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Durante cierta época el positivismo y el individualismo reinantes en el ámbito académico se encargaron de oscurecer la importancia de la buena fe en la vida del contrato. Así, se presentaba a la autonomía de la voluntad como un principio básico. La libertad de contratar se destacó como el fundamento único y básico del vínculo y de la responsabilidad. Hoy no se habla de autonomía de la voluntad sino de la autonomía privada, pues la autonomía no puede hacer cualquier cosa sino lo que el orden jurídico permite. La libertad es expresión de la dignidad de la persona pero ello si se ejerce dentro de ciertos parámetros jurídicos y éticos. La buena fe limita o amplía la libertad de contratar y la orienta al fin perseguido por las partes, respetando la naturaleza del vínculo obligacional dentro de lo previsto por el orden jurídico. La buena fe posibilita modelar la conducta debida, calificar si existió cumplimiento satisfactorio, e integrar el contrato. Opera como criterio para concretar deberes de conducta y limitar el ejercicio de derechos66.
En la actualidad, el principio de la buena fe viene incidiendo en el mismo concepto de lo que es contrato. En la definición tradicional se priorizaba la existencia de un acuerdo de partes, y el respeto de las formalidades en ciertos casos. Hoy, autores de prestigio, como es el caso de Ghestin (Traité de droit civil. Les obligations, parís, 1988, pág. 177), sostienen que el valor de la voluntad a la hora de contratar está subordinado a las exigencias de justicia y de buena fe. La voluntad no es un fin en sí misma sino un medio para la interrelación justa de intereses (Ghestin, ob. Cit., pág. 194). Como bien lo señala Larenz (Derecho de las obligaciones, tomo 1, págs. 202 y 142), en todo contrato rige el principio de que se debe cumplir la prestación con fidelidad a la palabra dada de cualquier modo que sea, sin defraudar la confianza de la otra parte, es decir, cumpliendo la prestación según las pautas de la buena fe. El principio de la buena fe significa que cada uno debe guardar fidelidad a la palabra dada y no defraudar la confianza o abusar de ella, ya que ésta forma la base indispensable de todas las relaciones humanas; supone conducirse como cabría esperar de cuantos con pensamiento honrado intervienen en el tráfico como contratantes o participando de él en virtud de otros vínculos jurídicos.
A la hora de definir el contrato, podemos poner el acento en el acuerdo de partes (autonomía de la voluntad), lo que implicaría destacar una dimensión normativa del mismo; pero también podemos destacar el fin del contrato como instrumento que posibilita acceder a ciertos valores de justicia o utilidad si se actuó de buena fe, lo que implica destacar su dimensión axiológica. No han faltado quienes, destacando esta última postura, han considerado que la buena fe es un verdadero elemento estructural del contrato, en atención a la función jurígena que desarrolla en la vida del contrato.
Es frecuente definir la relación obligacional desde el punto de vista estático o abstracto, destacando meramente la existencia de un vínculo jurídico porque se relacionan un acreedor y un deudor con relación a un objeto y en atención a una causa. Con realismo, en otra ocasión (Ordoqui Castilla, Lecciones de Derecho de las obligaciones, t. I, pág. 40, Montevideo 1998) sostuvimos que la relación obligacional debe ser considerada desde un punto de vista estructural y en su dinámica, ponderando inclusive sus efectos. Larenz (Derecho de las obligaciones, tomo 1, pág. 37) destaca que la relación obligacional debe ser estudiada como un «todo». Ello supone considerar la relación obligacional no sólo como la plantea la ley desde el punto de vista estructural, sino desde el punto de vista operativo en el caso concreto. Debe considerarse su estructura y sus efectos como un todo, donde son tan relevantes los aspectos estructurales como la dinámica, lo que implica considerar la consecuencia del vínculo que forma parte de ese mismo todo, y que está individualizado en lo que ocurre con el fenómeno de la responsabilidad y el cumplimiento o incumplimiento. La relación obligacional existe en el tiempo y en el espacio como un proceso dinámico, como algo vivo, real, que tiene una individualidad obligacional en cada caso concreto. Así, la obligación aparece como «un proceso» en su dinámica, con sus derechos, deberes y responsabilidades. En esta óptica se valora no sólo la autonomía privada sino, especialmente, la buena fe objetiva que forma parte de este proceso. Como sostuvimos en otra ocasión (Lecciones, ob. Cit., T. I, pág. 79), el principio general de la buena fe rige en todo el ámbito de la relación obligacional siendo de aplicación tanto respecto de la conducta debida por los acreedores como por los deudores, así como por ser fundamento en la regulación de las consecuencias de lo acordado.
