Nuevo Código Procesal Penal: Advertencia y breve comentario
Hernán Munilla Lacasa
Desde el 9 de diciembre de 2014 tenemos un nuevo Código Procesal Penal, el cual va a comenzar a regir una vez que se sancionen otras leyes fundamentales: la de implementación del nuevo régimen; las leyes orgánicas del Poder Judicial, del Ministerio Público Fiscal, de la Defensa y una puntual modificación al Código Penal (en lo tocante al ejercicio de las acciones que regula este ordenamiento). Ninguna de estas leyes tiene aún fecha cierta de tratamiento, aunque el Poder Ejecutivo ha dejado trascender su voluntad de agilizar cuanto sea posible la sanción de estas indispensables herramientas, que acaba de enviar al Congreso de la Nación.
Nuestra sociedad ha constatado que los anhelos legislativos del gobierno, por disponer de mayorías parlamentarias propias, se convierten rápidamente en realidad. Lo que no habla bien del Congreso, claro. El comentario que realizaremos del flamante Código, por consiguiente, no puede ser sino breve, parcial y condicionado al definitivo alcance que tales iniciativas terminen dándole al texto sancionado y promulgado como Ley Nº 27.063. De hecho, es muy posible que cuando este artículo sea publicado, el contenido de las mencionadas leyes complementarias, y la discusión que ellas generen, ya se haya difundido ampliamente, y hasta tal vez estén próximas a sancionarse, o ya se hayan sancionado.
A decir verdad, estas normas debieron haber sido conocidas y debatidas en forma conjunta con el Código, porque la trascendencia de la reforma así lo requería. El apuro por sancionar limitadamente el Código Procesal Penal, pero sancionarlo al fin, empobrece la calidad del debate, sume en la opacidad las intenciones del Ejecutivo y contribuye a confundir la inteligencia y el verdadero alcance de las disposiciones, que deberán amalgamarse o complementarse con otras aún no dictadas. La conclusión es unívoca: nadie sabe aún si el nuevo Código, ya sancionado, es acertado, no lo es, o lo es a medias.
Veamos cómo se procedió hasta aquí. El oficialismo le dio un trámite sumamente veloz al texto aprobado. En efecto, el jefe de la bancada del Frente para la Victoria, Miguel Pichetto, manifestó oportunamente a periodistas parlamentarios: “nuestra idea es intentar aprobarlo la última semana de noviembre, antes del final de las sesiones ordinarias”. Si se toma en cuenta que el proyecto se trató en el recinto el 26 de noviembre, y que para hacerlo en esa fecha debió haber dictamen al menos siete días antes, el tiempo que tuvieron las Comisiones para discutir la iniciativa fue de sólo cuatro semanas.
Ya lo dijimos, la mayoría de los votos con que cuenta el oficialismo en el Congreso -honesto sería reconocer que así ocurre normalmente con cualquier gobierno que ostenta tal mayoría-, lo ha llevado a aprobar leyes clave con nulo o escasísimo debate; esto es, sin buscar consensuar cambios de fondo con las fuerzas de la oposición. En lo que a nuestro tema concierne, nadie puede discutir que una ley que modifica la forma de investigar los delitos en el ámbito nacional y federal es absolutamente clave.
Proceder sin debatir es, como sabemos, ineficiente; pero el mayor daño que provoca consiste en socavar la calidad de las leyes, por vedar el aporte de los demás sectores, y consecuentemente degrada la autoridad moral y la legitimidad de las leyes así sancionadas.
El Jefe del bloque radical de senadores, Gerardo Morales, cuestionó en su momento varios aspectos de la iniciativa, al tiempo que reclamó la discusión de una adecuada ley de Ministerio Público, la cual consideró previa e indispensable a la sanción del propio Código. Por su parte, el presidente de la Asociación de Fiscales, Carlos Donoso Castex expresó, poco antes de la aprobación de la reforma, que no conocía el texto del proyecto y que “si les iban a dar más poder, nos hubiera gustado ser consultados”.
