Agüero Iturbe, José L. 05-01-2004 - Responsabilidad por daños. La responsabilidad de los concesionarios de autovías por peaje 08-09-2022 - Criterios de oportunidad reglada en el ámbito federal
El Poder Judicial aparenta haber adquirido, por estas latitudes, su anhelada independencia funcional. Como suele afirmarse, ríos de tinta han corrido en referencia a la situación de la Justicia como órgano del Estado y su relación con los restantes poderes, identificados generalmente como poderes políticos.
Cuando aquella apariencia logra instaurarse por vía discursiva (disociada o no del acontecer fáctico) semejante anhelo independentista lejos está de finalizar el debate. Mientras se avanza en la dilucidación de un tópico determinado (la independencia judicial) otro se presenta reclamando su esclarecimiento (el gobierno de los jueces).
Resulta un lugar compartido (en mayor o menor medida) la afirmación de que los tres poderes interactúan en la búsqueda del bien común; que ese es su principio y fin; que cada uno ejecuta de manera predominante una función particular que lo identifica como órgano y lo diferencia de los restantes.
Pero mientras el Ejecutivo y el Legislativo surcan hacia aquella finalidad por elección del pueblo al que gobiernan, siendo periódicamente renovados, el Judicial que apunta al mismo norte no resulta electo por el pueblo (de la misma manera en que lo son los anteriores) y posee características que se resistirían a cualquier encuadre democrático; por ejemplo la permanencia de los magistrados en sus cargos por tiempo indefinido (es decir mientras dure su buena conducta y hasta los 75 años) y la necesaria preparación en el conocimiento del derecho que cualifica a sus miembros como una casta diferenciada del resto de la sociedad.
Ello no resultaría óbice para sostener la función democrática de la justicia, o determinado rol en la misma que por participación la convierta en democrática. Sin embargo, una de sus funciones pone en vilo todo intento de justificación sobre la pertinencia de predicar de ella dicha característica. Me refiero al control judicial de constitucionalidad, ejecutado en un marco de independencia judicial. Lo contrario (la falta de independencia) no despertaría inquietud sobre el avasallamiento democrático pues por definición seguiría los vaivenes de las políticas insaturadas por el gobierno de turno, es decir que no habría independencia y al no haberla los jueces no sancionarían una norma o acto como contrario a la constitución emanado de la mayoría (o minoría cualificada) que gobierna.
Situados, entonces en un contexto independentista surgen cuestiones como sí, ¿Resulta posible predicar de dicho acto judicial su carácter democrático? ¿Puede esta función incidental enervar el verdadero rol del órgano judicial? ¿Quién elige al controlador? ¿Cómo resulta admisible que un órgano cualificado por su conocimiento determine el bien común de la sociedad? ¿No resulta dicho control un resabio aristocrático dentro del gobierno democrático? ¿Quién controla al controlador? Estos constituyen algunos de los interrogantes que surgen al momento de analizar cómo el Poder Judicial interactúa con los restantes poderes que integran el Estado Nacional en una sociedad democrática.
Resulta inherente a todos aquellos planteos la siguiente pregunta: ¿Cómo puede un juez, vetar por inconstitucional una ley dictada por el congreso o un decreto presidencial, emanados –en última instancia- de órganos elegidos por el pueblo? En otros términos: ¿Cómo puede imponerse un poder mediante el control de constitucionalidad, sustentado por quienes no han sido electos por el pueblo frente a la voluntad popular manifestada por los representantes del mismo? A mayor abundamiento: ¿Cómo resulta admisible en una democracia -definida como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo (en la formulación de Abraham Lincoln)- que un poder no electivo ponga en jaque las decisiones adoptadas por los representantes del pueblo?
En definitiva: ¿Cuan democrático es el control judicial de constitucionalidad?
Con el fin de brindar una respuesta a semejante planteo nos centraremos en el control ejercido por el Poder Judicial Nacional respecto de la legislación emanada del Congreso Nacional, dejando de lado toda consideración a los sistemas de control provinciales, a los efectos de allanar la exposición que de por sí resulta harto complicada.
Los términos que componen el tópico, resultan el inicio de esta argumentación. Qué se entiende por derecho y qué por democracia, o mejor dicho qué es el derecho y que es la democracia, condicionan cualquier fundamentación. En efecto, no es lo mismo acoger una visión positivista sobre el derecho y vincularla a la acepción de democracia, que echar mano a una determinación iusnaturalista, ya sea clásica o iluminista, del derecho y ligarlo al otro extremo de la expresión.
Pero ello no es la única cuestión, con cuya resolución –tal vez- se definiera el problema o respondiera el interrogante. En efecto, se presenta necesaria la determinación de la “democracia”. El qué entendemos por ésta, o a qué nos referimos cuando utilizamos la expresión, es determinante a los efectos de su vinculación con el derecho.
Un ejemplo quizás ayude en aclarar esta idea; si defino al derecho como la ley (esto es identificando enteramente al derecho con la norma de manera que resultan fungibles utilizar una u otra expresión) y sostengo que la ley es la manifestación de la voluntad producida por la autoridad (órgano encargado de dictarla), afirmando luego que dicha autoridad es electa por el pueblo (entendido como el conjunto de ciudadanos con derecho a votos) para que gobierne (una de cuyas manifestaciones es el dictado de leyes, es decir la creación del derecho) en su representación (democracia); no puedo sino concluir que el derecho se encuentra indiscutiblemente subordinado a la democracia. A la inversa, si sostengo que la democracia es la forma de gobierno en la que el pueblo (ciudadanos con derecho a voto) elige a los representantes (autoridades) para que los gobiernen (una de cuyas manifestaciones es el dictado de la ley) y afirmo que la ley acuña el derecho aplicable al pueblo (identificación entre derecho y ley), concluyo que la democracia es generadora (cuanto menos a modo de demiurgo social) del derecho.
A pesar de que el ejemplo allana infinidad de cuestiones (v.gr. la de la autoridad, las diferentes manifestaciones del derecho, etc.) resulta útil a los efectos de identificar una cuestión, y es que la vinculación entre derecho y democracia no es una manifestación ontológica. Es decir que la vinculación que hemos otorgado en el ejemplo a los términos deriva de la interpretación de los términos “derecho”, “ley”, “autoridad”, “pueblo” y “democracia”. Con ello, únicamente estamos habilitados a afirmar la posible existencia de un derecho democrático (la vinculación entre derecho y democracia) entendido por ley dictada por la autoridad elegida por los ciudadanos con derecho a voto.
Sin embargo, la identificación del derecho enteramente con la ley no es una cuestión pacífica entre los jurisconsultos[1], ni tampoco por el pueblo (o cierto sector representativo del pueblo) quien no deja de afirmar, sin sustento en la ley, su propio derecho, -identifiquemos para el caso- radicado en una decisión judicial que le otorga la razón en la contienda[2].
Asimismo, el término democracia tampoco parece haber sido unívoco en su utilización, acogiéndola algunos pensadores argentinos como incluida en las formas de Estado (v.gr. Bidart Campos) mientras que otros decantaron por la situarla dentro de las formas de gobierno (v.gr. López). Más aún, ya sea como forma de estado o de gobierno, la definición y/o caracterización que se le ha otorgado no ha sido siempre la misma[3].
Como puede apreciarse, la cuestión de la vinculación dista de ser sencilla. Sin embargo, con ello no estamos autorizados para afirmar la existencia de una aporía, recurso éste al que muchos acuden para obviar la dilucidación del interrogante.
La posible determinación del origen histórico del derecho y de la democracia podría arrojar un principio de solución. Pero, aún cuando ello fuera así, encontramos detrás de cada intento un alegato que logra diluir el esfuerzo. Así podríamos decir que primero fue la democracia (o una cimiente de la misma) fincando su inicio en nuestra historia constitucional a partir de 1853, que derivado de ella surgieron las habilitaciones para que el congreso dictara nuestros códigos (si se quiere en una visión netamente positivista), pero a poco de indagar advertimos que antes había derecho, constituido por la normativa indiana, entonces afirmamos que primero fue el derecho. Pero luego podemos agregar que el derecho indiano como manifestación del reino dominante encontraba su remota cimiente en la participación de los plebiscitos y/o asambleas romanas, entonces concluimos que esta participación democrática posibilitó la evolución del derecho. Sin embargo, luego podemos afirmar que esa participación estaba habilitada por el derecho de los ciudadanos a la misma, entonces el derecho era anterior a la democracia o manifestación democrática. Así podríamos continuar (a grandes saltos) hasta llegar al mismísimo momento fundacional de Roma, y aún ahí podremos cuestionar si primero fue la democracia (o alguna manifestación de la misma) o el derecho (o alguna manifestación del mismo).
Aún frente a la hipótesis de negar toda existencia relevante antes de la elaboración teórica del recurso ficticio del contrato social, podemos plantear que fue primero. En esa línea podemos decir que la celebración del contrato (aunque resulte de una manifestación tácita) impone afirmar que primero fue el derecho y que derivado de él la democracia, pues sin contrato no hay convivencia posible, pues en cualquiera de sus variantes, impone conceder parte de las facultades inherentes al hombre para obtener derecho a la protección de la parte no concedida (o en la versión kantiana para obtener derecho). Pero sin embargo podríamos sostener que ese contrato se efectúo gracias a la participación de los distintos hombres, entonces si participar es un acto o característica de la democracia podemos decir que el mismo (como manifestación de derecho) fue posible gracias a la democracia, y así, sucesivamente podríamos ir hacia atrás en busca de distintas manifestaciones hasta llegar a las primeras manifestaciones de vida comunitaria, en donde encontraremos ciertas formas de derecho (o reglas entendidas, o usos y costumbres, o algo parecido a tal que permite el entendimiento de lo que es de cada uno) y gérmenes de participación (ya sea frente a contingencias naturales, necesidades básicas, o manifestaciones de defensa).
