Peralta, José M. 02-05-2019 - Sobre el razonamiento probatorio y la lógica probabilística en Frisch 31-05-2021 - El error inexcusable: Fundamentos filosóficos y regulación positiva
En este trabajo defiendo las siguientes tesis: a) Para determinar si un delito impropio de omisión es típico es insuficiente con demostrar su igualdad valorativa con los delitos de acción: se debe aportar también un argumento lingüístico. b) Las palabras del lenguaje natural no son unívocas: tienen zonas claras donde su aplicación no presenta problemas, zonas “obscuras” donde su no aplicabilidad no presenta problemas y zonas de penumbra donde su aplicabilidad es dudosa. Los delitos impropios de omisión se ubican, en su mayoría, dentro de la zona de penumbra. c) Para resolver los casos de penumbra se debe recurrir a argumentos valorativos, pues dentro de ese margen, y solo dentro de ese margen, estos son decisivos. d) Hay razones valorativas para incluir la mayoría de los delitos impropios de omisión dentro del uso del verbo matar. e) El tipo penal que prohíbe el homicidio en Argentina padece de una indeterminación amplia, pero esto no presenta problemas por tratarse de un delito mala in se.
Los “delitos impropios de omisión” (d.i.o.) plantean al menos dos desafíos de orden constitucional. Uno de ellos se vincula con el principio de culpabilidad. Desde este punto de vista, uno podría preguntarse qué pena corresponde imponerle a quien, a través de una omisión, deja que se produzca cierto resultado disvalioso. Para una respuesta precisa a este interrogante se hace necesaria una primera distinción ya entre los mismos delitos de omisión, pues, al parecer, no todas las omisiones valen lo mismo. La idea dominante en la dogmática penal es que solo son realmente graves las omisiones de aquellas personas que tienen algún tipo de deber especial para con la respectiva víctima. Estas son las llamadas omisiones “impropias”. Pero aun frente a estas omisiones realmente graves cabe preguntarse si corresponde un castigo similar al previsto para las acciones. Si esto no fuera así y sin embargo se sancionaran con ese rigor, se violaría el principio de culpabilidad.
El segundo aspecto relevante de orden constitucional hace referencia al principio de legalidad. El punto a dilucidar aquí es si los d.i.o. están previstos en el Código Penal argentino y, en su caso, dónde y de qué manera. La primera era una pregunta eminentemente valorativa(1), cuya respuesta no dependía de lo establecido en cierto ordenamiento jurídico, sino de lo que es correcto desde una perspectiva moral. Cierto ordenamiento pudo, en el caso concreto, haber dado tal o cual respuesta al interrogante, pero la corrección de esa respuesta no depende de eso.
El aspecto de la legalidad, en cambio, tiene algo de descriptivo, pues para elucidarlo, en principio, se tiene que hacer referencia a lo que cierto ordenamiento jurídico efectivamente dice. La regulación de los d.i.o. depende de un hecho, en concreto, de un hecho social, de lo que los legisladores hayan plasmado en cierto texto de un código. De otro modo, el principio de legalidad, como algo que debe vincular al Estado, sería simplemente una quimera. El sentido de este principio es, pues, que, más allá del acierto valorativo del legislador, hay conductas que están prohibidas y otras que no. La idea de que esto es así “más allá del acierto del legislador” es justamente lo que le garantiza al ciudadano no estar sometido a la espontaneidad estatal, a decisiones imprevisibles.
Sin embargo, y a pesar del énfasis puesto en este último párrafo, la conclusión precedente debe ser matizada, pues no es del todo cierto que, para determinar qué está prohibido, uno pueda basarse exclusivamente en un hecho social. Esto se debe a que el legislador, para definir aquello que censura, se vale del lenguaje ordinario (o natural) y este tiene un defecto: es, invariablemente, indeterminado(2). Respecto de las palabras del lenguaje ordinario se dice, metafóricamente, que existen tres zonas que refieren a su aplicabilidad: “una de claridad, constituida por hechos denotados con certeza por el término”, “otra de oscuridad, formada por hechos respecto de los cuales se sabe con seguridad que la palabra no se aplica” y una última “de penumbra, constituida por casos apropósito de los cuales dudamos en aplicar o no el término”(3). Para resolver si los casos que se ubican en la zona de penumbra deben ser abarcados o no por el término, ya no es suficiente con recurrir a las palabras del legislador (si no, no serían casos de penumbra). Es necesario otro procedimiento. Según una práctica jurisprudencial y científica uniforme, ese procedimiento es la interpretación(4).
La interpretación, al menos hoy en día(5) , no se concibe como una tarea aséptica donde quien la practica desentraña la voluntad de una norma con independencia de ciertas valoraciones. Como Nino reclamó desde sus primeros trabajos sobre Derecho penal(6) y Roxin plasmó en su fabuloso programa “Política criminal y sistema de Derecho penal”(7), la tarea del intérprete es evaluativa. Es decir, una tarea que requiere de quien la desempeña una toma de posición. Este debe elegir aquella comprensión del texto legal que considere la más adecuada conforme a ciertas premisas valorativas. Si esto es cierto, hay un punto, entonces, en que saber si una conducta está o no prohibida requiere que primero se establezca si esa conducta debe estar o no prohibida. Así, argumentos evaluativos, como los hacían referencia al principio de culpabilidad, pueden tener un espacio dentro de este marco. Pero, vale repetir, esto solo ocurre dentro de ese marco. El lenguaje solo otorga un espacio limitado para interpretar.
En este trabajo, voy a partir de lo que creo es una convicción arraigada: hay supuestos de omitir que pueden ser tan graves como actuar. Voy a centrarme, por el contrario, en relación entre los d.i.o. y el principio de legalidad. En la búsqueda de simpleza utilizaré como ejemplo el delito de homicidio, aunque, probablemente, las conclusiones a las que arribe puedan ser útiles también para otros delitos de resultado.
En esta tarea, en primer lugar, voy a presentar, esquemáticamente, dos posturas enfrentadas. La que afirma que el tipo penal que prohíbe matar (art. 79 del CP) censura tanto acciones como omisiones y la que le niega a ese delito tal amplitud y, por ende, entiende que castigar omisiones (según ese tipo penal) es ir más allá de la ley. Intentaré mostrar que ambas posturas, tal como a veces se las presenta, son defectuosas (punto II).
Luego, para eliminar distorsiones en la argumentación, mostraré que la existencia del artículo 106 en el Código Penal argentino, que prevé el castigo de omisiones que puedan tener como resultado una muerte, no sirve para solucionar el problema aquí planteado. Su presencia no prueba nada. Argumentaré, además, que tampoco el hecho de que otros ordenamientos jurídicos prevean las llamadas “cláusulas de equiparación” (según las cuales los d.i.o. puedan ser castigados según los verbos típicos de la parte especial), es útil para nuestra discusión (punto III).
Posteriormente, me valdré de la clásica distinción entre delitos mala in se y mala prohibita para mostrar que tiene sentido ser menos exigente con el principio de legalidad cuando estamos ante delitos del primer tipo. La palabra matar, como prototipo de un delito incorrecto en sí mismo, es bastante indeterminada y es correcto que así sea (punto IV).
En el punto siguiente me avocaré a precisar qué puede significar el verbo “matar”, qué es lo vinculante de la ley en un sentido descriptivo y cuál es la tarea de interpretación que resta por realizar. Creo que la mayoría de los d.i.o. se ubican en la zona de penumbra del término y que los casos claros de matar tienen un sentido práctico que puede extenderse a los primeros (punto V).
