JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:Garantismo procesal y participación ciudadana en la administración de justicia mediante la institución del jurado: el modelo español
Autor:Lorca Navarrete, Antonio M.
País:
Argentina
Publicación:Revista de Derecho Procesal Civil y Comercial - Número 2 - Marzo 2013
Fecha:19-03-2013 Cita:IJ-LXVII-774
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Garantismo procesal y participación ciudadana en la administración de justicia mediante la institución del jurado: el modelo español

El derecho procesal penal español conceptuado a través de la metodología del garantismo procesal

Prof. Dr. Dr. Dr. h. c. mult. Antonio María Lorca Navarrete *

Las normas jurídicas no son entidades que vagan sueltas por ahí; al contrario, suelen encuadrarse en conjuntos normativos amplios. De ahí que no sería inopinable afirmar que, el conjunto al que pertenece una norma jurídica sea, precisamente, el mismísimo ordenamiento jurídico.

El disfrute de la anterior afirmación me da pie para postular que, cuando se trata de normas procesales, no ha de atribuírseles significados que las hagan incoherentes o contradictorias con otra u otras normas procesales, sino, justo al contrario, debe dotárseles de un sentido que sea consistente y coherente.

Y una vez embalado en esa dinámica, me interesa mostrar cómo no me resisto al intento de asumir una desmadrada libertad de consistencia y coherencia respecto de la aplicación de la norma procesal al embridarla, no tanto con la actuación atemporal, acrítica y mecanicista del ordenamiento jurídico controvertido y patológico, sino más bien con la existencia en su seno -en el seno del ordenamiento procesal, se entiende- de un sistema de garantías (garantismo procesal) no siendo afortunado señalar que el Derecho procesal contempla, fundamentalmente, la aplicación -vertiente instrumental- a través de su normativa específica, del ordenamiento jurídico ya sea civil, penal, laboral, -atinente a las patologías jurídicas existente entre trabajadores y empresarios-, o en fin, administrativo o atinente a las patologías del mismo ámbito que puedan suscitarse entre administrados y Administraciones públicas.

Con objeto de prevenir algún posible malentendido, convengo en anticipar que, cuando el Derecho procesal lo embrido con fiereza en la actuación de un sistema de garantías procesales (garantismo procesal) es porque con ello quiero decir algo muy sencillo: que el Derecho procesal no es un subsistema. Es, por contra, un sistema de garantías procesales que actúa con autonomía y sustantividad propias.

Traigo así a la palestra la significación más esencial que había enunciado y anunciado a propósito de la ubicación del Derecho procesal en lo que denomino garantismo procesal consistente en afirmar que el Derecho procesal desea hacer frente a la aplicación patológica de la norma jurídica mediante un sistema de garantías procesales sustantivo y autónomo. De ahí que el Derecho procesal sea -esencialmente- el derecho que trate de poner remedio a la patología jurídica. Pero no desde una propuesta instrumental o propia de un subsistema cuanto más exactamente mediante la aplicación de un sistema de garantías procesales que actúa con autonomía y sustantividad.

Bien. Al encarar esta cuestión, y a fin de que las cosas queden en su punto, no está de sobra incidir en un dato que tengo para mí incontrovertible. Y voy a ello: si se contempla el Derecho Procesal desde una vertiente exclusivamente instrumental se antepondría en su estudio su finalidad práctica; esto es, la actuación del ordenamiento jurídico, pasando a un lugar secundario su más importante y primario contenido sustantivo como ordenamiento jurídico, consistente en hacer posible un sistema de garantías procesales que permita, en todo momento e hipótesis de patología jurídica, la tutela judicial efectiva a través del “debido” proceso sustantivo -que lo es “debido” por la “deuda” contraída con la aplicación de la garantías procesales-.

No obstante, convengo en no abandonarme en brazos de una metodología cómoda para el fin que persigo. Tengo para mí que la desorientación que pueda provocar los precedentes pronunciamientos podría neutralizarse, o reducirse al menos, si me esforzara en manejar un utillaje teórico-conceptual más depurado. Así que, para afrontar semejante reto, viene bien darse un garbeo por la polisemia del término “garantismo procesal” -pobre aún en destinos doctrinales y rico, desafortunadamente, en desatinos del mismo cariz- por ver si encontramos un provecho añadido para la ocasión.

