Tanzi, Héctor J. 15-03-2005 - Historia Ideológica de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (1930-1947) 15-10-2007 - Historia Ideológica de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (1966-1973) 14-10-2005 - Historia Ideológica de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (1947-1955) 15-09-2006 - Historia Ideológica de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (1955-1966) 01-03-2014 - Grandes jueces de la Corte Suprema de Justicia de La Nación
En 1906 fallecen Bartolomé Mitre, Manuel Quintana, Bernardo de Irigoyen y Carlos Pellegrini, políticos de larga actuación, que dejan un vacío en las luchas electorales.
Pero la muerte del presidente Quintana, daría ocasión para un profundo cambio institucional. Le sucede el vicepresidente Figueroa Alcorta. Se había alejado del círculo de Roca y las circunstancias que lo llevan al poder le permitirán profundizar la separación: su objetivo fue acabar con el autonomismo roquista. Parecía una empresa difícil, pues sólo contaba con el apoyo de los autonomistas de Pellegrini, escindidos del roquismo y sin su jefe, fallecido, y los mitristas dirigidos por Emilio Mitre. Frente a estos se alzaba la mayoría de los gobernadores autonomistas, la coalición de los Partidos Unidos de la provincia de Buenos Aires y un Congreso subordinado a estas tendencias. Paulatinamente fue dominando estas situaciones con los mismos métodos que utilizaron los presidentes del Partido Autonomista Nacional para desplazar a los opositores en las décadas anteriores. Ni las interpelaciones parlamentarias a los ministros ni los postreros intentos de defensa de los roquistas, amilanaron al presidente.
Fue logrando adhesiones provinciales y en las elecciones para renovar la mitad de la Cámara de Diputados de 1908, la política de Figueroa Alcorta encontró apoyo incluso del gobernador de Buenos Aires, amenazado con la intervención federal. De esta manera a fines de 1909 se lanzaba la candidatura de Roque Sáenz Peña, integrado al pensamiento político del presidente, que en las elecciones del año siguiente sería elegido casi sin oposición.
Una de las reformas que encaró el nuevo presidente, fue modificar el sistema electoral. Los vicios ya eran manifiestos y existía una población nueva, hijos de inmigrantes o nacionales, con inquietudes que querían expresar. Sáenz Peña se reunió en privado con Hipólito Yrigoyen y aseguró la reforma. La nueva ley electoral fue elevada a la Cámara de Diputados el 11 de agosto de 1911. Establecía el voto obligatorio, secreto y de lista incompleta, que permitía la representación de la minoría, que no existía con el sistema imperante de lista completa. Se proponía 2/3 de las bancas de diputados para la mayoría y 1/3 para la minoría. El debate fue intenso; aún existían legisladores del viejo sistema que rechazaban el cambio, pero la mayoría en ambas Cámaras aprobó el proyecto que fue promulgado el 13 de febrero de 1912 como Ley Nº 8871.
La ley comenzó a experimentarse inmediatamente en Santa Fe, dando el triunfo a la Unión Cívica Radical; luego en la Capital Federal. Se producía una transformación profunda que permitiría la renovación de los partidos políticos, tanto para las viejas agrupaciones como para las nuevas. A finales de 1912 se votó en Córdoba, Tucumán y Salta, y el triunfo lo fue para coaliciones conservadoras. En 1914, para diputados en Capital Federal, triunfaron los socialistas. Sáenz Peña se empeñó en terminar con las pésimas prácticas utilizadas hasta entonces: en algunos casos envió comisionados como observadores y en otros realizó gestiones privadas para impedir la reiteración de nombramientos familiares en los cargos del Senado.
La enfermedad del presidente le impidió concluir su período y luego de varias licencias, falleció en Buenos Aires el 9 de agosto de 1914. El vicepresidente, Victorino de la Plaza, a pesar de las presiones, no alteró la ley electoral y en las elecciones nacionales de 1916 triunfó la U.C.R. que permitió varios años de nuevas prácticas políticas.
De esta manera se inicia un período que se extiende hasta el golpe militar del 6 de septiembre de 1930, en que se sucederán presidentes radicales: Hipólito Yrigoyen de 1916 a 1922, Marcelo T. de Alvear de 1922 hasta 1928 y nuevamente Yrigoyen de 1928 hasta su derrocamiento en 1930.
Yrigoyen exhibirá sensibilidad social, aunque su primera presidencia fue ocupada por su obsesión por desplazar a los gobernantes provinciales del “régimen”, como les llamaba, mediante constantes intervenciones federales, que tendrán repercusión en la Corte Suprema. Pero el sistema no desapareció durante la presidencia de Alvear.
En materia económica el país se consolida como exportador de cereales (trigo, maíz, lino) y se desarrolla en gran escala el frigorífico para la exportación de carne enfriada y congelada, concentrándose esta producción en los puertos donde se radican los establecimientos (Buenos Aires, La Plata, San Nicolás, Campana). Se produce una lucha comercial entre frigoríficos de capitales ingleses y norteamericanos, estos últimos establecidos en 1907 (Swift y Armour, entre otras firmas). Eran empresas industriales para servir a la exportación. En 1911 decidieron unirse y se fijaron cuotas de exportación, en especial de carne enfriada (chilled). Pero la unión no fue definitiva y la guerra de las carnes, como dio en llamarse, no cesó. Sin embargo, esta actividad significativa no provoca una evolución paralela de la riqueza interna, y mantiene el sistema de producción sujeto a los mercados extranjeros. La economía muestra un enorme potencial productivo, pero sujeta a las economías y estructuras del mercado internacional, en particular lo referido a capitales y precios. Junto con el incremento de la exportación, el ferrocarril alcanza gran desarrollo y en 1914 las líneas llegan a 35.500 km.
La población ha pasado de casi 4.000.000 en 1895 a cerca del doble en el censo de 1914, con un importante ingreso inmigratorio positivo, que en la primera década del siglo llegó a más de un millón de personas. La población se concentra en el litoral y en exceso en Buenos Aires, lo que ocasiona problemas de vivienda y como solución el conventillo. La Corte deberá resolver la constitucionalidad de leyes de excepción sobre contratos de locaciones. Pero además se advierte una migración interna; provincias como Santiago del Estero, que, de ser una de la más poblada en 1869, pasa a ser superada por las del litoral y por Mendoza y Córdoba. La despoblación aparece también en provincias como Jujuy, La Rioja, Catamarca, San Juan o San Luis.
Un síntoma favorable es la constante disminución del analfabetismo: mientras que el censo de 1914 indica un 35,65 % de analfabetos de la población total, en 1928 se ha reducido al 21,48 %.
Este desarrollo está acompañado con las nuevas ideas socialistas llegadas de Europa que, con la industrialización y la concentración urbana, se reflejarán en los reclamos obreros y en la legislación. Huelgas violentas y atentados anarquistas, darán origen a leyes de expulsión de extranjeros en 1902 y de defensa social en 1910, con procedimientos de dudosa constitucionalidad. A todo ello se agregarán los sucesos de la revolución bolchevique de 1917 en Rusia y su prédica en favor de la clase obrera y de la supresión de la propiedad privada, uno de los pilares del orden jurídico interno.
Hay actividades que comienzan a tener gran relevancia por la función que ocupan en la economía, como ferroviarios, trabajadores portuarios y otras actividades industriales que se modernizan con maquinarias de reciente incorporación. El censo de 1914 indica que los establecimientos industriales llegaban a 48.779 con más de 400.000 obreros, y se pasaba a un desarrollo de tipo capitalista. Para competir con capitales ingleses, en la década de 1920 se instalan en el país varias firmas de Estados Unidos, como General Motors, RCA Víctor, Good Year, Colgate Palmolive y otras.
De cualquier manera la clase política dirigente avanzará muy lentamente en la modernización de la legislación laboral, sólo regulada en unos pocos artículos del Cód. Civ. referidos al contrato de locación de servicios. En 1904 el Ejecutivo preparó y elevó al Congreso un interesante Código del Trabajo que no fue tratado. El proyecto serviría de orientación en la legislación futura. Regulaba el contrato de trabajo, accidentes, duración, trabajo a domicilio, de menores y mujeres, condiciones de higiene y seguridad, contrato de aprendizaje, asociaciones industriales y obreras, jurisdicción laboral, conciliación y arbitraje.
En 1905 se aprueba la ley del descanso dominical, aunque por entonces mezquinamente sólo aplicable a la Capital Federal. Una literatura insidiosa y el desconocimiento, hizo correr la versión de la intensa labor socialista en esta legislación, pero se olvida que ya en 1884 la Asamblea de Católicos peticionaba el descanso dominical según el ejemplo de la Iglesia de santificar las fiestas. Los Círculos de Obreros Católicos reclamaron insistentemente esta ley y la del trabajo de menores y mujeres y proyectaron leyes al respecto. En el segundo Congreso de los Católicos de 1907, un informe del diputado Santiago O´Farrell pedía una ley que regulara el contrato de trabajo, el salario mínimo, el trabajo de mujeres y niños, una ley de accidentes de trabajo y seguro obrero. En esta orientación, en 1915 los diputados Juan F. Cafferata y Arturo Bas, propiciaron y lograron la aprobación de la ley de casas baratas. Los cuatro barrios que se construyeron por esta ley aún hoy están habitados. Cafferata fue autor de proyectos de jubilación de maestros primarios de provincia, caja de pensión a la vejez, seguros contra la invalidez, bien de familia, de represión del alcoholismo, para combatir la trata de blancas. El diputado Bas preparó e impulsó la ley que creó la Caja Nacional de Ahorro Postal para fomentar el ahorro entre los estudiantes, que inició sus actividades el 5 de abril de 1915 y perduró con éxito más de medio siglo; proyectó la ley para jubilación de los ferroviarios también aprobada en 1915.
En 1907 se reglamenta el trabajo de mujeres y menores. En 1912 se crea un Departamento Nacional del Trabajo dentro del Ministerio del Interior, para recoger datos sobre la legislación y el cumplimiento de las leyes obreras. La Ley Nº 9688 de octubre de 1915 sobre accidentes de trabajo y enfermedades laborales, transformó el concepto del Cód. Civ. en materia de responsabilidad, presumiendo la culpa del empleador (antes había que probarla), salvo en casos de accidentes intencionales, culpa grave del obrero o fuerza mayor extraña al trabajo. Algunas provincias avanzaron más rápidamente en la materia, como ocurrió cuando en 1929 se reguló la jornada de trabajo:
Mendoza, San Juan, Salta, Tucumán, Santa Fe ya tenían aceptada las 8 horas. Otras normas reglamentaron el trabajo a domicilio (Ley Nº 10.505 de 1918), la protección del salario frente a los acreedores, su pago en moneda nacional y no en especie, y la limitación de la jornada de trabajo a ocho horas semanales (Ley Nº 11.544 de 1929).
II. Valoración de la Actuación de la Corte [arriba]
A pesar de las transformaciones que provocaban las nuevas tendencias sociales, los reclamos laborales, los procesos internacionales o las concepciones que nacían como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, los hombres de la Corte permanecían impasibles. No estaban preparados para aceptar estos cambios; mental e ideológicamente los rechazaban y por ello los resistían. Sus estudios universitarios y sus experiencias políticas, habían transcurrido en el limitado espacio que brindaba el sistema jurídico imperante, y cuando llegan a la Corte, está racionalmente arraigado y, por convencimiento o por pereza no logran superarlo. En la Corte perdurarán las doctrinas positivistas en sus vertientes sociológicas y naturalistas, cuando era evidente que surgía una fuerte tendencia renovadora que intentaba superar aquella postura y adaptarse al cambio. Las nuevas concepciones, se manifiestan en un primer momento en la interpretación más dinámica del derecho y en los métodos científicos de su estudio, que intentaban superar el simple análisis exegético de la ley.
Es difícil encuadrar dentro de una determinada escuela filosófica a los jueces de la Corte de este período, pues no parecen someterse a conceptos precisos. Pero lo que se encontrará en los fallos de este período es un indudable apego al positivismo legalista que los sujetó al texto de la ley, impidiéndoles ser creadores del derecho. Conceptos como “la ley es dura, pero es la ley”, están tan integrados al conocimiento que no les permite advertir que su aplicación irrestricta producía injusticias. Por ello se conformarán con los escasos artículos del Cód. Civ. destinados a regular la locación de servicios, para resolver toda la nueva problemática laboral, dejando de lado la intensidad de la expansión de esta rama del nuevo derecho. Esta ideología, por otra parte, terminaba protegiendo en muchos casos intereses económicos de los sectores más elevados.
De esta manera se advierte una lógica contradicción entre la orientación filosófica por la cual se sienten consustanciados, y las citas a las que acuden con insistencia. Estas son norteamericanas, pero el sentido mental de la actuación profesional de los jueces, es europea. Esta última es la que impide la crítica del texto legal, la que obliga a su aplicación estricta: someterse a la ley haciendo abstracción de lo que rodea al caso. Los jueces sólo deben aplicar la ley, concepto europeo alejado de la libertad de que podían hacer uso nuestros jueces para elaborar un compendio doctrinario moderno y original.
La simple invocación de los “principios generales del derecho” como fuente interpretativa, les hubiera permitido una aplicación dinámica y renovadora de la ley, traduciendo las nuevas necesidades de la cambiante sociedad y sin apartarse de las normas ni transgrediendo los límites constitucionales. En cambio perduraron en el rígido legalismo que sólo consolidaba un derecho que se apartaba del bien común e impedía su progresiva transformación y adaptación. La doctrina de la Corte de este período afianzó el individualismo y rechazó la intervención estatal, cuando en todo Occidente se producía una poderosa renovación que proclamaba la acción del Estado para proteger a los más débiles económicamente, conceptos que tuvieron escaso eco en los jueces.
A pesar de la fama doctrinaria que se ha pretendido atribuir a la Corte de esta época, prácticamente y por falta de creatividad y la perimida concepción que profesó, no han quedado fallos de trascendencia que orienten doctrinariamente aspectos esenciales del derecho. Revela esta conclusión el hecho de que el fallo que más se cita es el de “Ercolano c/Lanteri”, que los jueces resolvieron contrariando su ideología, en donde la mayoría convalidó una ley que invadía las relaciones privadas y proponía una participación activa del Estado con sentido social en la regulación de los alquileres(468).
Los jueces eran dedicados, honestos en su ideario, pero les faltó creatividad y decisión intelectual para superar los esquemas abstractos de un positivismo anquilosado y estrecho.
Por entonces el Poder Judicial y su máximo tribunal, pasada la etapa de organización y consolidación, estaba integrado con funcionarios estrechamente ligados a los poderes políticos. El sistema de elección de los jueces y su práctica comienza a recibir duras críticas. En 1899 el Ministro de Justicia e Instrucción Pública del presidente Roca, Osvaldo Magnasco, informaba al Congreso de la baja calidad intelectual de los jueces, de las deficiencias de los procedimientos y de las complacencias para servir a los poderosos. El presidente Roca en su mensaje de ese año al Congreso, pidió una investigación a fondo sobre el funcionamiento del Poder Judicial, pues la falta de seguridad jurídica limitaba las inversiones, y fue escandalosa la renuncia del juez de la Corte Luis V. Varela. Tres años después varias notas aparecidas en la respetable Revista de Derecho, historia y letras que dirigía Estanislao Zeballos, señalaban que eran pocos los jueces medianamente preparados, lo que se reflejaba en fallos superficiales, carentes de razonamiento y doctrina, todo lo cual revelaba falta de preparación para dictar la justicia del pueblo.
Es que la selección de los jueces seguía la vía del amiguismo político más que la búsqueda de la idoneidad, y el procedimiento de nombramientos y ascensos venía provocando la formación de una clase social exclusiva dentro de la administración de justicia, que en este período resulta muy manifiesta. En cuanto a los jueces de la Corte, provienen del régimen conservador roquista. Sin embargo la llegada de Yrigoyen no introducirá cambios en la mentalidad de los jueces. Con las designaciones del presidente Alvear para la Corte, ingresarán concepciones más modernas, pero que comenzarán a revelarse con posterioridad a nuestro período.
La Ley Nº 4055 de 1902 que creó las Cámaras federales de apelación, limitó las causas en apelación ante el Supremo tribunal. De cualquier manera el aumento de los litigios paulatinamente volvería a incrementar el trabajo en la Corte. En 1923 contamos unas sentencias dictadas; en 1928 fueron alrededor de 186.
Es interesante destacar que en esta época aparecen publicaciones periódicas de jurisprudencia y doctrina con moderna orientación: en 1916 la “Gaceta del Foro”, diario jurídico de la mañana dirigido por Ricardo Victorica. Son grandes hojas que recogen la jurisprudencia más importante de los tribunales de todo el país, avisos judiciales y noticias del foro local y de las provincias. Mayor relevancia tendrá “Jurisprudencia Argentina”, que sale en 1918 (el primer tomo se edita al año siguiente), dirigida por Tomás Jofré y Leónidas Anastasi y que contará con la colaboración de destacados profesionales. Al principio, y de acuerdo con el espíritu y la orientación de la publicación, sólo recoge los fallos de tribunales del país, pero enseguida serán acompañados por notas al pie, transcripciones de dictámenes o pericias.
Estas notas se convertirán en trabajos doctrinarios y a partir de 1924 habrá una sección de doctrina. En general aparecen 2/3 tomos por año (en 1926 serán 5) y la publicación alcanzará un alto nivel científico y orientador.
Por otra parte los fallos de la Corte comenzarán a ser motivo de un análisis más intenso en la enseñanza del derecho. Hasta entonces aparecían citados, pero sin desarrollo y, en casos, sólo para su crítica. El profesor de Derecho Constitucional en la Facultad de Buenos Aires, Juan Antonio González Calderón, asignará particular importancia a la jurisprudencia de la Corte en la búsqueda de la interpretación auténtica de la Constitución. Esta metodología la expondrá en su libro Derecho Constitucional argentino, historia, teoría y jurisprudencia de la Constitución, cuyo tomo primero aparece en 1917, el segundo al año siguiente y el tercero en 1922. Por entonces el juez y profesor Clodomiro Zavalía publicaba la primera Historia de la Corte Suprema de Justicia de la República Argentina en relación con su modelo americano. Con biografías de sus miembros (1920), donde analiza la jurisprudencia de la Corte desde sus comienzos con una selección de fallos. El mismo profesor, en 1924, edita un estudio del texto de la Constitución, por artículo, según la interpretación que le dio la Corte en sus fallos (Jurisprudencia de la Constitución Argentina. Interpretación que la Corte Suprema ha dado a cada uno de sus artículos desde 1862 hasta la fecha, en dos tomos).
A la actualización del derecho constitucional y a la importancia que adquiere el derecho laboral, llamado el nuevo derecho, hay que señalar que en esta época se producen notables transformaciones en las doctrinas sobre el derecho penal, con ensayos sobre su reforma, y en la misma reforma al Código Penal aprobada en 1922, con influencias modernas que intentan superar las escuelas positivas y antropológicas y donde la experiencia social adquiere especial atención. Lo mismo ocurre en el derecho civil y comercial, con proyectos de reforma y con leyes especiales que modernizan el primitivo sistema, que los especialistas analizan en reuniones como la convocada en Córdoba en 1927 para el Primer Congreso Nacional de Derecho Civil.
Estos cambios se manifiestan también en la enseñanza, que abandona el método exegético para avanzar en una sistematización moderna, reclamada por la reforma universitaria, planteada con grandes alteraciones a partir de 1918 en los sucesos ocurridos en la Universidad de Córdoba.
Ya indicamos que los jueces resuelven según el sistema europeo, dominados y restringidos por la aplicación severa del texto legal; pero la cita de los autores y de la jurisprudencia norteamericana es constante, en no pocos ejemplos sin estrecha relación con el caso, quizá, como opinó Julio Oyhanarte, porque estos antecedentes sólo eran el relleno doctrinario de una postura ya adoptada(469). En materia impositiva y económica, los autores como Gray (Limitations of taxin power. Limitaciones al poder de imponer tasas) y Tomás Cooley, son infaltables. Este último se transformó en una guía permanente en la Corte y en el fuero federal, quizá porque en sus libros se encontraron argumentos para intentar debilitar el poder estatal, exaltar la propiedad privada y el individualismo. Pero todo esto era aplicado en un ambiente social y económico distinto al que imperaba en el país del Norte y conforme al signo ideológico que nuestros jueces daban al concepto absoluto de propiedad, o a las restricciones que imponían a las provincias frente al gobierno central, o a las dificultades que tuvieron para permitir el ingreso de la idea del bien común en sus resoluciones(470).
La Corte funcionaba en el edificio de la calle San Martín 275, pero a comienzos de 1905 se inició la construcción de un edificio en la manzana comprendida por las calles Talcahuano, Tucumán, Uruguay y Lavalle, donde había estado el Parque de Artillería y fábrica de armas. Los planos se encargaron al arquitecto francés Norberto Maillart, que los elaboró sin conocer el país. El edificio tuvo una imponente dimensión, pero resultó poco práctico y en su interior ganaba en suntuosidad y dimensión de los espacios, que se perdían para el uso al que estaba destinado. Permanentemente fue objeto de trabajos para superar estas deficiencias. El edificio comenzó a habilitarse en 1910, con los festejos del Centenerario de 1810, trasladándose pocos años después la Corte y otros tribunales inferiores de diferentes fueros.
En materia de jubilaciones, la Ley Nº 4349 de 1904, reguló un sistema general para la administración, que comprendía a los miembros del Poder Judicial. La jubilación ordinaria se obtenía con 55 años de edad y 30 años de servicio.
Resoluciones de superintendencia de la Corte Suprema [arriba]
La Ley Nº 4055 de 1902 asignó a la Corte facultades de superintendencia y disciplinarias sobre Cámaras y juzgados federales y jueces letrados de los territorios en todo el país. Controlaban el cumplimiento de los reglamentos, la estadística de actuaciones, las licencias y aplicaban penas disciplinarias. Pero hubo casos donde estas facultades debieron ir más lejos del simple control administrativo.
En un caso, se negó a intervenir ante un pedido del Ejecutivo Nacional, que denunció a un fiscal de la cámara federal de La Plata por no apelar una causa en que la Nación era parte (5 de marzo de 1907, en F. 106:163).
En otro suceso, un juez de la cámara federal de Córdoba agravió a sus otros dos colegas y a un juez de primera instancia, quienes se quejaron ante la Corte. El Procurador General dijo que el incidente revelaba que en ese tribunal no existía armonía para asegurar la seriedad de los fallos, pero la superintendencia de la Corte no controlaba la conducta de los jueces, y así lo aceptó la Corte el 13 de junio de 1924; se agregó que si en el funcionamiento se revelaban irregularidades, se debería requerir de la Cámara de Diputados que ejerciera las facultades del juicio político (F. 140:425).
También fue grave la disputa entre jueces de la cámara federal de Rosario, donde dos de ellos llegaron a las manos y uno retó a duelo al otro. La Corte no actuó directamente, sino que mandó poner el hecho en conocimiento de la Cámara de Diputados para que considerara la procedencia de la acusación política (4 de agosto de 1926, en F. 147:25).
Único fue el caso en que la Corte intervino como tribunal arbitral según el art. 109 de la Constitución. Fue en el pleito de límites entre las provincias de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe que la Corte había decidido el 18 de marzo de 1882 (F. 24:62).
Ahora se presentaban nuevamente las provincias de Córdoba y Santa Fe para pedir que la Corte definiera un límite en el que no se ponían de acuerdo, reclamando el arbitraje o la ejecución del laudo. Los jueces no parecieron predispuestos a intervenir, desechando la ocasión para ejercer una tarea valiosa para el tribunal, que la misma Constitución definía y que salía de la competencia estrictamente judicial para entrar en un campo de interés federal. Se rechazó el pedido alegando que la intervención importaría alterar límites, función que le correspondía al Congreso (art. 67, inc. 14) (28 de septiembre de 1911, en F. 114:425).
Antonio Bermejo fue designado presidente de la Corte, por decreto del 10 de mayo de 1905 del presidente Quintana. El Tribunal estaba integrado por Octavio Bunge, juez más antiguo que vino ejerciendo la presidencia desde el fallecimiento de Abel Bazán en 1903, y por los jueces Nicanor González del Solar, Mauricio P. Daract, a los que se agregaría Cornelio Moyano Gacitúa.
En esta etapa la figura de Bermejo adquiere particular relevancia, no sólo como presidente de la Corte, sino porque impondrá un estilo particular al trabajo del tribunal que se manifestará en la tendencia ideológica y en la ausencia de disidencias, lo que hace presumir convicción en sus interpretaciones judiciales y la aceptación por sus colegas, ya como resultado de su experiencia y competencia, ya por su equilibrio y claridad, austeridad reconocida o convencimiento de la solución.
A pesar de las transformaciones sociales y políticas que ofrece el período, Bermejo mantuvo a la Corte en una línea interpretativa conservadora que impidió el desarrollo dinámico de la aplicación del derecho. Fue el representante de un positivismo que hizo prevalecer la ley con prescindencia de todo factor de la realidad, y no se sumó a las tendencias que preconizaban desde la cátedra y la doctrina una crítica a esta postura.
Sus estudios y su experiencia profesional y política, transitaron cuando en nuestro medio el auge del predominio positivista, tanto en su vertiente del naturalismo biologista, como en la sociológica, alcanzaban especial aceptación en la clase dirigente.
Novedosa corriente ideológica que tuvo particularidades específicas en su aplicación práctica en cada país. En el nuestro se manifestó con un acentuado individualismo que exaltó a la persona y su poder por sobre el del Estado, según lo proponían los escritos de Spencer; aceptó el predominio de los más aptos, según la tendencia evolucionista de Darwin; se manifestó con un cientifismo laicista o indiferente en materia religiosa; propuso una amplia libertad en materia económica y restricciones en materia política, resistiendo la democratización del sistema imperante. Bermejo trasladó estas manifestaciones espirituales a la Corte Suprema durante las tres primeras décadas de este siglo.
Nació en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, el 2 de febrero de 1853. Estudia en el Colegio Nacional de Buenos Aires y en la Universidad, donde se gradúa de doctor en jurisprudencia en 1876 con una tesis sobre las Cuestiones de límites entre la República Argentina y Chile. Tres años después publicaba un trabajo más amplio y depurado sobre el mismo tema con el título de La cuestión chilena y el arbitraje problema que en esa época preocupaba.
Por entonces, la Universidad de Buenos Aires dependía de la provincia y contaba con un Departamento de Jurisprudencia que venía introduciendo modernos métodos y nuevas especializaciones en el estudio del derecho. Con la cátedra de Procedimientos, creada en 1872 y a cargo de Antonio Malaver, se suprimirán las prácticas en la Academia de Jurisprudencia. El desarrollo de las materias y su autonomía científica reclaman su enseñanza independiente, como ocurre con las que se codificaban: civil, penal, comercial. A ellas se agregan los estudios de derecho romano y canónico, las modernas tendencias del derecho internacional, el estudio del derecho constitucional y la economía. Con la reforma de la Constitución de la provincia de Buenos Aires en 1873, se proponen nuevos cambios en su Universidad y el Departamento de Jurisprudencia se transforma en Facultad de Derecho y Ciencias Sociales y el 1 de junio de 1875 se aprueba un nuevo plan de estudios dividido en cinco años.
Bermejo complementa su actividad profesional con el ejercicio del periodismo y se inicia en la política como diputado en la Legislatura de la provincia de Buenos Aires.
Durante el conflicto de 1880 con motivo de la federalización de la ciudad de Buenos Aires, se une a la provincia que se opone a la medida. Superada esta etapa ejerce la profesión, colabora en la Revista Jurídica, novedosa publicación especializada en la jurisprudencia nacional, es profesor de Derecho Internacional en la Facultad de Derecho y apoya el movimiento de 1890 integrándose al mitrismo. En 1891 será senador nacional, incluso es mencionado como candidato a la intervención de Buenos Aires durante los sucesos de agosto y septiembre de 1893. En 1895 el presidente José Evaristo Uriburu lo designa su Ministro de Justicia e Instrucción Pública, cargo que ocupará hasta fines de julio de 1897; su tarea en la función fue relevante y han quedado las escuelas industriales, las comerciales de mujeres, la Facultad de Filosofía y Letras, la creación y organización del Museo de Bellas Artes. En 1898 vuelve al Congreso como diputado nacional: se recuerdan sus propuestas sobre leyes de enseñanza y régimen de pensiones.