Como punto final, analizaré, brevemente, cuál es la relevancia de las fuentes de posición de garante para precisar la responsabilidad por omisión y cuál es su vinculación con el principio de legalidad (punto VI).
Existen, a grandes rasgos, dos posturas encontradas en cuanto a la relación entre los d.i.o.y el principio de legalidad penal. Por un lado, está la que sostiene que es indudable que los d.i.o. se encuentran abarcados por el artículo 79 del CP(8). La segunda, afirma justamente lo opuesto, que lo que está claro es que los d.i.o. no se encuentran abarcados por ese artículo. Si esto último fuera cierto, el castigo de estos delitos como homicidio sería inconstitucional.
a)Castigar la omisión según el 79 es legal
Los que sostienen la legalidad de la penalización de los d.i.o. se apoyan, especialmente, en un criterio valorativo o, como usualmente se lo suele denominar, “normativo”. Calificaré a esta la postura, por eso, de “normativista”. Ella ha sido expresada, por ejemplo, por el Tribunal Oral argentino que tuvo que decidir la causa “Chabán”(9). Allí se dijo que “la punición de [la] comisión por omisión no es inconstitucional por resultar directamente subsumible]s[ en los tipos activos de la parte especial [de] que se trate”, ello en virtud de que acción y omisión impropia “normativamente son lo mismo”. Para explicar esta afirmación, el tribunal agrega: “la asunción de un compromiso, más su vulneración implican un control de riesgo idéntico al que se tiene por creación activa”. Y continúa, “]n[adie racionalmente podrá negar que la seguridad de los espectadores a un evento masivo puede verse en peligro tanto si una persona desata un incendio de mano propia, como asimismo si una vez generadas las condiciones de su inminente producción, aquellos que tienen el deber de actuar y además detentan el dominio o control sobre esa situación, omiten evitarlo”(10)(11).
Se observa aquí que en ningún lado se hace referencia a lo que efectivamente dice el legislador en el CP. Se considera suficiente con que se pueda predicar la igualdad valorativa entre el comportarse activamente y el omitir. La visión normativista así descripta parece simplemente desentenderse del problema de la legalidad al poder prescindir de cualquier análisis lingüístico. Pero en derecho penal, en la medida en que el principio de legalidad importa, las palabras que usa el legislador tienen que ser relevantes. Son estas, y no nuestras valoraciones, las que deben circunscribir lo prohibido(12).
Otro buen ejemplo de que los normativistas proceden, algunas veces, de este modo lo brinda el tratamiento que estos le dan a los delitos de “propia mano”. Cuando un delito es de propia mano y al autor inmediato le falta dolo, quien lo haya determinado a actuar debería quedar, en principio, impune. En estos casos no es posible la autoría mediata (por ser de propia mano) ni la participación (al menos si se sigue a la doctrina que exige, para la participación, dolo de injusto en el autor principal). Este era el caso en la vieja regulación del delito de violación en el CP argentino, que exigía que el autor “tuviera acceso carnal” con la víctima, y sucede actualmente con la regulación que protege la vida no nacida cuando se castiga a la mujer que “practique su propio aborto”. En ambos casos, uno puede prever normas de cobertura (como de hecho pasa con el aborto), pero no se puede decir, como lo hace, por ejemplo, Roxin que esas normas castigan también a quien se vale de otro para agredir a su víctima, argumentando que las palabras de la ley deben ser entendidas en un “sentido material”(13). No hay mucha diferencia entre decir esto y decir que las palabras no cuentan.
Este modo de razonar algunas veces se manifiesta así, sin más, y otras de modos un poco más sofisticados. Es común entre los penalistas, por ejemplo, distinguir entre “tipo de texto” y “tipo de interpretación”(14). El primero hace referencia a lo que se puede entender de la mera lectura de un enunciado legal. El segundo, a lo uno puede entender leyendo los textos donde los dogmáticos interpretan esos enunciados legales. Eduardo Riggi, al tratar justamente el problema de los d.i.o., afirma que es cierto que el tipo (v.gr. el de homicidio) en su tenor literal solo incluye conductas activas, pero que, de todos modos, castigar estos delitos es lícito, pues están incluidos en el tipo de interpretación(15).
Así, parece que el tipo de interpretación puede independizarse del de texto, a punto tal que puede decir más de lo que dice este último. Entonces, cabe preguntarse,
¿dónde queda la idea de la legalidad como atadura a los jueces? La construcción del tipo de interpretación pareciera tener justamente ese objetivo, el de deshacerse de esas limitaciones. Riggi es felizmente expreso en este punto. Él dice: “La forma no puede ocultar el verdadero contenido material de la norma, que consiste en la prohibición de arrogarse esferas de organización ajenas”(16). Una interpretación “formalista” “relega la función primordial del DP [Derecho penal], esto es, la protección de bienes jurídicos.”(17). En otros términos lo que Riggi afirma es que el significado de las palabras no puede ocultar el verdadero objetivo de la ley. Este modo de argumentar olvida que, según el principio de legalidad, el objetivo de la ley solo debe alcanzarse a través de lo expresado por el legislador; no de otro modo.
Silva Sánchez, al tratar la relación entre d.i.o. y principio de legalidad advierte este problema y exige que solo se pueda admitir el castigo de los d.i.o., según el tipo de interpretación, si el tipo de texto admite la “posibilidad de encuadrar las omisiones en el precepto legal”(18). Pero incluso aquí esto no parece ser más que una declaración de intenciones que luego no tiene concreción en su análisis del tipo. En efecto, este autor no indaga en el tipo de texto y centra su análisis solo en el tipo de interpretación. Simplemente afirma que “tanto el uso del lenguaje, como consideraciones históricas y derivadas de los restantes criterios de interpretación permiten concluir que los preceptos legales relativos a los delitos de resultado que nos ocupan” admiten ser cometidos por omisión(19). Pero ¿cómo se sabe o, mejor dicho, cómo se demuestra que el lenguaje permite esto?
Quizás cierto esfuerzo en este sentido pueda verse en Silva Sánchez cuando afirma que el lenguaje de los ordenamientos legales es “adscriptivo” y no “prescriptivo”(20). Sin embargo, tampoco explica aquí cómo es que esto repercute en la comprensión de las palabras de la ley. Quizás lo que tenga en mente es que “el que matare a otro” debe ser entendido como “el que sea responsable por una muerte de otro”(21). Pero esto sería otra vez una modificación del significado de las palabras.
Además, esta propuesta de solución parece concederle demasiado valor al “uso que se le puede dar al lenguaje” soslayando la importancia de su “contenido semántico”. Más estos son dos planos que si bien se influyen recíprocamente no deben confundirse(22). Pensemos cuando se usa el lenguaje para averiguar algo. Es posible que yo pueda entender perfectamente que se me está formulando una pregunta (por la entonación del emisor, por su actitud corporal, por el orden gramatical de la oración, etc.), pero que sin embargo tenga dudas sobre cuál es exactamente la información que se me requiere(23). Esto ocurre también cuando con el lenguaje se pretende atribuir responsabilidad, lo cual es fácil de percibir si se tiene presente que todo el CP es adscriptivo, pero muchas veces no sabemos qué es lo que se pretende adscribir. Es decir, no sabemos de qué se quiere hacer a alguien responsable.
La importancia de la distinción entre los usos del lenguaje y su contenido semántico es más fuerte si uno se percata de que la primera función de las previsiones legales es la de guiar las conductas de los ciudadanos, la de “dar órdenes”. Este uso del lenguaje es conceptualmente prioritario a su función adscriptiva, porque al sujeto se le adscribe responsabilidad si es que ha incumplido con lo que se le ordenaba. Por eso es importante entender qué es lo que se está exigiendo. De otro modo, el destinatario de la norma se verá obligado a evitar conductas “por si acaso”, es decir, no por haber conocido el contenido del mandato, sino justamente por desconocer su alcance.