Toda relación obligacional está formada por derechos, deberes (principales y secundarios), legítimas expectativas... La dinámica de la obligación refiere precisamente al conjunto de derechos y deberes que interrelacionan a las partes y que representan las actividades y conductas necesarias para la satisfacción del interés de las partes y el cumplimiento de las prestaciones. Desde nuestro punto de vista, una las principales funciones de la buena fe como estándar jurídico es permitir la movilidad y adaptabilidad del Derecho de las obligaciones. Abre el sistema jurídico para que entren pautas de valor ético que permiten un derecho contractual justo en respuesta a las circunstancias del caso. Legitima el actuar del juez cuando establece criterios de conducta debida aun no previstos por las partes. Martins Costa (ob. Cit., pág. 342) establece que la buena fe cumple, desde este punto de vista, una «función individualizadora» propiciando el «derecho del caso».
C. Tensión entre la autonomía privada y la buena fe [arriba]
La buena fe no fue pensada para desplazar a la autonomía privada negocial sino para protegerla y proyectarla dentro de los parámetros marcados por la naturaleza del contrato y lo que sobre éste dispone el orden jurídico.
La buena fe, lejos de sustituir la autonomía privada negocial, actúa en su salvaguarda y viene en su ayuda y complementación, dándole flexibilidad y adaptabilidad al acuerdo de partes, de forma que éste se ajuste a la realidad y lo que surja se traduzca en una distribución de riesgos, derechos y obligaciones equitativa.
Ghestin (ob. Cit., n. 490, pág. 440) destaca el papel cada vez más preponderante de la buena fe en el contrato no sólo por su función jurígena en la interpretación o integración del mismo sino que, además, en ocasiones viene a cumplir una importante misión limitando los excesos a que puede dar lugar la autonomía privada negocial, particularmente en aquellos casos en los que existe desigualdad en el poder negociador, que permite al fuerte tratar de imponer cláusulas abusivas sobre el débil y desequilibrar injustamente la prestación.
La buena fe ejerce, respecto de la autonomía privada negocial, una especie de tutela o de paternalismo contractual, protegiendo la voluntad de la parte débil y logrando un equilibrio ante las posibles injusticias en la distribución de derechos y obligaciones. Esta tutela se ejerce en el fundamento dado en ciertos contratos a la obligación de informar; o en establecer criterios de abusividad respecto de ciertas cláusulas. La buena fe protege el proceso formativo del consentimiento, tutelando la libertad de las partes para lo cual es necesario que consienta con conocimiento. La buena fe amplía y protege el alcance de la libertad contractual. Sustenta el principio de la confianza en la declaración sobre la misma voluntad. En la apariencia que se crea es lícito confiar y ello es protegido por el orden jurídico.
Presentado el contrato en su dimensión tridimensional, conformado por una realidad socioeconómica, valores y normas que interaccionan mutuamente (Goldschmidt, Introducción filosófica del Derecho, Buenos Aires, 1980), no es posible ignorar que el contrato es un instrumento para el logro de valores.
En este enfoque la buena fe está en la estructura misma de todo contrato, permitiendo a las partes y al mismo juez, orientarlo en pos del logro de soluciones justas. Como ya dijéramos, el denominado principio de la autonomía de la voluntad cambió en la doctrina moderna de denominación pasándose a identificar como el principio de la autonomía privada. Ello se debió a que se entendió conveniente no resaltar tanto el hecho de la libertad contractual sino destacar que la misma se debe desarrollar en el ámbito del orden jurídico y en el respeto de las limitaciones que éste le impone.
