Sobre la viabilidad del sistema argentino para la derogación de las medidas de seguridad de la Ley N° 23737
Ana Clara Tipitto*
Introducción [arriba]
El presente artículo procura dar un panorama general sobre las medidas de seguridad previstas en la Ley de Estupefacientes1 para luego profundizar en la legalidad de la medida en aquellos casos donde su imposición se derive de la comisión del “delito” de tenencia de estupefacientes para consumo personal2 (art. 14, segundo párrafo, de la misma ley).
Estas mismas medidas pretenden posicionarse a la vista de la sociedad como medidas que apuntan a la rehabilitación o la educación del “delincuente” con un fin resociabilizador, no obstante, análisis de por medio, concluiremos por entenderlas como verdaderas manifestaciones del poder punitivo estatal, las cuales se hallan en constante fricción con los principios establecidos en nuestra Constitución Nacional.
Gran parte de los argumentos que aquí se expresan, se encuentran íntimamente ligados con los fundamentos sobre la no punibilidad de la tenencia de estupefacientes para consumo personal, por cuanto la principal crítica para ambos es el cuestionamiento a la intromisión estatal en las libertades individuales; en los “delitos” de consumo se evidencia en una preferencia personal del individuo, y en las medidas de seguridad, en la voluntad de someterse o no a determinado tratamiento.
En el desarrollo de este análisis se respetan premisas establecidas por la normativa nacional e internacional vigente en la materia y los estándares en ellas pautados.
Medidas de seguridad reguladas en la Ley N° 23737 [arriba]
Las medidas de seguridad vigentes en Argentina, receptadas en la Ley N° 23737, pueden clasificarse en curativas o educativas.
La primera de ellas, prevista en el artículo 21 de dicho cuerpo normativo se aplica a aquellos consumidores no habituales, es decir, a los que no han generado adicción a las sustancias prohibidas; que además sean perseguidos penalmente por la presunta lesión a la figura de tenencia de estupefacientes para consumo personal (art. 14, segundo supuesto). Con lo cual tienen un fin meramente educativo, con el propósito final de reformar al “delincuente”, inculcándole el mal que supone y acarrea el consumo de las drogas ilícitas, para ello, se impone la realización de un programa sobre los alcances del consumo.
La medida viene a sustituir temporalmente la pena, que es dejada en suspenso, hasta tanto se demuestre el éxito del tratamiento, entendiéndose por tal, la reeducación del individuo, conforme a los criterios establecidos por el Estado.
Concretamente, la normativa que las regula establece que
En el caso del artículo 14, segundo párrafo, si el procesado no dependiere física o psíquicamente de estupefacientes por tratarse de un principiante o experimentador, el juez de la causa podrá, por única vez, sustituir la pena por una medida de seguridad educativa en la forma y modo que judicialmente se determine.
Tal medida, debe comprender el cumplimiento obligatorio de un programa especializado relativo al comportamiento responsable frente al uso y tenencia indebida de estupefacientes, que con una duración mínima de tres meses, la autoridad educativa nacional o provincial, implementará a los efectos del mejor cumplimiento de esta ley.
La sustitución será comunicada al Registro Nacional de Reincidencia y Estadística Criminal y Carcelaria, organismo que lo comunicará solamente a los tribunales del país con competencia para la aplicación de la presente Ley, cuando estos lo requiriesen.
Si concluido el tiempo de tratamiento este no hubiese dado resultado satisfactorio por la falta de colaboración del condenado, el tribunal hará cumplir la pena en la forma fijada en la sentencia.
Por su parte las medidas curativas, tal y como la palabra lo indica, tienen como objetivo curar al sujeto de la adicción a las sustancias ilícitas, es decir, persigue un fin meramente terapéutico.
Este tipo de medidas se encuentran receptadas en los artículos 16, 17 y 18, y establecen:
Art. 16. Cuando el condenado por cualquier delito dependiere física o psíquicamente de estupefacientes, el juez impondrá, además de la pena, una medida de seguridad curativa que consistirá en un tratamiento de desintoxicación y rehabilitación por el tiempo necesario a estos fines, y cesará por resolución judicial, previo dictamen de peritos que así lo aconsejen.