En cierta medida, los normativistas parecen formar parte de aquella concepción del derecho que se ha denominado “realismo jurídico”(24). Como los teóricos de esta concepción, afirman, de manera más o menos explícita, que las palabras no tienen un significado previo al que determinen los jueces. Si, como es usual, la dogmática es concebida como una manera de generar proyectos de decisión judicial, entonces, las palabras, al final, significan lo que los dogmáticos dicen que significan. Según una postura tal “los enunciados interpretativos no son ni verdaderos ni falsos…, sino que proponen conferir a ese término o a esa expresión un significado con preferencia sobre otro”(25). Las normas jurídicas no “preexisten a la interpretación, sino que son su resultado”(26).
El problema de esta forma de ver la interpretación, como sostiene Guastini, es que “descuida los vínculos y los límites objetivos a los que los intérpretes están fatalmente sujetos”(27). Aún cuando el lenguaje sea contextual y, en este caso, su significado sea en parte dependiente de lo que se quiera lograr con él, tiene solo una gama posible de significados, fuera de los cuales ya no se está interpretando sino creando derecho(28).
Cabe aclarar, el objetivo de este punto de la exposición es mostrar que los defensores de la punibilidad de los d.i.o. se han desentendido del análisis lingüístico que exige el principio de legalidad. Esto no implica, empero, que el castigo de estos delitos sea ilegal. Solo significa que no se ha hecho el esfuerzo pertinente por demostrar su compatibilidad con las palabras de la ley.
b)Castigar la omisión según el 79 es ilegal
Para sostener la ilegalidad de los d.i.o. se esgrimen dos argumentos. Los dos tienen que ver con el principio de legalidad. Según el primero, no existe una lex scripta que prevea el castigo de estos delitos. El otro dice que para subsanar ese defecto se viola la lex stricta y se pena con apoyo en normas jurídicas extrapenales.
Según el primer argumento, los d.i.o. no están previstos en el CP por el artículo que prohíbe matar. Se sostiene que quien omite velar por otro –que finalmente muere- no hace esto, sino que solo “deja morir”. Mal que nos pese, dicen Zaffaroni/Slokar/Alagia, matar y dejar morir son dos cosas distintas(29).
De manera acertada, los defensores de esta posición distinguen el aspecto lingüístico del normativo. Si bien, en general, se manifiestan escépticos acerca de la posibilidad de tratar a la omisión impropia con la misma severidad que a la acción(30), expresan que esta es una cuestión distinta de la de comprobar qué es lo que ha prohibido el legislador. Basados en esta distinción, critican a la postura anterior pues su único argumento es que sería “inadmisible o escandalosa la imaginada impunidad de los impropios delitos no escritos de omisión”(31), y deja de lado, así, el significado de las palabras. Llamaré al enfoque que analizo aquí “positivista”. Con ello quiero dar a entender que para determinar lo prohibido se apoya exclusivamente en hechos lingüísticos.
Lo dicho por los positivistas representa un avance en comparación con el enfoque anterior, pues se preocupa por el contenido semántico de los términos. Pero tiene el defecto de presentar a las palabras como si fueran completamente diáfanas, y su significado independiente del contexto lingüístico y de la situación dentro de la cual se las utiliza(32). Esta representación del lenguaje traería consecuencias absurdas y, además, es falsa. Pensemos en otros casos.
La palabra “él” significa una cosa si uno la encuentra escrita sobre la puerta del baño de un bar y otra si uno la lee en alguna norma del Código Penal (v.gr. el delito de usura -174 inc. 2-(33)). Mientras que en el primer lugar tiene por finalidad inequívoca dar a entender que el acceso a ese espacio es exclusivo para varones, en el Código Penal una comprensión estrictamente masculina del término traería consecuencias insensatas (solo podría ser sujeto pasivo del delito de usura un hombre). Lo mismo ocurre con la palabra “otro”. Si no, en la Argentina solo estaría prohibido matar hombres. Nadie afirma semejante cosa y esa palabra es entendida del modo más razonable: apelando a su significado más amplio, aunque el otro también es, en otro contexto, posible.
Y así se piensan en general los términos que usa el CP. La palabra cosa también admite varios alcances, pero hemos priorizado aquel según el cual los animales quedan incluidos. No hace falta mencionar que los defensores de los derechos de los animales pretenden afirmar justamente lo contrario, que los animales (o al menos algunos de ellos) no son cosas. Esta discrepancia se debe a los defensores de los animales y el CP persiguen objetivos distintos con el uso de ese término(34). Lo mismo puede decirse de la comprensión de la palabra “documento” que en el ámbito penal abarca, en algunos casos, la chapa-patente de un auto, mientras que su uso vulgar solo incluye algo escrito sobre un papel o representado virtualmente “como si” fuera un papel.
Estos ejemplos, además de mostrar que es absurdo asumir que las palabras tienen siempre una única compresión posible, demuestran que es falso. Lo que pretendo decir es que así como el más normativista necesita atender no solo a la justificación político criminal del castigo, sino también a lo que el legislador de hecho dijo, el más positivista necesita apelar a algún criterio de racionalidad –normativa- para darle sentido a las palabras cuando estas presentan ambigüedad o indeterminación y todas las palabras son actual o potencialmente ambiguas o indeterminadas.
Puesto que es falso que los términos tengan un único significado posible, el positivista necesariamente elige alguna de las acepciones disponibles. Solo que no lo hace de manera transparente y presenta esa elección como un descubrimiento o una constatación(35).
Los positivistas afirman, por otra parte, que las fuentes de deber que fundamentan las diferentes posiciones de garante no tienen un origen penal. Si se castigan los d.i.o. (como d.i.o.) se viola el principio de legalidad en su manifestación de lex stricta(36). Su punibilidad no dependería de lo que dice la ley penal, sino de lo que está previsto en leyes de otro tipo, predominantemente civiles o administrativas. Pero claro, este argumento solo podría tener éxito si el anterior fuera verdadero. Como he tratado de demostrar, los positivistas no han logrado justificar su afirmació n de que “matar” no incluye ningún caso de “dejar morir”. Si esto fuera falso, la punibilidad de al menos algunos d.i.o. tendría un origen penal y las fuentes de posición de garante no fundamentarían castigo, sino que, por el contrario, lo restringirían. Las posiciones de garante distinguen distintos casos de “dejar morir” y solo consideran que algunos de ellos merecen un castigo especialmente severo. Tal como usualmente se concibe al principio de legalidad, restringir la punibilidad “autorizada” por el legislador no es un problema.
III. La irrelevancia de los otros artículos del CP [arriba]
Para defender la ilegalidad del castigo de los d.i.o. se han utilizado también argumentos de otra índole. Estos no tendrían la virtud analítica de señalar errores entre quienes se pronuncian por la legalidad de castigar las omisiones, pero sí mostrarían que para los legisladores, en general, esos delitos no están contemplados en el 79.
a)Del art. 106 del CP
En primer lugar, se hace referencia al art. 106 del CP argentino, que castiga el abandono de personas y la colocación en situación de desamparo(37). Se afirma que no puede interpretarse que el art. 79 abarca los d.i.o., porque si no aquel artículo quedaría huérfano de contenido(38).
