JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:La enseñanza jurídica en un contexto de transición: la reforma de José Gregorio Baigorrí en la Universidad de Córdoba (1823)
Autor:Llamosas, Esteban M.
País:
Argentina
Publicación:Revista de Historia del Derecho (INHIDE) - Número 49
Fecha:01-10-2015 Cita:IJ-CX-26
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I. Revolución localizada: la enseñanza jurídico-teológica en un contexto de transición
II. Las primeras reformas al Plan del deán Funes: la visita de Castro (1818) y el plan de Baigorrí (1823). Cambios prácticos, continuidad de ideas, nuevas claves
III. Algunos ejemplos, algunas conclusiones
Notas

La enseñanza jurídica en un contexto de transición: la reforma de José Gregorio Baigorrí en la Universidad de Córdoba (1823) 

Por Esteban F. Llamosas*

I. Revolución localizada: la enseñanza jurídico-teológica en un contexto de transición [arriba] 

La historia de la enseñanza jurídica en la Universidad de Córdoba, en el tiempo que media entre Revolución y Constitución, no ha escapado a ciertos tópicos historiográficos, que llevaron a explicarla en términos de ruptura con la enseñanza colonial y en gradual preparación de un orden liberal cuya coronación sería el texto de 1853. Esta mirada (que por supuesto presenta matices), asume que la Revolución se nutrió del ideario moderno y pretendió fundar un nuevo orden político-social bajo principios ilustrados, y que estos postulados, con sus lógicos vaivenes y contramarchas, decantaron inexorablemente en la construcción de un Estado liberal, con su constitución como estandarte. Bajo este paradigma, era casi de sentido común asociar la historia de la Universidad en el período con las ideas modernas, ya que la casa de estudios habría justificado, difundido y reproducido esa ruptura del orden colonial y esa preparación del orden nuevo. Así, su historia desde 1810 y durante la primera mitad del siglo XIX, habría sido un reflejo del cambio político, leído en una clave eminentemente evolucionista, constitucional y estatal. Los ejemplos abundan: el primer plan de estudios patrio de 1815 habría roto con la universidad colonial a través de unas lecturas de signo racionalista; los discursos de los profesores habrían justificado el cambio revolucionario con encendidas diatribas ilustradas; y paulatinamente se habrían incorporado nuevos estudios, a tono con los tiempos, para cubrir las necesidades de un Estado en plena formación. Es cierto que también existe una historiografía más conservadora, en algún caso confesional, que preocupada por liberar a la Universidad de posturas heterodoxas en estos tiempos convulsos, intentó reivindicar las sólidas líneas de continuidad doctrinal y religiosa, que por medio de textos y autores, seguían a la vista de todos. Sin embargo, aún esta historiografía aceptaba (ya para minimizarla o criticarla), la idea de la irrupción de unos nuevos contenidos que venían a modificar la enseñanza.  

En este trabajo pretendemos continuar una línea de investigación que ya cuenta con algunos resultados[1], cuyo propósito es separar el estudio de la enseñanza jurídica en la Universidad de Córdoba, de su inevitable asociación con una revolución triunfante y moderna, así como separarlo también de un pretendido proceso constitucional dirigido ya desde el año diez hacia el Estado y el liberalismo. Intentamos no caer, por supuesto, en la ingenuidad de desconocer que efectivamente circularon ideas modernas, ni en la opción contraria de pensar los procesos jurídicos de la primera mitad del XIX exclusivamente en términos de persistencia o continuidad. Ni lo uno ni lo otro. Ni vísperas de liberalismo ni estertores de Antiguo Régimen. Resulta más interesante, y más adecuado para explicar las aparentes contradicciones de un orden jurídico en plena construcción, recurrir a las nociones de reelaboración, refracción y readaptación de ideas, en un contexto de transición en el que una cultura jurídica se estaba formando con elementos nuevos y viejos, sin ser completamente una cosa ni la otra. De esta mixtura resulta una cultura jurídica híbrida, válida para dar respuesta a un proceso político que pretendía nuevos dispositivos institucionales sin alterar la constitución social, y por lo tanto leía los nuevos textos en clave antigua, o adaptaba las viejas doctrinas a la situación novedosa.

Quien observe sin advertencia la historia jurídica del período, y especialmente desde el ángulo de la enseñanza universitaria, puede formarse fácilmente una idea equivocada. En los quince años que corren entre 1808 y 1823, la política, el derecho y los estudios parecen víctimas de un cataclismo. Parecen tiempos de reforma constante, de cambios profundos que alteran las instituciones, su organización, el modo de concebirlas. La Universidad de Córdoba sufrió dos traspasos: a comienzos de 1808 se ejecutó una Real Cédula de 1800 y los franciscanos entregaron su dirección al clero secular; en 1821, consecuencia de la caída del Directorio y el Congreso, pasó a ser administrada por la provincia. En el medio hubo una revolución política que reconfiguró territorialmente el antiguo virreinato, que Córdoba recibió inicialmente con más reticencias que entusiasmo. La Universidad, en este lapso, para alimentar la percepción de que todo cambiaba, modificó su plan de estudios de manera transitoria en 1808, consolidó la reforma en 1815 con un programa definitivo, y guiada por la experiencia de su puesta en planta, lo retocó en 1818 y 1823.   

