En el muy reciente caso “Ramos v. Louisana” la Corte Suprema de los Estados Unidos ha retomado la mejor tradición del common law, según la cual los veredictos unánimes constituyen una verdadera garantía constitucional indisponible para el legislador nacional o estadual. El fallo debe ser sumamente considerado por nosotros desde que nuestra arquitectura constitucional se inspiró, sabido es, en el modelo de constitución de aquel país, con lo cual lo allí decidido debería constituir de guía para la interpretación que, de tal instituto, realicen los tribunales argentinos donde el juicio por jurado se aplica.
La preferencia de nuestra Constitución Nacional por el sistema de jurados es indudable. Nada menos que tres artículos lo contemplan expresamente, en su doble faz de derecho del ciudadano a ser juzgado por sus pares como de obligación del estado de diseñar su política de persecución penal de manera tal que “todos los casos criminales” sean resueltos ante este tipo de tribunales (arts. 24, 75 inc. 12 y 118 de la C.N.). Esta opción es consustancial, además, con el ideario de libertad y participación popular de la Revolución Francesa que tanto inspiró a nuestros propios líderes patrios. La respuesta al por qué el tan claro mandato dirigido al legislador para que reforme integralmente el ordenamiento jurídico que heredáramos de España e instaure el juicio por jurados, en pos de lograr la independencia normativa que era consecuente con la consolidación de la independencia política conseguida luego de años de lucha, no fue cumplido cabalmente, debe buscarse en razones históricas y culturales que excederían la presente obra.
Pero lo cierto es que nuestros legisladores, ya desde los inicios de la República, prefirieron dar la espalda al programa constitucional y optaron por seguir las tradiciones de la Europa Continental que, al menos en lo que al sistema de administración de justicia respecta, no eran receptivos a la participación popular. Esta dicotomía entre la Constitución y alguna de las instituciones más importantes que supimos conseguir no se dio solamente en el ámbito penal. En este, sin dudas, el hito lo marcó el dictado del primer código de procedimientos en materia penal -que rigió por más de cien años- de Obarrio, que tomó como modelo nada menos que el sistema español. En el caso del derecho civil, basta con recordar la polémica que mantuvieron Alberdi y Vélez Sarsfield cuando el primero reprochaba al segundo que su por entonces proyecto no era respetuoso del espíritu liberal de la Constitución.
II. Los orígenes del jurado en Grecia y Roma [arriba]
¿Qué significa que nuestra Constitución haya adoptado el jurado? Pues ni más ni menos que el pueblo participe, también, de su sistema de justicia. Esta raíz netamente política del juicio por jurados debe ser reconocida para poder entender cabalmente la importancia del sistema. Si bien la participación de ciudadanos legos en el sistema de enjuiciamiento reconoce antecedentes múltiples y variados que van desde el juzgamiento por los jefes del grupo o por colegios de ancianos actuando frente al conjunto de la comunidad de los primitivos pueblos germanos, hasta los tribunales de la China imperial doscientos años antes de la era cristiana, fueron Grecia y Roma, junto con el arribo de Guillermo el Conquistador a Inglaterra, en 1066, pasando por las ordalías practicadas en Escandinavia y Normandía, las que configuraron el jurado moderno. En todo caso han sido los siglos XVIII y XIX donde el jurado ha tenido su época de oro al punto tal de entendérselo como un baluarte político frente a la tiranía y un símbolo de libertad.
Por ello no es casual que el jurado occidental haya nacido nada menos que en la cuna de la democracia, hasta donde podemos rastrear dos de las características esenciales del instituto -las reglas del secreto del voto del jurado y la no exteriorización de los motivos- que perduran hasta nuestros días. Pero sin dudas ha sido la Roma republicana la que sentó las bases del jurado, pilares que fueron preservados en las islas británicas de los alcances de la inquisición que configuró todo el sistema penal escrito, secreto y excluyente del continente europeo. Se reguló allí el derecho de provocar la intervención del pueblo como modo de resistir una medida represiva del gobernante, la provocatio ad populum que ya en el procedimiento pretoriano constituyó un recurso para restringir las decisiones de los magistrados. Esta decisión del pueblo soberano era irrecurrible y desembocará con el tiempo en el límite al poder penal del rey que expresara la Carta Magna de 1215.