Destacada actuación tendrá Bermejo como delegado en dos conferencias interamericanas. La idea de la colaboración americana no era nueva, pero con la Conferencia que se reúne en Wáshington en 1890 y que convoca Estados Unidos, tendrá un punto de partida concreto. Esta primera reunión generó algunas tensiones debido a la mutua desconfianza en las relaciones entre los Estados Unidos y la Argentina. Diez años después las condiciones para el acercamiento americano eran más propicias y se probaron en una nueva reunión en México entre 1901 y 1902. Para representar al país el presidente Roca designó a Bermejo, profesor de derecho internacional, al experimentado diplomático Martín García Mérou, ministro en los Estados Unidos, y al decano de Filosofía y Letras, Lorenzo Anadón. En 1910 se celebró una cuarta reunión interamericana en Buenos Aires; coincidía con el Centenario de Mayo. Nuevamente Bermejo presidió la delegación argentina y también la asamblea. Por entonces ya era juez y presidente de la Corte Suprema(471).
Bermejo fue nombrado juez de la Corte por el presidente Roca en reemplazo del fallecido Benjamín Paz (decreto del 19 de junio de 1903). Dos años después sería su presidente hasta su fallecimiento, ocurrido en Buenos Aires el 18 de octubre de 1929.
Su labor no se interrumpió hasta comienzos de este último año en que problemas de salud comenzaron a apartarlo: en febrero y marzo no intervino en los acuerdos, en agosto volvió a estar ausente, al mes siguiente no asiste con regularidad; el último fallo que firma es del 14 de octubre. El día del fallecimiento amaneció con una afección al corazón que su médico atendió; mejoró al punto que por la tarde firmó expedientes de trámite que le fueron traídos a su domicilio en Quintana 150; sin embargo desmejoró al anochecer y falleció(472). Fue de los primeros miembros de número que integraron la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires.
Fue también el presidente Roca quien nombró a Nicanor González del Solar juez de la Corte por decreto del 22 de mayo de 1901. Se desempeñó durante 23 años, hasta su fallecimiento en Buenos Aires el 12 de septiembre de 1924. Nació el 10 de agosto de 1842 y será el de mayor edad de los jueces de este período. Algunas biografías lo dan como nacido en Buenos Aires; constancias del archivo de la Corte Suprema indican a Corrientes(473).
Sabemos que estudió en el famoso Colegio de Concepción del Uruguay y luego en el de Monserrat, en Córdoba, y en esta Universidad se graduó de Doctor en derecho civil en 1866(474). Los estudios superiores en esta provincia quedaron nacionalizados durante la presidencia de Urquiza; también se actualizaron los cursos de derecho: en el plan de 1857 la carrera se desarrollaba en 4 años, con el estudio del derecho romano, canónico, patrio, internacional, procedimientos y constitucional. El plan aprobado en 1864 agregó el derecho civil y el comercial. González del Solar, una vez recibido, fue secretario de la Academia de Jurisprudencia, donde se realizaban las prácticas antes de la autorización para ejercer la profesión.
Parece que a comienzos de 1867 desde Paraná se trasladó a Corrientes, junto con su hermano Melitón, de profesión médico, su hermana Carolina y el esposo de esta, José Hernández, el futuro autor del Martín Fierro. Actuará como juez local y como procurador fiscal ante el juzgado federal, iniciando de esta manera una larga carrera profesional. La provincia había sufrido las consecuencias de la invasión paraguaya luego de iniciado el conflicto bélico, pero el joven abogado también intervendrá en los conflictos políticos internos. Es posible que los constantes cambios internos en Corrientes, lo obliguen a pasar a la ciudad de Rosario en Santa Fe. Aquí ocupará cargos judiciales, luego ejercerá la profesión, el periodismo forense en la publicación Anales del Foro Argentino que aparece en aquella ciudad, la docencia en derecho civil desde 1875 en una Escuela de Derecho creada en Rosario y formará parte de la Convención constituyente para reformar la Constitución de Santa Fe. Entrará en las lides políticas en oposición al gobernador Bayo y en el orden nacional será atraído por la figura de Adolfo Alsina.
Termina estableciéndose en Buenos Aires y en 1887 ingresa en el Poder Judicial como juez de comercio de la Capital; tres años después integra la Cámara de apelaciones de ese fuero (que entonces también comprendía lo Criminal y Correccional) para pasar luego a la Corte Suprema para ocupar el lugar del malogrado Enrique Martínez.
Los antecedentes conocidos de Mauricio P. Daract no son muchos, pero sabemos que resultó ser un relevante juez de la Corte y manifestó su particular pensamiento a través de algunas disidencias notables y en otras unido con Bermejo. Dominó con profundidad la jurisprudencia norteamericana que actualizaba con interés.
Fueron sus padres Mauricio P. Daract y Sofía Barbeito, vinculados estrechamente a la actividad política y económica de San Luis. El padre fue un opositor a Rosas y luego de su caída, actuó en la política de la provincia y la representó en 1862 como senador nacional.
Nació en San Luis en 1855. Las biografías dicen que estudió en Mendoza para pasar luego a Buenos Aires, donde obtuvo el título de abogado en 1877 con una tesis sobre Donaciones inoficiosas. Recibido, retornó a su provincia para desempeñarse en la docencia y en la actividad judicial, llegando a miembro del Superior Tribunal de Justicia. Importante resultó su participación en la reforma del Código procesal de San Luis en 1883 y fue comisionado por las autoridades provinciales para gestionar un préstamo interno en Europa. En 1892 es diputado nacional y el presidente Roca lo nombrará juez de la Corte Suprema por decreto del 23 de agosto de 1901 en reemplazo de Torrent. Se desempeñó hasta su fallecimiento, ocurrido en Buenos Aires en la Navidad de 1915.
De la austeridad de los jueces de esta época, son muchísimas las noticias que se encontrarán. Pero Bermejo y Daract se llevan las palmas como jueces estudiosos, apartados de toda estridencia, de esos que no se consideraban menoscabados si viajaban al tribunal en tranvía, ejemplo que hoy los enaltece.
El presidente Quintana completó la Corte con la designación de Cornelio Moyano Gacitúa para reemplazar a Bazán, por decreto del 18 de mayo de 1905. Había nacido en Córdoba el 26 de septiembre de 1858. Su padre luchó al lado del general Paz contra Quiroga y durante el rosismo estuvo preso en Buenos Aires, logró huir a Montevideo y terminó en Chile.
Moyano Gacitúa obtuvo el título de doctor en leyes en Córdoba en 1882 y se inició en la administración de justicia local hasta ocupar en 1887 el juzgado federal de la provincia. En 1902, al crearse las cámaras federales de apelación (Ley Nº 4055), fue nombrado miembro de la de Córdoba, y en este cargo fue propuesto para la Corte Suprema. A su actividad judicial unió un especial cariño por las letras, encontrándose entre los fundadores del activo “Ateneo Científico y Literario de Córdoba”, que llegó a presidir.
Relevante y trascendente fue su actuación como profesor de derecho penal en Córdoba, donde difundió las modernas tendencias del positivismo penal. Apreciaba la obra del médico italiano César Lombroso y con él entró en la metodología positivista, que introducía en la dinámica penal la experimentación, el interés por el delincuente y el estudio de los factores que lo llevaban a delinquir. Mientras Osvaldo M. Piñero difundía las nuevas concepciones en sus clases de derecho penal en Buenos Aires, Moyano Gacitúa las transmitía en Córdoba. En 1892 publica unas Notas de filosofía penal sobre el anarquismo, donde predica la necesidad de combatir este grave mal de la época, más que con penas, en la búsqueda de las causas de su origen.
Los proyectos para actualizar el Código Penal de 1887 se sucedían y la nueva tendencia propiciaba reformas. El presentado en 1891 por tres destacados penalistas atraídos por la escuela positiva, Piñero, Rodolfo Rivarola y José Nicolás Matienzo, luego Procurador General de la Corte, fue comentado por Moyano Gacitúa en un trabajo titulado La pena de penitenciaría y el proyecto de Código Penal (1895). Él mismo integrará una nueva comisión para revisar el Código, formada por el presidente Quintana en 1904 y que presentaría su informe dos años después, uno de los antecedentes del futuro texto del Código que se aprobaría en 1922.
En el ejercicio de la cátedra publicó un Curso de ciencia criminal y derecho penal argentino (1899), donde pone de manifiesto que si bien no había aceptado sin reparos las doctrinas positivistas, le reconocía su método, el interés que puso en los factores del delito y en la racionalización de las penas. En 1905 publicaba La delincuencia argentina ante algunas cifras y teorías(475).
Su paso por la Corte se vio interrumpido unos meses a comienzos de 1907 para asumir la intervención de la provincia de San Juan. Un movimiento de partidos opositores había derrocado al gobernador Manuel José Godoy el 7 de febrero; el interventor dispuso la caducidad de los poderes derrocados y convocó a elecciones para completar el período de Godoy y de nuevos legisladores.
A finales de 1909 tuvo problemas de salud y cesó por decreto del 10 de octubre de 1910, otorgándosele la jubilación. Pasó a su provincia y falleció en Alta Gracia el 29 de julio del año siguiente.
Para reemplazar al juez Bunge, jubilado, el presidente Figueroa Alcorta nombró a Dámaso E. Palacio, primero en comisión el 21 de abril de 1910, luego, obtenido el acuerdo del Senado, confirmado por decreto del 3 de junio de ese año. Sus padres eran oriundos de Santiago del Estero y allí nació el 13 de octubre de 1855. Al igual que Moyano Gacitúa, estudió por los mismos años que su colega en la Corte en el Colegio Monserrat de Córdoba y se doctoró en esta Universidad en 1880.
Su carrera es típica de la dirigencia de entonces. Comenzó actuando en la profesión y el periodismo, para ser ministro del gobernador Marcos Juárez de Córdoba. Tuvo intensa actividad docente como profesor del Monserrat, del cual llegó a ser Rector, y de la Facultad de Derecho, en donde ocupó altos cargos por 1890. También se adhirió al movimiento cultural que despertó el “Ateneo Científico y Literario de Córdoba”.
La actividad política la desarrolló en su provincia natal, Santiago del Estero: miembro de su Suprema Corte, diputado nacional entre 1882 y 1886, gobernador en dos ocasiones: 1898-1901 y 1908-1910; entre ambas gestiones fue senador nacional. Integró la Convención constituyente de la provincia que dictó la Constitución de 1903. De la gobernación de Santiago del Estero, pasó a la Corte Suprema donde actuó durante casi 13 años, hasta su muerte, ocurrida en Buenos Aires el 6 de marzo de 1923.
El sitio de Moyano Gacitúa fue ocupado por otro cordobés, Lucas López Cabanillas, designado a propuesta del presidente Roque Saénz Peña por decreto del 5 de diciembre de 1910. Había nacido en Córdoba el 13 de julio de 1855, contemporáneo de Palacio, y también estudió y se graduó en la Universidad de Córdoba. Su actuación inicial no estuvo de acuerdo con el sistema que se instauraría en el país en 1880 con Roca: comenzó por conspirar contra el gobernador del Viso de Córdoba y luego, en Buenos Aires, se unió a las fuerzas de Tejedor en 1880. Habría estado radicado en Azul, pasando luego a Entre Ríos donde vuelve a la actividad política y es elegido intendente de Gualeguay y luego diputado provincial. Su carrera judicial se inicia en Buenos Aires en 1887 como agente fiscal y continuará como juez correccional dos años después, juez de la Cámara de apelación en lo criminal y comercial en 1891, según la competencia de entonces. Encontramos numerosas sentencias que firma junto con Ramón Méndez, luego también miembro de la Corte.
En el más alto Tribunal estará pocos años pues cesa por decreto del 14 de octubre de 1914 que le acuerda la jubilación. No trasciende su pensamiento jurídico ni político; no hay disidencias. Pasó silenciosamente. Pero continuó la actividad pues en 1923 lo encontramos presidiendo la Asamblea constituyente que reformó la Constitución de Córdoba. Falleció en Buenos Aires el 20 de noviembre de 1935.
El retiro de López Cabanillas coincidió con el fallecimiento del presidente Sáenz Peña, y su sucesor, el vicepresidente Victorino de la Plaza no llenó el cargo con premura y quedó vacante casi un año, hasta que propuso a José Figueroa Alcorta, nombrado por decreto del 1 de septiembre de 1915. También nacido en Córdoba el 20 de noviembre de 1860 y recibido en esa Universidad.
En su carrera política ocupó cargos provinciales prominentes, pues fue gobernador de Córdoba, y luego las más altas funciones legislativas y ejecutivas: presidió el Senado, vicepresidente de la Nación elegido con Manuel Quintana para el período 1904-1910 y presidente al fallecer éste en 1906, completando el período hasta 1910. Ya en la Corte, al fallecer Bermejo sería elegido presidente en septiembre de 1930, por primera vez por sus pares; lo venía reemplazando como juez decano. Ocupó el cargo hasta su fallecimiento en Buenos Aires el 27 de diciembre de 1931. Se integró decididamente al pensamiento de Bermejo, y, a pesar de su larga presencia en el Tribunal, no anotamos disidencias. Fue también miembro de la Academia Nacional de Derecho de Buenos Aires.
Fallecido Daract, su lugar no fue llenado por el vicepresidente de la Plaza. En octubre de 1916 asumió Hipólito Yrigoyen como presidente de la Nación, pero tampoco demostró interés en cubrir la vacante. Cuatro años después de producida, fue nombrado Ramón Méndez (decreto del 9 de octubre de 1919). Este nombramiento y el del Procurador General Matienzo serían las únicas designaciones de Yrigoyen en la Corte.
Méndez venía actuando desde años atrás como juez del fuero comercial. Sus méritos estaban en una prestigiosa carrera judicial, pero no representaba los ideales del presidente radical. Yrigoyen no parece haber tenido intención de alterar el ordenamiento judicial; se interesó por la política provincial. Pero a pesar que los jueces que integraban la Corte no compartían su pensamiento (Bermejo, Palacio, González del Solar, Figueroa Alcorta y luego Méndez) pues estaban imbuidos en una ideología conceptual que el nuevo presidente radical rechazaba e intentaba desplazar, llegaron a aprobar parcialmente (con la disidencia de Bermejo), el régimen de locaciones, reconociendo por primera vez, aunque tímidamente, la facultad del Estado para reglamentar derechos tan personales como la propiedad y la contratación.
Méndez había nacido en Buenos Aires el 28 de marzo de 1867 y se recibió en la Facultad de Derecho de Buenos Aires con una tesis sobre Derecho de exploración, publicada en 1888. Se inició en la carrera judicial como juez en lo Civil en La Plata, nombrado por el interventor Lucio V. López, quien se desempeñó entre septiembre de 1893 y comienzos del año siguiente. Méndez ocupó luego una diputación en la legislatura provincial, para retornar al Poder Judicial como juez de comercio en la Capital Federal, después ascendido a camarista. Se jubiló como juez de la Corte por decreto del 1 de junio de 1927 y falleció también en Buenos Aires el 3 de abril de 1932.
Cuatro jueces más integrarán la Corte en este período, nombrados por el presidente Alvear: en lugar de Palacio, fallecido, será nombrado Roberto Repetto (decreto del 27 de septiembre de 1923); para reemplazar a González del Solar, también fallecido en el cargo, a Miguel María Laurencena (decreto del 5 de diciembre de 1924) y, a su fallecimiento, a Antonio Sagarna (decreto del 7 de septiembre de 1928); en lugar de Méndez jubilado, a Ricardo Guido Lavalle (decreto del 5 de julio de 1927).
Sólo Laurencena se integra totalmente al período pues falleció en el cargo el 3 de febrero de 1928 cuando se encontraba en Gualeguay, Entre Ríos. Si bien había nacido en Buenos Aires el 27 de febrero de 1851, su infancia la pasó en aquel pueblo entrerriano. Se graduó en Buenos Aires en 1877 con una tesis sobre Derecho de castigar (su fundamento), y enseguida se radicó en Gualeguay iniciando una larga carrera política: intendente del pueblo, diputado provincial en 1883, ministro del gobernador general Eduardo Racedo entre 1883 y 1886; intervino en la Convención que sancionó la Constitución provincial de 1883 y, por entonces, viajó a Londres para obtener un préstamo para construir ferrocarriles en Entre Ríos. Entre 1886 y 1892 fue diputado nacional y con los sucesos de 1890 nace su sentimiento por la innovación política que proponía el radicalismo. Es figura de la nueva fuerza en su provincia y los cambios electorales lo llevarán a ser nuevamente elegido diputado nacional en 1912 y reelegido dos años después, aunque en la ocasión no completará el mandato pues asumirá la gobernación de Entre Ríos el 1 de octubre de 1914 como primer gobernador de la Unión Cívica Radical. Luego volverá como diputado nacional. Se alejó del yrigoyenismo y organizó una agrupación política propia, el Partido Radical Principista, que llega a proclamar su candidatura presidencial. Unido a la conducción antipersonalista, el presidente Alvear lo consideraba especialmente y, a pesar de sus 73 años, lo designó en la Corte Suprema. De carácter dulce y delicados modales, fue estimado en el Tribunal a pesar que problemas de salud limitaron su actuación a poco más de tres años.
El juez Repetto responde a la época siguiente de la historia de la Corte, y allí será considerado. Sagarna y Guido Lavalle intentaron una aplicación más dinámica del derecho. En cuanto a Repetto, de larga actuación judicial, fue nombrado por el presidente Alvear por su prestigio como camarista en lo civil, ingresando a la Corte a los 42 años. Al fallecer Figueroa Alcorta a fines de 1931, sería elegido presidente. Pero en tiempos de Bermejo pareció aceptar la dirección de este juez y no se le conocen disidencias.
Ricardo Guido Lavalle fue nombrado por el presidente Alvear. Nacido en Buenos Aires el 23 de mayo de 1871, se recibió de abogado en su Universidad en 1896 con un trabajo sobre Estado de sitio (59 ps.).
Fue profesor de historia y filosofía en el Colegio Nacional de La Plata, paralelamente con intensas actividades literarias que lo llevaron a preparar estudios de los autores más representativos en publicaciones especializadas.
En la misma ciudad de La Plata ingresó al Poder Judicial provincial como asesor de menores y luego como juez civil y comercial (1901-1903), para pasar a desempeñarse como fiscal de Estado (1903-1906). Cumplida esta etapa ingresó a la actividad política y en 1906 fue elegido diputado nacional; intervino en la comisión reformadora de los códigos de procedimientos y debió sufrir el momentáneo cierre del Congreso que dispuso el presidente Figueroa Alcorta en enero de 1908 por la falta de aprobación del presupuesto. Cumplido el mandato legislativo, fue nombrado juez de la cámara federal de La Plata. Estaba en este cargo cuando pasó a la Corte en reemplazo de Ramón Méndez, por decreto del 5 de julio de 1927.
Combinó la actuación judicial con la experiencia política y una exquisita sensibilidad literaria y artística. En su casa poseía una valiosa colección de cuadros.
Algunas disidencias revelan un agudo sentido ético y reflexiones de interesante contenido jurídico. Falleció en Buenos Aires el 3 de octubre de 1933 como ministro decano; tuvo un síncope cardíaco cuando caminaba por la calle, fue trasladado a una comisaría hasta que se lo individualizó.
Antonio Sagarna nació en Nogoyá, provincia de Entre Ríos, el 11 de octubre de 1874; allí se habían establecido sus padres, de origen vasco, obreros, según lo destacó especialmente Alfredo Palacios en la defensa que hizo del juez ante el Senado en el juicio político de 1946-1947. Estudió en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay y luego pasó a Buenos Aires, donde se graduó de abogado en 1899 con un estudio sobre la Expulsión de extranjeros (43 ps.).
Sus primeras actividades están vinculadas con la docencia: fue maestro ad honorem en las escuelas fundadas por William C. Morris y profesor en el Colegio de Concepción, donde había estudiado, en la Escuela Normal de Rosario y en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad del Litoral. También ocupó cargos judiciales en Gualeguay, en Concepción del Uruguay y en el Supremo Tribunal de Entre Ríos.
Renunció a estas tareas para dedicarse a la profesión y a la política: en 1913 era diputado provincial, al año siguiente ministro de gobierno de Miguel Laurencena, primer gobernador radical de Entre Ríos (a quien años más tarde reemplazaría en la Corte Suprema). En 1919 ministro plenipotenciario en Perú.
De intensa actividad política: en 1922 es interventor en la Universidad de Córdoba y luego ministro de Justicia e Instrucción Pública del presidente Alvear; su antecesor en el cargo, Celestino Marcó, no quiso firmar un nuevo Estatuto Universitario que otorgaba importantes facultades al alumnado y renunció, y Sagarna lo reemplazó en octubre de 1923, acompañando al presidente casi hasta el fin de su gestión. Alvear lo propuso como juez de la Corte en la vacante dejada por Laurencena. Otorgado el acuerdo del Senado, quedó nombrado por decreto del 7 de septiembre de 1928 y juró el día 10 de ese mes.
Se dedicó a esta tarea con devoción, demostró particular sensibilidad en cuestiones laborales y planteó notables disidencias. No creemos equivocarnos al sostener que el gobierno que lo acusó en un juicio político y lo destituyó, podría haber encontrado buena recepción en temas sociales por parte de este honorable juez. También se dedicó al estudio de temas históricos, especialmente de Entre Ríos, sobre los que escribió En torno a la organización nacional; Urquiza, el histórico; Urquiza en la administración pública; El Colegio del Uruguay, y otras colaboraciones y ensayos. Fue miembro de la Academia Nacional de la Historia, junto con el Procurador General Juan Álvarez y también de la Academia de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires. Recogió discursos y memorias sobre educación, en un librito titulado Pláticas docentes.
Al renunciar Repetto a la presidencia de la Corte en abril de 1946, se hizo cargo del Tribunal como juez decano hasta su destitución por sentencia del Senado del 30 de abril de 1947. El último fallo que firmó, junto con Nazar Anchorena y Ramos Mejía, fue del día 21 de abril (en F. tº 207). Encargó su defensa a Alfredo L. Palacios, que hizo un elogioso análisis del pensamiento del juez, pero la destitución debió afectarlo anímicamente. Falleció en Buenos Aires poco tiempo después, el 28 de julio de 1949.
Las demostraciones de pesar revelaron el aprecio que se sentía por Sagarna. Hasta una delegación de no videntes expresaron su sentir hacia quien los había apoyado con valiosas obras.
En este tiempo desempeñaron esta función Julio Botet, que reemplazó a Kier. Fue nombrado en comisión por decreto del presidente Quintana del 17 de enero de 1905, en el mismo día que se aceptaba la renuncia de su antecesor, y confirmado una vez que obtuvo el acuerdo del Senado por decreto del 17 de mayo de 1905. Había nacido en Buenos Aires el 23 de abril de 1855 y falleció en la misma ciudad el 2 de noviembre de 1936. Recibido de abogado en Buenos Aires en 1882 con una tesis sobre Averías en materia comercial; al año siguiente era diputado en la legislatura de la provincia de Buenos Aires. Se dedicó al periodismo colaborando en “El Nacional” y luego en “El Día” de La Plata, del cual fue uno de los fundadores. Desempeñó variadas actividades en distintos gobiernos del régimen roquista. En 1909 siendo Procurador General, el presidente Figueroa Alcorta lo designó interventor federal en San Luis. Renunció al cargo en la Corte, aceptada por decreto del 26 de noviembre de 1917.
Para sucederle fue nombrado en comisión José Nicolás Matienzo por decreto del 27 de noviembre de 1917 del presidente Yrigoyen, y confirmado luego del acuerdo del Senado el 22 de marzo del año siguiente. Fue una designación acertada, pues a pesar de los múltiples cargos que Matienzo había ocupado en el sistema político imperante, mantuvo una postura crítica que la dirigencia radical en el poder debió tener en cuenta; sin embargo se uniría al sector antiyrigoyenista y mantendría una orientación de tipo liberal manifestada en su rechazo a la intervención estatal en la regulación económica, concepción que expresa en sus dictámenes.
En la Procuración General, se aprecia su versación jurídica y, lo que no es menos valioso, su experiencia en la función pública. Entre otras, rescatamos su dictamen en una cuestión que suele llegar a los tribunales y que es motivo de dudas: si el art. 100 de la Constitución permite prorrogar en árbitros la jurisdicción de los tribunales federales en asuntos en que la Nación es parte. La cuestión se planteó en un juicio que seguía el fisco contra la Compañía Dock Sud de Buenos Aires Limitada por cobro de derechos de puerto. La Compañía sostenía que existía una discrepancia en la interpretación de la participación que le correspondía a la empresa y al Estado en los derechos de puerto, y sostenía que debía resolverse por árbitros según los arts. 8 y 15 de la Ley Nº 2346 que regulaba el tema. En las instancias inferiores se aceptó la intervención arbitral. Pero en la Corte, Matienzo sostuvo que esta solución sustraía el caso de los tribunales de derecho y que la práctica de someter a árbitros las controversias entre la Administración Pública y las grandes empresas particulares, era pernicioso e inconstitucional (doctrina que sigue siendo recordada, por ej., F. 290:458 dictamen del Procurador General y fallo de la Corte del 27 de diciembre de 1974). La Corte siguió la opinión de Matienzo y rechazó el arbitraje, fundada en que la Ley Nº 2346 no lo establecía para interpretar las leyes, sino para resolver cuestiones técnicas que no se daban en el supuesto (27 de mayo de 1919, en F. 129:243 y J.A., 3-348).
Había nacido en Tucumán el 4 de octubre de 1860. Estudió en su provincia y siguió en Buenos Aires en el colegio nacional y en la universidad, donde se graduó en 1882 con una tesis donde explicaba Qué debe ser el heredero. A partir de entonces ocupó cargos políticos y judiciales: de los primeros en el Ministerio del Interior, luego como asesor letrado del Ministerio de Obras Públicas cuando en 1898 se creó este nuevo ministerio; fue ministro del gobernador Pedro Unzaga de Santiago del Estero. En la justicia fue juez civil en La Plata en 1889; más tarde, en 1910, integraría la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires. Paralelamente, en junio de 1890 fue nombrado por el presidente Juárez Celman en una comisión destinada a proyectar la reforma al Código Penal aprobado en 1887, junto con destacados penalistas adheridos a la escuela positiva, como Norberto Piñero y Rodolfo Rivarola; el proyecto preparado serviría de modelo al código que se aprobaría en 1921. En 1907 fue nombrado presidente del Departamento Nacional del Trabajo, oficina nueva que comenzó a reunir antecedentes para una moderna legislación laboral.
También fue destacada su actividad docente, tanto en la nueva Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires como en la Facultad de Ciencias Jurídicas de la recién creada Universidad de La Plata, donde dictó materias de derecho civil, destacándose en el derecho constitucional, curso que se publicó debido a apuntes taquigráficos tomados por Juan Isaac Cooke (2 ts., La Plata, 1916) y reeeditados como Lecciones de derecho constitucional en 1926. En esta materia puso de manifiesto la necesidad de experimentar en la aplicación del derecho, deteniéndose en la realidad para diferenciarla del texto formal. Sobre estos temas ya tenía publicados La práctica del sufragio popular (1886), Breve estudio sobre la ley electoral argentina (1886), Gobierno personal y gobierno parlamentario (1896) y El gobierno representativo federal de la República Argentina (editado en Madrid en 1910, y en francés en 1912), meditado estudio que tuvo señalada repercusión. De su práctica en el Departamento del Trabajo son sus análisis sobre el Trabajo de mujeres y niños, Accidentes del trabajo, ambos de 1907, Conciliación y arbitraje y Retiros obreros de 1908. Algunos dictámenes como Procurador General fueron recopilados en dos tomos en las Cuestiones de derecho público argentino (1925), y al año siguiente publicó un trabajo sobre La revolución de 1890 en la historia constitucional argentina.
A comienzos de 1918 se produjeron los primeros incidentes en la Universidad de Córdoba que dieron lugar a la intervención que se decretó desde Buenos Aires. El presidente Yrigoyen designó en esta función al procurador general Matienzo que dispuso un cambio en los estatutos universitarios para terminar con la inamovilidad de los directivos. Por primera vez los profesores participarían en la designación de las autoridades. En la ocasión no se logró designar al Rector y las reformas de Matienzo quedaron truncas y sólo se completarían meses después con la intervención que tomaría el Ministro de Educación Salinas.
