JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:Capítulo II. El valor del perdón en el Antiguo Régimen
Autor:Olaza Pallero, Sandro F.
País:
Argentina
Publicación:Colección Jurídica de Tesis de Doctorado - Perdonar en el Virreinato del Río de la Plata. Una manifestación de la clemencia en la Justicia Penal
Fecha:14-08-2019 Cita:IJ-DCCLV-669
Índice Relacionados Ultimos Artículos
1. La economía de la gracia
2. Piedad, misericordia y perdón en la cultura católica
3. La confesión y el perdón
4. Piedad y caridad como valores en la conducta de los jueces
Notas

Capítulo II

El valor del perdón en el Antiguo Régimen

Sandro F. Olaza Pallero

1. La economía de la gracia [arriba] 

Para comprender la justicia criminal castellano-indiana es necesario observar el valor que en la cultura católica tenían los vínculos basados en el amor, traducidos en actos de liberalidad, es decir, que no respondían a débitos de justicia. De acuerdo a esos valores, el discurso jurídico atribuía al príncipe una potestad de gracia que justificaba los actos causados en el amor a los súbditos y que podían sublimar el orden natural de la justicia.[1]

En la sociedad del Antiguo Régimen se tenía que vivir honestamente, que era al mismo tiempo el primer mandato de la justicia. Desde esa perspectiva se podría hablar de la existencia de un debitum morali (o debitum honestis) de límites tenues e imprecisos con el debitum legale, dada la vecindad entre la justicia y las otras virtudes como la verdad y la gracia.[2]

El valor y misión disciplinante que en la cultura católica moderna cumplían los actos que se realizaban por liberalidad sin responder a un débito de justicia, venían asidos de la caridad religiosa. Resultado, al mismo tiempo, de la subordinación social en toda la Edad Moderna, donde se presentaba un “rostro duplicado y contradictorio, señorial y mercantil, religioso y laico, social y político”. El derecho no era lo primordial para el propio orden de la sociedad, sino que había otras materias y especialmente una sistemática de la moral. Era la caritas la que precedía en concreto a la iustitia y que remitía a la amicitia. Dentro de la economía social la caridad estableció su fuero y el amor activo significó la justificación y salvación, por lo tanto, la antidora constituyó una contradonación.[3]

La obligación antidoral seguía siendo era mencionada por los juristas, como Antonio Pérez y López, en la segunda mitad del siglo XVIII: “La obligación antidoral o de gratitud es otro de los oficios más apreciables, y un carácter tan propio de un buen corazón y espíritu elevado, como ajeno de las almas viles”. Señalaba que si al sujeto de quien se esperaba algún beneficio, como decía Cicerón: “le obsequiamos y congratulamos ¿con cuánta más razón se debe hacer esto a la persona de quien ya lo hemos recibido?”.[4]

Respecto al concepto cristiano de caritas, caridad, amor, se ha afirmado que condujo a reemplazar las prácticas de venganza por una regulación amistosa de los conflictos confiados a un juez árbitro. En los rituales de reconciliación se conjugaron prácticas jurídicas y religiosas.[5]

La oeconomica como teoría del oikos abarcó la totalidad de las relaciones y las actividades humanas en la casa. Es decir, la relación de hombre y mujer, de padres e hijos, de señor de la casa y servidumbre (esclavos) y el cumplimiento de las tareas puestas en la economía doméstica y agraria. Con ello ya se delineó la actitud frente al comercio. El cambio del término economía se produjo en el siglo XVIII, como detalló Otto Brunner mediante la indagación en la historia de los conceptos. “Economía” (Wirtschaft) deriva de dueño (Wirt), que originariamente no sólo designa al “productor consciente y utilizador de los bienes”, sino que también significa “curador” (Pfleger), que pertenece a deber (Pflicht), “cuidar, aplicarse en favor de alguien, que designa al posesor de la casa que ejerce, cuida y protege, el señor de la casa”. Como dueño o patrono, el señor de la casa era su propietario y de los terrenos correspondientes. La actividad de administrador y curador de los bienes materiales, ligada a la propiedad, se perfiló cada vez más. Recién en el siglo XVIII se incluyó en la palabra patrono o dueño (Wirt) el significado del planificar inteligente y el administrar racional.[6]

El ordenamiento corporativo de la sociedad de la época contribuía también a acentuar las semejanzas, pues, la familia asumió la misma estructura incorporada que las corporaciones mayores en las que se ejercía jurisdicción. No estaba lejos de estas ideas Jean Bodin cuando afirmó, con relación al padre de familia, que era rey en su casa:

Pues así como la república es un justo gobierno de muchas familias, y de aquello que les es común con suprema autoridad, también la familia es un justo gobierno de muchos sujetos, debajo le obedecía un padre de familia, y de aquello que le es propio, y en esto consiste la verdadera diferencia de la república, y de la familia, porque los padres de familia tienen el gobierno de lo que les es propio.[7]

Al referirse a la realeza, un autor repetía un tópico de amplia difusión de su época, donde recordaba que los antiguos llamaron a sus reyes pastores y padres de sus pueblos “para advertirles de que su deber era velar sobre sus súbditos con la misma diligencia con la que los pastores velan por sus rebaños, como los hebreos que los nombraron Abimelech, que significa padre-rey y para procurar su bien con el mismo celo y el mismo afecto con el que los padres procuran el de sus hijos”.[8]

La imagen metafórica del rey pastor fue muy común en el Oriente Medio como en el caso de la Epopeya de Guilgamesh, tierra pastoril por excelencia. El rey como pastor, la ciudad como redil, el pueblo como rebaño y que tuvo mucho éxito a través del imaginario cristiano. Así se introdujo el contraste entre el ser (malo) y el deber ser deseable.[9]

Los juristas utilizaban dos imágenes retóricas para referirse a lo que se esperaba del rey en cuanto a la punición, con profundas raíces antropológicas como dice Hespanha:

Una de estas imágenes es el rey como padre, el rey que ama a sus súbditos, que antes les quiere que les odia, que modera la ira con la misericordia que, en fin, dirige por el amor como los padres dirigen a sus hijos. Otra es la imagen del rey pastor. Un rey que ama a las ovejas, incluso a las ovejas perdidas, que pierde un día buscando una oveja que se pierde, que utiliza la violencia sólo para defender a las ovejas de los peligros externos, de los lobos –ad deterrendo facinorosos homines, como dice el Digesto al describir la finalidad del imperio del rey-.[10]

La familia fue concebida como una “pequeña ciudad”, es decir, una comunidad cuyo funcionamiento interno era equivalente al de una colectividad comprensible en términos de derecho público: “Una casa con su familia, es una pequeña ciudad, y la ciudad una casa grande”. Se destacaba que “muchas cosas hacen una ciudad, y muchas ciudades componen un reino, y cuanto al gobierno solo difieren en la grandeza, que aunque en el uno se ocupan más, y en el otro menos, pero todos miran a unmismo fin, que es el bien común”.[11]

Según la perspectiva de Francisco Dorca y Parra, la potestad del príncipe provenía de Dios y la comparaba los padres en el gobierno doméstico: “Por donde, así como la elección del marido viene inmediatamente de la mujer, pero la potestad del gobierno económico, o doméstico, a la persona del marido le viene inmediatamente de Dios”. Al estar esa autoridad de los maridos instituida por Dios y a la que debía estar sujeta la mujer, la elección del príncipe provenía directa e inmediatamente “pero la potestad del principado a la persona del príncipe elegido, le viene inmediatamente de Dios, como instituida de Dios generalmente para los príncipes”.[12]

En la primera parte de la Política, Aristóteles indagó sobre la sociabilidad humana que tuvo como objetivo a la polis:

En primer lugar, pues, la necesidad ha hecho aparearse a quienes no pueden existir el uno sin el otro, como son el varón y la mujer en orden a la generación (y esto no por elección deliberada, ya que en el hombre, no menos que en los demás animales, y en las plantas, hay un deseo natural de dejar tras de sí otro ser a su semejanza). Es también de necesidad, por razones de seguridad, la unión entre los que por naturaleza deben respectivamente mandar y obedecer.[13]

En 1989, Bartolomé Clavero hacía un balance de lo publicado sobre la familia aristocrática y la familia mediterránea, donde entre otras cosas lo animaba una “salida para la Edad Moderna del ensueño estatalista”. Luego de citar a Bodin en sus conceptos de familia, amistad, cuerpo y comunidad, subrayaba que los cimientos eran domésticos y lo eran también “con el concepto latamente familiar del vínculo corporativo y comunitario de la amicitia, las vigas maestras, cerrando aguas la soberanía”. De esta forma, al ser la economía doméstica, la política lo era familiar.[14]

Manifestó Aristóteles que en cada una de las formas de gobierno la amistad aparecía en la misma medida que la justicia: “La amistad entre un rey y sus súbditos estriba en el exceso de beneficios, porque el rey hace bien a sus vasallos si, siendo virtuoso, se ocupa de ellos para hacerlos felices, como el pastor de sus ovejas; por lo cual Homero llama a Agamenón pastor de pueblos”.[15]

Dentro de la economía de los deberes familiares, el paterfamilias debía educar espiritual, moral y civilmente a sus hijos. Les tenía que enseñar las primeras letras, un oficio y en caso de reunir aptitudes brindarles estudios universitarios. Asimismo, debía prestarles alimentos, habitación, vestimenta, medicamentos y prepararlos para el matrimonio. Por otra parte, el padre podía dar un correctivo doméstico a los hijos desobedientes como también a su esposa, no causándoles heridas, mutilaciones o la muerte. Los derechos de las monarquías eran más atentos a los intereses políticos de las familias que al carácter personalísimo de sus miembros y así se protegía al poder paternal. A pesar de que el Concilio de Trento enfatizó el carácter libre y voluntario de los contrayentes en el matrimonio, las legislaciones reales en el siglo XVIII castigaron severamente a los novios que desobedecieran a sus padres.[16]

En el Libro I de la Política, Aristóteles seguía dando importancia al padre y al gobierno de la familia: “Al jefe de familia corresponde, en efecto, gobernar a su mujer y a sus hijos (y si bien a una y otros como a sujetos libres, su mando no es, con todo, del mismo modo, sino que sobre la mujer es como el magistrado de la república y sobre los hijos como monarca absoluto)”. En su concepción el macho estaba naturalmente mejor dotado que la hembra para el mando. Omitía casos aislados y antinaturales, además la edad y la madurez se encontraban en una mejor posición que la juventud y la inmadurez. Los hijos serían gobernados de acuerdo al tipo monárquico, pues, el padre que los ha engendrado “debe gobernarlos tanto en razón del amor a que es acreedor por ser mayor en edad, lo cual es forma propia del tipo monárquico”.[17]

La característica central del grupo familiar castellano a lo largo de la Edad Moderna también ha sido destacada por diferentes estudiosos. Desde esa óptica la familia moderna castellana se concebía en el plano jurídico como un núcleo reducido a quien convivía bajo un mismo techo, normalmente el grupo doméstico, es decir, el matrimonio y sus hijos. La figura del marido y padre se elevó a un nivel de superioridad jurídica frente a los restantes miembros.[18]

Para Daniela Frigo la economía constituía una disciplina práctica dirigida al padre de familia con el fin de orientarlo hacia una realización de la justicia y de la “prudencia” en la esfera doméstica. Típica de la prudencia en relación a las otras virtudes fue que estaba sólidamente ligada y tenía una capacidad de traducir concretamente, en relación a cada caso singular, los principios generales de la filosofía práctica.[19]

La fuente de la disciplina social se distribuía en diferentes niveles. En primer lugar, un plan de la justicia que comportaba los debita legalia. Luego, el de la economía, que implicaba una red de deberes recíprocos exigidos por la piedad. Finalmente, el de la monástica que junto a las virtudes internas, también incluía otras que se proyectaban sobre las relaciones externas y les imponían un orden estricto.[20]

Bartolomé Clavero muestra en la usura que el propio beneficio económico es el que en sí mismo quiere en todo caso proscribirse, por motivación religiosa de trascendencia jurídica; los casos exceptuados no conllevan doctrinalmente su admisión, sino reconocimiento de supuestos donde debe darse una compensación para restablecerse precisamente la debida correspondencia de prestaciones: se admite el interesse, no el beneficio que siempre sigue considerándose como usura; e interesse significa lo que su etimología indica: no todavía interés que acrecienta el capital, sino el valor que media entre una y otra contraprestación y que debe de sumarse a la inferior para recomponer el equilibrio.[21]

Le Goff subraya el perdón de las deudas por los usureros como una norma consuetudinaria y su no cumplimiento con su correspondiente castigo divino:

El usurero debe pues ocultar su riqueza y su poder. Domina en la sombra y el silencio. La Tabula exemplorum cuenta que en una ciudad antigua reinaba la costumbre de que en cada visita del emperador todos los usureros perdonaran las deudas. De suerte que cuando el emperador hacía su visita, todos se ocultaban lo mejor que podían, pero, agrega la Tabula: ¿Qué harán cuando sea Dios el que venga para juzgarlos?[22]