Fue justamente la combinación de la provocatio con el advenimiento de la República las que generaron una profunda transformación del sistema de enjuiciamiento en Roma, acompañado por las leyes Valerias y que condujeron hacia una lenta transmisión del poder de juzgar de los magistrados a diferentes grupos del pueblo: los comisios curiales -integrado por patricios y de muy escasa competencia-, centuriales -con integración de patricios y plebeyos y que constituyó la verdadera jurisdicción romana-, y tribales –integrado también por los ciudadanos de más baja condición económica y que entendían, en un plano de igualdad, en asuntos políticos. Ya en las postrimerías de la República la limitación del poder penal del soberano fue total al instituirse un sistema de jurados –iudicis iurati- presididos por un magistrado, que era el órgano político encargado de convocarlo, configurándose así otra de las notas centrales del moderno jurado inglés. Estos jurados surgían de una lista anual de ciudadanos que eran convocados para conocer en un caso concreto y que eran preseleccionados en audiencia. Ellos eran árbitros que escuchaban en debate oral y público la producción de la prueba y solo intervenían para dictar la sentencia, al principio en forma oral y luego en forma secreta a través de las tabellas que tenían la letra A –absolución- C –condena- y NL -non liquet- que reenviaba a un nuevo proceso.
Como fuera dicho, el germen del jurado se mantuvo vivo en las islas británicas incluso a pesar de las invasiones normandas, porque el cuerpo de magistrados itinerantes respetó la manera en que las poblaciones locales administraban los litigios públicos. En los siglos XI y XII esos mismos jueces empezaron a fundar sus decisiones en la información que bajo juramento brindaban doce vecinos sobre los hechos, y entrado el siglo XII se transformarán en jueces que se informaban de lo ocurrido. La lucha entre estas prácticas y la influencia que no obstante ejercía la recepción, dio como resultado una tensión que permitió un equilibrio entre las fuerzas centralizadoras que ponían orden a la multiplicidad de fuentes y jurisdicciones y las libertades fundamentales que los reyes normandos fueron reconociendo paulatinamente hasta llegar al pacto de 1215, donde la idea del juzgamiento por los pares que recogerá la Carta Magna quedó instalada como fundamento del juicio por jurados y del derecho a no ser juzgado por la justicia del rey.
La cláusula contenida en el art. 39 constituyó de este modo un límite del derecho feudal a las prerrogativas del monarca como la fuente del concepto del debido proceso legal actual. Estos acontecimientos desembocarán en la revolución de Cronwell (1648) quien impuso su liderazgo como Lord Protector de Inglaterra, Escocia e Irlanda hasta la promulgación en 1689 del Bill of Rights inglés por el cual se establecieron inmunidades personales y la inderogabilidad del juicio por jurados, arribando el instituto a las colonias americanas que lo incorporaron a su propio Bill of Rights en 1791. Este origen del jurado anglosajón es tenido en cuenta por las cortes del common law para resaltar el carácter de garantía frente a las leyes arbitrarias y la tentación totalitaria de los gobiernos. Esto puede verse claramente en el precedente “Duncan vs. Louisiana” donde la Suprema Corte de los Estados Unidos afirmó “La garantía del juicio por jurados refleja un profundo juicio sobre la forma en que la ley debe hacerse cumplir y la justicia ser administrada. El derecho a un juicio por jurados se concede a los acusados con el fin de evitar la opresión por parte del Gobierno. Los que escribieron nuestras constituciones sabían que era necesario protegerse contra acusaciones penales infundadas realizadas con el fin de eliminar opositores y contra jueces que acataban demasiado la voz de una autoridad superior” (391 U.S. 145 - 1968).
Queda claro de este desarrollo la fuerte raíz política de la participación ciudadana. Carrara en su “Programa” sostenía que la nota distintiva de los dos grandes sistemas de occidente radicaba en saber si los juicios criminales debían ser ejercidos exclusivamente por individuos subvencionados por el gobierno o por ciudadanos libres, cualquiera sea la manera en que se los denomine. Montesquieu (Del espíritu de las leyes) identificó con la Constitución de Inglaterra el modelo político en el que la libertad era posible porque no estaba el poder judicial unido ni al Ejecutivo, no se temía a un opresor, ni al Legislativo, entonces no había miedo a la arbitrariedad de quien hace y juzga la ley al mismo tiempo. “El poder de juzgar, tan terrible para los hombres, se hace invisible y nulo al no estar ligado a determinado estado o profesión.”