Al asumir el presidente Alvear en 12 de octubre de 1922, lo nombró su ministro del Interior y renunció a la Procuración. En la función pública duró poco y dejó el cargo al año siguiente luego de un desacuerdo con el Interventor en la provincia de Tucumán, en el cual Alvear no lo apoyó. En 1930 publicó un trabajo titulado Remedios contra el gobierno personal, resultado de su experiencia en la política nacional. Cuando falleció en Buenos Aires el 3 de enero de 1936, era senador nacional y miembro de la Academia de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires (Héctor P. Lanfranco, hizo una reseña de su actividad, en el libro Primeros académicos de Derecho. 1925 (Acad. Nac. de Derecho y Ciencias Sociales). Buenos Aires, 1981, ps. 69 y ss.).
En la Procuración fue reemplazado por Horacio Rodríguez Larreta, nombrado por Alvear por decreto del 27 de septiembre de 1923. Era nacido en Buenos Aires el 6 de junio de 1871 y se recibió en su universidad con una tesis sobre La reforma constitucional de 1898 publicada en 1899 por la imprenta de Coni e hijos (86 ps.).
Pertenecía a una familia que gozaba de bienes. Su actividad fue judicial: en 1908 era juez federal en Buenos Aires, en 1911 fiscal ante la Cámara Federal y ya en esas funciones intervino como sustituto del Procurador General en varias ocasiones. En 1912 fue interventor en la provincia de Salta. Sus dictámenes recogen novedosas doctrinas y han servido de orientación a fallos de la Corte.
Una larga enfermedad que soportó con entereza, no lo apartó de sus funciones.
Falleció en Buenos Aires el 1 de junio de 1935, y la Corte, en un decreto de honores, destacó su sabiduría, su firmeza de carácter y su bondad, características que definieron su carrera judicial.
Las dos secretarías que mantenía la Corte, fueron ocupadas por Eduardo M. de Zavalía, nombrado en el Acuerdo del 21 de marzo de 1903 en reemplazo de José A. Frías que había renunciado. Se desempeñó hasta su fallecimiento, el 29 de abril de 1930. En su lugar fue designado Raul Giménez Videla (Acuerdo del 30 de abril de 1930).
La otra secretaría la venía ocupando Federico Ibarguren quien falleció el 2 de diciembre de 1906. Los jueces decidieron dejar de lado otros candidatos y designaron a Carlos Ibarguren, hermano del fallecido (Acuerdo del 11 de diciembre de 1906, en F. 99:6). Hijo del juez de la Corte Federico Ibarguren, nació en Salta el 18 de abril de 1877. Se recibió en Buenos Aires en 1898 con medalla de oro con una tesis sobre Institución de herederos. Cuando llegó a la secretaría de la Corte ejercía la docencia y la profesión y había pasado por la subsecretaría de Agricultura. Según cuenta en su libro La historia que he vivido (Eudeba, 1969, ps. 170 y ss.), a pesar que deseaba dedicarse a la profesión, aceptó el cargo por la espontaneidad y los elogiosos términos de la acordada de nombramiento. Renunciará pocos años después, el 22 de enero de 1913. Su actuación literaria, docente y política posterior fue importante: pasó por el Ministerio de Hacienda, por el Consejo Nacional de Educación, fue Ministro de Justicia entre 1913 y 1914 e Interventor en Córdoba nombrado en 1930 por el general Uriburu. Falleció en Buenos Aires el 3 de abril de 1956.
En su lugar fue nombrado Carlos E. Madero (Acordada del 8 de marzo de 1913), quien renunció el 27 de marzo de 1925. Era recibido en Buenos Aires con una tesis sobre La reglamentación del contrato de fletamento en el Código de Comercio argentino, publicada en 1911.
Lo reemplazó Carlos del Campillo (Acordada del 27 de marzo de 1925). Había nacido en Buenos Aires el 18 de septiembre de 1889 y realizó estudios en Estados Unidos y Londres. Se desempeñaba como secretario de un juzgado de Comercio de la Capital desde 1918. Renunció a la Corte al ser nombrado juez de la Cámara Federal de la Capital (4 de septiembre de 1931).
Reseña de Jueces y Procuradores Generales
nombre lugar y fecha nac. edad al llegar años en Corte
González del Solar Buenos Aires, 1842 59 años 23 años
Laurencena Buenos Aires, 1851 73 “ 3 “
Bermejo Pcia. Buenos Aires, 1852 51 “ 26 “
López Cabanillas Córdoba, 1855 55 “ 4 “
Palacio Sgo. del Estero, 1855 55 “ 13 “
Daract San Luis, 1855 46 “ 14 “
Botet Buenos Aires, 1855 50 “ 12 “
Moyano Gacitúa Córdoba, 1858 47 “ 5 “
Figueroa Alcorta Córdoba, 1860 55 “ 16 “
Matienzo Tucumán, 1860 57 “ casi 5 “
Méndez Buenos Aires, 1867 52 “ 7 “
Guido Lavalle Buenos Aires, 1871 56 “ 6 “
Rodríguez Larreta Buenos Aires, 1871 52 “ casi 12 “
Sagarna Entre Ríos, 1874 54 “ 19 “
Repetto Buenos Aires, 1881 42 “ 22 “
Edad promedio al asumir (incluye procuradores):
entre 40-45: 1
entre 46-50: 3
entre 51-55: 7
entre 56-60: 3
Más de 73 años: 1
Se jubilaron en el cargo: Moyano Gacitúa, López Cabanillas, Méndez.
Fallecieron en el cargo: Daract, Palacio, González del Solar, Laurencena, Bermejo.
También posteriormente fallecerían en el cargo Figueroa Alcorta y Guido Lavalle.
Sagarna cesará por el juicio político en 1947 y Repetto renunció y pidió su jubilación el 24 de abril de 1946.
Fe creado por la Ley Nº 48 (art. 14) con el fin de garantizar la preeminencia del ordenamiento federal sobre normativas provinciales a través de la doctrina y la interpretación que hiciera la Corte de la Constitución. Procedía contra las sentencias definitivas pronunciadas por los superiores tribunales de provincia, y se extendió por la Ley Nº 4055 a las dictadas por los superiores tribunales militares, las cámaras de apelaciones de la Capital Federal y las federales.
Ni la ley ni la Corte le llaman de esta manera. La doctrina lo fue considerando extraordinario por su naturaleza y para diferenciarlo del recurso ordinario.
Quedó definitivamente sentado que la interpretación y aplicación de la Constitución y las leyes de la Nación en las causas de su conocimiento, era de competencia del Poder Judicial, facultad que se reivindicaba en favor de todos los jueces, de cualquier jerarquía y fuero, sin perjuicio del recurso extraordinario (causa planteada por José Chiaparrone y resuelta el 22 de agosto de 1927, en F. 149:122 que firman Bermejo, Repetto y Guido Lavalle).
La doctrina de la Corte interpretó la procedencia de este recurso excepcional y el concepto de tribunal superior.
En cuanto al primer aspecto, se mantuvieron algunos lineamientos ya esbozados y se agregaron otros que fueron creando un formalismo exagerado en torno al trámite de este recurso: se insistió en que las cuestiones de hecho son ajenas al recurso extraordinario (F. 102:353, 106:157); no procede contra sentencias provinciales que interpretan los códigos de fondo (103:204 y 254, 114:221), o interpretan y aplican leyes procesales (102:24, 103:264), o normas de la constitución provincial (104:291), ni cuando interpretan la ley de matrimonio civil (114:270) o la ley de debentures (118:425), o de alquileres (122:46); no procede cuando se sostiene en la nulidad de procedimientos o forma de las sentencias (102:43).
Otra tendencia insinuada en épocas anteriores se manifiesta claramente en este período: el rechazo del recurso extraordinario cuando se vincula con cuestiones electorales o leyes electorales locales (116:106). En un caso en que se llegó en queja a la Corte contra resoluciones de la Junta Electoral de la Capital, la Corte decretó su incompetencia alegando que estas juntas no eran tribunales de justicia de los que citaba la Ley Nº 48 y, además, no existía caso contencioso (“Francisco L. Bavastro c/Junta electoral de la Capital” y “Alberto Iribarne, apoderado del Partido Socialista c/Junta electoral Capital”, en F. 128:314 y 148:215).
Estas cuestiones terminaron en la lista de no judiciables y sólo recientemente comenzaron a ser consideradas por la Corte. Se intentaba eludir los temas electorales como algo que podía afectar a los jueces, que se los consideraba apartados de la política, pero por otro lado se cerraba los ojos ante el fraude. Entendemos que los jueces debieron intervenir para velar por la pureza electoral, orientar y dignificar el sufragio como medio democrático, impidiendo, dentro de sus posibilidades, que la politiquería lo corrompiera.
También se rechazó el recurso extraordinario contra decisiones de los poderes legislativos. El tema fue ponderado en el recurso de queja que introdujo el gobernador de Salta Joaquín Castellanos, depuesto por el Senado provincial luego de un juicio político. La Corte, luego de recorrer la legislación y doctrina de Estados Unidos, consideró que el recurso extraordinario sólo era procedente contra decisiones del Poder Judicial, carácter que no tenía el Senado provincial, ni lo tiene el nacional cuando actúa en el juicio político. Agregó que el recurso tampoco servía para conocer en conflictos entre los poderes públicos provinciales y que la cuestión era de naturaleza política (5 de abril de 1922, en F. 136:147) Este caso tuvo una solución de fuerte tono político y los jueces de la Corte no estaban dispuestos a favorecer al yrigoyenismo, partido al que pertenecía el destituído gobernador, pero parece haber pasado inadvertido que se cerraba todo tipo de control sobre decisiones de los parlamentos provinciales y, por extensión, del Congreso nacional, tanto para decidir ingresos o juicio de las elecciones, como en las resoluciones y procedimientos de los juicios políticos que, con esta doctrina, no tenían manera de revisarse.
A los efectos de la procedencia de este recurso, se consideró sentencia definitiva aquella que hacía cosa juzgada sobre un punto que pudiera tener importancia decisiva para el resultado de un juicio (2 de diciembre de 1905, en F. 102:228).
Ya por entonces el problema lo planteaban algunas decisiones tomadas en los juicios ejecutivos. Si bien este proceso no daba lugar al recurso, pues siempre existía la posibilidad de replantear la cuestión en un juicio ordinario posterior, hubo casos en que se lo debió habilitar: en una ejecución ante un juez de paz, se pidió un embargo sobre la pensión que recibía la viuda del demandado, que fue rechazada; apelada esta decisión la Corte abrió el recurso extraordinario pues entendió que la resolución que denegaba el embargo era definitiva, y la solución fue favorable al embargo en la proporción de ley (10 de mayo de 1929, en F. 154:274). Con distintas interpretaciones, incluso se abrió el recurso extraordinario contra sentencias de remate en juicios ejecutivos (p. ej., 14 de noviembre de 1927, en F. 149:379).
Siguió siendo dubitativa la determinación del superior tribunal de la causa. Por ejemplo, se interpretó que los recursos previstos por las leyes procesales ante la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires, no le permitían resolver cuestiones federales. En general las provincias regularon recursos de inaplicabilidad y nulidad, el primero para aplicar correctamente la ley y unificar la jurisprudencia, pero referida sólo a cuestiones locales según interpretaba la Corte nacional. Por lo tanto se consideró que constituía tribunal de última instancia provincial las cámaras de apelación (F. 116:138; 117:264 del 6 de septiembre de 1913; “Roberto Wernicke s/sucesión”, 18 de noviembre de 1927, en F. 149:427; Graciana Etchessahar de Lastra, 26 de octubre de 1928, en F. 153:48).
También se dijo que a los fines del recurso extraordinario, tribunales superiores son los llamados a pronunciarse en última instancia y sin recurso ante otro tribunal local (19 de octubre de 1918, en F. 128:166).
Los autores encuentran en este período el origen del recurso extraordinario por sentencia arbitraria, desarrollado intensamente a partir de la década de 1960. Se lo remonta al fallo dictado en el caso “Rey c/Rocha” (F. 110:432 y 112:384, este último del 2 de diciembre de 1909). Se trataba de la denuncia por falsificación de la marca “Grande Chartreuse” y venta de mercaderías con la falsificación. La justicia federal rechazó la demanda, pero mandó destruir las mercaderías embargadas con la marca, debido a que las partes no eran propietarios exclusivos de la misma. Los demandados llegaron a la Corte en queja y a pesar de que el recurso extraordinario no resultaba procedente (y así lo sostuvo el dictamen del Procurador General), los jueces lo abrieron (Bermejo, Bunge, González del Solar, Moyano Gacitúa). Pero cuando se recibió la causa para resolver, se advirtió que no existía caso federal clásico; entonces se dieron en la búsqueda de un argumento que justificara la concesión del recurso. Lo encontraron en la defensa del derecho de propiedad: a nadie se le puede privar sino en virtud de sentencia fundada en ley, y, cuando ello no ocurre, es posible recurrir ante la Corte en los “casos extraordinarios de sentencias arbitrarias desprovistas de todo apoyo legal, fundadas tan sólo en la voluntad de los jueces” (Bermejo, González del Solar, Daract).
Como antecedente de la sentencia arbitraria estos conceptos dejan incógnitas; sin embargo, cuando llegue el desarrollo de la doctrina por sentencia arbitraria, este fallo comenzará a ser citado como origen de la idea(476).
La Corte ejerció un severo control de constitucionalidad en la aplicación de las normas tributarias provinciales y municipales. La urgencia de recursos para cubrir necesidades políticas o para paliar crisis de producción, obligó a las provincias a recurrir a ingeniosos sistemas impositivos que en numerosos casos fueron objetados judicialmente.
Se reafirmó el principio de que el impuesto impugnado debía abonarse bajo protesta o con reservas y luego debatirse su procedencia judicialmente ante la Corte, cuando fuese contra una provincia, o ante los juzgados competentes cuando fuese contra otro organismo. Se desconoció el pedido directo de inconstitucionalidad de un impuesto (“Cía. Arenera del Vizcaíno c/provincia de Entre Ríos”, 8 de junio de 1918, en F. 127:302). Si el impuesto discutido tenía origen en regulaciones municipales, también debía abonarse previamente y bajo protesto, pues los municipios no son más que delegaciones de los poderes provinciales circunscriptos a fines y límites administrativos (“FFCarril del Sud c/Municipalidad de La Plata”, 1 de julio de 1911, en F. 114:283).
Las leyes tributarias debían interpretarse de manera estricta y no extenderlas a casos o cosas no comprendidas claramente en su letra o en el propósito del legislador (1 de septiembre de 1914, F. 119:407). Las excepciones o privilegios también debían considerarse restrictivamente. Cuando se analizó el reclamo del propietario de una empresa de gas de Rosario, que pedía la exención de una patente pues su firma estaba eximida según contrato de 1867, la Corte consideró que el documento dejaba dudas y que tratándose de un privilegio, “siempre odiosos, y en especial de aquellos cuyo uso puede afectar intereses o derechos de otros”, la interpretación debía ser restrictiva (18 de agosto de 1906, en F. 105:27). También en el caso “Mórtola c/FF Central Argentino”, donde se debatía la exención de impuestos locales a los ferrocarriles, la Corte insistió que en la duda la interpretación debía ser restrictiva (F. 120:372, volveremos sobre este caso).
La igualdad como base del impuesto (art. 16 de la Constitución), no establece un sistema determinado por el cual todos deberían contribuir con una cuota igual; la igualdad existe cuando en condiciones análogas se imponen gravámenes idénticos. Esta orientación no excluye la facultad del legislador de establecer distinciones o de formar categorías de contribuyentes, siempre que no sean arbitrarias, hostiles o irrazonables. De esta manera se rechazó el reclamo de la Jewish Colonization Association contra la provincia de Santa Fe, por un impuesto que clasificaba en una categoría especial las propiedades de quienes estuviesen ausentes del país más de dos años y las de las sociedades cuyo directorio principal estuviese fuera del país (4 de noviembre de 1926, en F. 147:402; también fallo del 18 de octubre de 1920, F. 132:402 que se cita en el anterior). Tampoco son contrarios a la Constitución los impuestos proporcionales o los progresivos. En la igualdad de las cargas, dijo la Corte, no se busca la quimérica nivelación absoluta, sino la igualdad relativa (“Diaz Vélez c/provincia de Buenos Aires”, 20 de junio de 1928, en F. 151:363, aunque los impuestos progresivos tuvieron divergentes opiniones en la década siguiente, v. F. 187:495).
Esta concepción tuvo aplicación práctica cuando se declaró que una ley de la provincia de Buenos Aires sobre transmisión gratuita de bienes, vulneraba el art. 16 de la Constitución porque tomaba como base para fijar el porcentaje que debía abonar cada heredero, el activo del sucesorio en lugar de hacerlo sobre el importe de cada hijuela (caso “Drysdale c/Provincia de Buenos Aires”, 18 de noviembre de 1927, en F. 149:417, también en la sucesión de Roberto Wernicke resuelta en la misma fecha, F. 149:427; en el mismo sentido contra una ley parecida de la provincia de Corrientes, donde se cita el fallo Drysdale, 26 de febrero de 1930, F. 156:352 y F. 154:337). En otro caso, la compañía de seguros “Guardian Assurance Company Limited” demandó a la Nación por repetición de impuestos pagados al fisco, porque se había establecido un porcentaje mayor que el cobrado a las compañías nacionales sobre las primas de seguros; la Corte explicó que era facultad del Congreso crear contribuciones y que la sobretasa tuvo por fin gravar utilidades que salían del país para distribuirse en ganancias de capitales en el extranjero. La garantía de la igualdad del impuesto no es absoluta y no puede obligar al legislador a cerrar los ojos ante diversas circunstancias. El principio de la igualdad se aplica dentro de las diferentes categorías (2 de diciembre de 1927, en F. 150:89, concepto que se reiteró en la interpretación de dos leyes supuestamente opuestas sobre enrolamiento, “Caille”, F. 153:67).
Se consideró que vulneraba la igualdad como base impositiva, una ley de Mendoza de fines de 1923 que creaba la Caja de Pensiones a la Vejez e Invalidez, cuyos fondos se integraban con impuestos directos que pagaban los asalariados, tasas a los propietarios de bienes raíces superiores a determinada valuación, impuestos a las propiedades con derecho de agua y a la cosecha de uva. La Corte insistía en que no desconocía las facultades impositivas provinciales, pero que no eran ilimitadas y que la solución de la ley no se imponía a toda la comunidad, sino a determinadas clases o personas (fallo del 16 de junio de 1930, causa “Viñedos y Bodegas Arizu S.A. c/provincia de Mendoza”, en F. 157:539, doctrina que se reiteró en reclamos parecidos de Modesta Correas de Revoredo, resuelto en la misma fecha, y Lolago Hnos., resuelto el 7 de julio de 1930).
El concepto de igualdad parece aplicarse a las cargas impositivas y no a otros aspectos, como surgiría del fallo dictado en la demanda que interpuso la firma “The United River Plate Telephone Company Limited” contra la Municipalidad de Buenos Aires: reclamaba la devolución de lo pagado en virtud de una ordenanza impositiva municipal, por la ocupación y el uso de la vía pública y del espacio aéreo por cada poste y por año, según el número de abonados de cada empresa; carga que se la consideraba violatoria del principio de la igualdad. En las instancias inferiores la demanda había sido rechazada. Llegada a la Corte, se analizó si el pago lo era como impuesto o como retribución por la ocupación de un terreno, llegándose a la conclusión que lo era por esto último, como locación de la vía pública terrestre y aérea, y, al no ser recibido como impuesto, el tema de la igualdad era extraño al litigio e inoficioso examinar si la suma era excesiva con relación a lo cobrado a otras empresas (18 de diciembre de 1917, en F. 127:18).
En materia de impuestos a las sucesiones hubo análisis de interés. En el caso “José Clemente” se discutió la aplicación retroactiva de una ley impositiva y la Corte sostuvo que no existía impedimento para que los impuestos fuesen retroactivos ya que no alteraban el principio de la igualdad, y se agregó que la irrectroactividad de las leyes sólo regía en materia penal (20 de mayo de 1913, en F. 117:30). En otra ocasión se debatió si se debía aplicar una ley de impuesto a la transmisión gratuita de bienes de la provincia de Buenos Aires de 1915, u otra de 1923 que había modificado la anterior. La Suprema Corte provincial sostuvo que era la última, incluso a la sucesión iniciada durante la vigencia de la primera ley. La Corte aceptó este criterio. Reiteró que el art. 3 del Cód. Civ. que indicaba que las leyes no tienen efecto retroactivo, está referido a relaciones de derecho privado y lo que no se puede sancionar son leyes “ex post facto”, pero esta frase no se aplica a leyes civiles o administrativas sino a penales. Una ley de impuesto retroactiva no es inválida ya que la legislatura puede hacer de los hechos pasados o futuros la base de su acción, claro que esta facultad para sancionar leyes con efecto retroactivo no es absoluta y debe equilibrarse con las demás garantías. El principio de la irrectroactividad en materia civil no surgiría de la Constitución, sino de la ley, y la interpretación no afectaría el derecho de propiedad (fallo del 27 de abril de 1928, F. 151:103; otro del 24 de septiembre de 1928, en F. 152:268). Los impuestos a la herencia constituyen una fuente de los recursos fiscales provinciales y no contradicen el concepto del art. 16 constitucional, aunque deben ser usados sin derogar principios del Cód. Civ. ni desvirtuar el concepto del impuesto, llegando, por ejemplo, a configurar una verdadera exacción intolerable. Con estos conceptos se volvió a confirmar una ley sobre transmisión gratuita de bienes de Buenos Aires de enero de 1915 (causa Gracia Etchessahar de Lastra, citada, F. 153:48).
Los impuestos a las herencias provocaron reclamos por parte de la Iglesia Católica.
En un juicio testamentario en donde existían legados en favor de las Iglesias de Pilar y de San Antonio de Areco, el albacea y el fiscal eclesiástico del Obispado de La Plata, impugnaron el impuesto sobre los legados en favor de la Dirección General de Escuelas de Buenos Aires que había establecido la ley de Educación Común de 1875. La causa pasó por todas las instancias locales y la Corte definió el caso: en principio se sostuvo que estos impuestos provinciales a las herencias eran constitucionales y formaban parte de los recursos fiscales locales, y que la igualdad constitucional no se oponía a la clasificación de categorías de contribuyentes. Por otra parte, el sostenimiento del culto que menciona el art. 2 de la Constitución, no impedía que la Iglesia quedase sometida al pago sobre los bienes que recibía como persona jurídica. Pero en el caso se consideró que el gravamen del 50 % sobre el legado, constituía una exacción o confiscación contraria a la Constitución y se entendió que no procedía su cobro, con citas de Story, Cooley, Gray (de este último, Limitations of taxin power, libro muy utilizado por la Corte en estos temas) (16 de diciembre de 1911, en F. 115:111). Años después hubo otro reclamo parecido: se consideró inconstitucional el impuesto a la transmisión hereditaria por atentar contra el art. 2 de la Constitución, que manda sostener el culto católico, apostólico y romano. Se trataba del juicio testamentario del presbítero Gabriel José Didier en donde había sido instituído heredero el Arzobispado de Buenos Aires. La Corte analizó el alcance del concepto “sostiene el culto”, concluyendo que se refiere a los gastos del culto por el tesoro nacional pero que la norma constitucional no declara religión de estado a la católica; la Iglesia es una entidad de derecho público pero no tiene otras exenciones o privilegios que los que las leyes le acuerdan, por lo cual no está eximida del impuesto (18 de julio de 1928, en F. 151:403).
La aplicación de impuestos por construcción de caminos originó otras variantes interpretativas. Por ejemplo, una ley de la provincia de Mendoza autorizó la construcción de una ruta llamada “carril nacional” de macadam en Guaymallén y determinó su costo. Pero posteriormente se pretendió cobrar por ella a los contribuyentes. La Corte entendió que la ley ya había fijado fondos especialmente destinados a la construcción, y no existía norma que autorizara a reclamar a los propietarios rurales el reembolso del costo del macadam (1 de septiembre de 1914, F. 119:407).
Otra ley de diciembre de 1907 de la provincia de Buenos Aires, creó una contribución especial para la apertura y pavimentación del camino público de La Plata a Avellaneda; el costo de la obra sería cubierto en un 30 % por el gobierno provincial y el resto por los dueños de propiedades comprendidas dentro de una zona de 1500 m. de fondo a cada costado del camino. Martín Pereyra Iraola pagó el gravamen bajo protesto y demandó a la provincia su devolución. La Corte analizó la naturaleza del gravamen y apreció que estaba a cargo de los propietarios más cercanos por los beneficios que les reportaría el camino. Sin embargo los jueces entendieron que el uso y provecho de tal ruta no era sólo local sino de interés general y por ello resultaba injusto que fuese construída sólo mediante el aporte de los vecinos so color de beneficio local. Además, la contribución resultaba superior a la renta libre que podía producir la propiedad y no guardaba relación con los beneficios de la obra, terminando en la privación casi completa de la propiedad “o lo que es lo mismo, despoja de ella al propietario bajo el pretexto de conferirle un beneficio particular”. Se decidió declarar al gravamen contrario al art. 17 de la Constitución (22 de junio de 1923, en F. 138:161, doctrina que se reiteró en los casos resueltos en octubre y noviembre de 1924, en F. tº 142, ps. 120, 165 y 266 y marzo de 1930, en F. 156:425; además en un reclamo contra la Municipalidad de Rosario, 25 de abril de 1924, F. 140:175).
El Banco de Córdoba estableció una sucursal en la Capital Federal, pero sus empleados fueron sometidos al régimen de jubilación de los empleados bancarios creado por la Ley Nº 11.232. El Banco discutió judicialmente esta incorporación con la Caja Nacional de Jubilaciones y Pensiones de empleados de empresas bancarias; sostuvo que era un banco de Estado provincial establecido conforme con las previsiones de los arts. 5 y 104 a 108 de la Constitución, investía la soberanía de la provincia y era de su incumbencia la jubilación del personal que atendía el Banco. Llegado el caso a la Corte, el Procurador General Rodríguez Larreta desconoció tal facultad al Banco fundado en que los poderes provinciales no podían extenderse más allá de sus límites territoriales, recordando que también se había desestimado la pretensión del Banco de considerarse exento del pago del impuesto de patentes. La Corte siguió este dictamen: ninguna provincia puede legislar sino con relación a las cosas y personas que se encuentren dentro de su propia jurisdicción. Por lo tanto la provincia habría dejado de ser el soberano de la sucursal bancaria al establecerla en la Capital Federal, quedando sometida a la administración de justicia de la Capital, a su derecho administrativo, a su poder de policía y a su legislación, debiendo, en consecuencia, someterse al régimen de la ley dictada por el Congreso (20 de septiembre de 1926, en F. 147:245). La interpretación resulta excesivamente legalista y tiende a crear un super poder central. La sucursal bancaria podía funcionar fuera de su provincia sometiendo a su personal a los regímenes provinciales y esto no parece que afectara la soberanía nacional. Las provincias no podían extender estas sucursales ni su régimen por el país, en cambio se aceptaba que el Estado nacional estableciese por todo el territorio organismos a los que exceptuaba del régimen provincial (ver fallo del 26 de junio de 1915, en F. 121:255).
Las contribuciones impositivas deben su origen a la ley y no pueden ser aumentadas o impuestas por normas reglamentarias. Una grúa del puerto de la Capital reflotó a un remolcador en la Dársena norte perteneciente a la compañía de navegación de Nicolás Mihanovich. La tarifa de estos trabajos estaba fijada por la Ley Nº 4932, pero la Dirección portuaria también aplicó una tasa creada por decreto del 10 de marzo de 1909, que aumentó las tarifas de aquella ley fundada en que se habían agregado a las tareas dos nuevas grúas luego de dictada la Ley Nº 4932. Ante el reclamo de la compañía, la Corte indicó que las tasas del puerto de Buenos Aires las fija el Congreso de la Nación conforme con el art. 4 de la Constitución, y su modificación corresponde al Congreso, más cuando la primitiva ley no delegó la posibilidad de aumentarlas ni las fijadas por el decreto fueron ratificadas por ley (30 de noviembre de 1927, en F. 150:42).
