamiento…” (ibidem).
26. En este último sentido, bien observa la profesora Andrea Macía M., “En el ámbito de la medicina, el riesgo del que surge el daño, en realidad, no es causado por la actividad del médico, sino por la enfermedad o dolencia del paciente. Por tanto, no procede en este contexto manejar una objetivación o cuasiobjetivación de la responsabilidad...” (“La responsabilidad civil del médico en el ejercicio individual de la medicina. El parámetro de la lex artis”, en Realidades y tendencias del derecho privado en el sglo XXI, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana y Temis, op. cit.).
27. Vid. Carlos Ignacio JARAMILLO J., Responsabilidad civil médica, op. cit., p. 61 y ss., en donde aparte de otras consideraciones, reflexiones y conclusiones, expresamos que “Considerar a la medicina, como una arquetípica actividad peligrosa, no sólo es desconocer, in radice, el carácter humanístico (humanitas) y bienhechor que de antiguo la estereotipa, sino también pretender equiparar a tan nobilísima y sublime disciplina, a la conducción de automóviles, o a la manipulación de maquinaria potencialmente riesgosa, como si tal equiparación, ciertamente, fuera admisible, en cualquier plano”. Por eso, “… no puede atribuírsele al acto médico esa especial y restrictiva condición, con el pretexto de mejorar la posición del paciente, in concreto, en lo atinente a la carga de la prueba, en búsqueda de que se presuma, juris tantum, la culpa médica….” (op. cit, ps. 62 y 63).
28. El profesor Ricardo de Ángel, con elocuente claridad, expresa que “(...) Probablemente, es este caso, el de la responsabilidad civil del médico, el que sirve para poner más en entredicho la teoría del riesgo, en un doble sentido. En primer lugar, porque es justamente el riesgo lo característico de la actuación médica; y en segundo término, porque la determinación de qué es actividad creadora de un riesgo (o, dicho de otro modo, “peligrosa’) constituye un juicio de carácter metajurídico en el que, de ordinario, sólo es posible una valoración a posteriori, es decir, cuando el daño se ha causado ya. En definitiva, se trata de una argumentación que creo tan frágil como la consistente en invocar el aforismo cuius commoda, eius incommoda, al que muchas veces ha acudido la jurisprudencia para intentar justificar la ruptura del ‘principio de la culpa’ y llegar a presumir que la culpa existe por el mero hecho de que el daño se ha producido... (Prólogo realizado por el referido autor al trabajo de nuestra autoría, titulado: La culpa y la carga de la prueba en el campo de la responsabilidad médica op. cit.).
29. Recuérdese que el art. 1º de la precitada ley, pone de manifiesto, en relación con la medicina, que “El respeto por la vida y los fueros de la persona humana constituyen su esencia espiritual. Y que “…el ejercicio de la medicina tiene aplicaciones humanísticas que le son inherentes”, a lo que se agrega que el artículo 9, por su parte, prescriba que “El médico, por la función social que implica el ejercicio de su profesión, está obligado a sujetar su conducta pública y privada a los más elevados preceptos de la moral universal”.
30. Confr. Ricardo de Angel Y., Responsabilidad civil por actos médicos. Problemas de prueba, Madrid, Civitas, 1999, p. 96. Como bien indica la profesora Matilde Zavala de González, refrendando una idea ya delineada precedentemente, la actividad médica no es una fuente que desate riesgos, sino que, muy por el contrario, es una disciplina que afronta y sortea los riesgos, Personas, casos y cosas en el derecho de daños, Buenos Aires, Hammurabi, 1991, p. 62.
31. Guido ALPA, Nuevo tratado de la responsabilidad civil, Lima, Jurista Editores,. 2006, p. 906.
32. No se equivoca el ilustre catedrático de la Universidad de Salamanca, Eugenio Llamas Pombo, cuando reafirmando una idea ya expresada en precedencia, la que deviene toral, asevera que “... el médico no crea riesgos, sino trata los peligros de la enfermedad...”, (“Responsabilidad médica, culpa y carga de la prueba”, en Perfiles de la responsabilidad civil en el nuevo milenio, Madrid, Dykinson, 2000, p. 304).