La cultura jurisdiccional siguió en la base del poder “público” durante gran parte del siglo XIX. A pesar de la presencia de este pensamiento jurídico más administrativo y racionalizador, todavía la legislación regional y local siguió protegiendo explícitamente la autoridad del vecino y la inviolabilidad de su espacio doméstico. Romina Zamora explica la existencia de otro tipo de poder: “A la vez existía otro tipo de poder, que era considerado, además, la fuente de legitimidad que habilitaba a una persona para acceder a la potestad de tener jurisdicción. Era la autoritas del pater familiae al interior de su espacio doméstico”.[23]

Las ciudades eran la expresión territorial de la reunión de las familias y sobre todo, de los padres de familia, que se expresaban políticamente a través de la república local, ciudad-casa-república eran los tres elementos que, engarzados, formaban la base de la organización policía y social del Antiguo Régimen. La división política del espacio también fue un instrumento de poder -o un aparato político- y sirvió tanto para la organización y perpetuación del poder de ciertos grupos sociales como para la expropiación de otros grupos.[24]

Desde la antropología política se analizaron las determinaciones culturales que regían los comportamientos de las elites criollas del Tucumán colonial. Se abroquelaban en los cabildos de cada una de las ciudades provinciales con cierta autonomía y de un notable poder para tratar la acción imperial cuando contradecía los intereses locales. La elite estaba integrada por los descendientes de los conquistadores de las provincias. Posteriormente absorbió por medio del parentesco a nuevos inmigrantes españoles, generalmente comerciantes. Los vecinos podían desafiar a los gobernadores, Audiencia y al mismo virrey al recurrir al principio de “se acata pero no se cumple”.[25]

Un ejemplo de conflicto de los vecinos representados por el cabildo fue cuando se cuestionó la decisión real de reemplazar al virrey Pedro de Cevallos. En 1778, por disposición de Carlos III, se sustituyó a Cevallos por Juan José de Vértiz. Frente a esta situación el cabildo porteño envió una representación al monarca para que quedara el virrey Cevallos, lo que era solicitado por el clamor popular, pues, su partida los dejaría en la orfandad y desconsuelo. Esta actitud molestó al rey, quien recordó al órgano capitular los límites de su poder y los alcances de la regia soberanía. Un año después también hubo un cruce con el monarca por el establecimiento del estanco de tabaco, quien amenazó al síndico con un castigo que por pura conmiseración, no toma Su Majestad desde luego con la providencia bien merecida de ponerle por algunos años en las Malvinas, pero que autoriza a vuestra señoría [el virrey] para que lo haga si reincidiese en semejantes excesos, como vuestra señoría verá en la [carta] adjunta que hará entregar al mismo ayuntamiento para que no pueda alegar ignorancia.[26]

El rey como padre desempeño la función de mantener el orden en su casa, a cuyo efecto tomaba las medidas que la prudencia y la conveniencia dictaban. Las decisiones del monarca en ejercicio de su poder económico -es decir, domestico- podían quedar al margen de constricciones que en ejercicio de su potestad pública jurisdiccional hubiera sido difícil de salvar.[27]

Cuando se produjo la expulsión de los jesuitas de España y sus dominios, el monarca alegaba su potestad económica. De acuerdo al decreto del 27 de febrero de 1767, advertía el rey que “estimulado de gravísimas causas, relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia a mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo; usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso ha depositado en mis manos”.[28]

Otro caso fue la Real Ordenanza de Intendentes aplicada en el Río de la Plata fundada en el amor a los vasallos:

Movido del paternal amor que me merecen todos mis vasallos, aun los más distantes, y del vivo deseo con que desde mi exaltación al trono he procurado uniformar el gobierno de los grandes imperios que Dios me ha confiado, y poner en buen orden, felicidad y defensa mis dilatados dominios de las dos Américas, he resuelto con muy fundados informes y maduro examen, establecer en el nuevo Virreinato de Buenos Aires, y distrito que le está asignado, intendentes de ejército y provincia para que, dotados de autoridad y sueldos competentes gobiernen aquellos pueblos y habitantes en paz y justicia en la parte que se les confía y encarga por esta instrucción.[29]

Con la expresión “cultura jurisdiccional” se entiende un modo de organización y gestión del poder que se verificó con escasas variantes en todos los espacios políticos europeos desde la Baja Edad Media hasta fines del siglo XVIII. El concepto de “Iurisdictio” designaba y disciplinaba el papel del poder “público” en la sociedad bajomedieval y moderna. De esta forma, era el poder público quien resolvía una controversia -declarando el derecho- como dictar preceptos generales a partir de aquel campo normativo trascendente, es decir, con el establecimiento de la equidad. La sentencia -quasi particular lex- y la lex -la costumbre, el estatuto, la ordenanza- eran actos de jurisdicción y como tales su virtud normativa consistía en reflejar en un contexto específico, algún aspecto del orden trascendente.[30]

Según Tau Anzoátegui el origen de la costumbre y su evolución nació de abajo “en pequeñas situaciones, se abroquela en círculos restringidos, carece de pretensiones abarcadoras. Está más cerca de las cosas que de la mera especulación. Se muestra opuesta a la fisonomía del legislador omnipotente y encuentra dificultad para desplegarse dentro de una mentalidad racional, uniforme y legalista”.[31]

La heterogeneidad propia de la monarquía universal distinguía entre las sentencias dictadas por un juez ordinario y las que provenían de la Sala del Crimen, una Audiencia o Chancillería. También entre las civiles y criminales, como las emanadas durante el siglo XVI y a fines del XVIII o comienzos de la siguiente centuria. Esas sentencias no eran lo mismo en Castilla que las pronunciadas en Aragón o Portugal.[32]

Para “decir derecho” debía haber primero un conflicto que alterara el orden. La iurisdictio era una especie de “poder público” con potestad para resolver una confrontación. A pesar de la vigencia del derecho castellano-indiano, por encima de todo estaba la palabra divina. Los textos de la Biblia, así como la palabra de los santos podían determinar una sentencia. Un interesante ejemplo ocurrió en Tucumán en 1782 en el alegato de Joaquín Monzón contra el justicia mayor Juan Silvestre y Helguera, donde recurrió a fuentes normativas, la Biblia, el derecho romano, las Siete Partidas, el derecho real, el derecho común y las palabras de San Lucas.[33]

Los indígenas estaban en la categoría tradicional de las personas miserabiles, no sólo en el ámbito de la doctrina, sino también en el de la legislación civil y canónica. Se ha señalado el origen de esta categoría y su llegada al vocabulario jurídico:

Como es sabido el adjetivo miserabile ingresa en el vocabulario jurídico en el texto de una constitución de Constantino que concede determinados beneficios de carácter procesal a personas que se encuentran en situaciones de especial debilidad, postración o desamparo. Los beneficios que esta ley les otorga son solamente dos: aunque hayan sido demandados ante el emperador, estas personas no pueden ser compelidas a salir de sus provincias para litigar; ellas mismas como demandantes pueden obligar a sus adversarios a comparecer ante el tribunal imperial. Y entre sus destinatarios la ley menciona los menores no sujetos a patria potestad, las viudas, los enfermos incurables, los inválidos y otras personas maltratadas por la fortuna.[34]

En 1799, el defensor de menores y pobres de la ciudad de San Miguel de Tucumán, Salvador Alberdi -padre de Juan Bautista Alberdi-, presentó una denuncia ante la Real Audiencia contra el alcalde ordinario de segundo voto, Pedro Antonio de Zavalía, por abusos contra los indios. Según el denunciante, Zavalía se había llevado a la hija de un indígena que vivía en los suburbios de la ciudad para depositarla en casa de unos amigos suyos para servir. Alberdi protestó que Justo Pedraza haciendo mal uso del favor que tenía con el juez mantenía en su casa, aprovechándose de gracia del servicio de la miserable, con pretexto de darle buena educación, que es este título con que se pretende justificar ordinariamente la violencia que se hace a estas miserables, para reducirlas a una servidumbre semejante a la esclavitud.

Ante la acusación de Alberdi, Zavalía respondió que el padre de la niña era hijo de mulato, por lo tanto no era indígena, ni el defensor designado para naturales no tenía jurisdicción para defenderla ni inmiscuirse en este asunto de justicia: “Siendo el ministerio de dicho Alberdi contraído solamente a la protección de indios, ha querido hacerlo comprensivo también de mulatos y esclavos”.[35]

2. Piedad, misericordia y perdón en la cultura católica [arriba] 

El propio derecho se subordinaba, no a una práctica social, sino a una virtud religiosa. Al respecto, sostiene Bartolomé Clavero: “La religión y el derecho eran órdenes y además no separados […]. El orden jurídico e incluso el médico dependían del texto en mayor medida, si no que el teológico, que el religioso” Aclara sobre el jurista y el teólogo: “El jurista, antes que funcionario o abogado de parte, era paladín de un orden, militante de una tradición, no menos que el teólogo”.[36]

En el pensamiento judeocristiano el pacto o berith entre el hombre y Dios tiene estrecha relación con los conceptos de la justicia y la misericordia divinas, como también con la gracia de Dios y la libertad humana. Dios y su amor hizo posible la venida del Redentor al mundo, pero Jesús introdujo por primera vez el concepto de redención como elemento para reconstruir el orden y la unidad social.[37]

Por primera vez en Israel la justicia se vio sustraída al poder y restituida a la esfera de lo sacro. Con la idea de pacto, de alianza, que lo comprometía en primera persona, Dios se convirtió en garante de la justicia de la esfera social y política. Esta innovación tuvo como consecuencia la primera separación entre el concepto de pecado -como culpa con relación a Dios- y el delito como violación de la ley positiva.[38]

Mucho antes que en Israel -exactamente cuatro milenios- los hombres respondieron que hay límites a los que gobernaban, juzgaban o detentaban el poder. Esa creencia dio lugar a lo que suele llamarse iusnaturalismo, por provenir los límites de la naturaleza. Un ejemplo de clemencia se puede apreciar en el episodio de la Epopeya de Guilgamesh, cuando Humbaba derrotado pidió por su vida a Enkidu. En esos tiempos el cautivo de guerra, si su vida era perdonada, se transformaba en esclavo del vencedor. Con respecto a este tema, afirma Ricardo Rabinovich-Berkman:

Esta idea aparece bastante en la Antigüedad, a lo largo de un amplio espacio de tiempo, y en diversas culturas. Podría vincularse con la noción de la obligatoriedad de las donaciones. La vida, como bien más valioso, sería un objeto de don de tanta importancia, que el deber surgido, en contrapartida, en cabeza del beneficiario (receptor), sólo podría cubrirse con una conducta de obediencia perpetua. La vida obsequiada sería, sí, de la persona salvada, pero debería dedicarla, en toda oportunidad posible, a hacer mejor la existencia de su salvador.[39]

El Nuevo Testamento, el Sermón de la Montaña y la oración del Padre Nuestro constituyeron la máxima expresión de la nueva idea. Por otra parte, el “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” estableció una nueva idea de relaciones de reciprocidad donde los vínculos se basaron en el concepto del perdón. Tanto en el origen como la permanencia de la comunidad cristiana se manifestó la posibilidad de reconciliarse con los semejantes.[40]

Con el proceso de juridización de la Iglesia en el siglo II, se desarrolló el primer derecho disciplinario de la Iglesia como elaboración de los poderes recibidos de Cristo. Fue una elaboración todavía indeterminada, en la que muy poco se sabe del perdón de las culpas, de los pecados personales sin implicancias públicas, pecados cuyo perdón se confiaba a la relación personal del creyente con Dios y a la confesión pública de los pecados en la celebración eucarística.[41]

En el complejo cultural altomedieval se puede advertir el predominio de la concepción cristiana, a través de la decidida afirmación de ciertos planes que en realidad debían contribuir a fijar una imagen del universo. La presencia eminente del trasmundo de la que la Edad Media sacará cierta dimensión y que le será innata y constructiva, se traducirá en la trascendencia. Para círculos más reducidos, los teólogos desarrollaron los temas clásicos que ya se hallaban en los padres griegos y latinos, con más preocupaciones por la didáctica que por el fondo mismo del asunto.[42]

Para San Agustín la gracia divina era una inspiración proveniente de Dios, una relación entre el Espíritu Santo y los hombres que existía en el corazón de estos últimos por la mediación de Cristo. En una acción amorosa, Dios había enviado a su hijo para devolver la gracia entre los hombres y posibilitar el perdón y su salvación. Los teólogos tridentinos reconocieron que tanto el bautismo como la penitencia eran ritos que hacían posible el perdón de los pecados. Ya en el tratado De vera et falsa poenitentia, escrito a mediados del siglo XI y atribuido a San Agustín, la confesión misma ante el sacerdote, es decir, la vergüenza al enumerar los pecados ante el representante de Dios significó penitencia.[43]

La piedad también se expresó en la manumisión de los siervos. Así, el señor otorgó la libertad a sus siervos, pero el interés, le aconsejó que se la vendiese. Esta situación gravitó sobre el pensamiento medieval y condujo a los hombres de aquel tiempo a una concepción poco sincera del acto de manumisión. Aunque se concediera a cambio de una indemnización, durante mucho tiempo se quiso presentar exteriormente como si fuera una donación, pues no parecía decente el precio que se cobraba.[44]

