JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:Funciones sociales de las formas como base de una teoría de las formas procesales
Autor:Binder, Alberto
País:
Argentina
Publicación:Revista en Ciencias Penales y Criminológicas - Número 1 - Abril 2019
Fecha:10-04-2019 Cita:IJ-DXLVII-108
Índice Voces Relacionados Ultimos Artículos
I. Importancia del estudio de las formas procesales
II. Los procesos de formalización
III. Funciones político criminales de las formas
IV. Funciones de garantía
V. Funciones de legitimidad
Bibliografía
Notas

Funciones sociales de las formas como base de una teoría de las formas procesales

Por Alberto M. Binder [1]

I. Importancia del estudio de las formas procesales [arriba] 

Toda la actividad que se realiza en la justicia penal está sometida a formas, es decir, a modos específicos de actuación de los distintos intervinientes, a maneras particulares de ingreso de los intereses y de su gestión, a rituales que cumplen funciones diversas, a reglas de cumplimiento obligatorio, cuyo incumplimiento acarrea graves consecuencias para quien las incumple; en fin, la justicia penal es formal y puede ser vista como un conjunto de formas, cuyo cumplimiento asegura la consecución de muchas de sus finalidades y cuya distorsión produce graves males. Es cierto que esas formas constituyen, en sentido amplio, restricciones y, como tales, pueden alejarnos de la justicia del caso; pero como nos recuerda Carrara, “la justicia intrínseca consiste en que la proposición final (o juicio ideológico) es conforme a la verdad; la extrínseca, en observar las formas que la razón y la ley han prescrito. Por esto, dice con mucha agudeza Ayrault (L’ordre et formalitié judiciaire, París, 1598) que la justicia humana no es sino forma, pues el hombre no puede tener presente, con certeza apodíctica, lo que es absolutamente justo” (Carrara 1977 II: 266). Entre la justicia y la verdad del caso y el respeto a las formas, siempre existirá una tensión imposible de resolver en términos absolutos.

Esta presencia central de las formas en la justicia es destacada, con mucha más fuerza aún por Rudolf von Ihering, en su famoso estudio sobre el Espíritu del Derecho Romano. Ihering destaca la persistencia del uso de las formas en ese derecho y el modo como ellas lograron sobrevivir hasta nuestros días. Sin embargo, ello no debe ser visto como un necesario ahogamiento de la libertad, tan cara también al espíritu del Derecho Romano. En frases, que ya son célebres, nos dice: “aunque la libertad, por dar el más libre vuelo a la voluntad, y la forma, por reducirla desde el punto de vista formal, parecen contradictorias, están, sin embargo, en dependencia mutua y reacción oculta. El pleno auge de la idea de libertad coincide con el reinado tiránico de la forma; cuando la libertad zozobra, la forma mitiga su rigor, y cuando bajo el régimen de los Césares, la libertad de desploma totalmente, desaparecen también el formalismo y las fórmulas del derecho antiguo. (…) Enemiga de la arbitrariedad, la forma es hermana gemela de la libertad; (…) El pueblo que ama la libertad comprende instintivamente que la forma no es un yugo, sino el guardián de su libertad”. (Ihering 1962: 285). Esta es la razón por la cual el derecho no tolera, según Ihering, la carencia de forma y que prefiere vivir bajo su rigor. Esto explica, también, el valor de la forma que responde a una necesidad intrínseca al derecho o, mejor dicho, acompaña necesariamente a alguna de las funciones fundamentales del Derecho y de la Administración de justicia, facilitando su realización, (del mismo modo que el cuño de la moneda nos dice Ihering, nos dispensa de la tarea de evaluar el peso y la calidad de cada una de las piezas) y de esa manera, se facilita el trabajo del juez y de las partes. Por otra parte, las formas cumplen también una función de “advertencia”, en el sentido de que nos llaman la atención sobre la trascendencia de los actos sometidos a ella. Funciona como un despertador de la conciencia jurídica. En el caso de la justicia penal, esta función es mucho más importante aún porque no debemos olvidar jamás que se trata de mecanismos para activar la violencia del Estado. Ello no se puede hacer un modo ligero, abierto a la mera voluntad, ya sea de los afectados o de los funcionarios, muchas veces más propensos que aquellos a olvidarse del impacto que produce en todo caso esa violencia. La formalidad de la justicia penal debe ser un despertador de la prudencia y la cautela, frente a una respuesta de ese calibre. Como nos dice Montesquieu: “Si examináis las formalidades de la justicia con relación al trabajo que tiene un ciudadano para hacerse devolver su bien o para obtener satisfacción de cualquier ultraje, encontraréis que son excesivas; pero si las examináis con relación a la libertad y seguridad de las personas, las encontraréis sin duda demasiado pocas; y entonces comprenderéis que las molestias, los gastos, las dilaciones y aun el peligro mismo de la justicia son el precio que paga cada ciudadano por su libertad” (Montesquieu 1984 I: 85). Un sistema penal que no estuviera sujeto a formas sería en definitiva algo aterrador para todos los ciudadanos. No debemos dejar de pensar en esa posibilidad cuando el respeto a las formas nos parece una concesión innecesaria al “tecnicismo” y el respeto a las formas un simple apego de intelectuales exagerados. Vivimos en una época donde viejas discusiones se han reactivado como si fueran novedosas.

No obstante, reconocer este carácter fundamental de la forma, sus defectos e inconvenientes suelen ser destacados con mayor fuerza que sus virtudes. “Un solo caso -nos dice Ihering- en que aparezcan aquellos, un testamento anulado o un pleito perdido, solo por un vicio o descuido de forma, se hace notar más intensamente que millares de casos en que la forma ha cumplido su misión tutelar”. Las gentes profanas[2], nos dice Chiovenda, “dirigen numerosas censuras a las formas judiciales, basándose en que las formas originan largas e inútiles cuestiones y frecuentemente la inobservancia de una forma suele producir la pérdida del derecho” (1925 II: 110). Esas desventajas se manifiestan según Ihering en dos dimensiones; una es el peligro de la facilidad con que se puede incurrir en un vicio de forma y las graves consecuencias que ello trae aparejado. “En una legislación formalista, el ignorante, el imprudente, el hombre honrado desconocedor de los negocios, se encuentra a merced del adversario astuto que se sirve de la forma para estrangular al inexperto” (1962:288). Este peligro aumenta cuando aumentan las formas: en el caso del juicio penal de conocimiento, la importancia, rigidez y cantidad de las formas es una de las dimensiones que acompaña al sistema de garantías que le es inherente. De allí que el peligro al abuso de las formas por parte del litigante astuto es mayor; de allí también, la importancia de que quienes hacer ingresar sus intereses al campo de la justicia penal deben estar advertidos de que se trata de un campo estrictamente formal, que ello no debe sorprenderlos.[3] El excesivo uso de la justicia penal para gestionar intereses sociales hace que este peligro aumente y aumente la queja social por el grave costo del incumplimiento de la formalidad de los actos. Este problema es uno más de los que genera la inflación penal. El uso creciente de la justicia penal para gestionar todo tipo de intereses aumenta la tensión sobre las formas, ya que las que son propias de la justicia penal aparecen como obstáculos difíciles de comprender para el tipo de problemas y conflictos que se pretende canalizar a través de ella. Este problema es muy grave porque muchas buenas causas, muchos casos en los que la justicia del caso es evidente, se ven sometidos a un tratamiento formal, absolutamente indispensable y valioso por el tipo de respuesta violenta que se espera, pero que suele desesperar a los actores sociales. Jugar con la justicia penal, llenándola de casos que se podrían canalizar hacia otros niveles del sistema institución de gestión de conflictos, es una de las maneras más irresponsables y dañinas de erosionar el valor de las formas procesales, indispensables para el correcto funcionamiento de la justicia penal, tanto en el plano político criminal, como en el del sistema de garantías. Mientras no tengamos un modelo de justicia civil que restablezca el valor social de las formas y deje de estar atrapado en un escriturismo o en una burocratización desesperante, no podremos avanzar con la firmeza necesaria en un proceso de “descriminalización”, que sea comprendido por el conjunto de la sociedad y, en particular, por los diversos sectores que hoy, ante la ausencia de espacios judiciales eficaces, pero también con valor simbólico, recurren como única estratégica a una justicia penal que por la índole de su configuración histórica y por el sistema de garantías que le es connatural, no es el más útil para acompañar esos procesos de consolidación de derechos.

Este carácter central de las formas en la administración de justicia (y que adquiere todavía mayor centralidad en el proceso penal), es lo que convierte a su estudio en “uno de los más interesantes de los estudios procesales”, al decir del propio Chiovenda (1949 II: 123), o como señala Alvarado Velloso (1986: 95): “su tratamiento implica adentrarse en una de las zonas más grises, difíciles y controvertidas, no solo del derecho en general, sino también del derecho procesal en particular”. Esas palabras, en particular las resonantes de Chiovenda, suenan extrañas a la mentalidad moderna de los estudiosos, mucho más acostumbrados a repudiar las formas, que a pensar en ellas. No obstante, una parte importante de las funciones de la justicia penal se logra con el adecuado manejo de esas formas. Es cierto que su diseño ya no puede quedar atrapado en el tiempo y que es necesario repensar su valor simbólico y tener la capacidad, incluso, de proponer innovaciones. El mundo que nos toca vivir no es un mundo alejado de los simbolismos; al contrario, el auge de todos los medios de comunicación ha significado una omnipresencia de complejos sistemas de signos en nuestra vida cotidiana, la que para bien o para mal, se encuentra sometida al vaivén de múltiples retóricas. Lo dicho hasta aquí es también la explicación de la razón por la que no se pueden estudiar las formas procesales como un mero preámbulo al problema de su invalidez y nulidad. El incumplimiento de las formas procesales es un capítulo importante de la teoría de las formas, pero se encuentra totalmente subordinado a una primera parte, donde se deben estudiar y analizar sus funciones, no desde su incumplimiento, sino desde la perspectiva positiva, de lo que queremos lograr con ellas. Las formas judiciales han sido diseñadas para ser cumplidas: el valor positivo de las formas procesales que se produce con su cumplimiento es el núcleo central de una teoría de las formas procesales, que debe tener la capacidad de enlazar las viejas tradiciones del formalismo (de allí, las referencias iniciales a Ihering y Chiovenda, quienes, precisamente, sostienen esa perspectiva) con las necesidades sociales del mundo moderno y de la comunicación de masas, consumidora voraz de formas y simbolismos. Si bien el mismo Chiovenda nos advierte que “desgraciadamente es difícil encontrar un sistema de formas lógico, que responda a las condiciones del tiempo en que se vive”, y que normalmente los sistemas procesales están atrapados en formas que son restos de antiguos sistemas “que se trasmiten por un aferramiento a veces justo, otras irrazonable a la tradición, y por el espíritu conservador que domina en la clase forense” (1925 II:110), debemos sentar las bases de una reflexión sobre las formas procesales, que nos dé mejores herramientas conceptuales para el diseño y la comprensión de esas formas, tanto en sus funciones político-criminales, como en su función limitadora, esencial a la hora de evaluar la fortaleza del sistema de garantías. Esta explicación es necesaria para que se entienda que las formas de la oralidad no son las mismas que las formas de la escritura. Que ambas constituyen modelos diferentes, por más que en determinados casos cumplan funciones equivalentes. No debemos olvidar, por otra parte, que la diferencia entre lo oral y lo escrito no es un problema exclusivo del proceso, sino que constituyen dos formas de cultura que exceden, pero se relacionan con lo judicial. Las formas del proceso son algo específico y hasta técnico, pero se relacionan con formas de la vida social que cumplen funciones y tienen significados más profundos. Según los vínculos entre una y otra dimensión se facilitará o dificultará la inserción de la administración de justicia en la vida social y aumentarán o disminuirán sus posibilidades de cumplir sus funciones sociales y adquirir legitimación.

