JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:Los principios y las reglas técnicas procesales
Autor:Alvarado Velloso, Adolfo A.
País:
Argentina
Publicación:Biblioteca Alvarado Velloso - El coste del proceso
Fecha:01-12-2010 Cita:IJ-CXCV-894
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1. El problema
2. Los sistemas procesales
3. Los principios procesales
4. Las reglas técnicas del debate procesal
4. Las reglas técnicas de la actividad de sentenciar
Notas

Los principios y las reglas técnicas procesales

Adolfo Alvarado Velloso

1. El problema [arriba] 

La doctrina generalizada acepta que se entiende por principios procesales las grandes directrices que expresa o implícitamente brinda el legislador para que el método de enjuiciamiento pueda operar eficazmente de acuerdo con la orientación filosófico política de quien ejerce el poder en un tiempo y lugar determinado.

Es en este tema donde puede apreciarse cabalmente y en toda su magnitud la idea de alternatividad: como el contenido de las normas jurídicas implican la solución legal a un conflicto de convivencia, es posible que cada problema que nazca a raíz de ella genere distintos interrogantes en orden a buscar respuestas que, naturalmente, pueden ser antagónicas.

De ahí que el legislador deba optar siempre por una de por lo menos dos soluciones.

Por ejemplo, una sociedad incipiente puede verse en la necesidad de legitimar o no a las uniones de parejas; si lo hace debe optar nuevamente entre regular la unión en forma homo o heterosexual; si elige esta última, ha de escoger ahora una de tres posibles regulaciones: monogamia, poligamia o poliandria; en cualquier caso, debe decidir luego entre aceptar o no la disolución del vínculo matrimonial, etcétera, etcétera.

Del mismo modo, para regular el proceso como medio de debate, el legislador debe elegir alguna de las alternativas que se le presentan como posibles respuestas para solucionar los interrogantes que pueden formularse al respecto:

1) ¿Quién debe iniciar el proceso? 

2) ¿Quién lo impulsará?

3) ¿Quién lo dirigirá?

4) ¿Habrá que imponer formalidades para el debate?

5) En su caso, ¿cómo se discutirá en el proceso? 

6) ¿Quién y cómo lo sentenciará?

7) ¿Qué valor tendrá lo sentenciado?

Insisto en que cada pregunta admite por lo menos dos respuestas. Y naturalmente, el legislador optará por la que se halle acorde con la filosofía política que lo inspira.

Véanse ahora ejemplos de las diferentes soluciones:

1) ¿Quién inicia el proceso?

El legislador puede otorgar la correspondiente facultad a las partes o al propio juez.

Doctrinalmente, el problema origina lo que habitualmente se denomina principio de iniciativa (ya se verá más adelante que esto no es un principio) que opera procedimentalmente por presentación de parte o por investigación judicial;

2) ¿Quién impulsa el proceso?

La opción será la misma: las partes (origina lo que corrientemente se denomina principio dispositivo) o el juez (principio inquisitivo).

Ya se ha visto en el Capítulo 5 que no son principios sino sistemas;

3) ¿Quién dirige el proceso?

Mantendrá idéntica opción: las partes (consecuencia del principio dispositivo) o el juez (recibe la denominación de principio de autoridad judicial);

4) ¿Se imponen formalidades para desarrollar el debate?

Puede responderse que no es necesario (principio de libertad de formas) o que si lo es (principio de legalidad de las formas); 5) ¿Cómo se hace la controversia?

Corresponde determinar:

a) Si se exigirá una discusión efectuada con probidad, lealtad y buena fe (principio de moralidad) o si se permitirá la añagaza y la artería procesal que, en definitiva, implicará aceptar el "derecho" de la fuerza en el proceso;

b) Si se admitirá que las partes deban recibir un tratamiento igualitario en el proceso (principio de igualdad) o no; como consecuencia de aceptar la primera opción, corresponderá determinar:

c) Si se otorgará a cada litigante posibilidad de contradecir (principio de contradicción o de bilateralidad) o no (principio de unilateralidad) la afirmación de su oponente;

d) Qué medio de expresión se utilizará en el proceso (principios de oralidad y de escritura);

e) Cualquiera de ellos que se acepte, tendrá que decidir ahora si será o no conveniente que entre el juez y las partes y el material instructorio que ellas aporten, existan intermediarios o no (principios de mediación e inmediación);

f) Si conviene a la sociedad que los procesos sean secretos o públicos (principios de publicidad y secreto);

g) Si es menester preordenar la eficacia de los medios de confirmación (principio de la prueba formal y tasada) o dejarla librada al puro razonamiento del juzgador (principio de la racionalidad probatoria);

h) Si es importante, en aras de la moralidad procesal pretendida, que las partes no puedan desistir de un medio probatorio que, luego de producido, resultó adverso al interés del oferente (principio de adquisición);

i) Si es conveniente desarrollar el debate con un orden metódico (principio de orden consecutivo, que puede ser legal o discrecional) que implica el cumplimiento de pasos procesales preestablecidos en el orden y en el plazo dictado por la ley (principio de preclusión) o no (principio de libre desenvolvimiento). Y aun dentro de esta cuestión,

j) Si conviene que los plazos fenezcan por el mero transcurso del tiempo (principio de perentoriedad o fatalidad) o después de que las partes lo acusen;

k) Si en orden a cumplir una efectiva impartición de justicia, corresponde hacer o no el proceso lo menos gravoso posible para el litigante (principio de economía), que permita obtener una pronta solución del litigio (principio de celeridad). Congruente con ellos,

l) Si conviene permitir que las defensas puedan deducirse sucesivamente, de acuerdo con su importancia frente a la pretensión o si, por lo contrario, tendrán que ser presentadas conjunta y simultáneamente, a fin de que una sea considerada en defecto de la otra (principio de eventualidad), y

m) Si es razonable o no que los actos procesales se agrupen a fin de evitar inútil desgaste jurisdiccional (principio de concentración). 

6) ¿Quién decide el litigio?

Por último, acerca de quién y cómo habrá de decidir el proceso, habrá que optar entre un juez profesionalizado (principio del juez técnico) o por miembros de la comunidad (principio del juicio por jurados); en ambos casos, en orden a lograr una justicia más acabada para el caso concreto, tendrá que decidirse si conviene otorgar al justiciable uno o varios grados de conocimiento o no (principios de única y de múltiples instancias).

7) ¿Cómo se decide el litigio?

En cuanto a cómo habrá de dictarse la sentencia, tendrá que preverse si ella guardará correspondencia con las pretensiones de las partes (principio de congruencia) o si el juez será absolutamente libre en su decisión; y, para finalizar, si será o no necesario que las partes invoquen y prueben el derecho que ampara sus peticiones (principio iura novit curiae).

Al describir las posibles respuestas que puede dar el legislador, he mencionado la denominación que a cada una le otorga la doctrina procesal de todos los tiempos y, particularmente, en la Argentina.

Sin embargo, si se lee atentamente cada caso y se lo compara con los demás, se advertirá que con la palabra principios se mencionan las cosas más diversas, algunas de las cuales nada tienen que ver con las otras.

Y esto no es bueno para la adecuada comprensión de cada tema y, sobre todo, para la del propio fenómeno del proceso. Lo que corresponde hacer en el caso, entonces, es indagar la esencia misma de cada uno de estos llamados principios a fin de poder metodizarlos adecuadamente.

Y cuando ello ocurre se comprende que con tal palabra se mencionan indistintamente a tres cosas diferentes que, en verdad, deben ser denominados como sistemas de enjuiciamiento, principios procesales y reglas técnicas del debate y de la actividad de sentenciar.

2. Los sistemas procesales [arriba] 

Ya expliqué en el Capítulo 5 qué son los sistemas procesales y los mencioné determinándolos adecuadamente como dispositivo o acusatorio por un lado e inquisitivo o inquisitorio por el otro.

Por tanto, no cabe hablar propiamente de un principio con cada una de estas denominaciones, máxime cuando ya se ha visto que el sistema inquisitorio no pudo, no puede ni podrá nunca generar un proceso, por repugnar a su esencia lógica.

De los principios y de las reglas técnicas me ocuparé seguidamente.