Justamente, lo que este trabajo pretende es advertir que bajo esa apariencia de cambios profundos, incluso de desorden, pervivían unas sólidas líneas de pensamiento que otorgaban cierta estabilidad a la enseñanza. Pervivencia, sin embargo, que tampoco debe ser entendida como una continuidad sin quiebres ni matices, ya que al cruzarse con las novedades se producía una mixtura, una reelaboración, típica de un momento de transición. En todo caso, si hubo resistencia al cambio amparada en la defensa de unas doctrinas de signo tradicional, ésta generó desplazamientos de sentido en algunos términos, además de la resignificación de otros, en un contexto de cultura jurídica transicional. Los nuevos sentidos, en algún caso, permitieron colocar viejas ideas al servicio de nuevos fines, posibilitando que la Universidad cumpliera su papel de difusora y legitimadora del nuevo orden político. Pero no lo hizo aceptando a ciegas las proclamas de las nuevas autoridades, sino tal y como la propia corporación lo concebía. 

Este esquema de trabajo, esta manera de plantear la época, vinculando la enseñanza del derecho menos con unas leyes y unos textos estrictamente jurídicos, y más con una cultura conformada por doctrinas, creencias, prácticas, dispositivos y cierto lenguaje, nos permite ampliar el horizonte de lo jurídico hacia otras disciplinas, como la teología. Para una visión asociada al rupturismo, la teología nada tendrá que decir en unos tiempos que se suponen ilustrados y preliberales, pero si observamos el período bajo las claves de esta cultura de transición, donde hay préstamos intelectuales y una matriz cultural que no se ha disuelto a pesar de los discursos, su estudio todavía nos aportará pistas importantes para observarlo sin preconceptos. Por ello es que analizaremos también las cátedras de Teología al momento de revisar las reformas del plan de estudios en el período.

Otro de los aspectos a considerar está referido a la necesidad de localizar el impacto de la Revolución. Lejos de importar un modelo de análisis "nacional", por improcedente, por su asunción de categorías aún inválidas, preferimos estudiar el desarrollo del proceso político de recomposición del antiguo territorio virreinal, enfocados en un espacio determinado, Córdoba, y en una institución específica, su Universidad. Es decir, comprender a la Revolución localmente, sin asumir visiones generales ni paradigmas que pretendan explicarla de un solo modo. En el campo jurídico, el fenómeno de la "localización" ha sido resaltado en los últimos estudios de A. Agüero, quien ha señalado cómo esto hacía que "el derecho y la justicia se mostrasen extremadamente permeables y sensibles a las coyunturas e intereses de las élites locales"[2].

Para los estudios de la enseñanza universitaria, la propuesta implica revisar los cambios de planes, los autores y textos indicados, las prácticas académicas, los discursos de apertura de cursos, las discusiones del claustro, las reformas de las constituciones, los juramentos de los graduados, sin buscar en ellos el impacto de unos cambios políticos y jurídicos recibidos desde afuera, sino tratando de comprender el proceso interno de reelaboración y transformación de unas ideas, en relación con los propios intereses corporativos y locales. Debemos preguntarnos por qué podían readaptarse ciertas ideas, a qué se debía su pervivencia bajo nuevo aspecto y qué servicios cumplían en cada etapa.

Para el caso de la Universidad de Córdoba resulta de gran interés el rol cumplido por el clero secular, no sólo en el período en que dirigió los estudios (1808-1821), sino también en los tiempos de la dirección provincial (1821-1854), ya que muchos clérigos dictaron clases, reformaron planes, fueron rectores e incorporaron nuevas materias. El cabildo eclesiástico de Córdoba, esto es, el cuerpo colegiado que auxiliaba al obispo y lo reemplazaba en caso de sede vacante, cumplió en este periodo un papel fundamental. Sus miembros, casi todos formados intelectualmente en la Universidad, profesores de teología y cánones, tuvieron activa participación política en este tiempo de soberanía reasumida. Atravesados por la discusión canónica sobre los límites de sus facultades luego de que la diócesis quedara sin obispo por la partida de Orellana, los miembros del cabildo catedralicio tomaron decisiones, pronunciaron oraciones patrióticas, publicaron sermones, formaron parte de asambleas constituyentes, redactaron reglamentos y fueron miembros más tarde de la Sala de Representantes de la provincia. Y desde sus puestos universitarios contribuyeron decisivamente a justificar, difundir y encauzar los cambios políticos que ocurrían vertiginosamente. El caso de José Gregorio Baigorrí constituye un ejemplo elocuente en este sentido.

Aunque el objetivo final es dar cuenta de todo el período que corre en la Universidad entre 1810 y 1853, prestando especial atención a los estudios de Teología, Cánones y Jurisprudencia, aquí nos centraremos en las primeras dos décadas, con alguna breve mención posterior. Así analizaremos la Visita del Gobernador Intendente Manuel Antonio de Castro en 1818, y especialmente la realizada por el presbítero Baigorrí desde 1822, enviado por el gobernador Juan Bautista Bustos. Además de estas dos reformas, para contextualizarlas en el esquema de estudios previos, volveremos sobre los dos planes del deán Funes, el provisorio de 1808 y el definitivo de 1815. Es decir, investigaremos la puesta en planta, marcha y experiencia de las primeras reformas patrias, con sus limitaciones fácticas y sus intereses, se hayan o no manifestado explícitamente. 

