Coronavirus y aceleración social
La política en tiempos vertiginosos
Marcos Aldazabal
For the dead travel fast
Gottfried August Burger, 1773[1]
El pasado cuatro de marzo, en el marco de la semana de la mujer, Alberto Fernández le dijo al auditorio que le iba a contar una confidencia. La confidencia no era una cuestión de su vida personal, sino la revelación de qué es, para él, la política. Y para el presidente, la política es la posibilidad de influir sobre la realidad. Así, los conservadores, que están de acuerdo con la realidad, buscan mantenerla estable, conservarla. Los progresistas, por su parte, intentan modificarla, cambiarla para llegar al orden social que ellos consideran correcto. Esta concepción de la política no es novedosa. Por el contrario, es la concepción de los padres fundadores estadounidenses y de muchos de los teóricos del Estado que ayudaron a construir el orden social moderno. Esta concepción de la política, a su vez, opera sobre una dimensión histórica del tiempo. En otras palabras, parte de la base de que se puede comprender la realidad, estudiarla, y, luego, modificarla, en un lapso temporal lineal. Así, un progresista realizará un análisis coyuntural y, en base a sus observaciones, propondrá políticas para lograr sus objetivos. Análisis, propuesta, cambio.
Para muchos, la concepción de la política que tiene Alberto Fernández ha muerto[2]. El neoliberalismo, los cambios tecnológicos y la globalización dieron lugar a un mundo en el que es imposible pensar en términos conservadores o progresistas por el simple hecho de que es imposible comprender la realidad. Si en gran parte de los siglos XIX y XX todavía éramos capaces de entender nuestra situación económica, política y social, y de actuar en base a esa comprensión, hoy es muy difícil tener un atisbo del mundo que nos rodea. Tal como plantean los académicos Rosa y Scheuerman, vivimos en tiempos de aceleración social[3]. Cada vez entendemos menos lo que nos pasa y dónde vivimos. Los cambios se producen a velocidades estrepitosas: los mercados financieros operan segundo a segundo, la gente se traslada continuamente de un país a otro y la tecnología avanza a pasos que al Estado le es imposible seguir.
Ante este panorama, la política cambia. Ya no se trata de comprender una realidad relativamente estable y pensar, en calma, si se la modifica o no, sino de vivir día a día en busca de entender dónde estamos y de, como podemos, responder a los nuevos desafíos que nos plantea el mundo actual. Ya no hay tiempo. O, mejor, hay una nueva dimensión histórica del tiempo. Si antes la política determinaba la realidad, ahora responde a la realidad. En retórica futbolera, si antes el Estado era un técnico que, con recursos, armaba cuidadosamente su equipo, ahora es un arquero que, como puede, ataja una lluvia de penales. Y esta metáfora tiene su traducción en la estructura estatal. En el modelo de los primeros constitucionalistas, el poder que buscaba determinar la realidad, que se proponía decidir si la conservaba o la modificaba, era el legislativo. Con una situación relativamente estable, la asamblea parlamentaria puede deliberar y decidir qué camino seguir, si pisar el freno o apretar el acelerador, y puede hacerlo con relativa tranquilidad. Pero en el mundo actual, esa opción es inviable. El poder democrático por excelencia ya no parece estar a la altura de nuestros tiempos. Por naturaleza, carece del timing para responder al vértigo del nuevo milenio. Y no solo ya no nos ayuda, sino que entorpece. Entonces, la solución consiste en desatar a su par no deliberativo, el Ejecutivo[4]. Ante los constantes cambios y amenazas del día a día, la discusión y la contraposición de posiciones solo entorpece. Lo que se necesita es una mano rápida y decidida que nos permita responder a los constantes peligros que nos rodean. El objetivo ya no es modificar la realidad, es defendernos de ella como podamos.