3. Los principios procesales [arriba] 

Para comprender el planteo del tema, lo primero que cabe hacer es aclarar qué se entiende por principio: se trata simplemente de un punto de partida.

Pero así como nadie puede caminar hacia ninguna parte (siempre que lo haga tomará una dirección: hacia adelante, hacia atrás, etcétera), ese punto de partida debe ser visto en función de lo que se pretende hallar o lograr al llegar (en el derecho privado esto se llama causa eficiente y causa fin).

Si lo que se desea es regular un medio pacífico de debate dialéctico entre dos antagonistas en pie de igualdad232 ante un tercero233 que heterocompondrá el litigio234, formular los principios necesarios para lograrlo implica tanto como trazar las líneas directivas fundamentales que deben ser imprescindiblemente respetadas para lograr el mínimo de coherencia que supone todo sistema.

Así concebidos, los principios procesales propiamente dichos, sin importar ahora las denominaciones erróneas que he consignado precedentemente son sólo cinco:

1) la igualdad de las partes litigantes;

2) la imparcialidad del juzgador;

3) la transitoriedad del proceso;

4) la eficacia de la serie procedimental y

5) la moralidad en el debate.

Veamos qué es cada uno de ellos.

1) El principio de igualdad de las partes

Esencialmente, todo proceso supone la presencia de dos sujetos (carácter dual del concepto de parte) que mantienen posiciones antagónicas respecto de una misma cuestión (pretensión y resistencia). Ya se ha visto recurrentemente en esta obra que si ello no ocurre se está ante un simple procedimiento y no ante un proceso.

Si la razón de ser del proceso es erradicar la fuerza ilegítima de una sociedad dada y, con ello, igualar jurídicamente las diferencias naturales que irremediablemente separan a los hombres, es consustancial de la idea lógica de proceso el que el debate235 se efectúe en pie de perfecta igualdad236.

Tan importante es esto que todas las constituciones del mundo consagran de modo expreso el derecho de igualdad ante la ley, prohibiendo contemporáneamente algunas situaciones que implican clara desigualdad: prerrogativas de sangre y de nacimiento, títulos de nobleza, fueros personales, etcétera, y admitiendo otras que permiten paliar la desigualdad: el libre acceso a los tribunales de quienes carecen de los medios económicos suficientes para ello, etcétera.

En el campo del proceso, igualdad significa paridad de oportunidades y de audiencia; de tal modo, las normas que regulan la actividad de una de las partes antagónicas no pueden constituir, respecto de la otra, una situación de ventaja o de privilegio, ni el juez puede dejar de dar un tratamiento absolutamente similar a ambos contendientes.

La consecuencia natural de este principio es la regla de la bilateralidad o contradicción: cada parte tiene el irrestricto derecho de ser oída respecto de lo afirmado y confirmado por la otra.

En otras palabras: igualdad de ocasiones de instancias de las partes.

Si esto no se respeta habrá una simple apariencia de proceso. Pero nunca un verdadero proceso, tal como lo concebimos en esta obra acorde con el mandato constitucional.

2) El principio de imparcialidad del juzgador

De tanta importancia como el anterior es éste, que indica que el tercero que actúa en calidad de autoridad para procesar y sentenciar el litigio debe ostentar claramente ese carácter: para ello, no ha de estar colocado en la posición de parte (impartialidad) ya que nadie puede ser actor o acusador y juez al mismo tiempo237; debe carecer de todo interés subjetivo en la solución del litigio (imparcialidad) y debe poder actuar sin subordinación jerárquica respecto de las dos partes (independencia). Esto que se presenta como obvio —y lo es— no lo es tanto a poco que el lector quiera estudiar el tema en las obras generales de la asignatura.

Verá en ellas que, al igual que lo que acaece con el concepto de debido proceso, la mayoría se maneja por aproximación y nadie lo define en términos positivos.

En realidad, creo que todos particularmente los magistrados judiciales sobreentienden tácitamente el concepto de imparcialidad pero otra vez nadie afirma en qué consiste con precisión y sin dudas.

Por eso es que se dice despreocupada y erróneamente que los jueces del sistema inquitivo pueden ser y de hecho son imparciales en los procesos en los cuales actúan238. Pero hay algo más: la palabra imparcialidad significa varias cosas diferentes a la falta de interés que comúnmente se menciona en orden a definir la cotidiana labor de un juez.

Por ejemplo,

• Ausencia de prejuicios de todo tipo (particularmente raciales o religiosos);

• Independencia de cualquier opinión y, consecuentemente, tener oídos sordos ante sugerencia o persuasión de parte interesada que pueda influir en su ánimo;

• No identificación con alguna ideología determinada;

• Completa ajenidad frente a la posibilidad de dádiva o soborno; y a la influencia de la amistad, del odio, de un sentimiento caritativo, de la haraganería, de los deseos de lucimiento personal, de figuración periodística, etcétera.

• Y también es no involucrarse personal ni emocionalmente en el meollo del asunto litigioso

• Y evitar toda participación en la investigación de los hechos o en la formación de los elementos de convicción,

• Así como de fallar según su propio conocimiento privado el asunto. 

• Tampoco debe tener temor al qué dirán ni al apartamiento fundado de los precedentes judiciales, etcétera.

SI bien se miran estas cualidades definitorias del vocablo, la tarea de ser imparcial es asaz difícil pues exige absoluta y aséptica239 neutralidad240, que debe ser practicada en todo supuesto justiciable con todas las calidades que el vocablo involucra241.

3) El principio de transitoriedad del proceso

Nadie puede dudar de que el proceso es un remedio para solucionar los conflictos que ponen en peligro la convivencia armónica de quienes integran una sociedad.

Pero ello no significa que constituya un bien en sí mismo: cuando alguien está afiebrado se sabe que la temperatura bajará ingiriendo aspirina en la dosis necesaria que, de ser excedida, puede ocasionar nueva enfermedad.

Lo mismo sucede con el proceso: su duración como medio de debate debe estar adecuadamente equili brada para lograr que actúe como remedio sin ocasionar nuevo conflicto.

De ahí que todo proceso deba ser necesariamente transitorio, significando ello que alguna vez ha de terminar, sin posibilidad de reabrir la discusión ya cerrada.

La serie procedimental puede ser más o menos dilatada en el tiempo; pueden sucederse o no varios grados de conocimiento judicial. Pero es imprescindible que en algún momento se le ponga punto final que sea definitivo para todos: partes y juzgador242.

Y esta es una directiva fundamental del sistema: toda normativa procedimental debe estar regulada en orden a lograr —y lo antes posible— la terminación del proceso, al efecto de lograr el aquietamiento de las pasiones enardecidas.

4) El principio de eficacia de la serie procedimental

Para que el proceso pueda funcionar como adecuado medio de debate es imprescindible que la serie consecuencial que lo instrumenta sea apta para que en ella se desarrolle armónicamente el diálogo querido por el legislador.

Para que una serie procedimental sea eficaz a este efecto, debe estar constituida por los pasos ya enunciados varias veces en el curso de esta obra: afirmación, negación, confirmación y alegación.

Faltando uno solo de ellos la serie se vuelve definitivamente ineficaz. Ya abundé sobre ese tema en esta obra, al sostener que la eliminación de la etapa de la alegación en la mayoría de los trámites legislados en la actualidad so pretexto de que hay que acelerar el final del proceso conspira no sólo contra la seguridad jurídica sino también contra el concepto constitucional de debido proceso.

5) El principio de moralidad procesal

Si la razón de ser del proceso es erradicar toda suerte de fuerza ilegítima de una sociedad y evitar que todos se hagan justicia por mano propia, no puede siquiera concebirse que el legislador norme un medio de debate en el que pueda ser utilizada la fuerza bajo la forma de aviesa artería o traición.

De ahí que la regla moral ha de presidir siempre el desarrollo del proceso y el de los actos procedimentales que lo componen, al igual que debe hacerlo en todos los demás actos de la vida jurídica.

Hasta aquí la enunciación de los principios procesales, que instrumentan directivas unitarias (no admiten otras antagónicas), carácter que los diferencia de las reglas que se expondrán en el número siguiente, que siempre se presentan con la calidad de binarias.