Ambos caminos presentan cuestiones que no pueden ser determinadas sin atisbo de crítica, o mediante un corte temporal debidamente fundado. Una salida de tal situación podría consistir en identificar tanto en el derecho como en la democracia su insoslayable aspecto social. En efecto, ambos son productos del hombre, por el hombre y para el hombre, y ambos consideran al hombre como principio de sociabilidad, pues de lo contrario no existiría razón alguna que permita hablar de interrelaciones entre hombres, ámbito natural del derecho y la democracia. De esta manera los conceptos y sus contenidos irán evolucionando en forma paralela, implicándose en algunas oportunidades para diferenciarse y hasta distanciarse en otras.
Ejemplo del distanciamiento lo constituye el hecho de que, tanto en las monarquías, como en las aristocracias, y hasta en algunas tiranías, siempre existieron derechos (aún cuando la manifestación del mismo se reduzca a un grupo de beneficiarios, o castas), aún en ausencia de formas participativas que posibiliten hablar de atisbos democráticos.
Pero, sea como fuere, convivimos –entre otros factores- gracias al derecho y en esa convivencia participamos en la medida que nos habilita la democracia; más aún no debemos olvidar que la necesaria referencia de ambos términos al aspecto social del hombre (que en última instancia se enlaza con la dignidad humana) puede perderse en el camino de las desinteligencias. Mientras que uno marca el cómo nos regimos en nuestras relaciones interpersonales el otro signa quién dispone las pautas que nos rigen. Entonces acudimos a la selección del programa o proyecto de vida social que consideramos más adecuado o el mejor para el cumplimiento de la convivencia que permita el desarrollo de las potencialidades individuales como hombres insertos en sociedad.
En esa selección o elección designamos a quienes cumplirán con el propósito de regir nuestro destino social, asumiendo el compromiso de resguardar el cumplimiento de los mandatos instaurados en procura de semejante propósito.
Pero ello, aún suponiendo tal dinamismo entre una y otra expresión, no nos indica el cómo un poder no elegido (por voto popular) ostenta el poder de vetar nuestros proyectos escogidos.
Contra esto se podría alegar que los gobernantes que asumen la dirección por mandato popular, al llevar al plano de la acción las ideas esgrimidas en la campaña pueden desviarse o extralimitarse en la concreción del mandato infringiendo o alterando ¿realidades? respecto de las cuales no estaban llamados ha modificar, siendo entonces necesario que alguien detente, frente al análisis del caso concreto, la facultad de invalidar aquella extralimitación o desvío. También podría decirse que la democracia se agota en el acto de la votación, cobrando independencia los planes de gobierno respecto de la exégesis de los resultados eleccionarios, frente a lo cual el o los poderes signados democráticamente tienen la facultad de interpretar el mejor destino y/o caminos en la consecución del objetivo señalado en la introducción (el bien común), pero aún así podría sostenerse que dichos poderes podrían extralimitarse incurriendo en iniquidades, resultando entonces necesario, la existencia de alguien que frene o ponga coto al abuso frente al caso concreto.
¿Y quien es ese alguien? Circunscriptos a los tres poderes clásicos del Estado la respuesta no es otra que el Poder Judicial. Un poder ajeno a los programas de gobierno (no en cuanto a la consecución del bien común) en su implementación concreta y diferente al afectado. Pero quien elige ese poder para dirimir la controversia. Si esa elección se produce en el proceso eleccionario paralelo al de los restantes poderes, fácil sería cuestionarlo de imparcialidad por comulgar con un programa determinado; si la elección la efectúa el presunto damnificado, podríamos sostener que ello es plausible en pos de la protección del más débil en la contienda (lo que no significa que le otorguen por la mera elección la razón que argumenta); sin embargo ello deja de lado la cuestión real de la concurrencia incidental en un caso concreto de la cuestión referida a la constitucionalidad. Con ello queremos decir que en la mayoría de los casos son partes privadas, o particulares, o grupales (definidas, por ej. gremios, asociaciones, etc.) las que se enfrentan en una controversia judicial, entonces el quién debe escoger el magistrado resulta difícil de dilucidar. Más aún, cuestión similar se presenta, cuando el Estado es demandado, o un órgano cualificado de él es demandante.
Pero ello no enerva la cuestión sobre la facultad judicial de imponer su cosmovisión constitucional por sobre la ejecutiva o legislativa. Entonces ¿son los jueces agentes de la Constitución o de las leyes?
III) La Génesis del Poder Judicial y el poder interpretativo de la norma [arriba]
Volvamos a nuestros orígenes institucionales, pues ahí podremos observar el cómo fueron delineándose algunos aspectos que involucran a nuestra cuestión.
Iniciando este breve derrotero histórico en nuestra revolución de mayo de 1810 (siete años después de que la Corte de Marshall se pronunciara en Marbury vs. Madison) advertimos que las actas del 24 y 25 perfilarían –aunque nominativamente- la independencia judicial de la Real Audiencia –antecesor institucional de la Corte Suprema de Justicia-, cuya competencia no alcanzaba a las causas contenciosas de gobierno[4], quedando así excluido de su conocimiento las cuestiones que hoy denominaríamos en sentido lato como políticas.
La Real Audiencia estaba integrada por oidores (jueces) de carácter vitalicio, remunerados y graduados en derecho en sus orígenes indianos, luego de la destitución de sus integrantes en junio de aquel año quedó signada bajo la órbita del poder gubernativo que ejercía la Junta, órgano que nombraba y destituía a los miembros de ella. Aún cuando aquí no se hará referencia a los caracteres de la remuneración, permanencia en el cargo, y solo de manera indirecta a la preparación letrada de los integrantes, tengamos presente este punto sobre el descabezamiento colonial del órgano.
En aquella dirección independentista del órgano judicial se presentó el reglamento de la división de poderes sancionado por la Junta Conservadora el 22 de octubre de 1811, en cuya sección tercera se delinea un poder judicial independiente, pero sujeto a las leyes y bandos de buen gobierno para dictar sus resoluciones, reservándose la Junta el derecho de explicar las dudas que pueden ocurrir en la ejecución y observancia del reglamento, delineándose así una atribución de autocontrol sobre la significación normativa, además de reservarse alguna facultades judiciales[5].
No obstante ello, el órgano ejecutivo creado por aquella y conocido como Primer Triunvirato, luego al disolver la Junta que lo concibió dictó su estatuto provisional en noviembre de aquel año, en cuyos fundamentos señaló a aquella como arbitraria por intentar asumir funciones propias de los otros poderes[6], no obstante el aparente perfil independentista que surcan los argumentos del documento, el mismo será concebido hacia el propio órgano ejecutivo al mantener bajo su órbita al órgano judicial[7].
Con el advenimiento de la Asamblea de 1813, la cuestión no resultará diferente a la anterior; pues aún cuando mediante el Estatuto se vedaba al Segundo Triunvirato la designación de miembros en el “Supremo Poder Judiciario” le concedió la posibilidad de conocer y sentenciar en las causas seguidas contra los empleados que no fueran del poder judicial[8]. Sin perjuicio de que en ello pueda verse una suerte de inmunidad para los miembros de la judicatura frente al ejecutivo, no debemos perder de vista la valoración que del judicial se efectúo en los distintos proyectos constitucionales ensayados en la época.
En esa dirección apreciamos que, en el conocido como Proyecto de la Comisión Especial, en el capítulo XXI dedicado al poder judicial, luego de declamar la independencia del mismo mediante el art. 1, destaca en el 3º que “Los jueces deben juzgar por el texto expreso de la ley. Toda interpretación o arbitrariedad es un crimen de que responderán personalmente.”[9], asimismo el cuerpo legislativo revestía la facultad de desaprobar o suspender los reglamentos del ejecutivo en caso de ser contrarios a la constitución[10]; y es que la exégesis resultante impone considerar al producto del legislativo como netamente constitucional por lo cual los jueces no debían plantearse la conformación de la ley al texto supremo pues la ley era producto de la constitución (por lo menos en su consideración formal), mientras que la acción de reglamentación ejercida por el poder ejecutivo sí podía desviarse de la sagrada finalidad impuesta por la ley suprema y cuyo control se encomendaba al poder legislativo.
Por su parte el proyecto de la denominada Sociedad Patriótica guarda silencio sobre este aspecto, mientras que el denominado Tercer Proyecto conmina a los jueces a juzgar en las causas criminales por el texto expreso al considerar toda interpretación un crimen por el que serán responsables[11] mientras que dentro de las facultades atribuidas al Superior Tribunal figura la de incorporar al cuerpo legislativo las dudas que les consulten los inferiores sobre la interpretación de la ley[12], además resguardaba como facultad del Senado la posibilidad de suspender los reglamentos del ejecutivo (denominado Directorio) para la ejecución de las leyes por razón de contrariedad con la constitución; y por último el llamado Proyecto Federal estipulaba la cláusula de no avasallamiento de poderes consistente en la determinación de la expresa prohibición en asumir facultades reservadas a los restantes, imponiendo en lo que aquí nos concierne, que “El Judicial, nunca ejercerá los poderes Legislativo, y Ejecutivo, o alguno de los dos, a fin de que pueda ser un Gobierno de Leyes y no de hombres”[13].
Disuelta la Asamblea y conformada la Junta de Observación dictó en 1815 el Estatuto Provisional estableciendo algunas determinaciones en orden al nombramiento de magistrados, pero guardando silencio respecto de la facultad de interpretación normativa. Recién al año siguiente el Congreso de Tucumán incorporó al Estatuto algunas modificaciones, imponiendo –en lo concerniente- la prohibición de la interpretación de la ley penal[14]; disposición esta que mantuvo el Reglamento Provisorio dictado en 1817 por el Congreso de Tucumán, de cuyo articulado importa destacar la prohibición establecida en el capítulo primero de la sección segunda respecto del contenido del reglamento por otro órgano que no sea el Congreso, facultando a los Jueces para efectuar consulta al Congreso sobre las dudas que les ocurran en la aplicación de todas las leyes, reglamentos o disposiciones en casos generales o particulares, siempre que las consideren en conflicto con los derechos establecidos por el Reglamento y el sistema actual del estado[15].
