JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:Acerca de la pasividad de los jueces y sus limitaciones para formular preguntas (A propósito del nuevo Código Procesal Penal de la Nación)
Autor:Cicciaro, Juan E.
País:
Argentina
Publicación:Revista Argentina de Derecho Penal y Procesal Penal - Número 18 - Octubre 2015
Fecha:05-10-2015 Cita:IJ-XCII-429
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Sumarios

 


 
I. Un singular trámite legislativo
II. El tránsito a las nuevas reglas
III. La noción de verdad
IV. Pasividad del juez y verdad. Las ideas subyacentes
V. Buscando el equilibrio
VI. A modo de síntesis
Notas

Acerca de la pasividad de los jueces y sus limitaciones para formular preguntas

(A propósito del nuevo Código Procesal Penal de la Nación)

Juan Esteban Cicciaro

I. Un singular trámite legislativo [arriba] 

Un nuevo Código Procesal Penal ha sido sancionado para la justicia nacional y federal a través de la ley 27.063. La premura para arribar a tal cometido ha quedado patente si se examina la escasa discusión parlamentaria que se ha desarrollado al respecto[1]. Otro tanto cabe predicar en torno al proceso de su necesaria implementación, a partir de las ingentes corridas del Poder Ejecutivo y de los legisladores afines para que la reforma encuentre aplicación lo antes posible, aunque –llamativamente- no en el fuero federal[2].

Este singular proceso legislativo ha sorprendido a partir de que aquella ley contempla el llamado Anexo II, por el cual se crean numerosos cargos en el Ministerio Público Fiscal, a lo que se ha añadido en su momento la provisional designación en lugares clave –por caso, a la par de la Fiscalía General que actúa ante la Cámara Federal de la Capital Federal- de fiscales que habían sido nombrados para otras jurisdicciones, proceder que ha sido neutralizado en el fuero contencioso administrativo federal con el dictado de medidas cautelares[3].

No cabe profundizar aquí en las particularidades de las leyes anejas al Código Procesal Penal que se han sancionado recientemente[4] y la nueva ley de Ministerio Público Fiscal[5], con la aclaración de que esta última ha cosechado numerosas críticas desde distintos estamentos, en función de las sospechas que genera por la concentración de facultades en la Procuración General de la Nación.

De otro lado, aparte quedará en estas líneas la añeja discusión sobre qué sistema procesal resulta más conveniente, bien aclarado que dable es reconocer la tendencia no sólo vernácula –en especial ante algunos pronunciamientos de nuestra Corte Suprema de Justicia, como en los casos “Quiroga”[6] y “Llerena”[7] - sino en el medio internacional a la separación de funciones de investigar y juzgar, propia del llamado sistema acusatorio.

Aun así, en tanto la reforma importa un cambio trascendente en el diseño del proceso penal, preciso es auscultar qué ideas subyacen en el nuevo modelo, en orden a descubrir qué rol adquiere la figura del juez, al menos en el punto que concita aquí la atención.

La intención del legislador ha sido dejar de transitar un proceso de características mixtas, ello es, receptor tanto de notas de las habitualmente denominadas  inquisitivas como de aquellas a las que se aspira, llamadas acusatorias, para convertir el procedimiento en un sistema por el que las funciones de investigar y acusar, por un lado, y de juzgar, por el otro, queden absolutamente diferenciadas, de modo de dotar de operatividad –se dice- a la garantía de imparcialidad del juzgador.

La tendencia, en rigor, va más allá, pues como ha ocurrido con la ley 27.063, conduce a profundizar el sistema acusatorio, en orden a configurar un régimen con características propias de un modelo adversarial.

No es del caso tampoco abordar las supuestas bondades del sistema acusatorio, impuesto en la academia y los claustros universitarios casi como un dogma, al propio tiempo que se demonizan perspectivas distintas y matizadas, ya a partir de la carga peyorativa que emerge del vocablo inquisitivo. Sólo cabe apuntar aquí que países del sistema continental –como España- mantienen al juez, en general, como director del proceso penal.

Sólo el tiempo podrá ilustrar acerca de los resultados que ofrece el nuevo modelo, frente a las fuertes demandas sociales en materia de justicia penal. Aun así, un buen parámetro para comenzar sería establecer qué resultados ha arrojado, por caso, el modelo implementado en la provincia de Buenos Aires[8].

Como podrá inferirse del título de esta nota, uno de los escenarios que trae la reforma radica en las limitaciones que habrán de recaer sobre los jueces en torno a la posibilidad de formular preguntas en las audiencias, temática que no deja de llamar la atención por lo novedosa que resulta.

II. El tránsito a las nuevas reglas [arriba] 

El sistema nacional vigente desde el año 1992 mediante la ley 23.984, en el ámbito nacional y federal[9], configuró un procedimiento mixto, pues en la etapa preparatoria el juez practica la instrucción (en rigor, puede delegarla en el fiscal, además de que hay supuestos procesales en los que tal delegación es obligatoria), en tanto durante el debate adquiere notas propias del acusatorio.

Aun así, el juez de instrucción se encuentra limitado por numerosas disposiciones que acotan su actuación, pues además de que no puede proceder de oficio (art. 180), existen normas decididamente encaminadas a que se respeten ciertas garantías de rango constitucional que operan en el proceso penal.

Además, aun cuando el juez puede practicar tal instrucción, ha quedado clausurado todo camino a partir del pronunciamiento dictado por la Corte Federal en “Quiroga”[10] para que un proceso llegue a debate por su sola iniciativa, es decir, sin requerimiento de elevación a juicio del fiscal fiscal.

Tal legislación autoriza al juez de instrucción a formular preguntas tanto a los testigos (art. 249) como al imputado (art. 299); en el ámbito recursivo concede a los jueces de cámara la posibilidad de interrogar a los recurrentes y demás intervinientes en la audiencia (art. 454); y los jueces del debate cuentan con la facultad de formular preguntas a las partes, testigos, peritos e intérpretes (art. 389).

No puede sorprender, entonces, que el modelo de la ley 23.984 recurra repetidamente a la noción de verdad.

Así, el primer cometido de la instrucción radica en “comprobar si existe un hecho delictuoso mediante las diligencias conducentes al descubrimiento de la verdad” (art. 193, inciso 1); el secreto de las actuaciones se funda en la necesidad de evitar que “la publicidad ponga en peligro el descubrimiento de la verdad” (art. 204); en calidad de testigo, el juez interroga a toda persona que conozca los hechos investigados cuando ello “pueda ser útil para descubrir la verdad” (art. 239); y la libertad personal sólo puede ser restringida “en los límites indispensables para asegurar el descubrimiento de la verdad…” (art. 280) [11].

A su vez, el juez del debate no es un mero espectador, pues se concibe la posibilidad no sólo de que practique una instrucción suplementaria, inclusive de oficio (art. 357), siempre en la búsqueda de la verdad, sino que el presidente del tribunal debe impedir “preguntas o derivaciones impertinentes o que no conduzcan al esclarecimiento de la verdad” (art. 375) y –como se vio- puede formular preguntas orientadas a la finalidad propia del proceso penal, que es obtener tal verdad, respecto de las partes, testigos, peritos e intérpretes (art. 389, que lleva el epígrafe “Interrogatorios”), marco en el cual se inscriben, además, algunos supuestos del recurso de revisión (art. 479).

Inclusive, en el procedimiento de juicio abreviado, el tribunal puede rechazar el acuerdo “argumentando la necesidad de un mejor conocimiento de los hechos” (art. 431 bis).

Debe ponerse especial énfasis en el recurso ordinario de apelación, durante la etapa instructoria, pues tal como se enunció, los jueces de cámara pueden “interrogar” a los recurrentes y demás intervinientes “sobre las cuestiones planteadas en el recurso y debatidas en la audiencia” (art. 454), con la paradoja de que esta disposición se incorporó en el año 2008, ello es, resultaría tendencialmente opuesta al nuevo sistema adversarial.

Por el contrario, el Código Procesal Penal aún no vigente (27.063), no sólo adscribe a un sistema acusatorio y acentuadamente adversarial –en algunos círculos oficiales lo denominan sistema acusatorio de tercera generación, referenciando a que se trata de un producto más acabado del modelo acusatorio-, sino que ha colocado al juez como un órgano al que le está vedado movilizarse para descubrir la verdad[12].