El argumento es persuasivo, pero, en rigor, no ayuda a dirimir la cuestión. La existencia del art. 106 no excluye la posibilidad de que el 79 también regule los d.i.o. Explico esto mostrando casos similares. Si uno pregunta hoy en Argentina, por ejemplo, si el homicidio por odio racial está regulado en el art. 79 podría recibir por respuesta un “no”, con la aclaración de que está en el 80(39). Esto no generaría perplejidad alguna para el conocedor que escuchara ese diálogo. Pero si se quisiera responder aún con más precisión, se tendría que decir que el homicidio por odio racial está también en el artículo 79. Si derogáramos la figura del 80, aquella clase de homicidios seguiría siendo un delito conforme a aquel artículo. La relación del 80 con el 79 es de un concurso aparente de leyes por especialidad(40). Todo lo que está en el 80 está en el 79, aunque no se pueda predicar lo mismo a la inversa.
Esto ocurre de la misma manera con otros casos. Pensemos en la relación ente los delitos de extorsión (art. 168 CP, especialmente su primer supuesto(41)) y chantaje (art. 169 CP(42)) y el delito de coacción (art. 149 bis., segundo párrafo, CP(43)). Si derogáramos las dos primeras figuras, las conductas allí descriptas quedarían abarcadas sin más por esta última. Y probablemente esto ocurría también con otros delitos. No porque sí se afirma que la coacción es un tipo básico del CP en relación a otras figuras especiales(44), como el robo o la violación, a más de las recién nombradas.
Por ello, la afirmación de que existe otra norma que regula casos de omisión no excluye per se que la omisión también esté en el artículo 79. Se trataría solo de que por cuestiones de especialidad (privilegiada) se debería aplicar el 106 en lugar del 79(45).
A primera vista, esto parece tener solo una relevancia teórica y potencial, sin que cambie en nada el hecho de que los d.i.o. deben ser castigados conforme al art. 106 y no al 79. Pero esto tampoco es cierto. Pues si los d.i.o. están en “los dos lados” ahora hay que responder a la pregunta concreta y actual de si todos los d.i.o. han sido desplazados por el 106 o solo alguno de ellos. En este sentido, Sancinetti sostiene que la diferencia entre el homicidio por omisión y el abandono de personas pasa por el tipo de riesgo presente en cada uno de ellos: el segundo prevé un riesgo “abierto”, “general”(46), mientras que el primero hace referencia a uno definido y concreto(47).
Por supuesto, la pregunta por la línea que demarca el límite entre el 79 y el 106 solo es relevante para aquel que considera que el primer artículo también prohíbe omisiones. Para el que cree que esto no es así, no hay ninguna cuestión límite que discutir, pues estos solo se encontrarían previstos en el 106. Mi único punto aquí es que la existencia de este último artículo no responde la pregunta central, pues esta pasa por otro lado, por el significado posible de la palabra “matar”.
b)Del § 13 del StGB y el art. 11 del CP español
Haciéndose referencia a la existencia de otros artículos, se llama la atención sobre el hecho de que ordenamientos jurídicos similares al nuestro prevén cláusulas específicas para el castigo de los d.i.o., a pesar de que en su parte especial también prohíben matar a otro sin más. Esto ocurre en Alemania, con el parágrafo 13 del StGB, y en España, con el art. 11 de su CP. El razonamiento sería siguiente: si los tipos “activos” también cubrieran las omisiones, estas normas de equiparación no hubieran sido necesarias(48).
Pero esto también es desacertado. Lo que a lo sumo demuestra la existencia de esas normas es que los legisladores que las han promulgado han creído que los artículos que regulan el homicidio en cada uno de esos países no abarcan casos de omisión. Pero no demuestra que, en efecto, no lo hagan. De otro modo, bastaría con contar con suficiente apoyo en el Congreso para ganar cualquier discusión penal. La norma que prevé la equiparación puede, simplemente, ser una norma redundante(49).
Queda aún por determinar, entonces, qué puede significar matar. Pero antes de entrar en ello, quiero hacer una reflexión, más general, sobre el peso que debe tener el principio de legalidad en su manifestación de lex certa. Me interesa saber cuánta certeza se debe exigir de ese “hecho semántico” que promulga el legislador(50), especialmente, si esta debe ser igual en todos lados.(51)
Sabemos ya, por lo visto en el punto II, que el principio de legalidad solo puede ofrecer precisión de un modo aproximado. La naturaleza porosa del lenguaje natural torna inevitable las zonas de penumbra. De todos modos, aunque todos los términos sean vagos por su propia naturaleza, no lo son todos con la misma intensidad. Es usual entre los penalistas, justamente para defender la lex certa, afirmar que, de entre las opciones disponibles, el legislador debe optar siempre por aquella terminología que sea lo más precisa posible. Pero la precisión es costosa, pues acarrea inevitablemente infrainclusión. La exactitud “impone una inevitable distancia conceptual de las reglas frente a sus razones subyacentes”(52), de tal modo que mientras más detallada es la norma, menos casos a los que se refiere su justificación abarca. Explico esto con un ejemplo.
Una norma (1) prohíbe “lesionar a otro”. Tal norma tiene como razón subyacente la prohibición de perjudicar a otro. ¿Podría ser esa norma más precisa? Seguro, podría generase la norma (2) que castigue a “quien cause a otro, mediante un ataque con su cuerpo, irritaciones o dolor corporal”. Ambas normas tienen la misma razón subyacente, pero la segunda, al ser más precisa, excluye más casos. No incluye lesiones con instrumentos ni afectaciones psíquicas. Por supuesto, uno puede seguir generando más y más normas detalladas tratando de que no queden supuestos importantes fuera, es solo que si las normas son realmente precisas la exclusión de supuestos es inevitable. Es lógicamente imposible cubrir todos los casos concebibles mediante un número finito de normas precisas. Esta es una de las razones por las que el derecho penal es fragmentario. En otras palabras, la precisión tiene un costo y lo que aquí propongo es evaluar si siempre vale la pena pagarlo.
Lo primero que hay que hacer es diferenciar el derecho penal nuclear del derecho penal accesorio. Aunque esta clásica distinción quizás sea mostrada de un modo más gráfico, al menos teniendo en cuenta los objetivos que persigo, con las categorías ilícitos mala in se y mala prohibita(53). Los primeros, hacen referencia a esas conductas que son incorrectas antes y más allá del derecho, i.e. que son moralmente censurables. Allí el legislador simplemente cambia de estatus esas conductas, las que, a partir de ese momento, pasan a ser, además, jurídicamente incorrectas. A diferencia de ello, los ilícitos mala prohibita no son incorrectos de manera previa a su tipificación por el derecho. La función de las normas legislativas es aquí constitutiva de la prohibición. Solo de ellas depende que algo sea, en algún sentido, socialmente desvalorado.
La distinción entre mala in se y mala prohibita es conceptual. En la práctica, justamente por la vaguedad inherente al lenguaje, puede que a veces sea difícil determinar dónde debe ser colocado cierto ilícito. Algunos de ellos, incluso, puede que tengan un poco de cada categoría y sean así híbridos(54). Todo esto, empero, no hace mella en el hecho de que hay casos claros en ambos lados que es lo que acá importa.
Si esto es así, creo que la pretensión de exactitud puede ser menor cuando sabemos de qué estamos hablando, es decir en los casos de ilícitos mala in se. Y dentro de estos, sin duda, entra el de homicidio. En este caso, se puede ser menos puntual en el uso del lenguaje que para establecer qué es un ilícito tributario o uno contra el medio ambiente. Todos sabemos lo que aquello significa. Allí, como en la parte general del derecho penal, existe una materia moral que funciona como referencia para el legislador(55). Si se recogen sus puntos centrales, es suficiente. Los límites, aquí, a diferencia de lo que sucede en otras partes del derecho penal, se pueden definir y redefinir en un trabajo judicial de evaluación constante.