Art. 17. En el caso del artículo 14, segundo párrafo, si en el juicio se acreditase que la tenencia es para uso personal, declarada la culpabilidad del autor y que el mismo depende física o psíquicamente de estupefacientes, el juez podrá dejar en suspenso la aplicación de la pena y someterlo a una medida de seguridad curativa por el tiempo necesario para su desintoxicación y rehabilitación.
Acreditado su resultado satisfactorio, se lo eximirá de la aplicación de la pena. Si transcurridos dos años de tratamiento no se ha obtenido un grado aceptable de recuperación por su falta de colaboración, deberá aplicársele la pena y continuar con la medida de seguridad por el tiempo necesario o solamente esta última.
Art. 18. En el caso de artículo 14, segundo párrafo, si durante el sumario se acreditase por semiplena prueba que la tenencia es para uso personal y existen indicios suficientes a criterio del juez de la responsabilidad del procesado y éste dependiere física o psíquicamente de estupefacientes, con su consentimiento, se le aplicará un tratamiento curativo por el tiempo necesario para su desintoxicación y rehabilitación y se suspenderá el trámite del sumario.
Acreditado su resultado satisfactorio, se dictará sobreseimiento definitivo. Si transcurridos dos años de tratamiento, por falta de colaboración del procesado no se obtuvo un grado aceptable de recuperación, se reanudara el trámite de la causa y, en su caso, podrá aplicársele la pena y continuar el tratamiento por el tiempo necesario, o mantener solamente la medida de seguridad.
Entonces, el artículo 16 torna viable la imposición de la medida a aquel individuo que hubiera cometido cualquier conducta prohibida por nuestro ordenamiento penal, y que además dependa física y psíquicamente de estupefacientes; mientras que las demás medidas curativas –estipuladas en los arts. 17 y 18–, además de caberles a aquellos sujetos con consumo problemático de drogas, se imponen únicamente a aquellos que se les adjudica la comisión del “delito” previsto en el artículo 14, segundo párrafo de le Ley N° 23737 –tenencia para consumo personal–.
Más allá del momento procesal de la imposición de la medida curativa, aquí también si el resultado del tratamiento es positivo, y el sujeto ha logrado un grado de recuperación aceptable, conforme a los cánones morales establecidos arbitrariamente, el juez no se expide sobre la responsabilidad penal (art. 16), exime de responsabilidad (art. 17), o dicta el sobreseimiento del individuo (art. 18).
Mediante este articulado, el Estado pretende darle un marco de legalidad a la imposición compulsiva de un tratamiento terapéutico, para los casos en los que se corrobora que la persona posee una adicción a las drogas ilícitas, sin importar el motivo por el cual el individuo no busca tratamiento –lo que radica en una elección íntima del sujeto–.
La adicción a los estupefacientes como enfermedad [arriba]
Se torna necesario en este punto establecer qué se entiende por adicción.
En este sentido, la Organización Mundial de la Salud (OMS), principal organismo de las Naciones Unidas para la salud, clasifica esta problemática dentro de la categoría de salud mental y entiende que es
… una enfermedad física y psicoemocional que crea una dependencia o necesidad hacia una sustancia, actividad o relación. Se caracteriza por un conjunto de signos y síntomas, en los que se involucran factores biológicos, genéticos, psicológicos y sociales. Es una enfermedad progresiva y fatal, caracterizada por episodios continuos de descontrol, distorsiones del pensamiento y negación ante la enfermedad.3
En este sentido, Margaret Chan, ex Directora General de la OMS, sostuvo como parte de discurso ante Naciones Unidas (19/4/2016) que
… el daño social y sanitario provocado por el uso ilícito de drogas psicoactivas es enorme. Estas perjudican directamente la salud mental y física de los consumidores y reduce de forma drástica sus expectativas y calidad de vida.4
En esta línea, la problemática que rodea al consumo de drogas por parte de los sujetos que dependen física y psíquicamente de estas sustancias, debe ser tratada como cualquier otro trastorno neurológico o psiquiátrico, es decir, como cualquier otra enfermedad mental, y así se entiende en nuestro país desde el año 2010 a partir de la sanción de la Ley N° 26657 sobre salud mental, a la que más adelante me referiré.
Fundamentos para la supresión de las medidas de seguridad [arriba]
Hasta aquí vimos que: 1) la drogodependencia es considerada como una enfermedad, y 2) en el caso de la tenencia de estupefacientes para consumo personal, el Estado se arroga la facultad no solo de criminalizar dicha conducta, sino también de restringir libertades individuales al imponer una medida de seguridad. Pero ello, ¿sobre la base de qué fundamento?