La voluntad de las partes en el contrato no vale por sí sino en la medida en que sea calificada y aceptada por el orden jurídico como tal. El orden jurídico no acepta cualquier acuerdo de partes como contrato sino el que se realiza dentro de lo previsto por la norma, la moral, las buenas costumbres, el orden público y la buena fe (Ordoqui, Lecciones de Derecho de las obligaciones, t. I, pág. 218).
Existe una verdadera tensión entre la autonomía privada y la buena fe, de coordinación y complementación. En ocasiones, por razones académicas, se separa el estudio de institutos que en realidad sólo tienen sentido en el todo, en la unión y en la interacción. Hoy la tendencia de la civilística moderna está en coordinar la autonomía de la voluntad y la buena fe, y de hecho, por tomar sólo un ejemplo, en el código civil Brasileño del 2002, en diversas disposiciones se siguió esta línea. Miguel Reale, que actuó como supervisor de la comisión redactora, en sus notas introductorias destacó precisamente el principio de la eticidad y de la buena fe como fundamentos del vínculo contractual. La autonomía privada no es libre de pactar lo que se le ocurra sino que esta libertad existe porque y siempre que se desarrolle dentro de los límites del orden público, de la moral, de las buenas costumbres, de la buena fe y de la equidad. Así, el ejercicio del derecho contractual es funcional, debiéndose adaptar a la función social que justificó la concepción del derecho en cuestión.
La autonomía privada como piedra fundamental del contrato no opera sola. Así como el aire para los pulmones en una persona se necesita para mantener con vida el cuerpo, si se debilita la buena fe de las partes, el cuerpo (contrato) se debilita. La buena fe establece cuándo la autonomía de voluntad estuvo correctamente ejercida. La vigencia de este principio permite controlar excesos en el ejercicio del derecho de contratar.
En ciertos casos la autonomía de la voluntad ha quedado «desacreditada» para explicar ciertas fuentes de obligaciones que no surgen de la voluntad de las partes sino, por ejemplo, de «conductas con significación unívoca», y además, no explican ciertos deberes contractuales que no tienen sustento, precisamente, ni en la voluntad de las partes ni en la propia ley. Tal lo que ocurre, por ejemplo, con la obligación de seguridad.
En la instancia de celebración del contrato está vigente el deber de informar con veracidad, con claridad y en forma completa. Claridad supone redacción comprensible que no lleve a equívocos. Además, de la buena fe se deduce la exigencia de un razonable equilibrio entre las prestaciones.
Alpa (I principi generali, Milán, 1993, pág. 296) sostiene que los principios fundamentales de la contratación son el de la libertad de contratación; el de la confianza y el de la buena fe. Hoy no sólo importa «lo querido» sino la tutela de la confianza de quien creyó legítimamente en algo aparente. Se tutela la legítima expectativa. Todo ello se sustenta en la vigencia plena del principio de la buena fe, tanto en su dimensión subjetiva como objetiva. En los últimos años, de estos principios se derivaron otros tan importantes como el de la equivalencia de las prestaciones, el de la necesidad de justicia en el contrato. El autor (ob. Cit., pág. 298) destaca la trascendencia del principio de tutela de la confianza y de la apariencia. Entiende que se protege la confianza en la otra parte contratante. Se tutela el efecto de lo declarado sobre los terceros y sobre la misma contraparte. Desde esta óptica, la buena fe relevante en el derecho contractual no es sólo objetiva, pues se tutela la apariencia y la legítima creencia que pudo haber generado lo declarado, lo que le da especial protagonismo en estos casos a la buena fe subjetiva. Importa de sobremanera tener presente que los principios fundamentales de la contratación entre sí coexisten y se determinan mutuamente, no existiendo prioridades o sobreposiciones entre ellos.