De su articulado surge que los jueces no pueden realizar actos de investigación o que impliquen el impulso de la persecución penal (art. 9); en el marco de las audiencias tampoco pueden suplir la actividad de las partes y “deberán sujetarse a lo que hayan discutido” (art. 105); los jueces no podrán de oficio incorporar prueba alguna (art. 128); si se postula un hecho como admitido por todas las partes, el órgano jurisdiccional puede prescindir de la prueba ofrecida, declarándolo comprobado en el auto de apertura del juicio (art. 128.e); en el capítulo de la prueba de testigos se establece que éstos son interrogados por las partes y que los jueces no podrán formular preguntas (art. 156); antes del debate, los jueces no pueden tomar conocimiento del auto de apertura del juicio (fs. 248) y durante su transcurso sólo conservan facultades de dirección y de disciplina (art. 257); cuando declara el imputado en el juicio, sólo las partes pueden formular preguntas o requerirle aclaraciones (art. 261); en el desarrollo del debate se encuentra vedado que los jueces formulen preguntas a los testigos y peritos (art. 264); en tanto que los jueces sólo podrán resolver lo que haya sido materia de debate (art. 273).

En la Ley 27.146 de Organización y Competencia de la Justicia Federal y Nacional Penal se refuerza la idea de que “los jueces no pueden suplir la actividad de las partes y deben resolver exclusivamente con base en las pretensiones y las pruebas producidas por ellas (art. 5).

Pocos vestigios del sistema que se deja a un lado han quedado: por un lado, en el marco del trámite de impugnación de las decisiones y durante la audiencia, “los jueces podrán interrogar a los recurrentes sobre las cuestiones planteadas y sus fundamentos legales, doctrinarios o jurisprudenciales” (art. 314, segundo párrafo); por el otro, en la misma ley 27.146, llamativamente, se agregó que “…En las audiencias [los jueces] podrán exclusivamente formular preguntas aclaratorias a testigos y peritos” (art. 5 in fine).

Cabe detenerse, por la importancia que ordinariamente tiene ese medio de prueba, en el caso de los testigos.

Es claro que durante la investigación preparatoria declaran ante el fiscal, a cuyo fin rigen las reglas del principio de desformalización (art. 154), en tanto durante el debate, “los testigos serán interrogados por las partes; en primer lugar por quien lo ofrezca, salvo que las partes acuerden otro orden. Los jueces no podrán formular preguntas” (art. 156).

Este modo de interrogación no responde al modelo directo, en el que las partes interrogan al testigo una vez que el presidente del tribunal les da la venia para ello y el órgano jurisdiccional mantiene lo relativo a la pertinencia y utilidad de las preguntas, pudiendo ampliar las que las partes formulan (por caso, ver el art. 389 del Código Procesal Penal de la Nación, en la versión de la ley 23.984, que actualmente rige). Tampoco se vincula con el modelo indirecto, propio de los sistemas más antiguos[13], en los que las partes sólo pueden interrogar por intermedio del juez o presidente del tribunal, de modo que las preguntas se dirigen a ellos y es el órgano judicial el que las reformula del modo que considera conveniente, procurando no alterar su sentido salvo que la considere impertinente[14].

Por el contrario, el modelo seleccionado por la ley 27.063 se identifica más con el interrogatorio cruzado o cross examination, propio de los sistemas norteamericano y anglosajón, en los que las partes dirigen directamente las preguntas, en tanto el juez asume una actitud pasiva y sólo interviene si aquéllas solicitan su decisión, pues son las dueñas del interrogatorio[15].

Como puede verse, la ley 27.063 ha neutralizado toda posibilidad de que los jueces libremente formulen preguntas (arts. 156 y 264)[16], más allá de aquellas “aclaratorias” a que alude la ley 27.146, pues sólo se le confían facultades relativas a la “dirección” y “disciplina” en las audiencias (art. 257).

III. La noción de verdad [arriba] 

La doctrina y la academia han formulado un fuerte cuestionamiento al régimen del proceso penal que han denominado inquisitivo, crítica que se ha extendido a los sistemas llamados mixtos, como el de la ley 23.984, que prohíjan el descubrimiento de la verdad material o real, como meta del procedimiento penal.

El eminente defensor del modelo garantista del proceso penal, Luigi Ferrajoli –muy referenciado en nuestro medio- llama inquisitivo a aquél sistema donde “el juez procede de oficio a la búsqueda, recolección y valoración de las pruebas, llegándose al juicio después de una instrucción escrita y secreta de la que están excluidos o, en cualquier caso, limitados la contradicción y los derechos de la defensa”, en tanto acusatorio, por el contrario, resulta todo sistema procesal en el que el juez es concebido “como un sujeto pasivo rígidamente separado de las partes y al juicio como una contienda entre iguales iniciada por la acusación, a la que compete la carga de la prueba, enfrentada en un juicio contradictorio, oral y público y resuelta por el juez según su libre convicción”[17].

Se dice, inclusive, que el modelo penal inquisitivo, “con su búsqueda empecinada de una verdad absoluta (o material, o real) se ubica de esta manera en el polo opuesto al modelo del adversary de los sistemas del common law…Lo cierto es que esta verdad material siempre estuvo emparentada al modelo inquisitivo y ello es así por el tipo de verdad al que apunta este sistema: a la verdad absoluta…”[18].

La crítica al sistema inquisitivo, en realidad, no se limita al modo en que se desenvuelve el proceso penal, sino que es más abarcadora, pues incluye la manera en que se organizan las instituciones judiciales, el funcionamiento de la justicia penal y hasta el modo de enseñanza del derecho. En ese contexto, se propone desarrollar lo que se denomina una contracultura, en la que los jueces toman sus decisiones sobre la base de lo discutido en las audiencias y lo que le presentan, de modo que el fin del sistema sea dar respuestas. Los objetivos de evitar el “abuso de poder” y “la violencia” aparecen como centrales del sistema de “gestión de conflictos” –así se lo llama- del cual forma parte –se afirma- la justicia penal: las formas procesales cumplirán una función pacificadora del conflicto, “con independencia de la decisión final…por más que la decisión final siempre va a dejar a alguien descontento, todos pueden aprobar que las reglas de juego fueron respetadas y no hubo nada arbitrario”[19].

Sin que persistan actualmente aquellos sistemas llamados inquisitivos puros, propios de siglos anteriores, pues en rigor los que no responden al modelo acusatorio –o su vertiente más moderna, el adversarial- adquieren características mixtas –donde la etapa instructoria tiene notas del inquisitivo y la oral del acusatorio-, los conceptos de verdad en uno u otro, como puede verse, no serán los mismos.

Ferrajoli, así, contrapone la verdad sustancial o material a la verdad formal o procesal.

A la primera le adjudica un carácter absoluto y omnicomprensivo respecto de las personas investigadas, carente de confines legales, que degenera “en juicio de valor, ampliamente arbitrario de hecho… [pues] el sustancialismo penal resulta inevitablemente solidario con una concepción autoritaria e irracionalista del proceso penal”[20].

Por el contrario y en función de su carácter empírico, rescata el profesor italiano a la vertiente formal o procesal, en la medida en que “no pretende ser la verdad”, pues se trata de “una verdad más controlada en cuanto al método de adquisición pero más reducida en cuanto al contenido informativo que cualquier hipotética ‘verdad sustancial’…”. Ferrajoli, en definitiva, adscribe a la idea de que es “siempre una verdad probable y opinable”, de modo que si no se alcanza, se podrá predicar una “falsedad formal o procesal de las hipótesis acusatorias”[21].

En rigor, repetidamente se alude en la doctrina a los conceptos de verdad real, verdad material, verdad histórica, verdad objetiva, verdad consensual, verdad formal y verdad forense.

Por caso, Muñoz Conde reporta las distintas posiciones que se han desarrollado por fuera de aquella según la cual el proceso penal se encamina a la búsqueda de la verdad, pues también se ha entendido que se dirige al cumplimiento de ciertos ritos y formas; o que importa una fórmula de solución ritualizada de los conflictos sociales (Luhmann); o que si bien aquél fin resulta primordial, ello supone una tarea muy difícil, en un marco institucional como el proceso penal, donde el imputado se puede negar a declarar, no se permite incorporar determinadas pruebas, hay plazos de finalización del proceso o la absolución tiene lugar en caso de duda, sin perjuicio de que no todo delito es investigado, enjuiciado y castigado[22].

El profesor español, empero, formula el aserto según el cual, en realidad, la búsqueda de la verdad seguirá siendo el objetivo principal del proceso penal, aunque ello es así en la medida en que “se trate de la determinación de hechos de fácil constatación empírica”, regidos por datos físicos, biológicos, químicos o matemáticos, en los que es difícil que puedan ser ignorados o reinterpretados por el juez; mas no ocurre lo propio cuando se debe acudir a criterios de valoración, como la diferenciación entre intención de matar e intención de lesionar, la credibilidad de un testigo, las limitaciones que impiden declarar a ciertos testigos o el hecho de que el acusado está exento de declarar o también las limitaciones por respeto a garantías que tienen el carácter de derechos humanos o que surgen del principio de proporcionalidad o del derecho a la intimidad, de lo que se colige que, “sin temor a equivocarse…en el Estado de Derecho en ningún caso se debe buscar la verdad a toda costa o a cualquier precio”, de manera que se habla de una verdad forense, que no siempre coincide con la verdad material propiamente dicha. “Este es el precio que hay que pagar por un proceso penal respetuoso con todas las garantías y derechos humanos característicos del Estado social y democrático de Derecho”, lo que le permite concluir en que la “teoría consensual de la verdad” o “teoría democrática de la verdad” es la única posible en un proceso penal respetuoso de las libertades y derechos fundamentales y también la única compatible con la presunción de inocencia[23].