II. Las primeras reformas al Plan del deán Funes: la visita de Castro (1818) y el plan de Baigorrí (1823). Cambios prácticos, continuidad de ideas, nuevas claves [arriba] 

La primera revisión al Plan de Estudios del deán Funes fue casi inmediata. Apenas habían pasado tres años desde su vigencia, cuando la experiencia y las penurias económicas de la Universidad obligaron a modificarlo. En marzo de 1817, el Director Supremo Pueyrredón designó como gobernador de Córdoba a un jurista, el doctor Manuel Antonio de Castro, célebre director de la Academia de Jurisprudencia de Buenos Aires. Rodeado en su gobierno por hombres de la Universidad, una de sus medidas consistió justamente en encarar su reforma. Nombrado Visitador por el mismo Pueyrredón, a fin de revisar el estado de las rentas, "su método interior" y proponer cambios para "cortar de raíz los males", realizó su tarea entre los meses de abril y septiembre de 1818.

Manuel Antonio de Castro, quien ya era Maestro en Artes por la Universidad, pero había obtenido el grado de Bachiller en derecho civil y canónico en Charcas, fue beneficiado por el claustro cordobés, a poco de ser designado gobernador, con el otorgamiento del grado de Doctor en ambos derechos, en atención a "su ilustración poco común". 

En el mes de junio se le encomendó al Dr. José María Bedoya, catedrático de Matemáticas, la tarea de extractar el plan vigente, y éste cumplió el encargo pocos días después. Se formaron entonces dos comisiones, una para redactar nuevas constituciones y otra para cambiar el plan sobre la base del resumen elaborado por Bedoya. La primera comisión realizó un borrador, del que sólo se aprobaron algunos capítulos referidos al nombramiento del rector. La segunda terminó con éxito su labor el 14 de septiembre, proponiendo algunos cambios.

Desde el primer momento, tanto el visitador como el claustro se encargaron de dejar bien claro que no alterarían las líneas principales del programa de Funes, y que sólo buscaban remover "algunos obstáculos que las circunstancias de este estudio general han ofrecido a su ejecución"[3]. Así repitieron varias veces que el plan del deán era "juicioso", de "mérito muy recomendable" y "brillante en su línea". 

El Plan de Gregorio Funes, presentado en 1813 y aprobado en 1815, sin alterar las líneas centrales de su esquema provisorio propuesto apenas asumido el rectorado a comienzos de 1808, planteaba cuatro años tanto para el estudio de la Teología como de la Jurisprudencia. Así, la primera se repartía en Escolástica, Dogmática, Antigüedades y Disciplina Eclesiástica, y Moral, a los que se agregaban ejercicios de retórica y nociones de derecho natural y de gentes. La Jurisprudencia se dividía en Instituciones de Justiniano, Instituciones canónicas, Legislación Patria y Ejercicios Prácticos, también con el mismo agregado de los teólogos. 

La reforma de Castro en la facultad teológica, además de variar cuestiones prácticas como la duración de los exámenes, apenas cambió algunos textos, que de ningún modo alteraron la orientación de la enseñanza. En el primer año se estudiaría Locis Theologicis y Religione por el Lugdunense. El dato es interesante porque parece indicar un regreso al plan de 1808 y a los tiempos franciscanos, ya que el deán Funes había quitado estos estudios en su programa definitivo. En realidad no hay tal cosa, ya que a pesar de que la cátedra no aparecía en el plan de 1815, los lugares teológicos se habían integrado a la Escolástica y se seguían examinando sin interrupción[4]. En todo caso, aquí se restableció la cátedra, en la reedición de la vieja lucha por reemplazar las sutilezas silogísticas por la utilidad de la teología positiva. El texto del Lugdunense, motivo de una larga polémica en la Universidad en los años posteriores, se impuso también para los estudios de Dogmática y Moral, reemplazando las obras de Valsecchi y Antoine, respectivamente. Lo que parece una sustitución debida a la facilidad para conseguir las Instituciones Teológicas de Lyon[5], en ningún caso significó la variación de las principales líneas ideológicas, ya que esta obra iba en el mismo sentido rigorista que las anteriores. Quizás se haya perdido el carácter de combativa agresividad al modernismo que representaba el libro de Valsecchi[6]. En el tercer año, se reemplazó la obra del napolitano Julio Selvaggio por el Tractatus de Scriptura Sacra del dominico Ignacio Amat de Graveson. Este libro era de comienzos del siglo XVIII, había sido indicado en las reformas universitarias peninsulares para las cátedras de Escrituras, y tampoco significó un cambio de tendencia. En todo caso, reafirmó la línea del llamado programa "jansenista", de prestar atención a las antigüedades de la Iglesia y a la historia eclesiástica. 