En la propuesta constituyente del Congreso de Tucumán, conocida como Constitución de 1819, cobra relevancia al respecto el artículo 50 por imponer la obligación a la Corte Suprema de informar al Cuerpo Legislativo todo lo conveniente para las mejoras de la administración de justicia, la que seguirá –establecía la norma- rigiéndose por las leyes que hasta el presente se han establecido en todo lo que no sea contrario a esta Constitución. De esta manera quedaba facultada la Corte a controlar la legislación anterior a la constitución, más la surgida del cuerpo legislativo erigido por la misma no podía ser inaplicada por contraria, aunque establecía este recurso de consejo sobre modificación de la norma.
Truncada su adopción y advenido el denominado anarquismo del año XX con el surgimiento de las montoneras y movimientos acaudillados, los intentos constituyentes no desaparecieron por completo. Tal vez resignados al estrepitoso fracaso de un intento nacional a gran escala, representantes de las provincias (en realidad ciudades) de Mendoza, San Juan y San Luis proyectaron en 1821 la denominada Constitución de Cuyo, en la que se resguardaba para el Poder Legislativo, de manera privativa, la facultad de añadir, corregir, explicar o reformar el reglamento (entiéndase constitución) sin variar su forma esencial[16] y al igual que el fallido intento del 19 preveía la cláusula de información por parte del Judicial al Legislativo de las necesidades de legislación, aplicando la anterior a la constitución en tanto no sea contraria a la misma[17].
En el mismo año la provincia de Salta y Jujuy (que conformaron una unidad hasta la independencia de esta última en 1834) sancionaron su constitución en la que se atribuía al congreso la facultad interpretativa de la misma[18]. Asimismo, el Reglamento Provisorio de la provincia de Córdoba del año 1821, estipulaba en su art. 4 que los jueces podían consultar al Congreso de la Provincia las dudas que surjan en la inteligencia y aplicación de las leyes[19]. En similar sentido puede destacarse el Reglamento Provisorio Constitucional de la provincia de Corrientes del año 1824.
Un nuevo intento de constitución nacional tuvo lugar mediante el proyecto de 1826, en el que desaparece toda mención expresa sobre interpretación de la constitucionalidad o conformidad de la legislación a la misma por parte del legislativo, imponiendo al judicial el cargo de informar al cuerpo legislativo lo conveniente para la mejora de la administración de justicia (art. 127), instituyendo a la Corte como órgano de consulta en los casos de juicios por desafuero a los funcionarios políticos (art. 128)[20]. Pero la Constitución sancionada establecía en su artículo 58 como atribución del congreso la facultad de hacer todas las leyes que reclame el bien del Estado e interpretar y abrogar las existentes[21]; mientras que el artículo 127 imponía a la Corte el deber de informar todo lo conveniente para la mejora de la administración de justicia y elevar todas las dudas que le propusiesen los demás tribunales, sobre la inteligencia de las leyes[22]. Más allá de la suerte que corrió esa constitución, importa destacar el designio del constituyente de salvaguardar para sí la exégesis de la ley, siendo el magistrado el mero ejecutor de la voluntad normativa ceñido a los preceptos en ella contenidos.
Un avance en la facultad interpretativa del poder judicial lo constituye el proyecto de constitución para la provincia de Buenos Aires de 1834, el que si bien establecía una cláusula idéntica al art. 58 de la Constitución del 26, preveía dentro de las facultades y obligaciones del poder judicial el pronunciar toda sentencia por el texto expreso de la ley o con manifestaciones de los principios legales a que se ajusta[23].
No obstante, sería un fenómeno aislado, pues tanto el proyecto de constitución para la provincia de Santiago del Estero de 1835[24], como la Constitución de 1841 de la provincia de Santa Fe[25] establecía la interpretación normativa como facultad expresa de las legislaturas provinciales.
Esos fueron los precedentes de proyectos normativos o normas de existencia efímera que conformaron el acervo de antecedentes existentes al llegar la oportunidad de sancionar la Constitución Nacional en 1853, en cuyo texto no se previó norma alguna con los alcances señalados, ni con la reforma de 1860 al incorporarse la provincia de Buenos Aires.
De ello surge el ineludible interrogante: ¿qué paso? Es decir, si antes de nuestra revolución de mayo el caso insignia del control de constitucionalidad, como manifestación de la esencia de poder del cuerpo judicial ya traspasaba años de su existencia, por qué en los ensayos constitucionales no se encuentra reflejo del mismo y por el contrario se empeña en destacar la interpretación de la ley como facultad del legislativo.
En la búsqueda de una justificación teórica que escape a las mezquindades o ideologías acaudilladas tras versiones unitarias y federales que tienden a enervar los espíritus por reminiscencia a cierto romanticismo mal entendido no encontramos otra justificación que el anclaje doctrinario por parte de los constituyentes en la obra de Montesquieu “Del Espíritu de las Leyes”, elevando en apotegma la desconfianza hacia el juez, con una exaltación –en igual medida- de la ley.
Más allá de la visión de la judicatura como resguardo del antiguo régimen que hiciera llevar miradas de desconfianza sobre los magistrados, por el afán de evitar que estos desde sus estrados entorpecieran el proceso revolucionario; pues qué magistrado originario continuaba en su cargo en 1826 (ya referimos el descabezamiento colonial de la Real Audiencia, y podríamos sostener los mismo de las restantes latitudes de las ciudades, donde más tarde o temprano el cambio fue una realidad); la única cimiente que encontramos es la necesidad de resguardar el propio poder configurado o delineado por los órganos colegiados. ¿Dónde radica el fundamento de esto último?
IV) Entre Charles Louis de Secondat y Thomas Hobbes [arriba]
Es acertado afirmar que otros, antes que estos, se refirieron, directa o indirectamente, a los tópicos del “derecho” y el “gobierno”; pero resulta pertinente al propósito presente efectuar referencia a ellos desde que ambos elaboraron teorías que sirvieron de guías a los sostenedores del control de constitucionalidad; resultando objeto de este punto la somera mención del por qué, de algunas de sus afirmaciones.
El primero indicado en el acápite, más conocido como el barón de Montesquieu afirmaba que “La democracia y la aristocracia no son Estados libres por su naturaleza. La libertad política no se encuentra más que en los Estados modernos; ahora bien, no siempre aparece en ellos, sino sólo cuando no se abusa del poder. Pero es una experiencia eterna, que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites. ¡Quién lo diría! La misma virtud necesita límites.”[26]. Ello luego de afirmar que “En estado natural, los hombres nacen iguales, pero no podrían conservar esta igualdad. La sociedad se la hace perder; y ya no volverán a ser iguales sino en virtud de las leyes. La diferencia entre la democracia sometida a normas y la que no lo está, es que en la primera, todos somos iguales en cuanto ciudadanos, y en la otra lo son también en cuento magistrados, senadores, jueces, padres, maridos o amos.”[27].
Asimismo, afirmaba que en el Gobierno republicano es propio de la naturaleza de la constitución que los jueces sigan la letra de la ley[28], y que tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo. Si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez sería al mismo tiempo legislador. Si va unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor. Los jueces de la nación, no son, como hemos dicho antes, más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes[29].
Todo ello pues, Montesquieu miraba la constitución inglesa cuya máxima expresión se funde en el mandato del Parlamento; pues dicho órgano dicta la ley interpretando una constitución –por cierto- no escrita, de lo que se deriva inseparablemente su carácter constitucional. Así afirmada al inicio la conformidad –en ese régimen observado por el célebre pensador- de la norma con la ley fundamental, nada quedaba al magistrado más que aplicarla tal cual ordenaba el órgano emisor. En otras palabras, el control se encontraba fundido en el mismo acto de emisión de la norma, de lo contrario no hubiera habido norma. Pero dicha práctica plausible de realizar debe su último logro a la esencia de la constitución inglesa, contraria a la nuestra de carácter escrito (entre otras cuestiones). Claro que puede alegarse que aún escrita el Congreso puede interpretarla, y de hecho ello es lo que se espera de cada proceso de formación de la misma, pero el control ulterior resulta posible por el contraste del mandato parlamentario con lo plasmado en la constitución escrita.
Entonces la cuestión ¿no recaería sobre que resulta mejor, si una constitución escrita o una consuetudinaria? Aún pasando por alto el interrogante, podría plantearse, admitiendo la escrita como mejor (por los fundamentos que quiera asignarle), quién debe decir lo que ella dice. Esto en el contexto supuesto de que el poder constituyente es ejercido por los representantes del pueblo, distintos a los funcionarios que integran el poder legislativo, judicial y el que dirige el ejecutivo (de carácter, claro está, unipersonal).
Pero retomemos el propósito del presente punto y advirtamos con Hobbes que “...ni la razón de un hombre ni la razón de un número cualquiera de hombres constituye la certeza; ni un cómputo puede decirse que es correcto porque gran número de hombres lo haya aprobado unánimemente. Por tanto, así como desde el momento que hay una controversia respecto a un cómputo, las partes, por común acuerdo, y para establecer la verdadera razón, deben fijar como módulo la razón de un árbitro o juez, en cuya sentencia puedan ambas apoyarse (a falta de lo cual su controversia o bien degeneraría en disputa o permanecería indecisa por falta de una razón innata), así ocurre también en todos los debates, de cualquier género que sea.”[30].
