Debemos cuidar a nuestros adultos mayores
Por Julio C. Báez [1]
Los sucesos verificados el viernes 3 de abril del 2020 –en las inmediaciones de diferentes entidades bancarias y en diversos espacios geográficos de nuestra nación– nos obliga a repensar el trato que, como sociedad, debemos dispensarles a nuestros adultos mayores.
No es del caso –al menos en este espacio– penetrar o deslindar las responsabilidades políticas o judiciales ante el desarreglo verificado en oportunidad en que gran parte de nuestros adultos mayores pretendieron percibir un suplemento en el marco de la trágica pandemia gestada por el Covid 19.
La acometida contra el adulto mayor –aunque no de manera absoluta– se ha verificado con mayor amplitud al compás de revolución tecnológica o en paralelo con la globalización ya que, en el rosicler de la organización social, el recorrido del tiempo brindaba a un individuo respeto, autoridad y sabiduría.
Es imposible disociar la vejez o la ancianidad del transcurso del tiempo. Esta afirmación no descansa en horizontes artificiales; por el contrario, el inevitable devenir de las décadas puede ser despuntado desde diversos prismas.
En su obra la “La Vejez” Simone De Beauvoir infiere que el tren de la vida establece diferentes estaciones intermedias con singularidades; la vejez también acarrea consecuencias psicológicas aún cuando, a modo de síntesis, puede definirse –desde la gerontología– como un proceso progresivo desfavorable de cambio ordinariamente ligado al paso del tiempo que se vuelve perceptible luego de la madurez y concluye invariablemente con la muerte.
Nos recuerda Kalmermajer de Carlucci que las sociedades han reaccionado frente a la ancianidad de diferentes maneras. Desde el Matusalén bíblico y Sara pariendo en su senectud, en toda la geografía del mundo y de la humanidad "hay ancianos ilustres y sabios, conocidos y desconocidos; en Argentina, el libertador San Martín luce anciano y reposado en su exilio voluntario de Boulogne Sur Mer";
"la historia muestra muchos senectistas que cambiaron el destino de las naciones: De Gasperi, Adenauer, Schuman, Roosevelt, Monnet son prueba ilevantable en el azaroso siglo XX, con inevitables y dolorosos eclipses, como el del mariscal Petain". Pero junto a estos ancianos ilustres, hay otros víctimas de las estadísticas y de procesos de ajuste económico que resuelven cortar por lo más débil".
El debido cuidado de quienes, con sus luces y sus sombras, han contribuido a nuestra educación ha caído en un prisma reduccionista o estereotipado; se hermana con la simple mirada del deterioro en función de criterios biologistas; cumplir años, acumular lustros o décadas cabalga sobre territorios comunes con la patología que sumerge al longevo en la invisibilidad.
El adulto mayor desaparece del ideario social; se aleja, se repliega, al amparo de una proyección economicista que solo lo observa como un gasto o incremento del pasivo de la seguridad social.
Esta noción fatalista de la cuestión se ha cimentado en la tradición de desafiliar a quien se considera no productivo –en un modelo sanitario centrado en la enfermedad– en el principio de libre mercado como generador de eficiencia y en la elección racional de los individuos.
Lleva la razón Ramos Toro en su texto “Envejecer siendo mujer” en cuanto a que debe profundizarse el trato humanitario brindado a quienes nos han criado; esta nueva mirada intenta reinsertar al adulto mayor en el sistema social proponiendo como enfoque renovador alejarnos de ciertos prejuicios pseudo racistas que sitúa a la edad solo como un problema para dar paso a concebir a la vida como un constante crecimiento.
Es necesario darle un “segundo mordisco a la manzana” partiendo del apotegma que el Siglo XXI es el de la “revolución blanca” donde el crecimiento demográfico y el objetivo y comprobado aumento de la expectativa de vida amerita repensar la cuestión a la luz de la inclusión y no de la expulsión del adulto mayor.
El estatuto de las libertades y de la inserción no debe ser concebido como un mundo de ilusiones; es necesario, en ese proceso gnoseológico, desterrar ese ideario que concibe a las personas de tercera edad como productos caros para el mercado y puesto en crisis al decaer el Estado de Bienestar.
La mesura impone “barajar y dar de nuevo” pensando y repensado que la “revolución blanca” ha de ser la panoplia que convoque en las relaciones de consumo a nuevos jugadores. La prolongación de las expectativas de vida debe ser vista por el mercado como la inserción de nuevos demandantes atesorando la consiguiente ampliación de los circuitos formales de la economía y la incidencia de los primeros en la elasticidad de la demanda.