En este contexto, también Maier apunta que la doctrina ha elaborado –básicamente- las nociones de dos tipos de verdades, en orden al proceso judicial, pues se alude a la verdad real o material, propia del proceso penal, y a la verdad formal, característica del proceso civil, aunque esta distinción del concepto de verdad ha recibido críticas. En esa dirección, se sostiene que tal diferenciación conceptual carece de sentido como fundamento de dos conceptos distintos del significado con el que se utiliza la palabra verdad, pues las diversas situaciones que se dan en cada uno de los procedimientos (penal y civil) sólo pueden ser distinguidas a partir de las reglas específicas que gobiernan la forma de decidir cuándo no se arriba a la verdad (en el caso penal, in dubio pro reo, en el caso civil, secundum probata partium), de modo que a la contraposición entre verdad material y verdad formal no se ha llegado en función de una discordancia conceptual –acerca de lo que significa la verdad- sino al contraponer las distintas formas de los procedimientos judiciales, que tienen principios distintos: a diferencia del procedimiento penal, en el caso civil la averiguación de la verdad se encuentra harto condicionada y priva el principio de la autonomía de la voluntad particular y de disponibilidad, donde el juez es un árbitro imparcial que carece de poderes de averiguación autónomos. Por el contrario, en el procedimiento penal, se objetiviza más la averiguación de la verdad en relación con otras regulaciones, en función de la trascendencia que en él tiene el interés público estatal: de ahí que se asuma que tiende a obtener la verdad histórica objetiva o verdad objetiva[24].

A su vez, entiende que el concepto de verdad representa un juicio sobre una relación de conocimiento, es decir, el juicio de que esa relación de conocimiento entre el sujeto que conoce y el objeto por conocer ha culminado con éxito, conforme a su finalidad, en la medida en que existe identidad, adecuación o conformidad entre la representación ideológica del objeto por el sujeto que conoce y el objeto mismo, como realidad ontológica. Tal fracaso se puede medir en términos absolutos, por no haber alcanzado la finalidad de la acción emprendida, ello es, conocer la verdad, o en términos relativos, siempre que el resultado de la actividad llevada a cabo se haya aproximado, en más o en menos, a su finalidad, es decir, a conocer la verdad o a la verdad misma. En ese sentido, se utilizan los conceptos de certeza (positiva o negativa), probabilidad (positiva o negativa) y duda[25].

Al propio modelo adversarial de la ley 27.063, empero, parece habérsele “colado” una noción de verdad que tal vez no responda a parámetros más consensuales, cuando, por caso, describe una serie de indicadores del peligro procesal de entorpecimiento de la investigación “para la averiguación de la verdad” (art. 189) y encomienda al representante del Ministerio Público Fiscal que dirija la investigación preparatoria con un criterio objetivo, procurando recoger los elementos de cargo o de descargo “que resulten útiles para averiguar la verdad” (art. 196), disposiciones que parecen semejantes al sistema que se abandona.

IV. Pasividad del juez y verdad. Las ideas subyacentes [arriba] 

Harto paradojal resulta que el proceso penal –donde se ventilan los hechos considerados de mayor gravedad en una sociedad democrática- se dirija tendencialmente a configurar un juez prácticamente amordazado hasta su sentencia, cuando el proceso civil –en el que rige primordialmente el principio dispositivo- se encamina derechamente a dotar de mayores facultades al juzgador.

En ese marco, Armenta Deu advierte una “oficialización” de los procesos civiles, en los que se entiende prevalente un interés público, tales como los de paternidad, incapacidad o filiación, al tiempo que se reduce el ámbito de disponibilidad de las partes en aspectos procesales, que se los crea en los procesos penales. Sin embargo, sostiene “la imposibilidad de homologación de varias instituciones, cuando se intentan trasponer sin más de un proceso a otro, omitiendo adecuar su contenido y funcionamiento a la diversidad mencionada. Valga un ejemplo de lo afirmado. El proceso penal está informado por la búsqueda de la verdad material, a diferencia del proceso civil. Esta circunstancia hace imposible que la aportación de los medios de prueba opere de igual modo en ambos procedimientos…”[26].

En la actualidad se puede verificar una redefinición en ese aspecto, con los denominados “poderes-deberes” del juez civil. En particular, se destaca que a partir del texto de la ley 25.488, “aun sin requerimiento de parte”, los jueces tienen facultades “ordenatorias e instructorias”, entre ellas, “ordenar las diligencias necesarias para esclarecer la verdad de los hechos controvertidos, respetando el derecho de defensa de las partes”, a cuyo fin pueden, entre otras atribuciones, “decidir en cualquier estado de la causa la comparecencia de testigos…peritos y consultores técnicos, para interrogarlos acerca de lo que creyeren necesario” (art. 36, inciso 4, apartado “b”, del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación)[27].

Cabe recordar que en el marco de la prueba de testigos, el art. 452 y bajo el indicativo epígrafe de “Prueba de oficio”, se prevé que “El juez podrá disponer de oficio la declaración en el carácter de testigos, de personas mencionadas por las partes en los escritos de constitución del proceso o cuando, según resultare de otras pruebas producidas, tuvieren conocimiento de hechos que puedan gravitar en la decisión de la causa. Asimismo, podrá ordenar que sean examinados nuevamente los ya interrogados, para aclarar sus declaraciones o proceder al careo”.

Como colofón de este sistema,  en el aspecto que aquí interesa, “Los testigos serán libremente interrogados, por el juez o por quien lo reemplace legalmente, acerca de lo que supieren sobre los hechos controvertidos, respetando la sustancia de los interrogatorios propuestos…” (art. 442 del citado cuerpo legal).  Inclusive, luego del llamamiento de autos, los jueces pueden disponer la denominadas medidas para mejor proveer (arts. 36, inciso 4 y 484 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación), instituto que evoca aquella posibilidad contenida en el Código Obarrio (ley 2372).

En definitiva, se ha dicho en este contexto que el principio dispositivo no queda afectado por la consagración de poderes probatorios a manos de los jueces, pues si efectivamente la finalidad de la prueba es alcanzar la verdad de las afirmaciones mediante la introducción de datos que sirven para confirmarlas racionalmente, entonces puede ser configurado por el legislador cuidando de no lesionar el derecho a la prueba en su esencia. Esto significa que se le puede atribuir al juez cierto poder probatorio, aunque, por cierto, jamás excluir a las partes de esta tarea[28].

Podrá arriesgarse el aserto, en la lógica de los comentaristas del sistema adversarial, que sólo cabría tildar a tal iniciativa probatoria y al modo de interrogación de testigos de inquisitivos y que ponen en peligro la garantía de imparcialidad.

Así, los sistemas adversariales del proceso penal podrían estar exigiéndole al juez una neutralidad de tal rigor que siquiera se concibe en la evolución que se aprecia en el proceso civil.

En tal contexto, Armenta Deu critica la idea que subyace en configurar un juez penal que asuma “una posición impasible y alejada del objeto del proceso, del que pudiera acabar siendo un mero ordenador procedimental”, pues “esta exigencia –que torna a poner de manifiesto una peligrosa equiparación sistema acusatorio-principio dispositivo- va más allá incluso de lo que la vigencia de este último principio conlleva en el proceso civil”[29].

Como podrá advertirse, al cabo, no se trata sólo de la transferencia del órgano que debe practicar la instrucción –algunos críticos de la reforma hacia el sistema acusatorio consideran esa traspaso de conducción del proceso como un mero “cambio de figuritas”, ello es, del juez al fiscal, convirtiendo a una “parte” del proceso, virtualmente, en su dueño[30]- o de limitar la actuación del juez del juicio; sino que el buscado abandono del sistema mixto –que contiene notas de las consideradas inquisitivas- evidentemente tiende a privar a la figura del juez de la misión de hallar la verdad y no pretende encontrar otra que no sea la que propone Ferrajoli, ello es, una versión formal o procesal.

Lo paradojal es que se reeditan ciertas fórmulas que tuvieron lugar hace siglos. El propio Foucault[31] describe –en lo pertinente- el sistema feudal, del siguiente modo: “En el sistema de la prueba judicial feudal no se trata de investigar la verdad, sino más bien de una especie de juego de estructura binaria. El individuo acepta la prueba o renuncia a ella. Si renuncia, si no quiere intentar la prueba, pierde el proceso de antemano. Si hay prueba, vence o fracasa…La autoridad interviene sólo como testigo de la regularidad del procedimiento. En el momento en que se llevan a cabo estas pruebas judiciales está presente alguien que recibe el nombre de juez…simplemente para comprobar que la lucha se lleva a cabo regularmente. El juez no atestigua acerca de la verdad, sino tan sólo de la regularidad del procedimiento…en este mecanismo la prueba no sirve para nombrar o determinar quién es el que dice la verdad, sino para establecer quién es el más fuerte, y al mismo tiempo quién tiene la razón”[32].

