El debate sobre la última palabra
Reflexiones sobre el desarrollo del Control Constitucional
Jorge Alejandro Amaya [1]
I. Introducción. Los debates históricos sobre la última palabra constitucional [arriba]
Como recordaba Marguerite Yourcenar en su obra el Alexis o el tratado del inútil combate[2], hay temas que flotan en el aire de los tiempos.
Y si hay un tema que siempre está presente en su reflexión y debate en los distintos tiempos por los que ha atravesado y atraviesa el movimiento constitucional desde sus orígenes: es el interrogante ¿A quién corresponde la última palabra constitucional?.
Cuál debe ser el órgano de cierre en un sistema jurídico político completo y complejo como es una democracia constitucional, que se caracteriza por aunar un sistema de gobierno, el gobierno democrático que se rige, en principio, por la regla de la mayoría; y un sistema de Estado, el Estado constitucional de derecho que erige a la Constitución como Norma Suprema que define la validez o invalidez del resto de las normas del sistema jurídico, y que establece los límites para el ejercicio del autogobierno a través de los derechos y de alguna forma de división en la organización del poder[3].
El tema es de enorme trascendencia, ya que el órgano de cierre constitucional tiene un enorme poder en el control y formación de la cultura constitucional de un país, habiendo la historia presenciado debates históricos alrededor del tema.
El primer antecedente jurídico del debate sobre la última palabra constitucional, y más enfatizada por la doctrina[4], es ciertamente el caso Bonham de 1610 y proviene —curiosamente— de Inglaterra, un país con Constitución consuetudinaria, no escrita y sin control de constitucionalidad.
El doctor Bonham, medico inglés, fue inhibido de ejercer la medicina y encarcelado por una decisión del Royal College of Physicians. Ante esta situación, recurrió ante la Court of Common Pleas, que presidía el Juez Coke.
Dos fueron los fundamentos de la sentencia de este célebre Juez: primero, sostuvo que la jurisdicción del Real Colegio de Médicos no se extendía al caso; y segundo, que si la ley había atribuido al Colegio tal potestad, la misma debía ser considerada nula. Afirmó: “Cuando una ley del Parlamento se oponga al derecho común o a la razón, el derecho común verificará dicho acto y lo sancionará con la nulidad”[5].
Este precedente judicial ha sido considerado por muchos, desde un punto de vista jurídico-formal, como la raíz del control de constitucionalidad, en razón del paralelismo que el Juez Coke formulada situando al common law por encima del Parlamento, atribuyendo a aquel un carácter de fundamental law del ordenamiento inglés a través del cual se permitiría a los jueces controlar los actos del Parlamento. Es decir, la defensa de la tradicional supremacía del common law[6] frente al Parlamento.
El significado de esta decisión como verdadero germen del control jurisdiccional de constitucionalidad, sin embargo, no ha estado exento de refutación.
En efecto, conforme revela Acosta Sánchez, diversos problemas suscitados en aquel pasaje, incluso acerca de los precedentes que Coke utilizó, fueron investigados por constitucionalistas norteamericanos e ingleses, los cuales han concluido que “no hay base histórica sólida para hallar ningún tipo de precedente de la judicial review en la práctica británica”, ya que los jueces reconocían el rango superior del statute aprobado por el Parlamento “y la universal obediencia debida al mismo”[7].
En definitiva, si Coke reconocía la soberanía del Parlamento, como él mismo declaró expresamente, su doctrina no puede situarse en las raíces del control judicial de la ley, puesto que la esencia de dicho control es la limitación del legislador[8].
Pese a que las ideas de Coke tuvieron innegable importancia, sus efectos fueron borrados por la “Gloriosa Revolución” de 1688[9], y el Constitucionalismo revolucionario termina por implantar, junto a la subordinación del legislador, la restricción del common law por ser considerada una base peligrosa. La Bill of Rights de 1689 derribaría audazmente diversas partes del mismo abriendo camino hacia otra teoría, la de la Supremacía del Legislativo, es decir, la última palabra en manos del Parlamento[10].
Casi dos siglos después (1803) se dicta el célebre fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos “Marbury v. Madison”[11], que se conoce públicamente como el origen del control judicial difuso de constitucionalidad, el cual deposita su confianza en los jueces, y esparció su influencia por toda América, con especial fortaleza en el Sistema Constitucional Argentino que replicó Marbury en Sojo[12] y Elortondo[13].
La importancia de la sentencia dictada por la Corte Suprema de los Estados Unidos en febrero de 1803, radica en que en ella declara que una disposición de una determinada ley era nula porque, en su opinión, era contraria al texto de la Constitución y que ese poder de interpretar la ley —y por consecuencia de declarar la invalidez de una ley cuando era contraria a la Constitución— es de la verdadera esencia del deber judicial, asignando a los jueces la última palabra constitucional.
Para Marshall hay sólo dos alternativas demasiado claras para ser discutidas: o la Constitución controla cualquier ley contraria a aquélla, o la Legislatura puede alterar la Constitución mediante una ley ordinaria. Entre tales alternativas no hay términos medios, o la Constitución es la Ley Suprema, inalterable por medios ordinarios; o se encuentra al mismo nivel que las leyes y de tal modo, como cualquiera de ellas, puede reformarse o dejarse sin efecto siempre que al Congreso le plazca. Si es cierta la primera alternativa, entonces una ley contraria a la Constitución no es ley; si en cambio es verdadera la segunda, entonces las constituciones escritas son absurdos intentos del pueblo para limitar un poder ilimitable por naturaleza.
El punto central de “Marbury v. Madison”, a nuestro criterio[14], se centra en si los jueces —en el marco de la democracia constitucional— deben tener el poder de declarar la inconstitucionalidad de las normas dictadas por los poderes políticos del Estado; si esta facultad debe ser exclusiva o no de los mismos; y lo que no es menos importante, si los jueces deben tener en forma exclusiva el poder de interpretar qué es lo que dice la Constitución y si su interpretación debe ser obligatoria para los otros órganos del gobierno.
En lo que respecta a la Constitución de los Estados Unidos no hay texto alguno que diga ni insinúe que la Corte Suprema o los demás órganos judiciales federales tengan el poder de interpretar las leyes federales; que tengan la facultad de revisar y anular dichas leyes; y, mucho menos, que tengan el poder de interpretar la Constitución en forma exclusiva y que su interpretación sea obligatoria para los otros órganos federales del gobierno.