En la Facultad de Jurisprudencia, por obvias razones, la participación del visitador fue más directa, y aunque no hubo cambios decisivos, sí una importante reordenación práctica y alguna crítica más sustanciosa. Por primera vez, Castro se apartó del tono elogioso hacia el deán Funes para cuestionar el método de los estudios jurídicos, ya que consideraba escaso el tiempo dedicado a las dos instituciones, la civil y la canónica, además de calificar como fallido el último año destinado a la práctica. Para subsanar el primer problema, extendió la enseñanza de la Instituta de Vinnio y las Instituciones canónicas de Devoti[7] en los dos primeros años, repartiendo mejor la explicación de los tomos. La dificultad práctica de conseguir los ejemplares, pero también la de seguir los comentarios elegantes y eruditos de la versión anotada por Heineccio, hicieron que en estos años se utilizara la edición castigada por el pavorde valenciano Juan Sala[8]. Ésta, un resumen o compendio del Vinnio, que cotejaba el derecho romano con el de Castilla, indica una tendencia que se iría profundizando en los años siguientes: la simplificación formularia del derecho en detrimento de los últimos rasgos de cultura humanista que aún sobrevivían. El tercer año de la Facultad, antes señalado para la Legislación Patria, fue objeto de un sinceramiento y algún agregado. Como leyes propias había pocas, nunca se habían dejado de enseñar ni examinar las del viejo orden colonial. En octubre de 1816, cuando se discutía si era obligatorio para los estudiantes seguir las Leyes Patrias para graduarse de bachilleres, el claustro acordó que: 

No se les exija dho estudio, ya que obligados a estudiar la Instituta Romana, bajo la gloria y comento de Binnio castigado por Salas..., sino también puntualizando la conformidad, disconformidad o modificaciones que el derecho romano tiene con las disposiciones de nuestros cuerpos legislativos según los exactos apuntamientos que al margen de Binnio castigado se hallan demarcados, se contempla mas util este estudio que el de las Leyes de Toro substituidas de las Patrias[9].

Está claro, el método comparativo de las leyes romanas con las castellanas, utilizado desde 1791, predominaba sobre el estudio directo de unas escasas leyes propias. Por eso Castro indicó que se estudiara la "Instituta de Castilla o leyes del Estado que rigieren", dejando bien claro que la propuesta original de Funes sólo había quedado en una intención difícil de cumplir. Además, mandó completar el año con el tratado De regulis iuris, destinado a la práctica, y para los cánones indicó las Antigüedades de Selvaggio, que respondían al mismo tono jansenista antes expresado. Los Ejercicios Prácticos del último año fueron retirados, con el argumento de que nunca se había "conseguido la instrucción deseada", ya por falta de idoneidad de los profesores, ya por falta de modelos forenses. En su lugar propuso el Derecho Público y de Gentes, que antes se dictaba en lecciones complementarias, y en la cátedra de cánones la enseñanza de los Concilios, con preeminencia del tridentino. Otra vez percibimos uno de los tópicos jansenistas, en la importancia de la legislación conciliar, esgrimida como superior a la producida por el pontífice. Respecto al Derecho Natural y de Gentes, tantas veces exaltado como la gran novedad moderna del plan de Funes y las reformas posteriores, podríamos encontrar ejemplo que avala la adhesión de Castro a este pensamiento, en su discurso inaugural de la Visita a la Universidad. Allí expresó que "los amigos de la ilustración del país... deben constituirse los depositarios de las luces, que han de afirmar en lo sucesivo el imperio de la razón", o que "de estas ilustres casas es, de donde deben nacer y propagarse las clarísimas ideas del orden, de la justicia, de la armonía social, las máximas de un gobierno reglado, de una sabia legislación, únicos fundamentos de la felicidad de los pueblos"[10]. Sin embargo, un análisis completo del discurso, sin seccionar las frases más relevantes en sentido moderno, nos da cuenta de una actitud muy típica en los hombres del período, que caracteriza este rasgo de cultura jurídica transicional que venimos analizando: la mixtura de nuevas y viejas ideas. Así podía decir también Castro que los literatos debían educar a sus conciudadanos, para que éstos amaran sus deberes y su patria en "cada puesto, en cada carrera, en cada rango del orden social", o explicar que los magistrados velaban por la "conservación" del orden y la justicia[11]. En otro trabajo ya hemos explicado el modo de comprender la presencia del derecho natural racionalista en estos tiempos de transición y reacomodamientos[12].

Los cambios políticos ocurridos entre 1819 y 1820 sellaron la suerte de Castro en la provincia y por ende en la Universidad. El fracaso del Congreso, la caída del Directorio y la sublevación de Arequito, determinaron el ascenso de Juan Bautista Bustos al poder local y el traspaso de la casa de estudios a la provincia. Terminaba el período del clero secular al frente de la corporación, pero no el de su influencia en planes y cátedras. 

En julio de 1822, el nuevo gobernador nombró al canónigo de merced José Gregorio Baigorrí para visitar la Universidad. Esta nueva visita, que duraría casi cuatro años, y que según el claustro se hacía para "afianzar un método estable que disuelva las variaciones e incertidumbres i precava la disolución i ruina de un establecimiento fuente de la ilustración general", curiosamente (o no tanto), obvió cualquier referencia a la reciente reforma de 1818. El cambio de signo político vino acompañado por la pretensión de borrar el pasado inmediato.