En nuestro medio la semejanza podría sorprender. Para explicar el funcionamiento del sistema adversarial, que como se dijo constituirá una suerte de profundización del régimen acusatorio, se dice que la intervención del juez, particularmente en el juicio, “tendrá un carácter mucho más pasivo”, en tanto se limita a resolver controversias específicas entre las partes, conducir el debate y adoptar las medidas disciplinarias del caso durante su sustanciación[33].

Más puntualmente, Binder sostiene que en el sistema adversarial “existe una aparente paradoja: debe ser tan fuerte el compromiso del juez con la verdad que jamás debe buscarla…[el juez debe exigir a los acusadores] que prueben la verdad de sus acusaciones…En esta perspectiva, conceptos como ‘verdad histórica’ o ‘verdad material’ sólo tienen sentido en tanto fortalecen la idea de exigencia a los acusadores, nunca si son utilizadas para debilitar esa idea de exigencia mediante la actividad supletoria del juez…”[34].

Tal cosmovisión luce compatible con posturas que tienden a cuestionar que el fin del proceso penal, en un Estado de Derecho, radique en la obtención de la verdad histórica, pues en rigor –se dice también- debe dirigirse a proteger los intereses de los afectados por la búsqueda de la verdad[35].

Frente a tales ideas subyacentes se ubica la visión clásica, en lo que al proceso penal pudiere interesar.

Desde la Metafísica de Aristóteles aparece la noción de verdad, en tanto “decir que lo que es no es o que lo que no es es, es erróneo; pero decir que lo que es es y que lo que no es no es, es verdadero”[36], idea sustancialmente receptada luego en la llamada teoría de la correspondencia.

Por ello cabe evocar a aquellos autores que consideran a la verdad no sólo como un objetivo preponderante del procedimiento penal, sino particularmente como un fin eminente de la función judicial del Estado.

En nuestro medio Vélez Mariconde enseña que si el proceso es el único medio de aplicar la ley penal, “no cabe duda de que su finalidad inmediata es el descubrimiento de la verdad, puesto que ésta es la única base de la justicia: que, por lo tanto, debe tener existencia práctica para reprimir al verdadero culpable en la medida que corresponda y evitar la represión del inocente (no culpable). Ambos resultados son dos caras de una misma moneda: la verdad”[37].

Por ello, ingentes cuestionamientos cabe formular respecto del hecho de que una sociedad, al menos en el ámbito de la solución de los conflictos de mayor envergadura (recuérdese aquello del derecho penal como ultima ratio), consienta que se arribe a una verdad que no es la real sino  a un remedo de ella, una versión construida, ello es, conceptualmente, una “no verdad”.

La influencia de Foucault, admitida por Binder, es evidente. El pensador francés sostiene que no existe más relación entre el conocimiento y las cosas a conocer: la relación entre el conocimiento y  las cosas conocidas es arbitraria[38].  

Empero, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en nuestro medio, ha rescatado la noción clásica de verdad en el proceso penal, pues ha sostenido que “en el procedimiento penal tiene excepcional relevancia y debe ser siempre tutelado ‘el interés público que reclama la determinación de la verdad en el juicio’, ya que aquél no es sino el medio para alcanzar los valores más altos: la verdad y la justicia (C.S. de E.E., “Storne v. Powell’, 428 U.S. 465, 1976, en p. 488, y la cita de D.H. Oaks en nota 30, p. 491). De manera, pues, que el deber de dejar establecida la verdad jurídica objetiva, en materia de enjuiciamiento penal, sólo autoriza a prescindir, por ilícita, de una prueba cuando ella, en sí misma, haya sido obtenida a través de medios inconstitucionales o ilegales”[39].

Como puede verse, el Alto Tribunal ha recurrido a la expresión verdad objetiva en el marco de análisis que aquí ocupa.

Ello se compadece, en una visión sistemática del ordenamiento jurídico, con el hecho de que en el sistema argentino la represión de los delitos de falsa denuncia (art. 245 del Código Penal), falso testimonio (art. 275), prevaricato (art. 269) y encubrimiento (art. 277), como las reglas procedimentales de las que emerge el objetivo de alcanzar la verdad (arts. 193, inciso 1, 204, 239, 280, 375 y 479, CPPN, ley 23.984), normativamente, son indicativas de que la verdad y no una construcción formal o ideal, es el fin a alcanzar en el proceso penal.

Cabe preguntarse cómo es posible conciliar que a un testigo se le exija que no afirme una falsedad o niegue o calle una verdad, bajo la admonición de serias penalidades, y al propio tiempo se conceda que el proceso penal concluya con una “verdad consensual”.

Una síntesis clara ha sido expuesta en su hora por Cafferata Nores, quien afirma que el sistema penal y procesal de nuestro país encuentra fundamento en el principio de legalidad, en cuanto a que los delitos de acción pública deben ser investigados, juzgados y penados[40], y en el principio de verdad real, que supone la adecuación entre lo realmente ocurrido y lo reconstruido en el proceso, de modo de posibilitar la imposición de una pena; ello, a diferencia de ciertas tendencias o institutos que admiten una verdad consensual, que puede prestarse a que se castigue a quien no es en verdad culpable[41].

Si en el modelo adversarial que se postula se construye una tesis –teoría del caso, según se la denomina-, pues ese enunciado será una “verdad” que el juez debería aceptar si luce probada, aun cuando tal tesis no responda a la realidad del hecho delictivo ocurrido, porque vedado se encontraría el juzgador de interrogar a los testigos o peritos –menos para introducir directamente prueba alguna- para llegar a la verdad.

A partir de que la obtención de la verdad es el fin último de proceso penal, debería aceptarse cierta actividad del juez, bien entendido que ello será así en la medida de lo estrictamente necesario y a modo de completar la información necesaria para obtener aquella verdad, sea que al cabo se dirija a la condena o a la absolución. Por ello es que la Corte Constitucional italiana declaró la validez de una disposición procesal, en el contexto de un sistema acusatorio,  que confiere al juez del debate la facultad de disponer, aun de oficio y luego de finalizada la recepción de pruebas, la realización de otras si fueren necesarias[42].

El propio Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional prevé que la Sala de Primera Instancia pueda “ordenar la comparecencia y la declaración de testigos” (art. 64, inciso 6, apartado “b”) e inclusive “la presentación de pruebas adicionales a las ya reunidas con antelación al juicio o a las presentadas durante el juicio por las partes” (art. 64, inciso 6, apartado “d”), en tanto que en el desarrollo del juicio “Las partes podrán presentar pruebas pertinentes a la causa…La Corte estará facultada para pedir todas las pruebas que considere necesarias para determinar la veracidad de los hechos” (art. 69, inciso 3). La intervención de los jueces y la necesidad de establecer la veracidad de lo ocurrido son elocuentes al respecto.

En el fondo, en el modelo adversarial subyace la idea positivista que apunta a lo meramente técnico, esa racionalidad técnica lejana a la tradición clásica. En la verdad  hay coincidencia con lo que la cosa es –en este ámbito, lo que realmente ha sucedido y que constituye el delito que debe ser esclarecido- y no con aquello que se presenta como una construcción que debe dejar contentos a todos –al salvaguardarse lo formal-  porque el juez no se ha inmiscuido en el asunto. Uno de los paradigmas del positivismo, justamente, es rechazar el uso de términos como “sustancia”, en el caso, la verdad sustancial[43], como también negar la empresa de conocer la naturaleza de las cosas, pues se dice que la esencia o no existe o es incognoscible[44].

Así, los defensores de los sistemas adversariales, al menos en las versiones vernáculas que se ofrecen, parecen más preocupados por las reglas del juego al estilo del sistema feudal que comenta Foucault -extremo que no cabe desmerecer, por cierto, pero que no puede oficiar como el máximo objetivo a cumplir- que por poner fin al caso a través de una sentencia que decida en justicia y sobre la base de la verdad.

En el fondo, parecen más interesados en la finalidad eficientista de la observación de las reglas y más puntualmente del mero hecho de dar respuestas, en un marco en que los jueces permanecen de algún modo amordazados, supuestamente, para no sacrificar su imparcialidad –se dice que no tienen que estar “contaminados”-, pues terminan alzando a esta última garantía como un fin en sí mismo, cuando en rigor, al evocar el Preámbulo, lo que hay que afianzar es la justicia.

El hecho de que la búsqueda de la verdad, claro está, reconozca límites, no implica aceptar una verdad construida, un sucedáneo de la verdad. El juez se mueve entre versiones del caso[45], lo que evidencia el carácter fuertemente relativista del sistema –inclusive sofista- donde trasciende el hablar o el discurrir y en el que se realzan las técnicas de litigación.