“Difícilmente existe alguna señal en el texto (el texto de la Constitución) del enorme poder que ahora ejercita la Suprema Corte de los Estados Unidos. Ni una palabra que indique que la Corte pueda revisar la constitucionalidad de las leyes del Congreso o los actos del Presidente”[15].
En lo que hace a la Constitución originaria de la República Argentina, sancionada en 1853 y vaciada en el molde la Constitución de los Estados Unidos, conforme palabras de Benjamín Gorostiaga, su principal redactor, tampoco encontramos señales claras de tamañas atribuciones[16].
A principios del siglo XX recrudece nuevamente el debate en torno a la última palabra constitucional en el famoso enfrentamiento dialéctico entre Hans Kelsen y Carl Schmitt, que finalmente legó el diseño que Kelsen planteara en su propuesta de “Tribunal Constitucional” y que tuviera sus primeros reflejos en las Constituciones de Checoslovaquia y Austria. Este modelo deposita la última palabra en un órgano especializado fuera del Poder Judicial, hoy vigente en la mayoría de los países europeos y en algunas naciones latinoamericanas.
Efectivamente, a principios del siglo veinte tuvo lugar el famoso enfrentamiento entre estos eminentes juristas respecto de la protección o garantía de la Constitución[17]. Schmitt arremete contra las ideas kelsenianas sobre el control constitucional de las leyes por tribunales constitucionales[18]. A su vez, el jurista austríaco argumenta en contra de la postura de aquel[19].
La crítica de Schmitt puede considerarse el antecedente de la objeción al legislador negativo en Europa. Sostiene que ningún tribunal de justicia puede ser el guardián de la Constitución; en primer lugar, porque tal función en manos de la justicia terminaría por politizarla y, en segundo término, porque opinaba que con el control de constitucionalidad en manos de los jueces se desvirtuaría el esquema de división de poderes y se atentaría contra el principio democrático del Estado.
Como puede observarse, Schmitt resalta el problema de legitimidad democrática de los tribunales constitucionales y la conclusión a la que llega es que debe ser el Jefe de Estado el que tenga la función de salvaguardar la constitución.
Para Schmitt, que el Presidente del Reich sea el protector de la Constitución corresponde también empero, al principio democrático sobre el cual descansa la Constitución de Weimar. El Presidente del Reich es elegido por el pueblo alemán entero, y sus facultades políticas frente a los organismos legislativos (particularmente la de disolver el Reichstag y la de promover un plebiscito) son, por naturaleza, una apelación al pueblo”[20].
Recordemos que, con anterioridad al enfrentamiento señalado, el propio Kelsen hizo esa crítica, al señalar que el tribunal constitucional debe actuar únicamente como legislador negativo, pero de ninguna manera convertirse, mediante una interpretación discrecional en una especie de legislador sustituto[21].
Por ello, propone que se evite la discrecionalidad de los jueces constitucionales eliminando las fórmulas vagas e imprecisas que dieran pauta a la libre interpretación del tribunal, puesto que de lo contrario la justicia constitucional tendría un poder totalmente inadmisible.
Una vez resuelto por Kelsen el problema de la arbitrariedad de los jueces al emitir sus decisiones, no sólo no considera antidemocrático al control constitucional por parte de la justicia, sino que por el contrario señala que dicha institución es una condición de existencia de la república democrática.
Pues bien, sin dejar de señalar el modelo político Francés con sus particularidades que centra la última palabra constitucional en un órgano de naturaleza esencialmente política (el Consejo Constitucional Francés) —hoy atemperadas por la reforma constitucional Francesa del año 2008— el modelo europeo y el judicial difuso o judicial review, son los han atrapado con mayor fuerza el interés del mundo occidental. Por supuesto que el tiempo y la evolución del control ha hecho que los modelos se hayan acercado, e incluso fusionado muchas de sus características originales, particularmente en los sistemas de control que cada país ha implementado a través de su Constitución o incluso a través de la interpretación jurisprudencial.
La idea de Constitución como norma fundante, básica o referencial, es central en ambos modelos. Precisamente en esta característica radica su supremacía, ya que el resto de las normas que integran el ordenamiento derivan su validez de la Constitución que es fundadora, básica o referencial.
Así los derechos; la limitación del poder y el órgano encargado de garantizar los mismos a través del ejercicio de adecuación de la norma inferior a la superior, declarando su invalidez en caso de oposición para preservar el principio de supremacía constitucional, fue el motor fundamental de las luchas del constitucionalismo por un orden más justo.
El derecho Constitucional, tanto el clásico como el social, más allá de sus diferencias, han estado motivados por la idea de que solo el Estado de Derecho, es decir solo un Estado organizado con sujeción a la ley y fundado en la soberanía popular, puede garantizar la libertad y los derechos.
II. La constitucionalización del Derecho Internacional y la internacionalización del Derecho Constitucional. Las cláusulas “puente” [arriba]
La catástrofe mundial que significó la Segunda Gran Guerra; el fracaso de los regímenes totalitarios que se fundaron en una idea de soberanía estatal absoluta; y los efectos de la llamada “globalización” legaron a la sociedad mundial un cambio de paradigma: un nuevo orden caracterizado por la internacionalización de los derechos en los ámbitos regionales y universal —en América la Organización de Estados Americanos – OEA y en el ámbito universal las Naciones Unidas (UN)—. Esto provocó la apertura y universalización del derecho constitucional y su integración con el derecho internacional, para dar nacimiento, por un lado al llamado derecho de los derechos humanos; y por otro a un proceso evidente ascendente y descendente del Derecho constitucional.
En su faz ascendente, el derecho constitucional proyectó sus reglas, principios y valores forjados por el movimiento constitucional a lo largo de los siglos, que fueron receptados en los pactos, declaraciones y tratados internacionales, contribuyendo a la edificación del nuevo orden internacional que se caracteriza hoy por la confluencia de gran cantidad de sistemas jurídicos que conviven en simultáneo.
En su faz descendente, el espacio nacional debe amalgamarse con la participación del nuevo orden internacional y con la dinámica jurídica política que conlleva la participación de los nuevos actores externos.
Esta última situación se materializa en las constituciones a través de cláusulas “puente”, es decir de normas que integran los sistemas jurídicos nacional y regional e internacional, a través de modificaciones en los principios de supremacía constitucional incorporando en sus sistemas formales de fuentes al derecho internacional, particularmente a las normas internacionales sobre derechos humanos.