Primeramente, para la implementación de cualquier política pública hay que definir de manera concreta el bien jurídico que se pretende tutelar.
Para el caso bajo estudio no existen dudas hoy en día de que el bien jurídico que el Estado intenta resguardar es la salud pública, entendida como un conjunto de actuaciones desarrolladas por este, tendientes a garantizar el bienestar de la población en general; entendiéndose por el término salud el estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solo la ausencia de afecciones o enfermedades.
Desde la óptica jurídica, Andrés D’Alessio considera que
La salud pública es el bien jurídico esencialmente protegido por casi todas las disposiciones de esta ley (23.737), por cuanto las conductas vinculadas con el tráfico y con la posesión de drogas tóxicas representan una posibilidad peligrosa para la difusión y propagación de los estupefacientes en el resto de la población en general, caracterizándose principalmente por la exigencia de un peligro común y no individual y la posible afectación a un sujeto pasivo indeterminado.5
Ahora bien, el límite a la tutela estatal se encuentra receptado en el artículo 19 de nuestra Carta Magna, que reza lo siguiente:
Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral Pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservados a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe.
En otras palabras, el artículo antes transcripto recepta en nuestro sistema el denominado principio de reserva, que establece el límite a la injerencia estatal en la vida privada de los ciudadanos que habitan el suelo argentino. Circunscribe de esta manera la protección a la autonomía de las personas, con la consecuente capacidad para definir pautas propias de conducta y la libertad de proyectar un plan de vida acorde a los deseos personales. El límite a la cláusula es, como se desprende del propio artículo, la lesión al orden y la moral pública, o la afectación a terceros.
En virtud de que el fundamento legal de la intromisión estatal radica en la afectación a la moral pública o la afectación a terceros, mencionaré a continuación dos tesis que arriban a idéntica conclusión, pese a seguir ideales de Estado totalmente contrapuestas.
Por una parte, John Stuart Mill y su teoría del daño (afectación a terceros), secundado por una breve referencia de Nino; y en una esquina opuesta, Michael Moore, representante indiscutido de los moralistas jurídicos (afectación a la moral pública).
John Stuart Mill afirmaba que la sociedad no tenía derecho a interferir con los individuos cuando su conducta no perjudicaba a terceros, es decir, cuando no generaba un daño concreto. Sostenía que en esos casos debía haber completa libertad de acción.
Afirmaba que esto no implicaba indiferencia acerca de las virtudes6 que solo inciden en el propio bienestar, sino que suponía la idea de que tales virtudes debían ser enseñadas a través de la persuasión y no por medio de la coacción.
Argumentaba que el individuo que actuaba inmoralmente sin perjudicar a los demás solo se dañaba a sí mismo, por lo cual debía ser objeto de piedad y no víctima de un daño adicional constituido como castigo.
En resumen, entendía que el único propósito por el cual el poder podía ser legítimamente ejercido contra cualquier individuo de la sociedad civilizada en contra de su voluntad, era el de prevenir el daño a terceros. El propio individuo, sea física o moral, no constituye fundamento suficiente.
Acompañando esta postura, Nino entendía que una concepción de Estado liberalista es aquella según la cual este debe permanecer neutral respecto de planes de vida individuales o ideales de excelencia humana, limitándose a diseñar instituciones y adoptar medidas para facilitar la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de excelencia que cada uno sustente, y para impedir la interferencia mutua en el curso de tal persecución.
Esta concepción distingue entre una “moral pública”, constituida por pautas que vedan acciones que perjudiquen a otras personas interfiriendo con sus intereses, y a una “moral privada”, que proscribe acciones que degradan al propio agente que las realiza en relación con ciertos ideales de excelencia.
Indicaba que el Estado debería solo ocuparse de homologar o hacer efectivas las reglas de moral pública, absteniéndose de adoptar medidas que supongan discriminar entre la gente por sus virtudes morales o la calidad de sus planes de vida. De ahí la conocida postura liberal de que el derecho debe solo ocuparse de reprimir acciones que perjudiquen a terceros, proscribiéndose, en consecuencia, leyes de índole paternalista.