A tal punto se considera el jurado como reservorio de la soberanía popular que nunca los jueces del common law dudaron en equipararlo en importancia con el voto popular, porque aseguraba el control del poder judicial desde que, sin su intervención, el juez carecía de autoridad para aplicar una pena (“Blakely vs. Washington“, 542 U.S. 296 – 2004, con cita de “Jones v. United States”, 526 U. S. 227, 244.248 - 1999). Pero fue sin dudas un intelectual del mundo continental europeo el que mejor vio y describió la importancia política de la participación popular también en la administración de justicia. Tocqueville (La democracia en américa) al estudiar el sistema del jurado norteamericano no dudó en observar que todos los soberanos que habían querido extraer de sí mismos las fuentes de su poder y dirigir la sociedad, en lugar de dejarse dirigir por ella, habían destruido la institución o la habían falseado, destacando al jurado como una escuela de formación ciudadana que atribuía a la inteligencia práctica y el buen sentido político de los americanos.
Esta indisoluble vinculación entre el jurado y la garantía individual contra la opresión constituye una ventaja democrática que fue advertida por los mismos padres fundadores americanos cuando consagraron la independencia. Así lo consignó Hamilton en El Federalista al afirmar que “Los partidarios y los adversarios del plan de la conversión, si no acuerdan nada diferente, acuerdan al menos las ventajas del juicio por jurado; o si no hay alguna diferencia en sus opiniones, ésta consiste en que los primeros la ven como una garantía útil de defensa para la libertad, los segundos como el palladium verdadero de todo gobierno libre.” Es interesante verificar cómo las observaciones que formularan pensadores de esta talla se vieron corroboradas en los recientes estudios efectuados en las provincias juradistas argentinas, en consonancia con resultados obtenidos de trabajos empíricos de Estados Unidos, en cuanto a que el sistema de jurados cumple un rol importantísimo como escuela de formación ciudadana, el fortalecimiento del debate democrático y la calidad de las decisiones desde el campo de la ciencia política y la teoría de la democracia deliberativa (cfr. HANS, Valerie y GASTIL, Jhon, El juicio por jurados: Investigaciones sobre la deliberación, el veredicto y la democracia, Ad-Hoc, Buenos
V. Las notas características del jurado constitucional [arriba]
Este desarrollo histórico del juicio por jurados que hunde sus raíces, junto con la democracia y la república, de las que forma parte, en las cunas mismas de la civilización occidental y la raíz política del instituto como garantía del ciudadano distintivas, producto de milenarias prácticas que se fueron cristalizando con el tiempo y que son consustanciales con él. Por ello indisponibles por ninguna legislación infra constitucional ya que forman verdaderas garantías sistémicas sin las cuales se compromete la naturaleza y función misma del instituto. Estas notas, que también han sido celosamente resguardadas por las cortes juradistas del mundo, son las siguientes:
V.a. El número de doce
El jurado debe estar compuesto por doce personas, ni más ni menos. Ello permite una sana deliberación que, sin ser excesiva por la gran cantidad de integrantes, posibilita una variedad de opiniones representativa de la comunidad. El juez Dwyer (In the Hands of the People, 2012) afirmó sobre el número que “lo único que sabemos es que funciona bien. Es lo suficientemente alto como para proporcionar sabiduría colectiva y una fuerte representación comunitaria, y lo suficientemente bajo como para permitir deliberaciones colegiadas que, casi siempre, conducen a un veredicto unánime”. Más de 800 años de práctica en los más diversos pueblos, siglos de ensayo y error, permiten reconocer que este número quedó conformado como el ideal para asegurar representación de la comunidad, reducir el error judicial, lograr veredictos unánimes y un tamaño manejable para la administración de un sistema de justicia.