Así lo han hecho en Latinoamérica Costa Rica en 1968, Chile en 1989, Colombia en 1991, Paraguay en 1992, Perú en 1993, Argentina en 1994 o México en 2011, buscando otorgar mayor efectividad a la protección de los derechos humanos.
III. El principio de supremacía constitucional en la República Argentina y su evolución [arriba]
La Constitución argentina configuró originariamente su cláusula de supremacía a través, principalmente de los artículos 31 y 27. Por artículo 31 “La Constitución, las leyes de la Nación que en su consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con potencias extranjeras son ley suprema de la Nación…”, y de acuerdo al 27 “El gobierno federal está obligado a afianzar las relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de tratados que estén de conformidad con los principios de derecho público establecidos en la constitución”.
Pero el artículo 31 CN no aclara si la enumeración de las normas implica prelación entre ellas. Atento lo dispuesto por los arts. 27, 28 y 30 no existen dudas de que la CN estaba con anterioridad a la reforma constitucional de 1994 por encima de las leyes y los tratados internacionales, pero leyes y tratados aparecían en una misma relación jerárquica.
La jurisprudencia de la CSJN fue vacilante en el tema. En 1948 afirmó en el caso Química Merck[22], siguiendo una posición dualista, que en tiempos de guerra el derecho internacional se privilegiaba sobre el derecho interno, incluso estaba por encima de la Constitución. Posteriormente en 1963 en la causa Martín y Compañía Ltda[23] sostuvo que tratados y leyes estaban en igualdad jerárquica, posición que ratificó en la causa Esso S.A. en 1968[24].
Con el retorno de la democracia en 1983, Argentina ratificó por ley al año siguiente la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) y en 1992 la CSJN en el caso Ekmekdjian c/Sofovich[25], en el cual se discutió la operatividad del art. 14 de la CADH sobre derecho de rectificación o respuesta, el Alto Tribunal haciendo hincapié en el art. 27 de la Convención de Viena, ratificada por Argentina en 1972, dijo que esta norma obligaba al país a dar preeminencia a los Tratados internacionales. Esta doctrina fue ratificada en las causas Fibraca Constructora (1993)[26] y Cafés la Virginia (1994)[27].
Estos importantes fallos inspiraron uno de los puntos de ley declarativa de la reforma constitucional de 1994 (artículo 3º de la ley 24.309) que habilitó la “incorporación de institutos de integración regional y de jerarquía de los tratados internacionales”.
Esta habilitación posibilitó la incorporación del actual inciso 22 del art. 75 CN que consagra en el primer párrafo “que los tratados y concordatos tienen jerarquía superior a las leyes” y en el segundo se enumeran diez tratados y declaraciones de derechos humanos, afirmando que “en las condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional, no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos”.
Esta cláusula fue la generadora del concepto de “bloque de constitucionalidad federal” (siguiendo el derecho francés) como conjunto normativo integrado principalmente por la Constitución y tratados y declaraciones internacionales que están fuera de la Constitución pero que poseen jerarquía constitucional. Este concepto fue tomado literalmente por la Corte Suprema en el caso Álvarez en el año 2010[28].
Doctrina y jurisprudencia han debatido sobre la interpretación de la cláusula en torno a distintos alcances de los conceptos de “jerarquía constitucional”; “en las condiciones de su vigencia” y que “no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos”.
Respecto de la primera afirmación: ¿forman parte los Tratados de la Constitución? ¿hay que diferenciar jerarquía de supremacía?
La doctrina ha estado dividida al respecto. El querido y recordado Carlos Colautti, profesor de la Universidad de Buenos Aires, sostenía la posición afirmativa. Para Colautti, la jerarquía constitucional de estos instrumentos implica que “son, fuera de toda duda, normas constitucionales parte de la Constitución formal”[29]. Germán Bidart Campos, querido maestro también, sostenía lo contrario, al referir que una cosa es incorporar a esos instrumentos haciéndolos formar parte del texto supremo y otra distinta es depararles, desde fuera de dicho texto, idéntica jerarquía que la de la Constitución.
La cuestión no es meramente semántica o académica, sino que las consecuencias derivadas de la posición que se adopte al respecto implica dar diversas soluciones al planteo, ya que si tales instrumentos formasen parte de la constitución textual, ellos podrían ser modificados conforme el procedimiento de reforma constitucional establecido por el artículo 30 de la CN, lo que presentaría una definitiva colisión con reglas primarias derivadas del derecho internacional, ya que los Estados parte no pueden modificar unilateralmente las estipulaciones contenidas en un Tratado.
Desde nuestra perspectiva, la incorporación de los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional, no implica su incorporación a la Constitución textual y debemos diferenciar entre los conceptos de jerarquía y supremacía.
Los Tratados sobre Derechos Humanos tienen la jerarquía de la Constitución, lo que en modo alguno significa que compartan su característica de "ley suprema" en delegación que el Constituyente no ha hecho. Ello así, pues es sabido que la norma contenida en el artículo 31 de la Constitución Nacional, debe —aún hoy— coordinarse con lo dispuesto en el artículo 27 de la propia norma fundamental, y así al igual que para el caso de la restante legislación nacional. Así, la validez constitucional de los Tratados y restantes instrumentos internacionales suscriptos por el Gobierno Nacional, deben adecuarse a la norma fundamental.
A partir de tales referencias, es dable interpretar que las garantías y derechos constitucionales contenidas en los Tratados Internacionales firmados y aprobados por el país, constituyen derecho interno directamente aplicable, superior en jerarquía a las leyes del Congreso, pero sometidas al principio de la Supremacía de la Constitución Textual, ya que su jerarquía constitucional es al importante fin de ofrecer pautas valorativas a los Poderes Públicos.
A nuestro criterio, el reformador de 1994 no se apartó de las reglas de Supremacía constitucional dispuestas por los arts. 31 y 27 C.N. sino que indicó la unidad y supremacía de la Constitución textual sobre el contexto de tales instrumentos, y luego sí, una misma jerarquía entre ellos. De ello derivamos que en supuesto de colisión insalvable, cede —en todos los casos— la normativa internacional frente a la Constitución textual, sea cual fuere el párrafo de confronte[30].
Por su parte, el segundo interrogante planteado: ¿significa de acuerdo a las reservas hechas por el Estado Argentino al suscribir el Tratado o de acuerdo al sentido que le otorgan a los derechos contenidos en la CADH los órganos del SIDH (jurisprudencia y Opiniones Consultivas de la Corte IDH y recomendaciones de la Comisión IDH); y a su vez en torno a la tercera afirmación: ¿podemos distinguir planos intra-jerárquicos? ¿o esta interpretación está descartada y siempre debe buscarse la complementariedad?