La importancia de esta concepción radica en la circunstancia de que un proceso sólo es tal cuando se desarrolla conforme a la totalidad de los principios enunciados.

Insisto en ello: si las partes no actúan en pie de igualdad, o si el juzgador no es imparcial, o si la actividad de procesar no tiene un punto final predeterminado, o si la serie adoptada para su desarrollo no es eficaz para efectuar el debate o, finalmente, si la discusión se realiza al margen de la regla moral, se estará ante un simple procedimiento y nunca ante un proceso.

Ello significa que, no obstante tener la denominación de tal, su resultado no podrá ganar jamás los efectos propios del caso juzgado.

A tan importante conclusión ha llegado la Corte Suprema de Argentina al anular una sentencia ejecutoriada —imposible de pensar hasta ese entonces— por haber sido emitida en una parodia de proceso (que no respetó en el caso los dos primeros principios antes enunciados)243.

4. Las reglas técnicas del debate procesal [arriba] 

Al plantear el problema que presenta este tema (ver punto 1 de este Capítulo), he reseñado la corriente doctrinal que denomina como principios a ciertas cosas que no lo son.

En el número anterior ya he establecido qué es un principio, afirmando que siempre ostenta un carácter unitario y que, sin su presencia efectiva, no puede hablarse seriamente de proceso.

Toca ahora señalar que existen otras líneas directrices que se presentan siempre e invariablemente en forma binaria o como pares antinómicos, al decir de talentoso jurista oriental.

Y es que cada una de las preguntas formuladas al comienzo de este Capítulo respecto del debate judicial —en rigor, acerca del procedimiento y no del proceso— admite siempre dos respuestas antagónicas (oralidad o escritura; mediación o inmediación; etcétera)244.

Cuando el legislador opta por una de ellas desplaza automáticamente a la otra, en razón de que no pueden coexistir (existir al mismo tiempo) actitudes que se excluyen (es imposible hacer y no hacer al mismo tiempo).

Esto no implica que no puedan sucederse en etapas diversas del proceso (por ejemplo, una es escrita y la siguiente oral).

A estas líneas directrices les asigno la denominación de reglas técnicas del debate procesal y, por razones obvias, ostentan una importancia sensiblemente menor que la de los principios: sin éstos no hay proceso; pero habiéndolo, poco importa ontológicamente que el medio de expresión ante el juzgador sea la oralidad o la escritura, por ejemplo, en tanto que la respectiva regla no desnaturalice la esencia misma del proceso. La antinomia que presentan todas las reglas de debate se correlaciona con la incompatibilidad existente entre los sistemas dispositivo e inquisitivo.

De tal modo, habitualmente los componentes de cada par antinómico se corresponden con uno de los sistemas procesales (por ejemplo, la publicidad es propia del sistema dispositivo; el secreto, del inquisitivo).

En razón de haber negado anteriormente en esta obra el carácter de proceso al método de discusión que se desarrolla de acuerdo con la filosofía que impera en el sistema inquisitivo, enunciaré ahora sólo las principales reglas técnicas de debate en orden a lo que universalmente se considera que es un debido proceso.

Las reglas que corresponden al tema se relacionan:

• Con el medio de expresión en el proceso,

• Con sus formalidades,

• Con su coste y rapidez de solución,

• Con su publicidad,

• Con el orden de la discusión,

• Con el desarrollo de la serie,

• Con la deducción de defensas y proposición de medios de confirmación y la utilización de sus resultados, y

• Con la presencia efectiva del juzgador durante su tramitación.

Veamos ahora las reglas que se corresponden con cada uno de estos problemas. 1) Oralidad o escritura

La regla opera según que se utilice la palabra oral o escrita para efectuar cada una de las actuaciones que requiere el desarrollo total y definitivo de la serie procedimental.

No obstante lo que se afirma repetidamente por los autores de la materia en cuanto a la necesidad de instaurar un procedimiento oral para que se adecue con el texto constitucional, lo cierto es que, a los fines de respetar la esencia de la idea de proceso, tan válida es una como la otra245. Entre nosotros, la oralidad se ha confundido siempre e inexplicablemente con la instancia única246.

Habitualmente se vincula a la oralidad con la inmediación y con la celeridad, en tanto que la escritura es relacionada con la regla de la mediación procesal y con la morosidad judicial.

Algo hay de cierto en ello: la escritura permite un cúmulo de corruptelas que difícilmente se presenta cuando se aplica la regla de la oralidad. Pero la regla también opera al contrario, como puede verse en el relato que consigno a pie de página247. 2) Libertad o legalidad de formas

El tema apunta a señalar a la mayor o menor potestad que tienen las partes para establecer por sí mismas cómo han de desarrollar el curso procedimental del trámite de la serie.

En el mundo moderno coexisten ambas reglas: en el arbitraje privado, por ejemplo, opera plenamente la que pregona la libertad de las formas (las partes pueden pactar lo que deseen acerca del método de discusión: dónde, cómo, cuándo y ante quién lo harán); en las distintas legislaciones en general predomina la regla de la legalidad (obviamente aplicable de modo estricto en materia penal), bajo cuya vigencia las partes deben atenerse necesariamente a las normas de trámite preestablecidas por el legislador.

Sin embargo, y dependiendo ello del mayor o menor grado de totalitarismo que exhiba un código dado, se permite siempre a las partes disponer convencionalmente acerca de ciertas normas que regulan la actividad de procesar (por ejemplo, pueden ampliar plazos para contestar demandas o excepciones, ofrecer medios de confirmación, alegar, etcétera).

3) Economía procesal

Doctrinalmente es difícil determinar el ámbito de aplicación de esta regla.

Tal imprecisión viene de la simple circunstancia de que la economía no implica solamente la reducción del coste del proceso sino también la solución del antiguo problema del alargamiento del trámite, la supresión de tareas inútiles y, en definitiva, la reducción de todo esfuerzo (cualquiera sea su índole) que no guarde adecuada correlación con la necesidad que pretende satisfacerse.

De allí que los autores que se refieren al tema en cuestión aborden una variedad de aspectos que van desde la ociosidad de ciertos actos procesales hasta el estricto problema del coste crematístico del proceso. En rigor de verdad, ciertos temas que aquí se estudian deben ser absorbidos por otra regla que ostenta denominación específica: la celeridad procesal.

De allí que ahora me concrete a hablar de los gastos que insume el proceso.

El ideal de gratuidad del servicio de justicia que priva en el mundo moderno no se corresponde con lo ocurrido en épocas pasadas: muchas veces se ha encarecido severamente el acceso al proceso como forma de disminuir un elevado índice de litigiosidad248.

Tan importante es el problema que gran número de constituciones políticas de la actualidad aseguran un efectivo servicio de justicia económico a fin de no vedar a los particulares el auxilio judicial por carencia del dinero necesario.

Y es que una constatación incuestionable inicia cualquier planteo sobre el tema: todo proceso insume gastos. Y ello no puede evitarse jamás, como no puede soslayarse el coste de cualquier servicio.

De ahí que el problema que genera el estudio de esta regla ya no pasa por la onerosidad del proceso sino por decidir de manera equitativa quién debe hacerse cargo de ella.

Por supuesto, la respuesta es también alternativa: los propios litigantes (beneficiarios directos del servicio) o el conjunto de la comunidad (beneficiarios eventuales). La adopción de una u otra respuesta es producto de aplicar una pauta política que, como tal, es contingente.

De esta forma, habrá que buscar en cada legislación en concreto el régimen que adopte al respecto.

4) Celeridad

Esta regla indica que el proceso debe tramitar y lograr su objeto en el menor tiempo posible, por una simple razón ya apuntada con exactitud por el maestro Couture:

"En el proceso, el tiempo es algo más que oro: es justicia. Quien dispone de él tiene en la mano las cartas del triunfo. Quien no puede esperar se sabe de antemano derrotado. Quien especula con el tiempo para preparar su insolvencia, para desalentar a su adversario, para desinteresar a los jueces, gana en ley de fraude lo que no podría ganar en ley de debate. Y fuerza es convenir que el procedimiento y sus innumerables vicisitudes viene sirviendo prolijamente para esta posición".