La Corte Federal de Estados Unidos, en “Thompson vs. Utah” (170 US 343, 350) reconoce que cuando la constitución americana hace referencia al jurado y al juicio por jurados lo hace conforme el significado que fue fijado en ese país y en Inglaterra al tiempo de la adopción de dicho instrumento, por lo cual la ley suprema del país requería el acusado fuese juzgado por un jurado compuesto por no menos de doce personas. Si bien la Corte admitió la posibilidad de jurados con menos integrantes y para delitos menores (“Williams vs. Florida” - 1970) con fundamentos de tipo funcional como que menos número de jurados acortarían los plazos de las deliberaciones, barriendo con siglos de tradición del common law y de su propia historia constitucional, lo cierto es que tal posición despertó fuertes críticas de litigantes e investigadores, entre ellos la American Bar Association que en el año 2005 elaboró sus “Principios para los Jurados y los Juicios por Jurados” donde aludió precisamente a un jurado de doce miembros. En este contexto el profesor Michael Sacks (1997) realizó una exhaustiva investigación en la cual analizaron 17 estudios de campo y 2061 juicios que involucraron quince mil jurados, llegando a la conclusión que las premisas aludidas por la corte habían sido erróneas.
V.b. La audiencia de selección
Al igual que ocurría en Roma, también en el jurado moderno el panel se integra por individuos elegidos aleatoriamente para un caso concreto, quienes además deberán sortear una audiencia de selección previa al juicio propiamente dicho. En esta oportunidad los litigantes tendrán amplias facultades de interrogar y recusar si entienden que se encuentran comprometidos con alguno de ellos o bien porque los crean menos receptivos a su teoría. Es la propia actividad de las partes la que conformará el jurado definitivo, lo que dota al sistema de una garantía de imparcialidad mayúscula. Por ello esta audiencia ocupó varias veces la tarea de la Suprema Corte norteamericana (“Patterson vs. Colorado”, 205 U.S. 454, 462 - 1907) que reconoció que toda la teoría del sistema se basa en que las conclusiones alcanzadas por el jurado se inducirán solo por la evidencia y por los argumentos vertidos en audiencia pública y no por alguna influencia externa, lo que resalta la importancia de la misma y su íntima relación con la garantía de imparcialidad.
A tal punto ha sido ello así que aún sin previsión expresa es posible que un juicio se traslade a otra ciudad cuando hacerlo en el lugar del hecho pueda comprometer seriamente la posibilidad de encontrar un jurado imparcial (“Platt vs. Minnesota Mining & Mfg Co”, 376 U.S. 240, 245 - 1964) traslado que luego fue positivizado por las Reglas Federales de Procedimiento Penal.
V.c. La intervención del juez profesional
Como vimos, el panel ciudadano no actúa solo. Ya en Roma lo hacía acompañado de un magistrado que los convocaba, y en el moderno juicio por jurados lo hace bajo la conducción de un juez técnico que los instruye sobre el derecho aplicable. “El jurado de doce actúa en presencia y bajo la supervisión de un juez facultado para instruirlos sobre la ley, asesorarlos sobre los hechos y, excepto en la absolución, anular su veredicto si a su juicio es contrario a la ley o la evidencia presentada” ha afirmado la Corte de los Estados Unidos en “Capital Traction Company v. Hof” (49 174 US 1, 13-1649). Se configura así un verdadero engranaje de colaboración y distribución de competencias entre el juez técnico y los jueces populares, porque en tanto estos resuelven las cuestiones fácticas, aquél entenderá en las jurídicas y buscará preservar la regla del debido proceso legal. Esta complementación de funciones reserva al juez, como es consustancial en todo modelo acusatorio, el rol de tercero imparcial al alejarlo de la responsabilidad de la determinación fáctica.
Esta interrelación entre el jurado lego y la figura del juez técnico es uno de los factores más influyentes en la configuración del oficio de juzgar a cada lado del Canal de la Mancha. Acostumbrados desde siempre a la presencia indispensable del pueblo en las salas de justicia, los jueces del common law -pero también los abogados- han desarrollado una capacidad única de litigar de modo claro, comprensible y aplicando conceptos dogmáticos complejos no a casos abstractos o de mero interés académico, sino a hechos concretos, y comprensible para quien no maneja nociones jurídicas. Lo propio debe predicarse en cuanto al lenguaje forense. Sin perder la precisión técnica, se han dejado de lado modismos que en nada contribuye a la claridad del servicio de justicia y que en otros ámbitos, como el nuestro, son moneda corriente.