También resulta interesante la visión del claustro sobre la función que debía cumplir la Universidad en este tiempo de revolución y guerra: formar "los sacerdotes i los ciudadanos de la Patria". Una muestra más de aquel esfuerzo cordobés (aunque no sólo cordobés), en conducir el cambio político por el seguro cauce católico, que al mismo tiempo servía para difundir el patriotismo y alejar cualquier atisbo radical. 

Baigorrí, nacido en 1778, había obtenido el grado de doctor en teología por la Universidad en 1802, es decir, en plena regencia franciscana. Fue arcediano y deán del cabildo catedralicio y tuvo activa participación en la vida pública, ya como diputado a la Asamblea General Constituyente de 1813, o como redactor de la constitución cordobesa de 1821. Fue rector de la Universidad en 1833 y provisor de la diócesis entre 1848 y 1858[13].  

Obviamente, Baigorrí no ignoraba la labor de la visita previa, ya que había formado parte de la frustrada comisión encargada de reformar las constituciones universitarias. Después de meses de trabajo, elevó su reforma a principios de 1823 y el gobierno de la provincia la aprobó el 9 de enero. Los cambios, más bien de detalle, provenían de la reforma de Castro y se conservaba el tono laudatorio hacia la figura del deán Funes.

Una de las reformas que éste había adelantado en 1808 y luego consolidado en su plan definitivo, había sido la de pasar los estudios de cánones a la sede legal. Baigorrí, que había pasado por la Universidad un poco antes, bajo el programa de los franciscanos, sin volver atrás con la medida, la matizó. No separó los estudios canónicos de la Facultad de Jurisprudencia, pero obligó a los estudiantes de teología a tomar el curso. Canonista al fin y al cabo, se preguntaba si "¿no debe considerarse como incompleto el estudio teológico sin las nociones convenientes de las leyes i disposiciones de la iglesia?"[14] Además, argumentaba la necesidad de igualar las dos facultades. Aún con este agregado, el curso de Teología tenía la misma duración, cuatro años, con leve variación en su distribución. En el primer año, igual que en la reforma de Castro, se seguían Lugares Teológicos y De Religione por el Lugdunense; el segundo y el tercero se estudiaba la Dogmática por el mismo polémico tratado. Se duplicaban estos estudios, reemplazando las Antigüedades y el texto de Amat de Graveson. Respecto de la Escolástica, ya eliminada de manera independiente desde 1818, Baigorrí la consideraba una "auxiliar de la dogmática" y sólo un medio para preparar mejor estas materias. Continuando las viejas tradiciones borbónicas de la Universidad, el catedrático debía fijar y controlar la opinión a sostener en cuestiones escolásticas, señalando el autor "que más apoye y sostenga el dogma". El cuarto y último año se seguía dedicando a la Moral, aunque se regresó al libro de Antoine (de ningún modo un cambio de tendencia) tal como establecía el Plan de Funes.

Los jueves y días semifestivos, junto a los estudiantes de leyes, los de teología debían estudiar Retórica por el Curso de Bellas Letras de Charles Bateaux (1761) o sino la Filosofía de la elocuencia de Antonio de Campany (1777).

Los estudios en la Facultad de Jurisprudencia también continuaban desarrollándose en cuatro años. En los dos primeros se repartía la enseñanza de la Instituta de Justiniano, a razón de dos tomos por año, utilizando la edición en latín y castellano, esto es, la del valenciano Juan Sala que ya se había impuesto algún tiempo atrás. Para el derecho canónico se seguía recurriendo a la obra de Juan Devoti, aunque explicando sólo un tomo por año. Esta nueva división de las Instituciones canónicas hizo que su estudio se extendiera un poco más, y que el tercer tomo se enseñara en el año siguiente, en detrimento de las Antigüedades de Selvaggio que pasaron a conferencias. Claramente se percibe la mano del canonista Baigorrí en esta mayor presencia de las leyes eclesiásticas, que además, recordemos, se habían vuelto a enseñar a los escolares de teología. El tercer año, con estos cambios, quedaba para "el derecho patrio o leyes del estado" y para el tercer volumen de Devoti. Respecto de las primeras, el propio reformador consignaba aquello que venimos sosteniendo sobre los límites que esta novedad enfrentaba en la práctica. Así, primero justificaba su estudio al sostener que por las leyes patrias "i no por otras se han de juzgar i sentenciar los pleitos"[15], para aclarar de inmediato que "mientras los códigos españoles conserven su fuerza i hagan las veces de aquellas, enseñará el primero la Instituta de Castilla i esplicará las Leyes de Toro por los Comentarios de Antonio Gómez, debiendo preferirse el compendio que de ellas hizo D. Pedro Nolasco de Llano"[16]. Este último era autor de un resumen en castellano publicado en 1785. Es decir, sucedió algo similar a lo ocurrido con el Vinnio castigado por Sala: la preferencia de versiones en castellano, resumidas, más breves y menos complejas.

El último año repetía textual lo establecido en la visita anterior: Derecho público y de gentes, y Concilios.

La práctica judicial, tan criticada por el visitador Castro en 1818, pasaba a conferencias durante el tercer y cuarto año, en las que el catedrático de derecho civil enseñaría el tratado de Regulis iuris para los ejercicios. Además, para el derecho canónico, se trasladaba aquí la lectura de la obra de Selvaggio.