Una simple lectura de los ordenamientos legales vigentes revela que el legislador americano no ha comprendido el problema recién señalado: en la actualidad se asiste a un fenómeno complejo que se presenta en todas las latitudes y que se denomina universalmente crisis de la justicia.

Tales causas pueden agruparse convenientemente con diferentes ópticas: 

• Orgánicas249,

• Normativas250,

• Sociológicas251,

• Económicas252,

• Políticas253,

• Culturales254 y

• Burocráticas255.

No obstante ello, resulta razonable aceptar la hipótesis de la regla contraria —los procesos no deben tramitar rápidamente— como otra forma de desanimar a los particulares que piensan litigar. Pero ello es impensable en el mundo actual; de allí que en todas partes se pregone y procure la vigencia plena de esta regla.

5) Publicidad

Esta regla, propia del sistema dispositivo o acusatorio, indica que el desarrollo de la serie procedimental debe hacerse públicamente, en presencia de quien esté interesado en el seguimiento de su curso.

Salvo en casos excepcionales que, por motivos superiores, aconsejan lo contrario (por ejemplo, litigios en los que se ventilan problemas íntimos familiares), la publicidad es un ideal propio de todo régimen republicano de gobierno.

En general, las legislaciones del continente aceptan esa regla de modo expreso, indicando que los jueces sólo pueden hacer secreta una actuación en casos verdaderamente excepcionales y siempre por resolución fundada.

Por supuesto, el secreto no puede regir respecto de las propias partes en litigio, toda vez que ello generaría la indefensión de por lo menos una de ellas.

6) Preclusión

La idea lógica de proceso implica el necesario desarrollo de una serie cuyos componentes deben ser cumplidos en un cierto orden establecido por la ley o por la convención. La regla procesal que se adecua a esta idea se conoce en doctrina con la denominación de orden consecutivo y de ella se deriva que cada elemento de la serie debe preceder imprescindiblemente al que le sigue.

Como todo el desarrollo de la serie procedimental tiene una duración temporal —no importa al efecto cuán dilatada sea— debe establecerse en la normativa que la rige un cierto plazo para efectuar cada uno de los pasos necesarios para llegar a su objeto.

En la alteratividad de las respuestas jurídicas, el legislador puede optar por dos soluciones diferentes: permitir o no el retroceso de los pasos que exige el desarrollo de la serie.

En otras palabras: posibilitar que las partes insten cuando lo deseen (regla del libre desenvolvimiento o de la unidad de vista) o que lo hagan sólo y exclusivamente dentro del plazo prefijado al efecto (regla de la preclusión).

En todo proceso con trámite escrito y en algunos orales que se desarrollan con total formalismo, cada parte tiene una sola oportunidad para instar en cada una de las fases que componen la serie.

Y aquí juega en toda su extensión el concepto de carga ya visto: si no se realiza el acto respectivo dentro del plazo acordado al efecto, se pierde la posibilidad de hacerlo después (se veda el retroceso en la estructura de la serie: por ejemplo, si el demandado dispone de un plazo de diez días para contestar la demanda, debe cumplir la respectiva carga dentro de ese plazo, perdiendo definitivamente la posibilidad de contradecir luego de su vencimiento).

Pero en orden a lograr un desarrollo eficaz de la serie procedimental en un proceso regido también por las reglas de la economía, celeridad y perentoriedad, la preclusión no sólo debe operar por vencimiento del plazo acordado para ejercer un derecho o facultad procesal sino también de otras dos formas:

a) Por el ejercicio de un derecho o facultad incompatible con el que está pendiente de ser realizado (por ejemplo, cumplir el mandato contenido en la sentencia durante el plazo vigente para impugnarla hace perder el derecho de impugnación) y

b) Por el ejercicio válido de la facultad antes del vencimiento del plazo acordado al efecto (por ejemplo, contestar la demanda al segundo día cuando pendían diez para hacerlo, hace perder el derecho de mejorar o cambiar —aún en el resto del plazo— las defensas esgrimidas).

La adopción por el legislador de la regla de la preclusión lo lleva a otra alternativa, que se verá seguidamente.

7) Perentoriedad

Un plazo acordado para cumplir una carga procesal puede vencer automáticamente por el mero transcurso del tiempo sin que aquélla sea cumplida o, por lo contrario, precisar de una nueva instancia de quien se benefició a raíz del incumplimiento. Esto genera las reglas de perentoriedad y de no perentoriedad que aparecen —una u otra— en las distintas legislaciones vigentes.

La tendencia doctrinal es la adopción de la regla de la perentoriedad, que se adecua más que su antinómica a otras ya vistas precedentemente: la economía y la celeridad.

Sin embargo, en un foro que se prevalece de la artería cual los nuestros en la actualidad es mejor el sistema contrario pues posibilita un mejor ejercicio del derecho de defensa.

8) Concentración

Otra regla que se relaciona con el orden de la discusión es ésta que indica que la serie procedimental debe desarrollarse íntegramente en un mismo acto o en el menor número posible de éstos que, además deben estar temporalmente próximos entre sí.

La regla es plenamente compatible con la de la oralidad, en tanto que su par antinómico —la dispersión— se adecua a la regla de la escritura.

Sin embargo, las legislaciones que adoptan la escritura como forma de expresión en el proceso, norman también que la producción de los medios de confirmación debe efectuarse lo más concentradamente posible.

9) Eventualidad

La adopción de la regla que establece un orden consecutivo con carácter preclusivo para la presentación de las instancias lleva aneja la imposibilidad de retrogradar el desarrollo de la serie. Por esta razón, todas las defensas que deba esgrimir una parte procesal han de ser propuestas en forma simultánea (y no sucesiva) una ad eventum de la otra a fin de que si la primera es rechazada por el juez pueda éste entrar de inmediato a considerar la siguiente.

Esta es la regla de la eventualidad que se aplica irrestrictamente a las afirmaciones, defensas, medios de confirmación, alegaciones e impugnaciones, cuando se intenta lograr un proceso económico y rápido.

10) Inmediación

Esta regla indica la exigencia de que el juzgador se halle permanente y personalmente en contacto con los demás sujetos que actúan en el proceso (partes, testigos, peritos, etcétera) sin que exista entre ellos algún intermediario.

Esto tiene fundamental importancia respecto de los medios de confirmación y, como es obvio, exige la identidad física de la autoridad que dirige la actividad de procesar y de la que sentencia el litigio.

El natural correlato de esta regla es la de la oralidad, pues estando vigente ésta, aquélla no puede ser soslayada.

11) Adquisición

Esta regla indica que el resultado de la actividad confirmatoria desarrollada por las partes se adquiere definitivamente para el proceso y, por ende, para todos sus intervinientes.

Por virtud de su aceptación en un ordenamiento dado, la parte procesal que produce un resultado confirmatorio que le es adverso no puede desistirlo(con lo cual podría mejorar la posición sustentada en el litigio).

12) Saneamiento

Esta regla es compatible con la que indica que la dirección del proceso es ejercida por el juzgador (y no por las partes).

Cuando se la adopta en una legislación dada cabe otorgar al juez facultades suficientes para decidir liminarmente acerca de cuestiones objetivamente improponibles (las que carecen de todo respaldo legal256) y de todas aquellas que entorpezcan o dilaten el desarrollo de la serie (incidentes notoriamente infundados) o hagan peligrar su eficacia (instancias defectuosas que pueden tornar nulo el proceso).

Esta regla, intrínsecamente buena, deja de serlo cuando es aplicada con criterio autoritario.

4. Las reglas técnicas de la actividad de sentenciar [arriba] 

Estas reglas presentan características similares a las ya vistas precedentemente respecto de la actividad de procesar: siempre son binarias y se relacionan con distintos aspectos propios de la tarea de fallar el caso sometido a juzgamiento. Estos son: calidad y número de juzgadores, cantidad de grados de conocimiento, evaluación de los medios de confirmación, correspondencia entre lo pretendido y lo acordado en el juzgamiento y aplicación de la norma jurídica que rige el caso justiciable.