Asimismo sostenía que la ignorancia de las causas del derecho, de la equidad, la justicia y la ley era la “...causa de que la doctrina de lo justo de lo injusto sea objeto de perpetua disputa, por parte de la pluma y de la espada, mientras que la teoría de las líneas y de las figuras no lo es, porque en tal caso los hombres no consideran la verdad como algo que interfiera con las ambiciones, el provecho o las apetencias de nadie.”[31].
En estrecha relación con ello cabe destacar que su caracterización de la democracia, como aquel gobierno en donde el representante está constituido por una asamblea donde todos cuantos quieran puedan concurrir a ella detentando el poder soberano[32], que siendo “...el Estado, en su representación, una sola persona, no puede fácilmente surgir ninguna contradicción en las leyes; y cuando se produce, la misma razón es capaz, por interpretación o alteración, para eliminarla. En todas las Cortes de justicia es el soberano (que personifica el Estado) quien juzga. Los jueces subordinados deben tener en cuenta la razón que motivó al soberano a instituir aquella ley, a la cual tiene que conformar su sentencia; sólo entonces es la sentencia de su soberano; de otro modo es la suya propia, y una sentencia injusta, en efecto.”[33].
Pero no escapaba a Hobbes la posibilidad de contradicción en las leyes escritas (o positivas) en la utilización de sus términos por la ambigüedad de los mismos o su uso metafórico, afirmando que “...se supone siempre que la intención del legislador es la equidad, pues sería una gran contumelia para el juez pensar otra cosa del soberano. Por consiguiente, si el texto de la ley no autoriza plenamente una sentencia razonable, debe suplirle con la ley de la naturaleza...”[34].
No obstante, afirmaba la unidad del poder soberano y su consecuente indivisibilidad, pues sostener tal cosa importaría la disolución del Estado “...porque los poderes divididos se destruyen mutuamente uno a otro. En virtud de estas doctrinas los hombres sostienen principalmente a algunos que haciendo profesión de las leyes tratan de hacerlas depender de su propia enseñanza, y no del poder legislativo.”[35].
Finalizando este breve recorrido, Hobbes decía que “Se estima como ley fundamental, en un Estado, aquella en virtud de la cual, cuando la ley se suprime, el Estado decae y queda totalmente arruinado, como una construcción cuyos cimientos se destruyen. Por consiguiente, ley fundamental es aquella por la cual los súbditos están obligados a mantener cualquier poder que se dé al soberano, sea monarca o asamblea soberana, sin el cual el Estado no puede subsistir; tal es el poder de hacer la paz y la guerra, instituir jueces, de elegir funcionarios y de realizar todo aquello que se considere necesario para el bien público.”[36].
El autor del Leviatán no admite la existencia de leyes malas, pues no serían ley, y aun desarrollando escuetamente la teoría de la falta de imprevisión legislativa, autoriza al juez a aplicar la ley natural por sobre la civil en el caso de que la última no admita dar una sentencia razonable. No pretendemos entrar en el análisis de qué resulta razonable para Hobbes, simplemente queremos demostrar que, aún siendo la asamblea la soberana, habilita la interpretación judicial en un caso para apartarse de la letra de la norma.
Hora bien, qué sucede si el soberano no es la asamblea en el sentido desarrollado por Montesquieu y Hobbes, sí afirmamos que el soberano es el pueblo al que ellos representan. Es evidente que el pueblo no dicta leyes ni sentencias sino por medio de sus representantes a quienes han elegido para el cumplimiento de dicha tarea, sometiéndolos al imperio de la Constitución adoptada por el pueblo, respecto de la cual deben observar el cumplimiento de sus términos.
V) De la herencia constitucional estadounidense [arriba]
A la hora de explicar las fuentes de nuestra constitución de 1853 es común escuchar a los profesores del derecho constitucional nombrar a la constitución de Estados Unidos, animándose algunos a aventurar que la nuestra no es más que una copia de aquella. Más el propósito del acápite se dirige a efectuar una referencia de los antecedentes de aquel país en punto al control judicial de constitucionalidad.
El cimiento de dicho instituto pareciera encontrarse en una cuestión utilitarista deducible del fundamento de la propia existencia del órgano judicial nacional de ese país.
J. Ticknor Curtis refiriéndose a la organización institucional de la confederación, afirmaba a fines del siglo XIX que: “El defecto más palpable de aquel gobierno, era la completa falta de sanción para sus leyes. No tenía un sistema judicial suyo para resolver y ejecutar contra los individuos. Toda su legislación, en la esencia como en la forma, prescribía deberes a los Estados. La observancia de esos deberes solo podía hacerse efectiva contra aquellos a quienes se prescribían, y esto solo por la fuerza militar. Pero la situación peculiar y anómala de la Confederación Americana consistía en que la facultad de emplear la fuerza contra sus miembros delincuentes no le había sido expresamente delegada por los Artículos de la Unión, y que ella no se podía deducir de los objetivos y estipulaciones generales de ese instrumento, sin una aparente infracción del artículo por el cual los Estados se habían reservado todo el poder, jurisdicción y derecho no delegados “expresamente” a los Estados Unidos. Si esta objeción era fundada, y universalmente fue tenida como tal, debemos estar de acuerdo con la observación del Federalista, de que “los Estados Unidos presentaban el extraordinario espectáculo de un gobierno destituido hasta de la sombra de poder constitucional para obligar al cumplimiento de sus leyes.”[37].
Además, se juzgó impracticable confiar el cumplimiento de las leyes de la confederación a los Estados partes, pues ello implicaría que la parte culpable de violar dicha ley se juzgara y condenara a sí misma. En este sentido Curtis sostenía que: “La desobediencia a un mandato legal de un gobierno puede castigarse o prevenirse de dos modos. Puede hacerse por la aplicación de la fuerza militar, sin juicio, o puede hacerse por medio de un tribunal que juzga, determina quienes son los culpables y les aplica la coerción del poder civil. Esta última es la función peculiar del departamento judicial; y a fin de que pueda llenarla eficazmente, ese departamento debe ser parte del gobierno cuyas leyes ha de hacer efectivas. Para la supremacía de un gobierno es esencial que él juzgue sobre sus propias facultades y haga cumplir sus leyes; pues si pasa esta prerrogativa a otra autoridad subordinada, la sanción definitiva de sus leyes puede ser únicamente el recurso a la fuerza militar dirigida contra los que se han negado a obedecer sus legítimos mandatos.”[38].
Así la introducción de un departamento judicial en el plan de gobierno evidenciaba la intención de revestir al mismo de los poderes que se pudieran ejercer pacíficamente, sin necesidad de suprimir la oposición organizada de las comunidades subordinadas.
Pero, y esto constituye una de las diferencias fundamentales entre nuestros sistemas jurídicos, el common law que los fundadores de todos los Estados habían traído consigo, los había acostumbrado a mirar al poder judicial como investido de funciones en las que se comprendían dos importantes materias. “Por el conocido curso de esa jurisprudencia, el judicial es en primer lugar el departamento que declara la interpretación de las leyes; y en segundo lugar, cuando ha declarado la interpretación de una ley, lo que se resuelve no es solamente el caso particular, sino que se promulga la regla que ha de determinar todos los casos futuros de igual naturaleza regidos por la misma ley. Así el departamento judicial en cuyas decisiones siguen el curso de la ley común, viene a ser no tan solo el árbitro en una controversia particular, sino el departamento por medio del cual el gobierno interpreta la regla de acción prescrita por la legislatura y por la cual deben guiarse todos los ciudadanos.”[39]. Mientras que en nuestros antecedentes se encuentra por doquier la limitación de esa función al órgano judicial[40].
No conocían otra función del judicial que la señalada y era valorada como esencial para una libertad bien ordenada. Situado el consenso general entre los miembros de la comisión encargada de la cuestión en la constituyente se aprobó que los miembros del tribunal supremo fuesen designados por el Senado y que durasen en el cargo durante el tiempo de su buena conducta. Esta cuestión fue adoptada de los estatutos ingleses y de las constituciones de algunos Estados que ya la habían adoptado[41].
Mientras que el motivo de su configuración institucional en la ley suprema se fundó en la necesidad de evitar que el carácter del poder judicial fuese dejado a la accidental elección del Congreso, o a dudosa interpretación, en lugar de ser expresamente ordenado por el pueblo en sus proporciones plenas y esenciales. Sometiendo a la jurisdicción nacional toda cuestión judicial en donde se viera involucrada la Constitución, las leyes y los tratados de la nación ya fuere que el caso sea planteado por una legislatura local o por cualquier departamento del gobierno nacional[42].
Uno de los fines principales para los que fue establecida esta rama del gobierno, era poner a la Constitución en estado de obrar sobre los individuos, asegurando su obediencia a sus mandatos y protegiéndolos en el goce de los derechos y privilegios que ella confiere. Por una parte, el departamento judicial tiene que ver que la autoridad legislativa de la Unión no exija de los individuos deberes que no están dentro de sus poderes prescritos, y que ningún departamento del gobierno general usurpe los derechos de ninguno de los otros o los derechos de los Estados; y por la otra, debe ver que la autoridad legislativa de estos no usurpe los poderes conferidos al gobierno general ni viole los derechos que la Constitución garante al ciudadano[43].
Asimismo, recordaba el mencionado autor que “Hubo gran divergencia de opiniones en la Convención sobre la conveniencia de dar a los jueces, como expositores de la Constitución, la facultad de declarar nula una ley; e indudablemente semejante facultad, a ser introducida en algunos gobiernos, sería legislativa por su naturaleza, sea que las personas que hubieran de ejercerla se llamasen jueces o que estuviesen investidas con las funciones de un consejo de revisión. Pero bajo una Constitución escrita y limitada, semejante facultad, cuando es dada en la forma y ejercida de la manera provista en la Constitución de los Estados Unidos, es estrictamente judicial.”[44].