Si la oralidad es el paradigma desde donde debemos pensar las formas procesales, corresponde indagar un poco más qué implicancias tiene afincarse en él. La oralidad no es mera palabra, por más que lo sea; es también presencia (inmediación), es agrupamiento (concentración) y es transparencia (publicidad). Por eso, la oralidad es escena, conflicto puesto en escena, abierto a la observación. Es en ese sentido que la oralidad constituye también una liturgia, un ritual y sabemos que, en la vida social, desde antiguo, hasta el presente, la sociedad necesita los rituales y los consolida en la cultura.[4] Pero esta idea necesita algunas aclaraciones. El uso de la palabra ritual no es extraño a la administración de justicia; al contrario, es una palabra que se usa bastante, aunque con significados que se han depreciado. Se habla de leyes de “rito” o “rituales”, para referirse a las leyes procesales. Se usa la frase “ritual procesal”, como sinónimo de procedimiento. O se habla de orden ritual o simplemente “el rito”. Pero en muchos sistemas judiciales, ello significa más que nada el trámite o los requisitos formales de algunos actos. En otras ocasiones, se utiliza la palabra en un sentido negativo, tal como la usamos cuando decimos que en el juicio oral de los sistemas mixtos, esa oralidad es un simple rito que reproduce el expediente, es decir, un cumplimiento meramente formal (en el sentido de externo, sin preocupación por el contenido), normalmente rutinario y burocrático. En este sentido, hablar de una justicia ritual, apegada al rito, etc., apela a burocracia, despreocupación por el fondo de los conflictos, desidia. Frente a ese significado, que muestra una realidad que debe ser rechazada, diremos que otro elemento más de la fuerza de la oralidad reside en su dimensión ritual. Las formas de la oralidad son superiores para cumplir el papel positivo de lo ritual, frente a las formas escritas en las que lo ritual fácilmente cae en la dimensión negativa del rito, tal como lo hemos explicado. Lo oral tiene mayor fuerza ritual porque apela a una interacción cercana e inmediata, en un contexto público. “Todas las sociedades, si en verdad son sociedades, deben movilizar a sus miembros como participantes auto-regulados en encuentros sociales. Una forma de movilizar al individuo para tal fin es el ritual” (Goffman 1970:47). Esas reglas de juego que constituyen rituales enseñan y atraen al individuo a formas específicas de interacción social y por ello, deben ser diseñadas con cuidado y mantenidas con mayor cuidado aún. De ello se encarga, sin duda, la propia cultura, como creación colectiva y anónima, siempre en el largo plazo. El Estado ha tenido y tiene aún la pretensión de atraer a las personas involucradas en ciertos conflictos graves a una nueva interrelación social, fuertemente institucionalizada. Los rituales judiciales han sido y siguen siendo esa herramienta de atracción: en la naturaleza y forma de esos rituales se juega mucho de las funciones de pacificación. El escriturismo ha servido para constituir rituales de obediencia y sumisión y ello es una de las características centrales de la tradición inquisitorial. Las formas de la oralidad son superiores como ritual, porque facilitan los rituales de encuentro; ciertamente, el conflicto es un encuentro de personas, precisamente conflictivo, doloroso, molesto, etc., plagado de rituales sociales diferenciados, según los tipos de conflictos. La justicia penal debe elaborar sus propios rituales, en relación y observando los rituales sociales de la conflictividad. Y ello no se logra con la palabra escrita, que no promueve el encuentro cara a cara, sino que lo mediatiza por el registro y el documento. Los rituales de la oralidad cumplen funciones respecto de los involucrados en los conflictos, acusados y acusadores, pero también los cumplen respecto de la sociedad en general o las comunidades directamente afectadas por los conflictos.

La conjunción de todas estas dimensiones de las formas de la oralidad hace nacer una nueva, que cumple funciones centrales: la sala de audiencias como el lugar específico donde las formas de la oralidad adquieren una mayor potencia y sentido. La sala de audiencias no es un simple lugar, es un espacio simbólico. Lo que llamamos audiencia es un tipo específico de interacción sometida a reglas de juego particulares; la sala, es el espacio donde esa interacción se realiza (no debe confundirnos el hecho de que en español, se usa la palabra “sala” para referirse a un modelo de organización judicial, por ejemplo, cuando decimos que una Corte se compone de varias “salas”). Pero la conexión entre ambas no es meramente una relación de localización. La sala como espacio simbólico, es decir, como forma influye en el tipo de interacción. Es claro que esto no se debe llevar al extremo de que sin sala, no puede haber audiencia, pero lo cierto es que la audiencia reclama una sala, para que las formas de la oralidad se completen y adquieran su máxima fuerza. La misma idea de la oralidad reclama un espacio concentrado o reducido, donde la interacción cara a cara sea posible (Cordero 2000: 222). La sala de audiencia no ha sido una construcción aleatoria; tiene profundas raíces históricas vinculadas a los distintos modos de ejercer el poder judicial. Richardson (2007: 12) destaca que el simbolismo en las salas de audiencia es uno de los pocos ambientes institucionales en el que es mantenido con persistencia. Un simbolismo que puede tener distintas significaciones, pero en todo caso, siempre alguna y en general relevante. Ya sea porque existe una pervivencia de lo sacro y el espacio judicial sacraliza el conflicto (Garapon); o porque se trate de espacios jerarquizados donde se juega y reproduce la autoridad social, incluso la autoridad del Derecho; o en definitiva, porque todavía debamos construir los símbolos democráticos de una sala de audiencia. Como nos señala Rodríguez (2010: 65), “Espacios jerarquizados y acciones ritualizadas en el ámbito judicial ponen de manifiesto el profundo simbolismo de estas arquitecturas en la prevalencia del derecho por sobre la fuerza, en la búsqueda de la sumisión de lo individual al orden social. Se trata, en definitiva, de una experiencia sensorial que apela al mundo de las emociones. En igual sentido, el mismo lenguaje jurídico depura las contradicciones y la opacidad de la realidad transformándolas en categorías operacionales que asignan lugares y comportamientos pautados. El repertorio de gestos, palabras y fórmulas consagradas que todo proceso judicial conlleva logra expresar el conflicto preservando el orden y neutralizando la contradicción”. Todo esto nos demuestra la importancia de desarrollar algo así como una semiótica de la administración de justicia. Un estudio sistemático sobre el papel de los símbolos en la administración de justicia, es decir, cómo se conforma su valor simbólico, qué efectos reales producen en los intervinientes o en la sociedad. Poder determinar cómo ellos se construyen y qué nos dicen hoy día, saber cuándo se trata de signos vivos o muertos, o cuándo le hablan al interior de la burocracia o cuándo le están hablando a la sociedad; algo que exceda el tema de los medios de comunicación, que a veces parece obsesionar a los operadores judiciales. Si todas las culturas han desarrollado símbolos alrededor de la administración de justicia, si existen innumerables ejemplos sociales de la necesidad de construir el espacio judicial como un espacio simbólico y ritual, entonces no podemos desconocer que nuestra cultura actual, al igual que las culturas del pasado, puede tener la misma capacidad de construir los símbolos que hoy hemos heredado. Alguna vez se les puso toga a los jueces y ello perduró; en otros tiempos, se diseñaron las salas de una determinada manera, o se eligió tal o cual símbolo como expresión de la justicia, o de la autoridad o del valor que se consideró importante. Todo eso fue realizado por hombres de ese tiempo y hoy necesitamos a los hombres de este tiempo, que lleven adelante similar tarea. Todo lo que ha sido realizado en el pasado tuvo que pasar por un momento de innovación y como tal, de ruptura con las tradiciones actuantes en su momento. Si antes se pudo innovar, incluso en sociedades mucho menos proclives a ello, hoy resulta no solo necesario, sino imperioso innovar en los símbolos judiciales que se expresan a través de las formas.