En razón de que todas las alternativas que surgen de los temas recién mencionados tienen aceptación en algún código vigente en América, seguidamente expondré el tópico a partir de la cuestión ya apuntada y no desde la propia denominación de la regla, como lo he hecho en el número anterior.

1) Calidad de los juzgadores:

La primera cuestión que se plantea gira en torno de la pregunta: ¿quién debe sentenciar?

Dos soluciones aparecen de inmediato: un juez técnico o un juez lego.

Habitualmente operan varios en conjunto y actúan con la denominación de jurado ; es también el caso del arbitrador y del antiquísimo juez de paz de nuestras campañas257.

En Argentina, no obstante que el juicio por jurados deviene imperativo desde la normativa constitucional258, existen jueces técnicos letrados (abogados). La combinación de ambas reglas produce la formación de un tribunal mixto (pluripersonal) compuesto por jueces técnicos y jueces legos (escabinos).

2) Cantidad de juzgadores

La segunda cuestión que se puede plantear se produce con la pregunta ¿cuántos jueces deben fallar un asunto determinado en el mismo grado de conocimiento?

La respuesta también es alternativa: uno (juez unipersonal) o varios (en número impar no menor de tres) (tribunal colegiado).

En Argentina, rigen las dos reglas: aunque la mayoría de los ordenamientos vigentes consagran la actuación de un juez unipersonal en el primer grado de conocimiento, ciertas provincias han adoptado para ello la regla de la colegiación para cierta categoría de asuntos justiciables.

El problema debe estudiarse conjuntamente con la siguiente cuestión.

3) Cantidad de grados de conocimiento

Nuevamente se presenta aquí otra alternativa: uno solo (instancia única) o varios (no menos de dos) (instancia múltiple).

Las dos reglas imperan en la Argentina: si bien la mayoría de los ordenamientos vigentes consagran un doble grado de conocimiento (ordinario) con juez unipersonal en el primero y tribunal colegiado en el segundo, algunas provincias legislan para ciertos asuntos un juzgamiento en única instancia ante tribunal colegiado. Para ver cómo funcionan en algún lugar determinado las tres reglas reseñadas, el lector debe ocurrir a la respectiva ley organizativa del Poder Judicial.

Por mi parte, creo que la instancia única no sólo no es intrínsecamente buena (ver la notas # 14 y siguiente en esta misma Lección) sino que es inconstitucional por repugnar a lo normado en Pactos internacionales que la Argentina ha suscrito y adoptado con rango mayor al de la ley.

4) Evaluación de los medios de confirmación

El tema genera dos opciones posibles para que sean adoptadas por el legislador: el valor confirmatorio de un medio cualquiera lo fija el propio legislador (sistema de la prueba tasada o prueba legal o tarifa legal) o queda sujeto a la convicción del juzgador, que debe (sistema de la sana crítica) o no dar explicaciones acerca de cómo falla un determinado asunto (sistema de la libre convicción).

La regla de la prueba tasada o legal o tarifada indica que el legislador proporciona al juez —desde la propia ley— una serie de complejas reglas para que evalúe el material de confirmación producido en un litigio dado: por ejemplo, un contrato cuya cuantía excede una cierta cantidad no puede ser probado por testigos; la confesión de la parte releva de toda otra prueba; se requieren dos o más testigos con declaraciones acordes para tener por acreditado un hecho; etcétera.

Está aceptada en casi todas las legislaciones de América pero ha sido superada en los códigos procesales modernos. La regla de la libre convicción tiene un contenido exactamente contrario al de la prueba tasada: el legislador no proporciona regla alguna para que el juzgador evalúe el material producido por la confirmación procesal y, antes bien, deja que juzgue en la forma que le indique su conciencia.

No obstante que gran parte de la doctrina no la apunta, la característica especial del sistema que adopta esta regla es que el juzgador no tiene el deber de motivar su pronunciamiento: es la típica actividad de los arbitradores (árbitros legos que laudan en conciencia y en equidad) y de los integrantes de un jurado. Salvo los dos casos referidos, no creo que haya en América régimen legal alguno que adopte esta regla para ser aplicada por jueces técnicos.

La regla de la sana crítica presenta la característica de dejar librada a la apreciación del juzgador el mayor o menor efecto confirmatorio que pueda otorgar a cada uno de los medios producidos en el proceso.

Si bien hasta aquí la regla opera igual que la anterior, en este caso el juez debe motivar su pronunciamiento conforme con otras reglas: las de la lógica formal y las de la experiencia normal de un hombre prudente, que le enseñan a discernir entre lo verdadero y lo falso.

Esta regla está aceptada en todos los ordenamientos legales del continente y en la mayoría de ellos opera en forma conjunta con la de la prueba tasada, propia de las leyes civiles que rigen desde el siglo pasado.

5) Correspondencia entre lo pretendido y lo juzgado

Esta cuestión genera la más importante regla de juzgamiento, que se conoce doctrinalmente con la denominación de congruencia procesal.

Ella indica que la resolución que emite la autoridad acerca del litigio debe guardar estricta conformidad con lo pretendido y resistido por las partes.

A mi juicio, ostenta una importancia mayor que la que habitualmente presenta toda regla técnica, pues para que una sentencia no lesione la garantía constitucional de la inviolabilidad de la defensa en juicio, debe ser siempre congruente y, por ende, no adolecer de algún vicio propio de la incongruencia, que se presenta en los siguientes casos:

a) El juzgador omite decidir alguna de las cuestiones oportunamente planteadas por las partes y que sean conducentes a la solución del litigio: ello genera el vicio de incongruencia citra petita, que torna anulable el respectivo pronunciamiento.

El concepto se limita al caso expuesto, pues no existe incongruencia cuando el juzgador omite el tratamiento de una cuestión por virtud de la solución que da a otra que ha analizado previamente (por ejemplo, si el juez admite la existencia del pago alegado por el demandado, resulta inconducente el estudio de la defensa de prescripción opuesta ad eventum de la aceptada);

b) El juzgador otorga cosa distinta a la peticionada por la parte o condena a persona no demandada o a favor de persona que no demandó , yendo más allá del planteo litigioso: ello conforma el vicio de incongruencia ex tra petita, que también torna anulable el respectivo pronunciamiento;

c) El juzgador otorga más de lo que fue pretendido por el actor: también aquí se incurre en vicio de incongruencia, ahora llamado ultra petita, que descalifica la sentencia;

d) La sentencia presenta una incongruencia interna, representada por una incoherencia entre la motivación y la decisión, que así se muestran contradictorias entre sí.

Este vicio de autocontradicción, llamado también incongruencia por incoherencia, torna anulable el respectivo pronunciamiento.

En este supuesto, ingresa un vicio de incongruencia propio de la sentencia de segundo o de ulterior grado y que se presenta cuando en la decisión del recurso de apelación no se respeta la regla no reformatio in pejus, que indica que el tribunal de alzada carece de competencia funcional para decidir acerca de lo que no fue motivo de agravio de parte interesada y que, por ende, no puede modificar la senten cia impugnada en perjuicio del propio impugnante.

También ingresan en este vicio otros dos supuestos finales: incongruencia por falta de mayoría y por falsa mayoría de votos de jueces integrantes de un tribunal colegiado.

Toda sentencia de tribunal pluripersonal debe contener pronunciamiento expreso y positivo adoptado por mayoría absoluta de opiniones concordantes de sus integrantes. Cuando los fundamentos no concuerdan entre sí, no puede hablarse de la existencia de la mayoría absoluta requerida para cada caso por las leyes procesales, razón por la cual corresponde integrar el tribunal con mayor número de juzgadores hasta que sea posible lograr tal mayoría.

Si no se efectúa esta tarea y la sentencia se emite con fundamentos que no concuerdan en los distintos votos que hacen mayoría, se presenta el vicio de falta de mayoría que, al igual que todos los demás antes enunciados, también descalifica la decisión.

La falsa mayoría se presenta como vicio de incongruencia cuando la sentencia muestra acabadamente que en el ánimo de los juzgadores está el obtener una decisión determinada y, sin embargo, se llega a otra por medio de la suma de votos.