De todos modos y como se dijo, debe quedar claro que el conocimiento de la verdad, aun en tal entendimiento, resulta condicionado y limitado por las respectivas reglas procesales, con arreglo a los lineamientos que suministra la propia constitución política del Estado, al reconocer ciertos principios superiores que inciden al respecto, pues al igual que en otros órdenes de la convivencia humana, no es dable recurrir a cualquier método para alcanzar la verdad, aun en el marco de aceptación de la verdad como real, sustancial u objetiva[46].

En lo que aquí interesa, puede concluirse en que, como afirma Muñoz Conde, la búsqueda de la verdad material seguirá siendo el objetivo principal del proceso penal, pero que tal finalidad resulta relativizada, pues “en el Estado de derecho en ningún caso se debe buscar la verdad a toda costa o a cualquier precio”[47].

En esa dirección, los principios –particularmente de bien común y dignidad humana- se inscriben en el fundamento del derecho penal contemporáneo y dan sentido y legitimación al razonamiento práctico penal, sea como causa, fuente o informadores del sistema[48].

V. Buscando el equilibrio [arriba] 

La instauración de un sistema acusatorio, por el que el fiscal investiga y acusa y el juez decide, de amplia aceptación  en nuestro medio, no necesariamente debe excluir la posibilidad de reconocer la facultad del juzgador  –con los límites del caso y siempre en el marco de aseguramiento de la garantía de la imparcialidad- de formular interrogaciones encaminadas a arribar a la verdad.

No se entiende, salvo que se lo afirme dogmáticamente, que la facultad de interrogar a los testigos afecte “seriamente” la imparcialidad del juez y menos que por entrometerse en las estrategias y “teoría del caso de las partes” ello conduzca a alejarlo “de la posibilidad de arribar a la verdad”[49].

Así como hay sistemas que contienen la misma prohibición y siquiera conciben la posibilidad de requerir aclaraciones, como el Código Procesal Penal de la Ciudad de Buenos Aires (art. 236 para los testigos); el vigente en la Provincia de Buenos Aires, por caso, que instaló un sistema acusatorio, ha sido tajante cuando se incorporó la institución del juicio por jurados, pues ha llevado al legislador bonaerense a disponer que “los jueces y los jurados no podrán por ningún concepto formulas preguntas a quienes comparezcan a declarar al juicio”, con la admonición de que “el incumplimiento de esta prohibición constituirá falta grave” (art. 342 bis, inciso 4, in fine), lo que se inscribe en la lógica dogmática de lo adversarial.

Aun así, en ese modelo persiste en el debate común la posibilidad de que el tribunal formule preguntas, pero esa facultad se limita a que tales interrogaciones sean “aclaratorias” (art. 364).

Lo propio ocurre en las provincias de La Pampa (art. 342), Chaco (art. 393) y Santiago del Estero (art. 391).

Más singular se aprecia el caso de la provincia de Salta, pues luego de las interrogaciones al testigo de quien lo  propuso y de las demás partes, prescribe que el tribunal puede formular preguntas aclaratorias, aunque las partes pueden  “oponerse en caso de que no tengan esta naturaleza, de lo que se dejará constancia en acta” (art. 470). En buen romance: ¡los jueces pueden formular preguntas, pero sólo aclaratorias, si las partes los dejan!

Como antes se aludió, la ley 27.063 prohíbe a los jueces la posibilidad de preguntar en las audiencias –salvo en aquellas donde se sustancian los recursos- y luego el art. 5 de la ley 27.146 de Organización y Competencia de la Justicia Federal y Nacional Penal dio medio viraje y previó la posibilidad de formular aquellas que resulten aclaratorias.

Aun cuando se desconoce qué razones pudieron abrigarse para eliminar cualquier facultad en el propio Código y luego admitir un resquicio de esa naturaleza en una ley de tales características, lo cierto es que no pueden caber dudas en torno a la existencia de tal prerrogativa, por su carácter de norma material y posterior a la ley 27.063.

Si se hace un poco de historia, tal previsión, en verdad, resulta análoga a la que surge del Proyecto elaborado por la Comisión Asesora para la Reforma de la Legislación Procesal Penal (Decreto 115/2007 del Poder Ejecutivo Nacional), pues previó que en el interrogatorio de testigos y peritos, “…Excepcionalmente, si al término de cada exposición quedasen dudas sobre uno o más puntos, los miembros del tribunal sólo podrán formular preguntas aclaratorias sobre sus dichos” (art. 294).

Sin embargo, véase que el proyecto de Código Procesal Penal de la Nación de 1986, de raigambre acusatoria –pionera en el sistema nacional y federal-, conocido como “Código Maier”, en su art. 314 y bajo el epígrafe de “Interrogatorio”, incorporaba la posibilidad de que en el debate “…el mismo presidente y los miembros del tribunal podrán interrogar al perito o al testigo, a fin de conocer circunstancias de importancia para el éxito del juicio”.

No es ocioso destacar que en el citado Proyecto, el “Objeto de la investigación” (título de su art. 250) es “la procura de la verdad”.

Como se ve, la tendencia actual es prohibir directamente las preguntas de los jueces o limitarlas a que resulten aclaratorias.

Cabe puntualizar que entre las acepciones de aclarar puede predicarse la idea de “disipar, quitar lo que ofusca la claridad o transparencia de algo”, de “iluminar, alumbrar” y de “esclarecer” (Diccionario de la Lengua Española, vigésima segunda edición), terminología llamativamente vinculada al concepto de verdad.

Quienes realzan los méritos del sistema adversarial ven aquí un problema, porque, según se afirma, el concepto de pregunta aclaratoria no resulta “un dique de contención adecuado para frenar a los jueces en su cultura de ‘desentrañar por sí la verdad’…”, en tanto podría verse afectado el principio de contradicción y la imparcialidad del tribunal[50], reivindicando entonces el rol pasivo del juez, como mero receptor de información[51].

Pastor, también, en relación con el art. 156, señala que “los jueces, como debe ser, no formulan preguntas”[52] y al comentar el art. 264 reedita aquello de que los jueces no pueden preguntar, aunque dice que en el procedimiento abreviado (art. 289), “en lo que parece ser el  jardín de las irregularidades, ‘el juez podrá interrogar a las partes sobre los extremos del acuerdo y la información colectada o acordada’…”[53].

Parece entonces una demasía pensar que si el juez pregunta a un testigo o perito se viola la garantía de imparcialidad, reconocida por nuestra Constitución Nacional (art. 75, inciso 22) a través de la Declaración Universal de Derechos Humanos (art. 10), la Declaración Americana de los Derechos del Hombre (art. 26.2), la Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 8.1) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 14.1).

El actual sistema de enjuiciamiento (ley 23.984) prevé tal facultad y ello no ha merecido mayores cuestionamientos constitucionales durante sus más de veinte años de vigencia, en el ejercicio de la oralidad.

En este marco debe destacarse que cuando la Corte Federal se pronunció en el caso “Llerena”[54] y concluyó en la imposibilidad de que el juez del debate sea el mismo que practicara la instrucción –juicio correccional-, con cita de Maier (Fundamentos, 2004, ps. 741/742), sostuvo que  “…La nota de imparcialidad o neutralidad, que caracteriza al concepto de juez, no es un elemento inmanente a cualquier organización judicial, sino un predicado que necesita ser construido, para lo cual operan tanto las reglas referidas a esa organización como las reglas de procedimiento…” (considerando 17º).

La Corte citó en “Llerena” las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Procedimiento Penal –Reglas de Mallorca-[55], de cuya exégesis no podría derivarse sin más que formular alguna pregunta por el juez en la etapa preliminar –que no será el juez del plenario- o hacer lo propio por el juez del debate –que no ha sido el de la faz investigativa- resienta la garantía de imparcialidad: el propio Alto Tribunal nos ha dejado una definición al respecto, en tanto “…La imparcialidad del juzgador puede ser definida como la ausencia de prejuicios o intereses de éste frente al caso que debe decidir, tanto en relación a las partes como a la materia” (considerando 10º).

Si la Corte dijo en “Llerena” que “de los instrumentos internacionales que forman parte del bloque de constitucionalidad no se desprende expresamente que el mismo juez que investiga pueda juzgar el caso” y por ello entendió que en cada caso habría que verificar si la actuación del juez en la etapa preparatoria demostró signos claros que pudieran generar en el imputado dudas razonables acerca de su neutralidad (considerando 22), pues no se ve claramente que pueda haber afectación constitucional por el hecho de que el juez pueda formular alguna pregunta en las audiencias, siempre que tal intervención no implica per se la pérdida de su neutralidad.