Otro caso interesante fue el de la demanda de una prestamista contra el gobierno de San Juan. Con motivo de la denuncia de un deudor por cobro de intereses mayores al fijado por la ley, el gobierno sanjuanino realizó una investigación de las operaciones y determinó que el denunciado no pagaba la tasa sobre operaciones de préstamos en dinero. Ante la ejecución, la prestamista pagó bajo protesto e impugnó la tasa por provenir de un decreto reglamentario contrario a la ley. La Corte advirtió que entre las leyes provinciales de patentes de los años 1924 y 1925 no existía impuesto a las operaciones de préstamo; lo estableció un decreto de marzo de 1925. Una ley de diciembre de 1926 lo hizo efectivo a partir de 1927. En consecuencia, no se le pudo cobrar patente por operaciones de los años 1924 y 1925 por no haberse contemplado en la ley, ni por 1926 por resultar de un decreto reglamentario. Cuando se creó por ley para aplicarse en 1927, la prestamista había dejado estas actividades. Por lo tanto la tasa era improcedente y tampoco correspondía aplicar la ley para 1927 con efecto retroactivo, pues si bien la irrectroactividad de la ley es precepto legislativo, adquiere carácter constitucional cuando la aplicación de la nueva ley priva de algún derecho incorporado al patrimonio y afecta la propiedad (“Sara Donce de Cook c/provincia de San Juan”, 6 de septiembre de 1929, en F. 155:293).
A pesar que la Constitución otorga a las provincias un amplio poder de imposición, la interpretación de los arts. 4 y 67, inc. 2) motivaron divergencias. En principio, salvo los recursos previstos en el art. 4 de la Constitución, el resto sería de facultad provincial.
Pero el art. 4 autorizaba al Congreso a imponer contribuciones equitativas y proporcionales a la población. ¿Cuáles eran? Sólo las contribuciones directas en los casos excepcionales en que la defensa, la seguridad o el bien común de la Nación lo exigiesen, y ello por tiempo determinado, pues eran recursos exclusivos de las provincias (67, inc. 2). De esta manera lo interpretó el informante José Benjamín Gorostiaga en la sesión del 22 de abril de 1853 de la Convención Constituyente.
Pero también existían impuestos indirectos o al consumo o internos. Estos no aparecen en la Constitución; son creación doctrinaria. Pero debían ser provinciales por no figurar en el art. 4.
Sin embargo, en la búsqueda de recursos, en 1891 la Nación impuso contribuciones al alcohol, la cerveza y los fósforos, por tiempo limitado y considerándolos como impuestos directos nacidos de las normas del art. 67, inc. 2. En 1894 volvió a debatirse la continuación de estos impuestos y numerosos diputados lo impugnaron por considerar que se trataba de impuestos indirectos al consumo que correspondían a las provincias y no a la Nación. Otros replicaron que la solución había que buscarla en la práctica institucional y las necesidades.
Sería la Corte Suprema la que definiría la cuestión y lo haría en favor de la Nación, considerando a los impuestos indirectos concurrentes entre Nación y provincias. La solución quedó propuesta al confirmar un fallo del juez federal de Tucumán en 1915 (F. 121-214). Pero años después tuvo consenso completo: la firma Mataldi Simón Ltda. S.A., impugnó una carga de la provincia de Buenos Aires pues gravaba como impuesto interno provincial materias ya afectadas con igual sistema por la Nación. La Corte sostuvo que los tributos indirectos al consumo interno podían ser establecidos por la Nación y por las provincias en ejercicio de facultades concurrentes sin encontrar incompatibilidades. Para ello analizó el art. 4 de la Constitución e interpretó las “demás contribuciones” que el Congreso puede imponer; esta facultad, se dijo, no encierra una delegación expresa en favor de la Nación, pero contiene una facultad implícita para crear y percibir impuestos al consumo. Es cierto que no la tiene de manera exclusiva, como son los impuestos aduaneros, las rentas de correos y las demás que se mencionan, pero su extensión resulta compatible con el ejercicio de los dos poderes. Los jueces no traen en su argumentación ningún antecedente, no se remiten a los debates de los constituyentes, no citan doctrina alguna. Es interpretación que hacen los jueces de la Corte. Una nueva manera de restringir los recursos provinciales. Se declaró que el impuesto cobrado por la provincia era violatorio de la Constitución (jueces Bermejo, Figueroa Alcorta, Repetto, Guido Lavalle, 28 de septiembre de 1927, en F. 149:260).
Con reiteración la Corte declaró que era facultad provincial crear impuestos, elegir los objetos imponibles y determinar formas de percepción, pero limitó estos principios con una interpretación restrictiva fundada en la proporcionalidad, la igualdad, la protección de la propiedad. También se controlaron las cargas impositivas provinciales cuando excedían del ámbito geográfico provincial, o afectaban la circulación de efectos de fabricación nacional o extranjera, pues esta imposición y regulación correspondía a la Nación (arts. 9, 10, 11 y 67, inc. 12 de la Constitución). Las provincias pueden gravar los actos de comercio interno (F. 106:294). Cuando un aserradero reclamó contra un impuesto de Santiago del Estero con el argumento de que violaba el libre comercio interprovincial pues la madera la traía de Tucumán, la Corte rechazó la objeción e indicó que el impuesto no gravaba la introducción de mercadería a la provincia, sino la fabricación de artefactos de madera, la transformación industrial de la materia, y esto era de competencia provincial (31 de marzo de 1908, en F. 108:401).
En cambio la Corte insistió en la tradicional postura de que las provincias no pueden gravar el libre tránsito o la circulación de efectos de producción nacional. Declaró violatoria de este principio una ley de guías de la provincia de Buenos Aires de 1904, que obligaba a pagar por ganado que se enviaba a Santa Fe (8 de febrero de 1906, F. 103:297; otros parecidos en F. 103:366, 106:298, 107:385 y 449), y un impuesto de Córdoba por transporte de mercaderías que se dirigían a la Capital Federal (F. 106:109).
También consideró que afectaba al comercio interprovincial una ley de Santa Fe que gravaba la cerveza y otros productos elaborados fuera de la provincia, con una patente superior a la que imponía a los de Santa Fe (14 de junio de 1917, F. 125:333).
La provincia de Entre Ríos insistió en crear impuestos en concepto de tablada, referidos al transporte de hacienda, que, cuando salía de la provincia, la Corte los consideró contrarios a la Constitución. Las provincias pueden gravar la operación directa de la venta de sus productos en el momento en que la transacción se celebra, como un acto de comercio interno, pero esta facultad no alcanza cuando no media transacción (“José María Fonseca c/provincia de Entre Ríos”, 25 de julio de 1918, en F. 127:384; otros: 23 de agosto de 1919, en F. 130:29, 134:21 y 259, 135:153, 139:373).
Las patentes fiscales que gravaban la actividad de los corredores viajeros, originaron divergencias: en un caso se trataba de una ley de la provincia de Buenos Aires que imponía una patente a esta actividad. La mayoría (Bunge, González del Solar y Moyano Gacitúa con sus fundamentos), la consideraron adecuada pues interpretaron que no imponía el intercambio de mercaderías sino el ejercicio de un ramo de la industria, sin afectar al comercio interprovincial. Bermejo y Daract entendieron que el gravamen no se relacionaba con el comercio interno sino que era accesorio y auxiliar de actos de comercio interprovincial (27 de noviembre de 1906, en F. 105:333). Pero posteriormente, un caso parecido encontraría la unanimidad de los jueces: la ley fiscal de la provincia de Buenos Aires de septiembre de 1916 impuso una patente a los repartidores de casas de comercio que no estuviesen sujetos al pago del impuesto al comercio e industrias. La firma The South American Stores Gath y Chaves, que repartía mercaderías vendidas en pueblos de la provincia, reclamó. La provincia sostuvo que el gravamen tendía a compensar la competencia que hacían las casas de la Capital al comercio local. La Corte explicó que el principio de la libre circulación territorial implicaba impedir que una provincia hostilizara el comercio de las otras y en este sentido la tasa afectaba la circulación interprovincial. Las provincias pueden gravar cuando los objetos estén mezclados o confundidos con los demás bienes, pero en este caso la patente se imponía antes de tal incorporación y operaba sobre bienes adquiridos por los compradores para sus usos personales y no para revenderlos. La defensa del comercio interno de la competencia no puede buscarse por estos medios, pues llevaría a impedir el libre tráfico con cargas excesivas (24 de agosto de 1927, F. 149:137; otro, resuelto con cita de este, en F. 155:42 del 15 de julio de 1929).
La empresa West India Oil Co. reclamó contra la provincia de Buenos Aires por un impuesto que gravaba el tránsito interprovincial de los productos de petróleo y sus derivados, que salían de sus depósitos de Campana para otros lugares fuera de la provincia. La Corte lo declaró violatorio de la Constitución y mandó devolver lo pagado en tal concepto bajo protesto, pero además, ante la reiteración de estas leyes inconstitucionales, reclamó de las provincias un estudio sereno del “sistema rentístico de la Carta Fundamental”, para que se “encuadren las contribuciones dentro de sus reglas básicas, que en manera alguna se opone al desarrollo económico y armónico de los intereses nacionales y provinciales” (27 de abril de 1928, en F. 151:95).
Dio motivo a un abundante despliegue periodístico un impuesto de $ 5.000 a los médicos que no prestaban servicios gratuitos, creado en San Juan por ley del 30 de diciembre de 1926. La tasa era consecuencia de la orientación social que daban a sus gobiernos los hermanos Federico y Aldo Cantoni, quienes, escindidos del partido radical, formaron la U.C.R. Bloquista. El primero había sido elegido gobernador en 1923 e inició una legislación en favor del obrero, pero acompañada de un autoritarismo que trajo duras críticas. En 1925 la provincia fue intervenida, pero convocada la nueva elección, en octubre de 1926 resultó elegido su hermano Aldo, quien propició el impuesto.
El bloquismo lo justificó para evitar abusos y la falta de sentimientos humanitarios de los médicos que comercializaban sus servicios. Pero los profesionales lo consideraron una presión política que los obligaba a servicios gratuitos forzosos en favor del gobierno. La impugnación del gravamen llegó a la Corte y en extenso fallo del 30 de marzo de 1928, hizo lugar al reclamo. Las provincias pueden dictar normas para su bienestar y prosperidad, dijeron los jueces Bermejo, Figueroa Alcorta, Repetto y Guido Lavalle, pero ello no significa que las facultades impositivas no tengan límites.
Quizá con algo de exageración, la Corte señaló que el monto de la patente, afectaba de tal manera a los médicos que se transformaba en una traba al ejercicio profesional, al punto que hubo quienes debieron dejar de trabajar, clausurar consultorios o emigrar.
Una ley así no era imparcial ni lícita pues perseguía y hostilizaba a una institución profesional hasta anular su funcionamiento, violando las normas de los arts. 14, 16 y 17 de la Constitución. Los argumentos de la provincia se detienen en el ministerio sagrado del ejercicio de la medicina, pero estos aspectos, para los jueces, estaban dentro del fuero interno y eran ajenos a las autoridades según el art. 19. De la misma manera se podría gravar a los panaderos, farmacéuticos y otros por no suministrar gratis pan y medicamentos “…y en el mismo orden de procedimientos llegar hasta la implantación del comunismo de estado a que se ha referido esta corte en su fallo del t. 98, pág. 20, esto es, hasta la usurpación por la legislatura de todos los derechos individuales y la absorción por el gobierno del capital y la propiedad privada…”.
Luego de este clamor liberal y con la invocación del caso “Hileret”, la Corte declaró la inconstitucionalidad de la ley (destacamos que no era la fórmula que generalmente utilizaba), y mandó devolver lo pagado por Raul Rizzotti quien había llevado adelante la causa (F. 150:419).
Ni las crisis económicas provinciales, que afectaban la producción local, amilanó la concepción positivista e individualista de los jueces. El Estado quedaba apartado de las actividades particulares y ellas debían desarrollarse dentro del libre juego de la oferta y la demanda. Esta orientación ideológica quedó claramente determinada en el dictamen que el Procurador General Matienzo expuso en la demanda de la firma “Griet Hermanos c/la provincia de Tucumán”: con la cita del infaltable Cooley (On Taxation, 3a. ed.), dijo que por importante que sea para la comunidad que los particulares prosperen en sus actividades industriales, no es incumbencia del gobierno ayudarles con sus medios; cada hombre debe depender de sus propios esfuerzos para su éxito y prosperidad en los negocios. Con este razonamiento objetó un impuesto provincial destinado a subvencionar a plantadores de caña (F. 137:213).
Tuvimos ocasión de señalar que algunas actividades locales, de larga tradición, se habían expandido al punto de satisfacer la demanda interna e incluso intentar la exportación, como ocurrió con el azúcar en Tucumán y los viñedos de Cuyo. La llegada del ferrocarril permitió el acercamiento de los productos a los centros más importantes de consumo y el desarrollo de un alto nivel tecnológico industrial. Pero en el caso de Tucumán, este proceso también separó los intereses de cañeros e industriales, que se agravó con las crisis de superproducción nacional e internacional de comienzos del siglo, unidas a las barreras aduaneras, al abarrotamiento del mercado interno, a las heladas que afectaron el cultivo, como las de 1917 y 1918, que llevaron a las autoridades locales a propiciar leyes para mantener el precio interno, regular la producción e indemnizar a los cultivadores. En el mismo orden nacional se dictaron normas para proteger la producción azucarera y en el caso Griet se discutió la concordancia de una ley nacional con otra provincial. Desde el caso “Hileret” de 1903, la Corte había señalado que no estaba dispuesta a consentir regulaciones provinciales que afectaran las libertades constitucionales, que interpretaba de manera estática y desconociendo a las provincias la facultad de regular sus propias economías. Los jueces invocaban la protección del consumidor interno, pero esta idea no siempre parecía contemplar la realidad y deja la presunción de que tal solución, en definitiva, beneficiaba intereses industriales, el de los más poderosos, por sobre los más débiles.
Pero en su concepción ideológica, los jueces posiblemente pensaban que eran las soluciones constitucionalmente más adecuadas, aunque no entendían la realidad y la problemática del mundo cambiante, aferrándose a sistemas que se transformaban. La Guerra Mundial y las crisis económicas justificaban la intervención activa del Estado en la regulación de las actividades, mientras que los jueces de la Corte argentina resistían estos cambios.
Anticipamos que la protección de la producción azucarera dio lugar a leyes nacionales, como la 8877 que estableció un gravamen nacional, y a leyes locales, como la de Tucumán del 24 de junio de 1919, que impuso otro tipo de tributo a los azúcares refinados, no refinados y en bruto, y destinaba parte de ellos para los plantadores que no hubieran podido vender su caña para la molienda. La firma Griet Hermanos impugnó esta ley provincial, alegando que vulneraba y contradecía el régimen de protección nacional de la Ley Nº 8877, que creaba nuevos impuestos confiscatorios no previstos en la ley nacional, que la provincia no podía legislar por encima de la ley nacional. El fallo de la Corte (3 de noviembre de 1922, en F. 137:213), que siguió el dictamen del Procurador General, sostuvo que la ley tucumana era consecuencia del ejercicio de una facultad concurrente que correspondía a los poderes federales y locales; la ley nacional gravó con un impuesto nacional la importación de azúcares extranjeros, la ley provincial gravaba la elaboración interna del producto y cada una tenían fundamento constitucional sin que resultaran antagónicas o inconciliables, pudiendo coexistir dentro del sistema institucional. No se había probado que el gravamen local hubiese vulnerado el concepto proteccionista creado por la ley nacional, ni afectado la producción industrial, ni que resultara una confiscación. En este sentido la demanda fue desestimada. Pero lo que no se aceptó ni por el Procurador ni por la Corte, fue que una parte de lo recaudado por la imposición provincial, estuviese destinado a indemnizar a los plantadores de caña que no hubiesen vendido su cosecha; se trataba de un privilegio a determinadas personas o instituciones privadas que no tenía en mira costear gastos de la administración pública y, por tanto, inconciliable con la Constitución (Bermejo, González del Solar, Palacio, Figueroa Alcorta, Méndez).
En un fallo posterior, por demanda de la Compañía Azucarera Concepción, se reiteró la improcedencia del gravamen para indemnizar a plantadores con cita del caso “Hileret” (14 de diciembre de 1923, en F. 139:295).
Otro interesante conflicto crearon dos leyes de Tucumán, originando el reclamo de la Compañía Azucarera Tucumana. Una ley provincial del 8 de mayo de 1915 eximió de impuestos locales a los productos de fabricación provincial que se exportasen. Pero otra ley posterior del 24 de junio de 1919 creó una patente a los azúcares elaborados en la provincia, que la Compañía debió pagar incluso por la producción exportada. Se sostuvo que debía prevalecer la ley de 1915 y se reclamaba el reintegro de lo abonado.
La provincia explicó que la ley de 1919 era de emergencia y estaba por encima de la ley general y que, ante dos leyes contrarias, debía prevalecer la última. La Corte se despachó con una reprimenda terrible contra la provincia: las leyes de emergencia -dijeron los jueces- no pueden escapar a las garantías constitucionales, ni suprimir o alterar en favor del Estado las reglas creadas por la doctrina y la jurisprudencia para la interpretación de las leyes. Se intentaba mantener un orden inalterable (¡Qué dirían ahora, a comienzos del siglo XXI, cuando la emergencia ha servido y sirve para justificar y alterar todo el orden jurídico!). Las leyes impositivas tienden a lograr más ingresos y esta circunstancia o su carácter temporario, no definen una emergencia, pues todas lo tendrían. Pero si la mentada ley de emergencia pretendió derogar leyes anteriores, debió ser clara y cuidadosa. La ley de emergencia, en definitiva, debe estar sometida al derecho ya que “la Constitución es un estatuto para regular las relaciones y los derechos de los hombres que viven en la república, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, y sus provisiones no podrían suspenderse en ninguna de las grandes emergencias de carácter financiero o de otro orden en que los gobiernos pudieran encontrarse” (concepto que se ignoró al resolver el caso “Merck Química Argentina c/Gobierno Nacional” el 9 de junio de 1948, en F. 211:162).
Los jueces no encontraron contradicciones ni incompatibilidades entre ambas leyes: toda ley de impuesto está sometida a la de 1915, salvo que se exprese concretamente lo contrario, cosa que no hizo la ley de 1919, motivo por el cual se condenaba a la provincia a devolver lo que la firma había pagado (14 de diciembre de 1927, F. 150:150, que firman Bermejo, Figueroa Alcorta, Repetto y Guido Lavalle).
También la producción de vino se vio afectada por la superproducción. Los gobiernos de Mendoza intentaron proteger la producción local pero se encontraron con el vallado de la Corte. La Ley Nº 703 de Mendoza creó la “Compañía Vitivinícola de Mendoza”, cooperativa destinada a regular la elaboración del vino y mantener un equilibrio en el consumo; cada asociado tenía una cuota proporcional de elaboración mientras que los que no se asociaban debían pagar un gravamen. Bautista Grossi, Juan Antonelli y Francisco Passera impugnaron la ley, entendían que violaba la libertad de trabajo y la igualdad. La Corte, siguiendo la doctrina del caso “Hileret”, expresamente citado, consideraron que la ley creaba una cooperativa que tenía por modelo los kartells alemanes, los truts americanos, los sindicatos europeos, que en Estados Unidos habían dado origen a la ley Sherman de 1890 para reprimirlos. La ley atentaba contra la circulación económica, base del comercio y si bien todos los productores podían acogerse a la ley, debían hacerlo aceptando restricciones a la libertad de trabajo, por lo cual declararon que la ley era contraria a la Constitución (28 de diciembre de 1918, en F. 128:435, que firman Bermejo, González del Solar, Palacio, Figueroa Alcorta).
Ante este fallo, en la provincia de Mendoza se intervino la Cooperativa y, mediante las Leyes Nº 758 y 759 se creó una comisión de fomento que fijaba los precios, cupo de elaboración y fabricación. De manera ingeniosa, como dijo la Corte, vino a ser lo mismo que la Cooperativa. Ante un reclamo de Francisco Passera, la Corte declaró la inconstitucionalidad del nuevo sistema (28 de diciembre de 1923, en F. 139:358, que se reiteró ante nuevos reclamos en F. 140:154 y 166). Cuando las leyes locales creaban cooperativas u otro tipo de asociaciones para conservar, exportar o destilar proporcionalmente la elaboración de vino para mantener el equilibrio del consumo, fijando límites a la producción y creando impuestos a los no asociados, para la Corte se violaban los arts. 14 y 16 de la Constitución (12 de mayo de 1920, en F. 131:219).
El análisis de las facultades impositivas provinciales, derivó en la consideración de otras cuestiones que requerían definición. Una de ellas fue la determinación del concepto de “comercio”, dentro del texto que faculta al Congreso para “reglar el comercio marítimo y terrestre con las naciones extranjeras, y de las provincias entre sí” (67, inc. 12). El tema había sido tocado en fallos como el que debatió la patente provincial a los repartidores de casas de comercio, cuya constitucionalidad discutió la firma Gath y Chaves. Pero fue definido en el reclamo que formuló la empresa “The United River Plate Company Limited, Unión Telefónica” contra la provincia de Buenos Aires, por un impuesto que rigió en 1917 por inspección de agencias de sociedades anónimas. La firma sostuvo que explotaba un servicio público de comunicaciones sometido a jurisdicción nacional y exenta de todo gravamen provincial. La provincia alegó que no se gravaba el objeto de las comunicaciones telefónicas, sino las actividades comerciales de la empresa desarrolladas en la provincia como sociedad anónima.
El caso llevó a determinar el concepto de “comercio” que se extendió más allá del tráfico, compraventa o intercambio de mercaderías. El fallo dictado en Estados Unidos en 1824 en el caso “Gibbons c/Ogden” que nuestra Corte recuerda, apreció las posibilidades del término y la necesidad de adecuarlo a los nuevos medios de comunicación. En esta sentencia se reconoce la amplitud de la expresión según la doctrina norteamericana, que comprende además del tráfico mercantil y la circulación, la conducción de personas y la transmisión por telégrafo, teléfono u otro medio, y su regulación es facultad del Congreso nacional. Pero en este reclamo, la Corte también reconoce que la firma no acreditó que la tasa perturbara las comunicaciones telefónicas y que, al no estar eximida de impuestos provinciales, no podía pretender que el gravamen fuese ilegal (8 de marzo de 1929, en F. 154:104).
Otro tema muy discutido fue la interpretación de la facultad del Congreso para ejercer una legislación exclusiva sobre “lugares adquiridos por compra o cesión en cualquiera de las provincias, para establecer fortalezas, arsenales, almacenes u otros establecimientos de utilidad nacional” (art. 67, inc. 27). Estos espacios se extendían a cuarteles, bases navales y puertos, dentro de los cuales existían importantes establecimientos industriales, pero sin que se definiera la naturaleza de estos lugares ni quien tenía jurisdicción sobre ellos, en particular en materia impositiva.
En 1929 la Corte debió resolver dos casos donde se debatió el tema, a pesar que las causas giraban en torno a la procedencia de un impuesto. En el primero, la firma Marconetti, Boglione y Cía., propietarios de un molino situado en zona del puerto de Santa Fe, impugnaron un impuesto municipal que se les cobraba por introducir leña para su consumo; sostuvieron que el molino funcionaba en zona portuaria donde la municipalidad no tenía jurisdicción y que el gravamen sobre la introducción de leña, violaba el art. 11 de la Constitución que prohibe derechos de tránsito de una provincia a otra, y aquí la mercadería pasaba por el municipio en tránsito para el puerto y fuera de la jurisdicción local. Los jueces analizaron cuál era la situación legal del puerto de Santa Fe, llegando a la conclusión que por ley del Congreso de la Nación se había autorizado al Ejecutivo nacional a contratar con la provincia de Santa Fe la construcción y explotación de las obras del puerto de ultramar, que quedaban a cargo de la provincia, concesión que trasladaba la jurisdicción de la Nación a la provincia, conservando la Nación sólo la facultad de legislar sobre el comercio y la navegación. Agregaron que la facultad para legislar en estos lugares no requería el consentimiento de las legislaturas provinciales pues no se trataba de la creación de nueva provincia según lo prevé el art.13 de la Constitución. Por lo tanto, resultando que el puerto de Santa Fe no era nacional, el impuesto estaba de acuerdo con las facultades locales, no vulneraba el tránsito puesto que sólo se refería al consumo local de la leña, ni afectaba la igualdad prevista en el art.16 (29 de mayo de 1929, en F. 154:313).
Poco después se resolvió un planteo parecido: el Frigorífico Armour de La Plata, que tenía una considerable extensión de terrenos en el puerto de La Plata con edificaciones y frigoríficos, reclama por un impuesto al comercio e industria o “al capital en giro”, que le cobra la provincia de Buenos Aires. Se alegaba que la zona del puerto era de jurisdicción nacional, pero además se agregaba que el impuesto era inconstitucional pues la ley había delegado en el Ejecutivo la facultad de fijar la tasa, facultad que era inalienable del Legislativo. El razonamiento de la Corte fue semejante al caso “Marconetti”, pero la solución distinta. En primer lugar se abocó a determinar la naturaleza del puerto de La Plata: aquí la provincia fue la que cedió a la Nación el espacio para el puerto, y sus establecimientos dentro de la zona estaban sometidos a la jurisdicción nacional. Se rechaza la posibilidad de una jurisdicción compartida, concluyendo que el impuesto violaba la Constitución (26 de julio de 1929, en F. 155:107).
Esta doctrina marcó el rumbo interpretativo de esta compleja temática. Desde entonces estos lugares podrían incorporarse a la jurisdicción nacional sin consentimiento de las legislaturas provinciales; había que tener en cuenta la finalidad de utilidad nacional de los establecimientos incorporados y no la forma mediante la cual se ocupaba (compra, cesión, etc., pues incluso podría ocuparse como locatario); por último, la característica de estos establecimientos debía ser amplia y no quedaba limitada sólo a aspectos vinculados con la defensa militar. La Corte entendió que la jurisdicción federal en estos lugares era exclusiva y excluyente de toda ingerencia provincial, doctrina que tendría varios cambios en los períodos siguientes, al punto que llegó a ser regulada por una ley especial. La reforma constitucional de 1994 suprimió el inc. 27 entre las facultades del Congreso, por otro que lo autoriza a dictar leyes para el cumplimiento de los fines de los establecimientos de utilidad nacional, y mantiene en favor de las autoridades locales los poderes de policía y de imposición en tanto no interfieran con el cumplimiento de aquellos fines (art. 75, inc. 30).
La Ley Mitre y las Cargas Impositivas a las Empresas de Ferrocarriles [arriba]
El ferrocarril llegaba por entonces a lejanos lugares del país y su control estaba, en gran parte, en manos de capitales de origen inglés, vinculados al comercio exportador de carnes y cereales, también ligados a esta actividad. En 1914 las líneas llegaban a 35.500 km. La Ley Nº 33 del 23 de mayo de 1863, que aprobó el contrato con el empresario William Wheelwright para la construcción del Ferrocarril Central, era amplia: concedía a la empresa en propiedad una legua de terreno en toda la extensión a cada lado del riel, se le garantizaba un porcentaje de ganancia y eximía a la empresa y sus dependencias de toda contribución o impuesto. La Corte interpretaba que este último beneficio comprendía imposiciones nacionales y también provinciales o municipales. En una ocasión se aclaró que la exención no se extendía a cualquier lugar o terreno, sino a las propiedades del ferrocarril vinculadas con sus operaciones: una oficina de telégrafos establecida fuera del perímetro de la línea del ferrocarril, por ejemplo, aun cuando estaría relacionada con la explotación, no entraba dentro de las dependencias que podrían considerarse exentas de impuestos (demanda del FFCC Central Argentino c/Municipalidad de Rosario, 31 de marzo de 1906, F. 104:73; otro en F. 104:96).
Pero en octubre de 1907 se promulgó la Ley Nº 5315, a instancias del diputado Emilio Mitre, que reguló un régimen especial para los ferrocarriles que se adhirieran a ella: el art. 8 declaraba libre de derechos de aduana a los materiales y artículos de construcción y explotación que las empresas introdujeran al país durante 40 años; durante ese tiempo deberían pagar una contribución única igual al 3 % del producto líquido de sus líneas, quedando exoneradas de todo otro impuesto nacional, provincial o municipal.
A la Corte comenzaron a llegar reclamos de las empresas de ferrocarriles adheridas a la ley Mitre, por pago de servicios que les exigían las provincias. Para interpretar la exención, se apelaron a los debates legislativos de la ley, en especial a las opiniones del diputado informante M. Carlés, quien había afirmado que entre los impuestos que se exoneraba, no entraban afirmado, alumbrado y otros semejantes. La Corte consideró que este informe era fuente de interpretación suficiente e insistió en que las empresas debían abonar ese tipo de contribuciones (v. F. 115:174 y 186; 119:122 del 11 de junio de 1914). La doctrina desesperó a jueces federales de instancias inferiores, como Clodomiro Zavalía, quienes consideraban que se contradecía con la postura tradicional de la Corte y con el espíritu liberal de la ley Mitre, que sólo imponía una única contribución del 3 % eximiendo a las empresas de todo otro impuesto. La Corte llegó hasta a declarar que los ferrocarriles debían actuar con papel sellado ante la administración de justicia, otra carga también discutida (F. 111:43 del 18 de febrero de 1909 y 114:198).