El caso es de rara factura pero no imposible de acaecer; al igual que los anteriores, también descalifica a la sentencia.

6) Aplicación de la norma jurídica

El problema que plantea la cuestión que versa acerca de qué norma legal debe aplicar el juzgador para la solución del litigio genera una doble respuesta: está vinculado estrechamente y sin más a lo que las propias partes han argumentado (interpretación extrema y grosera de la aplicación del sistema dispositivo) o puede suplir las normas citadas por ellas.

Esta última alternativa es la que goza de general aceptación y ha generado la regla iura novit curia que indica que las partes procesales sólo deben proporcionar al juez los hechos, pues él conoce el dere cho y debe aplicar al caso el que corresponda según la naturaleza del litigio.

Esta regla admite tres matices:

a) Aplicar el derecho no invocado por las partes;

b) Aplicar el derecho correcto, cuando fue erróneamente invocado por las partes;

c) Contrariar la calificación jurídica de los hechos efectuada por los propios interesados.

Hace relativamente escaso tiempo que la doctrina ha comenzado a meditar seriamente acerca de esta regla y de sus supuestas bondades, que parece que no son tantas.

En rigor, ni siquiera son bondades cuando se aplica sin más en el segundo grado de conocimiento, donde se presenta como una forma de evitar el irrestricto acatamiento por el juzgador de otra regla de juzgamiento: la de no reformatio in pejus.

 

 

Notas [arriba] 