Como es sabido, las normas aprobadas a las apuradas corren el riesgo de ser revisadas cuando el siguiente gobierno, con su propia mayoría, procure imponer su agenda política. El deterioro del diálogo político y la calidad institucional, como se advierte, es altamente preocupante.
Antes de pasar a comentar -con las limitaciones del caso- las principales novedades que trae el nuevo ordenamiento, corresponde decir que el Código Procesal Penal reclamaba una profunda modificación. Este punto no admite discusión.
Su texto, vigente desde 1991, fue reiteradas veces enmendado, ora por leyes, ora por fallos judiciales.
En el primer caso, pueden mencionarse las Leyes Nº 24.121, 24.390, 24.417, 24.825, 24.826, 24.946, 25.320, 25.324, 25.409, 25.430, 25.434, 25.760, 25.770, 25.764, 25.852, 26.348, 26.371, 26.373, 26.374, 26.394, 26.395, 26.550, 26.679, 26.734, 26.842,
A su vez, diversos fallos han contribuido a interpretar disposiciones oscuras del ordenamiento, cuando no, han decretado directamente su inconstitucionalidad. Tal el caso de “Quiroga” (Fallos: 327:5863), en el cual se cuestionó la validez del art. 348 del Código vigente. Entre muchísimos otros pronunciamientos del máximo Tribunal, vale la pena mencionar, por su indudable trascendencia e invalorable impronta pedagógica, los siguientes: “Giroldi” (318:514); “Santillán” (321:2021); “Llerena” (328:1491); “Casal” (328:3399).
Lo cierto es que los procesos penales, tal como está concebido el digesto vigente, tienden indefectiblemente a estancarse. Cualquier asunto, aun aquellos que no presentan ninguna complejidad, insumen muchos años de tramitación. El Código permite a las partes articular, por escrito, todo tipo de planteos, los cuales admiten, a su vez, numerosos recursos que dilatan considerablemente la sustanciación de los sumarios. A ello se suma una imprecisa delimitación de las facultades investigativas en cabeza del Ministerio Público; delegaciones discrecionales a los fiscales y una indefinida autonomía del particular damnificado. Todo ello, en especial el doble comando en las investigaciones, resulta una fuente inagotable de planteos de nulidad.
El sistema escritural en la etapa sumarial; el no acatamiento de la oralidad en la etapa recursiva impuesta por la Ley Nº 26.374 (a excepción de la Cámara en lo Criminal y Correccional); el difuso alcance de la probation, que si bien es un instituto legislado en el Código Penal, su aplicabilidad redunda en el trámite de la causa; el no respeto al fallo plenario “Acosta”, en el cual se determinó un criterio de interpretación más estricto de la probation; el abarrotamiento de los cuerpos periciales; la inexistencia de una policía judicial; la falta de reglas claras para destrabar conflictos de competencia o de conexidad; la enorme cantidad de vacancias y la demora en cubrirlas; los problemas serios de infraestructura; la falta de informatización de los sistemas; la precariedad del régimen carcelario, son todos problemas graves que conspiran contra un sistema de juzgamiento eficiente, ágil y transparente. Estos puntos sólo concitan críticas uniformes por parte de los operadores del sistema.
Al margen de las deficiencias sustanciales apuntadas, suficientemente demostrativas de que el Código Procesal reclamaba una completa y ambiciosa reforma, el texto sancionado presenta un problema liminar de enorme envergadura. Me refiero a la (in)dependencia del Ministerio Público.
Una vez más es necesario apuntar, aquí, que estas líneas son preliminares y están condicionadas a la sanción de las leyes antes mencionadas, las cuales terminarán de definir el perfil del Ministerio Público, su grado de autonomía (atribuciones y deberes) y los controles - externos e internos- que se ejercerán sobre sus miembros.