En el caso “Mórtola c/FFCC. Central Argentino”, resuelto el 20 de marzo de 1915, la Corte hizo un extenso análisis del art. 8 de la Ley Nº 5315 y del debate legislativo.
Diferenció los impuestos de los servicios municipales y concluyó que la contribución del 3 % se refería a verdaderos impuestos, tributos o cargas públicas sancionadas para hacer frente a gastos generales de administración. Por ello los servicios municipales no estaban incluídos en la exención y debían ser abonados, amén que no afectaban el desenvolvimiento de los ferrocarriles ni de propiedad nacional ni a los privados (F. 120:372; otro en F. 124:307). Y se mantuvo firme en esta doctrina incluso cuando se invocó “la tradición legislativa en materia de política ferroviaria” (“FFCC Central Argentino c/Municipalidad de la Capital Federal”, 2 de abril de 1918, en F. 127:189).
Pero cuando la contribución que se le exigía al ferrocarril era un verdadero impuesto, no se le podía reclamar el pago por encontrarse exceptuado por la ley Mitre (“FFCC Central Argentino c/provincia de Buenos Aires”, 3 de julio de 1919, en F. 129:337).
El problema concluiría con la sanción de la Ley Nº 10657, debido a la presión de las empresas ferroviarias, que extendería la exención a toda clase de contribuciones.
Incluso se discutió si los servicios de alumbrado y limpieza percibidos por un municipio con anterioridad a la sanción de esta nueva ley, podían ser reclamados. La Corte entendió que la nueva ley no interpretaba la ley Mitre sino que la modificaba, por lo cual no se aplicaba a impuestos devengados y cobrados con anterioridad a su sanción (“FFCC. del Sud c/Municipalidad de Bolívar”, 2 de mayo de 1921, en F. 134:57, doctrina que se reiteró en F. 134:71 y 141:78).
Derecho de Propiedad, Leyes sobre Locaciones y Reglamentación de Derechos Económicos [arriba]
La doctrina de la Corte defendía la propiedad privada y desconocía el poder de policía de las provincias para regular aspectos de su economía, camino que señaló el fallo dictado en la causa “Hileret” y que luego continuó en la interpretación de leyes provinciales que intentaron regular la producción del azúcar o los vinos.
Pero desde comienzos de 1922 la Corte deberá interpretar leyes dictadas por el Congreso nacional que, invocando el poder de policía, regularían relaciones particulares derivadas del contrato de locación y que atacaban el derecho de propiedad.
El aumento de la población urbana y la escasez de viviendas, encontró a los inquilinos sometidos a la exigencia de aumentos que el Cód. Civ. dejaba librado a la oferta y la demanda y que terminaba perjudicando a un amplio sector social de menores recursos. Los alquileres constituían una carga importante en los gastos mensuales de las familias y resultaba uno de los principales factores del encarecimiento de la vida. El gobierno de Yrigoyen consideró necesario intervenir en esta relación haciéndose eco de la tendencia del Estado como gestor del bienestar general. En esta orientación, el 19 de septiembre de 1921 se promulgaron dos leyes, primeras de otras prórrogas que vendrían: la 11.156 que modificó el art. 1507 del Cód. Civ. para establecer plazos mínimos de locación cuando no existiera contrato escrito que los fijase, y la 11.157 que congelaba alquileres y prohibía cobrar durante dos años un precio mayor al que se pagaba al 1 de enero de 1920.
Al poco tiempo la Corte se encontró con un caso donde se impugnaba la constitucionalidad de esta última ley, que se consideraba incompatible con el derecho de usar y disponer de la propiedad (Agustín Ercolano, consignó los alquileres contra Julieta Lanteri de Renshaw, médica, recibida entre las primeras mujeres en la Universidad de Buenos Aires en 1906, de intensa actividad libertaria y en favor de los derechos de las mujeres; fallo del 28 de abril de 1922, en F. 136:164). En su dictamen, el Procurador General Rodríguez Larreta dio los argumentos esenciales del fallo que adoptaría la mayoría en la Corte: la ley no turbaba el derecho de propiedad en su posesión y dominio y sólo introducía “una leve restricción en el ejercicio de una de las manifestaciones del derecho de disposición”. Invocaba las consecuencias de la guerra, la emergencia en materia de viviendas y el carácter transitorio de la ley; citaba un texto de las lecciones de Montes de Oca, profesor de derecho constitucional en Buenos Aires, y de Tiffany.
El fallo de la Corte comienza recordando que ningún derecho es absoluto; “un derecho ilimitado sería una concepción antisocial”, párrafo que trae por primera vez un hálito social en la Corte. La reglamentación de los derechos es una necesidad derivada de la convivencia social. Esto lleva a analizar el concepto de poder de policía: el Tribunal venía aceptando la facultad local de reglamentar los derechos en materia de orden, salud y moralidad; pero ya vimos que cuando se trató de regular intereses económicos, se reservó su control, pues, como dice aquí, podrían “contrariar los principios de libertad económica y de individualismo profesados por la Constitución”.
Sin embargo a esta categoría pertenecía la reglamentación sobre precios y tarifas. Pero esta facultad la había asumido el Congreso nacional al dictar la Ley Nº 11.157, y la cuestión sería resuelta en forma favorable. Se invocaba el fenómeno de la crisis de la habitación y las circunstancias transitorias de la ley. Pero en definitiva los jueces concluían que no les correspondía juzgar sobre el acierto de los medios propuestos por los otros poderes para enfrentar los problemas económicos; sólo se pronunciaban sobre las facultades del Congreso para establecer restricciones, que consideraban adecuadas. Todo un dechado de argumentos que permiten apreciar que el reconocimiento del derecho de propiedad podía quedar librado a juicios contradictorios.
En esta causa también se reclamó por la aplicación retroactiva de la ley. Pero la mayoría encontró una solución por tratarse de un contrato verbal y sin término que no creaba más obligaciones que las derivadas de cada período de alquiler. Por ello se declaró que la Ley Nº 11.157 no era repugnante a la Constitución (Palacio, Figueroa Alcorta, Méndez).
Arduo debió ser el debate dentro de la Corte. Las disidencias en este período fueron escasísimas. No sería aventurado suponer que Bermejo logró mantener o imponer esta unanimidad. Por eso barruntamos que el caso que dejaba de lado la ideología individualista que se propugnaba debió ser motivo de amplia polémica. Bermejo votó en disidencia y sus reparos fueron la expresión de un sentimiento y la defensa de un sistema que, nos parece, veía quebrarse. Invocó a Alberdi en defensa del “derecho amplísimo” de la propiedad, le agregó citas de Estrada, Montes de Oca, González Calderón, apeló a los antiguos proyectos constitucionales, rechazó la excusa de la escasez de habitaciones: “esa escasez en un momento dado puede ser sobreabundancia en otro y la misma razón de Estado llevaría a imponer autoritariamente el aumento del alquiler”. Los derechos no son absolutos y están sujetos a las leyes que los reglamenten, pero se preguntaba: ¿cuáles son los límites de esa facultad de reglamentación?, porque de no haber límites se estaría ante una Constitución absurda. Los límites los encuentra en los arts. 28 y 19: no se pueden dar leyes que limiten o falseen las garantías. También la emprende contra el poder de policía (police power), que lo considera refugio de cada atentado contra la propiedad privada, fácilmente pervertido y peligroso. Por esta puerta se filtra el poder del Estado que invocando el bienestar general, restringe los derechos.
Este poder para regular los alquileres, dice Bermejo, atenta contra el derecho de los particulares; y no se trata de regular la propiedad de cosas destinadas al uso público donde estén comprometida la higiene, la moralidad o la seguridad. Por ello considera esta ley violatoria de la Constitución.
Un autor moderno llamó a este fallo “la partida de defunción del liberalismo en nuestro país”(477). Es cierto que marca una tendencia que en la década siguiente se abriría con más prodigalidad. Pero esta doctrina, en el período, no tuvo reiteraciones. Al contrario, comenzaron a recortarse sus alcances.
Al poco tiempo debió tratarse nuevamente la constitucionalidad de la Ley Nº 11.157 en cuanto mantenía el precio de los alquileres durante dos años. En el anterior se trataba de un contrato verbal y sin término. En el nuevo existía un contrato escrito, con término definido, celebrado antes de la promulgación de la ley. ¿Podía aplicársele esta ley? Los jueces dijeron que no. Que se afectaban derechos adquiridos, que el legislador tenía límites para legislar hacia el pasado, pues no podía con nueva ley arrebatar o alterar un derecho patrimonial adquirido al amparo de la legislación anterior. Un texto de Laurent sobre los límites de las leyes retroactivas, sirvió de fundamento (Principes de droit civil, l, 193). Todo el fallo insiste en que las leyes no pueden destruir o alterar derechos adquiridos, pues en caso contrario se estaría ante la omnipotencia legislativa insostenible dentro de un sistema cuya esencia es la limitación de los poderes y la supremacía constitucional (“José Horta c/Ernesto Harguindeguy”, 21 de agosto de 1922, en F. 137:47).
Bermejo continuó con su disidencia: con contrato o sin el, la ley era inconciliable con las garantías constitucionales que reconocen el derecho de propiedad y su inviolabilidad.
También se optó por la inconstitucionalidad de la ley cuando se intentó aplicarla retroactivamente frente a una sentencia firme dictada según la ley anterior vigente en ese momento (4 de diciembre de 1922, F. 137:294), o ante un contrato escrito celebrado y prorrogado antes de la sanción de la ley (4 de junio de 1923, F. 138:122 y 28 de julio de 1924, F. 141:112); pero si no se probaba la existencia de contrato escrito con término definido anterior a la ley, no había inconstitucionalidad (4 de agosto de 1924, F. 141:140).
Para desesperación de los jueces, las prórrogas no se detuvieron. Las leyes no eran transitorias como lo supusieron. La Ley Nº 11.231 del 1 de octubre de 1923, prolongó los vencimientos de los contratos de locación hasta el 30 de septiembre de 1924. La Ley Nº 11.318 promulgada el 5 de diciembre de 1924, renovó la prórroga hasta septiembre de 1925.
Un locador obtuvo sentencia de desalojo, que quedó firme en octubre de 1924, cuando estaba vencida la prórroga de la Ley Nº 11.231 y aún no se había promulgado la extensión del plazo establecido por la Ley Nº 11.318. En la instancia inferior se aplicó la nueva ley. La Corte no lo admitió. Los jueces no eran los mismos: Palacio había fallecido y habían ingresado Repetto y Laurencena. Pero la orientación jurídica persistía, interpretamos que por la firmeza de su presidente. No se podía alterar un derecho patrimonial definitivamente adquirido y reconocido por autoridad judicial. Se invocó la irrectroactividad de la ley según los principios desarrollados en “Horta c/Harguindeguy” que se citaban. Pero a ello agregaron una aguda crítica a las sucesivas prórrogas, que privaba a los propietarios de la libre disposición de sus inmuebles durante un plazo que llegaba entonces a los cuatro años y que además restringía la libertad de contratar, ya que mantenía congelados los alquileres desde que entró en vigor la Ley Nº 11.157, todo a pesar de que en la discusión parlamentaria se sostuvo que eran leyes ocasionales y de emergencia. Pero este sistema, seguían los jueces, tolerado por una extrema situación económica, no podía “encontrar suficiente justificativo cuando se le convierte de hecho en una norma habitual”, más cuando se revelaba un progresivo aumento en la oferta de habitaciones, según se apreciaba en los avisos de los diarios. Los jueces, que decían no considerar las razones del legislador, ahora hasta controlaban el incremento de la oferta de alquileres por los avisos periodísticos. En este caso la aplicación de la Ley Nº 11.318 fue considerada incompatible con los arts. 14 y 28 de la Constitución (“Leonardo Mango c/Ernesto Traba”, 20 de agosto de 1925, en F. 144:219 y también publicado en “Jurisprudencia Argentina”, tº 17, pág. 11. La doctrina se reiteró en otro fallo del 23 de noviembre de 1925, en F. 145:168).
En torno a los temas vinculados con la locación, se planteó también la inconstitucionalidad del art. 1507 del Cód. Civ. que no permitía contratos de locación de más de 10 años de duración. La Corte rechazó el reclamo. Reiteró que no había derechos absolutos y que su reglamentación tenía el límite asignado por el art. 28 de la Constitución; por lo tanto, cuando el Congreso dispone un límite de tiempo en el contrato de locación, actúa dentro de sus prerrogativas de reglamentación sin vulnerar el derecho de propiedad; tampoco restringe su uso, pues sólo limita el tiempo del contrato, sin impedir, incluso, su renovación (“Manuel Cornú c/José Ronco”, 17 de octubre de 1924, en F. 142:80).
A pesar de la claudicación en “Ercolano c/Lanteri”, la estabilidad de la propiedad constituía uno de los pilares de la concepción positivista legalista de los jueces de la Corte y los fallos de este período ponen de manifiesto su acentuada defensa. Seguían la práctica constitucional norteamericana, tan citada en la época, donde la propiedad privada era la esencia de los derechos individuales y servía para poner límites a los poderes políticos. La doctrina local contaba en este sentido con la opinión de Alberdi, quien proclamaba que la propiedad movía y estimulaba la producción y el trabajo, y también con el derecho absoluto que regulaba el Cód. Civ..
El recurso extraordinario que trajo Pedro Emilio Bourdie en un juicio que seguía contra la Municipalidad de Buenos Aires, puso de manifiesto esta liberal interpretación de los textos. Se impugnaba el art. 42 de la ordenanza municipal sobre impuestos para el año 1920, que cobraba una tasa por el mayor valor recibido por las transferencias de bóvedas en los cementerios del Oeste y de Flores, que se consideraba violaba el derecho de propiedad. La Cámara Civil de la Capital desestimó la inconstitucionalidad pues se entendió que los derechos sobre sepulcros no integraban el derecho patrimonial de una persona y, por tanto, no existía desconocimiento del dominio; tampoco se aceptó el sentido amplio del derecho de propiedad ni la vulneración de libertades por el gravamen, y se rechazó el argumento de su aplicación retroactiva (el gravamen se aplicaba a una concesión hecha con anterioridad a la ordenanza), pues con este criterio no se podrían aumentar impuestos por razón de que cuando se adquirió el derecho imponible la carga era otra.
La interpretación de la Corte fue distinta: en primer lugar, sostuvo que las palabras “libertad” y “propiedad”, eran términos constitucionales que debían ser tomados en su sentido más amplio. La “propiedad” que mencionan los arts. 14 y 17 comprenden “todos los intereses apreciables que un hombre puede poseer fuera de sí mismo, fuera de su vida y de su libertad”. En consecuencia, la concesión de uso sobre un bien de dominio público, en el caso una sepultura, se encuentra tan protegida como pudiera estarlo el titular de un derecho real de dominio. La inviolabilidad de la propiedad asegurada por el art. 17 protege con igual fuerza tanto los derechos emergentes de contratos como los constituídos por el dominio. Dentro de esta idea, la ordenanza impugnada ha desconocido el derecho del concesionario. En efecto, el derecho a la sepultura nace de una concesión otorgada por la municipalidad a un particular; el organismo administra un bien del dominio público como son los cementerios. En virtud de la concesión onerosa se crea en favor del concesionario un poder jurídico sobre la parte de la cosa pública entregada. Por lo tanto el concesionario puede usar de esa parte y puede transmitirla o enajenarla. Es cierto que el municipio puede establecer limitaciones y condiciones. Pero ellas no pueden afectar sus derechos; su facultad de transmitir es lisa y llana, no habiendo sido limitada en el acto de la concesión y no puede impedírsele enajenar el sepulcro por un precio más alto que el pagado al municipio. En estas condiciones, la municipalidad no pudo alterar las condiciones de la concesión. Con ello no se desconoce el ejercicio por la comuna del poder impositivo.
Pero en el caso el gravamen está lejos de ser un impuesto, pues persigue el propósito, reconocido por la municipalidad, de impedir la venta del derecho de uso sobre sepulcros para evitar la especulación. También viola garantías constitucionales la retroactividad de la ley, pues si bien este concepto no reviste caracteres de una norma constitucional, alcanza la necesaria protección cuando se alteran de manera fundamental derechos aceptados en la concesión; en tal caso la no retroactividad deja de ser legal para confundirse con el principio de la inviolabilidad de la propiedad. En resumen, la ordenanza ataca la garantía de los arts. 14 y 17 y se manda al municipio devolver la suma reclamada (16 de diciembre de 1925, en F. 145:307).
Tanto la amplitud del concepto de propiedad, su extensión a concesiones del Estado y la interpretación de la irrectroactividad, hacen de este fallo un ejemplo notable del esfuerzo intelectual de los jueces presididos por Bermejo en defensa de una ideología que ponía gran confianza en las virtudes de la propiedad privada y en la libertad del comercio y la industria, como modelo de prosperidad y de defensa de las demás libertades frente a regulaciones estatales.
Los miembros de la Corte intentan defenderse contra el avance del constitucionalismo social que luego de la Guerra proponía los primeros ejemplos. Se pretende mantener las puertas cerradas a la intervención del Estado. Pero en esta pugna ideológica, como ya vimos, los jueces tendrán que aceptar regulaciones que restringirán la propiedad en virtud de un interés general. El embate del Estado benefactor sería cada vez más visible y encontraría apoyo en una doctrina y legislación más sensible a los procesos sociales y económicos.
En supuestos excepcionales el concepto absoluto de propiedad encontró límites, como cuando se declaró que la inembargabilidad de una jubilación del ferrocarril, prevista en la Ley Nº 10.650, era constitucional y no violaba los arts. 16, 17 y 31 de la Constitución como se había invocado (12 de noviembre de 1923, en F. 139:145).
Es la facultad de los poderes legislativo o ejecutivo para reglamentar e incluso restringir los derechos en beneficio del interés general; se funda en que los derechos están sujetos a las leyes que los reglamenten, aunque estas reglamentaciones no pueden alterar tales derechos (arts. 14 y 28 de la Constitución).
En un comienzo la Corte se inclinó por la aplicación del concepto restringido del poder de reglamentación de los derechos, aceptado en la doctrina europea, que permitía la regulación por razones de seguridad, moralidad, salubridad o higiene, concepción que limitaba la actuación del Estado. Frente a esta acepción, la jurisprudencia de la Corte de los Estados Unidos admitía posibilidades más extensas, aceptando la reglamentación de todos los derechos cuando tuviesen por fin el bienestar general.
Nuestra Corte aplicó la doctrina amplia norteamericana cuando las provincias pretendieron regular su economía interna, y negó la posibilidad de regulación provincial ni siquiera con motivo de emergencias (casos “Hileret”, “Griet”, “Compañía Azucarera Tucumana”, “Grosso”, “Passera”, entre otros). Sin embargo autorizó al Congreso nacional a regular las relaciones contractuales particulares en materia de alquileres, abriendo una brecha que con el tiempo ampliaría a límites impensados las facultades reglamentarias de los poderes nacionales, que la Corte convalidaría en distintas etapas de su historia. De esta manera los derechos individuales y las garantías constitucionales quedaron sujetas a la voluntad reglamentaria del poder de policía, que, como lo anunció Bermejo en su disidencia en “Ercolano”, siguiendo al juez norteamericano David J. Brewer (nacido en Kansas y miembro de la Corte Federal entre 1889 y 1910), sería el refugio de los atentados contra la propiedad y los derechos.
En los comienzos de este período aparecen casos que anticipan la contradictoria interpretación de la Corte sobre el ejercicio reglamentario por parte de las provincias.
La ley de ejidos de la provincia de Entre Ríos de mayo de 1872 reservaba un área de 4 leguas para formar el espacio de ciudades, villas o pueblos, destinadas exclusivamente al desarrollo de poblaciones y la agricultura, quedando excluído el pastoreo de haciendas. Juan Baylina tenía una majada de ovejas dentro de ese radio en el pueblo de Federación y la Comisión Municipal lo intimó a retirarlas. Impugnó la ley por considerarla lesiva del derecho de propiedad; sostuvo que sus campos estaban bien alambrados, que sus haciendas no causaban daño a terceros y que esas tierras no eran aptas para la agricultura. Interpretaba que la ley sólo era aplicable a los terrenos fiscales y no a las propiedades particulares. El Superior Tribunal de Justicia de Entre Ríos rechazó el planteo: consideró que la ley no distinguía entre propiedades fiscales y particulares, que el derecho de propiedad no es ilimitado y que la ley tenía por finalidad fomentar el desarrollo urbano. Llegado el caso a la Corte, se juzgó que los campos de pastoreo no constituyen un obstáculo para el desenvolvimiento de poblaciones “como lo acredita la experiencia en los países cuyas leyes se citan como modelo en la organización y régimen de las ciudades modernas”. Pero aunque fuese posible sacrificar la propiedad privada al interés público, ello no sería posible sin una indemnización previa, según lo prevé el art. 17 de la Constitución, concluyendo que la facultad reglamentaria no legitimaba la ley provincial sin previa indemnización, considerándola contraria a la Constitución (22 de octubre de 1912, en F. 116:116 que firman Bermejo, González del Solar, Daract, Palacio y López Cabanillas).
Un año después se decidía que una ley de Mendoza, que exigía una fianza de $ 15.000 para inscribir un título de ingeniero civil otorgado por la Universidad de Buenos Aires, no se oponía al derecho a trabajar y constituía una reglamentación razonable cuya finalidad era garantizar posibles perjuicios (con cita de Freund, The police power) (fallo del 16 de octubre de 1913, en F. 117:432).
Poco después se resolvía un nuevo caso vinculado con la provincia de Mendoza: los médicos de un sanatorio de la ciudad reclamaban contra la ley orgánica de municipalidades que los obligaba a trasladarse fuera del municipio. Entendían que la legislatura mendocina había ultrapasado sus facultades ya que el Cód. Civ., que regula las restricciones y límites al dominio, no se refiere a los sanatorios y por ello la ley afectaba el derecho de propiedad y la igualdad. Los jueces de la Corte son los mismos que resolvieron los casos anteriores, salvo, en este caso, la ausencia transitoria de González del Solar. Primero se consideró el procedimiento reglamentario, luego la legitimidad de la medida y por último la razonabilidad del medio utilizado. Comienzan por manifestar que no deben expedirse sobre la oportunidad o conveniencia de las medidas legislativas o administrativas destinadas a regular la salud pública, pero lo hacen debido a que existe una circunstancia extraordinaria: el conflicto entre la reglamentación y la Constitución. Si así no fuera las facultades reglamentarias locales serían ilimitadas haciendo ilusorias las garantías constitucionales. A partir de aquí entran a comparar la ley municipal de la Capital Federal con la norma mendocina: en Buenos Aires no se prohiben los sanatorios u hospitales y, como la Corte norteamericana decidió, apoyándose en conclusiones científicas, que aquellos no constituyen establecimientos perjudiciales, nada impediría su funcionamiento en la ciudad de Mendoza. Reconocen que ocasionan alguna depreciación en el valor de las fincas contiguas. Pero no está comprobado que el sanatorio mendocino fuese una molestia para los vecinos, ni que asistan a enfermos infecciosos. Por ello declaran contraria a la Constitución la parte de la ley impugnada (30 de diciembre de 1913, en F. 118:278).
Entendemos que a pesar que la Corte adopta una línea de análisis válida, las conclusiones no son armónicas y ofrecen soluciones irregulares y tornadizas. Decidía cuándo una reglamentación provincial era válida, pero las reglas para la solución no eran uniformes. Estos ejemplos lo revelan y los que citamos a continuación, vinculados con el derecho de reunión, vuelven a confirmarlo.
Este derecho no está específicamente contemplado en la Constitución, pero fue reconocido, al menos como medio “pacífico” de expresarse.
La U.C.R. pretendió realizar un acto en Santa Fe, y el jefe de policía local estableció por edicto del 22 de julio de 1907, el recorrido que debía hacer la manifestación. Por entonces los radicales eran considerados subversivos y sus reuniones rigurosamente controladas. El edicto fue impugnado de inconstitucional. Para el Procurador General Botet, la Corte no debía expedirse pues los reclamantes, en definitiva, no sólo se habían sometido al edicto, realizando la manifestación por el lugar señalado, sino que en el caso no encontraba verdadera contienda. La Corte, en fallo del 15 de diciembre de 1907 consideró necesario avocarse al caso, reconoció el derecho de reunión y aceptó el derecho de las provincias para reglamentar materias de orden, tranquilidad y moral pública y, dentro de estas facultades, la posibilidad de cambiar parcialmente el itinerario de la manifestación (Bunge, González del Solar, Moyano Gacitúa).
Pero el juez Daract no tuvo la misma opinión y propuso una de las escasas disidencias sobre una cuestión de fondo que se daban entonces en la Corte. Su argumento es el que se usaba y usará para poner límites al poder de policía local: el uso de las calles públicas para manifestaciones no puede quedar librado a la voluntad personal de un jefe de policía o de comisarios, pues otorgaría poderes ilimitados y arbitrarios para decidir el derecho de reunión, de tanta importancia en los pueblos libres.
El uso de estas facultades debe ejercerse con discreción y razonablemente, y en este caso no lo fue, por lo cual considera la disposición policial contraria a la Constitución (“Francioni c/Policía de la Municipalidad de Santa Fe”, en F. 110:391).
En otra ocasión el Comité Radical Acción hizo saber al Jefe de Policía de la Capital Federal, que se realizaría un acto público político el 16 de octubre de 1929 a las 18 horas en la Diagonal Norte y Florida. Verbalmente se negó la autorización y por escrito se dijo que no se conocía la constitución ni la integración del citado Comité, archivando el pedido, lo que fue entendido como una negatoria. Para el Procurador Rodríguez Larreta, apreciar el alcance de la autorización es de resorte local y la decisión no desconocía el derecho de reunión, por lo cual pedía que el recurso se rechazase. La Corte llegó a idéntica conclusión: deduce que la reunión no fue autorizada por lo inconveniente del sitio y la hora. Busca el fundamento del derecho de reunión en la doctrina norteamericana, una ley de Francia y normas penales nacionales (pero, curiosamente, no se menciona el art. 33 de la Constitución, que había citado Daract en su anterior disidencia). Lo admite para reuniones pacíficas, pero como todos los derechos, sujetos a la reglamentación de su ejercicio. Menciona los proyectos tendientes a reglamentar este derecho presentados en el Congreso nacional y concluye que todos establecen múltiples restricciones, en particular referentes al uso de las calles y plazas públicas. Distingue entre disposiciones policiales que vulneran el derecho de reunión y las que señalan modalidades razonables y, como fue razonable la modificación de un itinerario, también lo es la que ahora se aplica, pudiendo los interesados indicar otro lugar de reunión que no ofrezca los inconvenientes del elegido (Figueroa Alcorta, Repetto, Guido Lavalle, Sagarna), 5 de noviembre de 1929, en F. 156:81).
Poder de policía y Normativas Provinciales que regulan legislación de competencia nacional [arriba]
Las provincias y los municipios son personas jurídicas necesarias, demandables y susceptibles de ser ejecutadas. Por lo tanto la Constitución de Mendoza no pudo eximir de embargo y ejecución a bienes del municipio de Godoy Cruz, pues de esta manera creaba una excepción a normas del Cód. Civ. dictado por el Congreso nacional según delegación que hizo la provincia (28 de abril de 1926, en F. 146:122). La inembargabilidad de los bienes municipales que estableció la ley orgánica de las municipalidades de Tucumán, también la Corte la consideró contraria a la Constitución (F. 147:29). Parecida resolución se dictó en una ejecución contra bienes de la provincia de Santiago del Estero, cuya Constitución limitaba la ejecución de bienes a pautas que la Corte entendió vulneraban el Cód. Civ. (F. 147:88). La provincia de Córdoba invocó un artículo de su Constitución por el cual se la eximía de ejecución y le permitía regular el modo y la forma del pago; para la Corte, las leyes locales pueden regular la inversión de sus rentas, pero no pueden derogar las normas que se contienen en los códigos dictados por el Congreso (20 de mayo de 1927, en F. 148:369). Un artículo de la Constitución de San Juan, no permitía un embargo de fondos de la provincia depositados en el Banco de la Nación; la Corte desestimó la aplicación de tal norma (5 de marzo de 1928, en F. 150:320).