Con excepción de una elite reducida, el robo, el expolio y el asesinato eran pautas normales de comportamiento de la sociedad guerrera bajomedieval. Las personas se comportaban de acuerdo con las exigencias sociales y esto les parecía gratificador. Una de las muestras más evidentes de la escasa regulación social y represión de la vida emotiva, era el hecho de que la alegría producida por la destrucción del enemigo se solía transformar en la conmiseración más extrema debido a una identificación repentina con los torturados.[45]

La preocupación respecto a la decadencia moral de la humanidad y la necesidad para reformar los males y vicios del papado y la Iglesia, fueron parte de un sentir general en la Europa del siglo XV y principios del XVI. El decreto del Concilio de Trento sobre el sacramento de la eucaristía atacó las doctrinas protestantes y defendió la doctrina medieval de la transustanciación. Los teólogos establecieron que con el acto de la consagración, el sacerdote operaba la transformación de la entera sustancia del cuerpo de Cristo, igual que la transformación de la entera sustancia del vino en la sangre del Hijo de Dios. El Concilio de Trento hizo de la eucaristía el sacramento más importante de todos y en él los fieles conmemoraron el sacrificio de Cristo en la cruz. Los hombres al recibir el Santísimo Sacramento, participaron del acto de amor divino más grande: el restablecimiento de la gracia de Dios y el acceso al perdón y la vida eterna.[46]

Una inmensa producción de libros tocantes a temas religiosos entre 1500 y 1670, se pueden observar en los índices de la “Biblioteca Hispana Nova” de Nicolás Antonio. En esta biblioteca, además de ponerse a la cabeza la teología, se ubican escritos hagiográficos, historias eclesiásticas locales, polémicas en defensa de determinadas tradiciones, poemas religiosos, obras teatrales, etc. Los autores místicos españoles incluidos eran los que en sus obras reaccionaron contra la Reforma, como Juan de Ávila, San Juan de la Cruz, Diego de Estella, Luis de Granada, Luis de León, Alonso de Orozco, Santa Teresa de Jesús y Alejo Venegas.[47]

Además de estos autores que aconsejaban piedad y mesura se encontraba también la obra del moralista Diego de Saavedra y Fajardo que exhortaba al príncipe: “Entrar a reinar perdonando ofensas propias y castigando las ajenas es tan generosa justicia, que acredita mucho a los príncipes, y les reconcilia las voluntades de todos”.[48]

Juan Luis Vives sugería a las mujeres que frecuentaran lecturas que mencionaran la caridad y justicia con el prójimo: “Y si la mujer, leyendo en buenos libros, dudare algo o se le atravesare algún escrúpulo (como suele acaecer), no se pase luego sin más entender ni siga a su propio juicio”. La mujer tenía que consultar las lecturas con quien más sabía para no ser engañada y tomara lo falso por verdadero “de donde podemos inferir que se deben leer cosas que alcen nuestros pensamientos a Dios y pongan nuestras ánimas en el reposo y quietud de la santa fe cristiana, encaminando nuestras conciencias por el camino llano de la justicia y caridad con el prójimo”.[49]

La reforma protestante criticó la naturaleza de ciertas prácticas y cultos devocionales, al igual que a la teología y administración de los sacramentos. Muchas críticas giraron en torno a las vías que la Iglesia ofrecía para obtener el perdón y a la reconciliación entre el hombre y Dios.[50]

A fines del siglo XV, las poblaciones aborígenes americanas tenían desarrollada su propia cultura en un mundo autónomo. Pero a partir de la llegada de los españoles, el mundo indígena fue dominado en su conjunto y comenzó para América una flamante era con la formación de nuevas sociedades integradas por los conquistadores y los dominados.[51]

Francisco de Vitoria afirmó que llevar a los indígenas los misterios de Dios por medio del temor era un sacrilegio:

Se prueba; porque el creer pertenecer a la voluntad que es viciada o disminuida por el temor (Aristóteles, libro III de los Éticos), siendo sacrílego llegar a los sacramentos y misterios de Cristo sólo por temor servil.Además, se prueba por el capítulo De Judaeis, distinción 45 que dice: Acerca de los judíos ordenó el Santo Sínodo que a ninguno en adelante se le hiciera violencia, pues Dios hace misericordia con quien le place y a quien quiere endurece. No hay duda alguna que esta sentencia del Concilio Toledano trata de impedir que se empleen amenazas y terrores para obligar a los judíos a recibir la fe.[52]

Para el cristianismo, el miedo por sí solo no posee ningún significado, pues, el temor y la culpa son sólo una dimensión del orden y del sentido vital. La promesa de una Justicia divina en el Más Allá, es una Justicia que contempla la posibilidad de acceder al perdón de Dios.[53]

Similar a la clemencia divina, el perdón a los indígenas hostiles fue una política utilizada por Hernán Cortés a medida que avanzaba en la conquista de México con el objeto de convertirlos como aliados para la guerra contra los aztecas. Bernal Díaz del Castillo recordaba que “para algún buen fin era Nuestro Señor Jesucristo servido guardarnos, y que luego [Cortés] soltase los prisioneros y que los enviase a los caciques mayores, otra vez por mí memorados, que vengan de paz, y que se les perdonará todo lo hecho”.[54]

Piedad, devoción, confianza en la misericordia divina y riqueza, constituyeron actitudes y ansias comunes en la sociedad del barroco. La apetencia y el éxito en la acumulación de riqueza, hasta lograr en algunos casos grandes fortunas, podía ser legitimada en crisis económicas que suponían el empobrecimiento de sectores de la sociedad, si una parte de ellas se destinaba a la caridad y a la devoción. Para la sociedad católica las buenas obras, la piedad, la oración y la intercesión de los santos como mediadores en las necesidades del alma y el cuerpo, también eran caminos de salvación.[55]

El interés de la literatura por la figura del pobre y el mundo de lamiseria es antiguo y rico en fuentes testimoniales. Al respecto, en épocas distintas cambió la función principal desempeñada por la figura del pobre, el orden de los valores en el que se inscribió y la valoración ética y estética que de él se daba.[56]

Silvia Federici se refiere a la migración, el vagabundeo y el aumento de los crímenes contra la propiedad en la Edad Media donde eran parte de la resistencia a la pobreza y a la desposesión. Al respecto, dice esta autora:

En todas partes -si damos crédito a las quejas de las autoridades del momento- los vagabundos pululaban, cambiaban de ciudad, cruzaban fronteras, dormían en los pajares o se apiñaban en las puertas de las ciudades, una vasta humanidad que participaba en su propia diáspora, que durante décadas escapó al control de las autoridades. Sólo en Venecia había seis mil vagabundos en 1545.[57]

La actitud hacia los pobres fue objeto de una polémica importante en tiempos de la reforma. Geremek distinguió la crítica de la doctrina medieval de la caridad: “La crítica estaba ligada al problema de las buenas acciones, a la doctrina de la predestinación y, más ampliamente, a las polémicas en torno a la actitud cristiana en la vida social y a la justa organización de la comunidad de Dios sobre la tierra”.[58]

La convicción de que los pecados públicos de la sociedad hacían que Dios se irritara, por lo que castigaba a la misma sociedad con derrotas bélicas y fracasos políticos, aparecía en multitud de textos del tiempo de Felipe IV. A veces los predicadores delante del monarca desarrollaron el tema, como lo hizo, por ejemplo, fray Diego de Consuegra, poco antes de la muerte de aquél en un sermón de adviento donde advertía que los puestos, las dignidades, los oficios, muchos de ellos se emplean en venganzas, en torcer la justicia, dirigiendo la gracia, la sentencia y favor hacia los poderosos, porque pueden pagarlos a los deudos y amigos, sólo porque lo son, cargando la pena y el rigor de justicia sobre los inocentes, porque en ellos no hallan estos respectos de interés.[59]

De este modo, la expresión “pecados públicos” se refería a los “escándalos sexuales”, o a los llamados “desórdenes públicos” entre hombres y mujeres. En ocasiones la justicia intervenía por su propia iniciativa persiguiendo escándalos sexuales u otras conductas lesivas para la honra de terceros. Lorenzo de Santayana y Bustillo explicaba la instrucción a los corregidores de Fernando el Católico que castigaba los pecados públicos: se manda en castigar los pecados públicos, blasfemias, amancebados, usuras, adivinos, y agoreros, y otros semejantes, y ejecutar las leyes del reino, a que en ello hablan, y en cuanto a los amancebados ejecuten la pena del marco, como, y en cuanto a los testigos falsos, y los demás pecados públicos las penas impuestas contra ellos.[60]

Los moralistas daban ejemplos de reyes clementes y benignos como Fernando el Católico: “Fue tan rey de su palacio como de sus reinos, y tan ecónomo en él como en ellos. Mezcló la liberalidad con la parsimonia, la benignidad con el respeto, la modestia con la gravedad y la clemencia con la justicia”.[61]

En la segunda mitad del siglo XVIII, Antonio Pérez y López expresaba que la doctrina de Jesucristo era el origen de la piedad, es decir “la norma de lo honesto, el peso de lo justo, y el único taller de los Santos, y es además la baza de los imperios, el escudo de los reyes, y el asilo de los vasallos”. Los vasallos eran instruidos por Jesucristo “y por medio de sus apóstoles y discípulos, y les enseña con el ejemplo y doctrina, que no hay potestad que no venga de Dios; que quien resiste a ella se opone al orden divino, sino principalmente en conciencia, y que debe obedecerse no sólo a los soberanos y señores rectos y justos, sino también a los díscolos”.[62]

El pueblo se veía cuando se encontraba afortunado como “arrogante e impío” y en adversidad se sentía “rendido y religioso”. Saavedra y Fajardo mencionaba al respecto: “Tan fácil a la crueldad como a la misericordia. Con el mismo furor que favorece a uno, le persigue después. Abusa de la demasiada clemencia, y se precipita con el demasiado rigor”.[63]

3. La confesión y el perdón [arriba] 

En las Partidas hay una serie de clasificaciones de pecados que se vinculan jurídicamente a las grandes obras teológicas de la época. Lo que configura un dato clave para delinear la antropología operante en sus textos. Se puede comprobar que estas elaboraciones giraban en torno de un problema concreto, la descripción de las maneras de pecado que borra el sacramento de la penitencia expresadas a través de un mecanismo textual particular, las lecturas alegóricas de la metáfora de los tres muertos resucitados por Jesús según el Evangelio: la hija de Jairo, el principal de la sinagoga, el hijo de la viuda de Naín y Lázaro.[64]

Bartolomé Clavero aclara que cuando se trató la pena en autores de los siglos XVI y XVII se encuentra una noción expresa y válida para el delito y para el pecado:

Bajo el mismo concepto podrá tratarse la pena legal así dicha porque el texto tradicional la determina; la judicial o arbitraria que puede el juez decidir; la convencional o establecida para el cumplimiento de obligaciones por las partes interesadas; la voluntaria o de imposición propia como penitencias de mérito, merecidas siempre; la fundamental o de penitencia más ordinaria.[65]

Guy de Montrocher recomendó que los confesores expusieran primero, la piedad, la misericordia, la caridad y la mansedumbre “con que Cristo está dispuesto a recibir a los pecadores”. Si el pecador no quería confesarse “entonces el confesor debe presentar los terrores del juicio, las penas del infierno y que Dios castiga a los que no quieren hacer penitencia”. Montrocher aconsejó que el confesor escuchara con sencillez la confesión del pecador: “Que tenga cuidado de no escupir, y de no manifestar ningún signo de rechazo, ni siquiera cuando el penitente confiese algún pecado deshonroso y enorme. Que escuche todo con mansedumbre y piedad”.[66]

Friedrich Spee entendía que era conveniente preparar a los acusados lo antes posible para la penitencia, el remordimiento y la conversión sincera hacia Dios. Esto se haría por medio de visitas de los sacerdotes “dado que sé que esto ayudará no sólo para su confesión sacramental sino también para su confesión profana, la cual se obtendrá de una manera más segura y satisfactoria que la que se obtiene a través de la tortura”.[67]

María Elena Barral ha acentuado el papel de los párrocos, frailes y maestros como vehículos para imponer la disciplina social basada en la obediencia: “Las estrategias pastorales en sus manos contenían una fuerte impronta disciplinadora e incluía mecanismos de persuasión, de control y de represión que apuntaba mucho más a interiorizar modelos de comportamientos que a transmitir un sistema de saberes”.[68]

En América la confesión surgió como uno de los mayores instrumentos de la conversión al catolicismo y de la introducción de la moral cristiana. Por medio de la penitencia los aborígenes se transformaron en pueblo de Dios. Fray Toribio de Benavente dejó asentado cómo y cuándo se inició en Nueva España el sacramento de la penitencia y confesión:

De los que reciben el sacramento de la penitencia ha habido y cada día pasan cosas notables, y la más y casi todas son notorias a los confesores, por las cuales conocen la gran misericordia y bondad de Dios que así atrae a los pecadores a verdadera penitencia […] Comenzóse este sacramento en la Nueva España en el año de 1526, en la provincia de Tezcuco, y con mucho trabajo, porque como era gente nueva en la fe, apenas se les podía dar a entender qué cosa era este sacramento; hasta que poco a poco han venido a confesar bien y verdaderamente.[69]