Finalmente, el juez siempre ha sido concebido, y él mismo se ve a sí y se muestra a los demás, como un verdadero tercero imparcial, ajeno a los intereses de la parte y dotado de una carga ética en el ejercicio de la función que lo hace merecedor del mejor concepto de sus conciudadanos.
V.d. El secreto de la deliberación
Es otra de las reglas que no pueden ser alteradas sin modificar al mismo tiempo toda la estructura del sistema. La misma historia del jurado enseña que éstos eran reprendidos por la autoridad del rey cuando las decisiones adoptadas no eran de su agrado. Todas las leyes del moderno jurado occidental, por ello, consagran el secreto de las deliberaciones y las cortes siempre se han negado a indagar en las razones de los miembros del panel soberano. Así en el precedente “Tanner vs. United States” (483 U.S. 107 - 1987) la corte estadounidense recordó que la regla del secreto era prácticamente universal y estable y su consagración se remontaba al trabajo de Lord Mansfield en Inglaterra en 1785 con el propósito de evitar no solo que los abogados impugnen el veredicto hurgando en presuntas irregularidades sino, además, extraer a los jurados de cualquier perjuicio posterior por su decisión libre y soberana.
El peligro a represalias del rey justificó así el abandono de la práctica por la cual, al inicio en Inglaterra, un funcionario de la corona intervenía en la deliberación. No ocurrió lo propio, sin embargo, en la Europa continental, que luego de adoptar el jurado clásico al inicio del período postrevolucionario, lo abandonó en la mayoría de las jurisdicciones, dando nacimiento así al llamado jurado escabinado o escabino, deformación de aquel en donde el veredicto se construye, en sesión secreta, entre los jueces técnicos y los jurados populares. Lo anterior atenta contra la posibilidad de los jurados de conversar con total libertad, independencia que se perdería si los jurados saben que los jueces pueden luego investigar su conducta.
El secreto constituye el mejor modo de promover un debate abierto, franco, vigoroso, para que los jurados en procura de la unanimidad puedan ser realmente libres para explorar en voz alta y sin temores todos los razonamientos posibles, a tal punto que conforme indicó la Corte Suprema de Canadá en el caso “R v. Pan; R. v. Sawyer” (2001 - 2 S.C.R. 344 párr 50) en el common law las cortes se han mantenido como celosas guardianas de la regla del secreto y sólo autorizan investigar irregularidades o inconductas extrínsecas de los jurados antes de rendirse el veredicto. Nunca permitieron que se los interrogue respecto a irregularidades intrínsecas al proceso deliberativo. El recinto de deliberación fue desde siempre, y sigue siéndolo hoy, un tótem infranqueable. Sin esta protección el jurado no podría nunca funcionar.
V.e. La unanimidad
Llegamos así a la última de las salvaguardas del sistema de jurados; quizás la que mayores temores genera a la hora de implantar este tipo de institutos en ámbitos como el nuestro que, a pesar reiteramos de exigirlo desde el momento mismo de iniciar nuestra vida como nación independiente, han sido ajenos a las tradiciones del sistema. Nos referimos a la exigencia de que todos los veredictos, tanto los de culpabilidad como de no culpabilidad, deben ser unánimes, de modo tal de garantizar la debida deliberación porque todos los integrantes del jurado deben estar de acuerdo. La Suprema Corte de Estados Unidos en “American Publishing Company v. Fisher” (166 US 464,468) ha reconocido que ésta es una de las características peculiares y esenciales del common law porque es un elemento del derecho consuetudinario que está incorporado en las disposiciones constitucionales y más allá de la autoridad del legislativa, criterio reiterado en “Springville vs Thomas” (166 US 707) y “Maxwell vs Dow” (176 US 581,586).