33. Sobre la protección y tutela al paciente, en genera (vid. Carlos FERNÁNDEZ SESSAREGO, “La relación jurídica del médico con el paciente”, en Academia Peruana de Derecho). Homenaje a Max Arias Schreiber Pezet, Lima, Gaceta Jurídica, 2005, ps. 7374.
34. Vid. Carlos Ignacio JARAMILLO J., Responsabilidad civil médica, op. cit., p. 71 y ss. Conf. Mónica L. Fernández, quien afirma que “... hoy en día la jurisprudencia y la doctrina han consolidado la naturaleza contractual de la responsabilidad del médico y del ente hospitalario, ofreciendo una mayor tutela para el paciente, fundada no sólo en un más amplio término de prescripción, sino también en un mejor régimen probatorio”, La responsabilidad médica, Bogotá, Ediciones Jurídicas Ibáñez, 2008, p. 98).
35. El distinguido magistrado ponente de esta sentencia de los albores del presente siglo, Dr. José Fernando Ramírez Gómez, con motivo del II Simposio Iberoamericano de Derecho Médico, celebrado en Medellín durante los días 23, 24 y 25 de octubre de 2001, lo señalamos de nuevo, tuvo oportunidad de manifestar que “Como la Corte había predicado en algunas de sus sentencias, por ejemplo la de 14 de octubre de 1959, que el ejercicio de la medicina era una actividad peligrosa, y por consiguiente había presumido la culpa del médico, la sentencia del 30 de enero atendiendo las implicaciones humanísticas que le son inherentes, destierra ese concepto teórico, para dejar por sentado un principio de culpa probada”, (“Estado de la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia en el campo de la responsabilidad médica”, ps. 16 y 17). El Consejo de Estado colombiano, en varios de sus fallos, como se indicó, igualmente ha extraditado el concepto de actividad peligrosa del campo de la medicina (vid. Entre otras, sentencia del 24 de agosto de 1992, Sección Tercera).
36. Felipe VALLEJO GARCÍA. “La responsabilidad civil médica (ensayo crítico de la jurisprudencia)”, en Revista de la Academia Colombiana de Jurisprudencia, Nros 300301, Bogotá, 1993, pág. 62. “Sostener lo contrario”, sigue afirmando el mismo autor, “tiene en materia probatoria consecuencias desastrosas, pues en tal supuesto el médico sólo podría libertarse mediante la prueba de la causa extraña, lo cual va en contra de la cosas: en muchas oportunidades el origen del fracaso médico permanece desconocido no obstante haber obrado el facultativo con la mayor diligencia y según los procedimientos rigurosos de la técnica médica aplicable al caso” (confr. Lina JARAMILLO ESCALLÓN y Hugo Didier PÉREZ V., Responsabilidad civil del médico en la legislación nacional y comparada, Bogotá, Universidad de los Andes, 1989, p. 209 y ss.). En sentido similar, el Dr. Fernando Guzmán Mora, anota que “El ejercicio de la actividad de la medicina no constituye una ‘actividad peligrosa’. Si se parte de la base que la medicina es esencialmente una vocación y una profesión de servicio, el daño que se puede producir en el organismo del enfermo es consecuencia del objetivo mismo del acto médico: restablecer la salud del paciente, aliviar los efectos de la enfermedad, prevenir complicaciones de la misma, luchar contra la muerte o rehabilitar los efectos de las lesiones de cualquier tipo” (“Criterios para definir la responsabilidad civil del acto médico en Colombia”, en Revista CONAMED, Nº 21, 2001). Muy próximo es el punto de vista expresado por el Dr. Sergio Yepes Restrepo, según el cual “Es importante tener en cuenta que la consideración de la medicina como una actividad peligrosa contraría sus nobles fines e impediría su ejercicio, y por tal razón no es concebible dicha caracterización” (La responsabilidad civil médica, Medellín, Diké, 2002, p. 82).