Ghestin (ob. Cit., nº 187, pág. 144) bajo el título «conciliación necesaria de los principios», destaca cómo el principio de la buena fe debe conciliarse con el de la libertad contractual. Por ello se presume que es acorde a la buena fe pensar que el contrato concluido entre personas libres y responsables se hizo conforme a la justicia. Pero esta «presunción» cae al constatarse los desequilibrios o abusos excesivos de las prestaciones. Hacer respetar la justicia y la buena fe debe llevar a encontrar los cambios necesarios para recuperar el equilibrio perdido. Ello surge por la aplicación y el respaldo que da en la vigencia de estos principios la conciliación necesaria entre el respeto del interés general, del principio de justicia, de buena fe, de seguridad jurídica, de libertad, y de responsabilidad. En definitiva, lo que importa destacar aquí es que la libertad contractual está subordinada al respeto del orden público, de la justicia, de la buena fe (Ghestin, ob. Cit., nº 51, pág. 29).
Ya citamos también la posición de Portalis (Discurso preliminar, nº 84), para quien la libertad contractual no puede ser limitada más que por la justicia, las buenas costumbres y la utilidad pública.
Acierta Puig Brutau (Fundamentos de Derecho Civil, Barcelona, 1968, T. Ii, pág. 56) al señalar que la obligatoriedad del contrato se funda en una consideración ética, derivada del postulado de la buena fe. La buena fe hace que la reserva mental sea irrelevante y que el silencio sea considerado en algún caso como aceptación tácita teniendo en cuenta las circunstancias del caso.
D. Buena fe y manifestación tácita de voluntad [arriba]
Cuando la voluntad negocial no se declara expresamente puede ocurrir que sean relevantes conductas concluyentes. La conducta de referencia en sí considerada no tiene el fin de hacer conocer a los interesados una voluntad negocial, pero por las circunstancias que la rodean permite de ella deducir en forma inequívoca y necesaria una toma de posición vinculante respecto de ciertos intereses ajenos.
Así, la conducta es concluyente pues de ella se deduce una determinada voluntad. Estas conductas concluyentes pueden contribuir a hacer surgir una apariencia de derecho. Aquí se puede prescindir de la conducta concluyente, declaración tácita del interesado inactivo, y mirar sólo la tutela de la buena fe y legítima expectativa de quien tiene motivos para creer en la apariencia que se generó por determinada conducta. Si analizamos el caso, por ejemplo, del mandato tácito, vemos que la existencia del mismo se deduce de la ejecución que realiza el mandatario de la prestación, aún sin haber aceptado este contrato; es decir, esta conducta de ejecución tiene en sí una significación que es propia de la aceptación.
E. Buena fe y el silencio (conductas omisivas) [arriba]
En determinadas «circunstancias» el silencio o la conducta omisiva pueden adquirir relevancia jurídica. Por ejemplo, el que tiene el deber de responder y no lo hace, puede ser su inacción interpretada como aceptación de la iniciativa ajena. También puede suceder que el silencio tenga significación por un uso o costumbre, pudiendo valer como aceptación o rechazo. Así, por ejemplo, si durante años se le enviaron los últimos libros a una determinada persona y siempre los aceptó, y paga la correspondiente factura, el silencio en estos casos es aceptación. El efecto vinculante del silencio deviene de las circunstancias en el que se encuadra. Betti (Teoría general del negocio jurídico, pág. 113) entiende que esta significación puede surgir también de las exigencias del tráfico y de la contemplación de la buena fe.
En otras circunstancias, el comportamiento inactivo del interesado puede significar efectos ventajosos para otros terceros de buena fe en cuanto contribuye a hacer surgir en ellos una apariencia de derecho en la persona que, frente a terceros, se presenta como ejerciendo un derecho y actúa como supuesto titular del derecho (ej. Poseedor aparente; acreedor aparente). En estos casos se mira al tercero de buena fe que creyó en la confianza, que inspiró el proceder del interesado inactivo, y se protege la buena fe y la legítima expectativa de quien tenía motivo para creer en la apariencia.
F. Buena fe y los vicios del consentimiento [arriba]
La buena fe tiene relevancia especial en la contemplación del error y el dolo como vicios de la voluntad.
a. Buena fe y el error
En el error es importante que el que incurre en este vicio haya actuado de buena fe. Como lo señala Ghestin (ob. Cit., págs. 398 y 399), la buena fe de las partes es un elemento esencial en la teoría del error. El error para ser tal debe ser excusable, y ello presupone la buena fe del sujeto. El que incurre en error por falta de diligencia, debe asumir las consecuencias dañosas de sus actos y no puede invocar la nulidad relativa. Así, para que el error sea relevante como vicio del consentimiento se requiere: a) que sea conocido por la otra parte; b) que sea excusable, c) que sea esencial o determinante; y d) que refiera a un tipo de error calificado por el orden jurídico (Ordoqui Castilla, Lecciones..., t. II, vol. 1, pág. 162 y ss.).