Dicho de otro modo y en términos del citado pronunciamiento judicial, no puede generarse necesariamente una sospecha a partir del hecho de que el juez pregunte. La imparcialidad del juez siempre se presume y por tanto su parcialidad debe demostrarse[56]. Ello, claro está, en la medida en que el juez no formule preguntas capciosas, sugestivas o que dejen ver que su proceder no es imparcial, para lo cual la ley prevé los remedios respectivos.

Bueno es traer aquí a Carnelutti: “esto de las dos verdades, la verdad de la defensa y la verdad de la acusación, es un escándalo; pero es un escándalo del cual tiene necesidad el juez a fin de que no sea un escándalo su juicio…La verdad es que el contradictorio le ayuda precisamente porque es un escándalo: el escándalo de la parcialidad, el escándalo de la discordia, el escándalo de la torre de Babel. La repugnancia por la parcialidad se convierte para el juez en la necesidad de superarla, o sea de superarse; y en esta necesidad está la salvación del juicio”[57].

La experiencia de las audiencias orales en el ámbito de la Cámara del Crimen, que integra el autor de estas líneas, desde la reforma puesta en marcha en el año 2008, en el marco de un procedimiento mixto y aún bajo los influjos del actual Código Procesal Penal de la Nación, ha reportado valorables resultados en razón de la posibilidad de formular preguntas a los “recurrentes” y “demás intervinientes” que el art. 454 autoriza, inclusive para advertir que –tanto fiscales, querellantes o defensores- al argumentar se apartan de los datos objetivos del proceso.

Bienvenida entonces resulta la previsión del art. 314 del nuevo diseño legal, en cuanto establece, en el ámbito de la impugnabilidad, que “en la audiencia los jueces podrán interrogar a los recurrentes”.

Sólo cabe observar, finalmente, que en la propia lógica adversarial de la ley 27.063 no se entiende bien por qué se descarta cualquier riesgo de parcialidad en los jueces del recurso –preguntando, por caso, a un letrado, acerca de determinados fundamentos “legales, doctrinarios o jurisprudenciales”- y se la presume en el juicio, cuando se formula alguna interrogación a un testigo.

Dicho de otro modo, cabe interrogarse por qué una pregunta a un testigo tendría olor a parcialidad sin que ocurra lo propio con otra formulada al letrado defensor o al apoderado de la querella en una audiencia de impugnación.

Al cabo, el propio texto legal, con toda lógica, ha puesto el deber de imparcialidad de los jueces “en sus decisiones” (art. 8), idea que no puede obturar la posibilidad de que tengan alguna clase de intervención en el desarrollo de las audiencias.

Por fuera de la discusión que podría caber en torno a la cuestión cuando del juicio por jurados se trata –siquiera se concibe que formulen preguntas aclaratorias-, sería factible conciliar, en el juicio común, la máxima salvaguarda de la contradicción con la posibilidad de que los jueces puedan preguntar, sin que ello importe pérdida de su imparcialidad, a la sazón en el marco de un sistema de libre valoración de los medios de prueba.

Justamente, cuando se predica que cualquier formulación del tribunal a los testigos o peritos podría resentir su esperada imparcialidad, se está extrapolando sin más al juicio el modelo de jurados propio del sistema anglosajón, en el que éstos se encuentran vedados de preguntar.

El principio de aportación de parte no puede llevar a extremos, bien entendido que la fijación del hecho y la persona acusada por las partes, la proposición de las pruebas por éstas y su intervención en ellas, particularmente en el debate, quedan aseguradas como emergentes del principio acusatorio.

A propósito de ello, Gómez Colomer destaca que “la última evolución de [del] sistema ‘adversarial’ y proceso acusatorio lleva a considerar que el juez no es un mero espectador, un decisor inactivo frente a lo que está sucediendo ante él, sino que debe tener un mayor protagonismo, y también a entender que no se permite a las partes desarrollar el caso enteramente por su cuenta en función de sus intereses…es decir, se va hacia un modelo menos puro si se prefiere esta expresión…se constata cada vez más un acercamiento entre ambos sistemas, el ‘adversarial’ norteamericano y el acusatorio formal europeo, de manera que ni el de USA es ya tan ‘adversarial’, ni el europeo es tan ‘acusatorio formal’[58]. Por eso evoca el autor que la jurisprudencia “ha intentado corregir los defectos del sistema adversarial que su práctica constante ha ido poniendo de manifiesto paulatinamente, problemas reales del actual proceso norteamericano que no conviene dejar de lado a la hora de fijarnos en este modelo, por ejemplo…la amplísima discrecionalidad del fiscal a la hora de decidir la acusación, el papel pasivo del juez, el poder de las partes para conformar el proceso…”[59].

Por la implicancia que podría tener en esta cuestión, cabe agregar que si bien se pronuncia por la implantación de un sistema acusatorio puro en España, para el caso de adoptar el modelo adversarial de los Estados Unidos, Gómez Colomer apunta que deben evitarse “sus defectos contrastados y luchando denodadamente por conservar nuestros patrimonios procesales propios que valga la pena realmente mantener” [60].

Paradojal sería que aquella crítica formulada por muchos procesalistas al sistema mixto de la ley 23.984 cuando comenzó a regir, en el sentido de que se lo estaba abandonando en otras jurisdicciones, sea análoga a la de la ley 27.063, al menos en el punto aquí tratado.

VI. A modo de síntesis [arriba] 

Aun cuando pudiere resultar opinable si la mejor opción para juzgar delitos transita por mantener la investigación en cabeza del juez o si es más propio de nuestro diseño constitucional aquel que la confía en el Ministerio Público Fiscal –discusión que nuestra Corte Federal parece haber clausurado en favor de la segunda-, ello no debe implicar, per se, una alteración de la noción de verdad.

El juez penal no puede ser concebido como un sujeto pasivo y rígidamente separado de las partes, un mero espectador, y al juicio como una  contienda donde lo trascendente es la observancia de las reglas del juego y la calidad de las técnicas que se emplean, más allá de la importancia que ello pudiere revestir.

Paradojalmente, el proceso civil se ha encaminado últimamente en conceder poderes a los jueces, en torno a la prueba, que trasladados al modelo penal podrían irritar al nuevo paradigma.

El sistema adversarial confiesa que se propone desarrollar lo que se denomina una contracultura, en la que los jueces toman sus decisiones sobre la base de lo discutido en las audiencias –la propia locución adversarial es elocuente- y lo que le presentan, de modo que el fin del sistema radica en dar respuestas.

De ese modo, se pretende que los jueces penales permanezcan con una suerte de mordaza para no sacrificar su imparcialidad –se dice que no tienen que estar “contaminados”-, de suerte tal que se termina alzando a esta garantía como un fin en sí mismo.

Esta finalidad eficientista de la mera observación de las reglas o del fin de dar respuestas encuentra explicación en un sistema que reporta, a la postre, al relativismo. El juez se mueve entre versiones del caso, donde lo trascendente es el hablar o el discurrir, realzándose las técnicas de litigación o de disputa.

Por el contrario, el fin del proceso penal es el descubrimiento de la verdad y esa verdad no puede reposar en una solución meramente formal o consensual. No resulta posible que, sin más, el juez dé por comprobado un hecho ante la propuesta exitosa de las partes si ese hecho no se ajusta a la verdad sustancial.

La verdad a la que es dable arribar en el proceso penal, así, no puede identificarse con exitosos discursos a partir de retóricas alegaciones que pueden no corresponderse con aquella verdad.

Por cierto, el objetivo de alcanzar la verdad debe encontrar límites, a partir de las reglas constitucionales y en particular de aquellas tributarias del reconocimiento de la dignidad humana.

A partir de que la obtención de la verdad es el fin último del proceso penal, debería aceptarse cierta actividad del juez en las audiencias, bien entendido que ello es así en la medida de lo estrictamente necesario, luego de garantizar la contradicción y siempre que mantenga su imparcialidad.            

Parece una demasía, entonces, privar a los jueces de la posibilidad de formular preguntas en las audiencias, por la supuesta afectación de la garantía de imparcialidad, exceso sólo disipado parcialmente con la introducción de la posibilidad de requerir aclaraciones que trae la Ley N° 27.146.

