Martínez Alcorta, Julio A. 05-12-2023 - Acerca de la necesidad de mantener la noción de lúcidos intervalos en el Código Civil y Comercial de la Nación 02-12-2014 - Responsabilidad civil de los equipos interdisciplinarios de salud mental
El art. 3616 del Código Civil redactado por Vélez Sarsfield presumía que toda persona estaba en su sano juicio y que, por ende, contaba con discernimiento para otorgar válidamente su testamento. Sin embargo, el art. 3615 ponía en jaque esa presunción cuando determinaba que para poder testar era preciso que la persona estuviera en su perfecta razón. Más aún, agregaba: que los “dementes sólo podían hacerlo en los intervalos lúcidos que fueran lo suficientemente ciertos y prolongados para asegurarse que la enfermedad hubiera cesado por entonces”.
De este modo, de conformidad con el art. 3616 “si el testador algún tiempo antes de testar se hubiese hallado notoriamente en estado habitual de demencia”, quien hubiera sostenido la validez del testamento tenía la difícil tarea de probar la existencia de dicho lúcido intervalo. En cambio, la parte interesada en la nulidad del acto testamentario debía “probar que el testador no se hallaba en su completa razón al tiempo de hacer sus disposiciones” pues las personas declaradas incapaces estaban siempre impedidas de testar salvo, como se dijo, durante períodos de lucidez.
Actualmente ambas soluciones se mantienen en los incisos “c” y “d” del art. 2467 del Código Civil y Comercial, pero con la importante salvedad de que se abandonó a la “perfecta” o “completa razón” como patrón de referencia para que sea válido el testamento.
No obstante, el tema no deja de reaparecer en la jurisprudencia con sus consecuentes dificultades sobre las que vale la pena revisitar, justamente, a causa de lo personalísimo que caracteriza el acto de testar.
Maffía recuerda que testar es una realidad histórica, cuyos fundamentos filosóficos son difíciles de rastrear, pero que, en definitiva, encierran una decisión política que, en nuestro país, llega incluso a recibir estatus constitucional en el art. 20 de la Carta Magna. De este modo, el ordenamiento faculta a las personas a fin de que puedan disponer de su patrimonio para después de su muerte mediante el otorgamiento de un acto jurídico solemne.
Sin embargo, agrega Maffía que:
“se ha observado la dificultad de admitir que, como negocio jurídico, el testamento pudiera producir efectos cuando ya había desaparecido la voluntad, permitiendo que el causante pudiera transmitir un patrimonio del cual ya no era titular al tornarse eficaz la transmisión. Y así, tratando de soslayarla, se intentó justificar la relación buscando el fundamento no en la decisión testamentaria como fuente, sino en la voluntad del Estado, de la cual aquélla aparece como una mera condición”.[2]
Argumento al que Cicu, ilustre profesor de la Universidad de Bolonia, había contestado al observar que ese obstáculo no es tal “puesto que en los mismos negocios inter vivos no se exige al propósito que la voluntad subsista en el momento en que el efecto debe producirse”.[3]
En este marco, y de acuerdo con nuestra tradición, el art. 2462 del Código Civil y Comercial consagra al testamento como el instrumento, esencialmente revocable, idóneo para regular la sucesión luego de la muerte de su autor, el cual puede contener tanto disposiciones de alcance extrapatrimonial como patrimonial, siempre dentro de los límites que marca la ley civil para que sean eficaces.
Amén de la remisión que hace el art. 2463, no hay duda, entonces, que es un acto jurídico en los términos del art. 259 del Código Civil y Comercial pues es un acto voluntario lícito, esto es, autorizado y regulado por la ley, que tiene por finalidad la adquisición de derechos para sus beneficiarios tras el fallecimiento. Asimismo, conforme al art. 2473 debe ser otorgado por escrito ya que no está prevista excepción alguna al uso de las formas contempladas en el código, las cuales en sus formas ordinarias son la ológrafa y por acto público que exigen dicho recaudo. Así, en el ordenamiento argentino no está permitido celebrar el testamento nuncupativo, el cual se dicta en forma oral frente a testigos y era admitido por el antiguo derecho romano y por las Partidas. Por lo tanto, al menos por el momento, tampoco cuenta con validez legal el testamento registrado en forma fonográfica, audiovisual o digital.[4]
Coincidimos con Azpiri en que, según quedó configurado el testamento consular en el código unificado, rara vez pueda ser utilizado dado que el art. 2646 se remite a la forma del testamento cerrado o místico que estuvo vigente durante el código de Vélez y que no pasó a la legislación actual, junto con el militar, el marítimo, el hecho en pueblos de campaña o en tiempos de pestes. Además, la norma prevé un trámite difícil de cumplimentar ya que las autoridades consulares deberían remitir los instrumentos al juez del último domicilio del causante cuando aún no se ha producido el fallecimiento y, por lo tanto, no hay manera de saberse cuál será ese último domicilio para determinar el juez competente que ordenará la protocolización en el registro del notario que se designe. Por tal razón, lo más sencillo y seguro es otorgar el testamento en el extranjero conforme lo autoriza el art. 2645.[5]
El testamento es, a su vez, un acto jurídico unilateral porque su validez no depende de la aceptación de la herencia por parte de los herederos o legatarios instituidos. En efecto, si dicha aceptación constara en el testamento, sería nula y se reputaría como no escrita. Más todavía, si ella exteriorizara un pacto de herencia futura viciaría de nulidad a todo el documento por contravenir la prohibición expresa del art. 1010.
En resumen, la aceptación de la herencia es un acto jurídico distinto y autónomo al del testamento que son conferidos en momentos diferentes: obviamente, el testamento antes del fallecimiento del testador; y la aceptación, necesariamente después, sin que interese el intervalo de tiempo que separa a uno de otro.
Vale aclarar que no puede confundirse al testamento con una donación hecha para surtir efecto luego del fallecimiento. Aunque ahora prohibida por el art. 1546, se trataba de un contrato que quedaba perfeccionado con la aceptación en vida del donante, si bien llevaba una cláusula suspensiva para materializarse tras su muerte. Como se ve, esto es muy distinto a que la aceptación quede condicionada al hecho incierto de la muerte tal como vedaba el art. 1790 del código anterior. Esto significaba que el efecto del acto donativo era inmediato a partir de la aceptación, pero su ejecución se difería.