La tesis de los planos intra-jerárquicos fue sostenida por la disidencia del ex Juez de la CSJN Augusto Beluscio en el caso Petric[31] y sostenida por un sector importante de la doctrina constitucional (Badeni, Rosatti, entre otros). La tesis de la complementariedad fue adoptada como doctrina por la CSJN a partir de los fallos Monjes[32] y Chocobar[33] afirmando que no es viable en ninguna hipótesis la inaplicación de una norma contenida en uno o más instrumentos internacionales de jerarquía constitucional, porque lo que es “complementario” de algo nunca puede dejar de surtir sus efectos “complementarios”; y porque los constituyentes realizaron un juicio de comprobación entre los Tratados y la Constitución que no puede ser desconocido por los poderes constituidos. Esta tesis en doctrina fue sostenida por Germán Bidart Campos.
Por consiguiente los tribunales argentinos, a partir de la ratificación legislativa de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) acaecida en 1984 y de la Reforma de 1994 poseen doble fuente normativa para realizar las interpretaciones judiciales de los derechos, generándose además la necesidad de integrar la jurisprudencia nacional a la jurisprudencia internacional emanada de los órganos creados por la CADH: La Corte IDH, órgano jurisdiccional, que se expresa a través de su función judicial y consultiva; y la Comisión IDH, órgano político, que se expresa a través de recomendaciones a los Estados y como llave de apertura de la jurisdicción de la Corte.
La tarea jurisdiccional de la Corte consiste en juzgar en casos concretos si un acto o una normativa del derecho interno de alguno de los estados miembros de la CADH resultan incompatibles con la Convención y su sentencia podrá disponer —conforme establece el art. 63 punto 1 de la CADH— que se garantice al lesionado en el goce de su derecho o libertad conculcados; que se reparen las consecuencias de la medida o situación que ha configurado la vulneración de esos derechos; y el pago de una justa indemnización a la parte lesionada.
IV. El nacimiento y desarrollo del control de convencionalidad en la jurisprudencia de la Corte IDH [arriba]
La Corte IDH ha ido perfilando en sus últimos años lo que ha dado en llamar control de convencionalidad que supone una adopción de la institución del control de constitucionalidad en sede del tribunal internacional. Cual y como ha sido su desarrollo.
Este instituto tiene su origen en un voto individual del Juez Sergio García Ramírez en el caso Myrna Mac Chang c/ Guatemala[34] y es adoptado por el Tribunal en pleno en el conocido caso Almonacid Arellano c/ Chile[35], sosteniendo en el parágrafo Nº 124 de la sentencia que el Poder Judicial debe ejercer una especie de Control de convencionalidad entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la CADH, y que en esta tarea debe tenerse en cuenta no solo el tratado sino también la interpretación que del mismo ha hecho la CorteIDH, interprete última de la CADH.
Tres meses después en Trabajadores Cesados del Congreso c/ Perú[36], profundiza este aspecto sosteniendo que el Poder Judicial debe ejercer no solo control de constitucionalidad sino también de convencionalidad y que esto debe efectuarse de oficio en el marco de las respectivas competencias y las regulaciones procesales correspondientes.
En Radilla Pacheco c/Estados Unidos Mexicanos[37], se consigna por primera vez la obligación del Poder Judicial Mexicano de ejercer control de convencionalidad, interpretando el derecho nacional conforme el Pacto y la jurisprudencia de la Corte.
En Cabrera García y Montiel Flores c/México la CorteIDH[38] avanza aún más con la obligación del control de convencionalidad extendiéndolo a todos los órganos vinculados con la administración de justicia en todos los niveles; y posteriormente en Gelman c/ Uruguay[39] lo extiende a cualquier autoridad pública. Asimismo, en el año 2014 en el caso de personas dominicanas y haitianas expulsadas precisa que todas las autoridades y órganos de un Estado parte de la CADH tienen la obligación de ejercer control de convencionalidad[40].
De la doctrina de la Corte IDH que hemos enunciado se infieren algunas pautas de interpretación del control de convencionalidad.
1. La Corte justifica el nacimiento del control de convencionalidad en la tesis del efecto útil de los tratados como método de interpretación de los órganos internacionales; en el principio de buena fe; y en el de pacta sunt servanda, en concordancia con el art. 27 de la Convención de Viena.
2. Cuando la CorteIDH ejerce control de convencionalidad actúa ejerciendo un control concentrado, a modo de un Tribunal Constitucional. La función consultiva se aproxima a un control previo de constitucionalidad; la función jurisdiccional a un control a posteriori, pero subsidiario.
3. Existe un control difuso de oficio de convencionalidad que deben ejercer particularmente todos los jueces interamericanos dentro de su competencia y las normas procesales en forma represiva, o sea declarando la inconvencionalidad de la norma opuesta a la CADH; o constructiva, es decir adecuando las interpretaciones en los conflictos a la que mejor se adecue a la CADH. En ese proceder, los jueces no solo deben tener en cuenta las disposiciones de la CADH sino también su jurisprudencia (judicial y consultiva) y las recomendaciones de la ComisiónIDH, para efectuar una interpretación conforme.
4. Sin perjuicio que el Poder Judicial es el destinatario principal del control de convencionalidad todas las autoridades y órganos de un Estado parte de la CADH tiene la obligación de ejercer control de convencionalidad.
5. La ratio decidendi o el holding de sus fallos resultan, a criterio de la Corte, vinculantes para los jueces interamericanos a los efectos del control de convencionalidad en el marco de sus competencias y reglas procesales, lo que resulta asimilable al efecto de la jurisprudencia en los sistemas anglosajones (doctrina del stare decisis)
6. La Corte IDH ha dejado en claro que no constituye una cuarta instancia de apelación, sin embargo en el caso Acevedo Jaramillo y otros v. Perú[41] estableció que solo circunstancias excepcionales pueden conducir a que el cuerpo supranacional deba ocuparse de examinar los respectivos procesos internos.
7. El control de convencionalidad se ha perfilado como un control de supra-constitucionalidad en temas de derechos humanos, ya que en caso que alguna disposición constitucional fuera contraria a la Convención, según la interpretación de la Corte, el Estado estaría obligado a modificar la Constitución como sucedió con Chile en el caso de La Última Tentación de Cristo[42].