La buena fe incide en la ponderación de la cognoscibilidad y de la excusabilidad en caso de error. Se tutela con ellos la buena fe del destinatario de la declaración errada. No se exige que la otra parte haya incurrido en error, sino que se debe controlar si pudo haber conocido la realidad. En el error debe contemplarse la buena fe de la otra parte, o sea, del receptor del error. Aquí se pondera la buena fe en sentido subjetivo. La excusabilidad del error es lo que permite que opere como vicio de la voluntad y requiere haber actuado de buena fe sin culpa. Para que el error pueda actuar como vicio de la voluntad, cada una de las partes debió actuar de buena fe.
Cuando la parte conoce el error de la otra y no dice nada, en realidad no actúa con dolo pero sí de mala fe. No hay dolo pues el error fue provocado por la otra parte. Pudo haber sido evitado, pero ello no significa que haya sido provocado.
En la práctica, para determinar si se actuó de buena fe se debe establecer si se conocía o no el error en que podía estar incurriendo la contraparte. La parte que ha sufrido error no puede prevalecerse de él contra las reglas de la buena fe. Estará obligado a ejecutar la prestación a que entendió comprometerse siempre que la otra parte se allanare al cumplimiento.
b. Buena fe y el «dolo bueno»
El dolo, como lo hemos planteado en otra oportunidad (ordoqui Castilla, tratado de Derecho de los contratos, t. III, pág. 369, Montevideo, 2015) es un vicio de la voluntad que supone una conducta contraria a las exigencias de la buena fe y que implica la intención de producir a otra persona una injuria o afectación en su persona o su patrimonio la buena fe es incompatible con el dolo puede formar parte de la conducta dolosa el proceder al margen del deber de corrección o lealtad el dolo es la materialización de la mala fe en un caso concreto.
El término dolo tiene una pluralidad de significados: en responsabilidad civil implica intención de dañar, en el ámbito contractual se presenta como vicio del consentimiento y significa intención de engañar. El dolo contrasta con el deber de actuar buena fe al concretarse en el hecho de inducir al otro a concluir el contrato engañándolo por cualquier medio. También el dolo bueno a través de la regulación de la publicidad y del deber de informar ha sido limitado por la ley de relaciones de consumo y la protección de la buena fe.
Con referencia al dolo omisivo o reticencia, también ha evolucionado la doctrina pues en un principio se consideraba inexistente un deber general de informar y una parte podía beneficiarse del desconocimiento y los errores de la otra. Se entendía que el deber de informar operaba sólo en los casos en que existía norma expresa que lo imponía. La vigencia plena del deber de actuar de buena fe en las tratativas llevó a que fuera exigible toda información referida a circunstancias relevantes a los fines de la conclusión del contrato (Gallo, «i vici del consenso», en la obra I Contratti in Generale, dirigida por Gabrielli, Torino, 1999, t. I).
G. Buena fe entre la oferta y la aceptación [arriba]
La buena fe en la relación de la oferta y aceptación tendientes a la perfección del contrato tiene importante significación. El oferente, en principio, es libre de retirar la oferta antes de que llegue la aceptación de la otra parte a conocimiento del proponente. Ocurre que en la práctica se entiende que esta oferta para ser seria debe tener algún mínimo plazo dentro del que puede ser aceptada. Ello se sustentó en el deber de actuar de buena fe.
En otro orden, si la oferta no tenía plazo de aceptación, por ser tempestiva, debe emitirse y llegar al oferente en un plazo razonable. Por plazo razonable se entiende aquel que resulte de las reglas de la diligencia debida y de la buena fe (Diez picazo, ob. Cit., pág. 307). Esta buena fe determina que una oferta se vuelve irrevocable porque generó en el otro la confianza de que así realmente era. La oferta se puede volver irrevocable aunque nada se haya escrito sobre el particular, porque se inspiró confianza en que ello sería así. Ello, según Diez picazo (ob. Cit., pág. 298) es una derivación de la vigencia del principio general de la buena fe.