Y topamos con un dato que quizás nos ofrezca un alto rendimiento; la garantía procesal posee una indudable conceptuación funcional. A saber: no interesa tanto que el proceso funcionalmente aplique tal o cual norma en el ámbito del tráfico de bienes litigiosos -la patología jurídica-, sino que aquel [el proceso] sea garantía autónoma de aquella actuación sustantiva autónoma.

Obsérvese, entonces, que el proceso es funcionalmente autónomo en su sustantividad. Y, además, esa sustantividad le impide ser adjetivo, acrítico y mecanicista. O, en fin, ser vicario de la norma que actúa lo que conlleva -a mi parecer- una exigencia suplementaria a la de la mera presencia de los razonamientos ya expuestos consistente en permitirme distinguir entre dos categorías conceptuales afines pero diversas, como son, de un lado, el proceso y, de otro, el procedimiento. Adelantaré, pues, que ambos -proceso y procedimiento- son hipótesis de trabajo autónomas.

Para tal fin y huyendo de ligeros tintes logorreicos, deseo evidenciar que el procedimiento es una realidad conceptual abstracta -formal y adjetiva- y que, por consiguiente, su razón de ser y justificación se la brinda el proceso que opera, siempre, con la referencia del más escrupuloso respeto al sistema de garantías procesales que el ordenamiento jurídico establece. El proceso es sustantividad garantista comprometida. El procedimiento es formalidad acrítica y mecanicista. El proceso, por tanto, con su sustantividad garantista justifica y corrige las “anomalías” en la aplicación mecanicista y técnica del procedimiento.

Y llego a donde quería llegar: el proceso se caracteriza, de un lado, por su contenido sustantivo y, de otro, por la “debida” instrumentalización, a través del procedimiento, de su sustantividad garantista, alcanzándose así el debido proceso sustantivo -que lo es “debido” (insisto) por la “deuda” contraída con la aplicación de la garantías procesales-.

Encalabrinado e inducido por estas ideas, debo confesar lo siguiente: el Derecho procesal surge regulando jurídicamente el ejercicio de la función jurisdiccional y, desde esa perspectiva, se sitúa -la función jurisdiccional, se entiende- no como un mero instrumento jurisdiccional atemporal, acrítico y mecanicista sino, ante todo, como un sistema de garantías procesales, que posibilita la rotunda aplicación del artículo 24 de la Constitución en orden a lograr la tutela judicial efectiva y básicamente ordenado a alcanzar un enjuiciamiento en justicia en modo tal que, cuando el Derecho procesal hace posible el ejercicio de la función jurisdiccional, consistente en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado mediante la “potestad” de administrar justicia, está primando el sistema de garantías procesales que contiene; no siendo afortunado señalar que el Derecho procesal contempla, fundamentalmente y en concreto, la aplicación -vertiente instrumental- a través de su normativa específica, del ordenamiento jurídico penal.

Salta a la vista, pues, que el Derecho procesal es funcionalmente autónomo por cuanto que su cometido es actuar la norma en tanto en cuanto se aplique la norma procesal con arreglo a su propio y autónomo sistema de garantías procesales a las que se “debe” o es “deudora”, asistiéndose, de este modo, al alumbramiento del concepto de “debido proceso” [“deudor” con la aplicación de las garantías procesales] o “proceso justo”. Y, a ver.

El “proceso justo” lo es “justo” porque es garantía de la aplicación de las garantías procesales. Pero, ¡atención! nada más. No es “justo” porque en él se establezca la “verdad” (o sea, la manoseada “justicia” “mi justicia” o “tu justicia”). Como mucho, el “proceso justo” -que lo es “justo” por aplicar inexorablemente las garantías procesales-, lo que garantiza no es la “verdad” (o sea, llamémosle la “justicia”) sino el “convencimiento” de la parte respecto de que se ha desarrollado un “proceso justo”.

De ahí que el concepto de “justicia” no se garantiza en ningún caso porque será extremadamente difícil que el “proceso justo” convenza a ambas partes al existir siempre un “ganador” (que insistirá en la “verdad” -o sea, la “justicia”- de sus pretensiones) y un “vencido” (que puede insistir e insistirá, igualmente, en la “verdad” -o sea, la “justicia”- de sus pretensiones a pesar de haber sido vencido). Luego, el “proceso justo” tan sólo garantiza la aplicación de las garantías procesales. No la “verdad” (o sea, la “justicia”), que no existe -se entiende, la “verdad” (o sea, la “justicia”)-.