Desde otra perspectiva, y con una argumentación no ya abocada a la afectación a terceros, sino más bien a la lesión de la moral pública, Michael Moore, a la hora de formularse el interrogante sobre si el Estado tendría potestad para criminalizar conductas como la que en este artículo se analiza, y que acarrean como consecuencia la imposición de medidas de seguridad, sostenía que el Estado solo debía criminalizar una conducta cuando se encontrara frente a una incorrección moral, más allá de la existencia de un daño concreto.
Moore adoptaba una teoría evaluativa, sustantiva y moralista jurídica. En primer lugar, ponía un límite respecto de qué conductas podrían criminalizarse, estableciendo que ello solo sería posible cuando estemos ante la violación a un deber moral, desde un punto de vista objetivo, excluyendo así valoraciones tales como, por ejemplo, ser más honesto. Aclaraba en este punto que si se presentaba algún tipo de duda sobre si la conducta debería o no criminalizarse, siempre había que volcarse por una respuesta negativa a dicho cuestionamiento, es decir, habría que estar a la no criminalización.
En un paso siguiente a la elaboración de su teoría, indicaba que, a la hora de criminalizar, siempre había que tener en cuenta que se estaba juzgando con un fin retributivista. Y en función de ello, una de las variantes a tener en consideración es el gasto en sí mismo que implica la imposición del castigo –más allá del merecimiento–, por ejemplo, los costos económicos de poner en funcionamiento el aparato estatal. Y en este punto, Moore sostenía que el fin retributivo de la pena tenía que superar este análisis de costo beneficio.
Finalmente, entendía que el legislador debía tener especial cuidado al analizar qué tipo de conductas iba a criminalizar, ya que podía generarse un problema de tarifas criminales. Por ejemplo, penando la comercialización de estupefacientes, genera que todo lo relacionado con la producción de insumos sea más costoso por la dificultad de su adquisición, por lo cual habrá personas que se interesarán en el “negocio”, como asimismo habrá determinado grupo de personas que abandonará la actividad ilícita por miedo a la reprimenda estatal. Por lo que el legislador debería analizar todas las variables posibles al momento de la toma de decisión.
Vemos entonces cómo desde esta postura afín a la idea de moral pública también se crean barreras para la criminalización de aquellas conductas donde mínimamente sea cuestionable la incorporación o mantenimiento dentro del código penal de fondo, como conducta delictiva.
Dos posturas argumentativamente contrapuestas, que arriban a la misma conclusión: no intromisión estatal en aquellas conductas que solo afectan al individuo y que no se criminalizan en función de valoraciones morales.
En el plano local, desde la óptica jurisprudencial, este movimiento que pregona un Estado respetuoso de las elecciones personales se vio reflejado en pronunciamientos como el renombrado fallo “Gramajo”, donde se sostuvo que
En un Estado, que se proclama de derecho y tiene como premisa el principio republicano de gobierno, la Constitución no puede admitir que el propio estado se arrogue la potestad –sobrehumana– de juzgar la existencia misma de la persona, su proyecto de vida y la realización del mismo, sin que importe a través de qué mecanismo pretenda hacerlo, sea por la vía del reproche de la culpabilidad o de la neutralización de la peligrosidad, o si se prefiere mediante la pena o a través de una medida de seguridad.7
Esta línea argumentativa se vio reforzada en “Arriola”,8 donde nuestro Máximo Tribunal sostuvo que el cambio de paradigma también era fruto de la reforma constitucional del año 1994, que receptó numerosos tratados internacionales que
… reconocen varios derechos y garantías previstos en la Constitución Nacional de 1853, entre ellos –y en lo que aquí interesa– el derecho a la privacidad que impide que las personas sean objeto de injerencias arbitrarias o abusivas en su vida privada (artículo 11.2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; artículo 5º de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre: artículo 12 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y articulo 17.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos). Con relación a tal derecho y a su vinculación con el principio de “autonomía personal”, a nivel interamericano se ha señalado que “el desenvolvimiento del ser humano no queda sujeto a las iniciativas y cuidados del poder público. Bajo una perspectiva general, aquel posee, retiene y desarrolla, en términos más o menos amplios, la capacidad de conducir su vida, resolver sobre la mejor forma de hacerlo, valerse de medios e instrumentos para este fin, seleccionados y utilizados con autonomía –que es prenda de madurez y condición de libertad– e incluso resistir o rechazar en forma legítima la injerencia indebida y las agresiones que se le dirigen. Esto exalta la idea de autonomía y desecha tentaciones opresoras, que pudieran ocultarse bajo un supuesto afán de beneficiar al sujeto, establecer su convivencia y anticipar o iluminar sus decisiones.9
De esta manera, desde nuestra Corte Suprema de Justicia se robustece la búsqueda por forjar un sistema punitivo acorde a los principios regulados en la Constitución Nacional: lesividad, igualdad y reserva.