II. Los procesos de formalización [arriba] 

Ha existido, existe y probablemente existirá por largo tiempo un proceso de formalización. Entendemos por tal el mecanismo por el cual imponemos formas (es decir, modos especiales de actuar, instituir sujetos, o de construir el espacio y el tiempo en el que ellas se llevan a cabo) a un proceso social preexistente. La formalización no crea nuevas interacciones, las instituye de un modo nuevo; les construye, si se quiere, una nueva dimensión que es, precisamente, su formalidad. A partir de ello, se constituirán en el molde donde necesariamente esa interacción social se desarrollará. “En realidad, el mundo de la vida práctica, es decir, el mundo de las acciones, de las convenciones y de las reglas, constituye una totalidad no descomponible, formada por redes complejas de las relaciones y de interdependencias, porque es el mundo de los conocimientos, de los valores y de los símbolos generados y usados siempre por el mismo ser, es decir, por el hombre dentro de determinados horizontes culturales. El intento de seguir determinados recorridos dentro de esta complejidad interrelacional debe ser sustentado por la cautela de no rasgar ese tejido unitario, si bien no está exento de costuras” (Viola/Zaccaria 2007:23; el subrayado es nuestro). Existe un continuo entre la vida social y el proceso de formalización, que no solo no debe ser olvidado, sino que debe ser estudiado. El hecho de que la actividad procesal sea siempre una actividad formal y que por fuera de esa forma, las acciones no son “procesales”, no significa que esas acciones no existan con anterioridad y que, incluso no tengan con anterioridad reglas que las constituyan. El proceso penal no se enfrenta a una realidad “informe”, a la que simplemente le da forma, sino que se encuentra con pliegues de formalidad ya existentes. El proceso de formalización no solo debe dar cuenta de lo social como mera vida humana, sino de lo social como vida humana atravesada por la cultura, es decir, ya sujeta a reglas que le dan sentido e incluso a diversos procesos de formalización y ritualización propios de la cultura. El conjunto de las interacciones individuales puede ser vistas desde dos categorías generales: la cooperación y el conflicto (Viola/Zaccaria 2007:25, siguiendo a Höffe). Ya hemos visto que la interacción que capta la justicia penal es siempre un conflicto, por más que la idea de cooperación también juegue un papel, en especial en el proceso composicional o en los aportes que el conjunto de personas realizan en el proceso de conocimiento. Una de las claves del proceso de formalización se encuentra en la tensión, no solo entre lo social y lo jurídico, sino entre las distintas esferas de formalización y ritualización. Cuando decimos que el derecho es una “técnica”, no significa solo que sea una “forma especial de dar órdenes”, algo que confunde a veces a la Dogmática penal; se trata también de una técnica de formalización que busca otros objetivos. “Una técnica para tener éxito debe neutralizar lo más posible el factor subjetivo, que es variable e imprevisible, y debe obrar sobre cosas que sean plenamente calculables y conmensurables. Pero en la experiencia jurídica, no se pueden eliminar las expectativas de los sujetos porque son propiamente estas la razón del carácter normativo de la cooperación. Además, los bienes y los valores, en los que se trata de participar a través del derecho, son múltiples e inconmensurables entre ellos. El derecho se encuentra, por tanto, en la difícil situación de tener que dar estabilidad y eficacia a la comunicación social, cosa que solo la precisión y la infalibilidad social de una técnica podrán asegurar, y de tener que ver con el mundo de las necesidades y de los deseos, de las expectativas y del pluralismo de valores, que una mera técnica no sería capaz de reconocer y respetar en toda su articulación” (Viola/Zaccaria 2007:27). Se trata, en definitiva, en primer lugar, de un proceso de captación, ya que, si la formalización no tiene capacidad de atraer o absorber al conflicto, no cumple su función; de eficacia, es decir, debe lograr algo que las formas y rituales sociales ya no pueden lograr (pacificación, por ejemplo, como veremos) y de legitimación, generando confianza y un uso aceptado de la autoridad.

De allí que el problema principal del proceso de formalización sea cómo resuelve la tensión entre los componentes del proceso social ya existente y las necesidades que nutren el proceso de formalización mismo. En nuestro caso, la cuestión central consistiría en determinar cuáles elementos del conflicto-base (interacción social captada por la justicia penal) deben quedar incluidos o reflejados en el proceso de formalización y cuáles deben ser excluidos o transformados. Pero más allá del éxito de esta tarea, lo cierto es que siempre debe existir algún tipo de vínculo con las formas propia de la vida social de que se trate. A ese vínculo necesario y conveniente es lo que llamamos realismo de las formas procesales. Las formas del sistema inquisitorial se refieren a otro tipo de interacción social que está marcada por el binomio obediencia/desobediencia. El expediente, lo hemos dicho muchas veces, es la corporización ritual de esa relación y el trámite es la forma de esa misma relación (por más que el saber forense nos diga que es una simple secuencia de actividades). Los sistemas acusatorios/adversariales buscan formalizar otra interacción social que es el conflicto. Pero allí tenemos dos modelos básicos de formalización. En uno, se aceptan algunos elementos del conflicto, por ejemplo, su dinámica contradictoria, pero se rechazan muchos otros, tales como la mayor presencia de los protagonistas iniciales de ese conflicto, ciertas dimensiones fácticas, etc. Los llamados sistemas acusatorios formales son, precisamente, aquellos en los que el nivel de captación de los elementos preexistentes del conflicto es menor (por ejemplo, la participación de la víctima, del imputado, etc.). Llamamos sistemas acusatorios materiales a aquellos en los que esa captación de los elementos preexistentes del conflicto es más amplia. La determinación del modo como un sistema procesal concreto (se entiende de tipo acusatorio) se inclina por uno u otro modelo y es una decisión de política criminal. Las técnicas de formalización son las que nos permiten configurar esos sistemas en uno u otro sentido o con distintos niveles de mixturas. Ahora bien, debe quedar claro, también, que cuanto más nos alejamos de los componentes del conflicto-base, aumentan las posibilidades de acercarnos a un modelo infraccional, tal como ocurre en muchos sistemas acusatorios “formales”, que en realidad funcionan como un sistema inquisitivo. Incluso muchos nuevos sistemas acusatorios, en tanto se cree que la sola dinámica de separación de funciones en el proceso es lo único que interesa, terminan funcionando como sistemas inquisitoriales.

La técnica de formalización consiste, entonces, en la selección de los elementos del conflicto-base respecto de los cuales se establecerán reglas específicas para que integren el litigio penal. Esto se puede hacer bien o mal, en relación con las finalidades por las cuales formalizamos el conflicto para convertirlo en litigio. Este proceso debe ser estudiado todavía con mayor detalle, dentro de lo que hemos denominado semiótica del Poder Judicial; no obstante, podemos señalar algunas reglas y técnicas que lo constituyen. En primer lugar, debe existir un principio de reconocimiento. Por más que la formalización sea un proceso de recorte e instauración de reglas, debe siempre quedar la posibilidad razonable de identificar el conflicto base. Por ejemplo, ello no ocurre cuando el reemplazo de los intervinientes naturales es absoluto, como ocurre muchas veces en los sistemas acusatorios formales, ya sea por el diseño legal o por el diseño efectivo a través de las prácticas o cuando el tiempo diseñado o practicado hace que aparezcan formas de olvido social o cuando la selección de elementos sobre los que se discute el caso producen que el tema se haya vuelto abstracto o tangencial (cuando en una estafa se discute solo la falsificación de un documento, etc.). En todas estas situaciones, a una comunidad razonable le costaría identificar al conflicto base con el caso que se está escenificando en los tribunales: cuando el nivel de burocratización es mayor este efecto se acentúa. La utilidad de las formas procesales, cuando esto ocurre, no solo baja, sino que puede volverse en contra de las finalidades por las que se establecieron. Incluso existe cierta ideología difusa que entiende que esto es una virtud del sistema porque deja la vida social afuera de los tribunales, donde se discuten ahora teorías jurídicas, aspectos técnicos, lenguaje de especialistas; como si dejar afuera las emociones que acompañan necesariamente a los actos de la vida fuera algo en sí mismo valioso. El carácter endogámico de esta ideología es evidente y sus efectos, nocivos para la vida social, por más que luego se quiera presentar las sentencias, meramente técnicas, como una forma de excelencia del sistema. La confusión promiscua entre los operadores judiciales y los planteles académicos acentúan este grave vicio del proceso, que suele ser visto como una mera “operación intelectual”.

En segundo lugar, el objeto de discusión no puede alejarse demasiado del objeto del conflicto-base. El objeto del litigio es sin duda un recorte sobre el objeto del conflicto, pero no un recorte cualquiera. Ciertamente, si nos hemos corrido hacia el modelo infraccional ya dejamos de lado el conflicto-base, pero aún dentro del derecho penal del conflicto puede ocurrir que nuestro recorte sea inadecuado. Existe un recorte que hace el derecho penal (a través de los elementos típicos, en sentido amplio), pero ese recorte es solo una de las dimensiones, que se encuentra estrictamente vinculado a determinar los elementos fácticos que fundan el merecimiento de pena. Pero existe otro tipo de selección de elementos, vinculados a la prueba, a la graduación de la pena, al contexto valorativo, a la reparación del daño, etc. Recordemos que siempre se castiga una acción, pero se juzga un hecho. Desde la eficacia de las formas, se debe observar el modo como se ha seleccionado, recortado y formalizado el hecho en su conjunto. La determinación del objeto de discusión es en ese sentido, el primer paso de la formalización; y ello no se da en un solo momento, sino que tiene distintos niveles: por ejemplo, en la admisión del caso o en acusación o en la sentencia. No obstante, el hilo conductor del reconocimiento del conflicto base debe darse en todo momento, por más que existan distintos niveles de formalización. Una renovada reflexión sobre la centralidad del concepto de hecho nos ayudaría a aumentar la eficacia simbólica de las formas procesales.

En tercer lugar, el proceso de formalización instaura los sujetos y convierte a los protagonistas del conflicto en sujetos procesales, con capacidad de intervenir en el litigio. En el derecho penal del conflicto, el único sujeto extraño al conflicto es el juez. Los acusadores públicos no lo son, en tanto representan a uno o a todos los niveles de víctimas (desde el individuo a la sociedad dañada). Pero ser sujeto del proceso es tener la capacidad de introducir el interés propio o del representado. Las formas no pueden obstaculizar el ejercicio razonable de ese interés. Si lo hacen, esas formas pierden eficacia para obtener los resultados que le dan fundamento. Toda la discusión sobre las facultades de las partes acompaña esta dimensión y el modo como pueden ser ejercidas esas facultades es determinante para conocer la eficacia de las formas procesales. ¿Es la comunidad un sujeto del proceso? Lo es, en tanto haya sido dañada por la conducta ilícita. En cuanto sujeto que controla y observa el desenvolvimiento del juicio, no la podemos considerar bajo la categoría de “sujeto”. La publicidad es la forma que se relaciona con esta otra dimensión de la comunidad, pero ello no tiene el mismo significado que introducir un interés, tal como lo hacen necesariamente los sujetos del proceso. Un concepto estrecho de legitimación nos ha llevado a confundir planos y a reducir la eficacia pacificadora de las formas.


Finalmente, la respuesta del sistema judicial está formalizada. Si se trata de una respuesta violenta, el grado de formalización debe ser muy intenso. Pero no debemos olvidar que toda respuesta de la justicia penal debe ser formalizada, si se quiere que cumpla efectos político-criminales. Se trate de un acuerdo, de una reparación, de una admonición, de una sanción en libertad. También, las decisiones liberatorias o del rechazo del caso por falta de pruebas o por inexistencia del hecho, etc., deben tener algún nivel de formalización, que es lo que permite instalarlas en la vida social. Eso es quizás el punto central: las decisiones judiciales deben instalarse en el curso de la vida social, no pueden quedan atrapados en las redes de la propia organización, en los pliegues de la burocracia. No hay nada más pernicioso para la eficacia de la justicia penal que la costumbre de dejar los casos en el limbo que se esconde tras el gerundio, donde miles de casos, que de hecho han sido rechazados o se sabe que nunca llegarán a nada, quedan “tramitando”. El gerundio es la forma verbal que esconde muchas prácticas judiciales perniciosas, entre las que se encuentra la mera sustracción del conflicto, sin darle ninguna salida formal. A lo largo de la historia, las penas siempre han tenido altos grados de formalización, en particular, las penas más graves, como la de muerte o la de prisión por largos tiempos. Esa formalización ha cumplido efectos muy notorios en la vida social y por ello, ha sido estudiada como expresión de los distintos tipos de uso social de la pena.