37. Luís GONZÁLEZ MORÁN, La responsabilidad civil del médico, op. cit., p. 212. Confr. José Manuel HERNÁNDEZ HIERRO, Sistema de responsabilidad médica, Granada, Comares, 2000, ps. 103104. Sobre este mismo particular, afirman los profesores López Mesa y Trigo Represas, con agudeza, que no comparten en absoluto “… el criterio de objetivar la responsabilidad de los profesionales. Es más, nos parece una enormidad, casi de discurso emotivo o de barricada, comparar la situación de los profesionales con los explotadores de plantas de energía nuclear o los trasportadores marítimos o aéreos. Sólo como un recurso desesperado, los partidarios de la objetivación de toda la responsabilidad civil, han debido recurrir a este tipo de argumentos sin poder convitivo alguno…” (Responsabilidad civil de los profesionales, Buenos Aires, Lexis Nexos,. 2005, p.503).
38. Jorge BUSTAMANTE ALSINA, “Prueba de la culpa médica”, L.L. 1992D, p.581.
39. Responsabilidad civil de los médicos, t. II, Buenos Aires, Rubinzal, 1997, pág. 93. Confr. Alberto BUERES, Responsabilidad civil de los médicos, t. I, op. cit., p. 529, autor que indica, con toda razón, que calificar a la actividad médica como “riesgosa”, es una “... peligrosa afirmación” y provocadora, agregamos nosotros en otra ocasión, entre otros motivos, por cuanto “... el riesgo profesional, de suyo existente, no es puesto en acción por los médicos o por los establecimientos sanitarios. No hay un actuar espontáneo de los facultativos o de los entes (per se). Por el contrario, es el enfermo quien con su salud quebrantada reclama imperiosa o necesaria asistencia, y reclama que se ponga el riesgo médico en acción, riesgo éste que, por lo demás, es imprescindible para aventajar el estado de salud del paciente o para salvarle la vida. Esta regla es casi absoluta, ya que tal vez podrían quedar fuera de ella algunas operaciones de cirugía estética”.
40. Confr., Javier TAMAYO JARAMILLO, Sobre la prueba de la culpa médica, Biblioteca Jurídica Medellín, Diké, 1995, p.71, obra en la que se afirma con acierto que “... la responsabilidad extracontractual por el riesgo creado o por el riesgo beneficio, sólo existe cuando la víctima no necesita para nada de la actividad riesgosa del agente, y éste, sin que haya un deber jurídico de por medio, pone en peligro la vida o la integridad personal de los demás. Es decir, sólo el agente es el creador del riesgo, y es, quien en forma inconsulta, pone en peligro la vida de los otros. Pero en la actividad médica no es el médico quien crea el riesgo, ni quien ejercita la actividad peligrosa, y por lo tanto, su culpa no puede presumirse...”. En fin, el profesor Ricardo de Angel afirma que “... en el caso del médico no se tiene en pie la premisa, porque no puede decirse seriamente que su actuación de lugar a riesgos correspondientes o correlativos al ‘provecho’ que el facultativo obtiene de su actuación. Muy al contrario, su acción profesional se encamina a eliminar o amortiguar los riesgos del paciente, aunque sea a costa, naturalmente, de algún peligro para este último (...) no faltan alusiones a reacciones o anomalías de origen humano en el paciente, no previsibles, que exculpan al médico. A quien, dice otra sentencia, no le es exigible la infalibilidad. Por ello, no responde el profesional cuando los criterios de la ‘lex artis’ del médico no permiten deducir que en el curso de su actuación surja un evento de inesperada realidad, imprevisto o inevitable. Todo ello mueve al Tribunal Supremo a declarar que la responsabilidad del médico ha de basarse en una culpa incontestable...”, (Ricardo DE ANGEL YAGÜEZ, “Algunas previsiones sobre el futuro de la responsabilidad civil (con especial atención a la reparación del daño)”, Cuadernos, Madrid, Civitas, 1995, ps. 37 y 39).
41. Julio César GALÁN C., La responsabilidad civil y penal del médico anestesista, Madrid, p. 1.058.