232 Para descartar el uso de la fuerza.
233 Que, como tal, es impartial, imparcial e independiente.
234 Si es que no se disuelve por alguna de las vías posibles de autocomposición.
235 Insisto recurrentemente en que el debate procesal es lucha, no un paseo alegre y despreocupado de las partes tomadas de la mano y caminando por el parque. Por tanto, los contendientes –protagonista y antagonista no están interesados en la búsqueda de la verdad –cual lo afirma ilustre tratadista sino en ganar en lo pretendido o en lo resistido!
236 SI no se acepta la imprescindible necesidad que tienen ambas partes de discutir en situación de exacta igualdad jurídica y, por tanto, se mantiene en el proceso la natural desigualdad humana, ¿para qué hemos adoptado el proceso como método de debate? ¿No es ello una simple hipocresía? ¿No es más fácil y honesto continuar la antigua tradición del uso de la fuerza?
237 Por eso es, precisamente, que en el sistema inquisitivo no puede hablarse con propiedad de una imparcialidad judicial en razón de que el juez es, al mismo tiempo, el acusador... Es decir: juez y parte. Idéntica reflexión cabe hacer respecto del juez de lo civil dentro del sistema que le permite subrogar a la parte procesal en la tarea de confirmar. 238 Los jueces de América en general no han sido preparados para actuar con imparcialidad. En rigor, una gran mayoría ignora en qué consiste esa destreza (cual la denomina importante magistrado chileno), así como cuál es su verdadera esencia o las variadas situaciones en las cuales el concepto queda vulnerado y, con él, la garantía del debido proceso.
Antes bien, la cultura paternalista que al mejor estilo Macondo nos han impuesto los parámetros autoritarios que rigen desde siempre en este sufrido sur del continente, hace que los jueces en general vean como correctas las actitudes propias que cumplen a diario para tratar de igualar la desigualdad natural de las partes procesales en homenaje –otra vez a una difusa meta de Justicia que bien pueden llegar a lograr. Pero ilegítimamente.
El problema surge, a no dudar, del doble papel protagónico de juez y parte que el sistema inquisitivo acuerda al juzgador.
Así ocurre hasta hoy en la mayor parte de América con los jueces laborales y los jueces de menores, encargados desde siempre de obviar la desigualdad del trabajador frente al patrón y la del menor en situación de abandono, cuyo interés superior deben privilegiar a todo trance.
Estoy convencido de que esa notable desigualdad real debe ser paliada. Pero no por el juez, encargado final de asegurar la igualdad jurídica de las partes procesales. Antes bien, podrá ser cuidada por defensores ad hoc, por asesores en el litigio que procedan promiscuamente con los representantes de los menores y de los trabajadores, por muchos y variados funcionarios –acepto a todos los que imagine el lector― quienes se dediquen con exclusividad a ello. Pero insisto: nunca por el juez pues, al desnivelar la igualdad jurídica para lograr una supuesta y nunca alcanzable igualdad real, logra sólo desequilibrar el fiel de la balanza de la Justicia y hacer ilegítima su sentencia. Por justa que sea en los hechos... y para el sentir del propio juzgador.
Tal vez toda esta execrable actitud paternalista provenga de mal copiar sin meditarlo la función de los jueces penales que procesan y juzgan en el sistema inquisitivo, en el cual tienen el deber de aplicar siempre la ley más benigna y de introducir oficiosamente el conocimiento de hechos que configuran excepciones cuando el reo no las ha opuesto (por ejemplo, lo sobreseen por amnistía no obstante que el amnistiado no haya hecho valer la respectiva defensa en el juicio).
Como cruel corolario final de toda esta exposición, recuerdo que habitualmente soy interrogado por algunos jueces que, aceptando mis parámetros lógicointerpretativos y académicos, afirman no compartirlos en el campo de la Justicia, pues ese criterio aséptico de la imparcialidad que pregono no sirve para prevenir la desigualdad de la parte más débil que no pudo contratar al abogado de renombre que asiste a su contrario y, por eso, deben ayudar para que el joven y poco preparado letrado efectúe una defensa correcta y, llegado el caso, suplirlo (con lo cual la ayuda ya no es para la parte débil sino para el abogado ignorante).
Estas actitudes duelen al Derecho y, a poco que se las analice, repugnan a la legitimidad procesal.
Para empezar, de nada vale ser buen abogado para estos jueces justicieros que, en lo que creen su augusta misión, igualan hacia abajo.
Por esto mismo es que el joven abogado no se prepara adecuadamente: no sólo no le sirve ―pues así es como logra la ayuda del juez― sino que, tragicómicamente, el estudio conspira contra sus propios intereses: cuando sea un letrado reconocido y capaz de abogar como Dios manda, el juez tomará partido seguro por el adversario joven e inexperto, ignorante y chapucero...
¿Se advierte cómo y cuánto se iguala hacia abajo y, a la postre, se perjudica todo el sistema de Justicia?
Lo que habría que hacer cuando una parte está mal defendida es ordenar el cambio de abogado claro que esto es fuerte, aunque se use habitualmente en los países que pertenecen al common law o, más li vianamente, ordenar una asistencia letrada al letrado que la necesita. En este sentido hay norma expresa en muchas legislaciones (por ejemplo, ver la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Provincia de Santa Fe, Argentina).
239 Si bien la voz asepsia significa ausencia de materia productora de descomposición o de gérmenes que pueden producir infecciones o enfermedades, por extensión se dice que aséptico es quien no muestra ninguna emoción ni expresa sentimientos.
240 Es la actitud o comportamiento del que no se inclina por ninguna de las dos partes que intervienen en un enfrentamiento ni las beneficia ayudando a forzar la solución pretendida por una de ellas.
241 Insisto vehementemente en esto por cuanto los jueces del sistema inquisitivo sostienen siempre y con absoluta buena fe que actúan con una imparcialidad funcional que nada tiene que ver con la imparcialidad personal o espiritual que, de existir, no empañan a aquélla. Frase similar se lee en Los miserables, dicha por el Inspector Javert para justificar su tenaz persecución al desgraciado Jean Valjean: cuando el policía descubre que no es así, se suicida.
242 Una de las grandes conquistas de la humanidad es la legislación que hace definitivo a todo sobreseimiento.
243 Ver el conocido caso Campbell Davidson c. Provincia de Buenos Aires, fallo del 19.02.71, publicado en Fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, vol. 279, pág. 59. También en la revista jurídica El Derecho, vol. 36, pág. 290.
244 Acá es donde puede verse con claridad la esencia unitaria de los principios: si se arman con ellos pares antinómicos cual acabo de hacerlo con las reglas procesales habrá que presentar una idea antagónica de la que encierra cada principio. Y así, habrá que optar entre la igualdad y la desigualdad de las partes, entre la imparcialidad y la parcialidad del juzgador, entre la moralidad y la inmoralidad del debate, etcétera. ¿Puede concebirse dislate mayor? ¿Se comprende el por qué resulta menester hacer la distinción entre principios y reglas? 245 La afirmación no es pacífica en la doctrina: conocido autor argentino proclama que si el juicio no es oral no se respeta la garantía constitucional del debido proceso. No comparto la idea y afirmo rotundamente lo contrario: un juicio escrito es suficiente garantía si se cumple escrupulosamente con la vigencia de los principios procesales, en especial los que refieren a la igualdad de los parciales y a la imparcialidad del juzgador. De cualquier forma, es claro que la doctrina insiste de modo recurrente y desde hace años con la oralidad al pregonar que es el mejor método de enjuiciamiento y que, por tanto, cabe sostener con verdadero fundamentalismo la bandera ¡oralidad o muerte! levantada en aquella inolvidable polémica de los años ’60 que se tituló tinta versus saliva.
Por mi parte, a esta altura de la vida y después de haber pasado años en esa misma exacta tesitura, no tengo ya tan claro el panorama.
Sucede que en mi experiencia judicial he podido actuar casi cuatro años como juez del sistema oral (integrando un Tribunal Colegiado de Juicio Oral de instancia única en cuanto a los hechos en materias civiles tales como divorcio, filiación, accidentes de tránsito, etcétera), y más de veintisiete en el sistema escrito con la más amplia competencia civil, tanto en primero como en segundo grado de conocimiento.
En mi actuación oralista aprendí allí que no es oro todo lo que reluce y que el sistema es mucho más vulnerable que el escrito.
246 Las críticas que seguidamente relataré derivan de esa confusión. Volveré pronto sobre la oralidad. Pero antes, las críticas a ella tal como se presenta en la actualidad, concebida como propia y específica de la única instancia.
Sin extenderme demasiado sobre el tema, presento algunas pocas reflexiones a modo de ejemplo:
a) La oralidad exige una cultura extrajurídica a los jueces: la de no levantarse de sus sillas mientras se desarrolla el proceso. Como en general nadie ostenta tal cultura trasera, hay tan grande movimiento de jueces en la sala mientras declaran los testigos, peritos, etcétera, que es imposible cualquier deliberación entre los juzgadores antes de dictar la sentencia pues ninguno ha visto u oído lo mismo que los otros. Con lo cual se vulneran varias reglas de juzgamiento.
b) En la Argentina no se tiene la cultura de la deliberación (en el exacto sentido de reflexión o meditación conjunta) por lo que, en general, los juzgadores no deliberan. A lo sumo, escriben sus opiniones (votos) y los hacen circular entre los restantes integrantes de un tribunal, con lo cual cae la esencia misma de la colegiación en la única instancia: el intercambio de opiniones.
c) Siempre predomina la personalidad de uno de los jueces por sobre la de los otros y, a la postre, termina imponiendo su decisión (advierta el lector cuán pocas disidencias existen en los fallos de los tribunales colegiados!).
d) Por mucho esfuerzo y dedicación que ponga un tribunal que desea hacer las cosas bien, no alcanza a tomar más de dos audiencias de vista de causa (con producción de toda la prueba) por día hábil judicial. Si el año cuenta con doscientos días hábiles y el Tribunal no pierde uno solo de ellos (es decir: jamás se enferma un juez, funcionario, litigante o testigo y todos los días se toman todas las audiencias, cosa que es material y matemáticamente imposible) un Tribunal soporta la emisión de cuatrocientas sentencias por año. No más. La experiencia indica que un número igual de pleitos se disuelve por medios autocompositivos. Por tanto: un Tribunal en serio admite sólo ochocientos expedientes por cada año calendario. Con diez más, entra en mora. En mi ciudad —con un millón de habitantes— ese número se duplica o triplica y, entonces, las audiencias de vista de causa se convocan a dos o tres años vista. ¿Parece serio el sistema? Cuando hago estos cálculos en público, me responden invariablemente que el problema lo genera el escaso número de Tribunales, que deberían ser muchos más. Y yo replico: ¿a qué coste? ¿Con qué presupuesto en los países latinoamericanos?
e) Al ser de instancia única, las sentencias de estos tribunales no admiten recurso de apelación sino sólo de casación, con lo cual no se cumplen expresas previsiones de pactos internacionales y se generan muchas injusticias.
Si se separa, entonces, el concepto de oralidad del de instancia única (que ya se ha visto no comparto en su actual matrimonio legal), creo que puede asegurarse un procedimiento eficaz por medio del juicio oral ante un juez unipersonal con apelación ante un superior jerárquico. Para ello, todo lo que cabe hacer es asegurar un adecuada registración de todo lo actuado en el juicio otra vez, el acta del acto (¿por qué no una filmación, con lo económico que ella sale y con lo sencillo que resulta hacerla?).