Asimismo, el Dr. Fayt, al concluir su voto en el precedente citado, realiza un llamado de atención recordando a las autoridades la importancia de desarrollar a nivel nacional programas de salud que atiendan las problemáticas en cuestión, para de este modo dar validez a los tratados de derechos humanos a los que Argentina ha suscrito.
Un año después del pronunciamiento efectuado en “Arriola”, como destaqué anteriormente, se sanciona la Ley N° 26657 sobre el derecho a la protección de la salud mental, que sobre la base del cambio de paradigma que vengo planteando –adicción como enfermedad–, no resulta novedoso que haya incorporado el artículo 4, que establece:
Las adicciones deben ser abordadas como parte integrante de las políticas de salud mental. Las personas con uso problemático de drogas, legales e ilegales, tienen todos los derechos y garantías que se establecen en la presente ley en su relación con los servicios de salud.
Esta ley, que reconoce al adicto como un sujeto de derecho, capaz de acceder al sistema de salud en busca de una mejora en su calidad de vida, al igual que aquel que padece cualquier enfermedad mental, se contrapone con la criminalización de los llamados “delitos de consumo” y las medidas de seguridad previstas para aquellos que los infrinjan, puesto que el Estado por un lado decide imponer una pena al sujeto que tiene en su poder la sustancia ilícita para consumirla, en virtud de su adicción-enfermedad, pero por otro lado aborda desde un sistema interdisciplinario al adicto-enfermo que decide someterse a tratamiento, con la única diferencia de que a este último no se le ha encontrado la sustancia ilícita en su poder, pero que, aunque resulte una obviedad resaltarlo, la poseyó en varias oportunidades, lo que culminó con su dependencia.
En este punto no creo casual la redacción del artículo 7 que enumera los derechos de las personas con padecimientos mentales, en el que se incluye en su inciso 1 “el derecho de recibir un tratamiento personalizado en un ambiente apto con resguardo de su intimidad, siendo reconocido siempre como sujeto de derecho, con pleno respeto de su vida privada y libertad de comunicación”.
No hay que perder de vista que esta ley también tiene como bien jurídico tutelado a la salud pública.
Vemos cómo, pese a los avances jurisprudenciales y de políticas públicas protectoras de la bien jurídica salud, el Estado continúa generando un marco de incertidumbre respecto de los consumidores; por un lado, la clasificación como enfermos, con la consecuente asunción de derechos por su condición de tal; y por el otro la vigencia de la imposición de una pena, con la consecuente restricción de libertades, por el solo hecho de portar la sustancia.
En idéntico sentido, resulta a todas luces ilógica la imposición de una medida de seguridad que obliga a una persona enferma –con los alcances que la ley estipula– a someterse a determinado tratamiento, con el afán de curarla.
Entender lo contrario supone reconocer un sistema penal que castiga a la persona por lo que es y no por lo que hizo. El denominado derecho penal de autor, que criminaliza sobre la base de estereotipos fijados por criterios arbitrarios, fundados en un determinado criterio de personalidad moral a los que los individuos deben circunscribirse. Contemporáneo a la aprobación de la ley antes analizada, existían distintos proyectos de ley que en su mayoría bregaban por la eliminación de las medidas de seguridad para los casos de tenencia para consumo, como así también suprimiendo el castigo penal para los usuarios de estupefacientes.
Uno de ellos es el Proyecto 7655-D-2013,10 que en su artículo 1, inciso 2 estableció:
Las adicciones deben ser abordadas como parte integrante de las políticas de salud mental, por lo que las personas con uso problemático de drogas, legales o ilegales, tienen todos los derechos y garantías establecidos en la Ley N° 26657, de Salud Mental, según establece en su art. 4.