Lo que sí podemos afirmar es que si los fiscales carecen de la independencia necesaria para discernir las decisivas funciones que el nuevo Código deposita en sus manos, pudiendo su actuación estar digitada por la máxima jerarquía de sus integrantes, entonces la reforma habrá significado una estocada letal para el sistema republicano de división de poderes. Este punto es central y desplaza cualquier acierto que el Código pueda contener -y que de hecho contiene-.
En efecto, sabido es que el principal cambio operado por la reciente Ley Nº
27.063 es la implementación de un sistema acusatorio (sin que podamos ahora ahondar en el complejo análisis dogmático de este instituto). En pocas palabras, significa que serán los fiscales, en vez de los jueces, quienes tengan a su exclusivo cargo el impulso y la investigación de los delitos que se denuncien. Ergo, su independencia resulta a todas luces un elemento fundamental.
Actualmente, su estructura responde a un modelo rigurosamente verticalista, concentrando su titular un amplio abanico de potestades, entre ellas, la de impartir directivas de alcance general.
Corresponderá, por lo tanto, estar muy atentos a la ley que implementa el nuevo texto, como a la que atañe a la organización interna del Ministerio Público, para corroborar si mantiene el mismo espíritu, o si le imprime una necesaria flexibilidad y mayores controles externos e internos.
A este respecto, merece señalarse un dato poco alentador. Con la sanción del Código (Anexo I) se dispuso la aprobación del “Anexo II”, mediante el cual se crean alrededor de 1.700 cargos dentro del ámbito del Ministerio Público. En ese contexto, es decir, antes de la implementación del nuevo Código Procesal, la Procuradora General designó, con carácter urgente, a 16 Fiscales Generales subrogantes, que en su mayoría militan en la agrupación judicial afín al gobierno, “Justicia Legítima”. Tales nombramientos, si bien fueron suspendidos a raíz de una medida cautelar dispuesta por la Justicia en lo Contencioso Administrativo Federal, demuestran una intención subliminal, no declarada, que sólo puede provocar una enorme desconfianza.
Formulada dicha observación, veamos cómo ha ido avanzando la embestida del Poder Ejecutivo. En el Congreso Nacional acaba de constituirse raudamente una Comisión Bicameral, integrada mayoritariamente por legisladores del Frente para la Victoria, que tendrá a su cargo el tratamiento del paquete de cinco leyes que el Poder Ejecutivo acaba de enviar. Una de las iniciativas que despierta preocupantes incógnitas es la creación de una Comisión de Implementación, la cual estará integrada por nueve miembros que se desempeñarán por el plazo de seis años, durante el cual serán “inamovibles”. La Comisión estará compuesta por representantes de: la Corte Suprema, la Procuración General, la Defensoría General, la Cámara de Senadores, la Cámara de Diputados, del Poder Ejecutivo, del Consejo de la Magistratura, de la Cámara Federal de Casación Penal y de la Cámara Nacional de Casación Penal. Tendrá a su cargo supervisar los trabajos de implementación, la planificación, ejecución, seguimiento, evaluación y corrección operativa de las acciones necesarias tendientes a poner en funcionamiento el nuevo Código.
Al margen de la información expuesta, ¿qué criterios se adoptarán para seleccionar a quienes habrán de integrar la mencionada Comisión? ¿Dicha entidad no puede invadir acaso competencias legislativas y judiciales? ¿No es sugestiva la creación de cargos “inamovibles” por 6 años, es decir, que trascenderán al próximo gobierno?
Por otro lado, la implementación comenzaría con la justicia nacional penal y recién hacia el final con la justicia federal penal. ¿Qué argumentos jurídicos o técnicos se han brindado para justificar que no se empiece por la justicia federal penal, la más sensible, por su competencia, a la ola de rumores disparados a raíz del vertiginoso e inconsulto trámite legislativo que desembocó en la sanción del Código -en el entendimiento de que sus jueces son quienes están a cargo del juzgamiento de los funcionarios públicos acusados por hechos de corrupción-?