Los actos del incapaz son nulos siempre que no se haya actuado con dolo. Si el incapaz actuó dolosamente o con ausencia de buena fe, el acto no se afecta en su validez.
En este caso también es oportuno tener presente lo que se reguló en el art. 150.2 del anteproyecto de código de los contratos de la comunidad europea. En esta disposición textualmente se dispuso: «el contrato no es anulable si el menor ha ocultado por engaño su edad, o si la contraparte era de buena fe, porque las condiciones de enfermedad mental del incapaz no eran descubribles, o su estado declarado de incapacidad no era fácilmente identificable».
I. Nuevas formas de contratación y la buena fe [arriba]
La nueva tecnología ha llevado a nuevas técnicas de formación de contratos. El uso de la informática, internet, los instrumentos telemáticos... Llevan a una comunicación que acerca a los países y a las personas y acelera en forma notable las posibilidades de contratación. Se usa el término comercio electrónico o contratación electrónica para definir las nuevas formas de relacionamiento que se caracterizan por la rapidez y la despersonalización. En los hechos, en muchos casos las tratativas prácticamente desaparecen y ello no obstante, la buena fe protege la etapa de formación del contenido y alcance de estos contratos. A través de la telemática o la venta puerta a puerta, la comercialización en ocasiones se vuelve compulsiva. Esto llevó a que a través del derecho del consumo se haya protegido especialmente al consumidor, dando vigencia plena al principio de la buena fe como instrumento para proteger a la parte más débil.
Corresponde preguntarnos si en esta interrelación entre la autonomía de la voluntad y el principio de la buena fe es posible que el vínculo se funde más que en la autonomía de la voluntad en la buena fe. En ciertos casos, fue el propio legislador quien admitió esta posibilidad al remitirse en forma expresa a la posibilidad de hacer prevalecer lo que surja del principio de la buena fe. Larenz (Derecho de las obligaciones, Madrid, 1958, t. I, pág. 20) sostiene que en el ámbito contractual es el principio de cumplir la prestación con fidelidad a la palabra dada no defraudando la confianza de la otra parte, o sea, la prestación se debe cumplir de buena fe. El deber de actuar de buena fe es aplicable a las dos partes del contrato. Es un deber que las dos asumen en todo caso, y que tendrá un contenido variable según las circunstancias. No es menos importante la buena fe que el principio de la autonomía de la voluntad.
J. Del contrato «voluntad» al contrato «confianza» [arriba]
Si bien la autonomía privada sigue siendo el centro del sistema contractual, lo cierto es que en la práctica se vivió un proceso de despersonalización y objetivación del contrato, donde por un sinnúmero de razones (necesidades del tráfico comercial, de celeridad...) Se han dejado de lado las «tratativas» y han sido sustituidas por una «confianza en lo que el otro hace y dice». Así, en el contrato se pasa a proteger no tanto la voluntad sino la confianza que deposita una de las partes en lo que el otro ha mostrado, dicho o hecho. Esta confianza que el orden jurídico tutela encierra la idea de proteger la buena fe del que confió en la sinceridad de lo dicho y de lo actuado por el otro, sin haber tenido la posibilidad de negociar. Como ya lo sostuviéramos en otra ocasión, en las denominadas relaciones contractuales de hecho, o en la contratación por adhesión, donde no hay tratativas o precontractualidad, una de las partes suele quedar obligada no tanto porque consiente sino porque confía en la apariencia de seriedad del producto, del servicio, o de la empresa que realiza la operación comercial.
Al consumidor se le presenta una «expectativa razonable» en la que confía con independencia de lo escrito o de lo dicho. Así, el orden jurídico finalmente en estos casos protege la buena fe subjetiva, la creencia, la confianza en una apariencia legítima.
En otra ocasión (Ordoqui Castilla, «el contrato en el año 2000: protección de la confianza. Integración de la publicidad el contrato», Anales del Foro, no. 122) desarrollamos específicamente esta idea.