El caso más notable en materia de legislación provincial que avanza sobre legislación de competencia nacional, lo propuso el fallo dictado en “Viñedos y Bodegas Arizú c/provincia de Mendoza”, elaborado al final de este período (Bermejo había fallecido pocos días antes e interpretamos que las conclusiones fueron consideradas con su opinión; es el primer fallo que se firma luego de su muerte). Mantiene la orientación ideológica que los jueces desarrollaron en las tres primeras décadas del siglo. Dentro del populismo que enmarcó en Mendoza el régimen de los Lencina, padre e hijo, se dictó en 1918 la Ley Nº 732 que regulaba la jornada de trabajo y establecía un salario mínimo. En 1927, durante el gobierno de Alejandro Orfila, radical de las filas lencinistas, la Ley Nº 922 actualizó y extendió el régimen del salario mínimo y fue la que afectó a la firma reclamante. La ley establecía multas para los infractores, y para controlar su cumplimiento, autorizaba a representantes de la autoridad a entrar en los establecimientos y revisar libros y papeles sin orden judicial. Los bodegueros sostuvieron que la ley legislaba sobre materia propia del Congreso Nacional y que por ello le estaba vedado a la provincia; además, las multas y allanamientos atentaban contra las garantías del art. 18. La provincia hizo un extenso alegato en favor de las leyes sobre salario mínimo, cuya finalidad era el bienestar económico de los trabajadores, citando la doctrina expuesta por SS. León XIII en la encíclica “Rerum Novarum” y recordando también el pensamiento favorable de las escuelas socialistas.
Se consideraba que la materia entraba dentro del derecho público provincial y del poder de policía local, y que en definitiva el Congreso no había legislado sobre salario mínimo salvo para el trabajo a domicilio por Ley Nº 10505, sólo aplicable en la Capital Federal y territorios, resultando entonces válida la competencia provincial en la materia.
La Corte no consideró ninguno de estos antecedentes, limitándose a una fría aplicación de la ley y reduciendo el problema del salario al ámbito impreciso del Cód. Civ.. Este cuerpo legal dictado por el Congreso, legisla sobre la locación de servicios y el salario es el precio del servicio. Las provincias pueden legislar en la materia mientras no lo haga la Nación, pero ésta lo ha hecho a través del Cód. Civ. y, ante la norma nacional cede el poder de policía local. La nueva rama del derecho -dicen los juecesllamada legislación industrial o derecho obrero, se constituye en gran parte con elementos de las relaciones civiles y otros del derecho administrativo o de la ciencia económica. Pero en definitiva, para la Corte la legislación del trabajo no es más que la aplicación de disposiciones del contrato de locación de servicios que legisla el Cód. Civ.. Por lo tanto la regulación mendocina es inconstitucional (23 de octubre de 1929, en F. 156:20 que firman Figueroa Alcorta, Repetto, Guido Lavalle, Sagarna).
Nos parece que el fallo refleja los límites del pensamiento jurídico de los jueces y su falta de creatividad. Ni la capacidad técnica ni la apreciación de la realidad les permitió advertir la trascendencia y proyección de la legislación laboral y la autonomía que proponían sus normas, ni el reducido espacio que brindaba el Cód. Civ. en una veintena de artículos dedicados a la locación de obra y de servicios, que ya la legislación especializada por entonces superaba, incluso en la enseñanza, pues en esa década Leónidas Anastasi tenía a su cargo una cátedra de Legislación Obrera en la Facultad de Derecho de Buenos Aires.
Regulaciones Financieras Provinciales equiparables a la emisión de moneda [arriba]
Las provincias tienen prohibido expresamente emitir moneda, función del Congreso de la Nación. Sin embargo, por medios indirectos, la Corte llegó a advertir que algunos procedimientos provinciales se asemejaban a la emisión de moneda. En un juicio promovido por un extranjero contra la provincia de San Juan directamente ante la Corte por competencia originaria, se analizó si el pago de una multa en letras de tesorería emitidas por la provincia, violaba aquellas preceptivas, concluyendo afirmativamente pues se le daba a tales letras el carácter de moneda (20 de diciembre de 1926, en F. 148:65). De la misma manera fue resuelto un caso parecido, por letras emitidas por la provincia de Jujuy (F. 149:187).
Junto con este control, la Corte tuvo la ocasión de señalar la obligación de las provincias de pagar sus deudas. La cuestión se trató en un juicio que la provincia de San Juan siguió contra los banqueros Mayer Hnos. y Cía. y el Banco Francés del Río de la Plata. Por ley del 22 de septiembre de 1909 la provincia contrató con dichos banqueros la emisión de un empréstito, cuyos títulos tomaron entregando el capital.
Posteriormente, dispuesta la cancelación del préstamo, la provincia decidió pagar en marcos y aquí surgió la disputa, pues los banqueros no aceptaron tal moneda que no figuraba en el convenio y que la provincia utilizaba pues la beneficiaba en el cambio. La Corte rechazó la demanda contra el Banco Francés por considerar que no intervino en las operaciones, y rechazó el pago en marcos por no estar previsto en el empréstito, señalando que la amortización debía hacerse en francos en París o en pesos oro en la Argentina. Agregó que “el crédito exterior de un estado es patrimonio de su pueblo puesto al amparo de la buena fe de los gobiernos y que el repudio de la deuda externa o los procedimientos para no pagar o pagar menos de lo que en su virtud se debe constituye un agravio al honor de la nación” (26 de septiembre de 1927, en F. 149:226).
Hoy, esta reprimenda, debería extenderse a la Nación; pero nunca existió por parte de la Corte.
La Corte elaboró la doctrina de la irresponsabilidad del Estado, conforme con la tendencia doctrinaria puesta de manifiesto en el Congreso nacional, cuando en 1863 se analizó la Ley Nº 48 y se consideró la posibilidad de demandar a la Nación. Sin base legal estableció la necesidad de requerir y obtener la autorización legislativa previa para poder entablar estas demandas.
Para ordenar este procedimiento, el 27 de noviembre de 1900 se dictó la Ley Nº 3952: en primer lugar había que reclamar administrativamente ante el organismo correspondiente, que podía aceptar o rechazar el pedido; rechazado se abría la vía judicial. Si no había respuesta en 6 meses, era necesario pedir el pronto despacho, y 3 meses después sin respuesta, quedaba abierta la vía judicial.
De cualquier manera las sentencias que se dictaban eran declarativas y no se fijaba término para su cumplimiento. A pesar de esta arbitraria reglamentación, la Corte no buscó caminos para hacer efectiva la sentencia judicial. Al contrario, complicó el procedimiento administrativo previo como cuando resolvió que la denegación debía ser un acto del Poder Ejecutivo, no bastando una resolución ministerial (F. 110:436 del 28 de abril de 1914).
Pero también debe reconocerse que la Corte aceptó algunos casos donde no se consideró necesario el reclamo administrativo previo. Por otra parte la jurisprudencia también puso muy de manifiesto los dos caracteres del actuar del Estado: como poder público o persona de derecho público o poder administrador, o como persona jurídica civil, doctrina que el juez González del Solar defendió reiteradamente incluso antes de ingresar a la Corte.
No faltaron los que interpretaron que la venia legislativa seguía siendo necesaria para demandar al Estado como persona de derecho público, cuando la ley nada decía al respecto. En 1932 fue necesario dictar una ley especial para salvar este escollo interpretativo determinando que en ningún caso se requería tal venia (Ley Nº 11634).
La doctrina de la Corte interpretó que el Estado no respondía cuando actuaba como poder público, con lo cual quedaba fuera del orden constitucional a pesar que el art. 100 de la Constitución incluía entre las causas judiciales aquellas en que la Nación fuese parte. Esta doctrina tuvo su antecedente en un curioso caso: la Policía detuvo y mantuvo bajo custodia durante la noche un carruaje particular frente a la comisaria, mientras se interrogaba a sus propietarios. Sucedió que los caballos se desbocaron y destrozaron el carruaje. Los propietarios demandaron al gobierno de la Nación por los daños. La Corte sostuvo que como se trataba de acciones civiles deducidas contra agentes y empleados de la policía, que actuaban como poder público, la reparación resultaba improcedente y se absolvía al gobierno del reclamo (24 de marzo de 1904, en F. 99:22).
Este tipo de soluciones colocaba al Estado fuera del orden jurídico. De todos modos no se intentó advertir esta incongruente situación hasta después de 1960 y aún hoy, la responsabilidad del Estado ya sea por subterfugios interpretativos o leyes especiales, está lejos de ser efectiva. La Corte de este período sólo se ajustó a una modalidad que pasivamente se aceptó como fruto del hiperpresidencialismo y su extensión a la administración.
En cuanto al complejísimo tema de las demandas contra estados extranjeros, recogemos dos fallos: la demanda de un particular contra el gobierno del Paraguay, debe interponerse ante el juez de sección y no directamente ante la Corte, pues la acción no fue dirigida contra el embajador. Si una provincia o un estado extranjero demanda o es demandado, el caso es originario de la Corte, pero si la demanda proviene de un particular, debe intervenir el juez federal para que requiera el consentimiento de ese estado para ser llevado a juicio (26 de febrero de 1916, en F. 123:58).
La demanda contra un estado extranjero era entonces -y aún lo es hoy- un paso difícil de lograr, pues se requiere la conformidad del país para ser sometido a juicio, lo que no se logra con frecuencia. Pero para complicar más el tema, la Corte llegó a resolver que los estados extranjeros pueden ser citados de evicción. Esta citación se hace cuando se reclama la propiedad o posesión de un inmueble, para que el interesado conozca la acción y pueda invocar sus derechos. El caso se planteó en un juicio por reivindicación seguido por el fisco contra Rodolfo Mones Cazón ante el juzgado federal de la Capital, donde se pidió la citación del gobierno del Paraguay. Ignoramos qué ocurrió con este juicio, pero como la citación de evicción suspende el procedimiento y el estado extranjero no tendría interés alguno en presentarse, es de suponer que el proceso reivindicatorio terminaría archivado. La interpretación de la Corte era teóricamente adecuada, pero en la práctica de muy difícil cumplimiento (28 de diciembre de 1916, en F. 125:40).
La Protección de los Derechos: la Defensa en Juicio [arriba]
En la interpretación de las garantías enumeradas en el art. 18 de la Constitución, la Corte pudo sostener que la defensa en juicio no se violaba por el hecho de exigirse arraigo para ejercitar derechos, más cuando no resultaba que el arraigo hiciese imposible la defensa (12 de agosto de 1921, en F. 134:420).
Se confirmó una condena por homicidio impuesta por la Cámara Federal de La Plata, a pesar que el imputado no ratificó su declaración policial ante juez competente y sostuvo haber sido apremiado con amenazas y malos tratamientos por el comisario que le tomó declaración. Con apoyo de una ley de Partidas (la 3a., tít. 13, Ley Nº 7), la Corte interpretó que si bien la declaración no tenía la plena fuerza probatoria que la ley acuerda a la confesión judicial, no podía tampoco negársele el valor justificativo conforme con los demás antecedentes (10 de septiembre de 1912, en F. 116:48). Sin embargo más adelante se sostendría en un caso donde se analizaba la responsabilidad de la policía en el trámite de una exención al servicio militar, que en la duda debía estarse en lo que fuese más favorable al procesado, pues las leyes penales no pueden aplicarse por analogía ni interpretarse en su contra (13 de abril de 1923, en F. 123:425).
Se insistió reiteradamente que la inapelabilidad de las resoluciones dictadas en juicios ejecutivos, no violaba el derecho de defensa en juicio, pues existía la posibilidad de promover un juicio ordinario posterior (entre otros: F. 111:31).
En este período no hay avance en la aplicación de esta garantía ni la legislación se interesó en extenderla. La garantía surgía del art. 18 de la Constitución y se reguló primero por el art. 20 de la Ley Nº 48 y luego en el Código de Procedimientos en lo Criminal de la Capital Federal de 1888 (arts. 617 y ss.), que se refieren al “recurso de amparo de la libertad”, que es el habeas corpus propiamente dicho, y al “recurso de habeas corpus”, que regula la detención de un miembro del Congreso o empleado nacional por una autoridad provincial.
Un caso interesante fue resuelto el 16 de noviembre de 1923, y nos lleva a pensar que debieron intentarse otros casos de privación de la libertad de este tipo. En un juicio por divorcio, se logró recluir a la esposa en el Hospital de Melchor Romero so pretexto de demencia, pero sin orden judicial. Sólo el Director del Hospital mantenía a la paciente privada de su libertad y se cuestionó su autoridad para mantener la medida. En la instancia inferior se planteó un amparo de la libertad, que fue desestimado por entenderse que la internación estaba justificada con certificados médicos y por el informe del Director, quien sostuvo la locura moral de la causante. Se opuesto un recurso extraordinario, que fue negado y se debió recurrir a la Corte en queja. Se abrió el recurso pues se consideró que se estaba ante la detención de una persona. La Corte no tuvo más que tener en cuenta el texto de la Constitución que indica que nadie puede ser arrestado sino por orden de autoridad competente, motivo por el cual el Director del Hospital no estaba facultado para mantener una detención no ordenada judicialmente; se dispuso la libertad (F. 139:154).
En otro reclamo, un conscripto de la clase de 1905 había sido enviado al Hospital Militar para ser revisado en junta médica, pues existían dudas sobre la procedencia de la excepción que le fuera otorgada por inhabilidad física. Su padre opuso un recurso de habeas corpus que la Corte rechazó: se señaló que las leyes de servicio militar otorgaban a las autoridades militares el conocimiento y resolución de las excepciones y el recaudo tomado estaba dentro de su competencia (11 de agosto de 1926, en F. 147:67).
La restricción al ingreso de inmigrantes con antecedentes policiales o judiciales dio origen a otros recursos. La Ley Nº 817 no había profundizado el ingreso de los inmigrantes, facultando al Director General de Inmigración para su aplicación. En un caso el Director impidió el desembarco de una enferma de tracoma y su esposo reclamó mediante un habeas corpus que, en primera instancia, fue rechazado, pero que la Cámara aceptó por considerar que no estaba acreditado que la enferma fuera inmigrante. Pero la Corte revocó esta decisión y rechazó el pedido: en primer lugar justificó el derecho a impedir la entrada de extranjeros según las reglamentaciones internas, como la Ley Nº 817 dictada por el Congreso, que el Director había aplicado adecuadamente, pues a pesar de que no constaba el carácter de inmigrante de la enferma, llegaba de España y pretendió ingresar al Uruguay donde fue rechazada, lo que daba lugar a interpretar su condición de inmigrante (8 de junio de 1927, en F. 148:410).
El control del ingreso de extranjeros con antecedentes anarquistas motivó reclamos.
Las ideas socialistas desarrolladas desde Europa y las tendencias más extremas que se escindieron, como los anarquistas, se introdujeron al país por los inmigrantes, haciéndose sentir mediante insistentes huelgas y atentados que llevaron al gobierno nacional a dictar la Ley Nº 4144 en 1902, llamada de residencia, y la Ley Nº 7029 de 1910, llamada de defensa social. Esta última quedó derogada cuando se aprobó un nuevo Código Penal en 1922. Pero la primera mantuvo vigencia: permitía con un trámite administrativo-policial, expulsar a extranjeros cuya conducta comprometiera la seguridad nacional, perturbaran el orden público o cometieran delitos. Estaba fundada en el derecho del Estado para admitir extranjeros y sus disposiciones fueron consideradas de carácter administrativo y no penal. A pesar que el procedimiento ofrecía argumentos para alentar su inconstitucionalidad, la ley perduró hasta 1958.
Sobre el tema fue famoso el habeas corpus opuesto por los españoles Francisco Maciá y Ventura Gassol. Habían sido expulsados del país, pero luego volvieron a ingresar. La Dirección de Inmigración dispuso su salida invocando la Ley Nº 817 y el decreto del 31 de diciembre de 1923 que establecía condiciones para el ingreso al país, entre otros, certificado judicial y policial que acreditase no estar bajo acción de la justicia. Los españoles sostuvieron que no eran inmigrantes, sino pasajeros, y que por ello la Dirección no tenía competencia para disponer su salida del país; en cuanto al decreto de diciembre de 1923, fue tildado de inconstitucional por regular más allá de las leyes sobre inmigración. Llegado el caso a la Corte, la mayoría de sus jueces (Bermejo, Figueroa Alcorta, Repetto), consideraron que habiendo ingresado al país, la posterior expulsión violaba los arts. 14 y 20 de la Constitución e hicieron lugar al recurso. Pero también se sostuvo que el fundamento del decreto de diciembre de 1923 estaba en la Ley Nº 4144 que permitía la expulsión de extranjeros considerados peligrosos por sus ideas, ley que estaba vigente y que autorizaba al Ejecutivo a reglamentar las condiciones del ingreso de inmigrantes y pasajeros extranjeros. Guido Lavalle también aceptó el habeas corpus, pero por distintos fundamentos: consideró que la Ley Nº 817 no era aplicable a los españoles pues no eran inmigrantes y no existiendo una ley especial, el Ejecutivo no pudo dictar el decreto de diciembre de 1923 con sanciones no previstas en la legislación. De ello dedujo que la Dirección de Inmigración había procedido sin jurisdicción y que el decreto resultaba inconstitucional. Sobre la Ley Nº 4144 nada decide, pues no fue aplicada al caso, ni discutida ni tenida en cuenta por las partes (16 de mayo de 1928, en F. 151:211).
La defensa del derecho de reunión mediante un habeas corpus estuvo en discusión en un caso de repercusión pública. La policía de la Capital Federal negó al Partido Socialista Independiente el derecho a realizar un acto público y la medida se impugnó ante la justicia federal, que se declaró incompetente. En la Corte se sostuvo que la cuestión formaba parte del poder de policía de seguridad, dentro de las facultades locales, y en esa jurisdicción había que buscar el remedio, solución a la que arribaron con la cita de los autores norteamericanos Cooley, Watson, Tiedeman, Blac, junto con otros locales, como Alberdi, Bielsa, Estrada, González Calderón, Bas, Gallo (25 de febrero de 1929, en F. 154:5).
Entonces los afectados siguieron el debate ante la justicia criminal de la Capital, para reclamar contra la decisión policial. Se invocaba un habeas corpus, que fue desestimado con el argumento de que sólo procedía ante la pérdida de la libertad individual y que no podía ser extendido a otros supuestos. Luego de varios trámites llegaron en queja ante la Corte. En insólita resolución, los jueces declararon improcedente el recurso pues consideraron que el derecho de reunión no era tema federal y, como la cuestión giraba en torno a preceptos de derecho común, el recurso extraordinario no podía ser abierto (Bermejo y Figueroa Alcorta). Los jueces Guido Lavalle y Sagarna buscaron otros argumentos más sólidos. El primero sostuvo que el tema por su “pública notoriedad”, exigía el tratamiento de la justicia pues estaba en juego un derecho que se decía violado, lo que daba a la cuestión una índole federal que obligaba a abrir la queja y el recurso. Sagarna hace lugar a la queja, pero va más lejos pues resuelve el fondo del asunto, si bien de manera negativa para los reclamantes (27 de septiembre de 1929, F. 155:356).
La Corte no intentó extender el alcance de esta garantía más allá de la protección de la libertad física, ni hubo quien concibiera la posibilidad de un remedio procesal inmediato para proteger los demás derechos, ya por interdictos ya por el amparo, como se proyectaba y estudiaba en otros países, como Brasil.
La Constitución menciona entre los derechos que gozan sus habitantes, el de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa; la reforma de 1860 prohibió al Congreso nacional dictar leyes que restrinjan la libertad de imprenta o establezcan sobre ella jurisdicción federal. La interpretación del primer aspecto no tuvo un desarrollo doctrinario más allá de la libertad que implica su texto. Las dificultades las planteó el texto del agregado de la reforma. Desde 1864 la Corte aceptó que el Congreso no podía legislar sobre prensa ni tipificar delitos cometidos por medio de ella; la legislación penal en materia de prensa no debía ser federal sino quedar para las provincias. También se reiteró que los tribunales federales no podían juzgar delitos comunes cometidos por medio de la prensa.
A pesar de las contradicciones prácticas que ofrecía una estricta aplicación del texto, puestas de manifiesto en los primeros fallos que se dictaron sobre el tema, la Corte de este período no alteró esta doctrina y siguió apelando al fundamento que habían dado los constituyentes de 1860 para justificar las restricciones del art. 32: las reglas para sancionar los abusos de la palabra escrita o hablada debían ser privativas de la sociedad donde se cometiesen, esto es, de las provincias, pues allí es donde podían dañar inmediatamente. Todo ello a pesar del avance en las comunicaciones que hacían trascender los sucesos locales al ámbito nacional dejando de ser sólo temas locales.
La jurisprudencia fue abundante, paralela con el desarrollo de la educación y el avance periodístico. Juan Kaiser, director del periódico “La Opinión” fue denunciado por calumnias e injurias por unas publicaciones, y resultó condenado por el juez del crimen de La Plata a dos años y medio de penitenciaría según el Código Penal, sentencia que la alzada local confirmó. Sin embargo la Corte revocó la condena: hizo un largo estudio de los antecedentes del art. 32 de la Constitución, aunque no más allá de lo que habían aportado las primeras sentencias sobre el caso, concluyendo que eran las leyes locales las que debían reglamentar y sancionar el ejercicio de la libertad de imprenta; por lo tanto, la sentencia que aplicaba el Código Penal nacional contrariaba aquel artículo constitucional (17 de octubre de 1916, en F. 134:161). La doctrina fue reiterada en otros casos en que se insistió en que debía existir norma regulatoria local (F. 127:273, 131:282, 131:395; contra Dámaso Valdez director de “El Noticiero” de San Nicolás, donde se analizaron los antecedentes nacionales y norteamericanos, 31 de agosto de 1918, en F. 127:429; 128:175, 134:378, 150:310 del 5 de marzo de 1928, 155:57 en la causa de Nicolás Porfirio c/Américo Ghioldi por calumnias e injurias, resuelta por la Corte el 15 de julio de 1929).
No se admitieron excepciones en esta evaluación. Cuando fue el caso de considerar las calumnias inferidas por la prensa por el cónsul del Perú en Córdoba, el juez federal aceptó la competencia fundado en el cargo que tenía el diplomático; entendió que si bien el art. 32 prohibía la jurisdicción federal en estos casos, aquí debía aplicársela por el cargo consular y lo previsto por el art. 100 que daba competencia federal a las causas en que estos fueran parte. Esta interesante interpretación fue revocada por la Cámara de Apelación y confirmada por la Corte, que, según dictamen del Procurador General, prefirió subordinar el art. 100 de la Constitución a los dictados del art. 32 (21 de mayo de 1907, en F. 106:416). Idéntica opinión se impuso años después en un caso similar contra el cónsul general de España y encargado del consulado otomano en Buenos Aires, donde la Corte insistió en que el art. 32 debía tener preeminencia pues no hacía excepciones, y la justicia federal no era competente para entender en delitos cometidos por la prensa aunque los imputados fueran diplomáticos, quedando abierto el reclamo ante la justicia local (2 de agosto de 1922, en F. 137:5).
Publicaciones anarquistas provocaron también conflictos de prensa. Uno de los periódicos de mayor difusión de esta tendencia era “La Protesta”, nacido con el número del 13 de junio de 1897 como “La Protesta humana”. En el número del 14 de noviembre de 1913 el dirigente y periodista Teodoro Antilli publicó un artículo titulado “Radowisky” donde exaltaba su acción vindicadora: era quien atentó contra el jefe de policía de la Capital en noviembre de 1909 y por entonces cumplía pena en Ushuaia.
Este atentado y otro del mismo tipo ocurrido en el Teatro Colón en junio de 1910, dieron origen a la Ley Nº 7029 de defensa social, complemento de la Ley Nº 4144, que establecía sanciones a la propaganda anarquista, incluso a la cometida mediante la prensa. Antilli, como autor del artículo, y Apolinario Barrera como administrador del periódico, fueron denunciados y condenados por apología del delito. Llegaron a la Corte por impugnación de la Ley Nº 7029 que consideraban contraria a los arts. 14 y 32 de la Constitución que prohibe al Congreso dictar normas que restrinjan la libertad de prensa.
En este caso los jueces consideraron que no existía violación a las normas constitucionales, pues no sólo no existen derechos absolutos, sino que en el caso no había censura previa y el Congreso pudo reglamentar y penar delitos cometidos por la prensa como órgano legislativo local en el ámbito de la Capital Federal (14 de julio de 1914, en F. 119:231).
Otras publicaciones, como “El Anarquista” y “La Bandera Roja”, donde se incitaba contra las autoridades, motivaron un conflicto de competencia entre el juez federal de La Plata y el juez de crimen local. El primero sostuvo que había delito de rebelión y, por ello, era competente. Pero la Corte, siguiendo el dictamen del Procurador General, se inclinó por la competencia provincial por considerarlo un delito cometido por medio de la prensa (24 de julio de 1919, en F. 129:381).
Incidencia rebuscada fue la demanda del director del diario “La Prensa” de Buenos Aires, para reclamar la devolución del pago de un impuesto municipal, cuya imposición vulneraría el art. 32 de la Constitución, pues la actividad periodística no podía ser considerada como negocio o industria. Curiosamente, el juez de primera instancia hizo lugar al reclamo, que la Cámara de Apelaciones revocó, pues consideró que la actividad del diario era la de una empresa con propósito de lucro y que debía abonar la tasa municipal como la generalidad de las viviendas de familia, y con el recargo para los negocios e industrias. La Corte sólo debió considerar si el impuesto era contrario a la garantía consagrada por el art. 32 y se expidió negativamente: el Congreso actuó dentro de su competencia legislativa local, el gravamen era amplio, tampoco era confiscatorio y no estaba dirigido sólo a las empresas periodísticas (10 de noviembre de 1920, en F. 133:31).
El tema de la libertad de prensa sacó a luz la necesidad de reglamentar el juicio por jurados. Se imputaron injurias y calumnias contra el director del diario “La Argentina” ante el juez del crimen de la Capital Federal. La defensa del acusado sostuvo la incompetencia del juez del crimen alegando que debía ser acusado ante un jurado conforme con los arts. 24, 32, 102 y 67 inc. 11 de la Constitución Nacional. Los jurados previstos por la Constitución, fueron rechazados por la reglamentación procesal criminal. No había antecedentes de tal planteo. La Corte sostuvo que el Congreso nacional, como legislatura local, puede reglamentar la libertad de imprenta y someter sus abusos a los tribunales comunes. En cuanto al juicio por jurados, dijo que la Constitución no impuso al Congreso el deber de crearlos inmediatamente, ni términos perentorios para establecer esta reforma (7 de diciembre de 1911, en F. 115:92, fallo al que se remitieron los jueces en F. 165:258 del año 1932).
La Corte aceptó la constitucionalidad de la justicia militar, emanada de la facultad legislativa del Congreso, y desestimó que su contenido mantuviera los fueros personales suprimidos por el art. 16 de la Constitución; se entendía que esta norma sólo aceptaba fueros reales, que, en confusa definición, se dijo que eran los que se basaban en la naturaleza de los actos que fundaban los juicios militares.
Desde 1898 regía el Código de Justicia Militar, que tuvo modificaciones en 1905. Regulaba el procedimiento militar, la organización de sus tribunales y las penas.
No se objetó la legitimidad de estas leyes. La mayoría de los casos llegados a la Corte en esta materia, lo fueron para dilucidar conflictos de competencia entre tribunales ordinarios y militares, que fueron resueltos con equilibrio; pero notamos una tendencia a restringir el alcance de la jurisdicción militar en favor de la ordinaria, confirmando el carácter excepcional de este fuero.
En un conflicto de competencia negativa, en donde tanto el Consejo de guerra para jefes y oficiales del ejército y armada, como el juez federal de la Capital sostuvieron su incompetencia, la Corte resolvió en favor de la militar. Se trataba de una defraudación cometida por empleados de las oficinas de la intendencia que si bien no tenían grado o equivalencias, el Código de Justicia Militar los asimilaba y sujetaba a la justicia militar, incluso cuando dejaban de pertenecer a la institución armada (30 de marzo de 1911, en F. 114:193). Igual competencia se atribuyó a la investigación de un delito por adulteración de los registros de enrolamiento y listas del sorteo de 1897, cometido en oficinas de Campo de Mayo (F. 127:148).