Se prevé dividir el territorio donde se asientan los Juzgados nacionales en cuatro circunscripciones, y se contempla que el nuevo Código comience a regir en la primera de ellas (la zona céntrica de la ciudad) a partir del 1º de agosto próximo, para culminar la última en julio de 2016. Chile nos ofrece un ejemplo diferente, que debió haber servido como modelo de imitación. La implementación de su Código Procesal Penal se realizó también gradualmente, pero comenzando por la región más alejada (2000), para terminar cinco años después (2005), por la región metropolitana de Santiago.
Ahora sí, realizadas las advertencias precedentes, y en lo que respecta al Código sancionado, podemos señalar que en el sistema acusatorio previsto por la reforma, los jueces se convertirán en terceros imparciales, que evaluarán la legalidad de las pruebas presentadas por el fiscal. Será un árbitro que tendrá autoridad para allanar, disponer detenciones e intervenciones telefónicas, pero siempre a pedido del fiscal actuante.
El nuevo procedimiento establece que cualquier denuncia (o querella) será analizada por el fiscal, quien deberá formar un “legajo de investigación”, y en el plazo de 15 días decidir si la desestima, archiva, aplica un criterio de oportunidad, inicia una investigación previa a la “formalización”, o si formaliza la investigación.
Si el fiscal decide desestimar, archivar o aplicar un criterio de oportunidad, la víctima puede pedir la “revisión” ante un fiscal revisor. Si este último confirma la decisión del anterior, la víctima podrá convertir la acción pública en privada, dentro del plazo de 60 días.
Por el contrario, “formalizar” la investigación implica hacerle saber en audiencia al imputado, en presencia del juez, el hecho que se le atribuye, la calificación jurídica, su grado de participación y los elementos de prueba existentes. Esta investigación preparatoria puede durar hasta un año (prorrogable por 180 días), al cabo del cual el fiscal podrá solicitar el sobreseimiento, o bien presentar ante el juez una acusación, escrita, con el resumen de las pruebas reunidas. Si la querella se opusiera al sobreseimiento y el juez le diera la razón, cesará la intervención del fiscal y el querellante formulará acusación, siguiendo el proceso sólo con su intervención.
Efectuada la acusación, se citará al imputado a una audiencia en la cual podrá oponerse, plantear excepciones y, en su caso, ofrecer prueba. El juez resolverá las cuestiones introducidas y podrá dictar auto de apertura del juicio oral, el cual es irrecurrible.
Las actuaciones, en tal caso, pasarán a la oficina judicial, la que procederá a sortear los jueces que habrán de intervenir en el juicio. El juicio se realizará en dos etapas. En la primera se determinará la existencia del hecho, su calificación y la responsabilidad penal del acusado. Si hubiera veredicto de culpabilidad, se llevará adelante la segunda etapa en la que se determinará la sanción a imponer.
El proceso no puede demorar, en total, más de tres años, contados desde el acto de formalización de la investigación preparatoria.
En el nuevo modelo de juzgamiento deja de existir la declaración indagatoria, como decisión compulsiva del magistrado instructor, y el auto de procesamiento. Ambas medidas, fuente de importantes demoras y planteos de nulidad.
Se prevé que la mayoría de las incidencias del proceso sean orales y el juez, ante quien se habrán de ventilarse, debe resolver en el momento.
La víctima, aún cuando no se convierta en querellante, tiene derecho a ser protegida y a participar del proceso.
El nuevo Código consagra la disponibilidad de la acción por parte del fiscal en base a criterios de oportunidad, de conversión de la acción, de conciliación o de probation. No podrá prescindir total ni parcialmente del ejercicio de la acción penal si el imputado fuere funcionario público y se le atribuyera un delito cometido en ejercicio o razón de su cargo. Sin embargo, en tales casos, de denuncias contra funcionarios públicos, el fiscal podría llegar a entender que no hay delito y directamente no promover la investigación preparatoria, disponiendo la desestimación o archivo de la denuncia.