K. Buena fe, la «conducta social típica» y «las cláusulas implícitas» [arriba]
El contrato se perfecciona por el concurso real de voluntades que conforman el consentimiento que se expresa a través de una declaración de voluntades que puede ser escrita, verbal, o por conductas con relevancia social típica.
En ciertos casos la voluntad puede exteriorizarse simplemente a través de un comportamiento. Así, por ejemplo, levantar la mano cuando pasó un taxi supone un comportamiento inequívoco de aceptación de la oferta al público que viene haciendo el taxi con el cartel de libre mientras circula por la calle, en el momento en que es detenido por el que usará delos servicios. No existe aquí declaración conjunta pero sí conductas que adquieren un significado inequívoco en el sentido de que importan en sí la aceptación de una oferta67.
Diez Picazo (Fundamentos, ob. Cit., t. I, pág. 135) considera que las de nominadas relaciones contractuales de hecho carecen de necesaria homogeneidad por lo cual es una categoría arbitraria. Las llamadas «relaciones contractuales por contacto social» pertenecen en rigor a la problemática de la formación de los contratos, y responden y se guían por deberes generales de conducta impuestos por la buena fe entre las partes, que realizan tratos sin que pueda pensarse en la existencia de una verdadera relación contractual. Para el autor son sí relevantes «ciertas conductas sociales típicas» que tienen significación inequívoca a la hora de contratar. Las mismas se analizan incluso como fuente atípica de las obligaciones.
En nuestra opinión, no es correcto o preciso el término «contrato de hecho» pues encierra una contradicción en sí mismo. Si hay realmente un contrato, este no es de hecho sino de derecho. Lo que ocurre es que a ciertas «conductas de hecho» se les califica por el orden jurídico con relevancia y significación contractual. Lo importante es que se asumen conductas sociales típicas, y ellas en la sociedad tienen una determinada relevancia contractual. Como dice flume (El negocio jurídico, pág. 100), la declaración de voluntad por actos concluyentes es frecuente en la vida jurídica. De asumir cierta conducta se deduce tal voluntad o declaración. Esta conducta debe ser concluyente, inequívoca en su significado según los usos y la buena fe. Aquí la declaración de voluntad es un acto aun cuando el que lo realiza no sea consciente de que efectuó un negocio jurídico.
Importa destacar que aquí se considera como declaración de voluntad ciertas conductas o comportamientos socialmente típicos, y ello se funda en la buena fe y la protección de la confianza. No cuenta ni la voluntad, ni la capacidad, ni la posible legitimación del sujeto. Por ello, el que va en un determinado transporte es protegido jurídicamente, no propiamente por lo que contrató sino por la conducta que asumió, aun con prescindencia de su edad, como dijimos, su capacidad, o su legitimación. Aquí no opera como fuente de obligaciones la ley ni la voluntad, sino una determinada conducta (ordoqui castilla, Lecciones, t. 1, pág. 141). La voluntad en estos casos queda desacreditada como fuente por la fuerza de los hechos y las costumbres, y en otros casos tampoco puede explicar la presencia de obligaciones no convenidas por las partes, como es el caso, por ejemplo, de la obligación de seguridad en el contrato de transporte. En estos casos la buena fe es relevante desde el punto de vista objetivo para justificar la presencia de deberes como el de seguridad, y también es relevante la buena fe subjetiva para proteger la confianza en el significado de ciertas conductas sociales.
Con carácter general, al pensar en la buena fe asumimos en la situación de conducta un determinado sujeto en cierta circunstancia, pero en la práctica y en el período de formación del contrato se pueden dar situaciones en que se debe ponderar la denominada buena fe colectiva, referente a sujetos indeterminados. Tal lo que sucede en los casos de las ofertas al público, reguladas específicamente en las relaciones de consumo. Mosset Iturraspe (Contratos, ed. Ediar, santa Fe, 1988, pág. 99) anota que son válidas las ofertas al público cuando reúnen los requisitos de la oferta y protegen la buena fe del público en general. Se trata de una forma de proteger la confianza de los terceros.