Tampoco puede asimilarse el testamento a una oferta en los términos del art. 972 de CCyC[6] para ser aceptada después de la muerte porque la aceptación de la herencia se rige por presupuestos legales muy distintos a los contemplados en el art. 978,[7] como, por ejemplo, que no exista un heredero con vocación sucesoria de grado preferente. Por todo esto, al testamento se lo califica como un acto unilateral no recepticio dado que su validez no depende de la aceptación de quienes hayan sido designados herederos o legatarios.[8]
III. El carácter personalísimo del testamento [arriba]
Destaca el art. 2465: “Las disposiciones testamentarias deben ser la expresión directa de la voluntad del testador”. Y especifica: “La facultad de testar es indelegable. Las disposiciones testamentarias no pueden dejarse al arbitrio de un tercero”.
Ello revela el carácter estrictamente personal que quiso continuar reservándole el legislador a este acto jurídico al excluirlo de toda posibilidad de que pueda ser otorgado por mandato o algún otro tipo de representación legal. Del mismo modo lo había regulado Vélez Sarsfield a pesar de que el antiguo derecho español admitía la delegación a través de la constitución de un tipo de fideicomiso.[9]
En definitiva, si no es con una norma que proteja celosamente la voluntad del testador, no hay modo de asegurar que el testamento sea la genuina expresión de su última voluntad, aunque están previstos ciertos resortes para dotarla de alguna flexibilidad en algunos campos muy circunscriptos, pero siempre dentro del marco del querer exteriorizado por su autor, v. gr., así lo faculta el art. 2502. Consecuentemente, tampoco éste tendrá la obligación de explicar por qué tomó tal o cual determinación, aunque, quizá, en ocasiones, sea aconsejable hacerlo para desarticular malentendidos que conduzcan a futuras enemistades familiares y que, por alguna razón, esos temas no pudieron ser conversados en vida.
Por ende, lejos está el testamento de ser un acto sin causa-fin, más allá de que no se indague judicialmente los motivos que llevaron al causante a redactar sus disposiciones testamentarias como, por ejemplo, la constitución de legados o la mejora a un heredero.
Esta característica conlleva la incompatibilidad de que el testamento sea mancomunado, es decir, correlacionado en un mismo acto con el que dicta otra u otras personas,[10] por lo que únicamente puede ser otorgado en forma unipersonal para garantizar su espontaneidad según prescribe el art. 2465, último párrafo.
Vale precisar, que esta prohibición no alcanza a aquellos testamentos en los cuales sus autores se han beneficiado mutuamente si han sido redactados en distintos actos.[11]
IV. La capacidad para otorgar el testamento [arriba]
Antes de la sanción de la Ley N° 26.579, la edad para dar el testamento no coincidía con la capacidad para celebrar los restantes actos jurídicos. Al respecto, recuérdese que en la versión original del Código Civil la mayoría de edad se alcanzaba a los 22 años y, luego, con la gran reforma que sufrió a partir de la Ley N° 17.711 se redujo un año. Sin embargo, Vélez Sarsfield, había habilitado la capacidad para testar a partir de los 18 años, pero sin que ello hubiera importado la creación de un microsistema dentro del mismo código.
De esta manera, lo relevante era que al momento de testar se tuviera capacidad, es decir, la edad legal y el discernimiento suficiente, sin importar si éste se perdía años después o una ley hubiera dispuesto una edad mayor para testar (lo que en nuestro derecho no ocurrió, según se reseñó). Así, en el art. 3613 Vélez se apartó de la vieja solución romana en donde lo dirimente era gozar de capacidad al momento de la muerte, aunque mantuvo la tradición de fijar una edad para testar menor a la establecida para la mayoría de edad, aunque tampoco fue partidario de hacerla coincidir con la edad núbil, la cual era más baja aún.
En este aspecto las normas de Derecho Internacional Privado determinaron que la ley del domicilio es la que rige dicha capacidad, es decir, optó por la solución domiciliaria. Esto significa que si una persona de nacionalidad argentina, cuyo domicilio es en Rumania decide testar en su país de nacimiento, su capacidad se decidirá por la ley rumana, la cual podría establecer una edad más alta o baja para habilitarla a testar. Esta misma solución normativa hoy la recoge el art. 2647 del Código Civil y Comercial.
En lo que concierne a los mayores de 18 años, el art. 3615 del Código Civil exigía: “Para poder testar es preciso que la persona esté en su perfecta razón”.
Esto significaba que quienes por alguna razón hubieran visto su discernimiento mermado al momento de testar, elemento esencial junto con la libertad y la intención para otorgar válidamente cualquier acto jurídico, los arts. 3615 y 3616 permitiesen cuestionar post mortem la validez del instrumento.
Coherente con el resto del articulado del código, en principio, el art. 3515 vedaba a los declarados judicialmente incapaces de poder testar porque, justamente, eran civilmente incapaces absolutos de hecho (art. 54, inc. 3°). No obstante, la segunda parte de la norma admitía: “Los dementes sólo podrán hacerlo en los intervalos lúcidos que sean suficientemente ciertos y prolongados para asegurarse que la enfermedad ha cesado por entonces”.
Será, entonces, la nota de ese art. que servirá para iluminar la interpretación, no sólo en lo atingente a la validez de los testamentos en este punto, sino el alcance de la demencia en sentido jurídico que instituía el art. 141, el cual naturalmente se proyectaba sobre todo lo relativo al sistema de restricción de la capacidad. Decía allí Vélez:
“Nombramos sólo en este art. a los dementes porque la demencia es la expresión genérica que designa todas las variedades de la locura; es la privación de la razón con sus accidentes y sus fenómenos diversos. Todas las especies de demencia tienen por principio una enfermedad esencial de la razón y, por consiguiente, falta de deliberación y voluntad. La demencia es el género y comprende la locura continua o intermitente, la locura total o parcial, la locura tranquila o delirante, el furor, la monomanía, el idiotismo, etc. La primera parte del art. comprende la embriaguez y todo accidente que prive de la completa razón”.
Seguidamente, para aquellos que no habían sido declarados incapaces, y de una manera algo escondida, el código habría de establecer en el art. 3616 una regla capital para todo el ordenamiento civil, la que consistía, en definitiva, en un desprendimiento del art. 52: “La ley presume que toda persona está en su sano juicio mientras no se pruebe lo contario”.