Los sacerdotes y los frailes cristianos van a ocupar el lugar que dejaron los profesionales del culto religioso indígena. Estos sacerdotes aborígenes fueron llamados por los españoles con el nombre de papas, alteración entre el término autóctono que los nombra y la palabra papa.[70]

No deja de ser significativo que la confesión es un régimen penitencial instituido en Occidente después del surgimiento y la consiguiente desaparición de otras formas de hacer penitencia. Existe toda una historia de los regímenes penitenciales y de las expiaciones que debían cumplir los penitentes desde la existencia de la Iglesia hasta el IV Concilio de Letrán (1215) que estableció la confesión auricular anual obligatoria para todos los cristianos. Los escolásticos afirmaron que el pecador no debía acercarse a la confesión si no estaba arrepentido. Junto al arrepentimiento, para obtener el perdón era necesario que el penitente exteriorizara sus pecados y su voluntad de volver a la gracia de Dios. Para los misioneros que vinieron a América, la inserción de los cultos religiosos del catolicismo y la eliminación de los propios del mundo indígena fue un basamento importante de su empresa. La evangelización se desplegó por medio de la inserción de diferentes prácticas que a través de siglos de historia, el cristianismo desarrolló y consolidó en el mundo europeo. La confesión auricular introducida por los misioneros se convirtió en la expiación de las penas y el subsiguiente perdón de los pecados para los indígenas.[71]

La base de la documentación sobre la confesión es la abundante literatura eclesiástica, acumulada en los siglos XII y XIX. Se compone de manuales de confesores, tratados de casuística, sermones, catecismos, resultados de conferencias eclesiásticas, cartas de espiritualidad, etc.[72] La Junta Apostólica de México de 1524 emitió las primeras disposiciones para la administración del sacramento de la confesión. Los feligreses sanos comenzarían a reconciliarse anualmente y estarían obligados a confesarse antes del matrimonio, previo examen de la doctrina cristiana. Mientras que los enfermos habituales podrían hacerlo dos veces al año. El II Concilio Limense amonestó a los curas que enseñaran a los indios a examinar sus conciencias antes de confesarse. Tenían que intentar recordar todos los pecados graves cometidos desde la última confesión o desde el bautismo, movidos a tener verdadera contrición y propósito de enmienda.[73]

Delumeau explicó que la confesión auricular era obligatoria y detallada, de acuerdo a fuentes religiosas:

Es el Catecismo del Concilio de Trento el que reconoce que los fieles en su mayoría no pasan ningún día con más impaciencia [nerviosismo] que los que están destinados por la Iglesia a la confesión. La vergüenza paraliza además a muchos de ellos cuando están arrodillados ante el sacerdote en el tribunal de la confesión. La vergüenza [en esta ocasión] es muy común y muy perniciosa, constata en el siglo XVII el padre Lejeune, oratoriano y célebre predicador ciego.[74]

Las Constituciones Sinodales de la Arquidiócesis de la Plata contemplaron varias disposiciones sobre la confesión. Entre ellas, que no se administrara la confesión en casas particulares ni por la noche fuera del caso de necesidad (1638, 1738 y 1773); penitencias que se debían imponer y su cumplimiento (1738 y 1773); obligación de todos los fieles de confesarse por cuaresma (1773) y la absolución de los enfermos que perdieron la razón (1773).[75]

Un jesuita resaltaba la piedad de los guaraníes cuando se preparaban para la muerte: “Luego que el enfermo se siente extraordinariamente malo, y muchas veces antes, él mismo pide que lo llamen al padre para que lo confiese. Aun cuando los enfermos no lo están de todo este cuidado, los visitan los padres con frecuencia”. Casi siempre los enfermos hallaban una paz y conformidad con la voluntad divina “que los quiere llevar de esta vida y una firme esperanza de que ya los ha perdonado y de que los ha de llevar al cielo”.[76]

Tanto la cosmovisión medieval como el humanismo renacentista cristiano definieron la mirada con la que los religiosos entendieron las realidades americanas a las que se enfrentaron. Desde la primera época de su misión, los religiosos emprendieron una cruel batalla contra lo que ellos sintieron como claras acciones del Demonio y sus secuaces. Para ello intentaron implantar entre los aborígenes una religiosidad cristiana sencilla, basada en el amor a Cristo y al prójimo en la que no se exageraron los cultos exteriores. Los instrumentos pastorales para convertir a los indios fueron catecismos, sermonarios, confesionarios, e itinerarios. A partir de este período se inició el proceso de construcción del sentimiento de culpa entre la población indígena, así como el principio de una nueva historia de relaciones de negociación alrededor de la búsqueda terrena del perdón en el Más Allá.[77]

Un miedo casi insuperable dominaba a las gentes de toda condición ante los frecuentes desastres naturales que castigaban campos y ciudades y que ante su ignoto origen eran considerados como un efecto de las fuerzas del mal. Ello generó que estas fuerzas malignas fueran identificadas por los evangelizadores con el demonio o como un castigo divino por los pecados de los hombres. Para conjurar su peligro se recurría a estrategias en las que lo mágico y lo religioso se fundían en rituales públicos y multitudinarios que exaltaban el sentimiento de piedad y devoción.[78] Llama la atención el sentimiento trágico de la vida que llevaba a las personas a sentir más la religión como expiación, frente a otros que la veían como un consuelo. En el caso de las comunidades rurales la penitencia de este tipo no siempre obedecía a promesas antiguas, sino a situaciones del momento, como por ejemplo plagas y sequías u otros males que dañaban los campos.[79]

San Francisco de Sales señalaba la primera purificación que era la de los pecados mortales mediante la reconciliación a través de la confesión: “Sucede con bastante frecuencia, que las confesiones ordinarias de las personas que llevan una vida común y vulgar están llenas de grandes defectos, porque, muchas veces, la preparación es deficiente o nula, y falta la contrición exigida”. Decía que por el contrario, solía acudirse a la confesión con una voluntad tácita de volver a caer en el pecado, para lo que “la confesión general es necesaria para la tranquilidad del alma”.[80]

Nicolás Mascardi describió la penitencia realizada por los poyas quienes observaron en el altar del toldo de los misioneros un tafetán manchado de sangre de los penitentes de Semana Santa de la iglesia de Nuestra Señora de Chiloé. Los indios le preguntaron por qué estaba manchado de sangre y Mascardi les respondió que “los españoles como los indios, en señal del dolor de sus pecados, y de la muerte y pasión que, por causa de ellos, había padecido Cristo Nuestro Señor, todos los años se azotaban públicamente, derramando su sangre”. El cacique imitó esa penitencia y se sangró las piernas y brazos con un pedernal. Luego de manchar la cruz que tenía el jesuita, mencionó que lo hacía en dolor de sus pecados para obtener el perdón de Dios:

Y a su imitación fueron haciendo lo mismo los demás poyas que se hallaban presentes, así hombres como mujeres. Con este espectáculo, tan alegre para Dios y para los ángeles, se me saltó el corazón de contento. Quedé convencido de que era voluntad de Dios que yo los bautizase.[81]

En 1779, María Antonia de Paz y Figueroa organizaba ejercicios espirituales en Buenos Aires, dirigido a distintos sectores sociales de la ciudad y zonas rurales aledañas. Hombres y mujeres recibieron formación religiosa, consuelo espiritual, consejo para sus preocupaciones y perdón de sus pecados. Una situación similar se presentaba con las monjas dominicas y capuchinas que cumplían un rol social y religioso que les dictaba una antigua tradición: ser espejo de Dios y ejemplo para los vivían en el mundo. Durante la época hispánica y de acuerdo con el imaginario vigente, la sociedad barroca en la que vivían debía ser reflejo de la “sociedad celeste”.[82]

4. Piedad y caridad como valores en la conducta de los jueces [arriba] 

Un aspecto que se debe tener en cuenta es que la historiografía, el tratamiento de la justicia indiana priorizó el estudio de los dispositivos vinculados a los oficios de la corona y se dejó de lado el análisis de las instituciones municipales. Por mucho tiempo fueron ignorados los alcaldes ordinarios o eventualmente señalados como casos de excepción.[83]

Hespanha se ha referido al problema de las fuentes documentales portuguesas y a la historiografía tradicional que ha ignorado el derecho local y la actividad de las magistraturas. La doctrina de los siglos XVII y XVIII no habría profundizado respecto de la práctica jurídica local. Cabe destacar que los principales juristas portugueses fueron profesores universitarios, jueces de tribunales superiores, abogados en la corte, letrados y oficiales del rey. Advierte Hespanha:

Si se rechazan los presupuestos de estas historiografía -y esta es la actitud que hay que adoptar si se pretende obtener una visión del pasado válida para sectores que operaban más allá de la corte y de las ciudades donde existía una justicia culta- entonces hay que asumir la dura tarea de sustituir el discurso fantasmagórico sobre la omnipresencia y la normalidad (tanto en sentido estadístico como axiológico) de una justicia letrada y de un derecho culto por una descripción teórica. [84]

La justicia ordinaria de primera instancia civil como criminal estuvo desde el siglo XVI y hasta fines del dominio hispano en manos de dos alcaldes ordinarios, que eran jueces honorarios elegidos anualmente por el cabildo de entre los vecinos principales de la ciudad. Por otra parte, los gobernadores provinciales de nombramiento real o sus tenientes estaban facultados para actuar también en primera instancia, a prevención con los alcaldes ordinarios en grado de apelación, como tribunal intermedio antes de ir a la lejana Audiencia.[85]

Para Aristóteles el municipio fue la primera comunidad resultante de muchas familias y cuyo fin era servir a la satisfacción de las necesidades. La asociación última de muchos municipios era la ciudad, es decir, “la comunidad que ha llegado al extremo de bastarse en todo virtualmente a sí misma, y que si ha nacido de la necesidad de vivir, subsiste porque puede proveer a una vida cumplida”. Toda ciudad existía por naturaleza “no de otro modo que las primeras comunidades, puesto que es ella el fin de las demás”.[86]

Las normas que estructuraban la vida en comunidad, con la imposición de un orden de representación y que configuraban su peculiar ámbito de poder, aparecieron en el discurso jurídico sistemáticamente adjudicadas al derecho natural. En este discurso las comunidades humanas cobraron existencia por medio de conceptos que denotaron los predicados normativos derivados de su naturaleza orgánica: corpus reipublicae mysticum, persona mystica, persona ficta, universitas.[87]

Según André-Vincent, la noción de derecho natural surgió de un dato inmediato de la conciencia, es decir, ese sentido de lo justo dado al hombre por su naturaleza, anterior a toda ley humana y capaz de juzgar a éstas. Esta elaboración doctrinaria fue hija de una triple vertiente: de la filosofía griega, del derecho romano y de la sabiduría cristiana.[88]

Mientras el Estado secular buscaba alcanzar su propia exaltación y glorificación cuasirreligiosa, la Iglesia como corpus mysticum cuius caput Christus se revestía de elementos seculares. Un ejemplo fue Barbarroja que santificó su imperio con el título de sacrum imperium, término paraeclesiástico tomado del vocabulario del derecho romano y no del de la Iglesia. Por otra parte, Kantorowicz sostiene que los esfuerzos por brindar a las instituciones estatales de una aureola religiosa, llevaron a los teóricos del Estado secular a una apropiación, más que superficial, del vocabulario no sólo del derecho romano, sino también del derecho canónico y de la teología en general.[89]

Los reyes fueron concebidos a imagen de Cristo, el hijo y en otras, a imagen del Dios padre. En Inglaterra, las ficciones jurídicas asidas a las funciones cotidianas del gobierno del monarca lo dotaron con los atributos de la divinidad. Dios era omnipresente, pues, en sí mismo él constituía el “cuerpo político” sobre el que reinaba. Dios envió a su hijo para salvar a los hombres, que era hombre a la vez que el Creador, es decir, tenía un “cuerpo natural” a la vez que su cuerpo político y ambos eran inseparables como las personas de la Trinidad.[90]

La invocación de un uso combinado de la amenaza y del perdón, de la ira y del amor, constituyó un control muy eficaz. Instalaba en los súbditos un hábito de obediencia, producto del temor y del amor. Antes y con posterioridad al crimen, el delincuente temía la “ira regia”. Afirma Hespanha: “Pero incluso después de la condena hasta el último momento de la consumación de la pena, el criminal nunca desespera del amor y de la misericordia del rey. El amor del poder se prolonga entonces hasta el último momento del suplicio”.[91]

Los jueces que actuaban en el espacio municipal, ya fueran reales como capitulares, legos o letrados, se asumían como portadores de un poder justificable en función de su cometido de preservar el orden, es decir, mantener la paz de la república. Esto se reflejó en los manuales jurídicos que aleccionaron esas mismas pautas. Así, en los siglos XVI y XVII las causas que retenían a los presos eran en su mayor parte por deudas, heridas, robos, riñas y muertes. Muchos detenidos se hallaban con causas olvidadas y en un estado miserable, mientras que otros lograban la libertad por medios económicos.[92]

Se contempló en base al derecho natural, que cuando el rey no ejercía la potestad de elegir magistrados, era el pueblo quien lo originaba. Señalaba Diego de Covarrubias y Leyva:

Pero si el rey descuidase u omitiese la creación y nombramiento de magistrados en las ciudades y pueblos, entonces el pueblo, y en su nombre el colegio de decuriones, puede constituir y crear jueces, hasta que el rey envíe y nombre los jueces ordinarios, pues el pueblo transmitió la jurisdicción al rey reservándose para sí el derecho natural de nombrar por sí mismo gobernador, cuando el rey omita hacerlo.[93]

La visión de la naturaleza como parámetro de adecuación de las conductas y fuente de criterios para saber qué debía o no hacer el que poseía el poder, fue casi una constante en los pensadores católicos de la Edad Media.[94]

En el período hispánico los alcaldes fueron elegidos entre “los sujetos más distinguidos” que tuvieran “su habitación en los distritos que se les señalan” y que fuesen honrados. Como declaró el virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros en su Instrucción para gobierno y desempeño de los alcaldes de barrio en el ejercicio de sus empleos, la búsqueda de candidatos se dirigía a aquellos que “por su lustre, actividad y amor al público puedan ser a propósito para desempeñar con exactitud” el cargo para el cual se los nombraba.[95]

Los magistrados ocuparon un lugar prominente en la administración de la justicia superior, gracias a la delegación que sobre ellos realizó el monarca, quien a su vez era el último garante de dicha justicia. Como ejemplo de las cualidades del buen magistrado, Juan de Matienzo escribió su Dialogus relatoris et advocati Pinciani senatus, donde ubicó la calidad del juez por sobre la del mero abogado. Afirmó que eran muchos los requisitos para quienes ejercerían la judicatura: “tantos como los necesarios para que un árbol fructifique, dando sus mejores frutos”. Detallaba al “magistrado varón, noble, temeroso de Dios, caritativo, de buena fama, conocedor del derecho, íntegro, magnánimo, desprendido, imparcial, desconfiado, valeroso, sereno, paciente, humilde, cortés, constante, fiel, discreto, elocuente y prudente”.[96]

Las facultades a los magistrados, príncipes y gobernadores, formaron parte necesariamente del orden social, como lo afirmó Covarrubias y Leyva:

Es además también indiscutible que la sociedad humana, que hemos demostrado ser indispensable al género humano, no puede gobernar a los hombres, defenderse contra los enemigos y reprimir el atrevimiento de los malhechores, si no concede facultades convenientes a los magistrados, príncipes y gobernadores y si no constituye jueces y guías a los que la multitud misma y todos los que componen la vivencia se sometan y obedezcan, ya que de otro modo, sin orden y sin cabeza, de ninguna manera conseguirían lo que se necesita para bien de toda la comunidad.[97]

En un documento sin lugar y fecha, presumiblemente del siglo XVI, se mencionó el origen de los alcaldes de corte en el Perú:

El primero que proveyó los oficios de la justicia del crimen, que llamaron alcaldes de corte, en el reino del Perú, que es en las Occidentales Indias, fue el rey don Felipe segundo de este nombre, rey de Castilla y de las Indias. Este rey entendiendo las grandes sediciones, bullicios y alborotos, que en aquel reino cada día había y se levantaban y deseando, como buen príncipe cristiano, el sosiego y quietud de sus vasallos y reino, y que los males fuesen castigados, y los buenos viviesen en paz, y seguros en sus tierras, para el remedio de ello, proveyó y señaló por alcaldes de corte dos letrados justos, singulares hombres, tales, cuales para tan grandes cargos y negocios convenían, que fueron el uno llamado el doctor Gabriel de Loarte, que había sido su oidor en la Audiencia de Panamá, y presidido en Audiencia real de Quito, de donde lo sacó; y el otro, llamado el licenciado Valenzuela, enviado de Castilla.[98]

Para la doctrina castellana el deber de un corregidor o alcalde era el castigo de los pecados públicos “añadiendo, sólo en cuanto a éstos, que las leyes no permiten la averiguación de los ocultos, y aún por eso prohibieron las pesquisas generales: y a la verdad, bastantemente se remediaría el mundo, si se castigasen los excesos, que pasan a ser escándalo”. El corregidor no debía recibir “por sí, o por interpuesta persona dádiva alguna, principalmente de los tenientes, y alguaciles, excepto las décimas que les tocasen, y sobre ellas no hagan pacto, o concierto, como, ni sobre las denunciaciones, y penas de ellas; antes sí, imponga las establecidas por leyes”.[99]

El derecho natural persistió relacionado a la comunidad y a su territorio. Consideró a la jurisdicción como un elemento accesorio del sujeto político corporativo, como lo afirmó Covarrubias y Leyva: lo que suele alegarse en la concesión de la jurisdicción, pues con el fin de que en esta disputa se distinga convenientemente y se quiten de en medio muchas cosas que suelen hacerla difícil, estableceré la conclusión siguiente, advirtiendo antes que la jurisdicción y el mixto imperio van anejos a alguna ciudad, castillo o fortaleza, no tan sólo cuando han de ser ejercidos por el pueblo o los magistrados del mismo, sino también cuando la jurisdicción y el mero y mixto imperio que, al menos son accesorios a la ciudad pasiva y materialmente, han de ser ejercidos en el mismo lugar por otro en calidad de señor del lugar y príncipe inmediato que, en nombre de aquel pueblo y comunidad posee el mando y jurisdicción.[100]

En el contexto religioso que imperaba en el discurso de la justicia penal el “escándalo público” constituía una transgresión a las normas de un orden social derivado del orden natural y apoyado en la religión. La argumentación de muchos jueces para la soltura de presos era su arrepentimiento y la misericordia, como sucedió en 1728 en una sentencia por amancebamiento. El alcalde de primer voto de Santiago del Estero Antonio de Olleta y Erbiti de acuerdo a los autos de prisión y declaración de Andrés Bravo de Zamora “vecino de esta ciudad, respecto de su presentación en la cárcel pública de esta ciudad y constar pública y notoriamente el arrepentimiento que indica, los ejercicios de virtud que ha tenido durante su fuga en el Colegio de la Compañía de Jesús de esta ciudad” lo absolvió del delito. Le advirtió que “con apercibimiento, que por mí se le haga, que incurriendo segunda vez, en éste, o semejante delito, será severamente castigado con más condenándole en diez años de destierro al Real Presidio de Balbuena frontera de Esteco”. Castigo que se cumpliría “por cualquier juez que se hallare en cargo de mi vara, o cualquiera que con el susodicho ejercicio aprendiere, atendiendo al grave delito de escándalo público”.[101]

Más allá de que como jueces inferiores y de acuerdo a sus obligaciones de lealtad al rey, los alcaldes, tenientes y gobernadores tuvieran que cumplir la legislación real y que en ocasiones la desconocieran, asumieron su papel como guardianes de un orden social. El amplio margen de discreción, que surgía de la textura abierta de esos campos normativos sustanciales, aparecía casi exclusivamente limitado por criterios de conmiseración que apuntaban a la conciencia de los jueces.[102]

Se ha destacado en la legislación las definiciones insuficientes de determinados delitos, pues, no estaban configurados de modo explícito, claro e inteligible. De esta manera, cuando Alfonso XI en una de las leyes del Ordenamiento de Alcalá penó la usura, no la definió, ni cuáles eran los contratos usurarios o cuándo se entendía que alguien daba dinero “a logro”. Otras veces la configuración legal de los actos a los que se atribuyó una pena era muy vaga, por lo tanto, podía quedar un margen de indeterminación muy amplio. Esto ocasionaba que en la práctica fuera muy difícil averiguar qué casos concretos entraban o no en el supuesto castigado por la ley. Desde el punto de vista de Tomás y Valiente estos defectos en la tipificación son a todas luces muy importantes, puesto que reducían notablemente la seguridad del ciudadano, que no podía saber con certeza qué puede y que no debe hacer, y en la misma medida creaba una ancha esfera abandonada al arbitrio judicial, ya que había de ser el juez en cada caso el que interpretara dentro del proceso esos textos legales penales dotados de tal ambigüedad.[103]

Manuel Silvestre Martínez explicaba que los magistrados tenían que ser misericordiosos con los encarcelados. Este autor aconsejaba al juez que leyera su obra que “al tiempo en que hagas justicia, tengas misericordia, y no dilates los términos de las causas en perjuicio de los encarcelados, y de tu alma”, advirtiéndole “que es ignominia de un juez ignorar su obligación”.[104]

En 1720, un funcionario portugués de la corte de Juan V se dirigió a un juez de un tribunal superior famoso por su crueldad con estas palabras:

Su Majestad manda advertir a vuestra merced que las leyes son hechas con mucho cuidado y con mucha calma y que nunca deben ser ejecutadas con aceleración. En los casos de crimen las leyes amenazan más que en realidad demandan porque el legislador está más interesado en la conservación de los vasallos que en el castigo de la justicia y no quiere que los ministros busquen en las leyes más rigor que el que ellas imponen.[105]

La clemencia judicial y las invocaciones a la misericordia del juez parecían cumplirse con más fluidez en las causas en las que el reo estaba culturalmente inserto en un estatus de sumisión “digno de conmiseración” –indios, pobres, rústicos, etc.-, como también las concordias, perdones de parte y composiciones tenían su lugar adecuado en los conflictos entre cristianos de marcada fe, vecinos y moradores. Se trataba de abrir caminos alternativos a la persecución rigurosa de todo delito por las autoridades institucionales, por medio de argumentaciones inspiradas en un mismo orden de virtudes que estaba integrada en el discurso de los operadores jurídicos.[106]

Un apartamiento de la ley se tradujo en la moderación que tuvieron los alcaldes mayores de la Audiencia de Galicia en 1628 en un caso de parricidio, delito atrozque era severamente castigado. En la sentencia de muerte a Andrés Castaño acusado de matar a su suegro el sacerdote Marcos de Saz, de acuerdo al alegato del promotor fiscal, el reo con poco temor de Dios y menosprecio de la justicia, cometió un delito “atrocísimo y como tal debe ser castigado”. También fue autor de sacrilegio por “matar a un clérigo y por ello está excomulgado de excomunión mayor” y “sin usar con el susodicho de misericordia”. A pesar de que la justicia ordinaria siguió la terrible sentencia del promotor fiscal, se le atemperó el último suplicio al no imponerse los latigazos previstos en la legislación.[107]

La Audiencia de Buenos Aires en auto del 19 de mayo de 1789, declaró nulo todo lo actuado por el alcalde ordinario de segundo voto de Córdoba Francisco Antonio González, quien había castigado con cincuenta azotes en los portales del cabildo al alférez del batallón de Mestizos de Buenos Aires y escultor de profesión Esteban Sampson sin formarle causa. Sampson refugió en su casa a una muchacha forastera que el alcalde tenía en depósito en otra casa de familia. Además se apercibía a González para que en lo sucesivo “se maneje en iguales casos con la moderación correspondiente devolviéndole la real provisión diligenciada”. El fiscal José Márquez de la Plata en sus vistas del 11 y 19 de mayo de 1789 sostuvo “el desarreglo de este alcalde en el manejo de este negocio”, por lo que no era necesaria más discusión de la causa para resolver y solicitaba la nulidad de todo lo actuado “haciendo saber al teniente letrado consulte a esta superioridad cuando ocurran dudas sobre el cumplimiento de los prevenido por esta Real Audiencia”.[108]

Movidos de caridad, un juez y la población de Montevideo impidieron la ejecución del reo Benito García el 28 de mayo de 1794, a ello contribuyó la rotura de la escalera del cadalso. El alcalde ordinario de segundo voto de Montevideo Miguel de Hermín suspendió la ejecución y según el fiscal Francisco Manuel de Herrera se estableció la falsa opinión de que el reo se había salvado del poder de la justicia y ganado un asilo inexpugnable en el seno de la Hermandad de la Caridad, a quien sólo pertenecía desde aquel momento el derecho de disponer de su persona y, anunciando a gritos su dictamen, como es de estilo en estos casos, levantaron la voz de milagro, perdón y favor a la Caridad, ayudándose con empellones, carreras, lágrimas y ademanes para hacer mejor valer su fanatismo, y olvidándose de su obligación en aquel acto el padre capellán de la Caridad, o dejándose tomar del mismo furor popular que la demás plebe, reforzaba su demencia levantando en alto la efigie de un crucifijo, que tenía en las manos, invocando socorro a favor de la Iglesia y de la religión.

El fiscal Herrera reconoció el buen accionar de la justicia inferior debido al prudente medio que tomó de sobreseer por entonces en la ejecución del castigo, restituir al reo a la prisión y dar cuenta de lo acaecido, dejando así calmar el fanatismo popular, que con el tiempo que pasa y la resolución que vuestra alteza tome es capaz de apagar su fervor caritativo, en términos que sólo por cautela, verificándose el castigo, juzga el fiscal deberían tomarse precauciones para contenerlo.