En los últimos días, la visión de la política de Alberto Fernández ha sufrido una nueva embestida. Habrá quienes sostengan que los virus y las pestes son inmemoriales y que el COVID 19 no es un problema del mundo contemporáneo, sino del mundo en sí. A pesar de su consolidación, el ser humano nunca pudo dominar completamente las enfermedades y hoy sigue siendo así. Nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, esta visión es apresurada. Es verdad que el coronavirus es una enfermedad, y no una novedad financiera tecnológica. Pero los efectos del coronavirus son, sin duda, producto de una sociedad en condiciones de aceleración. En poco más de un mes, el coronavirus se extendió de Wuhan a toda China, de China a India e Irán, de allí a Europa y de Europa al mundo. Y la velocidad es tal que al tiempo que se suspenden los espectáculos en occidente, se retoman en oriente, donde la situación parece haberse controlado. Paralelamente, circula la información. Desde mi computadora en Buenos Aires veo, minuto a minuto, los muertos en Madrid, a la población italiana cantando el himno en los balcones y analizo las medidas que toma Boris Johnson. Tanto la enfermedad como la información viajan como nunca antes. Y el Estado tiene que responder ante una situación que, evidentemente, no comprende. A fin de enero, el Ministro de Salud decía que “no hay ninguna posibilidad de que exista el coronavirus en la Argentina”. Cuarenta días después, el Ejecutivo se embarca en el dictado de una sucesión de intentos de frenar, como se pueda, a “un enemigo invisible”.
Parecería, hasta aquí, que es imperante que el presidente cambie su visión de la política. Hasta sus propias acciones van en contra de sus dichos, cuando decide continuamente por decreto, sin darle la palabra al parlamento, lo que posiblitaría que todas las voces políticas se manifiesten. No son pocos quienes piensan que este es el accionar correcto. De hecho, es extendida la posición que sostiene que China pudo contener el virus porque es un país que ejerce una biopolítica autoritaria, mientras que Europa falló porque aun tiene pretensiones liberales. Sin embargo, a mi modo de ver, lo generado por el COVID 19 es una buena posibilidad para pensar que quizás, todavía, no haya que dar por muerta a la dimensión histórica del tiempo en la que creían los viejos constitucionalistas. Porque, quizás, la pretensión de amoldarse a un mundo acelerado, de responder inmediatamente a las presiones, de acoplarse a lo que hacen otros países, pueda generar más daño del que cura.
No entraré en consideraciones médicas, porque exceden largamente mi saber, pero sí volcaré algunos datos que, entiendo, hacen pensar que en una situación como la actual quizás fuese mejor detenernos, tratar de entender, y después actuar. Que la amenaza del COVID 19 es considerable no es discutible. Al día de hoy, hay más de 65 casos reportados de coronavirus en Argentina y la cifra total podría ser mucho mayor. La tasa de mortalidad es difícil de calcular, pero, en poblaciones vulnerables, especialmente los mayores de 80 años, puede alcanzar cerca del 15 %. Si bien el virus no se ha extendido en Argentina de la manera exponencial en la que lo ha hecho en otros países, existen indicios de que esto podría suceder. Esto en cuanto a la enfermedad en sí. Por otro lado están las consecuencias de detener la actividad por el virus. Las bolsas del mundo colapsaron, lo que generó pérdidas billonarias. Para la consultora McKinsey, el crecimiento esperado del producto bruto global podría reducirse un 50% debido al virus y el latinoamericano un 38% por ciento. El contexto mundial es devastador para una economía en crisis como la Argentina, que además verá, necesariamente, reducidas sus exportaciones. Este contexto está fuera de nuestro control. Pero si se le suma la parálisis de la actividad interna, las consecuencias pueden ser todavía mucho más devastadoras. Pérdidas en la industria, en servicios, en turismo, en espectáculos, en transporte. Pérdidas que, literalmente, también pueden costar vidas.