Ello pues, aún cuando la cuestión de la contrariedad de la norma con la constitución debía ser zanjada por alguno de los departamentos del gobierno nacional, excluyéndose al poder ejecutivo pues podía sobrevenir el inconveniente práctico de que la decisión se haga en una cuestión abstracta, antes que haya emanado un caso que deba ser regido por la ley. Mientras que la exclusión de la legislatura se fundó en que si ella estuviera facultada para resolver en definitiva que las leyes que ella sanciona son constitucionales, existiría la misma dificultad; y el individuo cuyos derechos o intereses pueden ser afectados por una ley, al ser puesta en acción, no tendría oportunidad ninguna de ser oído sobre lo que en dicha forma de gobierno es una cuestión puramente jurídica, sobre la cual todo ciudadano debe ser oído, si quiere serlo, antes que la ley se ejecute en su caso. Y es que rehusar al ciudadano el derecho de ser oído sobre la cuestión llamada constitucionalidad de una ley, cuando ella se supone que rige sus derechos o prescribe sus deberes, sería tan injusto como lo sería privarle del derecho de ser oído sobre la interpretación de la ley, o sobre cualquier otra cuestión legal que surja de la causa[45].
Además Curtis, agregaba que la adopción de un consejo de revisión de leyes, aún cuando limitada al aspecto de su conformación con la constitución, “...habría venido a ser prácticamente una tercera cámara legislativa; porque inevitablemente habría acontecido que también hubieran hallado cabida consideraciones de conveniencia en las deliberaciones de un cuerpo numeroso nombrado para ejercer la facultad de rever todos los actos de legislación.”, agregando que “No hay manera en que la cuestión de facultad constitucional para sancionar una ley pueda ser resuelta, sin la influencia de consideraciones de política o de conveniencia, tan eficazmente, como limitando la resolución definitiva a la acción especial de la ley sobre los hechos de un caso particular. Cuando el tribunal que ha de decidir esta cuestión, por la forma misma en que se le exige que obre, está limitando al alcance de la ley sobre algún derecho o deber de un individuo...”[46].
El propio Hamilton atacó como errónea la idea de que el poder de declarar nulos los actos contrarios a la Constitución llevara inherente la superioridad del Poder Judicial[47]; en su visión de la ley suprema por encima de los poderes constituidos, y en clave contractualista, afirmaba como principio claro que todo acto de la autoridad delegada que sea contrario al mandato en cuya virtud se ejerce carece de valor, es nulo; negar esto implica en esta tesis afirmar la superioridad del mandatario por sobre la Constitución.
En ese sentido afirmaba que el Poder Judicial era instituido entre el pueblo y el Poder Legislativo, con la finalidad de mantener a éste dentro de los límites constitucionales y que siendo la interpretación de las leyes de particular incumbencia a los tribunales, en ellos recaía la interpretación de la Constitución por ser de hecho una ley y toda discrepancia debe ser zanjada a favor de la ley suprema, es decir conforme a la intención del pueblo (mandante) por sobre la de los legisladores (mandatarios).
Asimismo, destacaba que la afirmación respecto de la sustitución del legislativo por el juez imponiendo sus propias intenciones constitucionales bajo el pretexto de la incompatibilidad normativa no se diferencia del argumento sobre la interpretación judicial de dos normas contradictorias emanadas del mismo órgano; debe primar el juicio por sobre la voluntad judicial.
Si esto es así ¿Dónde radica el inicio del embate contra la interpretación constitucional judicial y la consecuente facultad de invalidar la norma contraria a la Constitución? ¿Quién debe decir que dice la Constitución?
Admitida la participación del Judicial en la trilogía de funciones que integran el poder del Estado y aceptada (como hipótesis) la naturaleza política de la función controladora de constitucionalidad, indaguemos normativamente el cómo acceden los magistrados al poder a nivel nacional, o más correctamente: Federal.
Como tesis sostendremos aquí que ello es posible mediante una elección cualificada o elección indirecta compleja, con lo cual el recaudo electivo quedaría satisfecho, representando en el acto de declaración de inconstitucionalidad al pueblo que concurrió con su voto a la adopción de los mecanismos previstos para la instauración en los respectivos cargos de los distintos jueces que poseen jurisdicción ordinaria y constitucional (a diferencia de los que detentan o reflejan el sistema europeo de jurisdicción dividida; v. gr. Italia).
Esa elección está constituida, en resumidas cuentas, por un proceso eleccionario instaurado en la reforma constitucional de 1994; en ella se previó (al igual que su antecesora) que los integrantes de la Corte Suprema de Justicia (cabeza del poder judicial) son designados por el Presidente con acuerdo del Senado que requiere la mayoría de dos tercios de los presentes, dado en sesión pública, posibilitando un mayor control político y social en la designación (art. 99, inc. 4º CN); mientras que los integrantes de los demás tribunales acceden a sus cargos por nombramiento del Presidente sobre la base de una terna vinculante que eleva el Consejo de la Magistratura (art. 114, inc. 2º CN), que deberá tener acuerdo del Senado dado en sesión pública en la que se tratará la idoneidad de los candidatos (art. 99, inc. 4 CN).
Así a la conformación de la voluntad del nombramiento concurren en uno y otro caso la manifestación de funcionarios elegidos directamente por el pueblo de la Nación Argentina, a quienes representan en las esferas de sus respectivas funciones y de cuya conjugación surgen las debidas designaciones (meditadas y valoradas por los representantes políticos) de los magistrados judiciales encargados de la potestad jurisdiccional del Estado.
Podría plantearse si esta forma de elección de los magistrados no apoya la tesis de que el judicial no es en realidad uno de los poderes del Estado; pasando por alto la cuestión del contraste de dicho interrogante con lo normado por la Constitución que establece lo contrario, podríamos decir que antes de la reforma los Senadores eran designados por votación de las respectivas legislaturas provinciales, no habiendo nadie sostenido la circunstancia antidemocrática de dicha designación. Si bien esto último respondía a la representación del Estado Provincial que ejercían los Senadores en la Cámara Legislativa, dicha designación compatibilizaba con la función que ellos ejercían. En igual sentido los magistrados federales representan al Estado Nacional en el cumplimiento de sus funciones jurisdiccionales.
Dicha elección se justifica en el caso por la función que identifica al Poder Judicial, lugar que se encuentra reservado en su ejercicio para aquellos ciudadanos que poseen particulares conocimientos normativos acreditados por titulo habilitante expedido por Universidad autorizada por el Estado Nacional, circunstancia que reduce el espectros de ciudadanos que pueden postularse para su ejercicio; además del procedimiento de selección de candidatos que posibilita verificar la idoneidad de los postulantes mediante la celebración de concursos de antecedentes y por oposición (celebrados por un órgano constituido por representantes de distintos sectores del estado también integrados democráticamente), revalidados por la designación de la autoridad escogida democráticamente.
Pero esta manera de seleccionar a los magistrados integrantes del Poder Judicial Nacional, aunque aceptablemente democrática, no impone de por sí la justificación de la facultad de declaración de inconstitucionalidad de una norma emanada de otro órgano democráticamente escogido a nivel nacional. Es decir que si bien la función jurisdiccional lleva aneja la aplicación del sistema normativo (a lo largo de todo el procedimiento de que se trate) al caso que se ventila o plantea, puede afirmarse que dicho sistema está estructurado (en lo que a leyes se refiere) por las estipulaciones emanadas del órgano constitucionalmente encargado de dictarlas, por lo que el juicio de constitucionalidad estaría ejercido ya por el Poder Legislativo al momento de proyectar la norma de que se trata.
Ello se refuerza con la inveterada doctrina del Máximo Tribunal que sostiene que “...en materia de interpretación de las leyes, debe preferirse la que mejor concuerde con las garantías, principios y derechos consagrados por la Constitución Nacional. De manera que solamente se acepta la que es susceptible de objeción constitucional, cuando ella es palmaria, y el texto discutido no sea lealmente susceptible de otra concordante con la Carta Fundamental.”[48], y que “...la declaración de la inconstitucionalidad de una ley es acto de suma gravedad institucional y debe ser considerada como una última ratio de orden jurídico...”[49].
Pero de nuevo ¿en qué se basa ese acto de última ratio de orden jurídico? Los partidarios del control judicial de constitucionalidad no dudarán en afirmar en la supremacía constitucional que se deriva de la exégesis del art. 31 de la Constitución Nacional, mientras que los detractores afirmarán que dicha norma en su adecuada entelequia impone la supremacía del orden normativo federal no resolviendo la cuestión de la facultad del magistrado federal de inaplicar por inconstitucional una ley emanada el Poder Legislativo de la Nación; es decir, que no resuelve la cuestión a nivel nacional.
No es la afirmación, sino la impugnación la que aquí nos ocupa, pues de lo contrario el tema encontraría su cierre en la afirmación normativa del artículo 31 (en función del art. 75, inc. 22 y art. 106 CN) de la Constitución Nacional.
De ello se sigue un interrogante de alcance general respecto a quién debe interpretar la Constitución Nacional. Una respuesta que resiste todo examen lógico es que todos deben interpretarla (incluidos los ciudadanos); pero da lugar a otro interrogante referente respecto a quién tiene autoridad para interpretarla, es decir quien puede con su interpretación fijar su alcance oficial. La respuesta a este interrogante la encontramos en la división funcional establecida en la Constitución Nacional, por lo que podríamos acordar que los tres poderes del Estado poseen autoridad para fijar su interpretación con el alcance que les acuerda la Constitución en el ejercicio de sus funciones.