Luego agregaba:
“Al que pidiese la nulidad del testamento, le incumbe probar que el testador no se hallaba en su completa razón al tiempo de hacer sus disposiciones; pero si el testador algún tiempo antes de testar se hubiere hallado notoriamente en estado habitual de demencia, el que sostiene la validez del testamento debe probar que el testador lo ha ordenado en un intervalo lúcido”.
Como se ve, la “perfecta razón” había que probarla al momento de otorgar el testamento, lo que muchas veces podía ocurrir años antes de que el sujeto falleciese. Esto engendraba, y lo sigue haciendo, la difícil tarea de tener que acreditar una circunstancia muchas veces lejana en el tiempo, sobre todo cuando la persona cuya psiquis se pretende peritar ya no está. Vale decir, la prueba se puede volver draconiana para quien pretende impugnar un acto jurídico que emana de un lugar tan hondo del ser humano, aunque los herederos y legatarios beneficiarios tampoco deberían quedar impávidos observando la escena, sino que deberían intentar preventivamente arrimar elementos que demuestren la posición contraria que pretende afirmar la parte accionante.
En esta línea la Sala F de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil en “Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires c/ Camere, Héctor s/ suc. testamentaria y otro s/ nulidad de escritura/instrumento”[12] (16-05-2007) recordó en el primer voto el criterio interpretativo expuesto en “Bryant, Norberto c. Kelly, Elsa Diana Rosa y otro s/ nulidad de testamento” (L. 360.929, CNCiv., Sala C, 4-3-2003) en donde se sostuvo:
“Para la procedencia de la nulidad de testamento el actor debió probar ‘...que el testador no se hallaba en su completa razón al tiempo de hacer sus disposiciones...’, salvo que un tiempo antes de testar se hubiese hallado notoriamente en estado habitual de demencia, en cuyo caso el que sostiene la validez del testamento es quien debe probar que el testador lo ha ordenado en un intervalo lúcido (art. 3616), pero para esto último se requiere que se haya probado el estado de alteración mental de la causante en una época próxima al otorgamiento del acto (CNCiv., sala H, noviembre 11-1995, ‘Giordano Spisso, Alfredo c. Villa Itala Fulvia s/ sucesión s/ petición de herencia’, ver voto de la Dra. Gatzke Reinoso de Gauna)”.
Luego para sellar el rechazo de la acción, el preopinante remató:
“Contrariamente a lo aducido por el apelante la vejez, ni la senilidad, en sí mismas bastan para presumir el decaimiento del entendimiento en medida tal como para afectar la perfecta razón […] Además, no ha de confundirse un establecimiento de salud mental con un geriátrico, aun cuando existen geronto-psiquiátricos”.
Más aun, en “Yebra, Marcelo c/ Calvet, Ricardo s/ Nulidad de testamento”[13] (11-3-1999) la Sala K ya había asentado la doctrina de que: “cuando pueda aceptarse que existió decaimiento general en razón de la avanzada edad del testador, debe quedar claramente demostrado que, al tiempo de testar, ese decaimiento haya efectivamente ocasionado falta de voluntad, discernimiento y/o libertad en aquél”.
Esto significa que, igualmente, los demandados deben estar en condiciones de contrarrestar anticipadamente una eventual prueba que pueda, a la postre, perjudicarlos pues no sea que adviertan que el onus probandi se había invertido cuando ya se encuentre cerrado el período probatorio.
En este marco, si la ley autorizaba a los dementes en sus lúcidos intervalos a testar difícilmente lo hubiera hecho en el entendimiento de que habrían de alcanzar un discernimiento aún mayor a la media. Con lo cual, la noción de “perfecta razón” no podría haber tenido tal extensión, pero no por ello su determinación había dejado de volverse casuística.
Entonces ¿Qué significaba esta “perfecta razón”? ¿Acaso contar con facultades cognitivas mayores a las requeridas para otros actos jurídicos? ¿O, en cambio, no mostrar el más mínimo indicio de algún desarreglo en este aspecto, es decir, estar completamente “normal y sano”? En cualquier caso, quedaba claro que se trataba de un concepto prescindente del juicio de determinación del ejercicio de la capacidad jurídica a partir del cual no era necesaria demostrar la demencia en sentido legal ni que se lo hubiera declarado judicialmente incapaz, sino que no hubiera estado el testador en su perfecta razón.[14]
Borda veía la ventaja de que la ley previera una mayor exigencia:
“pues brinda al juez la posibilidad de moverse dentro de límites más amplios para poder invalidar actos otorgados por personas, que, sin ser francamente alienados, se encuentran en una zona fronteriza, sea por debilidad de espíritu, o por hallarse circunstancialmente privados de su plena lucidez en razón de su enfermedad, del abuso de drogas o de su vejez. Permite, sobre todo, desconocer efectos a esos testamentos arrancados al moribundo, sea por un procedimiento de captación de voluntad o por engaños y aun violencias, que, si bien permitirían por sí solas la declaración de nulidad del acto, en la práctica son muy difíciles de probar. En cambio, suele ser más sencillo demostrar la falta de perfecta razón del causante”.[15]
El motivo por el que hubo de insertarse el estándar de la “perfecta razón” para otros ha encontrado una explicación en el impacto que tendría para la familia cualquier cambio que introduzca el testador a las previsiones legales. Por ello, se necesitaría una visión más clara dado que, en definitiva, no será el causante quien se beneficiará o perjudicará como ocurre en lo negociado en un contrato. De ahí que para declarar nulo un testamento hubiera bastado con probar con que el testador no alcanzase dicho umbral, es decir, no se requería que hubiese obrado con una incapacidad accidental ni mucho menos que estuviera en un estado que justificara su restricción judicial de la capacidad.[16]
No obstante, para un posicionamiento distinto la norma no pretendió fijar grados intelectivos según la clase de acto jurídico, sino que colocó una pauta para asegurar la antedicha libertad al momento de testar y también saltar la valla que contemplaba el art. 474 del anterior código[17] para los actos entre vivos.Ancla[18]
Pero volviendo a la edad fijada en el derecho nacional, Fassi hizo notar la contradicción del código al exigir, por un lado, la perfecta razón en el art. 3615 para testar válidamente, pero, por el otro, reducía la edad general para ello.[19]
Consecuentemente, la ley no podía pedir un grado de discernimiento mayor al de cualquier otro acto jurídico cuando al mismo tiempo permitía darlo con un grado de madurez menor al que suponía el fijada para la mayoría de edad.