Este proyecto únicamente mantiene vigente el derecho de los condenados por cualquier delito a acceder libremente a un tratamiento adecuado, para los casos donde el sujeto depende física o psíquicamente de los estupefacientes; eliminando de esta manera el resto de las medidas de seguridad previstas en los artículos 17, 18, 19 y 21 de la ley.
Los redactores de este proyecto consideraron que habría que modificar el enfoque actual para dejar de pensar en los consumidores como delincuentes, y así poder encarar la cuestión desde las políticas de salud, de educación, y políticas sociales en general.
En igual sentido se expidieron los redactores del Proyecto de ley 7990-D-2010,11 cuando al brindar los motivos por los cuales propugnaban la supresión de las medidas de seguridad reguladas en los artículos 17, 18, 19 y 21 consideraron que
… todas las medidas de seguridad que puedan adoptarse para el tratamiento médico, el cuidado y la rehabilitación de los toxicómanos deben plasmarse en programas y normativas diferentes e independientes de aquellas que establecen las figuras delictivas respecto al tráfico de estupefacientes. La ley vigente, al establecer medidas de seguridad curativas, estigmatiza al usuario de drogas, partiendo de la suposición que toda persona consumidora de estupefacientes es toxicómana y a su vez, que todo adicto es delincuente. Para la ley actual, quien consume es un adicto o enfermo que debe curarse. […] es indispensable que la ley distinga fehacientemente una persona adicta de un delincuente y por tanto deben legislarse separadamente las acciones que le corresponden al Estado frente a cada una de esas situaciones. En el supuesto caso de que, en el transcurso de un proceso penal, se constatara por especialistas que el imputado dependiera físicamente o psíquicamente de estupefacientes, entendemos que corresponde la intervención de la autoridad sanitaria correspondiente.
Todo ello también se contrapone con el derecho a la igualdad, donde el Estado debe adoptar criterios uniformes respecto al tratamiento integral que dará a los consumidores, para fortalecer la idea de una convivencia entre iguales.
No resulta justo que a dos personas que encarnan idéntica patología se les dé distinta consideración por parte del Estado, poniendo en cabeza de uno de ellos todo el abanico de derechos que le caben, estando en sus manos la decisión de someterse o no a una rehabilitación; y, por otro lado, castigando y coaccionando al otro individuo a someterse a un tratamiento.
Conclusión [arriba]
Las medidas de seguridad reguladas en la Ley N° 23737, vigentes hoy en nuestro país, responden a un modelo moralista. Un estado respetuoso de los principios y derechos de los que deben gozar todas las personas, se encarga de proveer instituciones y herramientas que garanticen el libre acceso a estas, y no de dar una respuesta en clave punitiva, imponiendo compulsivamente la realización de determinado tratamiento, y menos aún criminalizar conductas que solo afectan al individuo, por el solo hecho de creerlo moralmente incorrecto, escudado detrás de la supuesta afectación a la salud pública.
En este sentido, los artículos 17 y 21 ponen en cabeza de los magistrados la facultad de imponer una medida de seguridad al encausado. En estos casos, el Estado justifica la legalidad de la medida de seguridad en la mera sustitución de la consignación de la pena que en la actualidad perdió toda virtualidad, puesto que en la generalidad de los casos la mera tenencia de estupefacientes para consumo no es castigada, sobre la base de la doctrina “Arriola”, y la innegable autoridad moral que rodea a las decisiones del Máximo Tribunal.
Por su parte, el artículo 16 obliga al juez a aplicar la medida de seguridad curativa allí prevista en el caso de que el sujeto que depende física y psíquicamente de la sustancia prohibida cometa cualquier delito reprimido por nuestro sistema penal.
La crítica en este punto entiende que es correcto que el Estado intervenga mediante políticas públicas para dar tratamiento a aquellos enfermos que deseen curarse, pero no para aquellos que consideran que su consumo personal no representa un problemática, hablando en términos de adicción.
De más está decir que el resultado exitoso en un tratamiento de desintoxicación o terapéutico depende en gran parte de la actitud del enfermo frente a dicho tratamiento. La voluntad del sujeto para el inicio y continuidad del tratamiento resulta determinante para lograr una mejora en su salud.
Finalmente, la medida de seguridad curativa receptada en el artículo 18 es de aplicación obligatoria por parte del juez, consentimiento de por medio por parte del drogodependiente, y con los alcances allí previstos.