En efecto, tanto el Presidente en el cumplimiento de sus funciones, como los Legisladores en el proceso de formación y sanción de las leyes y los jueces en la aplicación normativa, por principio, deben interpretar la Constitución guiándose por su contenido en el cumplimiento del fin último del Estado: el sempiterno e inalcanzable bien común. Ahora bien, esta cuestión no ha sido puesta en tela de juicio, fincándose la atención en otra derivada de ella. Y es que no existe acuerdo sobre la primacía de la interpretación jurisdiccional de la ley fundamental respecto a la que pudieran efectuar los restantes poderes.
Pues una cosa es que los magistrados sean electos democráticamente (en la forma en que aquí se vio) y otra es que ello los autorice para invalidar actos emanados de los representantes directos del pueblo en su función legisladora en pos del bien común. Podría sostenerse que una cosa es la creación de la norma y la consecuente interpretación constitucional que se efectúa en dicha función y otra es la aplicación al caso concreto de la misma y la necesaria conjugación de dicha aplicación con los principios constitucionales.
Aún cuando ello se admitiese sin mayores sobresaltos, quedaría remanente de dilucidación la determinación de la facultad interpretativa de los alcances de los términos contenidos en la Constitución y el por qué de la primacía jurisdiccional frente a la legislativa en la exégesis de los términos constitucionales.
Deslizábamos en el anterior acápite la facultad interpretativa inherente a los poderes que constituyen el Estado Nacional. También hemos afirmado la fluctuación entre las funciones de los poderes en la búsqueda del bien común que justifica en última instancia la existencia estatal.
Ahora bien, afirmaba Sarmiento que “Corresponde esta facultad a cada uno de los Poderes Públicos en la órbita de sus funciones. Todo funcionario público es intérprete de la Constitución en cuento debe antes de obrar saber si tiene facultad para ejercer un acto, y en seguida sostener la doctrina de la legitimidad de sus actos.”[50]. Y sostenía Joaquín V. Gonzáles que “...la Constitución es el código que a todos los individuos obliga y protege por igual, que es la garantía de todos los derechos del hombre y de la comunidad, y que por medio del gobierno que ha creado, hace efectivas y palpables las promesas de la Revolución que diera a nuestro país la independencia y los beneficios infinitos de la libertad.”[51].
Esos postulados al presente no han perdido vigencia, y nadie cuestiona la corrección inherente de los mismos; sin embargo, su contenido no dista de otras afirmaciones genéricas, y si bien otrora tuvieran vital importancia a lo efectos de nuestra suerte institucional, hoy resultan necesarios de mayores precisiones so riesgo de tornar en letra muerta tales afirmaciones.
No constituye aquí propósito alguno manifestarnos sobre la determinación del contenido y alcance de la interpretación, pues el tópico a dilucidar refiere a la facultad jurisdiccional prevaleciente a la legislativa en el acto interpretativo y no a su contenido. Así el planteo de la cuestión se ciñe a la potestad en sí misma y no a su consistencia, pues hablar de alcance sería aceptar la facultad interpretativa de la magistratura y por añadidura otorgarle efecto práctico en la resolución del conflicto.
Entonces, el quien interpreta y cómo interpreta no se cuestionan. Aún cuando puede sostenerse que la ausencia de superposición entre la función interpretativa del legislativo (abstracta por regla) y la judicial (concreta por regla) evitan el choque lógico entre ambas, dejando a salvo las respectivas facultades, veamos en qué se funda la segunda interpretación para ser superior a la primera evitando caer en el expediente común de la determinación del caso concreto.
Así concordemos en que el inc. 32, del art. 75 de la Constitución Nacional pone en cabeza del legislativo la obligación de hacer las leyes y reglamentos que sean convenientes para poner en ejercicio los poderes antecedentes, y todos los otros concedidos por la presente Constitución al Gobierno de la Nación Argentina, y que en dicha disposición se condensa operativamente el cómo de la función del órgano en cumplimiento de la finalidad reiteradamente mencionada.
Ahora bien, al cumplir semejante misión el cuerpo deliberativo interpreta y concuerda (expresa o tácitamente) en que la normativa en consideración no violenta los preceptos de la constitución; pues de lo contrario no podría existir propuesta de norma sometida al ejecutivo (y en caso de veto, tampoco la reafirmación de su contenido) sin caer en contradicción con la constitución (por ejemplo la determinación por vía de reglamentación de la pena de muerte, la confiscación de todos los bienes de un ciudadano en virtud de sus ideas políticas o religiosas, la expulsión de un ciudadano del territorio de la nación, la negación de accesos a cargos públicos por motivos de sexo, raza, etc., en fin la franca prohibición en el ejercicio de algún derecho constitucional) y por tanto carente de legitimidad.
Pero aún cuando el legislativo se mueva dentro de su competencia constitucional en el ejercicio de su facultad de reglamentar ello no significa que pueda crear derecho constitucional, o mejor dicho no puede modificar la constitución por vía de reglamentación normativa. En otras palabras, la interpretación constitucional necesaria para la regulación legislativa no impone de por sí creación constitucional alguna; pues se limita al contenido de las cláusulas de la ley fundamental dando en última instancia su fundamento a la norma creada.
Ahora bien, dónde se encuentra el límite al legislativo (predicable también del ejecutivo según el caso), sostenemos aquí como tesis que el coto normativo está dado por lo previsto por el art. 28 de la Constitución Nacional estableciendo que “Los principios, garantías y derechos reconocidos en los anteriores artículos, no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio.”.
Joaquín V. González afirmaba que ese artículo debía ser considerado en concordancia con el art. 14, a los efectos de la adecuada interpretación del mismo, y agregaba que: “Su propósito es de principios y de experiencia, de reconocimiento de la integridad de los derechos, y de defensa contra las invasiones del poder legislativo en la esfera reservada de la soberanía nacional, no conferida a los Poderes del gobierno. Porque no sólo puede haber en los pueblos presidentes o reyes que se hagan tiranos, sino también Legislaturas o Parlamentos que conviertan su potestad de dictar leyes en verdadero despotismo, o den leyes injustas para usurpar otros poderes u oprimir la libertad y los derechos de los individuos del pueblo.”[52]
Aquella norma que invocamos ha sido considerada por la doctrina nacional, por lo general, como la pierda de toque del denominado “control de policía” o “poder de policía”, cuyas características aquí se dejan de lado[53]. Lo que importa destacar es la limitación constitucional que tiene el Congreso Nacional al sancionar la norma, pues uno de los actos más puros de interpretación lo encontramos en los casos de sanción de normas reglamentarias de derechos consagrados en la Constitución Nacional. Ahora bien, si la propia facultad impone límites, él mismo resulta aplicable a todo proceso legislativo, que en pocos términos podría decirse así: ninguna norma puede trasvasar o infringir contenidos constitucionales. Es decir que la renombrada lógica de Marshall, en nuestro sistema encuentra más que un silogismo apodíctico, pues tiene sustento normativo.
Entonces la ley deja de ser un acto de mera potestad normativa para asumir su calidad de “acto de gobierno” (no confundir con político) pudiendo, quien se vea afectado por ella, recurrir a la justicia en procura de una resolución que lo resguarde de dicha norma.
Ante ello cabría plantearse si es posible que en una democracia la decisión interpretativa del cuerpo legislativo sucumba ante la judicial, dejando de lado la ristra de pronunciamientos del Máximo Tribunal referentes a la utilización de la invalidación inconstitucional de una norma, para centrarnos en la potestad interpretativa. Es decir, sobre el cómo y por qué la determinación democrática (suponiendo que así sea) del contenido constitucional puede enervarse mediante la interpretación judicial.
Advertir ello impone recordar que nos regimos por una democracia republicana, o que convivimos en una república democrática, y que como tal impone admitir la existencia de controles recíprocos entre los distintos órganos del poder estatal. Es decir que la cuestión no puede resolverse en términos meramente democráticos, mejor dicho, con la utilización de procesos democráticos. El por qué de esta cuestión se funda en la ausencia de mecanismos de participación de discusión ulteriores a la sanción de la ley. En otros términos, puede argüirse que finalizado el proceso parlamentario de formación de la ley la interpretación constitucional que se efectúa (o que inspira la norma) queda evidenciada en el producto normativo.
Ello no importa sostener la imposibilidad de valoración constitucional de la norma. Lo que implica es la finalización del procedimiento deliberativo en el seno del cuerpo legislativo. Órgano que posee la facultad de modificar la norma en virtud de nuevas consideraciones que pueda efectuar. Pero plasmada la norma, o estratificado su contenido, su valoración saldrá de la esfera del legislativo, quedando en la ciudadanía en general la potestad interpretativa de la constitucionalidad de la misma. No obstante, frente a un conflicto particular, ningún ciudadano podrá declarar que la norma es contraria a la ley fundamental, pues ello es un acto de autoridad que incumbe al magistrado, quien valorará si la ley que rige el caso compatibiliza con el estándar constitucional que rige la materia.
Ello toda vez que, en una democracia republicana, como la nuestra, en donde el Judicial es un verdadero poder del Estado, el control de los actos emanados del legislativo resulta un imperativo constitucional. Advirtamos que la imposición republicana ha estado presente desde 1853 en la Constitución Nacional, mientras que la condición democrática de la misma, recién fue salvaguardada con la reforma de 1994. Con ello queremos destacar que democracia y república resultan hoy dos principios imposibles de escindir, pero en cuyo centro mantendrán una relación dialéctica en perpetua tensión.
VIII) Del control judicial democrático de constitucionalidad [arriba]
En Argentina fue Carlos Nino, entre otros, quien más se preocupó por la legitimidad democrática del proceso de control judicial de constitucionalidad; en su obra “Fundamentos de Derecho Constitucional” encaró la problemática tarea de la justificación de dicho control.