Para ir adelantado, todas estas desarticulaciones en materia de capacidad han sido superadas, primero con la Ley N° 26.579, como se dijo;[20] y, después, con la entrada en vigor del código unificado.
En resumen, ante la duda los jueces se fueron inclinando a favor de la validez del testamento. De esta forma, la jurisprudencia no fue admitiendo un sistema dual del discernimiento, uno para los actos otorgados entre vivos y otro para los mortis causae en donde se requeriría un nivel de discernimiento mayor.[21]
En otras palabras, la doctrina y la jurisprudencia fue apuntalando la idea de que el al discernimiento es uno solo. De esta manera, la más mínima alteración del aparato psíquico ya no podía ser utilizada como una excusa para dejar sin efecto la validez del testamento, aunque la ley pudo haber facilitado la prueba para impugnarlo después de la muerte al no haber exigido que el estándar más alto de la demencia sea acreditado. No obstante, conviene aclarar que en modo alguno esta relajación probatoria para la parte, aunque como contrapartida pudo haber supuesto valoración judicial más estricta, importó una concesión a derechos de terceros.[22]
Consecuentemente, la hermenéutica forense se alienaba con lo prescripto para los actos dados entre vivos cuya validez luego de la muerte del otorgante ya no podía ser discutida a no ser que la falta de salud mental surgiera de forma notoria del propio acto o luego de iniciado el juicio de declaración de incapacidad.
En este sentido la Sala I de la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de San Isidro resolvió el 8/10/2013 confirmar el rechazo de la pretensión deducida en “Carballo, Susana Ester c/ Schaffer, Marta Ester y otro. Incidente de nulidad de testamento”[23] en donde la incidentista había planteado la demencia senil de su tío al momento de testar. Los jueces preliminarmente expresaron:
“La imposibilidad práctica de acreditar la ‘perfecta razón’ del testador en un momento preciso -el acto del testamento- lleva a admitir, en consonancia con la terminología utilizada por nuestro Código, que se la acredite en época lo más próxima posible a esa fecha (arts. 3613 y 3615 del C. Civ.; SCBA Ac. 54.519, 4 de agosto de 1998, ED 182-376; ídem Ac. 54.702, 29 d agosto de 1995, JA 1996-II-693)”.
Luego de señalar que para ello revisten particular importancia los documentos médicos existentes de aquel período, concluyeron:
“En este caso concreto, el art. 3616 del C. Civil, aplicando la regla general de su art. 52, prevé, expresamente, la presunción de la capacidad del testador para el caso de no resultar acabadamente probado que no se encontraba en completa razón, y estimo que esa es la situación que se ha dado en autos”.[24]
En este marco, recordaron que:
“No existe prácticamente discrepancia en la jurisprudencia actual de nuestros tribunales en el sentido que la disminución del coeficiente intelectual, las afecciones tales como la arterosclerosis en los ancianos o los estados de semialienación derivados de enfermedades físicas no son suficientes como para considerar al testador como carente de entendimiento para comprender la naturaleza de los actos que realizan, a tal punto que los inhabilitados por alguna de esas circunstancias (art. 152 bis inc. 2° del C.Civ.), no se encuentran impedidos para testar”.
V. Tendencias jurisprudenciales a la luz del Código Civil y Comercial de la Nación [arriba]
Ya dijimos que el Código Civil y Comercial dispone que las personas mayores de edad pueden testar (arts. 25 y 2464) y que mantiene las características personalísimas del acto ya apuntadas (art. 2465). A su vez, la legislación actual consagra expresamente la presunción de salud mental a través de la capacidad de ejercicio, aunque la persona se encuentre internada (art. 31, inc. “a”) y abandona el parámetro de la “perfecta razón”, aunque mantiene la referencia a “lúcidos intervalos” a los cuales habremos de dedicarnos en otra oportunidad.
Ahora repasemos rápidamente cuánto impactaron estas nuevas reglas en la hermenéutica pretoriana que se ha venido haciendo.
En los autos “F. de la P., E. Y. y otros c/ G., M. P. y otro s/ impugnación/nulidad de testamento”[25] la Sala G de la Cámara Nacional Civil el 21/11/2018 abordó la cuestión de la “perfecta razón”. El juez de grado había declarado la nulidad del testamento en tanto que su autor al momento de testar “no tenía capacidad suficiente para celebrar el instrumento público en ese momento, no se hallaba en su completa razón al tiempo de sus disposiciones, no las podía dictar por falta de discernimiento”.
Apelada la sentencia por las demandadas, la alzada se refirió en primer lugar a la ley aplicable al caso pues el fallecimiento había ocurrido antes de la entrada en vigor del nuevo código. Por lo tanto, a partir de lo dispuesto por el art. 2466 aplicó la legislación vigente en aquel momento. Luego justificó la revocación de la sentencia en tanto que la nulidad del testamento no había sido solicitada a causa de la ausencia de la completa razón, sino porque se había firmado a ruego el testamento. Para ello los magistrados recordaron que de acuerdo con la más prestigiosa doctrina basta con que el escribano deje asentado los motivos genéricos por los cuales se suscribía de ese modo sin entrar en pormenores. Así, el escribano había dejado constancia de que lo hacía “por encontrarse en un estado de extrema debilidad que le impide firmar”, por lo que los jueces no admitieron la impugnación del testamento.
Los judicantes, por otro lado, abundaron en:
“que es innecesario que el testador dicte sus disposiciones palabra por palabra al escribano, siendo suficiente que exprese su voluntad en forma clara y espontánea a fin de que éste efectúe la redacción en forma ordinaria y apartándose lo menos posible de sus expresiones, por lo que el término ‘dictar’ contenido en la norma citada no debe ser tomado al pie de la letra, sino que basta simplemente con que hubiera dado instrucciones verbales para la constitución del acto (cf. Goyena Copello en Ferrer-Medina, Código Civil Comentado, Rubinzal Culzoni Editores, Santa Fe, 2003, p. 289 y 293). Lo contrario implicaría un excesivo rigor inadmisible (cf. Medina, en Bueres-Highton, Código Civil y leyes complementarias, Hammurabi, Buenos Aires, 2001, t. 6ª, p. p. 851; Fassi, Tratado de los Testamentos, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1970, v. 1, p. 179, N° 259)”.