Hasta ahora, hemos visto cómo el proceso de formalización sirve para absorber el conflicto, mantener su reconocimiento y dándole forma, cumplir ciertas finalidades sociales. Pero el proceso de formalización puede y de hecho, suele cumplir funciones negativas. Una vez más nos dice Calamandrei: “la historia de las instituciones judiciales demuestra que las formas adoptadas originalmente para alcanzar ciertos fines tienden a sobrevivir a su función y a permanecer cristalizadas en la práctica aún después de terminada su justificación histórica, como fin en sí mismas (Relación al Proyecto de Reforma italiana del proceso civil)” (1986: 322). Así las formas degeneran en formalismo y son objeto de “culto ciego” “como fórmulas rituales que tienen en sí mismas un valor sacramental”, que “matan al derecho”. Todo ello nos muestra dos tipos de defectos del proceso de formalización. Uno de ellos es cuando las formas y ritos establecidos en las leyes procesales no respetan las formas arquetípicas fijadas en el bloque de constitucionalidad. Ello es un caso de incumplimiento formal e invalidez, que funda toda la teoría de las nulidades. Pero también puede existir una pérdida de sentido de las formas, ya sea en general o en casos concretos, que son el resultado de un notorio alejamiento de sus funciones, por más que todavía puedan generar seguimiento por parte de los operadores judiciales. A este defecto sobreviniente del proceso de formalización es lo que llamaremos, siguiendo la jurisprudencia, exceso ritual manifiesto; y es precisamente un caso de reconfiguración formal por parte de los operadores, pero en un sentido negativo. Un proceso similar ha sufrido y sufre la liturgia religiosa, donde los rituales, precisamente, deben ser “eficaces” -en este caso, para canalizar la gracia sacramental-. Leonardo Boff señala un proceso religioso que es bastante similar a lo que ocurre en el mundo judicial: “no creemos que el hombre moderno haya perdido el sentido de lo simbólico y lo sacramental. También, él es hombre como otros de otras etapas culturales y en consecuencia, es también productor de símbolos expresivos de su interioridad y capaz de descifrar el sentido simbólico del mundo. Quizás se haya quedado ciego y sordo a un cierto tipo de símbolos y ritos sacramentales que se han esclerotizado o vueltos anacrónicos. La culpa, en ese caso, es de los ritos y no del hombre moderno. No podemos ocultar el hecho de que, en el universo sacramental cristiano, se ha operado un proceso de momificación ritual. Los ritos actuales hablan poco por sí mismos. Necesitan ser explicados. Y una señal que tiene que ser explicada no es señal” (Boff 1983: 10). En definitiva, el problema es, una vez más, la ponderación entre la racionalidad abstracta de las formas y las necesidades concretas del caso. El exceso ritual es el apego vacío a las formas, un cumplimiento de ellas alejado claramente de sus funciones. La doctrina del exceso ritual no puede significar finalmente que el juez pueda saltar el cerco de las formas cuando su conciencia jurídica o moral le hagan sentir que la justicia, la verdad o cualquier otro valor sustancial merecen una mejor decisión. Si el rechazo del exceso ritual significa avanzar hacia el decisionismo judicial, es una mala doctrina. Si ella nos advierte sobre el problema histórico de las formas vacías, es otra cosa. Si, finalmente, nos muestra que la relación forma/función es más estrecha de lo que creemos, también es una doctrina positiva.

III. Funciones político criminales de las formas [arriba] 

Ya hemos desarrollado en otros escritos (Binder, 2011) lo concerniente a la finalidad general de la política criminal y al sentido de la idea de “monopolio de la violencia por parte del Estado”. En tanto, parte de la política de gestión de la conflictividad (cuyo cometido es, en sentido amplio, evitar el abuso de poder y la violencia, es decir, pacificar), a la política criminal le corresponde lo que llamamos absorción y reconversión de la violencia social (Binder, 2011:279). Esta tarea no la puede realizar sin ritualización, dado que necesitamos que la violencia del Estado sea objetivamente diferente de la que podrían aplicar los grupos sociales o la propia víctima. Además del problema de la intensidad de esa violencia, es necesario que ella se encuentre revestida de símbolos y rituales que generen efectos sociales diferentes al nudo ejercicio de esa violencia o a la forma que ella es ejercida por los particulares o los grupos sociales. No alcanza con el simple cambio de sujeto (esto es, que en lugar del afectado o los grupos sociales, sean funcionarios estatales); es necesario que la respuesta estatal violenta tenga una dimensión ritual y simbólica que le permita cumplir con sus finalidades político-criminales. Otro será el problema de los límites externos a esa violencia (garantías) y la función de las formas respecto de ellos. Llamamos, entonces, funciones político-criminales de las formas procesales al conjunto de modos de actuación, rituales y símbolos, que le permiten cumplir con las finalidades de esa política.

Conforme lo dicho, las formas procesales, en su función político criminal, deben estar al servicio de la pacificación. Esto significa formas que faciliten la absorción de la violencia social y formas que permitan la reconversión de esa violencia en algo distinto de la mera violencia social o de los grupos sociales o de alguno de sus miembros. La capacidad de absorción, como hemos dicho, define el sentido de lo que llamamos monopolio de la violencia por parte del Estado y se debe tratar de algún medio de formalización del conflicto base, con capacidad de contención de la violencia que contenga ese propio conflicto. La primera cuestión por considerar es: ¿cómo son los actos en los que ese conflicto base se institucionaliza por primera vez y qué influencia tiene la forma en que se lo hace? La política criminal busca absorber conflictos graves y ello siempre tiene un primer momento, donde se jugará esa capacidad o se generan prácticas de rechazo, que constituyen verdaderas barreras que impiden que conflictos graves se institucionalicen o que esa institucionalización, en base a un mal diseño de las formas o una distorsión de esas formas en la práctica, haga que esa institucionalización sea ineficaz para el logro de las finalidades primarias o secundarias de la política criminal. Nuestros sistemas de justicia penal son ciegos a estos problemas y creen que el hecho de “ingresar” un caso es simplemente un problema administrativo. Como también han sido despreocupados, a la hora de seleccionar los casos que pueden ingresar al mundo de la justicia penal. Todo ello es una forma de autodestrucción de su propia legitimidad, invisible para los propios operadores, pero estridente para la sociedad. A lo largo de la vida del caso, se repetirán estas tensiones político-criminales y formular cargos o acusar tendrán los mismos problemas y las mismas expectativas político-criminales.

Finalmente, el juicio es la gran escenificación, el espectáculo final.[5] Esto no debe ser visto de un modo frívolo y menos aún, significa que el juicio deba hacer concesiones mediáticas o responder a los gustos del momento[6], de la sociedad o la moda. Al contrario, es un llamado de atención sobre la enorme importancia de las formalidades del juicio en relación con las funciones político-criminales, no solo de garantía. No queremos con esto subestimar, de ninguna manera, la función que cumple como centro del sistema de garantías y de producción de la prueba a cargo del acusador, pero tampoco podemos olvidar las funciones político-criminales del juicio penal, como el momento privilegiado para absorber el conflicto y enviar mensajes a la sociedad. La idea de “comprensión escénica” es desarrollada por Hassemer (1984: 203 y ss.) aunque con cierto escepticismo y sin extraer todas las consecuencias. Nos dice: “los principios de oralidad e inmediación cuidan de que el público presente en el proceso penal -más que en otros procesos, como en el civil- se entere de lo que allí acontece. Lo que resulta susceptible de observación no son las actas de la instrucción, sino la escena. La publicidad del juicio oral representa, en consecuencia, la posibilidad de control por parte de la comunidad del cumplimiento de los especiales presupuestos de la comprensión escénica y asimismo, la posibilidad de autolegitimación de las decisiones de los miembros de la Administración de Justicia. Producción de publicidad es el intento de hacer de la comprensión escénica algo susceptible de ser observado e informar sobre ello en la medida de que sea posible. (…) Sin embargo, el principio de publicidad además de ser un elemento necesario para el discurso institucional, constituye un factor peligroso (…) Dichos peligros apuntan en diferentes direcciones, pero tienen que ver con el mismo factor: el diferente grado de interés que los procesos penales despiertan en la opinión pública y el tipo de expectativa de esta que en cada caso requiere ser satisfecha. Y todos esos peligros se agudizan en una sociedad como la actual, en la que la gente apenas tiene tiempo libre para estas cuestiones y en la que los medios de comunicación adquieren una importancia creciente en la vida cotidiana”. A partir de esta advertencia, Hassemer tiene una visión más bien negativa de la participación de los medios de comunicación, ya sea por la creación de arquetipos, de las distorsiones que produce toda comunicación de masas, por las exigencias del mercado y la visión comercial, etc. De tal modo que no es posible superar por ahora, ni por los medios procesales y menos aún por las reglas de la comunicación masiva, una comprensión distorsionada y parcial del caso. No obstante, no deja de asignarle a la prevención general un margen de actuación positiva (1984:393), lo que no se compadece bien con su visión escéptica sobre el valor de la comunicación. Nadie puede negar la fuerza que tiene la televisión y los medios gráficos masivos para generar arquetipos sociales. Pero la pregunta es si ello significa un estadio insuperable de nuestra cultura. En realidad, la construcción de arquetipos de criminales constituye una dimensión cultural de larga data, sobre la que se han construido historias, leyendas y novelas y hasta ha tenido una influencia enorme en la naciente Criminología. En la actualidad, Zaffaroni denomina “Criminología mediática” al modo como los medios de comunicación masiva, tanto nos adiestran sobre las causas de la criminalidad, como sobre las propuestas para prevenirla o reaccionar contra ella, sin que el discurso de esos medios tenga asidero en la realidad o algún tipo de control. Lo cierto es que ha tenido capacidad para desplazar al discurso académico. Una vez más, nos encontramos ante hechos que parecen innegables, pero que deben ser completados con otras reflexiones. La potencia y la capacidad de esos medios para infundir miedos, para generar políticas, para construir arquetipos y esquemas mentales es innegable. ¿Qué hacer entonces? En primer lugar, la sociedad moderna y sus redes de comunicación son cada vez más amplias que la propia Televisión, con lo que se abren espacios nuevos de debate y confrontación política y cultural; pero por otra parte, nadie puede escapar a las condiciones sociales en la que se juegan, debaten y confrontar las ideas. En ese sentido, existe un discurso académico que pretende hablarle a un mundo que ya no existe; y ello no significa aceptar todo lo que la realidad pueda tener de negativo, sino aprender a comprender la complejidad del mundo moderno y hablarle a él, no a un mundo que usa otras palabras, aunque se trate de viejos problemas. Por otra parte, la administración de justicia, como ya hemos dicho, debe ingresar al flujo de la comunicación social, porque también tiene medios poderosos de comunicación y difusión. Para utilizarlos, debe abandonar su preferencia por las tinieblas y exponerse a la transparencia, a veces vertiginosa, de la circulación de ideas y mensajes en el mundo moderno. Las formas procesales no pueden ser pensadas para una sociedad bucólica y rural inexistente, como si un grupo de burgueses ilustrados del siglo XIX se sentaran a departir sobre cómo se ejerce el poder penal (imagen, por cierto, falsa, porque ese grupo de burgueses del siglo XIX empujó a formas brutales del poder penal y de toda forma de violencia del Estado). Las nuevas redes de comunicación social nos dan también un conjunto de instrumentos para escaparnos del elitismo que siempre le ha hecho mal a la justicia penal. Claro está en la dimensión político criminal, no en el de las garantías, que no están sometidas a las reglas democráticas.