El tratamiento que se le da al error de prohibición demuestra que la distinción propuesta es plausible. Más allá de cuál sea exactamente el objeto que se debe conocer para afirmar que (al menos) se pudo acceder al mandato, la relevancia de este error es distinta según se trate de delitos mala in se o mala prohibita. Para los primeros se impone aún la pena del delito doloso, mientras que para los segundos se sugiere un tratamiento similar al del error de tipo. La justificación estándar para este tratamiento diferenciado la brinda Roxin. Él dice que quien yerra sobre la licitud de un supuesto mala in se sabe, de todos modos, que está “quebrantando normas éticas fundamentales” y eso alcanza para el castigo(56). En los casos de mala prohibita, en cambio, quien se equivoca no tiene noción de estar quebrantando nada.
La conclusión a la que se puede arribar en este punto, teniendo en cuenta la vaguedad intrínseca del lenguaje y que la precisión puede ser más o menos relevante según el ámbito del derecho penal de que se trate, es que el de legalidad es, en efecto, solo un principio y no una regla. Los principios, a diferencia de las reglas, no son una cuestión de todo o nada, sino que su alcance y fuerza dependen de su peso relativo en contraste con los de otros principios (o intereses)(57). El costo de la imprecisión aquí es bajo, justamente, porque nadie puede decirse sorprendido si lo castigan por una acción que es reprochable ya desde un punto de vista social (i.e. no jurídico). Por ello se puede dar espacio a una norma más abarcativa. En el Derecho penal accesorio ocurre justamente lo contrario, la imprecisión hace que las decisiones judiciales sean impredecibles, pues no existe punto de referencia prejurídico alguno. Por eso allí se debe priorizar la exactitud, aunque esto tenga inevitablemente y por definición, el costo de una infrainclusión de supuestos merecedores de pena.
De hecho, los homicidios dolosos, incluso aunque se sostenga que el art. 79 del CP solo incluye conductas activas, han sido regulados por una norma bien amplia. Lo mismo sucede con los homicidios culposos. Y esto no ha generado ni en doctrina ni en jurisprudencia prácticamente protesta alguna. En ambos casos, al ser la sustancia regulada lo suficientemente clara, no se ve afectada aquí la idea de que se debe impedir que el Estado tome decisiones arbitrarias.
V. Prohibido matar a otro como enunciado práctico [arriba]
Una vez establecidas ciertas bases para un análisis de lo que significa y puede significar matar, es necesario realizar un examen más concreto, que aquí solo voy a desarrollar a modo de ensayo.
Las acciones que producen una muerte (como apuñalar, disparar, ahorcar), generalmente, se ubican dentro de los casos claros del uso de la palabra matar. Cuando un caso genérico de algo es claro, para subsumirlo en la regla jurídica (o en la que sea), no es necesario recurrir a argumentos interpretativos. Basta con valerse del “uso lingüístico preponderante”(58). Por eso es que son claros. Creo que esto no sucede solo con los supuestos activos, sino también con algunos omisivos. Me refiero a los casos de responsabilidad por injerencia. El uso normal del lenguaje permite decir que quien arrolla a otro con el auto y luego no lo socorre, razón por la cual este muere, lo ha matado, aunque la falta de auxilio haya sido lo decisivo. Lo mismo para quien cava un pozo con el objetivo de que su vecino caiga en él y perezca luego al no poder ser allí encontrado por nadie. Creo entonces, que es falso, incluso bajo una mirada “positivista”, que todos los casos de omisión queden fuera de la regla del homicidio.
Sin embargo, la mayoría de los supuestos genéricos de d.i.o. no pueden ser solucionados por medio del uso lingüístico preponderante. No es obvio que se pueda usar la palabra matar para describir la conducta de la madre que omite darle de comer a su hijo hasta que muere; ni tampoco la del guía de montaña que deja que el turista descuidado vaya por caminos en los que seguramente tendrá un accidente con consecuencias fatales. No existen dudas sobre su responsabilidad moral, lo dudoso es que puedan ser penalmente castigados. Para dilucidar la cuestión lingüística, como hablantes competentes de nuestra lengua, simplemente hay que hacer el ejercicio de usar la palabra matar en esos casos. Supongamos que tenemos que poner el título de un periódico describiendo esos eventos. ¿Sería la siguiente una descripción adecuado del caso del guía de montaña?: “Guía turístico mató a uno de los visitantes de las sierras de Córdoba que estaban bajo su responsabilidad”. Un enunciado de este tipo induciría a pensar que el guía enloqueció y apuñaló a alguno de los visitantes o algo en esa dirección.
Creo, no obstante, que tampoco es claro que no se pueda usar la palabra matar si uno luego lee la explicación que el periodista hace del evento más abajo: “Según cuenta el resto de los allí presentes, el guía vio cómo el visitante se dirigía a la zona en la que encontraría una muerte segura y no le advirtió del peligro como le correspondía. Previamente entre ellos había habido una fuerte discusión que sería un buen indicio de que dicha omisión no fue casual”. Uno concluye que el guía quería que muriera, y logró hacerlo al no advertirle de los peligros. Creo, en suma, que los supuestos de omisión como el de la madre y el del guía son supuestos de penumbra, donde no es claro ni que se pueda ni que no se pueda usar la palabra matar para describirlos. Si tengo razón, es aquí donde resulta necesario “decidir”, conforme a algún parámetro extra semántico, “si esos hechos están o no comprendidos por las expresiones lingüísticas que, a ese respecto, son indeterminadas”(59). O, mejor dicho, si deben quedar abarcados no por ellas.
Aquí, el intérprete le adjudica a la regla “un sentido que hasta el momento no tenía”. Y para hacer esto no puede basarse en “hábitos lingüísticos establecidos”(60), no es el uso normal del lenguaje lo que decide aquí, sino que solo alcanza con que este “no lo impida” (i.e. que sea efectivamente un caso de penumbra).
En la doctrina, la cuestión ha sido zanjada por los positivistas, simplemente afirmando que la palabra matar no se puede usar para describir estos eventos. Como esto, según entiendo, no es obvio, es necesario valerse de algún argumento adicional. Los positivistas no dan este argumento, pero este parece pasar por la idea de que no se suele usar la palabra matar en situaciones donde no hay una relación de causalidad entre la conducta del agente y el resultado a imputar y que hacerlo sería, además, incorrecto(61). Esto implica otorgarle a una idea de causalidad relevancia lingüística y normativa y asumir, además, que las omisiones no causan resultados(62). Trataré de mostrar aquí, siguiendo un texto de Marcelo Ferrante, que si bien, en un sentido, las omisiones no causan, no es cierto que para usar la palabra matar sea necesaria una relación de causalidad y que tampoco es cierto que la idea de causalidad aquí supuesta tenga la fuerza normativa que se le adjudica.
Ferrante, en un trabajo titulado “Causalidad y responsabilidad penal”, sostiene, en principio, la tesis según la cual las omisiones no causan, pero que, no obstante, pueden ser subsumidas en la norma que prohíbe matar. Al respecto dice que si por casualidad se entiende solamente alguna especie de conexión física entre acción y resultado, i.e. lo que se conoce como “causalidad como producción”(63), de tal modo que ambos “deben estar conectados entre sí a través de una cadena espaciotemporalmente contigua”(64) y donde se “requiere objetos en el mundo que puedan conservar o transmitir energía o ímpetu, cosas reales que puedan realizar los empujones, movimientos, quemaduras...” etc., esto solo es posible a través de un evento existente, i.e. a través de una acción. Las omisiones son la ausencia de algo y por ende no pueden causar nada.