No esta demás recordar que existe un bloque normativo definido que cobija a nuestros adultos mayores. La Convención Interamericana sobre la protección de Derechos Humanos de las personas mayores – incorporada al elenco normativo por la Ley N° 27.360– ha sido la simiente que dio pábulo a la protección de los adultos mayores desde la legislación Trasnacional. Ella recordó instrumentos predecesores en el tópico tales como los principios s de las Naciones Unidas en favor de las Personas de Edad (1991); la Proclamación sobre el Envejecimiento (1992); la Declaración Política y el Plan de Acción Internacional de Madrid sobre el Envejecimiento (2002), así como los instrumentos regionales tales como la Estrategia Regional de implementación para América Latina y el Caribe del Plan de Acción Internacional de Madrid sobre el Envejecimiento (2003); la Declaración de Brasilia (2007), el Plan de Acción de la Organización Panamericana de la Salud sobre la salud de las personas mayores, incluido el envejecimiento activo y saludable (2009), la Declaración de Compromiso de Puerto España (2009) y la Carta de San José sobre los derechos de las personas mayores de América Latina y el Caribe (2012) ha tenido por objeto, en el mismo artículo 1, promover, proteger y asegurar el reconocimiento y el pleno goce y ejercicio, en condiciones de igualdad, de todos los derechos humanos y libertades fundamentales de la persona mayor, a fin de contribuir a su plena inclusión, integración y participación en la sociedad.
Si bien excede el derrotero de este abordaje analizar –una a una– dichas disposiciones, se impone señalar que los Estados se han obligado a adoptar medidas para prevenir, sancionar y erradicar aquellas prácticas contrarias a la seguridad e integridad de la persona mayor. Por otra parte, desde la fase la trasnacional, dicho conglomerado se complementa con el art. 17 del Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Protocolo de San Salvador) que estipula que toda persona tiene derecho a protección especial durante su ancianidad y con La Regla N.º 6 de las 100 Reglas de Brasilia sobre Acceso a la Justicia de las Personas en Condición de Vulnerabilidad.
Ahora bien, la Convención referenciada es por demás palmaria en dar un soporte normativo sosegado en cuanto a la recepción de derechos. Lamentablemente, éstos no se cumplen, ven la luz de manera parcializada o, lisa y llanamente, se les coloca el sudario del desuetudo –que los sumerge en una especie de bruma oscura– que desemboca en que la norma o las normas pasen a ser una pieza de museo: centellante en su consagración, declinante en su aplicación.
Nuestra Carta Federal posee una regulación del tópico; allí se infiere una referencia genérica en el artículo 75 inc. 23 de la Constitución Nacional en cuanto conmina al Congreso de la Nación, entre otras atribuciones, a legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta constitución y por los tratados internacionales vigentes sobre derechos humanos, en particular respecto de los niños, las mujeres, los ancianos y las personas con discapacidad.
Entonces si la Constitución Nacional, aun de manera embrionaria, diseca una silueta de los derechos de los adultos mayores el Estado debe articular políticas públicas que impidan que los derechos de la ancianidad sean castillos imaginarios.
Insistimos en que debemos alejarnos de posiciones terrecidas en relación al cuidado de los adultos mayores de edad y de la concepción de estos como sinónimo de incapacidad, improductividad o gasto estatal o familiar.
El canto de las sirenas repercute en una mayor coordinación de políticas públicas entre ciudad, nación y las provincias en aras de erradicar la etiqueta de descartables o desechables que se observa en nuestros ancianos. Talvez deberíamos volver a Borges quien, en su poema “La Vejez”, pensó esta etapa de la vida como el tiempo de nuestra dicha.
Estamos transitando tiempos pascuales. Hay muchas maneras de esquivar el dolor ajeno: ensimismarse, desentenderse de los demás, ser indiferentes, vivir con la mirada puesta fuera de la realidad, alejándonos de la solución de fondo que es tomar partido por reconstruir la patria. La gravedad de la hora nos exige adoptar una ojeada más humana, más solidaria, en relación a quienes ponen en jaque su salud –en medio de una pandemia que emula un ejército homogéneo con soldados invisibles– para percibir un aporte del gobierno nacional.
Exponer a nuestros adultos mayores, en tiempos de coronavirus, a aglomeraciones masivas, esperas prolongadas, sometimiento a las inclemencias climáticas no solo conspira o tienden diezmar los avances verificados con el aislamiento al que se ha sometido, voluntariamente, gran parte de la población, sino que sumerge bajo el candelero de la luz fatua la existencia misma de una parte importante de una generación, a quienes debemos cuidar, ya que fueron ellos quienes cuidaron de nosotros.
[1] Juez de Cámara en el Poder Judicial de la Nación, por ante el Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional N° 4; Doctor en Derecho Penal y Ciencias Penales; Docente de Grado y Posgrado en Derecho Penal y Derecho Procesal Penal.
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