Lo cierto es que el juicio oral y público es el momento en que las expectativas de los individuos y de las comunidades deben tener cabida en la comprensión del caso. No en el sentido de que ello sea un elemento que los jueces deban tener en cuenta para fallar, ya que la garantía de imparcialidad les impide decidir en base a consideraciones de impacto social o formas de demagogia punitiva, pero sí es el momento en el que los individuos y las comunidades afectadas deben participar en la escenificación del conflicto que los tuvo como protagonistas. Las formas del juicio deben permitir la participación de la ciudadanía: no es una mera posibilidad, no es solo una garantía a favor del imputado, sino que esa participación es también uno de los mecanismos de eficacia de la política criminal. Aquí es donde se juega no solo la máxima capacidad de absorción del caso, sino que la respuesta penal debe estar basada en una adecuada resignificación simbólica, que le brinda institucionalidad, racionalidad, disminución de la violencia; es claro que nada de ello es fácil de conseguir, pero el esfuerzo del juicio oral no puede significar ajenidad de la comunidad. Solo asumiendo estas funciones político-criminales de las formas, podemos darle un sentido claro y concreto, no meramente abstracto y conceptual, a muchas de las funciones que le asignamos al uso por parte del Estado de respuestas violentas, es decir, de penas violentas. Una vez más, el tipo de reflexión que constituye las doctrinas sobre la pena en el ámbito jurídico (no, claro está, en un Garland, por ejemplo) aíslan el fenómeno de la pena del conjunto de formas que la rodean y no le dan mayor importancia a esa dimensión en el análisis teórico. Por ello, pese a su pretendido rigor, suelen ser pobres aproximaciones al fenómeno punitivo, tanto desde el punto de vista de las funciones que cumple la pena, como desde el diseño de las funciones que debería cumplir en una sociedad democrática.

IV. Funciones de garantía [arriba] 

Todas las instituciones del proceso penal están configuradas por dos fuerzas antinómicas (Eficacia vs. Garantías), una de las cuales tiene como propósito limitar el poder punitivo del Estado. Al conjunto de normas e instituciones que cumplen dicha tarea le reservamos con exclusividad el nombre de “sistema de garantías”; y hemos rechazado como inconveniente la extensión de ese nombre para referirse al conjunto de normas e instituciones que regulan la tutela judicial efectiva de la víctima. El principio, propio del Estado de Derecho, según el cual la imposición de una pena a una persona determinada debe estar sometida a una precisa regulación legal (de determinadas características), fundada en principios de protección de la libertad, es de tal magnitud que ello configura la función principal de las formas procesales. Nadie pretende negar la importancia de las reglas de tutela de los intereses de la víctima, pero el juicio de conocimiento tiene una opción preferencial por el imputado, que se expresa en la idea de carga para los acusadores y en la función de la duda, que siempre juega a favor del acusado. Cada tanto, existen pensadores o movimientos sociales que repudian esta opción; pero tarde o temprano, el abandono de este principio genera tales brotes de violencia o arbitrariedad que la sociedad reconoce que existe una sabiduría en preservarlo, que hunde sus raíces en la historia. De todos modos, el principal enemigo de la tutela judicial efectiva no es el sistema de garantías, sino el derecho penal infraccional, que desconoce el papel y los intereses de las víctimas de carne y hueso, o las prácticas burocráticas que relegan esos intereses por el apego a fórmulas abstractas. Sea como fuere, en un Estado de Derecho moderno y dadas las condiciones de legitimidad del conjunto del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, la construcción de un juicio imparcial, expresión central del proceso de conocimiento, se funda en el respeto al sistema de garantías y en la opción preferente por el imputado. No hay hoy otra posibilidad dentro del Estado de Derecho y ello es el fundamento de la función principal de las formas procesales penales.

Esta insistencia en la regulación formal precisa no es un producto de la tarea conceptual o académica, sino el resultado de una larga experiencia del abuso de poder, de la condena de inocentes o de aquellos que lo han sido por motivos espurios, de la persecución política, de la condena de meras ideas, de la condena a grandes sabios, santos y héroes sociales. El sufrimiento ocasionado y la constatación de la reaparición cíclica de viejas prácticas de abuso o la creación de otras nuevas, cuya crueldad era inimaginable para las generaciones anteriores, ha construido finalmente una reserva de cautela y prudencia que se nutre de esa memoria. Es cierto que ante un caso urgente y puntual siempre se alzan voces pidiendo que se superen todas esas restricciones, consideradas como meros tecnicismos, que impiden la construcción de la verdadera justicia “material” (por oposición a formal) del caso. Pero también es cierto que cuando se producen notorias injusticias respecto de un imputado, la sociedad también reacciona con indignación. Habrá épocas de mayor sensibilidad a una u otra dimensión del problema, pero no es cierto que la sociedad solo reacciona en contra del sistema de garantías. Al contrario, el progresivo desarrollo de esas garantías, especialmente, en las últimas dos décadas muestra lo contrario. Pero siempre, claro está, existen retrocesos. Lo cierto es que, a partir del desarrollo de constitucionalismo del siglo XIX, esos principios se consideran como el núcleo central de un Estado de Derecho y por ello, han sido incluidos en todos los pactos internacionales de Derechos Humanos.

Esos principios de protección no solo están reconocidos en el bloque de constitucionalidad o en el resto de sistema jurídico, sino que están garantizados. Se usa el nombre de principios o garantías de modo indistinto, pero no es lo mismo. Distinto puede ser el alcance del principio o de la garantía. En realidad, un principio (la defensa en juicio, por ejemplo) está garantizado solo cuando su incumplimiento genera la invalidez del acto que lo ha violado. Para garantizar el cumplimiento de ese principio, se establecen requisitos para los actos procesales, modos de actuación o secuencias obligatorias entre actos (formas procesales), cuyo incumplimiento desencadena el sistema de reparación que estudiaremos más adelante. Como podemos ver, ya podemos adelantar una idea central, sin perjuicio de ahondar pronto en ella: en esta técnica normativa específica, construida históricamente, las formas son la garantía. Son ellas las que nos están generando mecanismos concretos para facilitar (no asegurar) el cumplimiento de un principio determinado. En síntesis, la garantía es una dimensión que puede acompañar o no a un principio; se trata de una técnica específica de fortalecimiento de un determinado principio, que no se debe confundir con el contenido de ese principio.

El sistema de garantías como un todo se estructura como un conjunto sistemático de formas al servicio de otro conjunto de principios. Sin embargo, se debe separar analíticamente con mayor precisión ambos campos. “En el lenguaje político común -nos dice Guastini (2002: 233)-, se habla de “garantías” de los derechos de una forma completamente genérica e imprecisa. Se dice, por ejemplo, que cierto derecho está “garantizado” por la Constitución, desde el momento en que dicho derecho ha sido simplemente proclamado, con solemnes palabras, en un texto constitucional. Pero este uso lingüístico, evidentemente, tiene el defecto de no distinguir entre la atribución de un derecho y la protección del derecho mismo. Un derecho constitucional puede ser conferido, atribuido, pero ello no conlleva de por sí que el derecho esté garantizado, protegido o tutelado”. Por ejemplo, existe un principio general, según el cual ninguna persona puede ser penada sin un juicio previo. Tal principio implica la idea de que toda persona debe permanecer libre, mientras una pena de prisión no le sea impuesta, en el marco de un juicio oral y público. Este “principio” no tiene aún suficiente garantía y la práctica extendida del encarcelamiento preventivo legalizado así lo demuestra. Existen, en consecuencia, dos niveles de discusión: uno, acerca de la mayor o menor amplitud del principio; el otro sobre el mayor o menor nivel de garantía. Insiste Guastini: “Una cosa es proclamar que “la libertad personal es inviolable” (art. 13, I, Constitución italiana), y otra es poner en práctica los mecanismos idóneos para asegurar la observancia de dichos principios (art. 13, II). La garantía de un derecho no puede ser establecida por la misma norma que confiere el derecho en cuestión. Solo puede ser establecida por otra norma que instituya mecanismos destinados a prevenir la violación de la primera, es decir, que preveare medios para el caso de que la primera sea violada”. Una garantía es precisamente una protección. Si bien existen indudables y profundas conexiones en el campo de los principios y el de las garantías, se puede estudiar de un modo el sistema de principios y de otro el sistema de garantías. El sistema de principios siempre se encuentra en un desarrollo y expansión que puede ser superior al sistema de garantías: de hecho, lo que llamamos interpretación progresiva de esos principios tiene que ver, no solo con el hecho de ir descubriendo nuevos contenidos para esos principios, de la mano del desarrollo de la sociedad y la cultura, sino también descubrir e implantar nuevas formas de garantizarlos. Por tal razón, el nivel de adecuación de un sistema procesal a los principios del Estado de Derecho, no se mide solamente por la incorporación de esos principios, generalmente a su Bloque de Constitucionalidad, sino por el grado de que ellos están garantizados por formas procesales. De allí, la vieja idea de que la legislación procesal es un barómetro de la vigencia de las leyes constitucionales en este campo. Una vez que hemos aclarado en qué sentido utilizamos la palabra “garantía”, debe quedar claro también que las formas procesales se vinculan a todos los principios que estructuran el juicio, como juicio de conocimiento. Existe una idea central en todo este desarrollo que constituye un principio general, sin duda muy general: la aplicación de una pena privativa de libertad solo es legítima cuando se funda en la verdad del hecho acusado y en la verdad del derecho aplicable. Todos los principios del juicio buscan estructurar el modo como la verdad será la base de la decisión judicial y un juez debe fundar su trabajo en custodiar que la verdad no deje de cumplir ese papel. Las formas procesales, en consecuencia, constituyen reglas muy precisas, cada vez más precisas, que buscan facilitar la función de la verdad en el juicio penal de conocimiento. Son garantías. La función de las formas procesales tiene una de sus manifestaciones más claras en el modo como se relacionan las actividades del proceso con la búsqueda de la verdad, fundamento de la decisión judicial, en el marco, claro está, de las reglas del sistema acusatorio, que imponen esa obligación de buscar al acusador y la obligación de exigir el cumplimiento de esa carga del acusador, al juez. Ha sido Ferrajoli quien modernamente ha tenido el mérito de poner el tema nuevamente en el centro de la discusión, señalando el valor político de ese diseño y su entronque con las largas luchas del derecho penal liberal. Nos dice: “En el derecho penal, la única justificación aceptable de las decisiones es la representada por la verdad de sus presupuestos jurídicos y fácticos, entendida la verdad precisamente en el sentido de “correspondencia”, lo más aproximada posible de la motivación con las normas aplicadas y los hechos juzgados. Solo si se refieren a la verdad como correspondencia, los criterios de la coherencia y de la aceptabilidad justificada pueden en realidad, impedir la prevaricación punitiva contra el particular, de intereses o voluntades más o menos generales y vincular el juicio a la estricta legalidad, o sea, los hechos empíricos previamente denotados por la ley como punibles” (Ferrajoli, 1995: 68). Ya hemos dicho que la fuerza de esta concepción juega sus cartas en el juicio de conocimiento; el proceso composicional tiene otras garantías, porque también la verdad cumple un papel muy diferente en ese tipo de proceso.