A pesar de no contar con grado universitario en Leyes, además del derecho canónico, que conocía por sus estudios teológicos durante la etapa de los franciscanos, Baigorrí tenía entre sus libros varias obras jurídicas. Su ex libris aparece, entre otros, en el Receptarum sententiarum de Julio Claro, en el Gazophilacium Regium Perubicum de Gaspar de Escalona y Agüero, en el Tractatus de cessione iurium et actionum de Alfonso de Olea, en el Tractatus unicus de incompatibilitate, et repugnantia possidendi plures majoratus de José Manuel de Rojas y Almansa, y en el Rerum quotidianorum libri duo de Juan Yáñez Parladorio[17].

¿Cómo deben interpretarse las reformas en este contexto de transición que venimos definiendo? Hay por un lado una valoración admirativa del Plan del deán Funes, que no es afectado para nada en sus líneas centrales, y también unos leves reajustes que parecen vincularse a la práctica, pero en algún caso consolidan cierta simplificación de los estudios. Lo interesante es que la continuidad doctrinal no solamente ocurre desde el Plan de Funes, sino que se trata de una tendencia que hunde sus raíces en el período franciscano, cuando se comenzaron a desmoronar las bases de la universidad jesuítica. Y que esta reforma de 1823, con pocas variantes, permanecería hasta la nacionalización de la Universidad. Una de esas variantes fue introducida por el mismo Baigorrí en 1834, ya como rector, cuando el gobernador José Antonio Reynafé creó la cátedra de Derecho Público, mandando estudiar Derecho Público, Político y de Gentes por el Espíritu del Derecho de Alberto Fritot, Derecho Constitucional por el Curso de política constitucional de Benjamín Constant, y Economía Política por la obra que indicara el catedrático[18]. Estos estudios serían suprimidos en 1841.

La formación intelectual de Baigorrí proveniente de sus estudios teológicos durante la regencia franciscana, se revela no solamente en la orientación de su reforma, que es deudora de las corrientes de aquella época, sino también en sus manifestaciones respecto a algún texto que despertó polémica en la primera mitad del siglo XIX. Su filojansenismo se expresa al defender durante muchos años la presencia del Lugdunense en la Universidad, tema que también nos permitirá adelantar alguna conclusión en el próximo apartado. 

III. Algunos ejemplos, algunas conclusiones [arriba] 

Las reelaboraciones doctrinales, las mixturas enunciadas al comienzo de este artículo, no se manifiestan solamente en las reformas de los planes de estudios. Las prácticas institucionales de la Universidad y algunas discusiones del claustro sobre corrientes teológicas, también nos aclaran los nuevos sentidos que van adquiriendo y los nuevos servicios que van prestando algunas ideas. 

Un ejemplo concreto es la modificación (algo tardía) del juramento de los graduados. A fines de septiembre de 1813, por primera vez desde la Revolución, se deja de jurar obediencia al rey, sus sucesores y virreyes, para hacerlo por las nuevas autoridades. Ramón Gil Navarro, al recibir del rector los grados de bachiller, licenciado y doctor en Teología, juró "defender pública y privadamente que Maria Ssma Sra Nra fue concebida sin pecado original desde el primer instante de su ser natural y de obedecer a la Soberana Asamblea General Constituyente y Supremo Gobierno de las Provincias Unidas del Rio de la Plata"[19]. La defensa de la virginidad de María era promesa que se reiteraba sin interrupción desde la colonia. Los nuevos juramentos nos sirven para varias cosas, pero no para esgrimirlos como un dato de modernidad. Por un lado, nos muestran el papel relevante que conservan las doctrinas morales enseñadas en la Universidad, siempre usadas como dispositivos que refuerzan el deber de obediencia a las autoridades, sean las que sean. Ese mecanismo, preparado por las corrientes más rigurosas que sustituyeron al probabilismo jesuita, facilitaba que se pudiera jurar sin contradicciones y sin alterar demasiado la fórmula, por juntas y asambleas en lugar de reyes y virreyes. Este juramento, además de su practicidad, tiene una clara dependencia religiosa que hunde sus raíces en el orden social colonial. El tipo de obediencia que se promete tiene esa naturaleza[20].

Este paradigma de signo religioso, que atravesó la primera mitad del siglo XIX, no fue afectado siquiera por la irrupción de la constitución liberal. En 1858 la Universidad aprobó una Constitución provisoria cuyo fin era adaptarse al espíritu de la Constitución Nacional de 1853. Entre sus Declaraciones preceptivas figuran las fórmulas de juramento de los graduados, quienes debían afirmar su credo 

en el misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo i Espíritu Santo, tres personas distintas i un solo Dios verdadero, i en todos los demás misterios, i artículos de fé i sacramentos que cree y confiesa nuestra Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana, protestando defender con la decisión i ardor de un verdadero fiel cristiano, su existencia, verdad i santidad...[21].

Sólo después juraban su obediencia a las autoridades nacionales y universitarias, y se comprometían a observar la Constitución nacional y la provincial. Parece claro que la Universidad, al igual que otras corporaciones, no tuvo ninguna dificultad en leer la Constitución dentro del marco de una cultura anterior. Una cultura, sin embargo, que permaneciendo se reformulaba.