En cambio en un delito cometido por un conscripto mientras custodiaba presos en una cárcel común, el conflicto de competencia entre el juez de instrucción militar y el juez letrado de La Pampa, fue resuelto en favor de este último (28 de noviembre de 1911, en F. 115:77). En igual sentido se decidieron estos casos: ante un desorden producido en las inmediaciones del Arsenal Esteban de Luca, un conscripto de guardia que salió fuera del cuartel con una patrulla debido a la falta de policía, disparó y mató a una persona que viajaba en un tranvía que pasaba por el lugar. El juez militar lo consideró un acto militar, pero llegado el conflicto al Tribunal, el Procurador General consideró competente al juez ordinario, pues entendió que ni por el lugar donde ocurrió el hecho ni por la naturaleza del acto, podía considerárselo cometido en servicio militar, opinión que la Corte adoptó (26 de julio de 1920, en F. 132:20; doctrina seguida en un hecho parecido ocurrido en Tucumán, F. 141:71). En una vivienda cercana al cuartel de Curuzú Cuatiá, un conscripto disparó contra un sargento y otro civil; también aquí el Procurador General sostuvo la competencia del juez ordinario local, pues el delito si bien lo contemplaba el Código Militar, también lo hacía el Código Penal, argumento que llevó a la Corte a declarar la competencia del juez local (12 de mayo de 1922, F. 136:206). Igual ocurrió con las lesiones cometidas por un conscripto contra un particular en la vía pública (F. 137:111). El juzgamiento de un infractor a la obligación de prestar el servicio militar, corresponde al juez federal cuando aquél no llegó a incorporarse a su unidad, pues había fugado de la concentración antes de la incorporación (2 de marzo de 1928, F. 150:307).
Con motivo del movimiento subversivo de tendencia radical de febrero de 1905, en el cual participaron militares y civiles, un suceso planteó una cuestión de competencia entre el juez criminal de Mercedes y el juez federal de Bahía Blanca. Las fuerzas militares sublevadas al mando del mayor Aníbal Villamayor, se encontraron el 6 de febrero en la estación Pirovano, partido de Bolívar, pero se desbandaron al llegar tropas nacionales. Un consejo de guerra juzgó a los militares y pasó la causa al juez criminal de Mercedes para intervenir en los delitos comunes conexos con la rebelión, pero el juez federal de Bahía Blanca reclamó la causa. En la Corte, el Procurador General sostuvo que los homicidios y robos perpetrados lo fueron con motivo de la rebelión y, por lo tanto, era la justicia federal la competente y la Corte así lo decidió, agregando que ni la ley de amnistía dictada impedía el examen judicial de los delitos comunes, ni la decisión de los consejos de guerra hacía cosa juzgada sobre esta competencia (18 de mayo de 1907, en F. 106:394).
En un hecho relevante, se debatió si un oficial retirado (se trataba del teniente de navío Lauro Lagos), conservaba su estado militar y, por ello, podía ser procesado por la justicia militar. La Cámara federal de la Capital dijo que no. La Corte no llegó a definir el tema que, por entonces, las leyes militares no contemplaban, y la cuestión se diluyó en una contienda de competencia (20 de noviembre de 1906, F. 105:297, con disidencia de fundamentos de los jueces Bunge y González del Solar).
Rescatamos otros fallos que interesan en cuanto a la consideración de la garantía del debido proceso militar. La Corte entendió que no se violaba la defensa en juicio del procesado por insubordinación a mano armada y muerte, por tener que elegir defensor entre militares en servicio activo destinados en el asiento en que funcionaba el Consejo de guerra (7 de noviembre de 1908, en F. 110:210). El principio de igualdad no se ve afectado por resultar la pena por hurto mayor en el Código de Justicia Militar que en el Código Penal, teniendo en cuenta las características de la actividad militar (F. 126:324 y 280).
En el proceso al subteniente Pedro V. Mórtola, condenado por insubordinación con vías de hecho al superior, se planteó la incompetencia de la justicia militar basada en que el imputado estaba suspendido por el tribunal de honor, y, por tanto, carecía de estado militar, incidente que la Corte desestimó por considerar la cuestión no revisable por el recurso extraordinario. También se opuso la inconstitucionalidad de artículos del Código de Justicia Militar vinculados con el trámite de la prueba por afectar la defensa, que la Corte también desestimó explicando que la oportunidad y los plazos establecidos para producir la prueba es consecuencia del orden procesal necesario y tiende a garantizar la defensa. Tampoco el debido proceso exige la existencia de varias instancias ni impide que las cuestiones de hecho las aprecie el tribunal como lo hacen los jurados. Por último tomó vida la existencia de fueros personales, que la Corte rechazó apelando a su tradicional doctrina (11 de agosto de 1926, en F. 147:45).
En otro proceso, un oficial de administración que resultó absuelto por el Consejo supremo de guerra y marina, fue igualmente destituído por decreto del Ejecutivo.
Objetada la constitucionalidad de este decreto, la Corte entendió que fue dictado dentro de las facultades militares del Poder Ejecutivo, que no ejerció funciones judiciales pues no reformó el fallo, sino que usó de una facultad constitucional (art. 86, inc. 16); al quitar el grado militar con la destitución, tampoco afectó el derecho de propiedad, pues el grado tiene una naturaleza propia y el Ejecutivo puede hacerlo perder dentro de sus facultades de nombrar y remover (31 de diciembre de 1926, en F. 148:157). Otro oficial fue absuelto por el Consejo de guerra para jefes y oficiales; elevada la decisión al Ejecutivo, fue devuelto para nueva consideración; el Consejo volvió a absolver. Se impugnó de inconstitucional la decisión del Ejecutivo, por haber asumido facultades judiciales prohibidas por el art. 95, cuando existía cosa juzgada. La Corte rechazó el recurso argumentando que los tribunales militares no forman parte del sistema judicial y sus decisiones no son objeto del recurso extraordinario cuando interpretan y aplican sus normas; las leyes militares tienen su fuente en el Congreso y la justicia ordinaria no puede revisarlas. Por lo tanto se consideró que el Presidente había actuado dentro de sus facultades (7 de septiembre de 1927, en F. 149:175).
Excepciones al servicio militar obligatorio [arriba]
La ley nacional que estableció el servicio militar obligatorio, dio competencia a la justicia federal para entender en los conflictos que planteara. Los vinculados con las excepciones llegaron con frecuencia a la Corte. La interpretación de la Ley Nº 4707 fue estricta, con un ciego apego al texto, reiterándose que las excepciones debían ser restrictivas y que la interpretación analógica o humanitaria desenvolvería en gran escala una filantropía interesada que acabaría por desvirtuar la ley. Con esta ideología no puede sorprender que se desestimara la excepción al hijo de madre que fue abandonada por su marido, pues la ley sólo se refería a la madre viuda (3 de noviembre de 1908, en F. 110:207, reiterado en fallo del 19 de noviembre de 1920, en F. 133:90 y 26 de septiembre de 1928, en F. 152:342).
Tampoco se exceptuó del servicio militar a quien atendía a sus hermanos menores ante el abandono del padre (4 de octubre de 1920, F. 132:351), ni al hijo que cubre la subsistencia de la madre que contrajo segundas nupcias (25 de marzo de 1927, F. 148:287), ni a quien tiene hermano que no cumple servicio militar de su clase sino recargo (F. 136:335), ni al hijo de madre divorciada (19 de junio de 1929, F. 154:380), ni al que mantiene las necesidades de su esposa e hijos y la de sus hermanos abandonados, pues la excepción es sólo para hermanos que atiendan la subsistencia de otros hermanos menores, huérfanos o impedidos (19 de junio de 1929, en F. 154:385).
En otra ocasión, con las disidencias de Bermejo y Daract, se concedió la excepción al nieto natural que atendía la subsistencia de la abuela pobre (F. 110:316).
Más compleja fue la cuestión que propuso un extranjero naturalizado de 18 años, que había renunciado al privilegio de no prestar el servicio militar, conforme con el art.21 de la Constitución; pero cuando fue convocado, dijo que su renuncia sólo lo era para el caso de guerra y pidió la excepción al servicio militar. El juez federal de La Plata analizó la validez de la renuncia y la consideró nula por entender que no había existido consentimiento de sus representantes y exceptuó al reclamante. La Cámara de apelaciones interpretó que si bien el Cód. Civ. prohibía a los menores enrolarse en el servicio militar, la facultad de prestar o no voluntariamente el servicio militar estaba por encima de las normas civiles y quien renunciaba libremente al beneficio del art. 21 quedaba obligado al cumplimiento; revocó la sentencia de primera instancia y obligó a prestar el servicio. La Corte confirmará esta decisión y aportará otros argumentos: podía ingresar como voluntario al servicio siendo menor, la minoridad no era causal de invalidez de la renuncia al servicio militar cuando no lo fue el de renunciar a su propia nacionalidad, que es acto mayor (4 de agosto de 1926, en F. 147:16).
En dos interesantes fallos se trató el alcance territorial de los privilegios e inmunidades que las constituciones provinciales otorgan a sus legisladores. En uno de ellos, el senador de la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, Manuel Gazcón (h), actuó ante la Cámara de apelaciones en lo criminal y correccional de la Capital Federal como abogado defensor de un reo, y presentó un escrito que el tribunal consideró necesario sancionar con 48 hs. de arresto. El abogado apeló la sanción alegando que, como senador provincial, gozaba de la inmunidad de arresto en todo el territorio de la Nación. La Corte, correctamente, rechazó el recurso: cuando el senador actuó en la jurisdicción del tribunal para ejercer su profesión de abogado, se sometió a las reglas que gobiernan su funcionamiento, y la inmunidad de arresto cede ante las facultades disciplinarias del tribunal, pues prevalecen las atribuciones del poder donde se llevan a cabo los actos agresivos. Por otra parte, la inmunidad de arresto de los legisladores tiene por finalidad mantener su libertad para ejercer el cargo, lo cual no impide la corrección disciplinaria del tribunal, que no constituye estrictamente la imposición de una pena (10 de octubre de 1912, en F. 116:96).
También invocó fueros parlamentarios el senador de Mendoza Exequiel Tabanera (h) (aparece escrito además como Tabernera en otros fallos), ante la prisión preventiva por defraudación dispuesta por un juzgado de instrucción de la Capital Federal. La Cámara de apelaciones desestimó el recurso y la Corte confirmó la solución: el procesamiento del senador provincial no perturba el funcionamiento de los poderes provinciales; la exención de arresto y el desafuero están previstos en favor de los miembros del Congreso Nacional y nada autoriza a extenderlos a los miembros de las legislaturas provinciales. Si cada uno de los legisladores provinciales llevase por todo el país sus inmunidades locales contra los procedimientos criminales de que se hiciera pasible, se crearía una situación de privilegio ajeno al sistema representativo y republicano. La solución de la Corte fue objeto de críticas; se consideró que las prerrogativas que las constituciones locales otorgan a los miembros de sus legislaturas, deberían extenderse dentro y fuera de sus provincias. La acción de la justicia federal y nacional sobre los legisladores provinciales, por encima de las prerrogativas reconocidas en las constituciones provinciales, podría afectar los poderes locales, a pesar de lo que opinaron los jueces en este caso. Quizá más acertada fue la tesis contraria que tuvo el Procurador General, quien dictaminó en favor de las prerrogativas, invocando el art. 8 de la Constitución nacional. La Corte explicó que este artículo sólo se refiere a los ciudadanos y no era extensible a las inmunidades de los legisladores (25 de julio de 1914, en F. 119:291).
El diputado nacional Nicolás Repetto invocó los privilegios de los arts. 60 (libertad de opinión) y 61 (exención de arresto), para impedir el trámite de una querella por calumnias e injurias. La Corte rechazó el pedido: las prerrogativas parlamentarias existen en la medida que aseguren la independencia del cuerpo del que forman parte, pero no es posible impedir que se les promuevan acciones criminales que no tengan origen en sus opiniones como legisladores, ni tampoco impedir que avancen los procedimientos de esos juicios mientras no afecten la libertad personal del legislador. El derecho de acusarlos existe (art. 62) pero la inmunidad de arresto subsistirá hasta tanto se allane el fuero. En consecuencia el procedimiento debía continuar (7 de noviembre de 1921, en F. 135:250).
Facultades disciplinarias de las Cámaras legislativas [arriba]
Al debate sobre el tema, que en el siglo anterior dio origen al fallo recaído en la causa contra Lino de la Torre, que la Corte resolvió en favor del poder disciplinario de las cámaras, y al caso de Eliseo Acevedo, que desestimó tal facultad, se suman en este período algunos ejemplos provenientes de sanciones aplicadas por legislaturas provinciales, que la Corte consideró válidas como ejercicio del poder disciplinario más que como sanción penal. Tal lo que ocurrió al confirmar un arresto impuesto por la Cámara de Diputados de La Rioja a Carlos Quiroga, por un artículo periodístico que afectaba sus privilegios (26 de diciembre de 1914, en F. 120:207), interpretación que se reiteró ante un reclamo del periodista Max Consoli por la sanción de arresto de la Legislatura de Entre Ríos (F. 125:287; otro en F. 122:100).
Extenso análisis mereció un recurso por la sanción de 15 días de arresto impuesto por la Cámara de Diputados de Santiago del Estero contra uno de sus miembros por falta contra la autoridad y el decoro. La cuestión se ventiló ante los tribunales locales sin éxito y la Corte también rechazó el reclamo. El Procurador General explicó que el caso había sido decidido por la justicia provincial y no podría ser revisado por recurso extraordinario, de acuerdo con la doctrina que consideraba que la interpretación y aplicación de las constituciones provinciales estaba fuera del mismo. Asimismo agregaba que las palabras “juicio” y “proceso” del art. 18 de la Constitución, no se aplican a las actuaciones parlamentarias para reprimir desacatos, pues no la consideraba jurisdicción criminal sino la represión correccional de ofensas, doctrina que seguía lo expuesto en la causa Lino de la Torre en 1877. El dictamen fue aceptado por la Corte que rechazó el recurso (30 de septiembre de 1925, en F. 144:391).
Las intervenciones federales a las provincias [arriba]
La Constitución previó la posibilidad de que “el gobierno federal” intervenga en las provincias para garantizar la forma republicana de gobierno, para repeler invasiones exteriores o para sostener o restablecer a las autoridades depuestas por sedición o invasión de otra provincia (art. 6). No indica cuál es la autoridad encargada de disponer la intervención, ni las facultades del interventor, ni los alcances que puede tener la intervención. El artículo tampoco fue reglamentado por ley. En consecuencia la Corte debió interpretar alguno de estos aspectos. En el caso “Cullen c/Llerena” indicó que la intervención era una medida de carácter política y exclusiva de los poderes políticos, Legislativo y Ejecutivo. En este período amplió conceptos sobre las facultades del interventor y la naturaleza de la intervención.
Esta facultad fue utilizada con excesiva frecuencia en la práctica y en no escasas veces como medio para definir conflictos partidarios, o eliminar gobiernos provinciales desafectos a la política del gobierno federal. En su gran mayoría las intervenciones fueron dispuestas por decreto del Ejecutivo y no por ley del Congreso, haciendo uso el Presidente de la Nación de una facultad que no tenía fundamento constitucional, pero que no fue impugnada y sirvió para aumentar su autoridad por encima de los demás poderes.
Hasta el advenimiento del radicalismo al poder, en 1916, las intervenciones estuvieron orientadas a mantener sometidas las autoridades provinciales al centralismo ideológico ejercido desde la Capital; la unidad imperó debido al sistema institucional y electoral existente y en algunos períodos no fueron excesivas. Pero el presidente Hipólito Yrigoyen consideró necesario recurrir a la intervención para terminar con el sistema político que imperaba, fruto de la corrupción electoral. De esta manera durante el período 1916 a 1922 se dispusieron 19 intervenciones, y algunas provincias lo fueron por 2 veces, de las cuales sólo 4 fueron dispuestas por ley del Congreso y el resto por decretos. Durante la presidencia de Alvear (1922-1928), las intervenciones fueron 12, sólo 5 dispuestas por ley. Yrigoyen en su segunda presidencia (1928-1930), dispuso 2 intervenciones. Pero no siempre existieron elecciones libres en las provincias intervenidas, y los males políticos se mantuvieron, agregándose díscolas tendencias críticas al sistema radical, como ocurrió en Mendoza con el lencinismo, en San Juan con el cantonismo y en Salta con el gobernador rebelde Joaquín Castellanos.
Con la excusa de la doctrina que ubicaba la intervención como una cuestión política propia de los poderes legislativo y ejecutivo, la Corte evitó entrar en el análisis de estas prácticas deficientes. En un caso sostuvo que las intervenciones eran actos políticos del poder federal limitados a los objetivos previstos en la Constitución, y los interventores no eran funcionarios de las provincias pues sus poderes emanaban del gobierno nacional. Esto no significaba que no tuvieran legitimidad para representar a la provincia en una demanda, pues las provincias no podían carecer de representación para estar en juicio durante la intervención (26 de febrero de 1918, en F. 127:91). Tampoco podían suspenderse la ejecución de las sentencias o procedimientos contra la provincia durante la intervención (9 de marzo de 1925, en F. 143:11 y 22 de noviembre de 1929, F. 156:126, ambos contra la provincia de Mendoza).
En otra oportunidad se pidió la nulidad de un fallo judicial dictado en San Juan luego de haberse decretado la intervención de los tres poderes, pero antes que el interventor dispusiera sobre la continuidad de los miembros del poder judicial. La Corte dijo que la intervención no paraliza a la provincia y los actos de los funcionarios siguen siendo válidos “cualquiera que pueda ser el vicio o deficiencia de sus nombramientos o de su elección, fundándose en razones de policía y necesidad y con el fin de mantener protegidos al público y a los individuos cuyos intereses puedan ser afectados, ya que no les es permitido a estos últimos realizar investigaciones acerca de personas que se hallan en aparente posesión de sus poderes y funciones”, con cita de la obra del canadiense Constantineau, Public officers and the de facto doctrine(478) (30 de marzo de 1927, en F. 148:303).
Esta doctrina tendría especial desarrollo en el recurso extraordinario planteado por Alejandro Orfila. Era gobernador de Mendoza y pertenecía al lencinismo local, cuando el gobierno nacional, mediante una ley, dispuso la intervención. Un juez del crimen provincial, designado por el interventor, procesó a Orfila y dispuso su prisión, medida que recurrió ante la justicia federal que se declaró incompetente. El caso llegó a la Corte por recurso extraordinario. El Procurador General Rodríguez Larreta sostuvo la incompetencia federal y la confirmación de las medidas del juez local. En su fallo, la Corte analizó dos cuestiones que surgían del reclamo: si los interventores pueden designar jueces en la provincia intervenida, y, en caso afirmativo, si tales jueces pueden conocer en delitos cometidos antes de su nombramiento.
Con el primer aspecto se hicieron consideraciones sobre la naturaleza de la intervención en torno a los arts. 5 y 6 de la Constitución y su interpretación doctrinaria, con cita de la obra de Estrada, que trae un interesante estudio del instituto. El poder para disponer la intervención corresponde “implícitamente” al Congreso. Ya no se trataría de una facultad de los dos poderes que en otra situación se consideró política; ahora sería sólo el Congreso el indicado para intervenir. Pero la Corte no hace una crítica a las intervenciones dispuestos por decreto del Ejecutivo y termina agregando que la ley de intervención es política y de exclusiva incumbencia de los poderes legislativo y ejecutivo, no alterando la doctrina tradicional.
Precisa luego el carácter del interventor: es un representante directo del presidente de la República, que actúa en función nacional transitoria para cumplir con la ley de intervención, sujetándose a las instrucciones recibidas. No están sometidos a las responsabilidades de las leyes locales sino a las del orden nacional. De cualquier manera la vida civil y social de la provincia continúa y ello implica la necesidad de que exista y funcione la administración de justicia. Esto justifica que los interventores puedan nombrar jueces, que quedarán sometidos a la normativa local una vez reintegrada la provincia a la normalidad política. Con esta orientación se reconoce el derecho del interventor a proveer los cargos judiciales.
El segundo aspecto también es desestimado: si los nuevos jueces no pudieran conocer en cuestiones anteriores a su designación, se estaría limitando su competencia, que se extiende legítimamente a todas las cuestiones anteriores y posteriores al nombramiento. Esto no viola la garantía del art. 18 que asegura que nadie puede ser sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa ni juzgado por comisiones especiales, según se invocaba en la defensa. Existe un ordenamiento legislativo impuesto antes del hecho que satisface la garantía del art. 18, mientras que la competencia de los jueces nombrados por el interventor, comprende a todos los habitantes de la provincia, lo que aleja la idea de comisiones especiales y hace que estos magistrados sean los jueces propios o naturales (29 de mayo de 1929, en F. 154:192).
La Constitución faculta al Presidente para indultar y conmutar penas por delitos sujetos a la jurisdicción federal, previo informe del tribunal, salvo en el caso del juicio político.
En la Corte se llegó a debatir si esta facultad presidencial podía ser ejercida antes de la condena judicial. La doctrina disentía: había quienes sostenían que refiriéndose a penas por delitos, era necesaria una pena impuesta por un tribunal. Sin embargo en el caso de José Ibáñez, la mayoría se inclinó por la solución contraria. Ibáñez había sido condenado en primera instancia por un hurto de escasa importancia, pero el juez no encontró medio para apartarse del mínimo que la ley fijaba. Pendiente la resolución de la Cámara de apelación, el presidente Yrigoyen dispuso el indulto. La Cámara rechazó la medida y resolvió continuar el trámite. En la Corte, el Procurador General Matienzo se expidió favorablemente al indulto. Luego de un trámite formal (los jueces indicaron que no podían expedirse por falta del informe del tribunal, y el Procurador general les advirtió que existía agregado en la causa), también los jueces del superior tribunal se inclinaron por considerar procedente el indulto con el argumento de que, cuando la Constitución confiere un poder en términos generales, no puede ser restringido a casos particulares. Sin embargo los jueces Palacio y Méndez votaron en disidencia con un extenso análisis de los antecedentes del caso, concluyendo que el indulto no podría ejercitarse sin existir sentencia condenatoria pasada en autoridad de cosa juzgada (16 de junio de 1922, en F. 136:244).
En un caso anterior, el ministerio fiscal planteó la inconstitucionalidad de los arts. 73 y 74 del Código Penal que autorizaban a los jueces a reducir penas luego de un tiempo de cumplimiento y según la conducta del condenado, por considerarlas que afectaban la facultad de indultar y conmutar penas que tenía el Ejecutivo. La Corte explicó que no existía contradicción y que se trataba de sistemas diferentes que no planteaban un conflicto de poderes, pues mientras la facultad del Ejecutivo era discrecional y humanitaria, la judicial estaba limitada por las prescripciones legales (1 de octubre de 1914, en F. 120:19).
Ambos conceptos dieron lugar a debates doctrinarios; algunos lo consideraban sinónimos y otros les atribuían distinto significado. La Constitución habla de ciudadanos y extranjeros para referirse a los habitantes del país, lo que implicaría aceptar que ciudadanía es lo mismo que nacionalidad. Así lo interpretó la Corte en el pedido de carta de ciudadanía que solicitó Emilia Mayor Salinas. La Cámara federal de Córdoba se la negó, pues entendió que la ciudadanía consistía en el ejercicio de la potestad política que las leyes no conferían a la mujer. Pero la Corte consideró que la ciudadanía no está limitada al ejercicio de los derechos políticos y que esta interpretación restrictiva de ciudadanía la confundía con derecho electoral, excluyendo otros atributos del concepto, como la protección y amparo que corresponden al ciudadano en razón de su bandera y patria; los ciudadanos tendrían privilegios e inmunidades que no están limitados al sufragio (pero no se dicen cuáles serían), y ponen el ejemplo de los soldados, cabos y sargentos de las fuerzas armadas, que, a pesar de estar excluídos del padrón electoral no dejan de ser ciudadanos. Para la Corte ciudadanía y nacionalidad serían sinónimos y tal equivalencia la encuentran en el texto de la ley de ciudadanía y naturalización 346 de 1869, y en el texto de los arts. 20 y 21 de la Constitución. Cuando se autoriza al Congreso a dictar leyes sobre naturalización y ciudadanía (67, inc. 11) con sujeción al principio de “ciudadanía natural”, la voz ciudadanía no tendría sentido si no se la interpreta como nacionalidad aplicada al principio del jus soli. Por lo tanto, se entendía que carecía de sentido denegar la ciudadanía pues la incapacidad de la mujer para el ejercicio del sufragio no amenguaba su nacionalidad (Bermejo, Figueroa Alcorta, Méndez, Repetto, Laurencena, 24 de septiembre de 1926, en F. 147:252).
En otro caso se debió volver al tema, aunque como complemento del reclamo principal que consistía en el pedido de Julieta Lanteri de Renshaw para enrolarse. A la reclamante ya la vimos en el caso de la discusión sobre la constitucionalidad de la prórroga de las leyes de alquileres. Tenía carta de ciudadanía, integraba la Liga de Mujeres libre pensadoras y había fundado el Partido Feminista Nacional, que la llevó como candidata a diputada nacional en varias elecciones entre 1920 y 1926. Su elección hubiera planteado originales problemas parlamentarios. En este caso se le había denegado administrativa y judicialmente su enrolamiento. En la Corte, los jueces reconocieron que ninguna ley le negaba la inscripción, pero por su sexo estaba exenta y excluída de ese deber. La ley de enrolamiento estaba referida al servicio militar que para los jueces era incompatible “con los destinos de la mujer en el hogar, en la sociedad”.
Quizá podría discutirse la posibilidad de que la mujer actuara en la vida política por el ejercicio de los derechos electorales, y sería más útil el voto de la mujer instruída -dicen los jueces- que el sufragio inconsciente o venal del elector analfabeto. Pero no parece discutible la presencia de la mujer-soldado: el servicio militar no es un privilegio, sino una carga y la mujer nacionalizada si no se enrola no pierde derechos como el hombre, que debe cumplir obligaciones militares, motivo por el cual rechazan el pedido (15 de mayo de 1929, en F. 154:283).
Un examen de este fallo nos permite advertir que los jueces hubieran llegado a aceptar una candidatura femenina, pero al mismo tiempo, ajustados a una adaptación masculina de las normas vigentes, relegan a la mujer a los quehaceres del hogar y ni presumen la posibilidad de la mujer como soldado, consecuencia de la visión filosófica imperante y de una práctica estática.
Aumento de las facultades reglamentarias del Poder Ejecutivo [arriba]
En nuestro sistema constitucional, el Congreso aprueba las leyes y el Poder Ejecutivo puede reglamentarlas para su ejecución, pero estos reglamentos no pueden alterarlas con excepciones (86, 2).
En general el Congreso no fue minucioso en el trabajo legislativo y dejó a la reglamentación del Ejecutivo un vasto espacio, que los tribunales debieron interpretar con atención, pues estaba en juego la división de poderes y el sentido de la ley. El Congreso no podía autorizar al Ejecutivo a dictar normas primarias, por ser facultad indelegable, y es al legislador a quien corresponde establecer el alcance de la ley. La Corte sostuvo que con el pretexto de reglamentar, no es posible suplir lagunas o desvirtuar lo previsto en la ley (F. 131:1046, 132:561). Sin embargo, estos espacios reglamentarios no fueron limitados con precisión y permitieron el avance del Ejecutivo en materia legislativa, avance que incrementó su poder sobre el Congreso. La confusa descripción de las facultades reglamentarias presidenciales, siempre dejaban un espacio de poder que lo favorecía.
Un decreto reglamentario de la Ley Nº 11.252 del 7 de diciembre de 1923, que estableció un impuesto sobre primas de seguros que celebrasen compañías cuya dirección y capital no estuviesen radicadas en el país, fue tildado de inconstitucional por la firma Chadwick, Weir y Cía. por extralimitar las facultades reglamentarias. La Corte sostuvo la amplitud reglamentaria del Ejecutivo: en una estricta exégesis, se dijo que los decretos reglamentarios pueden apartarse de la estructura literal de la ley, siempre que se ajusten al espíritu de la misma; el texto legal puede ser modificado en sus modalidades de expresión siempre que no afecten su acepción substantiva.