Y en cuanto a la “perfecta razón” puntualizaron que, por oposición a los negocios entre vivos:
“lo que el codificador ha querido es reclamar una mayor severidad en la prueba de la falta de razón, pero no una voluntad más intensa o algo más de lo que se pide en materia de contratos acerca de la inteligencia no perturbada del testador (cf. Cifuentes, Rivas Molina, y Tiscornia, Juicio de Insania, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 1997, p. 93)”.
Y agregaron:
“La perfecta o completa razón exigida por los arts. 3615 y 3616 del Código Civil no debe considerase en abstracto, tomando como comparación un ente ideal, sino en concreto, esto es referida al propio sujeto disponente; en otros términos, no es la perfección ideal sino el querer y entender propio de su personalidad, con las limitaciones culturales y caracterológicas del autor, mientras no trasponga los límites de su normalidad. Lo que se requiere es la aptitud judicativa normal del testador (cf. CNCiv., sala G, L. 13.383, del 29/4/86, en El Derecho, 120, p. 512)”.
De esta manera concluyeron “que para realizar un acto de última voluntad no se requiere mayor discernimiento que el necesario para realizar actos entre vivos (cf. CNCiv., sala H, ‘F. de M., R.S. y otros c/ Q., H.A.’, del 3/11/08, en Lexis N° 70051278; ídem, sala G, L. 483.763, del 4/10/07; íd., sala J, expte. 35.207/90, ‘N., R.O. c/ N., C.’, del 19/9/96; íd. sala A, L. 508.609, del 4/8/11; íd., sala K, L. 103.999, del 27/12/11)”.
Luego explicaron que el mal estado de salud del testador al tiempo de internarse per se no demostraba la disminución del discernimiento cuando al día siguiente testó. En efecto, ello fue lo que surgió de la prueba testimonial y de la historia clínica relevada a pesar de que el causante seguía físicamente muy debilitado para poder firmar. Por tal motivo, los jueces se inclinaron por mantener incólume el inveterado principio del favor testameni, el que revitalizaron al decir:
“Además, a la luz de los principios emanados de los arts. 1 de la Convención Interamericana para la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad y 12 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, cabría concluir que la interpretación que exige una aptitud psíquica más rigurosa para la valoración de estos actos de última voluntad importaría una protección desproporcionada y, por ende, discriminatoria”.
En otro caso, el 17/05/2017 la Sala D confirmó el rechazo de la demanda en los autos “S. M. I. A. c/ T. d. B. S. J. y otros s/ impugnación/nulidad de testamento”[26] en donde, entre otras cosas, se había objetado el testamente otorgado en el contexto de una internación en que la persona se encontraba recibiendo sedaciones a causa de su grave enfermedad.
Los magistrados entendieron que no se había probado que la causante adoleciera de “perfecta razón” al testar.
Al respecto, observaron que “no debe buscarse una perfección ideal, sino que debe indagarse en las naturales falencias y actitudes del propio sujeto disponente de suerte que debe apreciarse si se hallaba en condiciones de expresar el querer y entender propio de su personalidad con las limitaciones culturales y caracterológicas [de la causante de] autos, mientras no se traspongan los límites de su normalidad -conf. CNCiv., Sala F, 16.05.2007, ar/jur/5611/2007”.
Aclararon que “los jueces en la determinación de la capacidad del testador han estado poco inclinada en admitir la falta de perfecto juicio prefiriéndose en considerar que se trata de un estado de debilidad de la razón o (como en el ‘sub lite’) de caracteres caprichosos pero compatibles con el perfecto entendimiento requerido por la ley -conf. CNCiv., Sala G, 27.06.1983, ar/jur/3029/1983, entre otro”.
En otro caso de última enfermedad, la Sala II de la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de Azul el 18/8/2020 confirmó la sentencia de nulidad del testamento dictada en “M. C. A. c/ D. G. B. T. y otro/a s/ nulidad de testamento”.[27] Para diferenciar el grave deterioro físico del mental conceptualizó la “perfecta razón” a la luz de la doctrina más reciente:
“como la que ‘equivale al discernimiento pleno, en el sentido de capacidad de juicio o conciencia plena del acto, que aquí es el testamento. Y llamamos conciencia no a una función sino a una síntesis de funciones, es decir, al resultado o efecto del ejercicio armónico de todos los procesos que conforman la actividad mental normal del sujeto’ (conf. Pérez Lasala, Tratado de Sucesiones, Código Civil y Comercial de la Nación Ley N° 26.994, tomo II, Parte especial, pág. 396). Apunta este mismo autor que si bien el nuevo código abandona la expresión ‘perfecta razón’ y sólo habla de ‘personas privadas de razón’, de ‘falta de razón’, no debe dejar de señalarse que en los Fundamentos de la Comisión redactora del Proyecto se expresa que ‘las cuestiones relativas al goce de «perfecta razón» o «sano juicio» se regulan entre las causales de nulidad del testamento’. Motivo por el cual, considera Pérez Lasala que estos fundamentos pueden servir de elementos que coadyuven en la interpretación de la ley en caso de duda, lo que permite dar respuesta a los casos en que el testador realice testamento en estado de semialienación o afectado por trastornos transitorios de la razón, negando en tales supuestos la validez del testamento. Y así agrega que “los trastornos transitorios de la razón llevan a la nulidad del testamento porque al momento de su confección la razón del testador estaba trastornada (Pérez Lasala, ob. cit. pág. 397; en un mismo sentido, Córdoba, en Código Civil y Comercial de la Nación, Lorenzetti director, tomo XI, págs. 62 y 63; Ferrer, en Código Civil y Comercial comentado, Tratado exegético, 3ª edición, Alterini director, tomo XI, págs. 693 y 694)”.
Asimismo, cito un antecedente similar en donde se aseveró:
“Es necesario que el trastorno sufrido por el testador tenga tanta importancia psicológica como para que sea capaz de abolir completamente su conciencia y su libertad para actuar. No cualquier anormalidad o alteración de las facultades del espíritu es suficiente para viciar la voluntad de quien la padece, mientras no llegue a anular o comprometer gravemente el uso de razón (López del Carril, Julio, Testamento y Sanidad Mental. LL 1977-D-918; CNCiv. Sala E diario La Ley del 24/09/2007, pág. 11)”.