 

 

Notas [arriba] 

[1] La ley fue sancionada el 4 de diciembre de 2014, promulgada cinco días después y publicada en el Boletín Oficial al día siguiente. Cabe apuntar la singularidad de que el proyecto ingresó por la respectiva Comisión de Justicia y no por la Comisión de Legislación Penal, que no presidía el oficialismo. El texto legal ha recibido numerosas críticas. Por caso, puede verse la nota introductoria de Roberto Raúl DARAY al Código Procesal Penal de la Nación. Cómo es el nuevo proceso penal, (Hammurabi, Buenos Aires, 2015, pp. 13-32), quien sostiene que si bien el Código cumple con el objetivo medular de instalar un “sistema acusatorio puro de enjuiciamiento penal”, más allá de eso, “…decepciona. Ni siquiera es de suponer que logre la celeridad y la agilidad esperadas. Todo lo contrario. Si bien hay procedimientos especiales que denotan esa búsqueda, la actividad intermedia del procedimiento común es engorrosa, pesada. Además, es una ley incompleta, irreflexiva e indescifrable por momentos, y hasta contradictoria”. Por otro lado, se ha entendido que la sanción se ha concretado “con inusitada e inexplicable premura” y que ha suscitado “perplejidades” (ALMEYRA, Miguel Ángel, “La jurisdicción ¿ha perdido el poder-deber de decir el derecho? Sobre la sentencia penal condenatoria en el nuevo CPPN”, en La Ley, ejemplar del 15-2-2014). Sumamente crítico ha sido también Juan José ÁVILA, al sostener que “…Sancionar leyes y códigos enteros a las apuradas y eludiendo debates imprescindibles, parece destinado a conjurar espurias situaciones personales, no a resolver legítimas demandas (“Vicios y trampas del Código Procesal Penal”, en La Nación, ejemplar del 16 de diciembre de 2014, p. 29). La Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, análogamente, formuló su preocupación por la “celeridad injustificada e imprudente que imprime el Congreso de la Nación para la sanción de leyes que revisten carácter fundamental en la estructura institucional de la República” (Declaración Pública de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires. Código Procesal Penal, publicada en La Ley, ejemplar del 18 de diciembre de 2014, p. 3). Nicolás F.  D’Álbora parece darle una bienvenida a las ideas que emergen del Código (“La necesaria reforma del Código Procesal Penal de la Nación (Una nueva oportunidad de saldar una deuda pendiente”), en La Ley, ejemplar del 3 de noviembre de 2014, pp. 1-5. En la misma línea puede verse SOLIMINE, Marcelo A., Bases del nuevo Código Procesal Penal de la Nación. Ley 27.063, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2015.
[2] PASTOR también formula críticas a la ley. Además de sostener que debió recurrirse a un plan de reforma integral del sistema penal, puntualiza que es extraño “tener aprobado el texto de los procedimientos sin tener la ley de organización judicial, que debería ser lo primero, es decir que, una vez más, hemos puesto el carro delante de los caballos” (Véase PASTOR, Daniel, Lineamientos del nuevo Código Procesal Penal de la Nación. Análisis crítico,  Hammurabi, Buenos Aires, 2015, pp. 124-125). Una objeción análoga en este punto puede verse en ALMEYRA, Miguel Ángel, “Una aproximación al proyecto del nuevo Código Procesal Penal de la Nación”, en La Ley 2014-F-951. La crítica incluye el hecho de que no se sabe quiénes trabajaron en el proyecto ni cuáles eran sus fuentes normativas.
[3] Alberto Binder descarta cualquier “oportunismo de época” con la sanción del nuevo código (véase su prólogo en la citada obra de Solimine).
[4] En particular, las leyes 27.146 de Organización y Competencia de la Justicia Federal y Nacional Penal y 27.150 de Implementación, ambas publicadas en el Boletín Oficial del 18 de junio de 2015. No ha quedado muy claro, en su momento,  si con el envío del proyecto de código, el Poder Ejecutivo se hizo eco de ciertas demandas legislativas –que podrían considerarse legítimas- encaminadas a implantar un sistema acusatorio, o si existen otras finalidades, entre ellas, quitarles a los jueces la instrucción y federales la instrucción de las causas para confiarlas en los fiscales, al propio tiempo que se designa un importante número de fiscales de cierta afinidad con las ideas reformistas del Poder Ejecutivo.
[5] Ley 27.148, también publicada el 18 de junio de 2015.
[6] Fallos: 327:5863 (2004).
[7] Fallos: 328:1491 (2005).
[8] Ávila se muestra crítico de la reforma procesal nacional y federal, al apuntar que “…al quitar a los jueces el deber de regir la investigación, resta a esa actividad una estructura afianzada de antiguo en esa tarea. Un cambio de esa magnitud sin que se pueda contar con la colaboración confiable de organismos de seguridad auxiliares no parece la mejor manera de acortar los tiempos y aliviar la carga investigativa, aunque sí sirve al acusado designio de multiplicar organismos judiciales adictos al poder” (artículo citado).
[9] Como el art. 3 de la ley 27.063 que aprobó el Código Procesal Penal de la Nación establece que entrará en vigencia en la oportunidad que fije la ley de implementación y ésta (27.150) ha señalado que ello ocurrirá el 1 de marzo de 2016, al tiempo que el art. 5 de aquélla normativa dispone que las causas en trámite hasta esa fecha quedarán radicadas en los órganos en que se encuentren y se seguirán sustanciando bajo el procedimiento de la ley 23.984, dable es pronosticar que se mantendrá el sistema mixto para un buen número de procesos en los próximos tiempos, con mayor razón en la justicia federal.
[10] Fallos: 327: 5863 (2004).
[11] Análogamente, la Ley de Enjuiciamiento Española prescribe que el procesado “…en general, será siempre interrogado sobre cualquiera otra circunstancia que conduzca al esclarecimiento de la verdad” (art. 391).
[12] El modelo viene rigiendo en algunas provincias, como las de Neuquén, Chubut y Salta, al igual que en la ciudad de Buenos Aires.
[13] El art. 302 del Código de Procedimientos en Materia Penal (ley 2372, conocido como Código Obarrio), rezaba: “El Juez, oficiosamente o a petición del Agente Fiscal u otras partes presentes en el acto, procederá a repreguntar a los testigos, en la medida que considere necesaria para el esclarecimiento de la verdad; y en esta misma medida, los someterá a nuevos interrogatorios, diligencias o exámenes, aunque ya se hubiesen practicado antes”.
[14] JAUCHEN, Eduardo M., Tratado de la prueba en materia penal, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2009, p. 304.
[15] Ibidem.
[16] Lo propio ocurre, por caso, con el Código de Chubut (art. 325) y con el de la Ciudad de Buenos Aires (art. 236).
[17] FERRAJOLI, Luigi, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, traducción de Perfecto Andrés Ibáñez y otros, novena edición, Trotta, Madrid, 2009, p. 564.
[18] GUZMÁN, Nicolás, La verdad en el proceso penal. Una contribución a la epistemología jurídica, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2006, pp. 31-32.
[19] BINDER, Alberto, La implementación de la nueva justicia penal adversarial, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2012, p. 151 y ss. El autor  es uno de los referentes del sistema en América latina, donde su influjo se ha concretado en países como Honduras, Guatemala, Venezuela, Chile, Paraguay y parcialmente en la Argentina. Binder, además, ha sido escuchado en el Senado de la Nación cuando se analizaban los proyectos de implementación. En la crítica a lo que llama “La Inquisición”, no sorprende que cite inmediatamente y en su apoyo la conocida obra de Foucault,  La verdad y las formas jurídicas.
[20] FERRAJOLI, op. cit., pp. 44-55.
[21] FERRAJOLI, op, cit., p. 45.
[22] Cfr. MUÑOZ CONDE, Francisco, La búsqueda de la verdad en el proceso penal, Hammurabi, Buenos Aires, 2003, pp. 105/106.
[23] MUÑOZ CONDE,  pp. 107/117. En sostén de su tesis, el autor dice que “quizás si se hubieran respetado más estos principios elementales del Estado de Derecho, y asumido más democráticamente el relativismo del concepto de verdad en el proceso penal, y no sólo por los tribunales de justicia, sino también por los medios de comunicación en sus ‘juicios paralelos’, nos hubiéramos ahorrado en los últimos años y podremos ahorrarnos todavía, tanto sufrimiento inútil de muchas personas injustamente acusadas de graves o infamantes delitos, y la frustración de las infundadas expectativas que a veces se atribuyen a los tribunales penales en la solución de los conflictos sociales”.
[24] Cfr. MAIER, Julio B. J., Derecho Procesal Penal,  I. Fundamentos, 2ª edición, 3ª reimpresión, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2004, pp. 848-851.
[25] Cfr. Idem, pp. 842-843.
[26] ARMENTA DEU, Teresa, Principio acusatorio y derecho penal, Bosch, Barcelona, 1995, pp. 31-32.
[27] En orden a una profundización de la cuestión, puede verse MASCIOTRA, Mario, Poderes-deberes del juez en el proceso civil, Astrea, Buenos Aires, 2014.