Lógicamente, la crítica a este artículo apunta al cuestionable alcance del consentimiento prestado por parte de quien se somete al tratamiento terapéutico en dichos términos, donde las alternativas son acceder a la realización de un tratamiento de rehabilitación o la imposición de una pena de prisión; asimismo, no caben dudas que cuando la persona “acepta” ser institucionalizada para realizar un tratamiento, también recibe respuesta punitiva estatal, con la consecuente restricción de la libertad que acarrea.
En definitiva, todo ello entra en fricción con los principios de legalidad, igualdad y reserva regulados en nuestra Carta Magna.
El principio de legalidad en su análisis básico indica que las conductas prohibidas deben estar circunscriptas en una ley previa. Pero esta caracterización mínima, a la luz de las consecuencias penales (imposición concreta de una pena) tiene como función motivar a los ciudadanos a no cometer determinados hechos ilícitos. Para alcanzar este objetivo es imperativo que estos tengan el convencimiento pleno de que la realización de determinada conducta le reportará inevitablemente un mal cierto. Circunstancia que no media de manera clara cuando se analiza la figura de tenencia de estupefaciente para consumo personal, que podría acarrear la imposición de una medida de seguridad en cualquiera de sus facetas, de una pena, o una absolución dependiendo del tribunal donde se radique el sumario.
En cuanto al principio de igualdad, supone que todos los habitantes deben ser tratados de la misma manera ante la ley, circunstancia que tampoco media en la imposición de las medidas de seguridad, ya que vimos como para un grupo de drogodependientes se extiende un abanico de derechos sujetos a la libre voluntad de sometimiento a determinados tratamientos (Ley de Salud Mental), y para otro grupo se impone de manera coactiva la realización de los mismos, cuando la patología resulta ser idéntica en ambos casos (Ley Nº 23737).
Finalmente, el principio de reserva representa un límite a la injerencia estatal en el ámbito de las acciones privadas de los hombres que de ningún modo afecten derechos de terceros. Aquí es donde el Estado debe evitar entrometerse en la capacidad de cada individuo de conducir su vida, haciendo valer su autonomía en cuanto a la manera de resolver su patología.
Entonces, el Estado, en ejercicio de su poder punitivo, impone medidas de seguridad destinadas a la educación, rehabilitación y desintoxicación de manera estandarizada, inmiscuyéndose a su vez en la órbita de las preferencias individuales sobre elección de estilos de vida, aplicando todo el peso de la ley para aquellos que no actúen conforme a los ideales de sociedad preestablecidos.
Dicha violación de preceptos constitucionales no debe validarse pregonando el respeto a la normativa internacional, ya que, como se sostuvo en “Arriola”:
… la jerarquía de los tratados internacionales ha tenido la virtualidad, en algunos casos, de ratificar la protección de derechos y garantías ya previstos en nuestra Carta Magna de 1853; en otros, le ha dado más vigor; y en otros casos realiza nuevas proclamaciones o describe alcances de los mismos con más detalle y precisión. Pero además, dichas convenciones internacionales también aluden a los valores que permiten establecer limitaciones al ejercicio de esos derechos para preservar otros bienes jurídicos colectivos, tales como “bien común”, “orden público”, “utilidad pública”, “salubridad pública” e “intereses nacionales” (artículo 22 inc. 3º, del Pacto de San José de Costa Rica; artículos 12 inc. 3º, 14, 19 inc. 3º b, 21 y 22 inc. 2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; artículo 29 inc. 2º de la Declaración Universal de Derechos Humanos). No hay que olvidar que los tratados internacionales sobre los derechos humanos establecen una protección mínima por debajo de la cual se genera responsabilidad internacional, y que nuestra Constitución Nacional, en relación a los parámetros antes transcriptos, es más amplia. Que sobre la interpretación de tales bienes colectivos la Corte Interamericana ha dado claras pautas interpretativas, para evitar que la mera invocación de tales intereses colectivos sean utilizados arbitrariamente por el Estado. Así en su Opinión Consultiva 5/86 señaló que es posible entender el bien común, dentro del contexto de la Convención, como un concepto referente a las condiciones de la vida social que permiten a los integrantes de la sociedad alcanzar el mayor grado de desarrollo personal y la mayor vigencia de los valores democráticos. En tal sentido, puede considerarse como imperativo de bien común la organización de la vida social en forma que se fortalezca el funcionamiento de las instituciones democráticas y se preserve y promueva la plena realización de los derechos de la persona humana. […] Que si bien el legislador al sancionar la ley 23.737, que reemplazo a la 20.771, intentó dar una respuesta más amplia, permitiendo al juez penal optar por someter al inculpado a tratamiento o aplicarle una pena, la mencionada ley no ha logrado superar el estándar constitucional ni internacional. El primero, por cuanto sigue incriminando conductas que quedan reservadas por la protección del artículo 19 de la Carta Magna; y el segundo, porque los medios implementados para el tratamiento de los adictos, han sido insuficientes hasta el día de la fecha.