Esta concepción del papel de la verdad y del compromiso del juez republicano con ella, funda, a su vez, toda la lógica del sistema de garantías. Entendemos por ese sistema al conjunto de principios -que se expresan en herramientas técnicas, formas-, cuyo cometido es proteger a todo ciudadano de los abusos de poder que surgen de la aplicación de una pena privativa de libertad. Estos principios han sido construidos de un modo histórico, sobre la base de luchas ciudadanas puntuales, pragmáticas, que fueron apareciendo como respuestas directas a distintas modalidades de abuso de poder, más extendidas o más hirientes para la sensibilidad del momento cultural e histórico correspondiente. Esta dimensión histórica jamás debe ser olvidada, porque sin ella pierden densidad y fuerza esas garantías. De hecho, nuestra época tiene otras luchas que también son puntuales, precisas, a-sistemática a veces, pero que apuntan a formas concretas e hirientes del poder penal desbocado y abusivo.

El desarrollo de las formas consiste, insistimos, en el desarrollo de las garantías de los principios que estructuras el proceso penal acusatorio. Pero ellas no son simples conjuntos de requisitos formales previstos en la ley. Ellas forman estructuras de sostenimiento de esos principios en distintos niveles. Todas ellas, por ejemplo, conforman esa estructura central de verificación que llamamos juicio previo. Esa centralidad influye en la organización de toda la justicia penal, dado que es el momento de mayor calidad y fuerza de esas garantías. El proceso de conocimiento es, en términos generales, una macroestructura de garantías, donde ninguna de ellas, como tampoco ningún principio, actúa en soledad, sino que todos ellos y todas esas garantías tienen la interdependencia funcional propia de la idea de un sistema. Ahora bien, esa macroestructura está pensada para que se oriente hacia un caso. A diferencia de la política criminal que necesita el caso, pero se orienta hacia lo más general, donde puede producir efectos sobre la criminalidad, el sistema de garantías funciona del modo inverso. No le interesa lo general, sino que está todo él orientado hacia el caso concreto. Es la interdependencia justamente lo que le da plasticidad suficiente al sistema para concentrarse en la protección de un imputado concreto en un caso concreto. El sistema de garantías está diseñado para defender a personas concretas, individuales, sometidas al peligro de la cárcel en un hecho histórico determinado. A esta capacidad de concentrarse en un caso concreto y en un individuo la llamamos microestructura de garantías. La función de esta pareja de conceptos es doble; por un lado, pone el acento en la política de protección como un todo y en el modo como se construye, evitando las interpretaciones aisladas de los principios y garantías, resaltando la idea de sistema e interdependencia funcional; por otra parte, se busca llamar la atención de que no se debe caer en una consideración abstracta de los principios y garantías, sino que lo que importa es el nivel de protección concreto que tiene un imputado, en relación directa con el tipo y clase de la imputación y la reacción penal esperada. Tal como ocurre en las figuras del caleidoscopio, desde cada caso se produce una modificación del tipo de estructura, es decir, de la importancia o actualidad de los distintos niveles del sistema. En algunos casos, la estructura se ordenará, por ejemplo, alrededor de la imparcialidad. En otros, desde la publicidad o de alguna regla de comprobación, pero se ordena todo el sistema, no una parte de él, por más que la figura de esa estructura sea diferente en cada caso. A la hora de diseñar la política de saneamiento o nulidad, el conocimiento de la especial figura de la estructura de garantías en cada caso puede ser de gran importancia. Por ejemplo, en los casos en los que las necesidades político-criminales hacen que el caso gire alrededor de prueba circunstancial, indiciaria o contextual, ello empuja a que la imparcialidad adquiera una fuerza mayor o que se acentúen las facultades contradictorias; si se trata de casos donde está prevista la posibilidad de una pena perpetua, la publicidad o las reglas de comprobación adquieren una mayor preeminencia. En definitiva, el valor de los principios y la fuerza de las garantías estarán condicionados por el tipo de caso, sobre la base, claro está, de una macroestructura común. Esta es una de las razones por las que no hay que dotar de rigidez al análisis de las garantías, como muchas veces ha hecho la teoría del delito, que ha vuelto rígido un método de análisis, que es solo uno de los tanto posibles, debido a que lo que debemos procurar es tener capacidad de acompañar la figura específica que ordena al sistema de garantías en un caso concreto (microestructura de garantías). En su función de microestructura, el sistema de garantías le da una figura específica a la macroestructura del juicio imparcial. Esta plasticidad, de ninguna manera, significa debilitamiento o prescindencia de las formas; solo llama la atención de que esas formas buscan proteger a personas concretas; no son simples modos de proceder, por más que también cumplan funciones de legitimar a la justicia penal.

V. Funciones de legitimidad [arriba] 

Como hemos visto, las formas procesales deben permitir que se cumplan tanto las funciones político-criminales del proceso, es decir, que los intereses de los distintos tipos de víctimas puedan canalizarse adecuadamente a través de la justicia penal, como deben también proteger al imputado de los riesgos provenientes de la aplicación de instrumentos violentos sobre su vida y persona. Estas dos funciones se equilibran permanentemente de un modo inestable (antinomia fundamental). Ahora bien, en ambas funciones, el sistema de justicia penal debe ser confiable. En cierta forma, se trata de una situación difícil, sino imposible, de alcanzar, porque la sola idea de la persecución penal pone en alerta al imputado y toda defensa dificulta el trabajo de los acusadores; pero más allá de esta tensión siempre presente, el proceso penal aspira a generar un cierto nivel de confianza en todos los ciudadanos, independiente del papel que eventualmente le toque jugar en la justicia penal. A esta tarea de generar aceptación y confianza, le llamamos la construcción de condiciones de legitimidad.

En un sentido básico, debe alcanzar con que las formas permitan que exista una razonable predisposición a aceptar las decisiones de la justicia penal, con ciertos márgenes de tolerancia respecto de aquellas decisiones que no satisfacen a algún sector, pero se encuentran dentro de un margen de error aceptable.[7] Alcanzaría con pedirle a la justicia penal que alcanzara ese grado de legitimidad, de por sí ya difícil de lograr en las actuales circunstancias, ya que por la índole de los casos y por el contexto de intereses sociales que existe respecto de los casos criminales, sería demasiado pedir algo más. Incluso se debe estudiar con más detenimiento como este tema es percibido en especial en los sectores de menores recursos (Rojas, 2012). Sin embargo, no debemos renunciar a la idea de que la justicia penal genere un nivel de confianza aún mayor. Ello, otra vez, en un doble sentido: por un lado, confianza en el propio sistema; por la otra, confianza en que el sistema contribuirá a fortalecer la confianza en la acción de los otros (este es uno de los sentidos de la prevención general). Tal como señala Luhmann: las disposiciones legales que dan una seguridad especial a las expectativas particulares y las hacen sancionables, son una base indispensable para cualquiera de las consideraciones a largo plazo de esa naturaleza; de este modo, disminuyen el riesgo de otorgar confianza (1996:56). Ya hemos destacado la importancia de la trasmisión de mensajes de responsabilidad social y el problema que existe con el uso de la violencia estatal para construir esos mensajes. Pero lo cierto es que, de un modo u otro, quien sabe que el sistema de sanciones del Estado actúa puede contar con ello para otorgar su confianza. Qué tan relevante sea esta función es algo que no logramos sacar de la indeterminación y la vaguedad, sobre todo mientras permanezca en esos niveles de abstracción y no se sustente en trabajos empíricos relativos a campos sociales específicos. El mismo Luhmann (1996:57) reconoce que esa forma de razonar funciona más bien en sociedades simples; en el caso de sociedades complejas y diferenciadas, donde el intercambio social ya no tiene en la confianza un componente esencial, el funcionamiento es diferente. Pero por fuera de este problema, que excede la reflexión necesaria para nuestro tema, queda el problema de si es posible o esperable construir una relación de confianza con el funcionamiento de la justicia penal que vaya más allá de la simple predisposición a reconocer sus decisiones. Según algunos, esto no solo no es posible, sino es indeseable. Ya sea por el carácter natural de la selectividad de los débiles, ya sea por la naturaleza de los conflictos o por la índole de los instrumentos terribles que utiliza. Para otros, será un ideal difícil, pero si se lograra un funcionamiento de la justicia penal que promueve ese nivel de confianza, sus efectos se extenderían a otros ámbitos de actuación del Estado. Ajustar el funcionamiento de la justicia penal a las “formas racionales” era el modo de lograr, según el pensamiento liberal e ilustrado de un Beccaria o Carrara, ese nivel de confianza. Creo que en una sociedad democrática, donde la justicia penal está basada en el principio de última ratio y donde se propone la creciente eliminación del uso de la violencia por parte del Estado (el abolicionismo como tarea de relocalización de la gestión del conflicto) es mucho más sano que los ciudadanos mantengan un estado de alerta frente al funcionamiento de la justicia penal. La situación de confianza no es un ideal a conseguir respecto de la justicia penal; al contrario, debemos propiciar una sana desconfianza hacia el uso de ese sistema, fundado no solo en razones políticas, sino en la historia de sus abusos.