Para que se me entienda mejor: la garantía procesal a un “proceso justo” no es garantía de la “justicia” de la sentencia [“fallo”]. Sólo es garantía de que se han respetado las garantías procesales. Y, por ello, que ha existido un “proceso justo”. O, en terminología anglosajona, un fair play. Que ha habido “juego limpio”. Pero, nada más.

Me mostraría pretencioso y, como no, extremadamente pedante si trasladara, a quien lea estas ideas de cosecha propia, la creencia de que cuando un Tribunal “falla”, con ocasión de la sentencia que pronuncia, hace “justicia”. Muy al contrario. La manoseada “justicia” de los Tribunales se compendia siempre en un “fallo”. La “justicia” siempre “falla”.

No me parece, pues, desafiante pese a las apariencias, sostener al mismo tiempo la existencia de un “proceso justo” y sin embargo originador del “fallo” que en el mismo se adopte, llámesele “verdad” o “justicia”.

Y asumo esa opción -no tan estilista- por las propiedades dialécticas que tiene hablar de un Derecho procesal que contribuye -¡es cierto!- a la hechura de la “verdad” o “justicia” pero que no se hace responsable de la misma porque, precisamente, haya propiciado la existencia de un “proceso justo” que, al fin al cabo, sólo nos asegura un “fallo”.

Para que se me entienda. Al procesalista sólo le interesa el proceso justo. No la justicia.

Y, con lo que anduve, adelanto ya que no se percibe -con claridad o pas du tout- una anunciada diferencia con la asunción de la doctrina garantista en el proceso penal. Pero, no huelga hacer algún que otro sabroso comentario.

De entrada hay un completo solapamiento entre lo que se conceptúa como “garantismo procesal” y lo que resulta ser la actividad de garantía de la norma procesal penal.

Me explicaré. Y es que aunque yerre yo en mi balance, incluso el menos enragé, el menos forofo de tan encumbradas elucubraciones garantistas, reconocerá que mi idea acerca del “garantismo procesal” no es ni oscura ni tenebrosa lo cual me anima a ir en busca, en adición, de algún que otro botín de claridad.

Se trataría, esta vez, de no orillar lo que se dice en las sentencias penales y reparar en lo que hacen egregios Tribunales penales; o también -llegada la ocasión- en descubrir, si eventualmente, hay, algún décalage entre lo que dicen que hacen los Tribunales penales y lo que realmente hacen.

A nadie se le oculta que la ejecución de semejante programa requeriría una ingente y puntual apoyatura jurisprudencial y doctrinal. Pero propongo una tarea bastante más modesta. Fijaré mi atención sobre el siguiente dato: las normas que se contienen en el Derecho procesal penal son las únicas que posibilitan la validez de los actos procesales penales [principio de legalidad procesal penal].Y sobre esta afirmación no es posible plantear duda hermenéutica alguna.

Pero, lo que sí plantea duda hermenéutica es que, el principio de legalidad procesal penal y las normas procesales penales que acoge, se hallen encaminadas a la imposición de penas o a la represión. No es cierto que la represión incumba a la jurisdicción penal ordinaria.

Manos a la obra, por tanto. Y resulta que damos con un hallazgo fascinante y no sólo a primera vista. Me explicaré: para que pueda predicarse la validez del acto procesal penal no es necesario abocarlo a la imposición de penas o a la represión.

A la vista de estos datos concluyo que el Derecho procesal penal ha de postular que, mediante las garantías procesales que contiene se obtenga una efectiva tutela judicial de los derechos sin que en ningún caso se produzca indefensión. O sea, que las garantías procesales penales no se encuentran dirigidas a la “represión” cuanto más bien a la actuación autónoma de la norma procesal penal [no instrumentalizada por la inesquivable aplicación de la norma penal que conlleva la actividad represiva contenida en la norma penal] con arreglo a su sistema de garantías procesales y que posibilita la aplicación de una norma procesal penal sustantiva y garantista [garantismo procesal].