8. La Corte se ha mantenido reticente a desarrollar un margen de apreciación de los Estados como sí ha hecho el TEDH, si bien en el ámbito del tema que estamos abordando sostuvo en el caso Liakat Ali Alibux c/ Surinam[43] que la CADH no impone a los países un sistema de control de constitucionalidad determinado.
9. La Corte IDH ha llegado a sostener que la sola existencia de un régimen democrático no garantiza per se el respeto del derecho internacional de los Derechos Humanos; y que la aprobación popular en una democracia de una ley incompatible con la CADH no le concede legitimidad ante el Derecho internacional[44].
10. Claramente la Corte IDH reclama para sí la última palabra constitucional en el derecho interno de los países cuando el mismo confronta, a su criterio, con la CADH y con el corpus iuris interamericano.
V. La recepción del control de convencionalidad por parte de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina. Una jurisprudencia cambiante. Distintas etapas [arriba]
¿Cómo ha aceptado la CSJN Argentina, último intérprete de la Constitución Nacional, el control de convencionalidad creado pretorianamente por la Corte IDH, en su carácter de último intérprete de la Convención?
Como se ha desarrollado la cohabitación jurídica en materia de derechos humanos entre dos tribunales que reclaman para sí la última palabra. La jurisprudencia interna ha sido zigzagueante.
En una primera etapa, la CSJN consideró en Ekmekdjian (1992) que la interpretación de la CADH debía guiarse por la jurisprudencia de la Corte IDH. En Giroldi[45] (1995) ratificó el concepto de guía de la jurisprudencia internacional para la interpretación del Pacto de San José de Costa Rica, reconociendo expresamente que el último intérprete de la CADH es la CorteIDH y sosteniendo que cuando el art. 75 inc. 22 afirma que los tratados de derechos humanos se incorporan en las condiciones de su vigencia, el significado correcto de esta frase implica como la CADH rige en el sistema internacional considerando sus efectiva aplicación jurisprudencial.
En Bramajo[46] (1996), caso que consideramos dentro de esta primera etapa, incluye dentro de la expresión jurisprudencia internacional a los informes de la Comisión, diciendo que los mismos también deben servir de guía para la interpretación de la CADH.
Una etapa diferente se inaugura en el año 1998, en oportunidad de pronunciarse en el caso Acosta Claudia[47], en este fallo la CSJN sostiene que la jurisprudencia internacional no puede afectar la cosa juzgada a nivel interno, estableciendo que las recomendaciones de la Comisión no resultan vinculantes en su seguimiento para el Poder Judicial.
Dos años después, en Felicetti[48] la CSJN mantiene la línea del caso Acosta asumiendo la última palabra en la interpretación de la doble instancia.
El alejamiento que se percibe en esta segunda etapa, se mantiene en el caso Cantos[49] donde Argentina fue condenada por primera vez por la Corte IDH en el año 2002. En dicho caso la CSJN no dio total acatamiento al decisorio referido invocando razones de derecho interno.
Una tercera etapa, caracterizada por un total acatamiento de la jurisprudencia internacional y su vinculatoriedad, se inaugura con el Caso Bulacio[50] en el año 2003. Aquí la Corte IDH condenó nuevamente a la Argentina, en esta oportunidad por la muerte de un joven por parte de la policía. Dispuso allí que se investigue y se sancione a los responsables y que sean indemnizados los familiares.
La CSJN (con una nueva integración) cambió de criterio y acató totalmente la sentencia, a tal punto que dejó sin efecto un fallo local que había decretado la prescripción de la acción penal a favor del imputado (Comisario Espósito), disponiendo que se juzgue nuevamente al mismo.
En Espósito[51] (Bulacio) la CSJN sostuvo por mayoría que “…la decisión de la Corte IDH resulta de cumplimiento obligatorio para el Estado Argentino (art. 68.1, CADH), por lo cual también esta Corte, en principio, debe subordinar el contenido de sus decisiones a las de dicho Tribunal Internacional…”. Sosteniendo que la jurisprudencia de la Corte IDH constituye una imprescindible pauta de interpretación de los deberes y obligaciones derivados de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Nótese el cambio de lenguaje utilizado por la CSJN cuando en un primer momento se refería a una guía, ahora se refiere a una imprescindible pauta de interpretación.
Dicho criterio fue ampliamente confirmado y ampliado en el Caso Simón[52] en 2005, vinculado con delitos de lesa humanidad, donde el más alto Tribunal interno decidió la inconstitucionalidad de dos leyes de impunidad como las llamadas de obediencia de vida (Ley 23.521) y punto final (Ley 23.492), flexibilizando principios constitucionales como la irretroactividad de la ley penal (en este caso en perjuicio del reo) y la prescriptibilidad de las acciones.
La adopción plena de la doctrina del control de convencionalidad llega en Mazzeo[53] (2007) donde la CSJN consolida el reconocimiento expreso del control de convencionalidad en los términos expuestos por la Corte IDH en Almonacid Arellano: habla de insoslayable pauta de interpretación en referencia a la jurisprudencia y establece que el Poder Judicial debe ejercer una especie de control de convencionalidad considerando el Tratado y la jurisprudencia de la Corte IDH y asume como propias las consideraciones de la Corte[54].
Consideraciones similares se hacen en el caso Videla[55] (2010), recordando que los jueces deben hacer control de constitucionalidad y de convencionalidad de oficio, aunque esto no implica que el control deba ejercerse siempre sin considerar otros presupuestos procesales y materiales de admisibilidad y procedencia de este tipo de acciones.
Esta posición lleva a la CSJN en el caso René Derecho[56] (2011) a rectificar su propia sentencia para dar cumplimiento a una sentencia de la CorteIDH (caso Bueno Alves)[57].
En esta etapa de aceptación plena de la jurisprudencia internacional, la CSJN en Rodriguez Pereyra[58] (2012) asumió como propia la obligación promovida por la CorteIDH para que los jueces nacionales hagan control de convencionalidad de oficio y lo extendió al control de constitucionalidad.
Esta línea jurisprudencial fue profundizada en el año 2013 en el fallo Carranza Latrubesse[59], donde la CSJN estableció el carácter obligatorio de un informe definitivo de la Comisión IDH, y se posiciona claramente en la fuerza vinculante de la interpretación del corpus iuris convencional por los organismos internacionales, afirmando que dejar de lado el efecto vinculante de dichos pronunciamientos implicaría dejar de lado el principio de buena fe de los Estados y el efecto útil de los tratados.