Quedemos, pues, en una razonable predisposición a aceptar sus decisiones como necesarias y justas, sumado a una sana desconfianza que nos mantenga alertas, sin que por ello pierda legitimidad la justicia penal. Para que ello se pueda lograr, deben mantenerse inalterables ciertas formas. En particular, ciertas formas vinculadas a las reglas de juego, a la fundamentación de las decisiones y a la eficacia de la ejecución de las decisiones. Es especialmente en estas tres dimensiones donde se deben construir las condiciones de legitimidad de la justicia penal. En cuanto a lo primero, ya hemos destacado que históricamente se ha construido un conjunto de normas de actuación que sintéticamente denominamos juicio imparcial o juicio justo (fair trial), que constituyen las reglas básicas de garantía, pero también las condiciones elementales de funcionamiento de una administración de justicia republicana, que trabaja también para la tutela judicial efectiva de los derechos de las víctimas. La pregunta es si esa estructura de juicio solo cumple funciones respecto del imputado o la víctima, de tal manera que ellas puedan disponer de esas formas según sus intereses, o existe un fundamento más que constituye las condiciones de un funcionamiento legítimo de la justicia penal. Aunque refiriéndose al tema de la publicidad, Carrara lo dice con claridad: “los ciudadanos tienen derecho a sospechar que una sentencia es injusta, aunque ante la verdad abstracta pueda ser intrínsecamente justa, si es el resultado de un procedimiento irracional, arbitrario, ilegítimo; y para los efectos políticos, es lo mismo que la sentencia sea injusta o que el pueblo tenga motivos para sospechar que lo es” (Carrara 1997: 266). Esa es la perspectiva que aquí señalamos, el cumplimiento de ciertas reglas que convierten al juicio penal en algo muy alejado de la irracionalidad y arbitrariedad no solo es un derecho del imputado, sino que constituye una condición de legitimidad; una condición para que exista la mínima adhesión de los ciudadanos frente a la actuación de la justicia penal.[8]

Por otra parte, el modo como se comunica la decisión no es un tema menor, a la hora de construir legitimidad. Ya sea porque se ha convocado a un conjunto apreciable de ciudadanos (jurados) mediante un proceso de selección controlado y una toma de decisión realizada en una deliberación formal, orientada por las instrucciones legales del juez, o ya sea porque al tribunal más pequeño de jueces habituales y profesionales se les pide que expresen las razones de su decisión, existe una dimensión de esa decisión que no está pensada solamente para facilitar el control, sino para presentar en sociedad el respaldo decisorio a una medida que siempre será grave, ya sea que se imponga una pena de privación de libertad o sea que se desechen las peticiones de los acusadores. No debemos pensar estos requisitos de las decisiones solo como parte del sistema de garantías o como forma de provocar efectos político-criminales, sino también como actos de gobierno, orientados a transmitir mensajes a la sociedad que generen confianza en el sistema. Por eso, existen dos dimensiones de la forma de la sentencia. Una es la expresión de los fundamentos -en el caso de jueces profesionales, ya que en el tribunal de jurados, existe otra forma de fundamentación- para que se pueda controlar la legalidad de la decisión y su soporte fáctico y responda al litigio de las partes que le ha provisto de la información y de las disputas de sentido normativo para arribar a esa decisión. Para esa dimensión, es conveniente reservar el nombre de fundamentación en sentido estricto y sus funciones son específicas. La otra dimensión, que hemos denominada comunicabilidad de la sentencia, consiste en la capacidad de que la expresión de esos fundamentos construya un circuito de comunicación con la sociedad en general, además de las partes en litigio. Se trata de dos funciones distintas de las formas de una decisión. La comunicabilidad de la sentencia, por ejemplo, no solo es una forma de la sentencia en sí misma, con impacto sobre el lenguaje, las formas de redacción o el tipo y clase de argumentos, sino que tiene que ver con otras formas paralelas, tales como lectura y difusión de la sentencia. Esta forma, además de cumplir funciones de política criminal vinculadas a la prevención general, se encuentra vinculada directamente a la construcción de legitimidad. Una sentencia que no se entiende, tan larga que nadie se preocupará de leerla, que no ingresa a ningún circuito de comunicación, plagada de argumentos laterales o de disquisiciones teóricas que no tienen relación directa con el caso resuelto, expresada como un formulario en el que se transcribe información, con el solo objeto de llenar páginas, esa sentencia será siempre percibida como arbitraria y extraña a la sociedad, por más que ella, como decía Carrara, sea intrínsecamente justa.

Finalmente, existirá aceptación en la justicia penal, si sus decisiones se cumplen. La ejecución de las sentencias sigue siendo un problema hasta el día de hoy. Al concepto de cosa juzgada, que tiene una indudable función de garantía, tal como veremos, también se le reconocen funciones políticas, vinculadas a la necesidad social de que los casos finalicen: la sociedad necesita que se consolide una solución o una respuesta como parte de la gestión de la conflictividad. No es el fin de la intervención estatal perpetuar los conflictos -lo que desgraciadamente hace con demasiada frecuencia, extendiéndolos muchas veces a tiempos totalmente contrarios a la dinámica normal de esos conflictos- ni llevarlos a tiempos extraños a la vida social; al contrario, su intervención busca lo contrario. Las formas de la cosa juzgada, inclusive su proclamación e instalación pública, son parte importante de las condiciones de legitimación de la justicia penal. Pero por otra parte, las decisiones judiciales deben ser cumplidas. Existe una matriz histórica según la cual los jueces se desentienden del cumplimiento de sus decisiones. Ya sea porque entienden que su tarea finalizó con la decisión misma o porque carecen de la fuerza necesaria para imponer por la fuerza una decisión cuando ella no es cumplida. Es cierto que en otras áreas de la administración de justicia, se busca que la ejecución no sea forzada; pero ello no es aplicable a muchos casos de la justicia penal, dado que no se puede esperar que el condenado acepte simplemente su privación de libertad, especialmente cuando se trata de largos períodos de encierro. ¿Pero qué sucederá si la sociedad observa que la compleja maquinaria organizada socialmente para darle cierto tratamiento a los casos penales produce un resultado que queda en la nada? Es difícil propiciar la adhesión a un sistema que complejiza la gestión de los conflictos, limita el juego de intereses y que luego, queda en puras declaraciones. El efecto negativo de la falta de ejecución o su distorsión sobre todo el sistema de la justicia penal es enorme. Ello ocurre, tanto cuando las decisiones no se cumplen, como cuando se distorsionan de tal manera que ya no se trata de una pena de encierro, sino de una pena cruel prohibida. Cuando la justicia penal acepta que la pena de encierro que ha decretado se convierta en algo cruel e infamante, tal como ocurre en muchísimas de las cárceles de nuestra región, también le da un golpe de gracia a la construcción de legitimación, además de desviarse de sus finalidades político-criminales.

Se debe aclarar, no obstante, que no hay formas procesales pensadas para cumplir meras funciones de legitimación. Esa función surge del correcto funcionamiento de las formas pensadas como garantías o como mecanismos de tutela judicial (política criminal), pero es una función distinta de la pensada específicamente para encauzar los intereses de las víctimas o proteger al imputado. Como señala Andrés Ibáñez (2009: 190): “en la vigente disciplina constitucional del proceso, que es el referente de esta exposición, la vulneración de los derechos fundamentales del imputado implica no solo irregularidad, por la ruptura de una particular forma legal, sino que además, acarreará la degradación sustancial de la actuación, pues lo que quiebra no es solo aquella, sino algo mucho más y más profundo: el paradigma de legitimidad del ius puniendi en cuanto tal. Con lo que la concreta intervención pasará a ser una pura vía de hecho, cuando no verdadera acción delictiva. Y esto, por elemental coherencia normativa, impone la inutilizabilidad radical del conocimiento así obtenido”. Se trata pues de una función distinta de las mismas formas, que se pone en evidencia cuando existen colisiones, a la hora de diseñar soluciones reparadoras o de establecer la privación de efectos de un acto inválido determinado. La ponderación del valor de los intereses en juego no es sencilla ni existe una fórmula matemática. Se trata, antes bien, de que la jurisprudencia vaya detectando aquellos casos en los que la violación de una forma, aun cuando aceptada por las partes, rompe con la estructura del funcionamiento necesaria para que podamos contar con una justicia que construya cotidianamente sus condiciones de legitimidad, es decir, el consenso social suficiente acerca de la necesidad y corrección de ese funcionamiento. Pero es importante que desde el punto de vista analítico, tengamos claro el juego diferenciado de las formas, al servicio de funciones diferentes, muchas veces en conflicto entre ellas.[9] Pensar con claridad las diversas funciones positivas de las formas es una condición necesaria, para luego desarrollar la dimensión negativa, es decir, el sistema de reparación del quebrantamiento formal y sus distintos tipos de respuestas, que será el objeto de un segundo momento de la teoría de las formas procesales, que como anticipados al inicio de este ensayo, tiene en la función social positiva de las formas su principal tema y fundamento.