En ella analizó los argumentos positivos (supremacía de la Constitución: sostenida por Marshall, Kelsen, Hart, etc.; el reconocimiento de derechos afincados por Dworkin y la estructura del razonamiento práctico), el argumento negativo de la dificultad contra mayoritaria y la legitimidad democrática de la Constitución (ensayado por Ackerman, entre otros), proponiendo como superadora la opción procedimiental de John H. Ely enriquecida por una visión deliberativa del proceso espistémico que representa la democracia (deliberativa, claro está).
Al respecto, el ius-filósofo sostenía que: “Partiendo de la base de la concepción deliberativa de la democracia, que le da prioridad epistémica sobre el proceso judicial, se ha determinado que de las condiciones de esa misma concepción –que, en principio niega el control judicial de constitucionalidad- se derivan causales importantes para habilitar la revisión judicial de las leyes y de las normas democráticas. Esas causales están relacionadas con la supervisión del mismo procedimiento democrático para corregirlo y ampliarlo, con la exclusión de normas con fundamento perfeccionista y con la preservación de la continuidad de la práctica jurídico-institucional.”[54].
Aún cuando admitamos esta teoría, posible de caracterizarle como procesal, y reconociéramos que los argumentos blandidos por Nino vienen a superar las objeciones contra mayoritarias[55], no puede separarse su aplicación de la cosmovisión del autor y su predicación respecto de la democracia deliberativa; por lo que bien podríamos preguntarnos respecto de si nos encontramos inmersos en una democracia como la que describe el autor que justifica dicho proceso.
Asimismo, podría plantearse hasta qué punto el control de los mecanismos procesales no constituye en esencia un control sustancial; pues aún cuando pretenda efectuarse dicho control en la medida en que el derecho regulado impacte en el proceso democrático –en su carácter de precondiciones- en el fondo la cuestión repercutirá sobre la libertad de los ciudadanos piedra angular de todo el sistema constitucional.
Sea como fuere no puede negarse que el poder judicial cogobierna al ejercer la inalienable función jurisdiccional, al dirimir la controversia, al dictar sentencia, y ese acto final constituye un acto de gobierno, si bien sometido a cánones jurídicos en un contexto de Estado de Derecho donde se vela por la protección y cumplimiento de la norma fundamental[56].
Fundar la interpretación legislativa como último valuarte constitucional es fundar la reiterada modificación de la constitución (positivamente) por acción de reglamentación; mientras que fundar la interpretación judicial es resguardar aquella modificación en punto a las acciones afirmativas que tiendan a desvirtuar. Esto no responde el punto del porqué la interpretación del judicial se acomodará más exactamente (si se quiere) al verdadero espíritu (si es que lo tiene) de la constitución que la efectuada por el legislativo; pero sin duda sí fundamenta el debido resguardo de cualquier extralimitación positiva en función de que no es el órgano que reglamente el que interpreta. Ello aún bajo el riesgo de frenar el avance hacia el bien común; pues queda habilitado al legislativo intentar nuevamente –mediante otro andarivel- lograr la consecución de su objetivo puesto en miras al legislar.
Cuando se dice que el Poder Judicial es el guardián de la Constitución, se dice también que es el encargado de cumplir la voluntad constituyente, materializada en las cláusulas de la Constitución, asumiendo en tal carácter una jerarquía de poder “jurídico” superior al Legislativo y al Ejecutivo, por la misma razón que la Constitución es superior a la ley y al decreto. Claro está que el Poder Judicial no ejerce el poder constituyente, y que su función se limita a la aplicación del derecho que ese poder constituyente emana, pero al hacerlo le es forzoso enfrentarse con las leyes y los decretos, a los cuales debe imponer la supremacía constitucional, en nombre del poder constituyente[57].
No es el judicial un poder por encima del Poder Soberano, sino que se encuentra subordinado a las pautas constitucionales y en sus interpretaciones acuñará la fuerza preceptiva de la Constitución Nacional, pues es la única manera en que la supremacía y eficacia limitativa del legislativo –como se vio- encuentren alguna operatividad.
Ello no impone de por sí admitir que este poder fije las pautas morales, o se funde en entelequias perfeccionistas, o avasalle la dignidad humana en contra de la autonomía personal en su debida proyección social. Por el contrario, implica resguardar al ciudadano del posible abuso en la proyección legislativa, de las arbitrariedades normativas contrarias a los principios acuñados por los constituyentes.
Mas aún, nunca debe perderse de vista que la índole cualitativa del derecho, de su método argumental, de las tensiones o conflictos potenciales que dimanan de la oposición relativa de títulos y pretensiones y del carácter problemático del ajuste de las situaciones fácticas concretas con las normas jurídicas generales o de la realización del valor del Derecho en los hechos, lo justo no es –como una sustancia- un “quid” absoluto; lo justo admite grados; el valor de justicia puede realizarse en una mayor o menor medida en un orden jurídico vigente; el bien común puede realizarse en mayor o menor medida en la vida social[58].
En definitiva el resguardo que impone la Constitución Nacional consiste en evitar el límite negativo del derecho, donde como sostuviera Lamas se pierde totalmente “...su validez y se convierte en un mero hecho de fuerza antijurídico...”, momento este “...constituido por la pura arbitrariedad, por la irracionalidad; por la desproporción manifiesta con el bien común, por la negación grave de las exigencias ético-sociales que emanan de la naturaleza humana y del carácter personal del hombre, etc.“[59].
Es así que el proceso judicial, en cuento resguarda los derechos y garantías consagrados en la ley fundamental, tiene indiscutible raigambre democrática. Es más, presupone –según los actuales términos de la Constitución- un Estado de Derecho la existencia de una democracia republicana, donde participación y control se fundan en la búsqueda del bien común político.
Que un magistrado tenga más poder que todo el Congreso Nacional, es un tópico que ni los propios detractores de nuestro sistema de control constitucional han encarado con seriedad. Es más, se ha pasado por alto que el magistrado dice el derecho, y que al decirlo crea una norma particular destinada a regir el caso; entonces, si no puede controlar la conformidad de la regulación legislativa (y por ende la interpretación en clave constitucional) cómo es posible que dirima el conflicto elaborando decisiones sobre presunciones “arbitrarias”: ¿estaría haciendo justicia?
No se trata de justificar el gobierno de los magistrados. Estos, reiteradamente se ha dicho, en la medida en que integran el Poder Judicial efectúan una de las funciones indispensables e inherentes a la Soberanía Popular: la administración de justicia.
El cómo de la interpretación, será cuestión disímil a la presente, pues en ella se verán a qué elementos recurre el juez para sostener que la norma que critica es contraria a la Constitución, siendo –efectivamente- responsable por su decisión. Asimismo, no puede pasarse por alto la verdadera cautela con la que el Judicial ha procedido a invalidar por contraria o inaplicar normas del Poder Legislativo. Es así que el carácter democrático del control judicial de constitucionalidad debe ser necesariamente entendido en clave republicana; de lo contrario estaríamos frente a otro sistema –hipotético y como tal irreal- ajeno a nuestra sistemática constitucional[60].
Para entender la democracia y al derecho como creación del hombre donde se pone en crisis el control judicial de constitucionalidad por el aparente sojuzgamiento de la democracia en pos del derecho, debemos advertir que el hombre en la sociedad actual, si no está absorto de la realidad, busca los fundamentos que la constituyen; porque no acepta lo que dura; no lo conforma lo que ha recibido y no ha sido elaborado por él[61]. Ha caído el mundo en donde el derecho público existía a la sombra del derecho privado. El hombre de hoy pretende vivir en el derecho privado pero impregnado de publicismo, y cuando se toma una medida publicista no demora en hacer escuchar su voz. Y es que no comprende este hombre la combinación de factores que concurrieron a conformar este sistema jurídico, extremo que importa necesariamente desarrollar otras consideraciones.
No obstante, entiendo acertado prestar adhesión al control judicial de constitucionalidad por respetar las exigencias democráticas en nuestra República. Proposiciones de perfeccionamiento resultan plausibles de propugnar, sin olvidar que dicho control es un medio y no una finalidad en sí misma en un Estado de Derecho donde el Judicial constituye un verdadero poder sometido a la Constitución Nacional.
* Fiscal General Adjunto PGN; Magister en Derecho con orientación en Derecho Constitucional y Derechos Humanos (U. Palermo); Especialista en Derecho Penal (U. Austral); Especialista en Derecho de la Alta Tecnología (UCA).
[1] Quienes decantan, en el mejor de los casos, por una u otra vertiente iusfilosófica –pensemos en Santo Tomás de Aquino, Stammler, Radbruch, Kant, Hegel, Hart, Kaufmann, Weber, etc.-; ni si quiera por aquellos que aparentan compartir los mismos principios.
[2] Dejemos de lado la parte vencida, cuya valoración será –en algunos casos- contraria; pero valoración al fin, pues ello nos llevaría a analizar en igual medida la valoración de la ley.
[3] Herodoto, Platón, Aristóteles, Polibio, Maquiavelo, Bodin, Montesquieu, Jellineck, Pareto, Duverger, Jiménez de Praga, Burdeau, Aron, etc., etc., así lo acreditan en sus respectivas manifestaciones.
[4] Cfr. Registro Oficial de la República Argentina, tomo I, documento 2 págs. 8 y 9 –Bs. As. 1879.
[5] Cfr. Documentos de la conformación institucional argentina, Poder Ejecutivo Nacional, Ministerio del Interior, 1974, págs. 44/45.
[6] Cfr. Documentos... pág. 50.
[7] Cfr. art. 5 del estatuto.
[8] Cfr. M. Cristina Sechesso de López Aragón, “Génesis Histórica del Poder Judicial”, en obra colectiva “El Poder Judicial”, Ed. Depalma, Bs. As. 1989, pág. 17.
[9] Cfr. Documentos... pág. 71.
[10] Cfr. art. 5 del capítulo X en Documentos... pág. 63.