Y, a lo que voy. El garantismo, como metodología, enseña que a la norma procesal penal no tanto le ha de interesar que la represión incumba a la jurisdicción ordinaria, cuanto que la norma de Derecho procesal penal sea garantía procesal de aplicación de la norma penal.

Y llego, de nuevo, a donde quería llegar. A afirmar que el Derecho procesal penal no es represor. Es -ha de ser- garantista.

Creo que se ha braceado mucho hasta aquí como para sostener buenamente a flote algo como la existencia de un garantismo procesal penal que no puede conseguirse más cómoda y convincentemente por otros medios. Es decir, conviene enfatizar la valencia del contexto funcional en la interpretación de las normas procesales penales ya que, sobre este particular, se puede dar pábulo a la idea de que, el universo del garantismo procesal penal, se halla rodeado de una atmósfera imperturbable y ajeno al mundanal ruido de los valores y de las concepciones jurídicas sobre la sociedad y el proceso penal. Y, no es así.

Claro que no es el momento de excederse -aún a fuer de interesante- en una especie de genealogía y arqueología sobre las diferentes formas que ha adoptado la veridicité procesal penal en las distintas estructuras judiciales que jalonan la historia de Occidente y, menos, en lo que respecta a los regímenes de elucidación de la denominada “verdad judicial” que han instituido prácticas tan diversas en el ámbito del proceso penal.

De ahí que afrontaré un cometido más modesto para, de entrada, subrayar una característica racional -peculiar si se quiere, pero racional- de ese garantismo procesal penal: su justificación participativa.

Dígase lo que se diga de esto último, en cualquier caso no me parece abusivo afirmar que, mediante la participación ciudadana en el proceso penal, se accede a un modelo de garantismo procesal penal de indudable justificación “entre adversarios” o, permítaseme el palabro que a muchos ya sé que no gusta ni oír: adversarial-. Un modelo por el que, en palabras de la “exposición de motivos” de la Ley del jurado española, se rechaza el esquema procesal penal basado en la confrontación ya que «no hay reticencia alguna al juez profesional; no se trata de instaurar una Justicia alternativa en paralelo y menos aún en contradicción a la de Jueces y Magistrados de carrera a que se refiere el artículo 122 de la Constitución -es la Constitución española, se entiende-, sino de establecer unas normas procedimentales que satisfagan al mismo tiempo y en paralelo todas las exigencias de los procesos penales con el derecho-deber de los ciudadanos a participar directamente en la función constitucional de juzgar» (Exposición de motivos de la Ley de jurado española -LJ-).

Para explicar el advenimiento del nuevo sistema -el de la participación ciudadana en la Administración de justicia penal- no está de más advertir que el juradismo reinstaurado en España a través de la vigente LJ responde, en gran medida, al modelo juradista que, históricamente, se ha venido adoptando en España.

A ver. En la historicidad española es posible ubicar, conjuntamente con las formulaciones contenidas generalmente en las Constituciones del siglo XIX relativas a la instauración del jurado, las regulaciones que, de la institución juradista, se han ido gestando.

Y, entonces, surge un dato: las formulaciones contenidas en el constitucionalismo español sobre el jurado son formalmente mediáticas por cuanto se encontraban enderezadas a mediatizar al legislador ordinario en orden a la participación de los ciudadanos en la Administración de justicia. Y mírese por qué.

Y es que la “verdad constitucional”, empíricamente establecida, acerca del juradismo español posee una nota común: estriba en optar por un modelo que atestigua que, en ninguna ocasión histórica, se ha posicionado por el escabinadismo y sí por el juradismo basado en la participación de los ciudadanos en la Administración de justicia a través de la emisión de un veredicto.

Eso explica -en cuanto cristalización de la opinio doctorum- que, con la Constitución española de 1978 se vuelva al tradicional cometido mediático de nuestro constitucionalismo en orden a que el legislador proceda a la instauración-reinstauración del Jurado. Y así surge la vigente LJ como reflejo fiel a nuestra tradición histórica que siempre ha optado por el juradismo excluyente de las soluciones escabinadistas -cooparticipativas entre ciudadanos y miembros de la magistratura-; lo que implica en opinión del ponente PEDREIRA ANDRADE, que nuestro modelo de juradismo se incardine dentro del sistema anglosajón.