Los criterios de oportunidad se refieren a casos de insignificancia (o bagatela) que no llegan a afectar el interés público. También se contemplan supuestos en los que el imputado hubiere sufrido -a consecuencia del hecho- un daño físico o moral grave, que tornare innecesaria y desproporcionada la aplicación de una pena (pena natural).
Asimismo, a pedido de la víctima la acción penal podrá ser convertida en acción privada cuando, como dijimos, se aplique un criterio de oportunidad, o cuando el fiscal pida el sobreseimiento.
También se prevé la posibilidad de que imputado y víctima realicen acuerdos conciliatorios en los casos de delitos con contenido patrimonial, cometidos sin grave violencia en las personas, o en los delitos culposos. De mediar conciliación, se extingue la acción penal.
En el caso de la probation, se establece que se aplicará cuando el delito prevea un máximo de pena de 3 años de prisión y el imputado no hubiere sido condenado a pena de prisión, o hubiera transcurrido 5 años desde el vencimiento de la pena; cuando las circunstancias del caso permitan dejar en suspenso el cumplimiento de la condena aplicable, o cuando proceda la aplicación de una pena no privativa de la libertad.
El Código prevé la creación de Oficinas Judiciales, por ejemplo, para controlar la probation. En relación a los órganos jurisdiccionales, se crean jueces con funciones de revisión, jueces con funciones de juicio, jueces con función de garantías, jueces con funciones de ejecución y tribunales de jurados (remitiendo, en este caso, al dictado de una ley que determinará la composición, integración, constitución, sustanciación y deliberación del juicio en el que participe un tribunal de jurados).
Para concluir. El Código Procesal Penal reclamaba ciertamente una completa y profunda modificación. Todavía, y mientras siga vigente, habrán de padecerse sus nocivos vicios, que afectan el sistema de administración de justicia en materia penal. Y si bien se proponen cambios auspiciosos, como agilizar el proceso, establecer el principio de oportunidad, oralizar y desformalizar la instrucción, todo lo cual no puede sino recibir francas adhesiones, existen ciertos puntos oscuros que no permiten, de momento, conocer, más aún, medir el verdadero alcance de la reforma y de la finalidad tenida en mira al promoverla y ejecutarla.
Nos referimos no sólo al desaconsejable y sospechoso apuro en sancionarla, y a la ostensible falta de debate de sus disposiciones, sino también a la grave incógnita acerca de la independencia del Ministerio Público, principal protagonista del nuevo esquema. Iguales reparos generan las demoradas leyes de implementación, que van en camino de atravesar el mismo vertiginoso raid en las Comisiones y Cámaras del Congreso de la Nación.
A estos aspectos bien inquietantes se suma la inserción de una disposición que, por innecesaria, despierta profundas sospechas: nos referimos a la imposibilidad de corregir sentencias absolutorias. En el artículo 5 se lee: “Nadie puede ser perseguido penalmente ni condenado más de una vez por el mismo hecho. No se pueden reabrir los procedimientos fenecidos, salvo la revisión de las sentencias a favor del condenado”. El énfasis de la norma transcripta, en cuanto se superpone con el derecho a revisar la sentencia condenatoria firme (art.
318), que ya existe en el digesto vigente (art. 479), alimenta la presunción de quienes ven en este precepto el propósito inequívoco de impedir el reexamen de las sentencias que en los últimos años, o en los próximos meses, favorezcan a los funcionarios públicos por hechos de corrupción. No obstante, ya se han alzado voces calificadas que justifican, con sobrado fundamento normativo, también filosófico, la invalidez de la denominada “cosa juzgada írrita o fraudulenta”.
Nos esperan días y meses decisivos para recomponer el deteriorado sistema de enjuiciamiento penal, el cual no sólo debe ser ágil, sino también transparente. Para ésta y las próximas generaciones.
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