SI se separa, entonces, el concepto de oralidad del de instancia única (que ya se ha visto no comparto en su actual matrimonio legal), creo que puede asegurarse un procedimiento eficaz por medio del juicio oral ante un juez unipersonal con apelación ante un superior jerárquico. Para ello, todo lo que cabe hacer es asegurar un adecuada registración de todo lo actuado en el juicio otra vez, el acta del acto (¿por qué no una filmación, con lo económico que ella sale y con lo sencillo que resulta hacerla?).
247 Lo que más me aflige del sistema oral es la posibilidad de que los jueces juzguen por la cara o aspecto de los litigantes, cosa que he visto hacer en muchas ocasiones.
Para remarcar este aspecto, transcribo a continuación parte de un cuento del cronista guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, relatando un modo de juzgamiento en El Japón heroico y galante:
... “El magistrado Itakura Sihheidé tenía la costumbre de presidir su tribunal escondido detrás de un biombo (esto recuerda a los jueces sin rostro de Colombia pero no tiene nada que ver con ellos) y de moler té con los dedos durante las audiencias.
“¿Por qué haces eso?” preguntóle un día el daimyo (señor feudal del lugar).
Y el buen juez le contestó: “La razón que tengo para oír las causas sin ver a los acusados, es que hay en el mundo simpatías, y que ciertas caras inspiran confianza y otras no; y viéndolas estamos expuestos a creer que son palabras honradas las del que tiene rostro honrado, mientras no lo es la palabra del que tiene rostro antipático. Y tan cierto es esto que, antes de que abran la boca los testigos, ya pensamos con sólo verlos: éste es un malvado, éste en un buen hombre. Pero luego, durante el proceso, se descubre que muchos de los que nos causan mala impresión, son dignos de cariño y, al contrario, muchos de los que lucen agradables son de verdad inmundos. Por otra parte, yo sé que comparecer ante la Justicia —aun cuando se es inocente— resulta una cosa terrible. Hay personas que, viéndose frente al hombre que tiene su suerte en las manos, pierden toda la energía y son incapaces de defenderse y, así parecen culpables sin serlo”.
El daimyo exclamó:
“Muy bien. Pero ¿por qué te entretienes en moler el té?
“Por esto que voy a responderte”, murmuró el juez. Y le dijo:
“Lo más indispensable para juzgar es no permitir a la emoción dominarnos. Un hombre de verdad bueno y no débil, no debe emocionarse nunca; pero yo no he logrado aún tanta perfección y, así, para asegurarme de que mi corazón está tranquilo, el medio que he encontrado es moler té. Cuando mi pecho está firme y tranquilo, mi mano también lo está, y el molino va suavemente y, así, el té sale bien molido. Pero, en cambio, cuando veo salir el té mal molido, me guardo de sentenciar”.
No digo que este procedimiento sea bueno. Pero cuánta razón tiene el juez del relato en orden a cómo engañan los rostros de los litigantes y la belleza de ciertas testigos...
248 También puede ocurrir ello por efecto del voraz apetito fiscal, todavía vigente en numerosas provincias argentinas en las cuales el litigio se vuelve casi imposible para el hombre medio.
249 Porque estoy convencido de que la crisis judicial es consecuencia de la asistemicidad de su funcionamiento, y aunque parezca marginal respecto de la línea expositiva de la obra, creo importante remarcar que entre las causas orgánicas de tal crisis pueden mencionarse: 1) la defectuosa regulación de la actuación del Poder Judicial por parte de las leyes que lo reglamentan; 2) la notable incoherencia que existe entre las leyes procesales heredadas de España y la Constitución, que sigue el modelo norteamericano; 3) la ausencia hasta hoy de un adecuado sistema de designación de jueces; 4) la defectuosa regulación de la competencia judicial; 5) la existencia de excesivos grados de conocimiento; 6) la inexistencia de juzgados que entiendan eficientemente en los litigios de menor cuantía, solucionándolos expeditamente.
250 Entre las causas legales o normativas pueden ser mencionadas: 1) la defectuosa regulación procedimental de elevado número de tipos de juicio; 2) la falta de comprensión por el legislador de lo que es un debido proceso como objeto de una instancia bilateral (y, a raíz de ello, la normal ruptura del principio de igualdad de las partes procesales; la instauración del deber legal de búsqueda de la verdad real; la indebida regulación de los principios procesales, confundidos con las reglas de procedimiento; la falta de definición coherente de las funciones del juez y de las de las partes, etcétera); 3) la existencia de elevado número de tipos procedimentales y la enorme disimilitud de plazos procesales, defensas oponibles y medios de impugnación existentes en cada uno de ellos; 4) el deficiente manejo de la oralidad en su adopción sólo por tribunales de instancia única; 5) la excesiva duración de los trámites procedimentales; 6) la excesiva intervención del Ministerio Público en asuntos que esencialmente no le conciernen; 7) la aplicación del principio de legalidad en materia penal, con una política criminal marginada del tiempo que se vive; 8) la hiperinflación legislativa que, para colmo, contiene normas oscuras, mal redactadas y sin técnica específica suficiente y generadoras de microsistemas legales, cuyo articulado o lógica interna contradicen al sistema general y se convierten en cuerpos extraños, obligando a la tortura de interpretaciones contradictorias, creando dudas respecto de la legislación realmente aplicable a un caso y posibilitando infinitos planteos de inconstitucionalidad.
251 Entre las causa sociológicas cabe mencionar a: 1) la existencia de una justicia posmoderna light, de tipo utilitario; 2) la notable influencia en la sociedad de los medios televisivos, lo que ha generado un inusual ve dettismo judicial; 3) la falta de ejemplaridad de la conducta de algunos jueces, o la falta de solidaridad, etcétera; 3) la inadecuación del sistema legal con lo que hacen sus destinatarios; 4) la existencia de demasiados abogados, con notable caída del nivel académico profesional generado por una permisiva obtención de títulos académicos que permiten, sin más, el total ejercicio de la abogacía; 5) la falta de credibilidad del pueblo en general en su judicatura, con la plena certidumbre de los particulares de que no comparecen ante los tribunales iguales en poder sino desiguales en su poder económico y político; 6) idéntica falta de credibilidad respecto de los abogados, muchos de los cuales practican impunemente la utilización de inconducta procesal maliciosa; 7) la adopción en las sentencias de un lenguaje críptico y esotérico, que las hacen incomprensibles para sus verdaderos destinatarios; 8) la ausencia de control de los jueces por parte de sus superiores; 9) la excesiva litigiosidad actual; 10) el excesivo coste del servicio judicial; 11) la falta de contracción al trabajo de muchos funcionarios judiciales; 12) la intromisión de muchos jueces en cuestiones de específica competencia de otros poderes del Estado.
252 Entre las causas económicas cabe mencionar: 1) la endémica reducción presupuestaria del Poder Judicial, con la consiguiente carencia de adecuada infraestructura; 2) la carencia de informatización del movimiento de expedientes; 3) el escaso material existente en las bibliotecas de los tribunales, 4) la permanente escasez de personal y el mantenimiento de estructuras básicas prácticamente similares a las que estaban en vigencia en el año de 1930; 5) la excesiva desproporción entre la cantidad de asuntos justiciables que ingresan cada año judicial y el número de jueces existentes para resolverlas; 6) el mal aprovechamiento de los presupuestos de los Poderes Judiciales, destinados en enorme proporción a sufragar sueldos y no a ha hacer inversiones de base; etcétera.
253 Entre las causas políticas cabe mencionar: 1) la permanente comprobación de que el Poder Judicial no actúa como un verdadero poder de control de los demás Poderes del Estado; 2) el recurrente sometimiento financiero que le imponen al Judicial los otros dos Poderes mediante la reducción presupuestaria a límites intolerables; 3) la notable injerencia de los poderes políticos en el sistema judicial mediante sistemas de designación de jueces y funcionarios menores; 4) el desajuste interno del Poder por la influencia de los medios de comunicación; 5) los excesivos problemas gremiales que se han dado en las últimas décadas; 6) los diversos problemas aislados que afectan la estructura del Poder: falta de utilización de los mecanismos de control, sanción y exclusión por parte de los Tribunales superiores respecto de los jueces y funcionarios inferiores; el recurrente y endémico problema que genera la designación de parientes y afines de los jueces en las distintas oficinas judiciales, creando las imaginables situaciones de tensión y de compromiso (este problema ha sido denunciado recientemente en valiente obra titulada La sagrada familia, publicada en Córdoba respecto de la justicia federal de esa provincia); la recurrente designación de funcionarios judiciales afines políticamente al partido de turno en el gobierno; la atribución legal de tareas de superintendencia a jueces en actividad que no se hallan preparados al efecto y que, con ello, logran grave resentimiento de la eficiencia de sus labores específicamente judiciales; etcétera.
254 Entre las causas culturales cabe mencionar: 1) la escasa preparación jurídica de muchos jueces, que ingresan muy jóvenes y sin base suficiente al Poder Judicial; 2) la pertinaz y antigua negativa de las autoridades políticas y judiciales de crear y organizar una verdadera Escuela Judicial cuyo tránsito sea obligatorio para ingresar, ascender y permanecer en los cuadros del Poder; 3) la insuficiente preparación de los abogados en las Universidades en general, en las cuales no se enseñan asignaturas propias y específicas de la función: redacción de sentencias, control de eficiencia en la gestión judicial, dirección de personal, etcétera; 4) la carencia de cursos obligatorios y periódicos de actualización profesional para jueces y funcionarios; 5) el marcado desinterés de los magistrados en general para lograr una adecuada preparación en sus menesteres específicos; 6) la falta de capacitación de funcionarios menores y empleados; 7) la evidente falta de formación educativa de la ciudadanía en general, que la hace carecer de cono0ciminwetos respecto de cómo debe funcionar republicanamente el Poder Judicial.
255 Entre las causas burocráticas ceba mencionar: 1) existencia de demasiadas oficinas que se retroalimentan con el cruzamiento de los más diversos trámites; 2) cada juzgado actúa como unidad única de gestión, repitiendo y multiplicando la misma función del juzgado que está al lado; 3) la notable pérdida de la eficiencia en el expedienteo judicial; 4) el predominio de la labor de la oficina por sobre la labor personal del juez; 5) la notable delegación en funcionarios inferiores de las tareas que le competen al juez con carácter exclusivo; 6) la ineficacia final que genera la tarea de controlar todo lo delegado; 7) la recurrente distribución deficiente de los recursos humanos
257 256 Hay clara diferencia entre caso no justiciable en el cual el juez debe vedar el acceso al proceso (recordar que allí no es posible accionar procesalmente, ver la Lección 6) y el caso objetivamente improponible por carecer de legislación que lo respalde en los exactos términos de la pretensión deducida. Creo que este último supuesto debe ser erradicado de toda normativa; caso contrario no podría el juez crear derecho para llenar lagunas de la ley, en los exactos términos del art. 16 del Cód. Civil. Que fallaba según la conseja de Sancho Panza cuando gobernaba la ínsula Barataria: a verdad sabida y con buena fe guardada.
258 El mandato constitucional proviene del año de 1853. Exactamente ciento cincuenta años después seguimos discutiendo acerca de jurado si o jurado no. Es notable ver cómo se caldean los ánimos de quienes abogan por una u otra tesis en los congresos jurídicos que, cada vez en mayor medida, se ocupan del tema en la actualidad.



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