Permítaseme, para tal fin, hacer uso de sus indicaciones literales. Son las que siguen[1]: «los miembros del Jurado carecen de especialización jurídica y ni siquiera el legislador puede obligarles a utilizar argumentos jurídicos o servirse de complejos criterios de hermenéutica jurídica para la búsqueda de la norma jurídica aplicable. Ello supondría -dice nuestro esforzado ponente PEDREIRA ANDRADE- una contradicción insalvable con el modelo de Jurado impuesto por el legislador español. Tampoco puede el Jurado moverse en el terreno de lo exclusivo y puramente intuitivo con abandono de las reglas del criterio humano, de las reglas de la experiencia común y de inducciones y deducciones razonables, derivadas de operaciones lógicas, pertenecientes al ámbito de la lógica general y común y no privativas de la lógica jurídica -énfasis mío-. El modelo de Jurado impuesto por el legislador español, aún reconociendo sus importantes peculiaridades, sobre todo en materia de motivación y recursos, se incardina -y ahí deseo incidir respecto de las indicaciones del ponente PEDREIRA ANDRADE- dentro del sistema anglosajón. Le corresponden la construcción y descripción de los hechos, la valoración probatoria utilizando criterios humanos (no estrictamente jurídicos), basados en reglas de experiencia común y de lógica general razonable y racional. Es el Magistrado-Presidente -del Tribunal del jurado, se entiende- el que tiene obligación de complementar la tarea del jurado realizando la operación jurídica de integración, utilizando como punto de partida la construcción y descripción fáctica del jurado, otorgando cobertura jurídica a la valoración conjunta de la prueba. La Sentencia complementa e integra jurídicamente el Veredicto».

Para no alargarme, diré que, la nueva normativa que asume la LJ, se sitúa en una hermenéutica que consagra la participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos como modalidad de derecho subjetivo «perteneciente a la esfera del “status activae civitatis”, cuyo ejercicio no se lleva a cabo a través de representantes, sino que se ejercita directamente -no existe escabinado- al acceder el ciudadano personalmente a la condición de jurado.

Se produce, de este modo, una laicización de la “justicia penal” inducida por una opción que favorece la implantación de una “justicia de laicos” que pretende superar el común estereotipo según el cual la laicización de la “justicia penal” siempre representará una contribución decisivamente inferior que la que pueda aportar el más mediocre miembro de la judicatura.

El estereotipo es contrario a la propuesta de garantismo procesal penal aludida renglones antes y, además, es el fruto de la “lógica simplista” que prescinde de la realidad empírica basada en la estructura social media de un país a la que se pretende aislar como ignorante, irracional e incompetente, cuando justamente resulta que esa misma realidad social evidencia una profunda laicización de los poderes del Estado entre los que se incluye también el Judicial.

Pero, fijémonos bien. Desde la perspectiva estrictamente orgánica‑interna, la entrada en vigor de la LJ española ha supuesto romper con la posición monopolista de la judicatura profesional, que siguiendo un esquema básicamente panjurisdiccionalista, responde a una acentuada configuración jerarquizada y piramidal. En limpio: el aparato orgánico-judicial proyecta un control que, ahora con la LJ, corre en paralelo con el que democráticamente se introduce mediante la “participación ciudadana en la Administración de justicia” que tipifica la LJ de indudable base democrática y garantista, por tal razón, desconocido para la tradicional magistratura hispana e hispanoamericana.

Y termino ya. Si se examina el perfil constitucional del tema, se observa que los resultados a la fuerza han de ser uniformes sin que existan razones para que, con el uso maledicente de la democrática participación ciudadana en la Administración de “justicia penal”, se prive de legitimidad a la puesta en práctica del garantismo procesal penal también en ese ámbito.

 

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* Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad del País Vasco (España)
E-mail: alorca@ehu.es
Web. www.sc.ehu.res/leyprocesal

[1] A. Pedreira Andrade. Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de 10 de noviembre de 2000, en Revista Vasca de Derecho Procesal y Arbitraje, 3, 2004, § 86, pag. 924. Se puede consultar en la web: www.asociaonprojurado.com, en la Sección: Base de datos de jurisprudencia procesal penal/Tribunal del Jurado.