[28] HUNTER AMPUERO, Iván, “El principio dispositivo y los poderes del juez”, en Revista de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile XXXV, Valparaíso, 2010, segundo semestre, pp. 149-188. El autor hace referencia al régimen civil chileno, cuyo procesal penal adscribe al acusatorio.
[29] ARMENTA DEU, op. cit., p. 64.
[30] Para sortear tal escollo, ello es, que un imputado pudiere pensar que quien practica la investigación tiene “todas las de ganar”,  los textos legales necesitan reafirmar el llamado deber de objetividad del fiscal (art. 196 del nuevo ordenamiento procesal).
[31] Foucault parece admirado por Binder, quien dice lo siguiente al prologar un texto sobre litigación penal: “Foucault nos enseñó con maestría cómo las prácticas sociales son el nutriente de saberes centrales para la conformación de la vida social y le ha prestado especial atención a la práctica de los tribunales como productora de saberes”. Véase LORENZO, Leticia, Manual de litigación, Didot, Buenos Aires, 2014, p. 17.
[32] FOUCAULT, Michel, La verdad y las formas jurídicas, traducción de Enrique Lynch, Gedisa, Barcelona edición impresa en Buenos Aires, 2013, pp. 73-74. A esta visión se contrapone lo que Foucault llama la indagación, que en rigor apareció por primera vez en Grecia, quedó oculta después de la caída del Imperio Romano durante varios siglos y resurgió en los siglos XII y XIII. Dice el autor que, así, “el poder estatal va confiscando todo el procedimiento judicial”, en tanto esa indagación estará impregnada de categorías religiosas y la tortura se sitúa “entre los procedimientos de la prueba y la indagación” (pp. 74 a 89). Foucault remata la idea del siguiente modo: “La indagación es precisamente una forma política, de gestión, de ejercicio del poder que, por medio de la institución judicial, pasó a ser, en la cultura occidental, una manera de autenticar la verdad, de adquirir cosas que habrán de ser consideradas como verdaderas y de transmitirlas” (p. 92).
[33] LORENZO, op. cit., p. 168.
[34] BINDER, op. cit., pp. 222-223.
[35] HASSEMER, Winfried.,  La responsabilidad penal por crímenes de Estado y el cambio de sistema político en Alemania bajo la lupa de las causas de justificación, traducción de Daniel Pastor, Nueva Doctrina Penal, Buenos Aires, 1998/A, p. 75.
[36] ARISTÓTELES, Metafísica, traducción de Hernán Zucchi, Sudamericana, Buenos Aires, 2000, p. 240.
[37] VÉLEZ MARICONDE, Alfredo, Derecho Procesal Penal, 3ª edición, 2ª reimpresión, Marcos Lerner, Córdoba, 1986, t. II, p. 126.
[38] FOUCAULT, op. cit., p. 24.
[39] Fallos: 313:1305 (1990). Tal doctrina relativa al “interés público que reclama la determinación de la verdad en el juicio” ha sido repetidamente mencionada por la Corte. Basta para ello citar algunos casos: Fallos: 323:929; 325:3118 y 3322; y 326:41.
[40] La reforma procesal  de la ley 27.063 ha incorporado las llamadas “reglas de oportunidad”, entre las que se incluyen los “criterios de oportunidad” (art. 30, inciso “a”).
[41] Cfr. CAFFERATA NORES, José I., Cuestiones actuales sobre el proceso penal, 3º edición actualizada, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2000, pp. 47-64. Cierta discusión ha surgido a partir de la institución del juicio abreviado (art. 431 bis del Código Procesal Penal actual), donde el fiscal pacta con el imputado la pena. No podría descartarse que en tal sistema un imputado inocente acuerde una pena menor con la fiscalía pensando que, de otro modo, le será más perjudicial. Por eso se concibió la posibilidad de que el tribunal que debería homologar el acuerdo lo rechace, “argumentando la necesidad de un mejor conocimiento de los hechos”, lo que importa una sabia disposición encaminada a evitar una arbitraria imposición de la pena sobre la base de que el acuerdo no se sustenta en la verdad sustancial de lo ocurrido.
[42] Véase al respecto GUZMÁN, op. cit., pp. 181-182.
[43] Sobre la cuestión puede verse más extensamente  KOLALOSKI, Leszek, La filosofía positivista, Cátedra, Madrid, 1981.
[44] SANGUINETTI, Juan  José, Lógica, Ediciones Universidad de Navarra, 1981, p. 179. Como dicen  Alvira, Clavel y Melendo, “esencia es, pues, aquello que hace que una cosa sea lo que es…en virtud de su esencia el hombre es hombre, el vino es vino y el agua es agua, y no otra cosa cualquiera de las que componen el universo”. ALVIRA, Tomás, CLAVEL, Luis y MELENDO, Tomás, Metafísica, Eunsa, Pamplona, 1993, p. 29.  
[45] BINDER, op. cit., p. 170.
[46] Nótese que en el sistema de la ley 23.984, el juez puede indagar al imputado, pero se  prevén puntillosas limitaciones que se adscriben al principio de dignidad,  enunciadas en el art. 296 del Código Procesal Penal y que en particular remiten a la garantía que proscribe la autoincriminación forzada (art. 18 de la Constitución Nacional).
[47] MUÑOZ CONDE, op. cit., pp. 111/112. El autor sostiene en ese marco que el principio de proporcionalidad o el derecho a la intimidad impiden utilizar, absoluta o relativamente, “técnicas de averiguación de la verdad como la tortura, el empleo del llamado ‘suero de la verdad’, el detector de mentiras o las grabaciones de conversaciones telefónicas sin autorización judicial”, citando así el caso resuelto por el TSE (sentencia del 18-6-1992), por el cual se rechazó la admisión como prueba de la escucha telefónica autorizada por el juez para un delito distinto (y más grave) que el que era objeto de la investigación. El Tribunal Supremo Español, por su parte, en el caso “Baltasar Garzón”, sostuvo que la pretensión legítima del Estado en cuanto a la persecución y sanción de las conductas delictivas, sólo debe ser satisfecha dentro de los límites impuestos al ejercicio del poder por los derechos que corresponden a los ciudadanos en un Estado de derecho. “Nadie discute seriamente en este marco que la búsqueda de la verdad, incluso suponiendo que se alcance, no justifica el empleo de cualquier medio. La justicia obtenida a cualquier precio termina no siendo Justicia” (Sentencia Nº 79/2012, del 9-2-2012). Se trata del caso por el que fue condenado el ex juez Baltasar Garzón, condena que importó la pérdida de su cargo.
[48] Cfr. YACOBUCCI, Guillermo, El sentido de los principios penales, B de F, Buenos Aires, 2014, p. 126. El bien común político y el de dignidad humana aparecen, entonces, como los principios materiales configuradores del derecho penal.
[49] Así, RÚA, Gonzalo, Examen directo de testigos, Didot, Buenos Aires, 2015, p. 43.
[50] RÚA, op. cit., p. 45.
[51] Idem, p. 46.
[52] PASTOR, Daniel, Lineamientos del nuevo Código Procesal Penal de la Nación. Análisis crítico. Hammurabi, Buenos Aires, 2015, p. 66.
[53] Idem, p. 95.
[54] Fallos: 328:1491 (2005).
[55] “Los tribunales deberán ser imparciales. Las legislaciones nacionales establecerán las causas de abstención y recusación. Especialmente no podrán formar parte del tribunal quien haya intervenido anteriormente, de cualquier modo, o en otra función o en otra instancia en la misma causa. Tampoco podrán hacerlo quienes hayan participado en una decisión posteriormente anulada por un tribunal superior” (considerando 17).
[56] NAVARRO, Guillermo y DARAY, Roberto, Código Procesal Penal de la Nación, Hammurabi, Buenos Aires, 2010, tomo 1, p. 269.
[57] CARNELUTTI, Francesco, Las miserias del proceso penal, traducción de Nicolás Vázquez, El Foro, Buenos Aires, 2006, pp. 52-53.
[58] GÓMEZ COLOMER, Juan Luis, “La influencia del modelo adversarial anglosajón de enjuiciamiento criminal en la futura reforma procesal penal española”, en La actividad procesal del Ministerio Público Fiscal –I, Revista de Derecho Procesal Penal, 2007-2, Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, 2007, pp. 93-94. El autor reflexiona que el sistema adversarial nortearmericano no se entiende sin el jurado, de ahí la posición del juez como espectador y las partes como “dueñas” del proceso, en tanto la práctica de la prueba en el juicio va a tener lugar ante el jurado.
[59] Idem, p. 117. Gómez Colomer formula una propuesta de reforma para España en favor del sistema acusatorio, con la particularidad de inclinarse, en la etapa de investigación del delito –en la segunda etapa reúne todas las características de la oralidad-, por que deba “seguir instruyendo el delito un juez, la única autoridad pública verdaderamente independiente e imparcial de nuestro proceso penal actual, no sólo por razones técnicas, sino también de alta política legislativa” (p. 148). Armenta Deu, por su parte, sostiene que los elementos esenciales del sistema acusatorio fincan en la necesidad de la existencia de una acción previa para iniciar y continuar el proceso y la exigencia de una estricta separación entre los órganos que acusan y aquellos que juzgan, de modo que no tiene rigor la afirmación que predica como característica del acusatorio la atribución de la dirección de la fase instructoria por parte del fiscal (op. cit., pp. 8-9).
[60] Idem, p. 147.



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