[11] Cfr. art. 125.
[12] Cfr. art. 138, numeral 6 –ver en Documentos... pág. 107/8.
[13] Cfr. art. 63, Documentos... pág. 124.
[14] Cfr. Documentos... pág. 167.
[15] Cfr. Documentos... pág. 186.
[16] Cfr. art. 15 en Documento... pág. 283.
[17] Cfr. art. 77 en Documento... pág. 287.
[18] Cfr. art. 3, acápite 3 en Documentos... pág. 293.
[19] Cfr. Documentos... pág. 308.
[20] Cfr. Documentos... pág. 382.
[21] Cfr. Documentos... pág. 397.
[22] Cfr. Documentos... pág. 402.
[23] Cfr. art. 127 en Documentos... pág. 447.
[24] Cfr. art.33, Documentos... pág. 458.
[25] Cfr. art. 16, Documentos... pág. 468.
[26] Del espíritu de las leyes, Primera Parte, Libro XI, cap. 4.
[27] Del espíritu de las leyes, Primera Parte, Libro VIII, capítulo 3.
[28] Del espíritu... Primera Parte, Libro IV, capitulo 3.
[29] Del espíritu... Parte Segunda, Libro XI, capitulo 6.
[30] Cfr. “Leviatán” o la materia, forma y poder de una República Eclesiástica y Civil, P I C 5.
[31] Cfr. “Leviatán”, P I C 11.
[32] Cfr. “Leviatán”, P II C 26.
[33] Cfr. “Leviatán”, P II C 26.
[34] Cfr. “Leviatán”, P II C 26.
[35] Cfr. “Leviatán”, P II C 29.
[36] Cfr. “Leviatán”, P II C 26.
[37] Cfr. “Historia del origen, formación y adopción de la constitución de los Estados Unidos”, traducción de J. M. Cantilo, Bs. AS. 1866, pág. 55.
[38] Cfr. ob. cit. pág. 56.
[39] Cfr. Curtis, ob. cit. pág. 58.
[40] Cfr. tópico anterior.
[41] En este sentido recuerda Curtis que “El nombramiento de los jueces en Inglaterra, hasta el año 1700, era hecho por la corona; y aun cuando algunas veces se expedía para que subsistiese en tanto que durase su buena conducta, en general se daba durante la voluntad de la corona, pudiendo ella siempre optar por la adopción de uno u otro término, según lo juzgase conveniente. Pero en el estatuto sancionado en el año décimo tercero del reinado de Guillermo III, que al fin afianzó el ascendiente de la religión protestante en aquel país, y dictó otras disposiciones relativas a los derechos y libertades de los súbditos, se resolvió que los nombramientos de los jueces deberían subsistir durante su buena conducta, y que sus salarios deberían ser determinados y establecidos; pero para la corona era legítimo removerlos a petición de las dos cámaras del parlamento. Sin embargo, siempre se consideró que los nombramientos de los jueces espiraban a la muerte del rey y a fin de prevenir esto, y para hacer que los jueces fueran mas eficazmente independientes, un nuevo estatuto de Jorge III, declaró que los nombramientos de los jueces subsistirían durante el tiempo de su buena conducta, a pesar del fallecimiento del monarca; y que los salarios que les habían sido una vez acordados se pagarían en todo tiempo, en tanto que subsistieran sus nombramientos. La disposición que los hacía movibles por la corona a petición de las dos cámaras del parlamento fue conservada y nuevamente establecida.” -cfr. ob. cit. pág. 61/62-.
[42] Cfr. Curtis, ob. cit., págs. 382 y 386.
[43] En esa dirección agregaba que “...a la vez que el departamento judicial del gobierno general fue (...) designado para hacer efectivos los deberes y proteger los derechos individuales, es claro que, en un sistema de gobierno donde esos derechos y deberes deben ser determinados por las disposiciones de una ley fundamental dispuesta para el fin expreso de definir los poderes del gobierno general y de cada uno de sus departamento, y establecer ciertos límites a los poderes de los Estados, el acto simple de determinar la existencia de esos derechos y deberes puede comprender la decisión de la cuestión de si los actos del poder legislativo o ejecutivo son conforme a las exigencias de la ley fundamental.” -cfr. ob. cit. págs. 388/389-.
[44] Cfr. ob. cit. pág. 389.
[45] Cfr. Curtis, ob. cit. págs. 390 y 391.
[46] Cfr. ob. cit. pág. 391/392.
[47] Cfr. El Federalista, LXXVIII.
[48] Fallos 14:425; 105:22; 112:63; 182:317, entre muchos otros.
[49] Fallos 200:180; 247:387; entre otros.
[50] ver en Obras Completas, Tomo LI, pág. 208.
[51] Cfr. Manual de la Constitución Argentina, pág. 33.
[52] Cfr. Manual... pág. 95.
[53] Cfr. Humberto Quiroga Lavié, “Constitución de la Nación Argentina Comentada”, Tercera Edición, Ed. Zavalia, pág. 159; Néstor Pedro Sagües, “Elementos de derecho constitucional”, tercera edición actualizada y ampliada, Tomo 2, Ed. ASTREA, pág. 877.
[54] Cfr. Carlos Nino, “Fundamentos de Derecho Constitucional”, pág. 704.
[55] Jonathan Millar afirmaba que “Una vez que reconocemos la amplitud del Poder Judicial y el carácter político de sus decisiones autónomas, nace el problema de cómo justificar el ejercicio de ese poder. El problema que se presenta, cuando un tribunal utiliza su poder en el control de constitucionalidad, es que ejerce una atribución que no le viene por elección directa del pueblo ya que éste ha conferido la facultad de crear normas a los representantes elegidos por el mismo pueblo. El control de constitucionalidad ejercido por órganos que no son elegidos ni resultan públicamente responsables de una manera significativa, representa un límite al poder político de los representantes elegidos por el pueblo que, de tal modo, no podrán gobernar siempre como quisieran. Si esto es así, nace la pregunta: ¿Cómo puede ser ejercido el poder político de los jueces sin violar el proceso democrático? Si un tribunal ejerce un control de constitucionalidad que depende en parte de elementos extrínsecos a la Constitución, carece de justificación de que está obrando según la voluntad del pueblo por estar limitado a actuar según las palabras de un documento ratificado por el pueblo.” “Control de Constitucionalidad: El poder político del poder judicial y sus límites en una democracia” Cfr. ED 17/10/86, p- 4-6.
[56] Cfr. Bianchi, Alberto B. “¿Está en crisis el sistema clásico de control de constitucionalidad?”, publicado en LL T 1990-E-1090 y ss. Cfr. Giuseppe de Vergottini, “Derecho Constitucional Comparado”, Ed. Espasa-Capel, Madrid 1983, Traducción de Pablo Lucas Verdú, pág. 227.
[57] Cfr. Carlos Sánchez Viamonte, “El Constitucionalismo”, Ed. Bibliográfica Argentina, Bs. As. 1957, pág. 86. Asimismo, afirmaba que “La necesidad de defender a la sociedad y al individuo contra todo exceso o abuso de poder o de fuerza es lo que ha dado origen a la idea institucional de garantía, que, en principio, supone la posibilidad de fricción o razonamiento entre la autoridad y la libertad, y se propone proteger al más débil.” –cfr. pág. 83-.
[58] Lamas, Felix Adolfo; “La Experiencia Jurídica”; Ed. Instituto de Estudios Filosóficos Santo Tomás de Aquino; Bs.As. 1991; página 525.
[59] Ídem. Nota anterior.
[60] García de Entrerría afirmaba que “Toda la cuestión sobre los tribunales constitucionales versa siempre sobre las mismas dos cuestiones, bien conocidas. Por una parte, la cuestión de la tensión entre política y derecho, que inquiere si los graves problemas políticos que se someten a la decisión del tribunal pueden resolverse con los criterios y los métodos de una decisión judicial. ¿Es, por tanto, el tribunal, a pesar de su nombre, una verdadera jurisdicción, o es más bien un órgano político, que decide políticamente bajo capa de sentencias? Y antes aún: ¿es que los problemas políticos (y los problemas de principios, sometidos a una presión social de tantas atmósferas) son susceptibles de judicializarse, de reconducirse a soluciones jurídicas con parámetros preestablecidos, como lo es propio de todo litigio procesal? Segunda cuestión, íntimamente ligada a la anterior: ¿de dónde extrae el tribunal constitucional sus criterios de decisión, supuesto que él interviene justamente en el momento en qué se comprueba una insuficiencia del texto constitucional?, pues aunque pretenda aplicar este, es un hecho que la historia demuestra que los tribunales constitucionales ejercitan en la práctica un verdadero amending power, en los términos del juez Marlan, esto es, un poder de enmendar o revisar la constitución, o al menos de suplementarla, de construir preceptos constitucionales nuevos, que ni pudieron estar siquiera en la intención del constituyente. Y entonces, ¿cuál es la fuente de ese formidable poder y –más grave aún- su legitimidad democrática? ¿Dónde están las fuentes del derecho de criterios tan relevantes y trascendentes, capaces de imponerse a la voluntad de las Cámaras, que son la expresión de la voluntad popular?” (La constitución como norma y el tribunal constitucional, Civitas, Madrid 1985, p. 158).
[61] La sociedad, siguiendo las enseñanzas de Giuseppe Capograsi, ha dejado de “... ser una sociedad de personas: se convierte en un conjunto de procesos productivos y objetivos; algo natural, esto es, algo que excluye la voluntad subjetiva, que no es sino un medio y un elemento del desarrollo objetivo de aquellos procesos.” cfr. “La ambigüedad del Derecho contemporáneo”; conferencia dictada en la Universidad de Padua en el año 1951; traducida por Marcelo Cheret y publicada en el libro “Crisis del derecho” de Ed. EJEA en 1961; página 41.