Y para sintetizar transcribieron:
“‘Por tanto, la prueba que debe producir quien impugna la validez de un testamento, necesita ser decisiva, seria, fehaciente, con el fin de destruir la capacidad que goza el testador, y así, avalar su pretensión, porque el poder de la inteligencia puede hallarse quebrantado por una enfermedad física, sin encontrarse por ello, en principio, comprometida la capacidad testamentaria del causante. Por supuesto, sin que ello exima a la contraria de demostrar la inexistencia de la falta de plena razón y en caso de duda, la decisión debe inclinarse a favor de la lucidez’ (CNCiv., Sala J, 23/2/2010, ‘S.I., E.M. c/ P.G., E.M.M. y otro s/ impugnación/nulidad de testamento’, con nota a fallo de Di Castelnuovo y Llorens, en Testamento por acto público. Formalidades. El discernimiento del testador, Revista Notarial 963, 2009, Jurisprudencia, págs. 1035 y 1036)”.
Para finalizar, in re “A., S. N. c/C., B. L. y otro s/ impugnación/nulidad de testamento” la Sala G de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil el 4/2/2019, al confirmar la sentencia que había declarado la nulidad del testamento, hizo igualmente hincapié en que:
“La prueba contra la presunción legal de salud mental debe ser categórica, seria, decisiva y contundente; ya que en caso de duda queda en pie la presunción de buena salud (conf. Borda, Guillermo, ‘Tratado de Derecho Civil, Sucesiones’, ed. La Ley, Buenos Aires, 2008, t. II, p. 157; Fassi, Santiago, op.cit., p. 70 ss.; CNCiv., esta sala L. 10.555, del 24/4/85, en Jurisprudencia Argentina, 1985-III-523 y L. 483.763, del 4/10/07; ídem, íd. ‘H., E. E. M. y otros c/ M., A.R.’, del 14/11/08, en Lexis N° 70052021; ídem, sala A, ‘Grosso, Eliseo y otro c. Rossi Ferrari, Luisa E.’, del 25-10-1990, ED 140, p. 428; sala L. L. 41.928, del 25/4/91; ídem, sala J, expte. 30.669/06 ‘S.I., E.M. c/ P.G., E.M.M.’, del 23/2/10). No obstante, en aquellas hipótesis en que, por obvias razones, no es posible evaluar el estado de la testadora en forma directa, sino que es preciso reconstruir los hechos, los elementos que se aporten a la causa no deben ser considerados en forma aislada, sino en su conjunto, de manera coordinada, y de conformidad con las reglas de la sana crítica (art. 386 CPCCN). Por tal motivo se ha dicho que la inhabilidad para testar puede probarse por todos los medios, inclusive por testigos y presunciones, pues el juzgador tiene amplia libertad para apreciar en el caso concreto los elementos de juicio aportados para demostrarla (conf. CNCiv., Sala D, del 28-4-2005, ED 213, p. 489). Cuando dichas presunciones son graves, precisas y concordantes (art. 164 inc. 5° CPCCN), los jueces pueden tener por configurada la falta de aptitud para testar, con el grado de verosimilitud anteriormente indicado”.
Sin embargo, a la luz de las pruebas recogidas, no por ello los jueces dejaron de advertir en la especie:
“Es verdad que la vejez no priva, por sí sola, de la aptitud mental para testar. Sin embargo, cuando va unida a un cuadro de demencia senil -que constituye un estado morboso, dependiente de la acción patógena de agentes diversos, como toxinas, defectos de circulación cerebral- cabe inferir que las funciones psíquicas se encuentran sensiblemente debilitadas y, por ende, la persona no goza de la perfecta integridad de su entendimiento (conf. Ciafardo, cit. por Pérez Lasala, José L., ‘Derecho de sucesiones’, Depalma, Buenos Aires 1981, T. II, p. 258). En el caso, a la situación patológica comprobada por el equipo interdisciplinario, debe sumarse que las circunstancias familiares de M. no eran las más apropiadas para sostenerla en la recta final de la vida, de modo que se configuró un campo propicio para llevarla dócilmente a realizar un testamento (conf. Fassi, op.cit., p. 86; Zannoni, E., op.cit., p. 287 ss.). No puede soslayarse que, al inmenso dolor provocado por la muerte de su núcleo familiar primario, se sumó que ninguno de los parientes de la causante estaba en condiciones de asistirla en forma personal. Sus limitaciones físicas ligadas a las de índole neurológicas y psíquicas, antes mencionadas, llevan a presumir una situación de dependencia extrema entre la testadora y la demandada que era la única persona que supuestamente le dispensaba materialmente los cuidados cotidianos más elementales. Es cierto que no se produjo prueba directa que revele que al momento de suscribir el testamento la causante no gozaba de perfecta razón. Sin embargo, ante la imposibilidad de contar con la prueba apropiada, es razonable que se admita la acreditación de la falta de aptitud mental en época próxima al momento en que se testa (conf. SCBA, ‘M., J.O. c. B., H.A.’, del 4-8-98, ED 182, p. 373)”.
De este modo coligieron:
“En resumen, la confusión mental que experimentaba quedó en evidencia cuando se presentó en el juzgado para aceptar ser curadora de su hijo. Dicha circunstancia provocó -precisamente- que no se la considerase idónea pues en ese momento M. no podía hacerse cargo siquiera de ella misma, a tal punto que sus letradas al advertir su estado de soledad y abandono solicitaron se le designe un apoyo. Por tanto, no es verdad -como sostiene la apelante- que en ese entonces se encontraba en pleno uso de sus facultades, pues de lo contrario no se hubiera designado a un tercero para ocuparse de R”.
El código guarda silencio sobre qué debe entenderse por discernimiento y, aunque quizá no sea posible dar mayores precisiones, la Real Academia Española en la 23ª edición de su diccionario define: “Distinguir algo de otra cosa, señalando la diferencia que hay entre ellas. Comúnmente se refiere a operaciones del ánimo”.
Por su propia naturaleza el concepto goza de cierta elasticidad, lo que permite interpretarlo de un modo en un caso y de una manera distinta en otro de acuerdo con las circunstancias particulares de cada persona. Sin duda, esto tiene la ventaja de poder particularizar al individuo a partir de considerar -dentro de un margen de discrecionalidad- ciertos aspectos como, por ejemplo, el grado de instrucción que pudo haber obtenido o el contexto socio cultural de donde proviene.
