Sin buenos abogados, malos jueces y más juicios por jurados
Jorge H. Sarmiento García
Es importante el protagonismo que ha adquirido la Justicia, que debe juzgar conflictos con enorme impacto social y político. Es dable observar que la sociedad del siglo XXI dirige sus demandas al Poder Judicial y no tanto a los poderes políticos. Y por más que se produzcan cambios y se aceleren los procesos (especialmente de corrupción, incluso con detenciones), la gente no cree demasiado en los jueces.
Hay un gran escepticismo que tiene, entre otras, las siguientes causas fundamentales:
Ante todo, es incuestionable que históricamente la Argentina padece de anomia, no por ausencia de normas para regular la vida social (en verdad, hay una especie de hiperinflación de ellas), sino porque reina un estado que surge -según la psicología y la sociología- cuando las reglas sociales (entre ellas las jurídicas) se degradan o directamente se eliminan y ya no son respetadas por los integrantes de una comunidad. De ahí la gran debilidad institucional que sufre nuestro país, a la que no escapa el Poder Judicial ni, por ende, los jueces.
Pero hay otra razón que no siempre se menciona: la necesidad de una clara conciencia profesional en los abogados, de entre quienes se designan los jueces. Y el examen de los elementos esenciales que constituyen una profesión -como la de abogado- muestra claramente su íntima relación con la moral; de ahí que la profesión y la moral tienen que ir siempre de la mano. Por consiguiente, esta actividad práctica, para que sea buena, debe estar regulada por una normativa ética.
Además, el acto profesional tiene siempre relación con otra persona y, por ende, entra en el campo de las relaciones interpersonales que hay que respetar. En este aspecto social, el acto profesional puede ofender a la justicia conmutativa o puede ir en contra de la justicia distributiva, o lesionar la justicia legal.
Ofende a la justicia conmutativa si no se cumple lo estipulado previamente o si se exigen honorarios exorbitantes. Va contra la justicia distributiva si, tratándose de cargos públicos, esos actos favorecen indebidamente los intereses individuales, familiares o de grupos. Se lesiona la justicia legal si se defrauda a la sociedad por el trabajo no realizado o realizado a medias o deficientemente.
La función social de la profesión e incluso el rendimiento de la profesión misma están ligados indisolublemente con la moralidad, y si una profesión no se realiza según las normas de la moral individual y social, es evidente que el sujeto no cumple con sus deberes.
Incuestionablemente nos rodea en general una falta de conciencia profesional, que reconoce como motivos el aflojamiento de la conciencia moral, el olvido del bien común, el desprestigio de las leyes, etc., pero en modo particular la deshumanización de las relaciones humanas.
Cada profesional tiene la impostergable obligación de formar su propia conciencia profesional, que no es otra cosa que un aspecto parcial de la moralidad personal. Si una persona es moral en su conducta privada, seguramente lo será también en su conducta profesional.
Es falsa la gratuita afirmación de que “el negocio es el negocio” (“business are business”) y que puede realizarse a expensas de la moral. No hay ninguna actividad profesional cuyo ejercicio exija ir en contra de las leyes morales, porque en este caso tendríamos una profesión ilícita, y una profesión cuyo ejercicio fuera incompatible con la moral, no podría ejercerse por dos razones: en primer lugar, por ser indigna de la persona humana, y, en segundo término, por ser perniciosa para la sociedad.
Por eso, con idéntico motivo con que se requieren del profesional los conocimientos adecuados que le capaciten para desenvolverse satisfactoriamente en su ramo, la sociedad le pide ese conjunto de cualidades morales que lo habiliten para desempeñarse con dignidad en su función específica.
Toda profesión tiene una función social ineludible y la moralidad profesional pide que el afán del propio provecho ceda al espíritu de servicio. Bien se ha dicho que todos los profesionales alaban las virtudes y no pocos, luego, sirven a los vicios; y ello se debe a la falta de una conciencia profesional, cuyas causas principales son el materialismo y el relativismo, el aflojamiento de la conciencia moral, el olvido del bien común y, en modo particular, la deshumanización de las relaciones humanas.
Se impone, por tanto, una recta formación de una conciencia profesional, cuando -como escribiera Royo Marín- “Hoy se ve únicamente al cliente, al que da unas pesetas, que es lo que queda en la caja y que se anota en los libros y que es, en definitiva, lo único que se busca”.
Por eso, con idéntico motivo con que se requieren del abogado los conocimientos adecuados que le capaciten para desenvolverse satisfactoriamente en su profesión, la sociedad le pide ese conjunto de cualidades morales que lo habiliten para desempeñarse con dignidad en su función, más cuando sin buenos abogados seguramente habrá malos jueces y continuará o aumentará el desprestigio del Poder Judicial.
Pensamos que con rectitud de intención se promueve también a veces el juicio por jurados como un remedio para los malos jueces. Cierto es que la institución deviene de la ideología democrática (y así la ha receptado la Argentina desde la Constitución Nacional de 1853/60), considerándose una institución política que tendría que ser visto como una forma de soberanía popular. Al decir de Tocqueville, el sistema de jurados parece ser la consecuencia directa y extrema de la soberanía del pueblo, del mismo modo que el sufragio universal; y el jurado ubicaría el real control de la sociedad en las manos de los gobernados, o en una porción de los gobernados, y no en las de los gobernantes. Pero aun cuando esto fuere correcto, parece ser incuestionable que actualmente se establece -al menos en alguna medida- como instrumento para superar a los jueces protervos.
Ya nos hemos pronunciado reiteradamente en contra del juicio por jurados -especialmente en materia penal- compuesto por individuos que ni conocen las leyes, ni están obligados a responder de sus actos, tratándose por ende de una manera muy imperfecta de administrar justicia. Cierto es que los miembros del jurado, a quienes no se exige ni conocimiento del derecho ni responsabilidad de sus acciones, no juzgan sino sobre el “hecho”, dejando la cuestión de “derecho” para el magistrado que debe entender en ella; mas esto no desvirtúa la precedente aseveración, porque lo que es propiamente difícil en las causas criminales, es ventilar la cuestión del hecho, sobre si el tal individuo cometió tal delito o no, sobre si obró como verdadero homicida o ejecutó una acción de otra especie, etc.; y esta cuestión es la que se deja precisamente al juicio de las personas del pueblo, juicio que dan sin responsabilidad alguna, lo cual se presta a abusos enormes, porque la opinión de los medios y del público que asiste a los debates, fácilmente puede inclinar a la absolución del culpable o a que se dé por libres a los malhechores y viva agobiada de ellos la sociedad.
Y concluyo con convicción (no para ser “políticamente correcto”) afirmando que no se puede desconocer la existencia de excelentes abogados y jueces, que receptan que el derecho plantea un mínimo, pero que la ética pide más, al implicar un ser y un parecer que estén comprometidos con la magnanimidad, o virtud por la que un hombre busca lo que es grandioso y honorable en su vida.
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