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Notas [arriba] 

[1] Presidente del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales (INECIP), de la República Argentina. Profesor de Derecho Procesal Penal en el Departamento de Posgrado de la Universidad Nacional de Buenos Aires, en la Universidad Nacional del Comahue y en la Universidad Nacional San Juan Bosco de la Patagonia. Los temas de esta presentación han sido tratados de una forma mucho más extensa en la obra Derecho Procesal Penal, tomo III -Teoría de las Formas-. Ed. Ad Hoc. Buenos Aires. 2016 y en el libro Análisis Político Criminal. Ed. Astrea. Buenos Aires-Bogotá. 2011.
[2] Pero no solo la gente profana, y quizás no preferentemente ella, nos dice Hassemer (2001: 201): “Los juristas penales estuvieron y están aún acostumbrados a mirar la forma del procedimiento como el polo opuesto de su efectividad”.
[3] Este carácter lo destaca Cordero (2000: 261): “Hasta un ignorante de la lengua ve que este fenómeno no pertenece al espacio-tiempo profanos, pues sillones, pelucas, togas, evocan un mundo separado, y comprende también que los actores no están improvisando: posturas, ademanes, palabras, repiten figuras rituales (vocablo que se reitera en el léxico abogadil, por ejemplo, acto, ritual, de rito, etc.). Tampoco están fingiendo, si bien el efecto evocador es ficticio; laboran en actividades prácticas, con arreglo a un procedimiento, pero el resultado depende de normas técnicas. En el curso de las expresiones y los ademanes, el espectador intuye los actos, en sus alternaciones y secuelas; y los determinaría, si tuviese la llave; en la plantilla clasificatoria, las impresiones acústicas y visuales se convierten en personas, en cosas, en hechos, en actos” (…) “El saber jurídico es, ante todo, nomenclatura: nombres, expresiones, fórmulas, que designan datos (personas, cosas, hechos, actos”. Ya veremos este proceso, que denominamos formalización y que juega un papel muy relevante a la hora de permitir que la justicia penal cumpla sus funciones. Pero ese proceso de formalización es, sin duda, una técnica y una bien difícil si pretende construir formas simples y realistas (entiendo por realismo de las formas la intención de no ahogar el conflicto con ellas).
[4] Una versión sobre el significado actual de los rituales judiciales se puede ver en el trabajo de Regueiro 2010: 137 y ss.), donde analiza “los rituales contemporáneos para la comprensión de los sentidos que los distintos sujetos en interacción otorgan a su acción política vinculada al juicio, buscando producir efectos concretos en el campo social y político, incluido el Estado, en una relación dialéctica, a través de prácticas rituales”. La autora, quien realiza una descripción de muchos de los rituales de un juicio en particular, destaca la “batalla ritual” que se da en el juicio y la multiplicidad de efectos que se logran con esos rituales, tanto de confrontación, como de solidaridad, vinculados íntimamente a los procesos de legitimación del Estado. La autora rescata el pensamiento de Garapon de modo siguiente: “En este sentido, Antoine Garapon afirma que el proceso judicial ha sido, desde antes de la existencia del Estado, fundamentalmente un ritual, “un repertorio de gestos, palabras, fórmulas y discursos, de tiempos y lugares consagrados, destinados a dar expresión al conflicto sin poner en peligro el orden y la supervivencia del grupo”. Así también, manifiesta que: “El primer gesto de la justicia no es intelectual ni moral, pero sí arquitectural y simbólico: delimitar un espacio sensible que mantenga a distancia la indignación moral y la cólera pública”. Estas reflexiones son básicas para la línea de trabajo de nuestro texto.
[5] Esto lo admite Cordero (2000:6/7): “Todo asunto penal auténtico da origen a otro, más o menos rico: las antiguas acciones decisorias (duelos, ordalías, juramentos) son escenas de alta tensión dramática, y así lo son los modernos juicios de estilo acusatorio” (…) “La inquisición es una labor oculta; el posible espectáculo llega una vez concluido el asunto; y así se presentan solemnes escenas patibularias o un auto de fe, en las cuales algunos leen las sentencias y los arrepentidos abjuran” (…) “En el ritual acusatorio es un espectáculo todo el acontecimiento judicial” (86/87).
[6] El uso de la palabra “espectáculo”, en el texto, puede dar una impresión equívoca de banalización de un proceso institucional en el que se juega el ejercicio de la violencia; nada más contrario a lo que pretendemos. Antiguamente, la idea de espectáculo se relacionaba antes que nada con el teatro y es sabido las profundas funciones sociales y políticas que el teatro producía en la antigüedad clásica. Pero se habla hoy del fin de ese modo de espectáculo: “A la teatralidad -transformación de lo real en convención representativa- pendiente de la arbitrariedad del signo, sucede la lógica del show: explosión de realidad en estado puro, discurso inarticulado de lo cotidiano, grado cero de narratividad, vivencia pura de los realities: estadio del espejo, previo a la significación, pre-semiótico de alguna manera, posguionizado por el medio, eso es la telerrealidad…” .(Imbert 2004:69). Si el espectáculo judicial es “show”, inmediatamente nos alejaríamos de ese concepto, no solo por dañino, sino por inmanejable. La pregunta que nos queda es si queda espacio en la sociedad moderna para un espectáculo que no sea “show” o ya debemos resignarnos a que no hay espacio para otras formas de representación simbólica que no queden atrapadas en la masividad, en el tiempo, en la semiótica de lo televisivo. Si nos atenemos a autores como Debray o Baudrillard, la disolución del espectáculo en las nuevas formas de imágenes de lo social nos lleva ya a un camino sin retorno; sin embargo, la pervivencia de otros tipo de puesta en escena, incluso la tenacidad con la que el teatro se mantiene en la vida social, la reaparición de tantas otras manifestaciones públicas ajenas a lo televisivo, nos muestran que las redes de comunicación social no se encuentran totalmente atrapadas por los dueños de esos medios. La diversificación que producen las redes digitales y la importancia que, vuelta tras vuelta, reasume el simple espacio público, dan una oportunidad para escapar de lo televisivo, que debe ser aprovechada por la administración de justicia. En esa opinión, seguimos a Anitúa (2003: 5), quien dice: “El término espectáculo es usado, en efecto, en forma despectiva por diversos “actores” del sistema judicial y de las academias de derecho”. Resalta luego la reacción prejuiciosa de los jueces ante toda forma de irrupción de la publicidad (en realidad, prejuicio frente a toda forma de publicidad) y señala luego, en su profunda investigación que aquí seguimos, que “intentaremos demostrar que la lógica del espectáculo no está, ni puede estar, separada de la lógica punitiva o judicial, y ello aun cuando puede haber diversos tipos de “espectáculos” o de representación dramatúrgica de la “escena judicial”, de acuerdo al modelo procesal que se adopte. Lo interesante de ese trabajo es que es uno de los pocos que se han desarrollado en nuestro país para discutir las formas procesales desde un aparato conceptual amplio y “realista”. Lo que intentamos es conectar esas reflexiones -que muchas veces la academia prejuiciosa ve con simpatía, pero como algo tangencial o propio de una vaga sociología jurídica- con lago tan típicamente dogmático y forense como es la teoría de las nulidades. Pero no dudaríamos en recomendar a cualquiera que un estudio profundo de tal teoría debe comenzar siempre con el estudio de libros como el de Anitúa o Tedesco (2007), ambos influenciados por la visión “cultural” de la justicia penal que siempre ha tenido Edmundo Hendler (Anitúa 2009:27 y ss.).
[7] Nos dice María Inés Bergoglio (2012: 3): “En el análisis empírico de la legitimidad de las cortes, se utiliza frecuentemente la noción de apoyo difuso, desarrollada inicialmente por Easton. El apoyo específico se refiere al consentimiento a una decisión en particular. Pero la autoridad sería frágil, si tuviera que depender enteramente de tales acuerdos, ya que la toma de decisiones -especialmente en los tribunales- siempre favorece a algunos y perjudica a otros. La autoridad sobrevive gracias a un colchón de apoyo general, que no está relacionado con una medida específica, sino que resulta difuso, y que le permite decidir a discreción. El apoyo difuso puede entenderse como una reserva de buena voluntad e implica que la gente tiene confianza en la capacidad de ciertas instituciones de hacer políticas deseables en el largo plazo. Supone cierta lealtad a la autoridad e implica que el fracaso en realizar políticas deseables en el corto plazo no deteriora el compromiso básico de la gente con la institución”.
[8] En el pensamiento de Carrara, el conjunto de modalidades y formalidades que conforman el rito (procedimiento) fue instituido para frenar al juez. La sanción natural de todos los preceptos que constituye el procedimiento es la nulidad de cualquier acto que la viole. “Un Código de Procedimientos que prescribiera ciertas formas, sin decretar la anulación de los hechos con que a ella se contraviniere, sería una mistificación maliciosa por medio de la cual se pretendería hacerle creer al pueblo que se provee a la protección de las personas honradas, en tanto que a nadie se protege”. Por ello, la observancia del rito (formas) no es solo una garantía de justicia, sino también una condición necesaria de la confianza de los ciudadanos en la justicia. Vemos, pues, que Carrara piensa en las formas como condiciones de legitimidad, en el sentido que le damos, siguiéndolo, en esta obra. No basta que el juicio haya alcanzado efectivamente su fin jurídico, o sea, el de conducir el exacto conocimiento de la verdad, en cuanto se haya condenado al verdadero culpable, y se lo haya condenado tan sólo en la medida que merecía, sino que es preciso que esto sea creído por el pueblo. Tal es el fin político de las formas procesales, y cuando estas formas no se observan, entonces la confianza pública en la justicia del fallo no sería ya sino confianza en la sabiduría y la integridad del hombre que juzga y que no todas pueden tenerla, pero cuando esas formas se observan la confianza pública se apoya racionalmente en esa observancia” (Carrara 1977, II: 277). Mucho antes que Weber, encontramos la distinción entre los modos de la justicia del “Cadí” y la justicia de las “formas racionales”, tan claramente expresadas por dicho pensador como una opción clave en los Estados de Derecho modernos.
[9] Cómo se resuelve el conflicto entre esas dos funciones de una única forma es posiblemente uno de los temas más difíciles del conjunto de temas vinculados a la actividad procesal defectuosa y le debemos pedir a la doctrina y la jurisprudencia que elaboren esas reglas del modo más detallado posible. No debemos olvidar que es bastante usual utilizar ideas de interés general que sepultan los intereses concretos del imputado. Ese y otros conceptos similares se han utilizado para construir diversas formas de “Razón de Estado” y deshumanizar el proceso. Hoy asistimos a fuertes corrientes doctrinarias que pretenden justificar acciones del Estado que no quieren respetar ni las reglas de la guerra ni las reglas del proceso (Derecho Penal del Enemigo). Nuevas palabras -que no deben encandilarnos- para viejas mañanas del Estado policial. Destacar el interés general en el cumplimento de las formas es un camino que hay que recorrer, pero con mucho cuidado y sentando criterios claros de ponderación. No es cierto que por ser un interés general se impone siempre sobre el interés del imputado; mejor dicho, constituye un claro interés general que el interés concreto del imputado prevalezca en la gran mayoría de casos, porque ello es lo que fortalece la finalidad general del proceso penal de conocimiento que consiste en minimizar y fortalecer la idea de que es un escándalo enorme que un inocente corra el riesgo de ser condenado. Tan grave es ello que debemos estar dispuestos a absorber la impunidad que pueda resultar por el mantenimiento de reglas tan precisas como de cumplimiento riguroso. El discernimiento no siempre es claro y ha estado sujeto a vaivenes históricos.