Ahora bien, si el único criterio relevante para poder afirmar que alguien ha matado a otro fuera esta causalidad, tendríamos serios problemas con una constelación de casos que Ferrante llama de la “doble evitación”. El ejemplo que él propone para entender la idea de doble evitación es el siguiente: “el avión 1 está a punto de bombardear y hundir al barco enemigo E. Al mismo tiempo, el avión 2 está a punto de dispararle al avión 1 para impedir el bombardeo, pero el avión 3 le dispara al avión 2 antes. Así, el avión 1 bombardea a E según lo planeado”. Según la idea de causalidad como producción, el avión 3 no causa el hundimiento del barco E. La causa es el bombardeo del avión 1. La acción del avión 3 simplemente evita que el avión 2 evite el bombardeo del avión 1.
Si es correcto que solo se puede predicar de alguien que destruye algo cuando su acción es causal y la conducta del avión 3 no puede ser descrita en esos términos, tendremos problemas con muchos casos a los que le aplicamos de manera indiscutida la palabra matar. Por ejemplo, es conocido que muchas inyecciones con venenos letales no producen directamente la muerte, sino que inhiben las medidas defensivas del propio organismo permitiendo que un tercer argente la produzca. Pero este modo en que opera el veneno no impide que usualmente se afirme que quien envenena a otro mortalmente (aun de este modo) lo mata. Ferrante dice al respecto, que este uso del lenguaje es correcto. Pensábamos, antes, que matar dependía de causar un resultado, pero ante estos casos debemos revisar nuestra acepción de matar e identificarla con otra cosa.
Otra vez, en palabras de Ferrante: “El contraste entre el caso del veneno que causa y el veneno que doble evita pretende resaltar que la diferencia entre la causalidad como producción y la doble evitación no tiene ninguna relevancia práctica en absoluto”(65). Ello es debido a que “diferencias empíricas de una clase tan impráctica no pueden generar significativamente distinciones morales de la especie requerida por la causalidad como producción(66). En otras palabras, que diferencias tan sutiles no importan.
El significado del verbo matar o cualquier otro de este tipo, “no tiene que ver con el proceso físico subyacente, sino solo con propiedades de nivel superior a partir de las cuales podemos explicar la ocurrencia de R (algo) teniendo en miras nuestra habilidad de manipular el mundo para controlar la ocurrencia de R (algo)”(67). Lo importante es que ciertos eventos del mundo dependen de nosotros y en esto la causación es solo un dato más, una manera más de dependencia(68).
Si este caso claro de matar, que podemos identificar simplemente recurriendo al uso del lenguaje, prescinde de la causalidad y la reemplaza por la idea de dependencia, hay buenas razones para que el caso de penumbra de matar, como los casos omisivos ejemplificados aquí, sean incluidos en la regla. En efecto, lo que pasa en la doble evitación, también pasa en la omisión: “al explicar una ocurrencia señalando una ausencia… exhibimos lo que podría haber sucedido en un número de mundos o escenarios posibles suficientemente parecidos al mundo real”(69) y logramos entender lo que realmente sucedió: que a raíz de nuestra inacción algo se ha producido. Así es como logramos explicar, por ejemplo, que las plantas mueren porque no se las riega.
Esta idea es la que, probablemente, explica que en la imprudencia se haya afirmado la posibilidad de responsabilidad por omisión sin más. Se sabe que violar ciertas reglas desencadena ciertos resultados, con independencia de si existe causalidad o no(70). Por cierto, esto sucede también con el 106 del CP, cuando la omisión se agrava por el resultado. Si no fuera posible establecer alguna vinculación práctica entre este y la omisión, la agravante sería simplemente arbitraria.
Pese a lo dicho, hay un caso de omisión que no se ubica ni en la zona clara ni en la zona de penumbra de la palabra matar. Esto sucede cuando en el hecho interviene otro agente dolosamente (al menos) y produce de propia mano el resultado indeseado.
Por ejemplo, cuando la madre omite evitar que el padrastro golpee a su hijo (al de ella) hasta matarlo, cuando le resultaba sencillo hacerlo. La descripción de un hecho como ese bajo el título “madre mató a su hijo” resultaría incomprensible incluso luego de una explicación del evento. Es que nuestro interlocutor diría: “no, la madre no lo mató, lo mató el padre, la madre, en todo caso, no evitó que esto sucediera”. Exactamente las mismas razones explican también la reticencia, de parte de la doctrina, de considerar a la madre autora del hecho. Se dice que su hecho “sólo posee la significación complicidad”.(71) Nada de esto hace mella, de todos modos, en su responsabilidad por lo ocurrido. Otra vez, solo se trata de un hecho lingüístico, que corta la realidad en un punto quizás arbitrario. Esto no es óbice, igualmente, a que la madre sea responsable por complicidad o conforme a alguna otra forma colaboración. Esto depende de las reglas que delimitan la participación. El punto es que no se podrá decir de ella que mató a su hijo.
Como todo lenguaje, y entre ellos el lenguaje jurídico, es vago y requiere “contextualización”, he podido concluir, siguiendo el trabajo de Ferrante, que “matar”, en el Código penal, no debe ser entendido como un enunciado causal, sino como un enunciado práctico básicamente derivado de la idea de dependencia entre el comportamiento de un agente y un resultado. Así, muchos casos de omisión quedan abarcados por el tipo del homicidio tal y como está redactado en este momento en el art. 79 del CP. Esta es, por otra parte, una interpretación de las palabras del Código Penal que no asume la falacia de que porque “tiene que estar prohibido” está prohibido. Si el legislador hubiera usado otros términos, quizás la omisión podría haber quedado completamente fuera. Se trata de que él término matar, en general, no excluye supuestos omisivos. Esto es lo decisivo para respetar la legalidad. Solo hay un supuesto de omisión que debe quedar forzosamente fuera si no queremos deformar el lenguaje y ahí sí obrar al margen de la ley. Ese supuesto, en el que interviene otro actor dolosamente, entonces, no puede ser castigado por el 79.
Ahora bien. Una vez dicho esto, si uno se toma en serio la idea práctica de la “dependencia” parece que el tipo penal del homicidio (o cualquier otro que prohíba dañar) es ahora excesivamente amplio. De tal modo que cualquiera de cuyo comportamiento (activo u omisivo) dependa el resultado, debe ser tenido por homicida. Después de todo, el vecino que puede darle el antídoto a quien acaba de ser envenenado por su pareja tiene el mismo dominio sobre el resultado que quien acaba de envenenarlo y, si fuera casualmente un estudiante de medicina, quizás aún más. La dependencia fáctica es independiente de que exista posición de garante(72). ¿Estaríamos dispuestos a decir que en ese caso el vecino mató conforme al 79 del CP?
Se impone aquí una respuesta negativa. Pero esto no se debe a que no la haya matado en un sentido práctico, sino a que el requisito de la dependencia constituye solo una condición necesaria para afirmar que ha existido una muerte en sentido jurídico. Luego deben adicionarse criterios estrictamente normativos de atribución de responsabilidad para terminar de definir qué significa matar en el ámbito penal(73).
En este sentido, los criterios de posición de garante, al revés de lo que asumen sus críticos, no fundamentan responsabilidad penal por fuera del CP, sino que reducen su alcance. Lo mismo ocurre, en rigor, con los delitos causales. Los criterios de imputación objetiva (también en este sentido extrajurídicos) restringen la punibilidad que la mera afirmación de la causalidad admitiría. En este sentido, Sancinetti sostiene que en los delitos de acción también existe una “posición de garante” “que decae por prohibición de regreso, por principio de confianza o por imputación a la víctima”(74).