Sosteniendo coherentemente esta línea en el año 2014 revoca una sentencia firme de la Suprema Corte de Mendoza (caso ADD)[60] reconociendo en base a este razonamiento que la Corte IDH es la última autoridad interpretativa en la materia.
Una posición diferente a la sostenida en esta etapa por el máximo Tribunal Argentino, la encontramos en el dictamen de la Procuración General en el caso Acosta Jorge[61] (2010) que se detiene en el valor de la jurisprudencia de la CIDH cuando Argentina no ha sido parte entendiendo que no es vinculante para nuestros tribunales.
Sostiene que el concepto de “decisión” que contiene el art. 68 de la CADH alude a la parte dispositiva y no al fundamento jurídico, y que el efecto erga omnes de la jurisprudencia de la CorteIDH sobre otros casos similares existentes en el mismo Estado o en otro Estado no puede inferirse de la afirmación de la Corte pues justamente dicho argumento es lo que debe demostrarse.
Que la jurisprudencia sirva de guía o pauta no implica —para el Procurador de aquel entonces— una aplicación automática e irreflexiva.
La CSJN resolvió el caso en 2012 sin compartir estos argumentos, aunque sí examinó si el caso a resolver encuadraba en el alcance la doctrina regional o tenía alguna singularidad que lo diferenciaba del precedente y no se consideró obligada a aplicarlo.
Una nueva etapa parece haberse inaugurado en febrero de 2017 con el caso Ministerio de Relaciones Exteriores[62]. Con una nueva conformación parcial la CSJN abandona la adhesión plena al Control de convencionalidad; reivindica su autoridad interpretativa; y la última palabra constitucional como cabeza del Poder Judicial Federal.
Invocando su carácter de intérprete final de la Constitución modula el cumplimiento de la parte dispositiva de la sentencia de la Corte IDH dictada contra Argentina en el caso Fontevecchia[63].
La reciente doctrina del Alto Tribunal podría resumirse de la siguiente forma:
1) Sostiene la CSJN que las sentencias de la Corte IDH son, en principio, obligatorias para el Estado Argentino siempre que hayan sido dictadas dentro de su competencia.
2) Que “dejar sin efecto” su propia sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada resulta jurídicamente imposible a la luz de los principios fundamentales del derecho público argentino consagrados en el art. 27 CN. Estos principios ubican a la CSJN, vía interpretación constitucional, como el tribunal que posee el derecho a la última palabra, lo que implica el modo en que deben ser interpretadas las obligaciones del Estado Argentino.
3) El constituyente ha consagrado en el art. 27 una “esfera de reserva soberana” delimitada por los principios de derecho público establecidos en la Constitución, a los cuales los Tratados Internacionales deben ajustarse y con los cuales deben guardar conformidad.
4) Revocar una sentencia firme dictada por la CSJN implica privarlo de su carácter de órgano supremo del Poder Judicial y sustituirlo por un tribunal internacional en clara transgresión a los artes. 27 y 108 CN.
VI. ¿Cómo resolvemos el debate sobre la última palabra? [arriba]
Tanto el control de constitucionalidad del modelo norteamericano de la judicial review, que adoptó Argentina, como el control de convencionalidad interamericano han sido creaciones pretorianas. Muchos de sus aspectos coincidentes son producto del proceso ascendente y descendente que el constitucionalismo ha operado respecto del derecho internacional.
Pero existen dos diferencias que podríamos calificar como genealógicas.
Por un lado el control de constitucionalidad lleva más de doscientos años de desarrollo frente al control de convencionalidad que apenas sobrepasó los diez años. Es como confrontar la madurez frente a la niñez, la consolidación constitucional de una doctrina frente al nacimiento ambiciosamente positivo de crear un ius comune interamericano a través de un tribunal internacional que actúa como un tribunal de casación convencional con un apasionamiento tan intenso que ha provocado sensibilidades lógicas en los Estados y una justificada desorientación en los actores nacionales de los distintos países.
Por otro, se sustentan en ideologías parcialmente encontradas: el constitucionalismo y el neo-constitucionalismo. El neo-constitucionalismo como ideología tiende a distinguirse parcialmente de la ideología constitucional liberal, ya que pone en un segundo plano el objetivo de limitación del poder estatal que es central en el constitucionalismo, y en un primer plano el objetivo de garantizar los derechos fundamentales. Así, la concepción neo-constitucionalista concede un amplio margen subjetivo e interpretativo al Tribunal (nacional o internacional) y su debilidad se centra en la disminución del grado de certeza que otorga del derecho, derivada de la subjetividad en la aplicación de los principios constitucionales a través de las nuevas técnicas interpretativas y de la interpretación moral del derecho.
Se han propuesto diferentes modalidades de cohabitación y regulación de ambos controles:
1) El tan destacado y trabajado diálogo jurisdiccional entre tribunales internacionales e internos[64];
2) El desarrollo de una doctrina del “margen de apreciación” a la que hemos hecho referencia en este trabajo que distingue entre un núcleo duro o esencial común para todos, y otro más flexible y maleable, atendiendo las limitaciones y posibilidades de cada país; su idiosincrasia y experiencias;
3) Promover una reforma constitucional que delimite con claridad competencias y procedimientos;
4) O la elevación en consulta a un órgano superior en caso de duda sobre el conflicto normativo[65].
Pero mientras esto no suceda, el control de convencionalidad como creación pretoriana de la Corte IDH en el sistema argentino de control de constitucionalidad judicial difuso debería ejercerse – según nuestro parecer - bajo las siguientes pautas:
1. El control de convencionalidad es complemento del control de constitucionalidad y puede ser ejercido de oficio por parte de los jueces, respetando los recaudos procesales previstos por las leyes y la jurisprudencia de la CSJN.
2. Este ejercicio convierte a los jueces de los sistemas difusos en un primer custodio del sistema interamericano, ya que la actuación de los órganos internacionales, particularmente la Corte IDH es subsidiaria y complementaria.
3. La jurisprudencia de la Corte IDH y sus Opiniones constituyen una relevante pauta o guía de interpretación de las normas convencionales para compatibilizar y complementar el control de constitucionalidad, sin olvidar los presupuestos procesales y materiales de admisibilidad y procedencia que rigen el control de constitucionalidad.
4. Las recomendaciones de la Comisión IDH constituyen una pauta de interpretación de las normas convencionales, sin carácter obligatorio.