La Audiencia en auto del 20 de junio de 1794, ordenó que se cumpliera de todos modos la sentencia contra García a cuyo fin pásese la carta acordada respectiva al alcalde ordinario juez de la causa a su efectivo cumplimiento y otra reservada al mismo juez para que no proceda hasta tanto no acuerde el día y hora con el gobernador de aquella plaza, a quien se le prevendrá con igual reserva tome las providencias que conceptúe más oportunas y prudentes a precaver cualquier insulto o movimiento del pueblo.[109]

La piedad y caridad se manifestaban también a través de las visitas que se efectuaban periódicamente a las cárceles de los reinos. En las visitas a las prisiones, las autoridades se informaban sobre la situación de los presos y las condiciones en que se encontraban. Por otra parte, esgrimieron facultades para soltar los reos, rebajarles la pena o suavizarla en algunos casos.[110]

Tomás Cerdán de Tallada aconsejó a los jueces las visitas ordinarias a las cárceles y se basó en un decreto de San Isidoro de Sevilla:

El pobre como no tenga que dar, en el juicio no sólo es menospreciado y como a tal no es oído, más aún es oprimido y agraviado contra toda verdad que es necesario que los jueces personalmente visiten las cárceles de ordinario, puesto caso que por términos de proceso tengan entendida la culpa, o disculpa de ellos.[111]

Bernardino de Sandoval hacía hincapié en que a los jueces incumbía velar por los presos pobres y que “no se les haga mal tratamiento”. Citaba a los emperadores Honorio y Teodosio que en una ley ordenaron a los jueces que “tengan cuidado de que los carceleros no se hayan inhumanamente con los presos, y que en la cárcel no les falten los alimentos necesarios, y que a sus tiempos les lleven a buen recaudo, al baño”.[112]

El primer criterio de separación que se siguió en las cárceles indianas fue el del sexo y que fue receptado por las Partidas. Se ordenaba que la mujer non la deuen meter en la cárcel con los varones; ante dezimos, que la deuen llevar a algún Monesterio de dueñas, si lo ouiere en aquel lugar, e meterla y en prisión, e ponerla con otras buenas mugeres, fasta que el Judgador faga della lo que las leyes mandan. Ca, assi como los varones, e las mujeres, son departidas naturas, assi han de menester lugar apartado do los guarden.

Pero la conciencia de la necesidad de hacer distinciones entre los presos no faltó, así el derecho reconoció la existencia de diferentes categorías sociales que en nombre de la equidad, reclamaban un trato jurídico acorde.[113]

Sobre el juez y su facultad de perdonar delegada por el rey establecían las Partidas que Catar deuen los Judgadores, quando quieren dar juyzio descarmiento contra alguno, que persona es aquella contra quien lo dan; si es sieruo, o libre, o fidalgo, o ome de Villa, o de Aldea; o si es mozo, o mancebo, o viejo: ca mas crudamente deuen escarmentar al sieruo, que al libre; e al ome vil, que al fidalgo; e al mancebo, que al viejo, nin al mozo: que maguer el fidalgo, u otro ome que fuesse honrrado por su sciencia, o por otra bondad que ouiesse en el, fiziesse cosa por que ouiesse a morir, non lo deuen matar tan abiltadamente como a los otros, assi como arrastrándolo, o enforcandolo, o quemándolo, o echándolo á las bestias brauas; mas deuenlo mandar matar en otra manera, assi como faziendo sangrar, o afogándolo, o faziendolo echar de la tierra, si le quisieren perdonar la vida.[114]

El licenciado Juan Fernández, profuso hombre de derecho, actuó como juez visitador en Charcas, donde en 1553 se sublevó Sebastián de Castilla, quien asesinó al encomendero y corregidor de La Plata Pedro de Hinojosa. Fernández informó a la Audiencia de Lima que “la mayor parte de la gente estaba muy persuadida de que aunque un hombre cometa una traición u otro cualquier delito si después se viene al rey o hace otro servicio tienen que es ley y derecho muy cierto que con aquello se purga la traición y delito”. Este magistrado actuó con moderación y trato justo según manifestaron los testigos en su posterior juicio de residencia y a quien los vecinos de Lima consideraban una persona “virtuosa, y de confianza y de buenas letras, habilidad y mucha diligencia”.[115]

El derecho no se presentaba como un rígido conjunto de normas de estricta aplicación, sino como una reunión de preceptos de diferente origen, naturaleza y alcance. Leyes que se invocaban y aplicaban de acuerdo a los casos y situaciones, según fuesen la materia, las personas, el tiempo y las circunstancias de cada caso. De ahí que los privilegios, excepciones, tolerancias, disimulaciones, servían para moderar el rigor de las normas. Mientras que la equidad y el arbitrio judicial templaban la aplicación en los tribunales.[116]

Dentro de un amplio margen de discrecionalidad, en el discurso que conminaba ad terrorem, pero al mismo tiempo imponía moderación, los jueces capitulares y reales, legos y letrados, actuaban en función de la doctrina del arbitrio judicial. Afirma Agüero:

A la luz de los criterios jurídicos actuales el arbitrio judicial es visto como un elemento disfuncional, una especie de peligrosa desviación hacia el absolutismo judicial; sin embargo, mirado bajo el prima de su época, se presenta como una característica no sólo perfectamente funcional al orden represivo, sino también impuesta por la propia configuración del ordenamiento y las instituciones del antiguo régimen.[117]

Abunda la bibliografía sobre el arbitrio judicial sin distinguir los jueces o tribunales que hacían su uso y en qué medida. Las menciones al arbitrio judicial son generalizadas e indiscriminadas. No se diferenciaba entre el arbitrio que correspondía al alcalde de una pequeña población del que ejercían los miembros del Consejo Real.[118]

Para Leiva el término “arbitrario” se debe entender “únicamente a la función de juzgar, con exclusión de toda otra intervención, más o menos relevante, del juez dirigiendo u orientando el proceso”. En esta operación el juzgador eludía la vía legal para la imposición de las penas. Así se decidía la suerte del inculpado según los dictados de su propio criterio, sustentado en la valoración de ciertos hechos o circunstancias.[119]

Sánchez-Lauro opina respecto al arbitrio judicial en la jurisdicción inquisitorial que era muy amplia en cuanto a los delitos, a las personas y al territorio. Por lo tanto, “se dejaba al arbitrio judicial de los inquisidores, especialmente en lo que a su gravedad, clase y duración de las penas se refería”. Asimismo, “después de la sentencia, podía ejercitarse, de acuerdo con el comportamiento del reo, la facultad de aumentar o disminuir la pena”.[120]

La justicia secular se realizaba como función de conservación de los equilibrios sociales concebida como reflejos del orden total de la creación. En esa cultura no había diferencias entre delitos y pecados, pero otros factores también contribuían a ese efecto. Hay que tener en cuenta las dificultades de una cultura inclinada hacia el razonamiento tópico y de fuerte impronta casuística para intentar tipificaciones generales y abstractas.[121]

En el plano institucional, la norma dirigida a la autoridad secular mandaba reprimir los pecados públicos. Se ordenaba a los virreyes, presidentes y gobernadores, que castigaran a los blasfemos, hechiceros, alcahuetes, amancebados y los demás pecados públicos, que pudieren causar escándalo, y lo ordenen a las Audiencias de sus distritos, corregidores, jueces y justicias de nuestra provisión, y de la suya, y encarguen a los prelados, que les den noticia de lo que no pudieren remediar, y todos provean lo que convenga, para que cesen las ofensas de Dios, escándalo y mal ejemplo de las repúblicas.[122]

También había frecuentes críticas al accionar de los jueces, pues los criminales seguían con sus malas costumbres ya que no eran castigados de forma adecuada. Una de las causas era porque los magistrados los trataban con templanza y piedad, prefiriendo la paz y la convivencia al castigo ejemplar o simplemente por negligencia de las autoridades.[123]

Los actos normativos quedaban siempre sometidos al criterio de un intérprete autorizado por su ciencia y experiencia. Era evidente en el conocido apotegma “ley injusta no es una ley” y su respectivo efecto sobre el deber de obediencia al mandato positivo. La integración del discurso entre religión y derecho en el Antiguo Régimen se hacía operativa en la resolución de conflictos sociales que, en teoría, eran competencia de la justicia secular. Estas características se hallaban en cualquier escenario del horizonte hispano pre liberal, pues, respondía más que a unas condiciones sociales y ambientales específicas a una concepción del lenguaje normativo ampliamente compartida.[124]

Domingo de Soto expresó que “la ley humana injusta no obliga en el fuero de la conciencia”. La conclusión era que “la ley injusta, como no es recta, no puede ser regla, y por tanto, ni ley; y la que no es ley no obliga a nadie”. Injusticia de la ley que se apreciaba de dos formas: “Primero, si se opone al bien del hombre, a saber, por algún motivo contrario a alguna de las cuatro causas antedichas, es decir, por defecto, o del fin debido, o del agente, o de la materia, o de la forma. Segundo, si es contraria al bien divino”.[125]

Para algunos el oficio de juez era ingrato, mientras que para otros era una esclavitud. La incomprensión de las gentes estuvo presente, pues, nunca vieron realizada en él la principal virtud que debía acompañar la tarea del juez: su imparcialidad.[126] Los alcaldes ordinarios que en muchas ocasiones eran vecinos legos, continuaron con el manejo de la jurisdicción civil y criminal en primera instancia. Afloraban las dificultades, debido a la persistente escasez de letrados y a la reticencia de los pocos disponibles para dictaminar en causas no rentables. Estos alcaldes intentaban cumplir con la obligación de solicitar el asesoramiento preceptivo para las causas graves, tal como lo exigió la Audiencia de Buenos Aires en 1785. Son abundantes los testimonios que muestran que el efectivo cumplimiento de esta obligación como causa de preocupación para el máximo tribunal rioplatense. Por otra parte, hay que tener en cuenta las dilatadas distancias y los problemas de comunicación que separaban a las justicias locales de los más altos tribunales y que habían jugado permanentemente en contra del cabal cumplimiento de este deber.[127]

El juez era generalmente un vecino casado y con familia legítima, bajo cuya autoridad ordenaba también la existencia de sus esclavos, empleados, arrimados, etc. De esta manera, se puede apreciar a un verdadero padre de familia, un esposo autorizado a enmendar a su mujer, un padre facultado a disciplinar a sus hijos, un amo que podía castigar a sus esclavos, o un patrón que corregía a sus peones y operarios. Estas facultades implícitas de corrección que el aceptado rol del paterfamilias conllevaba por sí mismo -alguna vez al discutirse en los estrados judiciales de Córdoba colonial- fueron plenamente aceptadas.[128]

La Audiencia no diferenciaba entre los magistrados del monarca, es decir, gobernadores y las justicias de los pueblos. La falta de letrados afectó ambos órdenes institucionales por igual y obligó al tribunal a declarar nulos, muchos de los autos remitidos después de los ingentes gastos causados a las partes para llegar hasta la corte. Ya en 1732, la Audiencia de Charcas había promovido un proyecto para crear el oficio de “Teniente general de Justicia” en las provincias de Buenos Aires, Tucumán y Paraguay.[129]

Por otra parte, una cuestión importante era la responsabilidad de los magistrados y que podía hacerse efectiva en los juicios de residencia. La real cédula del 22 de septiembre de 1798 declaraba que los jueces legos no eran responsables de las providencias que dictaran cuando lo hacían conformándose a la opinión del letrado asesor, el que sí lo sería. Se estipulaba que si estos magistrados tuviesen razones para no adherir al dictamen del abogado, podían suspender la sentencia y consultar al tribunal superior.[130]

Desde la doctrina se resaltó la misericordia, piedad y caridad en los jueces:

Deben traer los jueces la equidad ante los ojos, no fantaseada por vano recelo, sino regulada por el derecho, porque según Melquíades Papa, de las partes de buen juez es sentenciar con justicia, y ejecutar con misericordia, como quiera de las entrañas de la justicia nace la misericordia; y según San Gregorio, y San Ambrosio, y otros: La verdadera justicia tiene compasión, y con duelo se debe hacer, como dijo la ley de Partida; y la misericordia es parte, y porción de la justicia […] y de la piedad procede amor, y del amor caridad, y de la caridad siempre se sigue mérito, y gloria.[131]

Jerónimo Castillo de Bovadilla fue un jurista práctico y que poco o nada tenía que ver con los juristas teólogos castellanos. Los teólogos-juristas habrían llegado al derecho positivo por derivación y partían de principios teológicos y filosóficos desde los cuales juzgaron, criticaron y eventualmente trataron de reformar el derecho positivo. Estos principios serían los de un derecho natural, cada vez más racionalista. Castillo de Bovadilla se esforzó “por presentarse como un juez ponderado, como un hombre que ha sabido hallar el equilibrio justo entre la misericordia y piedad hacia el reo”.[132]

Advirtió Juan de Matienzo que mientras la caridad podía estar en los jueces, a los indios les faltaba caridad y buenas costumbres: “Obedecen bien a sus mayores y así han menester quien les mande, rija y gobierne para que les haga trabajar y no estar ociosos y evitarles de sus excesos, tienen poca caridad con sus próximos, no se ayudan unos a otros, no curan de los enfermos, ni de los viejos, aunque sean sus padres”.[133]

Martínez citó los indultos de 1760 por la exaltación al trono de Carlos III “cuya piadosa, como cristiana caridad, era muy propia en nuestro soberano”. Luego se quejó de que los jueces no imitaran la caridad del rey y fuesen injustos:

Pero qué lástima, no se observen a la letra como en ellos se manda; y qué desgracia, que la misma justicia se queje, y lástima de los excesos de los que la administran y de sus siniestros modos con que las interpretan! dando mayor castigo a los reos de aquel que pudieran merecer por sus delitos de los que la real piedad les releva. Sólo me hallé juez, cuando uno de los dos indultos referidos tuvo efecto, y en alivio mi natural genio declaré a muchos por indultados, sin permitir que pagasen ni un maravedí, con título de derechos, u otro pretexto, ni que la cárcel les afligiese, por lo que a mí tocaba.[134]

Ignacio Jordán de Asso y Miguel de Manuel y Rodríguez sostuvieron que los magistrados no podían perdonar, pues, ésta era una facultad del monarca: “La pena puede cesar mediante perdón del príncipe, de quien es propio el concederle, y no del magistrado”. De este modo, aclaraban: “El perdón, o remisión de la pena no quita el derecho que tengan aquellos a quienes se les quitaron los bienes; l. 3. Tit. 25. Lib. 8 Recop.”.[135]

Un aspecto que no se puede dejar de lado fue la importancia que tuvo la teología en el saber penal. Este conocimiento estuvo fuertemente asentado en el discurso jurídico, especialmente en los jueces y tuvo preeminencia sobre el derecho normativo. La firme convicción de un orden trascendente y religioso tenía fuerte presencia en el discurso jurídico, tanto castellano como indiano. Cuando se decidía una cuestión litigiosa, el consejo de un teólogo o las palabras de un santo podían tener un poder vinculatorio inmediato, mayor que la de los jueces. El perdón y la conmutación de los delitos muchas veces era tema de debate en la teología indiana y en el casuismo se pueden ver las soluciones de los casos, donde se moderaba el rigor de la legislación real.[136]

Daniel Concina definió a la caridad teológica como una “virtud que Dios infunde, con la cual es amado Dios por sí, y el prójimo por Dios”. La prerrogativa de la caridad era la amistad entre Dios y los hombres:

La caridad ama a Dios como Dios, o por su infinita bondad, y perfección. En aquella partícula próxima se comprenden todas las criaturas racionales, capaces de la gloria eterna. El objeto material, o quod, primario de la caridad, es Dios; el secundario es el próximo por Dios […] La primera prerrogativa de la caridad es la amistad entre Dios, y los hombres. Esta amistad incluye recíproca benevolencia, y mutua comunicación de bienes, como añade el mismo Evangelista.[137]

Para Juan de Palafox la caridad además de ser “una voz ya entre los cristianos, sagrada, y santa” es “una llama interior, un afecto, un ardor, un acto de amor del alma a Dios” mientras que la paciencia constituía un indicio de la caridad, por eso “la caridad es paciente” y “que con afecto humano […] sale del alma al cuerpo del justo”. Caridad e ira son enemigas, porque la caridad “quieta, pacifica, compone”. La ira descompone, inquieta y alborota, por lo que “nunca es bueno que los vasallos alterados miren al rey, sin esperanza de clemencia en la guerra; ni los rendidos sin freno de justicia en la paz; porque los unos pueden volver a su poder, y los otros no salgan de él”.[138]

Sobre la caridad planteaba Hermann Busembaum si ésta se debía practicar con el enemigo: “Es cierto, que como los enemigos sean próximos, deben amarse en alguna manera […] Aunque está uno obligado cuando el enemigo pide legítimamente perdón, no solamente a perdonarlo en su interior, sino a dar muestras exteriores de que le perdona”. Busembaum añadió que “Trullenc citando a Azor, y Filliucio niega que esté obligado a esto luego que le hizo la ofensa, por ser cosa muy violenta, y sobre la fragilidad humana”. Tampoco se tenía el deber de perdonar la satisfacción del daño “si lo recibió, ni aun a admitirle cuando se la ofrecen, sino que puede jurídicamente pedir la recompensa, con tal, que en estos casos deponga el odio”.[139]

Para el criterio de Concina la piedad era una virtud anexa a la justicia junto con la religión, la observancia, la obediencia, la verdad, la gracia, la vindicación la liberalidad, la amistad y la afabilidad. De manera que la religión “da culto, y reverencia a Dios”, mientras que “la piedad es virtud, que según Dios, da honor a los padres, a la patria, a los conciudadanos”.[140]

Así, otro teólogo, Juan de Paz, trataba de determinar la conmutación o perdón de un joven, autor de un robo de joyas a una iglesia, a raíz del cual fue condenado a muerte. Consultado por los oidores expresó su parecer: “En estas palabras de la bula pontificia se deben notar dos puntos. El primero, que dice, que los de menor edad de veinticinco años tienen privilegio por la indulgencia de las leyes, para no ser castigados por sus delitos con la pena ordinaria, especialmente si esta es de muerte”. En el segundo argumentó  que por ser el delito de que trata esta bula atrocísimo, contra la fe, y enorme sacrilegio, determinó el Papa con los cardenales, que sea castigado con la pena ordinaria de muerte, aunque sea menor de veinticinco años, y excuso (aun en delito tan atroz) al que tuviere menos de veinte cumplidos. De donde se colige, que por este delito, que es menor, se puede excusar por conmiseración de los jueces, al que no tiene los veinte y cinco años cumplidos.

Posteriormente se revocó la sentencia de muerte y el reo fue condenado a doscientos azotes y diez años de galeras.[141]

Resulta interesante el papel del sermón que a pesar de ser escrito, estaba ideado para una transmisión oral, por lo tanto participaba de una realidad inmediata de ideas y mediata de emociones, dentro del mensaje que se quería transmitir. A través de ese conjunto de signos verbales se trataba de impactar en el interior de la conciencia de cada persona para provocarle una reacción en dirección a lo predicado, a lo que se queríapersuadir y convencer.[142]

En sus sermones fray Luis de Granada hablaba de que la falta de caridad traía “el desprecio de las leyes, la opresión de los pobres, la rapiña de los pupilos, el desprecio de las viudas, la corrupción de los jueces, la desatención a los buenos; y el que huye de lo malo, éste queda expuesto a la presa y robo”. Porque así “como la caridad es la cabeza y seminario de todas las virtudes, así la extinción de ella lo es de todos los males”.[143]

Varios miembros de la estructura civil y administrativa, como por ejemplo los alcaldes del cabildo, pertenecían y participaban en el gobierno de las cofradías. De esta manera se manifestaba su interés en ocupar un puesto en las cofradías o hermandades dedicadas a la caridad, pues, los elevaba en la consideración social. La cofradía era una asociación voluntaria de individuos unidos por el vínculo de la caridad o hermandad, con un espíritu y objetivo originariamente religioso y benéfico, matizado posteriormente por intereses de tipo profesional, corporativo, vecinal, etc.[144]

Las demostraciones de piedad y caridad estuvieron presentes en festejos de acontecimientos, por ejemplo el nacimiento de los infantes Carlos y Felipe y la paz con Inglaterra. Carlos III en cédula del 22 de octubre de 1783 comunicó estos sucesos a su Consejo, Audiencia, Chancillería, alcaldes, jueces y justicias “para que se rinda a Dios las gracias por ellos”. Asimismo, se prevenía “que en estas concurrencias religiosas no haya disputas, ni aquellas discordias que han solido advertirse en algunas partes, que además de producir escándalo, entibian el fervor de los fieles, y rompen la paz y caridad cristiana”. Se ordenaba que en las parroquias del reino se hicieran “iguales demostraciones de piedad y gratitud”.[145]

 

 

Notas [arriba] 