Las razones por las qué en los casos de omisión no somos todos responsables por todo lo que podemos evitar es algo sobre lo que aún hay que reflexionar. Es probable, como dice Gardner, que siempre que sin costo podemos evitar un resultado disvalioso, seamos todos igualmente responsables en sentido moral (no importa el lugar que ocupemos, es una obligación humana)(75). Las razones para reducir el círculo de autores puede tener que ver con necesidades de organización. Mientras cumplir con un mandato de omisión es sencillo: todos podemos hacerlo al mismo tiempo, cumplir con mandatos de deber de actuar requiere que nos organicemos, para no fraguar nosotros mismos el objetivo general al no saber en cada caso cómo proceder(76). Por ello desarrollamos como sociedad instituciones encargadas de velar por la ayuda a ciertas personas.
Esto, por otra parte, maximiza el uso de nuestra energía racional en la medida en que, como ya está establecido quién se va a encargar de qué cosa, cada uno puede seguir con sus tareas. Esto permite, a la vez, el desarrollo de nuestra autonomía. Nadie podría ser quien es si tuviera que ocuparse constantemente de los demás.
En todo caso, para lo que aquí importa, la posición de garante no viola el principio de legalidad en el sentido de lex stricta, sino que limita el alcance de una ley por razones materiales(77). Si esto es correcto, el castigo de ciertas omisiones de las que resulta una muerte no viola el principio de legalidad.
1 Por valorativo (o normativo) se hace referencia a que la respuesta depende exclusivamente de premisas morales y de ninguna manera de hechos. En este sentido, como es usual en la dogmática penal, valorativo (o normativo) se opone a positivo, a lo que efectivamente ocurre o es. Los textos legales son el producto de ciertos hechos. Por supuesto, estos hechos cuentan porque hay una norma que dice que cuentan, pero si los legisladores no hacen ciertas cosas no hay norma y si lo hacen hay norma, más allá del contenido y el valor que esta pueda tener.
2 Hart, El concepto del derecho, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1998, pp. 160 y s.
3 Nino, Introducción al análisis del Derecho, Astrea, Buenos Aires, 1980, p. 264.
4 Existen dos ideas de interpretación. Una según la cual todo lenguaje debe ser interpretado, así incluso hasta la palabra matar requiere una “traducción” a un lenguaje jurídico, donde por tal se entiende, por ejemplo, “crear un riesgo no permitido de muerte que se realice en el resultado”. La segunda, afirma que, en muchos casos, se puede usar la palabra matar sin necesidad de interpretación. Sólo basta con entender cómo se la utiliza. En esta acepción, la interpretación es más bien algo propio de los casos “marginales”, de aquellos que no están claramente abarcados por el texto (Cfr. al respecto, Guastini, La interpretación: objetos, conceptos y teorías, en él mismo, Estudios sobre la interpretación jurídica, UNAM, México D.F., 1999, pp. 3 y ss.) Aquí utilizo este segundo sentido, sin negar la posibilidad del primero.
5 Y es probable que, en cierto sentido, siempre; cfr. Ortiz de Urbina, Íñigo, La referencia político- criminal en el derecho penal contemporáneo, en elDial - DCA21, 2006, passim
6 Nino, Los límites de la responsabilidad penal, Astrea, Buenos Aires, 1980, 75 y 79 ss.
7 Roxin, Política criminal y sistema de Derecho penal, 2da. ed., Hammurabi, Buenos Aires, 2000.
8 Artículo 79 del CP argentino: “Se aplicará reclusión o prisión de ocho a veinticinco años, al que matare a otro, siempre que en este código no se estableciere
otra pena.”
9 Causa Nro. 2517, Tribunal Oral en lo Criminal número 24 de la Capital Federal, 19/9/2009.
10 El fallo hace referencia al artículo 186 del CP argentino que establece lo siguiente: “El que causare incendio, explosión o inundación, será reprimido…”. Luego de ello sigue una enumeración casuística.
11 En el mismo sentido Herzberg en Hefendehl (ed.) “Empirische und dogmatische Fundamente, krimilarpolitischer Impetus, Karl Heymanns, Colonia (entre otras), 2005, pp. 41 y ss. Al hablar de la responsabilidad de homicidio por omisión en el supuesto de que la madre deje morir a su hijo de hambre y de daño por omisión del padre que, pudiendo hacerlo, no evita que su hijo arroje una piedra en contra de una ventana, afirma que ambos casos se pueden subsumir en los respectivos tipos penales porque “la responsabilidad especial de la madre y del padre por la evitación del resultado típico está fuera de toda duda”.
12 Así, Schünemann, Nulla poena sine lege?, De Gruyter, Berlin-New York, 1978, p. 4 y s.
13 Roxin, Strafrecht Allgemeiner Teil, t.II, CH Beck, Múnich, 2003, 25/289 y s. y 298.
14 Sancinetti, Casos de Derecho penal, Parte general, 3ra. ed., Hammurabi, Buenos Aires, 2006, p. 309; Riggi, Interpretación y ley penal, Atelier, Barcelona, 2010, p. 159. Sobre el uso de esta distinción en Silva Sánchez ver infra.
15 Riggi, (n.14), p. 159; en el mismo sentido, aparentemente, Sancinetti, (n.14), p. 309.
16 Riggi, (n.14), p. 160.
17 Riggi, (n.14), pp. 157 y 172.
18 Silva Sánchez, El delito omisión, concepto y sistema, 2da. ed., BdeF, Montevideo, 2003, pp. 459 y 461.
19 Silva Sánchez, (n. 18), especialmente pp. 461 y ss.
20 Silva Sánchez, (n. 18), p. 460.
21 En este sentido, Riggi, (n.14), siguiendo las premisas de Silva Sánchez.
22 Carrió, Notas sobre Derecho y lenguaje, 3ra. ed., Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1986, pp. 18 y ss.
23 “En tu teléfono celular, ¿tienes también la hora de Alemania?”. Mi interlocutor, ¿sólo quiere saber las propiedades de mi teléfono o quiere saber qué hora es en este momento en Alemania? Probablemente solo quepa repreguntar.
24 Guastini, (n.4), pp. 15 y s.
25 Cfr. Guastini, (n.4), p. 15.
26 Guastini, (n.4), p. 15.
27 Guastini, (n.4), p. 16.
28 Por otra parte, ser un realista jurídico significa negar que pueda existir algo así como el principio de legalidad.
29 Zaffaroni/Slokar/Alagia, Derecho Penal, Parte General, Ediar, Buenos Aires, 2002, p. 582.
30 Zaffaroni/Slokar/Alagia, Derecho Penal, Parte General, p. 582.
31 Zaffaroni/Slokar/Alagia, Derecho Penal, Parte General, p. 581. Por supuesto lo de “no escritos” es lo que estos autores no se esmeran en demostrar.
32 Carrió, (n.22), p. 29; Guastini, (n.4), pp. 13 y s.
33 Artículo 174 inc. 2: “Sufrirá prisión de dos a seis años: El que abusare de las necesidades, pasiones o inexperiencia de un menor o de un incapaz, declarado o no declarado tal, para hacerle firmar un documento que importe cualquier efecto jurídico, en daño de él o de otro, aunque el acto sea civilmente nulo.”
34 Mientras el CP persigue proteger a los animales al menos como cosas, de otro modo su destrucción sería impune; aquellos persiguen elevar aún más su estatus.