Es cierto que en el caso se intentaban gravar utilidades que salían del país para distribuirse como dividendos en el extranjero, incrementando el ahorro de otras naciones. La carga parecía justa. Pero nos preguntamos si no hubiera sido correcto que el gravamen y la sanción lo fijara expresamente la ley en lugar de regularlo la reglamentación. Porque en definitiva la explicación de los jueces dejaba un confuso pero amplio margen para aceptar o rechazar en lo futuro estos decretos (9 de abril de 1928, en F. 151:5). Algo más: la Corte sería estricta al momento de analizar la reglamentación de las leyes provinciales por parte de ejecutivos locales, pero liberal cuando se trataba de reglamentaciones del Ejecutivo nacional.
A esta amplia facultad de reglamentación, se le sumó la permisiva interpretación de la delegación de facultades legislativas. El primer caso donde se analizó el tema fue el reclamo de la firma naviera Delfino y Cía., por una multa impuesta por la Prefectura General de Puertos a los agentes del vapor alemán “Bayen”. La Ley Nº 3445 de 1896 regulaba la policía de la navegación y atribuía competencia a la Prefectura en delitos cometidos en jurisdicción marítima o fluvial; debía instruir sumarios con conocimiento del juez competente, vigilar el cumplimiento de las normas sobre entrada y salida de buques y juzgar contravenciones menores; la ley preveía la futura redacción de un código de policía fluvial y marítima. Pero hasta tanto este código se dictara, el 31 de julio de 1900 el Ejecutivo aprobó un reglamento del puerto de la Capital que establecía, entre otras numerosísimas normas, la sanción a los buques que arrojaran al agua o a tierra toda clase de objetos. Con este fundamento la Prefectura impuso la multa en discusión, impugnada por la empresa por considerar el decreto como una delegación inconstitucional de facultades legislativas en el Ejecutivo, ya que este poder carecía de atribuciones para establecer sanciones penales. La Corte interpretó que no existía delegación cuando una autoridad investida de un poder lo pasaba a otra autoridad, y distinguía entre la delegación para dictar o hacer la ley, que está prohibida, de la facultad para establecer la forma de su ejecución, que correspondía al Ejecutivo autorizado para reglamentar las leyes. El decreto impugnado tenía su origen en los poderes reglamentarios del Ejecutivo y no en una delegación y por ello era válido. Pero también se hacían consideraciones sobre el poder de reglamentación que tendrían tanto el Ejecutivo como el Congreso, con ejemplos de este último que consideramos desacertados pues el Congreso no reglamenta, dicta las leyes. En cuanto a las facultades del Ejecutivo para crear sanciones como arresto o multas, surgirían de la misma ley que faculta para aplicar multas dentro de un máximo, lo cual ubicaría estas penas dentro del alcance del art. 18 de la Constitución (20 de junio de 1927, en F. 148:430; también en Jurisprudencia Argentina, 25-33).
Luego vino el caso que justificó la existencia de sanciones administrativas reguladas por la policía o por la municipalidad. Su origen estaba en el Código de Procedimientos en lo Criminal dictado para la Capital Federal y territorios nacionales en 1888. Su art. 27 autorizaba el juzgamiento de faltas o contravenciones a ordenanzas municipales o de policía cuando las penas no excedieran de un mes de arresto o de cien pesos de multa (esta última se fue aumentando por reglamentaciones sucesivas que la actualizaron).
Con fundamento en esta delegación se dictaron numerosos edictos policiales y normativas municipales que permitieron hasta la privación de la libertad por funcionarios administrativos sin control judicial. Esta delegación fue justificada en el reclamo de Ricardo Bonevo, sancionado por el jefe de policía con multa o, en su defecto, con 15 días de arresto, al ser sorprendido ejerciendo oficio de corredor de hotel en la estación Retiro sin llenar formalidades, falta prevista en uno de los edictos. La Corte, con cita del caso Delfino, justificó la disposición del Código de procedimientos e insistió en que no había delegación para hacer la ley sino para ejecutarla, y que no se violaban principios contenidos en el art. 18 de la Constitución (2 de agosto de 1929, en F. 155:178 y J.A., 30-303).
Poco después también se rechazó la inconstitucionalidad de la Ley Nº 5098 que facultaba al Concejo Deliberante de la Capital, para fijar penas de multas o arrestos por contravenciones a ordenanzas (12 de febrero de 1930, en F. 156:323).
Estas concesiones nos permiten apreciar que en la disputa entre los poderes, el Ejecutivo encontró variados caminos para elevarse, que la Suprema Corte no supo o no le interesó limitar; al contrario, lo fue favoreciendo a través de una jurisprudencia que comprometió la tan mentada división de poderes, debilitando con rapidez a un indiferente Legislativo.
La aceptación de sanciones por edictos policiales, por ejemplo, llegó a tiempos recientes y, con pocas excepciones, ha tenido el camino allanado de obstáculos judiciales. La Corte mantuvo su interpretación y el Legislativo no le interesó legislar sobre el tema. Lo que incorporaron los jueces ante la pasividad legislativa, fue la exigencia del control judicial de las decisiones policiales o municipales, control que no siempre ha servido para garantizar un procedimiento eficiente.
Son privilegios cuyo ejercicio la Iglesia Católica puede otorgar a terceros, y los otorgó en su momento a los reyes de España, y los gobiernos patrios a partir de 1810 se consideraron sucesores de dichos privilegios, aunque la Iglesia no reconoció tal continuidad. Pese a ello la Constitución otorgó al Poder Ejecutivo el ejercicio de los derechos del Patronato en la presentación de obispos ante el Vaticano para las iglesias catedrales, propuestos en terna por el Senado, y también lo facultó para conceder o negar el pase de los decretos conciliares, bulas, breves y rescriptos del Sumo Pontífice, con acuerdo de la Corte Suprema (art. 86, incs. 8 y 9); al Congreso lo facultó para arreglar el ejercicio del patronato (67, 19). Estas atribuciones se refieren sólo a la Iglesia Católica, pues las demás creencias religiosas no tienen este control.
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado no encontraron una adecuada adaptación, pues el Vaticano no reconocía los derechos que asumían las autoridades argentinas ni estas intentaron llegar a un concordato.
En este período se presentó un conflicto que el periodismo se ocupó de agravar. Al fallecer el Arzobispo de Buenos Aires, Mariano Antonio Espinosa en abril de 1923, el Cabildo Eclesiástico designó Vicario capitular al canónigo Bartolomé Piceda, que obtuvo la aprobación del gobierno. Mientras tanto, el Presidente Alvear pidió al Senado que formara una terna para elegir sucesor, que se integró con los nombres de Miguel de Andrea, Francisco Alberti y Abel Bazán, estos últimos obispos de La Plata y Paraná. El Presidente se conformó con de Andrea y lo propuso al Vaticano, donde reinaba Pío XI.
Los candidatos eran religiosos de destacada actuación y de Andrea, por entonces Obispo de Temnos, había tenido especial participación en cuestiones sociales. Ya fuese por deficiencias en las gestiones diplomáticas del nuncio papal en el país, como del embajador argentino en Roma, la propuesta encontró reparos en el Vaticano, cuyos motivos no se conocieron pero que, según se dijo, no afectaban al candidato. Pero de Andrea, al conocer estas dificultades, renunció a su propuesta en dos ocasiones. El Presidente Alvear, obcecado, decidió no modificar su propuesta, lo que dio origen a desafortunadas interpretaciones. Mientras proseguían los complicados trámites, el gobierno insistiendo en su candidato y el Vaticano no aceptándolo, el 2 de diciembre de 1924 la Santa Sede nombró directamente administrador apostólico del Arzobispado de Buenos Aires al Obispo de Santa Fe, Juan Agustín Boneo, lo que complicó aún más el procedimiento, pues el gobierno sólo aceptaba al Vicario Piceda y desconocía el nombramiento papal, para el cual no había sido consultado. Con el fin de autorizar el pase del nombramiento de Boneo, se le exigió que presentara los documentos de su designación, los que fueron sometidos a consideración de la Corte Suprema a fines de diciembre. La documentación de Boneo sólo consistía en un decreto del Nuncio Apostólico ante el gobierno argentino. La Corte se despachó con un extenso dictamen donde analizó el origen del derecho del patronato, que remontaba a la legislación de Indias, considerando al gobierno patrio su continuador. Contradictoriamente reconoció la vigencia de disposiciones del Concilio de Trento como leyes obligatorias en el país, de lo que debería deducirse que tales privilegios se perdieron al apropiarse de bienes eclesiásticos en determinados momentos de la historia patria, pues así lo establecían las normas de dicho Concilio; pero de esto los jueces nada dijeron. Pero se recordó el caso del nombramiento del delegado pontificio Marino Marini en 1864 y la desaprobación del gobierno de Mitre de investiduras distintas a los obispos. En conclusión, los jueces consideraron que la decisión del Nuncio no era suficiente y aconsejaron denegar el pase del nombramiento asumiendo una postura regalista ante un problema que no alteraba el fondo del debate. Parece que los jueces no quisieron ser menos que el Presidente (6 de febrero de 1925, en F. 142:342).
Hubo quienes presagiaron hasta el rompimiento de relaciones con el Vaticano debido a la duración del conflicto, pero la cuestión se superó. En los primeros meses de 1925 y luego del dictamen de la Corte, se aceptó la renuncia de de Andrea, que el Presidente resistía, y se pidió el retiro del Nuncio. El Vicario Piceda falleció y desapareció la superposición de autoridades. Se mantuvo Boneo, a quien el gobierno desconocía y no trataba oficialmente, aunque evitó toda hostilidad considerando la venerable figura de este Obispo. Se pidió nueva terna al Senado, lograda en 1926, y fue propuesto fray José María Botaro, quien no encontró objeciones del Vaticano(479).
Los títulos universitarios y la habilitación profesional [arriba]
Según antiguas leyes españolas, las universidades sólo extendían un título científico que no habilitaba para el ejercicio profesional, reservado a la potestad del Estado. Antes de 1810 los graduados en Derecho, por ejemplo, debían rendir exámenes ante las Audiencias, previas pasantías o cursos en las academias de practicantes. En el período patrio, los graduados en Córdoba o Buenos Aires, únicas universidades existentes, previa práctica rendían examen ante los más altos tribunales locales; en general lo hacían en Buenos Aires ante la Cámara de Apelación. Dictada la Constitución de 1853, esta habilitación fue facultad de los tribunales provinciales. En 1885 se dictó la Ley Nº 1597, llamada Avellaneda, que por entonces la impulsó como senador nacional luego de haber pasado por el rectorado de la Universidad de Buenos Aires; regulaba los órganos de gobierno de las universidades nacionales (Córdoba y Buenos Aires), el procedimiento para designar los profesores, a cargo del Poder Ejecutivo previa propuesta en terna de las autoridades universitarias, y autorizó a estas universidades para otorgar diplomas para el ejercicio profesional.
También se organizaron estudios mayores en la provincia de Santa Fe, dentro del Colegio de la Inmaculada Concepción de la capital, dictándose planes por ley provincial de 1871 para la carrera de derecho con una Academia de práctica forense. Estos estudios fueron nacionalizados por ley del 17 de octubre de 1919.
El reconocimiento de títulos universitarios otorgados antes de la Ley Nº 1597, pero cuya inscripción se solicitó con posterioridad para ejercer la profesión, dio lugar al debate dentro de la Corte. Maximino de la Fuente solicitó la inscripción en la Corte de un diploma de licenciado y doctor en derecho expedido por la Universidad de Córdoba en 1877; lo tenía inscripto en los tribunales de La Rioja desde agosto de 1902, donde ejerció la abogacía e incluso se desempeñó como fiscal nacional. La mayoría de los jueces se expidió favorablemente: se sostuvo que ya la Ley Nº 46 de 1863 había autorizado a los abogados y procuradores de los tribunales de provincia a ejercer la profesión ante los tribunales federales; si bien la Ley Nº 1597 de 1885 prohibió expedir títulos a las facultades independientes, el que se presentaba era anterior y fue registrado en La Rioja y podía ser inscripto en la Corte (Bunge, González del Solar, Moyano Gacitúa). Los jueces Bermejo y Daract se expidieron en contra: recuerdan que los grados no habilitaban para el ejercicio profesional pues requería el reconocimiento de tribunales locales; cuando el título fue inscripto en La Rioja ya estaba en vigencia la Ley Nº 1597 por lo cual para que el título se lo habilitara para el ejercicio profesional se debió obtener diploma en Córdoba o en Buenos Aires según las regulaciones de la citada ley universitaria (5 de octubre de 1905, en F. 103:5).
Estas divergencias se repitieron, aunque volvieron a ser resueltas favorablemente, cuando se pidió la inscripción de un título de abogado extendido por la Universidad provincial de Santa Fe e inscripto en los tribunales de esa provincia el 13 de julio de 1904 (23 de diciembre de 1905, en F. 105:416).
Al considerarse en el Senado el proyecto de ley que creaba la Universidad Nacional del Litoral, se debatió la constitucionalidad de un artículo que otorgaba validez a los títulos expedidos por dicha Universidad antes de su nacionalización. El senador Joaquín V. González apoyó la conveniencia de admitir tales títulos y recordó los fallos de la Corte en tal sentido (sesión ordinaria del Senado del 27 de septiembre de 1919).
Cuando las leyes provinciales establecieron recaudos vinculados con la capacidad civil o profesional para inscribir títulos universitarios otorgados por universidades nacionales, que según la Ley Nº 1579 habilitaban para el ejercicio profesional, la Corte consideró adecuado examinarlos y estudiar si excedían el marco del poder de policía provincial para reglamentar el ejercicio de las profesiones liberales (casos de la escribana Ángela Camperchioli, a quien las cámaras en lo civil en pleno de la Capital le negaron el derecho a prestar juramento, en F. 136:375, y del abogado Carlos Berraz, a quien el Tribunal Superior de Justicia de Santa Fe le negó la inscripción, 30 de diciembre de 1929, en F. 156:290. Ambos fueron autorizados por la Corte).
La Ley Nº 10996 reglamentó la actividad de los procuradores y exigió una matriculación previa. Este recaudo, dijo la Corte, no violaba las normas constitucionales sobre la libertad de trabajar ni preceptos de las leyes civiles (11 de octubre de 1920, en F. 132:389).
Interesante cuestión planteó el abogado Pedro I. Benvenuto, a quien las cámaras en lo civil de la Capital le negaron el juramento a los fines de la matriculación de su título expedido por la Universidad Católica de Buenos Aires. La Asamblea de Católicos Argentinos reunida en agosto de 1884 recomendó la fundación de una Universidad Católica con poder para conferir grados académicos. Sólo pudo hacerse realidad a comienzos de 1910 con una Facultad de Derecho. Pero como dice Juan Carlos Zuretti, su vida fue lánguida pues no existía el convencimiento de su necesidad ni de sus proyecciones(480).
En este caso, ya la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires había negado la posibilidad de que la institución católica otorgara títulos habilitantes para ejercer la profesión, porque el Estado no podía renunciar a juzgar la suficiencia de los diplomas. Ante el rechazo de las cámaras, el interesado recurrió a la Corte y sus jueces trataron la cuestión, a pesar de considerar que era tema de superintendencia y ajeno a su competencia, pero confirmaron la negativa. No se desconocía el valor científico del título, pero se invocó la misión superior del Estado en resguardo de la cultura nacional, agregando que las regulaciones existentes sólo permitían a las universidades nacionales otorgar títulos habilitanes y con ello no se afectaba ni el derecho de trabajar, ni el de enseñar y aprender, pues los derechos no son absolutos y están sujetos a este tipo de reglamentaciones (15 de marzo de 1929, en F. 154:119).
Naturaleza del camino de ribera y de los ríos [arriba]
Entre las restricciones al dominio, el Cód. Civ. incorporó el llamado camino de sirga o de ribera; los propietarios que limitan con ríos o canales navegables, están obligados a dejar una calle o camino público de 35 m. hasta la orilla, sin ninguna indemnización, y en ese espacio no pueden hacer construcciones, ni reparar las existentes, ni deteriorar el terreno. Cuando el río o canal atraviese un poblado, la municipalidad puede modificar el ancho de este camino, pero no podrá ser menor de 15 m. (arts. 2639 y 2640).
La doctrina discutía la naturaleza de esta calle: para algunos la franja se perdía para el dueño y formaba parte del dominio público; para otros era una simple restricción al dominio pero el dueño conservaba sus derechos de manera limitada. La Corte aceptará esta última concepción.
Una ley dispuso la expropiación y declaró de utilidad pública terrenos lindantes con el río Paraná para la construcción y explotación de un puerto comercial en Rosario, y autorizó a la empresa constructora Hersen et Fils, Schneider y Cía. a iniciar los trámites de la expropiación. La franja ribereña era de propiedad del FFCC. Central Argentino que la había adquirido a la provincia de Santa Fe. El apoderado de la empresa consideró que no era necesaria la expropiación ni la indemnización del camino de ribera pues eran tierras públicas.
La Corte debió considerar el caso y analizó también el concepto de río en un prolijo y detenido fallo. Entendieron los jueces que el Cód. Civ. no tuvo el propósito de establecer el dominio del camino en favor de la Nación y sólo prohibía a sus titulares hacer o reparar construcciones o deteriorar el terreno; incluso cuando se autoriza a los municipios a modificar el límite, pone de manifiesto que la Nación no es titular de la franja.
En cuanto a los ríos, declararon que sean navegables o no lo sean, nazcan o no en un mismo territorio, son de propiedad de las provincias, y sólo corresponde a la Nación regular el comercio interprovincial o internacional. Como el concepto de río comprende también sus playas, las provincias están habilitadas para disponer de las mismas y transmitir su dominio, incluso sobre el camino ribereño. Por ello la provincia pudo vender al Ferrocarril y la franja no forma parte del dominio público, sino del particular.
En consecuencia debe ser objeto de la expropiación autorizada y de la correspondiente indemnización (Bermejo, Bunge, González del Solar, Daract, 8 de mayo de 1909, en F. 111:179).
Posteriormente a esta interpretación se resolvería, que cuando los 35 m. desaparecen por acción de las corrientes del río, administrativamente no se puede exigir que se reemplace el camino ribereño con propiedades adyacentes sin la previa indemnización (24 de marzo de 1924, en F. 140:58).
El caso de las tierras de Elisa Lynch.
Francisco Solano López, por entonces hijo del presidente del Paraguay, conoció a Elisa Lynch en París. Separada de su esposo, un oficial francés, se unió a López, viajó al Paraguay y tuvo varios hijos; no se casaron, pero fue mujer de gran predicamento en Asunción. En 1862 López sucedió a su padre en el gobierno y en 1865 se inició la desgraciada guerra con Argentina, Brasil y Uruguay, que sólo terminó en 1870 con la muerte de López.
En agosto de 1865, durante el conflicto, la Lynch compró al gobierno del Paraguay un campo en el Chaco, sobre la ribera derecha del río Pilcomayo en su desembocadura principal con el río Paraguay, actual territorio argentino. Hizo la mensura y tomó posesión.
Concluída la guerra y con la muerte de López, Lynch regresó a Europa aunque hizo algún viaje a Buenos Aires y Asunción para reclamar por esas tierras y otras adquiridas en territorio brasileño. A fines de 1882 su hijo Enrique S. López, en representación de su madre y como cesionario de sus derechos, pidió al gobierno argentino que tomara razón del título sobre aquel campo. El Procurador General se opuso al pedido, pues entendía que el título no tenía valor en el país; el Ejecutivo negó la anotación. Se reclamó al Congreso autorización para demandar a la Nación, también negado en las sesiones de 1884.
En este mismo año se dictó la Ley Nº 1552 que autorizó a revalidar títulos de propiedad otorgados por gobiernos provinciales. Invocando esta ley, López volvió a pedir al Ejecutivo la reválida del título. A pesar de los dictámenes contrarios del Procurador General y del Procurador del Tesoro, el Ejecutivo autorizó el pedido por decreto del 12 de mayo de 1888, otorgando la escritura.
A comienzos de 1891 el director de la oficina de tierras y colonias planteó la nulidad del decreto y la restitución de las tierras al dominio público. El Procurador General Malaver, entendió que el decreto era irrevocable y dictado por el Ejecutivo de acuerdo con sus facultades. Sin embargo, el Procurador del Tesoro García Mérou, opinó lo contrario, dictamen que el Ejecutivo acogió y dictó nuevo decreto del 24 de noviembre de 1896 que declaró la nulidad del de 1888 y dispuso que el procurador fiscal iniciase las acciones para recuperar las tierras.
En primera y segunda instancia federal, se hizo lugar a la demanda y se declaró la nulidad del decreto del 12 de mayo de 1888. La Corte confirmó la decisión: sostuvo que la Ley Nº 1552 permitía revalidar títulos otorgados por las provincias, pero en el caso se trataba de un título extendido por un gobierno extranjero; el decreto impugnado, entonces, habría violado reglas de interpretación legal, pues en ningún momento el gobierno argentino aceptó que el Paraguay pudiera tener jurisdicción sobre ese lugar, conclusión a la que se llega luego de estudiar la alianza de 1865, acuerdos posteriores y el tratado preliminar de límites de 1876 (30 de diciembre de 1911, en F. 115:189).
Tampoco había tenido aceptación el reclamo de los López-Lynch por tierras adquiridas en el territorio del Mato Grosso, tomado por los paraguayos durante la guerra. La reivindicación fue tramitada por herederos de la Lynch con el patrocinio del senador Ruy Barbosa contra el Estado de Mato Grosso y la compañía Mate Laranjeira, que ocupaba esas tierras por una concesión para su explotación. El 17 de diciembre de 1902 el Supremo Tribunal Federal resolvió que las tierras eran fiscales y que nunca existió tradición y posesión ya que eran patrimonio de la Nación y pertenecían al Estado de Mato Grosso.
Una huelga subversiva y el caso fortuito del Código Civil [arriba]
En este período los reclamos obreros adquirieron una violencia desconocida. En una manifestación de huelguistas en Rosario a fines de 1913, se destruyeron varios faroles y la Compañía de Gas de la ciudad demandó a la provincia por los daños. La Corte sostuvo, en primer lugar, que el gobierno provincial era ajeno al tema desde el momento que el contrato unía a la empresa con el municipio de Rosario, relación legítima atento a las facultades e independencia de las municipalidades para realizar este tipo de contrataciones. Pero tampoco podía aceptarse la indemnización debido a que la huelga subversiva fue de tal magnitud que no pudo ser detenida ni por la numerosa y bien organizada policía, motivo por el cual encuadró el suceso en el caso fortuito definido por los arts. 513 y 514 del Cód. Civ. y desestimó la demanda (25 de noviembre de 1916, en F. 124:315).
Reclamo de comunidades incaicas de tierras en Jujuy [arriba]
Se trata de las que se encuentran en Cochinoca y Casabindo, que la Corte anteriormente había resuelto en favor de la provincia ante el reclamo que hicieron los herederos de Fernando Campero (21 de abril de 1877, en F. 19:29). Ahora planteaban la reivindiación Lorenzo Guari y varios otros, la mayoría de nacionalidad chilena y boliviana. Sostenían que eran ajenos al proceso anterior y reclamaban esas tierras por haber pertenecido al imperio incaico, y que las leyes españolas y nacionales reconocieron la propiedad en favor de las comunidades indígenas que decían integrar.
La Corte hizo un erudito estudio del régimen de la tierra en América durante el período hispano y llegó a la conclusión que el dominio eminente y efectivo, público y privado de esas tierras, pasó al Estado Nacional y subsidiariamente a las provincias, de manera que actualmente eran de propiedad de la de Jujuy. Por lo demás, los reclamantes ni por nacimiento ni por domicilio demostraron ser continuadores o miembros de las comunidades indígenas de Casabindo y Cochinoca, requisitos establecidos en el régimen incaico, careciendo de acción por falta de derecho (9 de septiembre de 1929, en F. 155:302).
Notas:
467 Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y ha publicado trabajos vinculados con la historia del derecho y el derecho constitucional.
468 AFTALIÓN, Enrique R., “Abogados y jueces en la evolución del derecho argentino”, en La Ley, 19 de agosto de 1971. KORN, Alejandro, El pensamiento argentino (editorial Nova, Buenos Aires, 1961, cap. IV). COSSIO, Carlos, “Teoría y práctica del derecho”, en Argentina. 1930-1960 (Sur. Buenos Aires, 1961, ps. 259 y ss.). TAU ANZOÁTEGUI, Víctor, Las ideas jurídicas en la Argentina (siglos XIX-XX) (Instituto de Historia del Derecho Ricardo Levene) (Perrot, Buenos Aires, 1977). Un autor interesado en el estudio de la doctrina de la Corte Suprema, el profesor norteamericano Jonathan M. Miller, trae una visión optimista de la labor del Tribunal considerándolo como un poder moderador en materia política y un apoyo a la estabilidad económica del país (v. “Courts and the creation of a “spirit of moderation” judicial protection of revolutionaries in Argentina, 1863-1929”, en Hastings International and comparative Law Review (University of California. Hasting College of the Law). Winter, vol 20, nº 2, 1997.
469 “Historia del Poder Judicial”, en Todo es Historia, Buenos Aires, nº 61, mayo de 1972.
470 Cooley era un abogado nacido en Nueva York en 1824 y fallecido en 1898. Actuó en Michigan en la profesión y en la docencia como profesor de derecho constitucional y administrativo y llegó a ocupar un cargo de juez del Tribunal Superior de ese Estado entre 1864 y 1885. Roscoe Pound le dio un lugar entre los mejores diez jueces de la historia norteamericana (The formative Era of American Law, 1938, pág. 30, n.
2). Sus obras más importantes y que son citadas en los fallos de la Corte, son: The constitutional limitations which Rest upon the Legislative Power of the States of the American Union (Boston, 1868); The law of taxation (1876); The law of Torts (1879) y los General principles of Constitutional law in the United States (1880).
471 MC GANN, Thomas F., Argentina, Estados Unidos y el sistema interamericano. 1880-1914, Buenos Aires, Eudeba, 1965.
472 Estaba casado con Armelinda Molina. La biografía sobre los jueces es escasísima. Los datos sobre Bermejo se remiten a notas escuetas, homenajes, laudatorios de su personalidad pero que no profundizan en sus ideas jurídicas o ideológicas (v. AMADEO, Octavio R., Vidas argentinas, 1940. VIGLINO, Ernesto Raúl, “Dos presidencias de la Corte Suprema de Justicia de la Nación: Antonio Bermejo y Roberto Repetto”, en Jurisprudencia Argentina, 1958-IV-56 y ss., sec. doctrina). V. también “La Nación”, Buenos Aires, 19 y 20 de octubre de 1929. Homenaje de la Corte Suprema al cumplirse 50 años de su fallecimiento, palabras del juez Pedro J. Frías en el salón de audiencias del Tribunal, 24 de octubre de 1979, donde ofrece orientaciones interesantes sobre las ideas que traslucen los fallos de la época y las disidencias de Bermejo. CUTOLO, Vicente Osvaldo, Nuevo diccionario biográfico argentino (1750- 1930), en 7 tomos. Buenos Aires, 1968 y ss.).
473 De esta manera lo indica además la Gran Enciclopedia Argentina de Abad de Santillán (Buenos Aires, 1958 y ss., en 8 tomos).
474 Según aparece en la lista de graduados que trae GARRO, Juan M., Bosquejo histórico de la Universidad de Córdoba. Buenos Aires, 1882.
475 V. LEVAGGI, Abelardo, Historia del derecho penal argentino (Instituto de Historia del Derecho Ricardo Levene). Buenos Aires, 1978, que contiene un examen de esta tendencia y completa bibliografía.
476 Con razón Narciso J. Lugones sostuvo que la doctrina nació como un exceso retórico (Recurso extraordinario, Buenos Aires, Desalma, 1992, pág. 286).
477 EKMEKDJIAN, Miguel Ángel, Temas constitucionales, Buenos Aires, Ediciones La Ley, 1987, p. 139.
478 Creemos que esta obra aparece citada por primera vez. Luego tendrá un particular interés por su mención en la Acordada del 10 de septiembre de 1930. En el caso que mencionamos en el texto, la cita fue correcta puesto que la obra se refiere a los funcionarios que no tengan una designación legal y no a los gobiernos que asumen de hecho.
479 V. GALLARDO, Angel (quien fuera Ministro de Relaciones Exteriores durante el conflicto), Memorias para mis hijos y nietos (Academia Nacional de la Historia). Buenos Aires, 1982, ps. 346 a 417) y GALLARDO, Jorge Emilio, Conflicto con Roma (1923-1926). La polémica por monseñor de Andrea (El Elefante Blanco). Buenos Aires, 2004.
480 Nueva historia eclesiástica argentina (Itinerarium). Buenos Aires, 1972.