Lo que busco con la exposición de este panorama es ilustrar que existen, al menos, dos grandes variables a considerar a la hora de decidir que hacer respecto del COVID 19, y que la primacía de una sobre otra no surge de modo inequívoco, sino que puede dar lugar a necesarias discusiones. En una situación como la Argentina, ¿se justifica parar el país por la potencial expansión de los contagios? No tengo una respuesta. Pero ese es, justamente, el punto. Que si no hay una respuesta clara, quizás, aun cuando el tiempo apremia, sea mejor actuar tras haber escuchado la mayor cantidad de voces posibles. Es claro que el presidente ha considerado todas las variables expuestas, y por eso toma medidas progresivas, como suspender las clases, cerrar los parques y recomendar cuarentena a los mayores de 65 años, mientras piensa en paliativos económicos. Sin embargo, al resolver, lo hace por resoluciones y decretos, y se limita a convocar a su gabinete y a representantes de los poderes ejecutivos provinciales y de la Ciudad de Buenos Aires. Ahora bien, dado que las decisiones que se toman, sea que prioricen frenar el virus o mantener la economía, nos afectan enormemente al conjunto de los ciudadanos, ¿no sería preferible escuchar a todos nuestros representantes, la mayor cantidad de razones posibles, tomarnos un momento para sopesar argumentos y, luego, decidir?
Una respuesta intuitiva sería afirmar que una crisis como la generada por el COVID 19 no resiste tiempos parlamentarios. Frente a ello, pueden esbozarse varios argumentos. En primer lugar, que las primeras declaraciones del gobierno sobre el coronavirus datan de hace más de un mes y medio. En ese lapso, sin lugar a dudas, se podría haber llamado a una sesión extraordinaria para que el Congreso analice, con intervención de todos los actores políticos, posibles respuestas ante una expansión del virus. Es verdad que la información se actualiza día a día y que, en ese marco, la actuación del Ejecutivo es esencial. Pero la actividad legislativa podría consistir, precisamente, en demarcar lineamientos generales de actuación para la actuación presidencial. Alternativamente, si se considerase que esto es inviable, el Ejecutivo podría convocar, además de a sus pares ejecutivos provinciales, a los representantes de todas las fuerzas parlamentarias a fin de debatir posturas y devenires. Esto no solo permitiría evaluar una gama más amplia de opiniones, sino que, de publicitarse, permitiría a la población un acceso a la información que no se limite a lo que expresan los medios de comunicación o el partido gobernante. Finalmente, si la urgencia justifica la intervención ejecutiva instantánea, otra opción para incluir al poder legislativo es lo que Bruce Ackerman llama “sunset clause”[5]. En esta posiblidad, para mantenerse, la declaración de emergencia necesita ser referendada, tras una determinada cantidad de días, por una cierta mayoría parlamentaria. Ackerman esbozó esta propuesta para cuestiones vinculadas con el terrorismo, pero su aplicación no sería descabellada para casos como el que nos ocupa[6]. Tras 15 días de emergencia, por ejemplo, el Congreso podría reunirse y, luego de sopesar todos los argumentos posibles, determinar si considera necesario el mantenimiento de las medidas adoptadas o no.
La introducción de estas posiblidades, y el objetivo de este comentario, no es negar la evidente necesidad de una acción rápida y eficiente del Ejecutivo. Lo que se busca, por el contrario, es subrayar la importancia de que las decisones que afectan intensamente a la generalidad de la población se enmarquen en el contexto más democrático posible, en el que a la consulta a los expertos y especialistas en el tema se sume la escucha amplia de los diversos actores que componen el mapa político. El desafío, entonces, es buscar un resquicio para la vieja concepción de la política, esa en la que el presidente todavía cree. Quizás, una forma de desacelerar el tiempo es no jugar su juego. Buscar las formas de parar la pelota, pensar, y luego -aunque sea un “luego” muy acotado- actuar. Tratar, aunque sea difícil, de ser nosotros quienes determinamos a la realidad, y no al revés.
Notas
[1] Citado por Enríquez, Marina; Nuestra parte de noche; Anagrama, 2019.
[2] Somek, Alexander; The Cosmopolitan Constitution, OUP; 2014.
[3] Scheureman y Rosa (comp.); High Speed Society: social acceleration, authority and modernity; Pennsilvanya University Press, 2009.
[4] Posner, Richard y Vermule, Adrian; The Executive Unbound: after the madisonian republic; Oxford University Press; 2004.
[5] Ackermann, Bruce; The Emergency Constitution; Yale Law Journal 113: 1029; 2004
[6]Aun cuando esta posibilidad no está prevista en nuestra Constitución, el Ejecutivo podría, a fin de reforzar el juego democrático, convocar al parlamento para este fin.
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