5. El control de constitucionalidad-convencionalidad represivo solo puede ser ejercicio por el Poder Judicial.
6. El control de constitucionalidad-convencionalidad constructivo constituye una pauta o guía para todos los órganos del poder público, ya que el principio de legalidad los obliga a encuadrar sus actos con la Constitución y con la jurisprudencia de la CSJN, la cual como su último intérprete, es quien tiene la última palabra sobre el sistema jurídico nacional.
7. La jurisprudencia de la Corte IDH no debe ser aplicada por los jueces en forma automática e irreflexiva. Para que surja doctrina en los términos de precedente la decisión debe haber configurado una regla general que encuadre en la particularidad del caso. Es el mismo ejercicio que deben hacer los jueces en la aplicación de los precedentes de la CSJN.
8. El desarrollo de un Margen de Apreciación Nacional (MAN) de los Estados por parte de la Corte IDH contribuiría a clarificar su jurisprudencia sobre el control de convencionalidad.
9. En un país Federal habría que diseñar vías de comunicación entre los niveles federales y locales para difundir las sentencias interamericanas y establecer los núcleos o holdings de las sentencias que pueden catalogarse con valor de precedentes.
10. Los fallos de la Corte IDH dictados contra el país son obligatorios para el Estado Argentino, en la medida que no colisionen con las declaraciones, derechos y garantías de la primera parte de la Constitución, ni con los principios de derecho público que consagra el artículo 27 CN.
11. El control de constitucionalidad-convencionalidad debe guiarse por el principio pro homine, ya que siempre debe elegirse la norma que mejor ampare los derechos humanos en el caso particular.
Hoy vivimos una realidad que ya no es la que era en el pasado. La interconexión de los sistemas nacionales con los internacionales ha traído enormes avances a la humanidad y a la persona como centro y finalidad del derecho; y la expectativa de un ius comune regional y universal que debemos acrecentar y preservar mediante la cooperación prudente y responsable de todos los actores.
Pero más allá del perfeccionamiento en los diseños jurídicos interconectados; o de los mejores esfuerzos interpretativos que se formulen, el debate sobre la última palabra constitucional se mantiene presente.
Notas [arriba]
[1] Doctor en Derecho Constitucional (UBA). Posdoctor en Derecho Constitucional (UBA). Posdoctor en Derecho Constitucional) (Scuola Superiore di Studi Giuridici di la Facoltà di Giurisprudenza, Alma Mater Studiorum Università di Bologna, Italia). Profesor Ordinario de Derecho Constitucional (UBA). Director del curso de Control de Constitucionalidad de la UBA. Vicepresidente de la AADPC. Vocal Titular del Comité Directivo de la AADC. Co Director de los cursos de Especialización y Maestría que dicta la Universidad de Bolonia, Italia, en Latinoamérica.
[2] Yourcenar Marguerite, Alexis o el tratado del inútil combate, Editorial Alfaguara, Madrid, 1992.
[3] Amaya, Jorge Alejandro, Democracia y Minoría Política, Astrea, Buenos Aires, 2014.
[4] Se puede profundizar sobre este caso en varios trabajos, entre ellos Ferrer Mac Gregor, Eduardo, “El control difuso de convencionalidad en el Estado Constitucional”; Rey Martínez Fernando, “Una relectura del Bonham Case y de la aportación de Sir Edward Coke a la creación de la judicial review”, ambas en UNAMm Biblioteca Virtual, www.juridicas.unam.mx; Vázquez Rizo, Ana M., “El caso Bonham. Supremacía Constitucional”, Universidad del Norte, Revista de Derecho N° 11, p. 137/140, Colombia, 1999.
[5] Fernández Segado, Francisco, “Reflexiones en torno a la interpretación de la Constitución”, en Derecho Procesal Constitucional, Eduardo Ferrer Mac-Gregor (coord.), Tomo IV, 4ª ed., Edit. Porrúa, México, 2003, p. 3343.
[6] El common law está formado por un conjunto de normas que proceden de la jurisprudencia de los Tribunales y que versan sobre materias que no han sido objeto de regulación legal. El statute law lo formarían aquellas leyes que, sin ser dictadas como leyes constitucionales, la conciencia colectiva las ha venido considerando como tales por la importancia de su contenido. Entre leyes constitucionales y las que no lo son, es imposible distinguir técnicamente, pues proceden ambas de la misma fuente: el Parlamento y son elaboradas y modificadas de la misma forma. Admite la doctrina, con todo, que las más remotas, las que poseen rango constitucional, tuvieron su origen en un pacto entre la Corona y el Parlamento, Cfr. López Ulla, Juan Manuel, “Orígenes constitucionales del control judicial de las leyes”, Tecnos, Madrid, 1999, p. 28.
[7] Acosta Sánchez José, “Formación de la Constitución y jurisdicción constitucional: fundamentos de la democracia constitucional”, Tecnos, Madrid, 1998, p.93.p. 36.
[8] Coke había afirmado antes: “el Parlamento inglés es el depositario del poder supremo, al que ni las personas ni las cosas pueden poner límite”, cfr. James Bryce, a fines del siglo XIX, Acosta Sánchez, José, ob. cit. pp. 36-37.
[9] La Gloriosa Revolución, también llamada la Revolución de 1688, fue el derrocamiento de Jacobo II por una unión de Parlamentarios y Guillermo II de Holanda (Guillermo de Orange). Algunas veces también se llama la Revolución Incruenta, aunque hubo combates y pérdidas de vidas humanas en Irlanda y Escocia. La Revolución está fuertemente asociada con los sucesos de la guerra de los Nueve años de la Europa Continental y es vista como la última invasión con éxito de Inglaterra. Se sostiene que el derrocamiento de Jacobo, dio comienzo a la moderna democracia parlamentaria inglesa: el monarca nunca volvería a tener el poder absoluto y la Declaración de Derechos se convertiría en uno de los documentos más importantes de Gran Bretaña.
[10] Puede verse una visión global de este tema en Amaya, Jorge Alejandro, “Marbury v. Madison…”, Astrea, Buenos Aires, 2017.