35 Hart, (n.2), p. 161; Guastini, (n.4), pp. 13 y s. Creo que en este sentido la diferenciación entre argumentos normativos y lingüísticos que dicen presentar los positivistas es falsa. Cfr. sobre críticas a una toma de posición encubierta, Nino Los límites de la responsabilidad penal, Astrea, Buenos Aires, 1980, 75 y 79 ss. Zaffaroni/Slokar/Alagia, de hecho, también sostienen que no es lo mismo causar que omitir desde una perspectiva normativa (cf. Derecho Penal, Parte General, p.582). Que justo coincida el significado de las palabras con lo que ellos consideran correcto parece más que una coincidencia.
36 Zaffaroni/Slokar/Alagia, Derecho Penal, Parte General, p. 581.
37 Art. 106 del CP argentino: “El que pusiere en peligro la vida o la salud de otro, sea colocándolo en situación de desamparo, sea abandonando a su suerte a una persona incapaz de valerse y a la que deba mantener o cuidar o a la que el mismo autor haya incapacitado, será reprimido con prisión de 2 a 6 años. La pena será de reclusión o prisión de 3 a 10 años, si a consecuencia del abandono resultare grave daño en el cuerpo o en la salud de la víctima. Si ocurriere la muerte, la pena será de 5 a 15 años de reclusión o prisión.”
38 Corte Suprema de Justicia de Buenos Aires, causa Cabral, JA 1995-I-396, de fecha 23/8/1994.
39 Art. 80 inc. 4: “Se impondrá reclusión perpetua o prisión perpetua, pudiendo aplicarse lo dispuesto en el artículo 52, al que matare… 4) por odio racial o religioso…”
40 Y también por subsidiariedad según las propias palabras de la ley.
41 Artículo 168 del CP argentino: “Será reprimido con reclusión o prisión de cinco a diez años, el que con intimidación o simulando autoridad pública o falsa orden de la misma, obligue a otro a entregar, enviar, depositar o poner a su disposición o a la de un tercero, cosas, dinero o documentos que produzcan efectos jurídicos. Incurrirá en la misma pena el que por los mismos medios o con violencia, obligue a otro a suscribir o destruir documentos de obligación o de crédito.”
42 Art. 169: “Será reprimido con prisión o reclusión de tres a ocho años, el que, por amenaza de imputaciones contra el honor o de violación de secretos, cometiere alguno de los hechos expresados en el artículo precedente.”
43 Art. 149 bis, segundo parrafo: “Será reprimido con prisión o reclusión de dos a cuatro años el que hiciere uso de amenazas con el propósito de obligar a otro a hacer, no hacer o tolerar algo contra su voluntad.”
44 Cfr. Muñoz Conde, Derecho Penal, Parte Especial, 14ta. ed., Tiran lo Blanch, 2002, p. 155.
45 Por supuesto, también es posible que el 106 cubra delitos de omisión que no están cubiertos por el 79 y que el 79 cubra delitos de omisión que no estén cubiertos por el 106. Sobre esto, ver la afirmación de Sancinetti en lo que sigue del texto. Ella puede ser entendida también en este sentido.
46 Sancinetti, (n.14), p. 315.
47 Sancinetti, (n.14), p. 316.
48 Corte Suprema de Justicia de Buenos Aires, causa Cabral, JA 1995-I-396, de fecha 23/8/1994.
49 De hecho, en Alemania, esto se afirma expresamente. Ver, por todos, Herzberg (n.10), p. 41 y s.
50 Navarro/Manrique, El desafío de la taxatividad, ADPCP, vol. LVIII, 2005, p. 808.
51 Navarro/Manrique, (n.50), p. 808.
52 Navarro/Manrique/Peralta, La relevancia de la dogmática penal, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2011, p. 119.
53 Husak, Overcriminalization, Oxford University Press, Oxford, p. 36 y ss.
54 Husak, (n.53), p.106
55 Jakobs, Strafrecht, Allgemeiner Teil, 2da. ed., Berlin, New York 1991, nm. 4/15: “… la prudencia de la ley al determinar las características generales del delito tiene por función reconocerle validez a esas características “a partir de la propia materia””.
56 Roxin, Derecho Penal, Parte General, 2da. ed., Civitas, Madrid, 1997, nm. 21/56. Tengo mis reservas de que el conocimiento de normas morales sirva para atribuir responsabilidad penal. Pero sí creo que es difícil hablar de error sobre normas jurídicas, cuando se violan normas morales centrales para la vida en comunidad. Lamentablemente, no puedo extenderme sobre esto aquí.
57 Navarro/Manrique, (n.50), pp. 835 y s.
58 Carrió, (n.22), p. 57.
59 Carrió, (n.22), p. 57.
60 Carrió, (n.22), p. 57.
61 Referencias al respecto en Silva Sánchez, (n. 18), pp. 451 y s.; Riggi, (n.14), pp. 155 y s.
62 La idea misma de causalidad es harto discutida, cfr. p. ej. Ferrante, Causalidad y responsabilidad penal, en él mismo, Filosofía y Derecho penal, Ad-Hoc, Buenos Aries, 2013, pp. 244 y s., Engisch, La causalidad como elemento de los tipos penales, pp. 61 y ss. En este sentido, Silva Sánchez, (n. 18), p. 452, parece aceptar una idea de causalidad como “la vinculante” sin dar razones al respecto. Describe allí a toda otra idea de causalidad como el uso analogía.
63 Ferrante, (n.62), p. 219.
64 Ferrante, (n.62), p. 220.
65 Ferrante, (n.62), p. 233.
66 Ferrante, (n.62), p. 233.
67 Ferrante, (n.62), p. 234.
68 Hasta aquí en el mismo sentido Schünemann en García Valdés, entre otros (coord.), Homenaje a Gimbernat, Edisofer, Madrid, 2008, p. 1620, siguiendo la idea del “dominio del hecho”, aunque sin un análisis lingüístico. Digo “hasta aquí” porque él cree que el dominio de la situación es condición necesaria y suficiente. En el punto siguiente yo afirmo que no es condición suficiente.
69Ferrante, (n.62), p. 243.
70 Mir Puig, Derecho penal, parte general, 5ta. ed., Reppertor, Barcelona, 1998, p. 302; Sancinetti, (n.14), 311. Para quien “matar” y “causar la muerte” es lo mismo.
71 Cfr. por todos, Stratenwerth, Derecho penal, Parte general I, Hammurabi, Buenos Aries, 2005, pp. 491 y s., con referencias ulteriores.
72 Algunos autores insisten en lo contrario Silva Sánchez, (n. 18), p. 465; en el mismo sentido Riggi, (n.14), p. 169. Para ambos solo puede controlar el riesgo quien tiene posición de garante. Pero esto es claramente contingente como lo indica el ejemplo de mencionado. Otra cosa, distinta, es decir que solo quien tiene posición de garante es responsable, “verdaderamente”, de esa muerte. Pero esto pasa por una cuestión normativa, no fáctica.
73 Sobre la metodología concreta para determinar si nuestras afirmaciones normativas son compatibles con el significado del lenguaje, Schünemann afirma que una vez determinado lo que puede significar un verbo típico luego hay que constatarlo con lo que este de hecho significa en el lenguaje vulgar (Cfr. Schünemann, (n.12), pp. 19 y ss. Aquí he seguido un procedimiento inverso, pero en lo central equivalente: se trata de no olvidar que ambas cosas pueden no coincidir.
74 Sancinetti, (n.14), p. 309.
75 Gardner, Complicidad y causalidad en él mismo, Ofensas y defensas, Marcial Pons, Madrid (entre otras), 2012, p. 83.
76 Ferrante, (n.62), pp. 222 y ss.
77 Silva mismo reconoce que esta es una posibilidad Silva, (n.18), p. 466.