El otro ejemplo guarda relación con el largo debate que a partir de 1838 generó la utilización de las Instituciones Teológicas lugdunenses. Sabemos que esta obra, de uso extendido en las universidades católicas, había sido escrita por el oratoriano José Valla por encargo del arzobispo de Lyon. Y que en Córdoba se enseñaba, sin demasiadas disputas, desde su indicación por el deán Funes en el Plan de 1815. Nadie se había preocupado demasiado por las acusaciones de jansenismo ni por su inclusión, por este motivo, en el Index romano de libros prohibidos. Hasta que Pedro Ignacio de Castrobarros, conocido por su celosa ortodoxia, señaló en 1838 la censura y propuso su reemplazo. Lo interesante del caso es que el claustro formó una comisión integrada por José Gregorio Baigorrí, que había ratificado en su reforma la presencia del texto, y que por su formación tenía simpatía por la tendencia que expresaba el Lugdunense. En su dictamen, Baigorrí se mostró sumamente equilibrado ante la acusación de jansenismo, colocándose en una postura moral equiprobabilista, que buscaba el punto medio entre dos posiciones opuestas. Así expresó que se respete en los teólogos la libertad de pensar y de opinar, marchando siempre por un justo medio en que solamente es dado, se encuentre la verdad..., precavido de incidir en los errores condenados o notados por la Iglesia y de ese fanatismo fecundo dogmatizado y multiplicador a su antojo de herejes y de herejías: extremos que exige evitar el honor y reputación de los escritores de buen juicio y la verdadera piedad[22].

Aunque en ese momento no se tomó determinación alguna, catorce años después, en 1852, el mismo Baigorrí, entonces provisor del obispado, activó la formación de otra comisión universitaria para evaluar la misma cuestión. Y esta nueva comisión, formada por los doctores José Roque Funes, Estanislao Learte y José Vicente Agüero, luego de un dictamen elocuente y severo, aconsejó la prohibición del libro, medida que el claustro tomó de inmediato. La comisión se mostró preocupada en alejar a la juventud de las "fuentes corrompidas..., en las que se beben malhadadas doctrinas", como la que "en nuestros días comanda la secta jansenista"[23]. Las principales críticas se basaban en "los desvaríos y deslices del imprudente Lugdunense, especialmente cuando trata las materias de gracia, de auxiliis, ya cuando se ocupa de la autoridad y ecumenicidad de los Concilios no menos que sobre la autoridad y prerrogativas sobre el soberano Pontífice"[24]. Es decir, una mezcla entre el primer jansenismo (la gracia) y el segundo (el conciliarismo, el ataque al papado). Además, aunque lateralmente, se acusaba al valedor de la obra, el arzobispo Montazet, de haber lamentado la falta de sepultura eclesiástica a Voltaire, y se afirmaba que ya algunos habían criticado el texto con la autoridad de un escritor español "coetáneo del acreditado Barruel". Esta última mención en el dictamen también nos revela una clave de lectura, porque refleja los temores de los catedráticos firmantes. El abate francés Agustín Barruel era un jesuita y apologista radicalizado que a fines del siglo XVIII había combatido con virulencia a los filósofos modernos.    

No podemos obviar los términos en que la discusión sobre el Lugdunense se produjo, a estas alturas del siglo XIX, ya que parece un debate del siglo anterior. Su censura da cuenta de una cultura universitaria todavía dominada por un paradigma antiguo. Además de la gracia, y especialmente el conciliarismo y antirromanismo, las que parecen inesperadas menciones a Voltaire y al abate Barruel, revelan la persistencia de una preocupación por cierta irreligión de rasgos modernistas que subvertía un orden indisponible. En este tiempo casi constitucional, si lo analizamos bajo el paraguas teórico del "orden liberal", resulta casi una rémora inexplicable. Si evitamos esta mirada y la reemplazamos por la más conflictiva (y más efectiva) de una cultura de transición, este debate deja de ser "tardío" y "sorpresivo". Los servicios que el Lugdunense había prestado para justificar los períodos de sede episcopal vacante, como para reafirmar la necesidad de obediencia a las autoridades, nunca habían dejado de chocar contra la aparente herejía que le endilgaban aquellos más cercanos al papado. Estas tensiones, se explican mejor bajo el marco de la cultura transicional, que bajo el de unas posibles "persistencias" antiguas que ya no encajan con un pensamiento liberal.

Estos ejemplos, este plan de trabajo, deberán continuar desde la reforma de Baigorrí hacia la Universidad nacionalizada, prestando especial atención al papel del clero secular en el período. Un papel tan relevante, que alguna historiadora ha ideado la denominación de "provincia-diócesis" para estos años[25]. Alguna puerta ya hemos entreabierto con la creación de la cátedra de Derecho Público en 1834. De sus objetivos, de la función de los textos señalados, del modo en que se desarrollaba una enseñanza constitucional en esta época de transición, ya podremos decir un poco más.