M. Buena fe entre la libertad contractual y la justicia contractual [arriba]
La evolución del moderno derecho de los contratos está marcada con claridad por favorecer soluciones tendientes a lograr una mayor justicia contractual, entendiendo por tal el respeto sustancial del equilibrio de las prestaciones. En este tema se pasó por diversas etapas muy claras y diferentes:
a. En un primer momento se priorizó la libertad contractual como valor supremo y sobre la base de presuponer que todas las partes son libres e iguales, se entendió que lo acordado era justo.
b. Pronto se constató que el ejercicio de esta libertad contractual, en muchos casos era una verdadera «utopía» y que se estaba actuando sobre modelos imaginarios con el riesgo de ver que se usaba impunemente el contrato para la imposición de los intereses del fuerte en grave explotación sobre el débil. El carácter de débil en el ámbito del derecho contractual – como ya dijimos– no está identificado sólo por la idea de no poseer bienes económicos, sino, además, por el no tener conocimientos o por tener necesidades que llevan al sujeto imperativamente a contratar más sobre la base de la confianza que de la libre voluntad. La reacción a estos problemas propios de los siglos XX y xxi no se hizo esperar, y se sostuvo que la libertad de contratar como valor personal no se puede usar para dañar o explotar. En todos estos casos la libertad contractual está sometida a otros valores superiores, como puede ser el respeto de la dignidad de la persona.
c. Con los años, se abrió paso la teoría de que el contrato en todo caso debe cumplir una función de solidaridad social que limite el alcance la autonomía privada. En definitiva, el estado en determinadas circunstancias, a través de diversas disposiciones y ante la gravedad de la injusticia de los casos concretos a la hora de contratar, pasó a cumplir una verdadera función «paternalista» o «proteccionista» a través de la aprobación de leyes tuitivas (ej. Ley de arrendamientos urbanos o de enajenación de inmuebles a plazos...), y más recientemente, con la difusión y aprobación del denominado derecho del consumo, que se sustentó básicamente en la preocupación por los graves e injustificados desequilibrios en las prestaciones contractuales. Así, la autonomía de la voluntad de las partes al instrumentar un contrato debe coordinar propuestas que respeten la justicia contractual pues sólo pueden y deben actuar de buena fe. En ocasiones los límites a la injusticia contractual parten de la vigencia de un «orden público económico», denominado específicamente de protección, que actúa adoptando medidas en favor y protección del débil en pos de una mayor justicia contractual.
En esta misma línea encontramos el párrafo de Portalis, ya citado varias veces, pronunciado en el Discurso preliminar del proyecto del código civil Francés (Valparaíso, 1978, pág. 93), quien refiriendo al tema en análisis sostiene que la libertad contractual no está limitada más que por la justicia, las buenas costumbres y la utilidad pública.
66 El derecho contractual se sustenta en ciertos principios generales de la contratación, como son el principio de la autonomía privada, el principio del consensualismo, el principio de la asimilación del contrato a la ley, el principio del efecto de la relatividad del contrato, el principio de la conservación del contrato, el principio de la autorresponsabilidad, y el principio de la equivalencia de las prestaciones. Pues bien, todos estos principios interaccionan y se determinan entre sí sobre la base del principio rector de la buena fe. No se concibe la autonomía de la voluntad al margen de los límites establecidos por la buena fe. No se concibe la aplicación del principio de la asimilación del contrato a la ley sino es dentro de la flexibilidad que establece el principio general de la buena fe, y así sucesivamente.
67 Larenz (Derecho de las obligaciones, Madrid, 1958, t. I, pág. 60) sostiene que este tipo de contrato no lo es por su origen sino por sus efectos, y por ello resiste la denominación de contrato de hecho que propone aludir a «relaciones obligatorias nacidas de conductas sociales típicas». En este tipo de contratación la buena fe juega un papel preponderante en lo que refiere a la determinación de los efectos del contrato. En el anteproyecto de código de los contratos de la comunidad europea, en el art. 1.2 se establece que: «el acuerdo se forma también a través de actos concluyentes, activos u omisivos, siempre que sean conformes a la voluntad precedentemente expresada, o a los usos, o a la buena fe».