Asimismo, es sabido que el discernimiento se alcanza con la madurez, piso que normalmente se ubica entre el pasaje de la adolescencia a la juventud, pero que no todos logran de la misma forma ni al mismo tiempo. Por razones prácticas y de seguridad jurídica es que la ley se refugia en dicha generalidad para establecer una única edad para habilitar a las personas a celebrar los actos jurídicos civiles, entre ellos, el testamento dado que el legislador no puede hacer un sinnúmero de previsiones para la inmensa multiplicidad de divergencias evolutivas.
Al margen, esa aptitud mental se puede perder o, incluso, nunca alcanzarse por las más variadas causas, para lo cual el sistema legal prevé la restricción de la capacidad de ejercicio de los derechos, el que se determina en un juicio a efectos de hacer valer las pruebas dentro de un marco de garantías jurídicas y judiciales básicas que asegure la producción de pruebas en forma independiente y luego valoradas de manera imparcial.
En materia de impugnación de los testamentos, empero, su procedencia no siempre será una secuela de aquel juicio que limitó la capacidad y de ahí las cavilaciones que se han visto.
No obstante, sea que haya habido o no una restricción a la capacidad de ejercicio, cuando el sujeto enfrenta algún tipo o grado de discapacidad mental el caso cae dentro de la órbita del art. 12 de la Convención sobre los Derechos de la Personas con Discapacidad,[28] el cual integra el bloque de constitucionalidad federal argentino (Ley N° 27.044). Esta norma supralegal impone partir de la base de que la persona mayor de edad goza de dicha aptitud general de obrar y que cualquier limitación que quiera hacerse valer deberá ser graduada y puntualizada para cada tipo de acto jurídico (art. 12.4). Esto significa también que, aunque la capacidad no haya sido restringida judicialmente, si la persona ha presentado dificultades para celebrar ciertos tipos de actos, no necesariamente implica que no haya entendido los alcances de las disposiciones testamentarias que dictó y, por lo tanto, que sea legítima su posterior anulación.
De este modo, como bien observa Seda, el “ordenamiento legal debe armonizarse con los principios de la Convención y con las pautas del proceso de restricción de la capacidad de ejercicio. Además, requiere coherencia con el régimen de validez y la nulidad de los actos jurídicos”.[29]
Por ende, las personas pueden incluso testar con el sostén de los apoyos extrajudiciales que tímidamente contempla el art. 43 del Código Civil y Comercial en donde, entendemos, los notarios podrían tener un rol clave y, a su vez, una gran responsabilidad. Sin embargo, no por ello hay que dejar de lado la prudencia, como asimismo alerta Seda, y olvidar las salvaguardas previstas en la Convención, aunque omitidas en el mencionado art. del código, para que esos apoyos extrajudiciales tampoco ejerzan una influencia indebida en la voluntad del testador.[30]
En suma, la perspectiva convencional apuntada desecha la idea de que un determinado trastorno mental arrase con la totalidad de las decisiones de una persona y que, por ende, deba siempre esperarse la remisión completa para defender la validez del testamento al margen de recordar que los estados de salud mental no son siempre inmutables. Y en este sentido cabe destacar que se ha ido moviendo la doctrina y jurisprudencia predominante desde antes del cambio de legislación. En este sentido, la Convención citada no parecería haber tenido mayor impacto más allá de lo discursivo en algunos pocos fallos, quizá, porque la temática ha quedado confinada a la senectud y a la última enfermedad más que a las discapacidades intelectuales y psicosociales congénitas o adquirida con anterioridad a dicha etapa de la vida.
Así, la “perfecta razón”, aunque erradicada del texto legal, su reminiscencia sigue gravitando por la cantidad de testamentos celebrados antes de la entrada en vigor del Código Civil y Comercial, pauta de comparación que no depende de que haya existido o no una formal restricción a la capacidad jurídica ni exige un nivel de discernimiento mayor que para otorgar cualquier otro acto jurídico.
[1] Doctor de la Universidad de Buenos Aires en el área Derecho Civil. Abogado. Especialista en Derecho de Familia. Docente. Miembro Adscripto del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad del Notariado Argentino. Secretario Letrado de la Defensoría General de la Nación.
[2] Maffía, Jorge O., Tratado de las sucesiones, t. II, 2ª edición actualizada por Lidia B. Hernández y Luis A. Ugarte, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2010, p. 900.
[3] Ibid., con cita de Cicu, Antonio, El testamento, Madrid, 1959, p. 5.
[4] Hernández, Lidia B. y Ugarte, Luis, A., Régimen jurídico de los testamentos, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2005, p. 74.
[5] Azpiri, Jorge O., Derecho sucesorio, 5ta edición, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2017, pp. 351 y 352.
[6] El capítulo referido a la formación del consentimiento en los contratos dispone en el art. 972: “La oferta es la manifestación dirigida a persona determinada o determinable, con la intención de obligarse y con las precisiones necesarias para establecer los efectos que debe producir de ser aceptada”.
[7] Art. 978.- Aceptación. Para que el contrato se concluya, la aceptación debe expresar la plena conformidad con la oferta. Cualquier modificación a la oferta que su destinatario hace al manifestar su aceptación, no vale como tal, sino que importa la propuesta de un nuevo contrato, pero las modificaciones pueden ser admitidas por el oferente si lo comunica de inmediato al aceptante.
[8] Hernández, Lidia B. y Ugarte, Luis, A., Régimen jurídico de los testamentos, cit., pp. 76-78.
[9] “En el derecho intermedio se admitía la posibilidad de hacer una disposición testamentaria, comunicándola en secreto a una persona, llamada fiduciario, quien tenía el encargo de cumplirla. Si el ejecutor era un heredero ab intestato, se denominaba fiducia ab intestato, en tanto que si era nominado en el testamento se la llamaba fiducia testamentaria. En este último supuesto el encargado podía ser un mero y simple fiduciario, nudus minister voluntatis, o bien, un ejecutor testamentario, o bien, un heredero instituido o un legatario que genuinamente era, en definitiva, un fiduciario puro. Así, el causante podía disponer que el heredero o el legatario de ciertos viene debía ser aquel que secretamente había radicado a alguien, o podía designar un ejecutor testamentario encargándole en secreto el destino de su patrimonio, o instituir a una persona heredera o legataria encomendándole secretamente la transferencia de los bienes a otra. En este último supuesto, el testador podía mencionar abiertamente el encargo secreto dado al instituido, en cuyo caso se denominaba fiducia testamentaria propia, o abstenerse de ninguna mención, llamándosela entonces impropia”. Conf. Gangi, Calogero, La successione testamentaria, Milán, 1957, t. II, n° 327, p. 118 citado por Maffía, Jorge O., Tratado de las sucesiones, cit., p. 914.