 

 

Notas [arriba] 

* Investigador Adjunto de CONICET, Profesor Adjunto de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba. E-mail: ellamosas@hotmail.com

[1] Esteban F. Llamosas, "Luz de razón y religión: El Plan de Estudios del deán Funes para la Universidad de Córdoba (entre Antiguo Régimen y orden nuevo)", en Revista Mexicana de Historia del Derecho, Volumen XXIV, Julio-Diciembre, Instituto de Investigaciones Jurídicas, Universidad Nacional Autónoma de México, 2011 pp. 35-58. Disponible en: (http://biblio.juridicas.unam.mx/revista/pdf/HistoriaDerecho/24/esc/esc2.pdf); y Esteban F. Llamosas, "Revolución en religión: Historiografía e Ilustración en tiempos convulsos. El deán Funes y los temores al desorden social", en Res Gesta, núm. 49, Enero-Diciembre 2011, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales del Rosario, PUCA-Rosario. Disponible en: (http://www.uca.edu.ar/uca/common/grupo16/files/3RG49.pdf)
[2] Alejandro Agüero, "Tradición jurídica y derecho local en época constitucional. El 'Reglamento para la administración de justicia y policía en la campaña' de Córdoba, 1856", en Revista de Historia del Derecho [online]. 2011, núm. 41, pp. 1-43, ISSN 1853-1784. Disponible en: (http://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1853-17842011000100001&lng=es&nrm=iso) . [Fecha de consulta: 26/08/2014].
[3] Félix Torres, Manuel Antonio de Castro y la primera reforma universitaria en Córdoba, Córdoba, Editorial de la Municipalidad de Córdoba, 2003, p. 72. 
[4] Archivo General e Histórico de la Universidad Nacional de Córdoba (en adelante AGHUNC), Libro de Exámenes de Teología (1809-1864), Año 1816.
[5] El nombre Lugdunense, con el que se popularizó la obra, hace referencia justamente al patronímico latino de la ciudad donde se editó por primera vez, para ser utilizada como texto en el seminario diocesano
[6] La obra del polemista italiano Antonio Valsecchi, De fundamentis religionis et de fontibus impietatis, atacaba con severidad al filosofismo iluminista.
[7] Para un análisis de este texto, ver Esteban F. Llamosas, "Un ultramontano entre jansenistas: las Instituciones canónicas de Devoti en el Plan de Estudios de 1815 para la Universidad de Córdoba", en Revista Chilena de Historia del Derecho, núm. 23, 2011-2012, Santiago de Chile, Departamento de Ciencias del Derecho, Facultad de Derecho, Universidad de Chile, pp. 67-80.
[8] Juan Sala, Vinnius castigatus, et ad usum tironum Hispanorum accomodatus, 1780. En 1788 publicó, en dos volúmenes en cuarto, una edición todavía más resumida, titulada Institutiones Romano-Hispanaes.
[9] AGHUNC, Libro de Claustros (Actas de Sesiones), f. 5 (1816-1828), f. 8 y 9.
[10] Citado por Torres, Manuel Antonio de Castro y la primera reforma..., cit., p. 119.
[11] Ídem, p. 120.
[12] Llamosas, "Luz de razón y religión...", cit., pp. 49-50.
[13] Nelson Dellaferrera, "Los provisores de Córdoba", en Cuadernos de Historia, núm. 6, Córdoba, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, 1996, p. 99; y Valentina Ayrolo, Funcionarios de Dios y de la República. Clero y política en la experiencia de las autonomías provinciales, Buenos Aires, Editorial Biblos, pp. 237-238.
[14] Juan mamerto garro, Bosquejo histórico de la Universidad de Córdoba, Buenos Aires, Imprenta y Litografía de M. Biedma, 1882, p. 289.
[15] Íbidem.
[16] Íbidem.
[17] Carlos Segundo Audisio, La Biblioteca del Real Colegio de Nuestra Señora de Loreto, Biblioteca Mayor de la Universidad Nacional de Córdoba, 1975, pp. 119, 123, 132, 135 y 142.    
[18] Ramón Pedro Yanzi Ferreira, "La enseñanza de los derechos constitucional y procesal constitucional en la Universidad Nacional de Córdoba. Siglos XIX y XX", en Cuadernos de Historia, núm. 19, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, 2009, pp. 64-65.   
[19] AGHUNC, Libro 2 de los Grados, que se confieren en esta Real Universidad de Cordova del Tucumán en las Facultades de Artes, de Dro Civil, y de Sagrada Teología, f. 24-v, 23 de septiembre de 1813.
[20] Marta Lorente, "El juramento constitucional", en carlos garriga y marta lorente, Cádiz, 1812. La Constitución jurisdiccional, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007,  p. 115.
[21] Constitución provisoria para la Universidad Mayor de San Carlos i Monserrat de la Ciudad de Córdoba, Título XIV, Capítulo Único, Declaraciones preceptivas, Fórmula de la profesión de fé i juramento que debe prestarse en la recepción de grados, en Garro, Bosquejo histórico..., cit., p. 493.
[22] Citado por Pedro Grenón, "Historia de un texto universitario. 1831-1855", en Revista de la Universidad Nacional de Córdoba, Año XXV, Vol. 7-10, Córdoba, Imprenta de la Universidad, 1939, p. 1058.
[23] AGHUNC, Documentos, Libro 26 (Varios)
[24] Citado por Grenón, "Historia de un texto...", cit., p. 1064.
[25] Ayrolo, Funcionarios de Dios y de la República..., cit.



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