[11] Se han escrito gran cantidad de obras, trabajos y ensayos sobre este fallo. Entre otros pueden verse Clinton Robert L., “Marbury vs. Madison, and the Judicial Review, University Press of Kansas, 1989; William E. Nelson, “Marbury v. Madison: The Origins and Legacy of Judicial Review”, University Press of Kansas, 2000; M Cueva Fernández Ricardo, “De los niveladores a Marbury vs. Madison. La génesis de la democracia constitucional”, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2011; Arguing, “Marbury V. Madison”, Editor Tushnet, Mark V, Stanford University Press; Manili Pablo (coordinador), “Marbury vs. Madison. Reflexiones sobre una sentencia bicentenaria”, Editorial Porrúa, México 2011; Miller Jonathan M.; Gelli María Angélica, Cayuso Susana, “Constitución y Poder Político”, Tomo 1, Editorial Astrea, Buenos Aires, 1987, p. 5/12; Valdés S. Clemente, “Marbury vs. Madison. Un ensayo sobre el origen del poder de los jueces en EEUU”, Revista del Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal Constitucional N° 5, enero-junio de 2006; Trionfetti, Víctor, “Marbury a contraluz”, Suplemento de Derecho Constitucional La Ley, 1/01/2009; Sanin Restrepo, Ricardo, “En nombre del pueblo. Destruyendo a Marbury”, Revista Criterio Jurídico, Cali, Colombia, Volúmen 6, p. 61/92; Haro Ricardo, “Marbury v. Madison”: El sentido constituyente y fundacional de su sentencia”, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, 2003; Aragón Navarro Carlos, “Marbury v. Madison. Los límites de la Corte”, Regímenes Constitucionales contemporáneos (2008); Carbonell Miguel, “Marbury versus Madison: en los orígenes de la supremacía constitucional y el control de constitucionalidad”, Revista Iberoamericana de Derecho Procesal Constitucional N° 5», Eduardo Ferrer Mac-Gregor (director), Editorial Porrúa, Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal Constitucional, México, 2006, pp. 295; Eto Cruz Gerardo, “”John Marshall y la sentencia Marbury vs. Madison”, en Ferrer Mac-Gregor, Eduardo (coordinador), Derecho Procesal constitucional, 4° edición, Porrúa, México-SCJN, tomo I, 2003.
[12] Corte Suprema Argentina 22/09/1887.
[13] Corte Suprema Argentina 14/04/1888.
[14] Puede ver en extensión nuestra posición en Amaya Jorge Alejandro, Marbury v. Madison, op. cit.
[15] “There is scarcely a hint in the text of the enormous power now exercised by the Supreme Court of the United States. Not a word indicates that the Court may review the constitutionality of Acts of Congress or of the President.” Cox, Archibald, op. cit. p. 38.
[16] La reforma constitucional de 1994 en el nuevo artículo 43 que constitucionalizó la acción de amparo y el hábeas data, estableción la facultad del juez de declarar la inconstitucionalidad de la norma en el marco de esta acción garantista.
[17] KELSEN, La garantía jurisdiccional de la Constitución (la justicia cons-titucional), “Revista Iberoamericana de Derecho Procesal Constitucional”, nº 10, p. 3.
[18] Ver, en general, SCHMITT, Carl La defensa de la Constitución, prólogo de Pedro de Vega, Editorial Tecnos, 1983.
[19] Ver, en general, KELSEN, Hans ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?, Editorial Tecnos, 1995.
[20] SCHMITT, Carla, op. cit. p. 194 y 195.
[21] KELSEN, La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia constitucional), “Revista Iberoamericana de Derecho Procesal Constitucional”, nº 10, p. 3.
[22] CSJN Fallos, 211:162 y 193.
[23] CSJN sentencia del 09/09/63.
[24] CSJN Fallos 271-7 (1968).
[25] CSJN sentencia del 07/07/1992.
[26] CSJN sentencia del 07/07/1993.
[27] CSJN sentencia del 13/10/1994.
[28] CSJN sentencia del 07/12/2010.
[29] Colautti Carlos, Tratados Internacionales y la Constitución Nacional, La Ley, Buenos Aires, 1999.
[30] Hemos sostenido de inicio esta posición. Amaya, Jorge Alejandro, Marbury v. Madison, op. cit. Cap. V.
[31] CSJN sentencia del 16/04/1998
[32] CSJN sentencia del 26/12/1996
[33] CSJN sentencia del 27/12/1996
[34] Corte IDH sentencia del 25/11/2003.
[35] Corte IDH sentencia del 26/09/2006.
[36] Corte IDH sentencia del 24/11/2006.
[37] Corte IDH sentencia del 23/11/2009.
[38] Corte IDH sentencia del 26/11/2010
[39] Corte IDH sentencia del 24/02/2011 (fondo y reparaciones) y sentencia del 20/03/2013 (supervisión de cumplimiento).
[40] Corte IDH sentencia del 28/08/2014.
[41] Corte IDH sentencia del 07/02/2006.
[42] Corte IDH sentencia del 15/01/1999.
[43] Corte IDH sentencia del 30/01/2014
[44] Caso Gelman c/Uruguay.
[45] CSJN sentencia del 07/04/1995.
[46] CSJN sentencia del 12/09/1996.
[47] CSJN sentencia del 22/12/1998.
[48] CSJN sentencia del 21/12/2000.
[49] Corte IDH sentencia del 28/11/2002
[50] Corte IDH sentencia del 18/09/2003
[51] CSJN sentencia del 23/12/2004.
[52] CSJN sentencia del 14/06/2005.
[53] CSJN sentencia del 13/07/2007.
[54] Puede verse nuestro comentario en Amaya Jorge Alejandro “Luces y sombras de las ideologías mayoritarias (a propósito de un fallo esperado y previsible: “Mazzeo”), www. Microjur is.com. cita MJD 3212, Buenos Aires, 9 de agosto de 2007.-.
[55] CSJN sentencia del 31/08/2010.
[56] CSJN sentencia del 29/11/2011.
[57] Corte IDH sentencia del 11/05/2007
[58] CSJN sentencia del 27/11/2012.
[59] CSJN sentencia del 06/08/2013.
[60] CSJN sentencia del 05/08/2014.
[61] Dictamen del Procurador Esteban Righi del 10/03/2010. CSJN sentencia del 08/05/2012.
[62] CSJN sentencia del 14/02/2017.
[63] Corte IDH sentencia del 29/11/2011.
[64] Al respecto puede verse la obra “Diálogos desde la Diversidad. Tribunales supranacionales y tribunales nacionales” (Calogero Pizzolo y Luca Mezzetti – Coordinadores) I – América – Amaya Jorge Alejandro “Diálogos entre tribunales internacionales y tribunales internos. Tensiones e interrogantes en materia de derechos políticos que surgen de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (pp. 17/46), Astrea, Buenos Aires, septiembre de 2016.
[65] Sobre estas temáticas puede verse una excelente obra de Calogero Pizzolo, Comunidad de Intérpretes finales, Astrea, 2017.
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