[10] Es el caso del testamento simultáneo, del testamento recíproco y del testamento correspectivo. El primero se da cuando varios dos o más testadores disponen de sus bienes en un único y mismo acto; el segundo, cuando ellos se instituyen unos a otros herederos; y, el último, cuando las disposiciones testamentarias se relacionan con las disposiciones de otro testamento recíprocamente.
[11] Los actos, incluso, pueden estar redactados en la misma hoja de papel, por ejemplo, en el anverso y en su reverso. Más allá de las dificultades que ello traería para la protocolización de cada uno, lo que importa es que estén intelectualmente separados y no físicamente, esto quiere decir que el testamento comience y finalice como una unidad que no ha sido quebrantada y en donde siembre ha participado un único y mismo testador. Esto, pues, garantiza que el testamente luego pueda ser revocado autónomamente total o parcialmente. Justamente, la revocabilidad de este acto es una de sus notas sobresalientes porque es lo que permite siempre que sea la última voluntad la expresada.
[12] ED 224, 452; Cita Digital: ED-DCCXCI-402.
[13] Id SAIJ: FA99020211.
[14] Llerena, Baldomero, Concordancias y comentarios al Código Civil argentino, t. IX, 1899, p. 54, siguiendo a D’Agguesseau y citado por Baudry-Lacantinerie y Colin, a su vez citado por Hernández, Lidia B. y Ugarte, Luis, A., Régimen jurídico de los testamentos, cit., p. 105.
[15] Borda, Guillermo A., Manual de sucesiones, 13ª edición, Ed. Perrot, Buenos Aires, 1997, p. 309.
[16] Maffía, Jorge O., Tratado de las sucesiones, cit., p. 924.
[17] Art. 474. Después que una persona haya fallecido, no podrán ser impugnados sus actos entre vivos, por causa de incapacidad, a no ser que ésta resulte de los mismos actos, o que se hayan consumado después de interpuesta la demanda de incapacidad.
[18] “Melluso, V. c. Russo, M.E.”, CCiv, sala F, 20/8/1998 (Id SAIJ: FA98020819).
[19] Fassi, Santiago C., Tratado de los testamentos, Buenos Aires, 1970, t. I, n° 73, p. 64 citado por Maffía, Jorge O., Tratado de las sucesiones, cit., p. 920.
[20] No obstante, vale recordar que hubo algunas posiciones doctrinarias que, en función del art. 286 del derogado código reformado por la Ley N°23.264, entendieron que era posible testar antes de los 18 años puesto que la norma comprendía a todo el universo de menores adultos, es decir, aquellos entre los 14 y 21 años (que luego bajó a los 18 años con la Ley N° 26.579). Una discusión similar es extrapolable a los menores de 18 años que se han casado con dispensa, cuya emancipación no los exime, en nuestra opinión, de la restricción que impone la ley como edad mínima para poder testar.
[21] “Ghibaudi, D.C. c. Gaetani de Díaz, M.E.”, CCiv, sala C, 29/4/1986 (Id SAIJ: FA86020961).
[22] Lezana, Julio, “Los actos del demente anteriores a su declaración” en Cuadernos de derecho y ciencias sociales, Ed. Perrot, Buenos Aires, 1963, p. 33, citado por Hernández, Lidia B. y Ugarte, Luis, A., Régimen jurídico de los testamentos, cit., p. 107.
[23] Cita digital Errepar: IUSJU213985D.
[24] N. de A.: el subrayado me pertenece.
[25] Cita digital Errepar: IUSJU037369E.
[26] Cita digital Errepar: IUSJU020765E.
[27] Cita digital Errepar: IUSJU001625F.
[28] Art. 12. Igual reconocimiento como persona ante la ley:
1. Los Estados Partes reafirman que las personas con discapacidad tienen derecho en todas partes al reconocimiento de su personalidad jurídica.
2. Los Estados Partes reconocerán que las personas con discapacidad tienen capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás en todos los aspectos de la vida.
3. Los Estados Partes adoptarán las medidas pertinentes para proporcionar acceso a las personas con discapacidad al apoyo que puedan necesitar en el ejercicio de su capacidad jurídica:
4. Los Estados Partes asegurarán que en todas las medidas relativas al ejercicio de la capacidad jurídica se proporcionen salvaguardias adecuadas y efectivas para impedir los abusos de conformidad con el derecho internacional en materia de derechos humanos. Esas salvaguardias asegurarán que las medidas relativas al ejercicio de la capacidad jurídica respeten los derechos, la voluntad y las preferencias de la persona, que no haya conflicto de intereses ni influencia indebida, que sean proporcionales y adaptadas a las circunstancias de la persona, que se apliquen en el plazo más corto posible y que estén sujetas a exámenes periódicos por parte de una autoridad o un órgano judicial competente, independiente e imparcial. Las salvaguardias serán proporcionales al grado en que dichas medidas afecten a los derechos e intereses de las personas.
5. Sin perjuicio de lo dispuesto en el presente artículo, los Estados Partes tomarán todas las medidas que sean pertinentes y efectivas para garantizar el derecho de las personas con discapacidad, en igualdad de condiciones con las demás, a ser propietarias y heredar bienes, controlar sus propios asuntos económicos y tener acceso en igualdad de condiciones a préstamos bancarios, hipotecas y otras modalidades de crédito financiero, y velarán por que las personas con discapacidad no sean privadas de sus bienes de manera arbitraria.
[29] Seda, Juan A., “Derechos sucesorio de las personas con discapacidad” en Revista Código Civil y Comercial, Ed. La Ley, A° VII, N° 1, febrero 2021, p. 60.
[30] Seda, Juan A., “Derechos sucesorio de las personas con discapacidad” cit., pp. 60 y 61.