En esta línea, la normativa internacional obliga a los países a combatir las drogas y adaptar sus legislaciones a ello, mas no obliga a criminalizar o continuar criminalizando la tenencia de estupefacientes para consumo, con la consecuente posibilidad de imposición de medidas de seguridad.
Por todo ello, no se vislumbran en la actualidad obstáculos legales para considerar viable la derogación de las medidas de seguridad previstas en la ley de estupefacientes, y que la problemática sea tratada enteramente en el ámbito de la salud, abordado desde la Ley de Salud Mental.
Vimos cómo ya desde el voto del Dr. Fayt en “Arriola” se recuerda a las autoridades nacionales la conveniencia de generar legislación que, en respeto a los derechos humanos, aborde la problemática desde un aspecto multidisciplinario desde el ámbito de la salud.
En igual sentido, nuestra Corte ya por el año 2009 analizaba la necesidad de un cambio de paradigma respecto del tratamiento de los consumidores, al indicar que
… han pasado diecinueve años de la sanción de la ley 23.737 y dieciocho de la doctrina “Montalvo” que legitimó su constitucionalidad. […] la extensión de ese período ha permitido demostrar que las razones pragmáticas o utilitaristas en que se sustentaba “Montalvo” han fracasado. En efecto, allí se había sostenido que la incriminación del tenedor de estupefacientes permitiría combatir más fácilmente a las actividades vinculadas con el comercio de estupefacientes y arribar a resultados promisorios que no se han cumplido, pues tal actividad criminal lejos de haber disminuido se ha acrecentado notablemente, y ello a costa de una interpretación restrictiva de los derechos individuales.
La imposición de medidas de seguridad de carácter educativo o curativo denota que la problemática se centra en un tema de salud que afecta a una fracción importante de la sociedad, y en este punto la máquina punitiva estatal nada tiene que hacer.
Para ello, contamos con una normativa específica, la Ley N° 26657, de Salud Mental, que permite una interpretación armónica de la normativa nacional, internacional y de respeto a los derechos de legalidad, reserva e igualdad.
Notas [arriba]
* Abogada (UBA). Especialista en Derecho Penal (Universidad Torcuato Di Tella). Secretaria Privada de la Justicia Penal, Contravencional y de Faltas de la CABA.
1. Ley N° 23737, sancionada el 21/09/1989, publicada en el BO N° 26737 del 11/10/1989, arts. 16, 17, 18 y 21.
2. Ibídem, art. 14, segundo párrafo.
3. Disponible en: http://www.url.edu.gt/portalurl/archivos/99/archivos/adicciones_ completo.pdf
4. Disponible en: https://www.who.int/dg/speeches/2016/world-drug-problem/es/
5. D’Alessio, Andrés, Código Penal comentado y anotado, CABA, 2ª ed., 3ª reimpr., 2013, T. III, p. 1017.
6. Entendiendo por virtudes el actuar siempre racionalmente, de forma imparcial, calculando las consecuencias de nuestros actos y maximizando su utilidad.
7. CSJN, “Gramajo, Marcelo Eduardo s/ robo en grado de tentativa”, 05/09/2006.
8. CSJN, “Arriola, Sebastián y otros s/causa N° 9080”, 25/08/2009.
9. CIDH, “Ximenes Lopes vs. Brasil”, 04/07/2006, parágrafo 10 del voto del juez Sergio García Ramírez.
10. Disponible en: https://www.hcdn.gob.ar/proyectos/textoCompleto.jsp?exp=7655D-2013&tipo=LEY
11. Disponible en: https://www.hcdn.gob.ar/proyectos/textoCompleto.jsp?exp=7990D-2010&tipo=LEY
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