Desde el primer veredicto unánime registrado en la historia de los jurados ingleses (1367) hasta la actualidad este recaudo conforma la regla en prácticamente todas las jurisdicciones y la han seguido la mayoría de las leyes de jurado argentinas. La línea jurisprudencial la trazan los fallos “Duncan vs. Louisiana” (391 U.S. 145) y “Johnson v. Louisiana” (406 U.S. 356). Aun cuando en este último una muy ajustada mayoría de 5-4 toleró un veredicto no unánime -no obstante señalar la mayoría la conveniencia que las legislaciones locales respeten aquella tradición- el reciente “Ramos vs. Louisana” (decidido el 20/4/2020) ha vuelto a colocar las cosas en su lugar, retomando aquel requisito de validez de toda norma local de jurados.
Es que conforme resaltan investigaciones empíricas, cuanto más grande sea el número del grupo mejor será la decisión que tome en virtud del incremento de los recursos. El grupo tiene una ventaja aritmética sobre el individuo como lo advirtió Condorcet (1985) al analizar y justificar que el voto popular de las mayorías tiene siempre menos margen de error que el voto de una sola persona. Los teóricos del jurado trasladaron el teorema del matemático francés a la relación de jurado – juez para dar cuenta de la superioridad del veredicto de aquél frente a la sentencia de un juez profesional. Gobert (Justice, Democracy and the Jury, 1997) determinó que la probabilidad que un solo juez dicte un veredicto incorrecto es de 0,3 en tanto que esa misma posibilidad en el caso de doce individuos que actúan en forma grupal y deciden unánimemente es del 0,0000005. 55.
Decir que el juicio por jurados es una exigencia constitucional nos conduce a analizar qué sistema juradista se encuentra disponible para el legislador. En consonancia con los ideales de la revolución francesa y americana, nuestro programa de gobierno está fundado en una concepción liberal de raíz fuertemente republicana, de libertades individuales y dignidad humana. En ese contexto el jurado no es sino la participación del pueblo soberano en la rama de justicia de la cual los modelos continentales europeos de tinte inquisitivo una y otra vez se empeñaron en desplazar. Este fuerte rasgo político del jurado ha sido desde siempre reconocido por las cortes del common law, que no dudaron en equiparar el derecho ciudadano a ser jurado con el derecho al voto a través del cual elegir representantes.
Es comprendiendo -y aceptando, porque los operadores hemos sido educados en una concepción excluyente del pueblo del sistema de justicia- esta naturaleza eminentemente política del juicio por jurados que podremos comprender cabalmente su funcionamiento y características centrales. Todas las notas distintivas del jurado se encaminan a posibilitar que los ciudadanos, reservorios de la soberanía popular, puedan cumplir con su misión del modo más libre e independiente posible. Por ello las cortes del common law se encargan, una y otra vez como hemos visto, de resaltar la importancia de las mismas y de anular cualquier legislación que las limite o comprometa en forma esencial.
Un veredicto dictado por un jurado integrado por un panel elegido aleatoriamente y luego seleccionado en audiencia pública con control de las partes litigantes, que ha escuchado en juicio oral y en forma inmediata y directa toda la evidencia que el juez profesional autorizó a ingresar al recinto, que fue debidamente instruido por ese juez sobre el derecho aplicable al caso y que entendió en forma unánime que el acusado es o no culpable, tiene una legitimidad de tal magnitud que ninguna corte revisora puede cuestionarlo, salvo especialísimas excepciones en caso de condenas. Ningún juez podría, por la mera discrepancia, violentar una de las genuinas expresiones de la voluntad popular. He ahí la característica de final de la decisión del jurado y el sentido profundo de la decisión del constituyente en el sentido de que los casos criminales “deben” terminarse con jurados.
La participación ciudadana en la vida pública en general, y de la rama de justicia en particular, celebrada y auspiciada a lo largo de todos estos años a través de diversas instituciones jurídicas y la consagración de nuevos derechos ciudadanos, ha estado en rigor presente desde la sanción misma de nuestra Constitución Nacional nada menos que en uno de los actos de mayor importancia que pueden emanar del Poder Judicial, la decisión de si un conciudadano es o no culpable de un crimen. Solo resta que los operadores estemos a la altura y que los legisladores tengan en cuenta que, a la hora de sancionar una ley de jurados, existen ciertos principios consustanciales al mismo que no pueden ser modificados porque, de hacerlo, estarían alterando la estructura misma del sistema previsto en la Constitución Nacional.