[1] Agüero, Castigar…, pp. 145-146.
[2] Hespanha, “La economía…”, pp. 153-154.
[3] Clavero, Antidora..., pp. 59-60. Bermúdez de Pedraza, Arte legal…, p. 77.
[4] Pérez y López, Principios…, p. 104. Cap. XII: “De las leyes directivas de los actos llamados oficios con los demás hombres”.
[5] Le Goff, “Histoire Médiévale…”, pp. 23-63.
[6] Brunner, “La casa grande…”, pp. 117-123. Vallejo, “El príncipe…”, pp. 164-168.
[7] Bodino, Los seis…, pp. 9-10. Lib. I, Cap. II. Cfr. Hespanha, “Ascensão…”, pp. 31-38.
[8] Le Bret, De la Souveraineté…, p. 3.
[9] Rabinovich-Berkman, ¿Cómo se hicieron los derechos humanos?..., I, p. 181.
[10] Hespanha, “De la Iustitia a la Disciplina”, p. 176.
[11] Santa María, Tratado…, pp. 8-8 v.
[12] Dorca, Discurso…, pp. 20-21.
[13] Aristóteles, Ética…, pp. 209-210. Política: Libro I.
[14] Clavero, “Del estado presente a la familia pasada…”, pp. 584-586.
[15] Aristóteles, Ética…, pp. 150-151. Ética Nicomaquea: Libro VIII: “De la amistad”.
[16] Hespanha, “Carne de uma só carne…”, pp. 951-973.
[17] Aristóteles, Ética…, p. 226. Política: Libro I.
[18] Gacto, “El marco…”, p. 38.
[19] Frigo, “Disciplina…”, pp. 47-62.
[20] Hespanha, “La economía…”, pp. 154-156.
[21] Clavero, “Religión…”, pp. 70-71. La doctrina en el siglo XVIII mencionaba al pecado y delito de usura: “Usura comete, el que presta alguna cosa, y cobra algún lucro temporal, a más de la fuente principal”. Asimismo, el usurero incurría en infamia perpetua, lo que se traducía en su excomunión. La primera vez el usurero perdía su deuda y se aplicaba “al que tomó fiado, con otro tanto por vía de multa, aplicadas dos partes para la Cámara, y una al denunciador l. 4 tit. 6. lib. 8 recop.” Y aclaraba: “Esta ley se halla corregida por la l. 5 siguiente, en cuanto al repartimiento de multa; pues se hacen dos partes, una para la Cámara, y de lo otro, la mitad para el denunciador, y la restante para el reparo de los muros, y edificios públicos del lugar donde se cometa el delito”. El delito de usura se probaba con dos o tres testigos “aunque cada uno disponga sobre hecho distinto: a saber, de haber pagado usura, o de haberla visto cobrar l. 4. tit. 6. lib. recop.”. Berní, Práctica…, pp. 11-12.
[22] Le Goff, La bolsa…, p. 75.
[23] Zamora, “El vecindario…”, pp. 461 y 464.
[24] Hespanha, Vísperas del Leviatán..., pp. 78-80.
[25] Lorandi, Poder…, p. 36. Cfr. Tau Anzoátegui, “La ley se obedece pero no se cumple...”, pp. 67-143.
[26] Valle, Los hijos…, pp. 226-227.
[27] Vallejo, “El príncipe ante el derecho…”, p. 167.
[28] Bruno, Historia…, VI, p. 65.
[29] San Martino de Dromi, Constitución…, p. 135.
[30] Agüero, “Las categorías…”, pp. 22-29.
[31] Tau Anzoátegui, El poder…, p. 11.
[32] Ortego gil, “Sentencias…”, pp. 360-362.
[33] Zamora, “El vecindario y los oficios…”, pp. 462-463.
[34] Cuena Boy, “Especialidades…”, p. 159.
[35] Zamora, “…que por su juicio…”, pp. 115-116.
[36] Clavero, “Beati dictum…”, pp. 119 y 123.
[37] Roselló Soberón, Manifestaciones cotidianas…, p. 34.
[38] Prodi, Una historia de la justicia..., pp. 23-24.
[39] Rabinovich-Berkman, ¿Cómo se hicieron los derechos humanos?..., I, pp. 179 y 187.
[40] Roselló Soberón, Manifestaciones cotidianas…, pp. 34-35.
[41] Prodi, Una historia de la justicia..., pp. 32-33.
[42] Romero, La Edad Media, pp. 123-124.
[43] Prodi, Una historia de la justicia..., pp. 31 y 67.
[44] Bloch, Reyes y siervos…, pp. 78 y 85.
[45] Elias, El proceso de la civilización...,pp. 286-287.
[46] Roselló Soberón, Manifestaciones cotidianas…, pp. 25-55.
[47] Caro Baroja, Las formas…, pp. 49-51.
[48] Saavedra Fajardo, “Empresas políticas…”, p. 310.
[49] Vives, Instrucción…, p. 34.
[50] Roselló Soberón, Manifestaciones cotidianas…, pp. 42-55.
[51] José Luis Romero dice al respecto: “El proceso de esas nuevas sociedades fue, al mismo tiempo, un proceso de la historia de las sociedades aborígenes y de las sociedades europeas. Pero eran éstas las que habían tomado la iniciativa, las que desempeñaron el papel activo, las que orientaron en su favor el curso del proceso”. Romero, Latinoamérica…, p. 21.
[52] Vitoria, Reelecciones…, pp. 92-93. Hay que tener en cuenta el pensamiento del maestro salmantino sobre el dominio de los indios, donde distinguía entre el ser sujeto de derechos y el uso y administración de los bienes sobre los que se tenía dominio. Al respecto, Mariano Fazio Fernández explica: “El hecho de que el uso de los bienes se encuentre impedido accidentalmente –niños que aún no llegan al uso de razón, o amentes –no es argumento para negar la radical dignidad e igualdad de todos los hombres, en cuanto que todos son imagen de Dios, seres de personalidad propia e inalienable. Por otro lado, Vitoria considera que los indios americanos no son dementes. Evidenciando una apertura mental sorprendente para la época, alejada de una actitud etnocéntrica, afirma que los indios a su modo ejercen el uso de razón. Ello es manifiesto, porque tienen establecidas sus cosas con cierto orden”. Fazio Fernández, Francisco de Vitoria..., pp. 62-63.
[53] Roselló Soberón, Manifestaciones cotidianas…, p. 86.
[54] Díaz del Castillo, Historia verdadera…, p. 115.
[55] Bravo Guerreira, “El pan…”, pp. 180-182.
[56] Geremek, La estirpe de Caín..., p. 11.
[57] Federici, Calibán…, p. 137.
[58] Geremek, La piedad…, p. 196.
[59] Caro Baroja, Las formas…, p. 185.
[60] Santayana y Bustillo, Gobierno político…, p. 324.
[61] Saavedra Fajardo, “Empresas políticas…”, p. 356.
[62] Pérez y López, Principios…, p. 147.
[63] Saavedra Fajardo, “Empresas políticas…”, p. 325.
[64] Véase Morin, “Muertos y pecados…”, pp. 371-390.
[65] Clavero, “Delito y pecado…”, pp. 65-66.
[66] Delumeau, La confesión…, pp. 25-32.
[67] Spee, Cautio Criminalis…, p. 227.
[68] Barral, “Disciplina y civilidad…”, p. 154.
[69] Benavente, Historia…, p. 165.
[70] Todorov, La conquista…, p. 76.
[71] Martiarena, Culpabilidad…, p. 10-34.
[72] Delumeau, La confesión…, p. 16.
[73] Martini, El indio…, pp. 115-116.
[74] Delumeau, La confesión…, p. 22.
[75] Dellaferrera y Martini, Temática de las Constituciones Sinodales Indianas…, p. 59.
[76] Furlong, Juan de Escandón…, pp. 102-103.
[77] Roselló Soberón, Manifestaciones cotidianas…, pp. 67-68.
[78] Bravo Guerreira, “El pan…”, p. 168.
[79] Caro Baroja, Las formas…, pp. 370-371.
[80] Sales, Introducción a la vida devota, pp. 43-44.
[81] Furlong, Nicolás Mascardi…, p. 125.
[82] Fraschina, “El proceso…”, pp. 44-45.
[83] Agüero, Castigar…, pp. 32-33.
[84] Hespanha, “Sabios y rústicos...”, pp. 20-21.
[85] Véase Agüero, “El testimonio…”, p. 45. Heras Santos, “Ejemplaridad…”, p. 189. Zorraquín Becú, La organización judicial…, p. 104. Zuluaga, El cabildo…, p. 43.
[86] Aristóteles, Ética…, pp. 210-211. Política: Libro I.
[87] Agüero, Castigar…, p. 34.
[88] André-Vincent, Génesis…, p. 13.
[89] Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey…, p. 221.
[90] Morgan, La invención del pueblo..., p. 17.
[91] Hespanha, “De la Iustitia a la Disciplina”, p. 183.
[92] Agüero, Castigar…, p. 237. Herrera Puga, Sociedad…, p. 167.
[93] Covarrubias y Leyva, Textos…, p. 305. “De la suprema jurisdicción del rey que llamamos mayoría, la cual, en nombre del rey, ejercen las Audiencias Supremas”.
[94] Rabinovich-Berkman, ¿Cómo se hicieron los derechos humanos?..., I, pp. 41-42.
[95] Díaz de Zappia, “La institución del alcalde de barrio…”, p. 43.
[96] Angeli, “Un temprano…”, pp. 438-439.
[97] Covarrubias y Leyva, Textos…, pp. 250-251. “De qué manera reside en el rey toda la potestad y jurisdicción de la república castellana”.
[98] “Sobre los alcaldes de corte en el Perú”, en Colección de documentos…, V, pp. 486-487.
[99] Santayana y Bustillo, Gobierno político…, p. 236.
[100] Covarrubias y Leyva, Textos…, pp. 287-288. “De qué manera reside en el rey toda la potestad y jurisdicción de la república castellana”.
[101] Figueroa, “El amor…”, pp. 129-132. Antonio de Olleta y Erbiti había sido nombrado alcalde el 4 de septiembre de 1728 y en la ceremonia de su juramento que le tomó el alcalde de primer voto de Santiago del Estero Simón de Ibarra, éste le advirtió “de todo lo que está obligado por el cargo de su oficio” a lo que respondió Olleta “que lo usaría fiel y legalmente, y que celaría la honra de Dios y en cuanto le fuere posible evitaría escándalo y ofensas que hallare ser del desagrado de Dios, en cuya conformidad le fue entregada la vara de la justicia insignia que debe traer como tal alcalde”. Acuerdo del cabildo de Santiago del Estero, 4/9/1728, en Actas capitulares de Santiago del Estero. Años 1554 a 1747, p. 105.
[102] Agüero, Castigar…, p. 238.
[103] Tomás y Valiente, El Derecho penal…, pp. 203-204.
[104] Martínez, Librería de jueces…, I, p. 315.
[105] Hespanha, “De la Iustitia a la Disciplina”, pp. 175-176.
[106] Agüero, “Clemencia…”, p. 36.
[107] Ortego Gil, “El parricidio…”, pp. 251-253.
[108] Levaggi, El virreinato rioplatense…, II, pp. 487-489. Sin embargo, el castigo a González no consiguió escarmentarlo, pues, posteriormente, el 23 de octubre de 1804 hizo azotar y exponer a la vergüenza pública al mulato Remigio Ponce.Ponce fue acusado de abigeo y estuvo sujeto a una argolla del cabildo con una cabeza de vaca pendiente del cuello a la vista de la plaza. El defensor de pobres Francisco de Recalde, interpuso su queja ante el propio González sin éxito y ante esta situación recurrió a la Audiencia, donde previo dictamen del oidor Velazco que hizo de fiscal, se resolvió el 29 de abril de 1805 multarlo en el doble de la suma, cien pesos, aplicada en la forma ordinaria y con costas. Levaggi, “Las penas… (Segunda Parte)”, p. 91.
[109] Levaggi,Francisco Manuel de Herrera…, pp. 502-503 (CD).
[110] Alonso Romero, El proceso…, p. 201. Rodríguez Flores, El perdón real…, pp. 29 y 167.La visita de cárcel se abrió en la doctrina de los siglos XVI y XVII, donde juristas y teólogos propiciaron la búsqueda de la debida proporción entre la pena y el delito. Otra cuestión era la soltura de presos por deudas, a quienes se liberaba por medio del correspondiente pago, al respecto algunos autores señalan que de ahí surgió el día de la “soltura” en Pascua, donde religiosos de distintas órdenes pedían limosnas y aparecían con sus bolsas dispuestos a comprar la libertad de cuantos permitieran sus recursos. Carlos III por real orden del 28 de enero de 1786 mandó que el Consejo de Castilla al efectuar las visitas de cárcel no se introdujera en lo principal de los procesos contra las leyes ni en los recursos ordinarios interpuestos, debiendo “remediar la detención de las causas, los excesos de los subalternos, y los abusos del trato de los reos en las cárceles”. Sólo estaban facultados para tomar “otras providencias” en casos de poca monta y en los que existieran intereses contrapuestos “de parte conocida”. Véase Aspell, “La visita de cárcel en Córdoba…”, pp. 277-283. Herrera Puga, Sociedad…, pp. 167-168. Martiré, “La visita de cárcel…”, pp. 39-59. Bernal Gómez, “Un aspecto…”, pp. 255-280.
[111] Cerdán de Tallada, Visita de la cárcel…, p. 74.
[112] Sandoval, Tratado…, p. 34. En 1792, la situación legal de ocho reos, entre ellos una mujer fue examinada en una visita de cárcel en Santiago del Estero. De los detenidos, había cinco por causas criminales y los tres restantes por causas civiles con evidentes irregularidades procesales. Los reos con causas criminales eran Alonso Machado en estado de prueba; Patricio Pajón detenido hacía once meses y que según el alcalde de segundo voto se había librado provisión al juez Gregorio Rueda para que siguiese información de sus hechos ejecutados en su partido y que hasta la fecha no había respuesta; José Miguel Galván prisionero hacía cinco meses con causa demorada por no haber mandado el juez de partido que lo había remitido las pruebas y testigos de sus delitos; Pablo indio vilela, que ignoraba su apellido, preso hacía cuatro meses, con causa suspensa por el mismo impedimento; y María Dolores Ponce presa desde siete meses con causa en dictamen del asesor en averiguaciones de su edad. De los tres restantes de causas civiles se puso en libertad uno de ellos “por haber ya bastantemente compurgado su delito y en acción de gracia”. Se liberó a José Aguirre natural del partido de Salavina, autor de “delitos de poca consideración y que los ha compurgado en la obra de la cárcel pasándole oficio por este ilustre cabildo al comisionado de dicho partido haciéndole presente que va perdonado de los delitos cometidos hasta aquí y de que se ha tenido noticia y que esté a la mira de su conducta para lo sucesivo”. Acuerdo del cabildo, 24/12/1792, en Actas capitulares de Santiago del Estero. Años 1792 a 1803, pp. 25-26.
[113] VII.29.5. Levaggi, Las cárceles…, pp. 193-194.
[114] VII.31.8.
[115] Angeli, “Un temprano…”, pp. 447-448.
[116] Tau Anzoátegui, “Órdenes normativos…”, p. 286.
[117] Agüero, Castigar…, pp. 266-267.
[118] Ortego Gil, “El arbitrio…”, p. 133.
[119] Leiva, “La institución del arbitrio judicial…”, p. 94.
[120] Sánchez-Lauro, El crimen…, p. 216.
[121] Agüero, “Las armas...”, p. 31.
[122] R. I. III.3.24.
[123] Herzog, La administración…, p. 214. En 1786 la Real Audiencia de Buenos Aires dejó en libertad a Paulino Troncoso en una causa que se le formó por “comunicación ilícita con una mujer casada”. Se le apercibió que a la menor nota o queja de su conducta por trato con María Pallero “se le aplicará por el término de tres años al presidio de la Barranca”. “Año 1786. Paulino Troncoso”. AHPBA, 5.5.74.2, fs. 1-3.
[124] Agüero, “Las armas...”, pp. 25-27. Grossi ha resaltado la influencia del derecho canónico en el derecho común europeo como la dissimulatio y la tolerantia, dos instituciones asidas a la aequitas. La disimulación y tolerancia consistían en el comportamiento evasivo de un superior eclesiástico ante un acto ilícito para evitar una ilicitud mayor. Ambas representaban “el límite extremo al que puede conducir la visión equitativa en una óptica exquisitamente canónica y la aplicación extremada del principio de flexibilidad”. Grossi, El orden…, pp. 213-214.
[125] Soto, Tratado…, I, p. 150.
[126] Alonso Romero, El proceso…, p. 106.
[127] Agüero, “Sobre el uso…”, pp. 247-248.
[128] Aspell, “Abusos…”, p. 350.
[129] Agüero, “Saber jurídico…”, pp. 316-317.
[130] Zorraquín Becú, La organización judicial…, p. 24.
[131] Castillo de Bovadilla, Política para corregidores…, I, p. 298. Hugo Celso definió a la caridad: “Caridad es Dios y es una virtud muy necesaria a todo cristiano sin la cual las otras virtudes son de poco provecho”. La caridad verdadera “es amor de Dios” y en segundo lugar “es amor de su prójimo”. “Entre las obras de caridad no es poca cosa retraer el que yerra de su yerro o del camino en que estaba puesto para errar”. Mientras que la piedad era “una virtud muy acepta a Dios porque él nos invita a piedad mostrándonos inmensa piedad y misericordia”. Celso mencionaba qué “cosas mueven al rey a piedad y hacer merced de algún malhecho”. Celso, Repertorio…, fs. 53 v. y 267 v.
[132] Tomás y Valiente, Gobierno e instituciones…, pp. 211 y 223.
[133] Matienzo, Gobierno del Perú, p. 15.
[134] Martínez, Librería de jueces…, I, pp. 293-294.
[135] Asso y del Río y Manuel y Rodríguez, Instituciones…, p. 247.
[136] Agüero, Castigar…, pp. 85 y 134.
[137] Concina, Theologia…, I, p. 129. Disertación II: “De la caridad para con Dios”. Cap. III: “La definición de la caridad teológica, su objeto, prerrogativa, y precepto”.
[138] Palafox y Mendoza, Obras…, V, pp. 115, 135 y 322.
[139] Busembaum, Medula…, pp. 42-46.
[140] Concina, Theologia…, I, p. 348. Disertación III: “De las virtudes”, Cap. II: “De la Justicia, sus partes y oficios”.
[141] Paz, Consultas…, pp. 252-253. Clase IV, Consulta VII: “Sobre si avra camino paraque(salva la justicia) se le pueda conmutar la pena de muerte, y cortar la mano a un mozo de veinte y tres años, por aver hurtado las joyas de cierta iglesia?”.
[142] Martínez de Sánchez, Formas…, p. 223.
[143] Granada, Sermones…, VIII, p. 32.
[144] Martínez de Sánchez, Cofradías…, pp. 63 y 277.
[145] Véase Real Cédula de S. M. y señor del Consejo…