La competencia de la menor y la interrupción voluntaria del embarazo
Luis A. Valente [1]
1. Lineamientos generales [arriba]
Un tema realmente interesante consiste en indagar la competencia de la menor o adolescente para resolver el asunto relativo a la interrupción voluntaria de su propio embarazo.
Siendo una cuestión que en sí misma levanta voces desde una postura u otra (esto es, a favor o en contra de la interrupción misma), es conveniente intentar despojarse de toda ideologización y volcar el análisis de manera lo más objetiva posible, y ello, en función al texto aprobado en la Cámara de Diputados y que aún debe ser discutido en el Senado.
Un solo art. -el 5- aborda la cuestión y lo ubica en la menor de dieciséis años. Ello es congruente con el Código Civil y Comercial, que en el art.2 6 -in fine- señala que, a partir de los dieciséis años, el adolescente es considerado como un adulto para las decisiones atinentes al cuidado de su propio cuerpo (art. 26 del Código Civil y Comercial).
Entendemos que la cuestión debe ser analizada desde el punto de vista de la toma de decisión del menor maduro. El tema, por otra parte, lo hemos expuesto en algún evento científico y, a su vez, ha sido objeto de elucubraciones que se han visto desarrolladas en revistas especializadas.[2]
Creemos que bien lo señala la Magíster en Bioética Marta Sánchez Jacob: la realidad es tan rica y variada y con tantos matices que es difícil plasmarla, más bien “se vive”. El desarrollo del menor es “un continuum” progresivo y dinámico; y la madurez se alcanza o no a diferentes edades…[3]
Sin perjuicio de lo que luego se dirá, debe comenzarse por indicar que la expresión “menor competente” alude a quienes, siendo menores de edad, son (no obstante) aptos para involucrarse en aquellas cuestiones atinentes a su persona.
La cuestión etaria contribuye a establecer su capacidad. En tanto, la materia personalísima justifica su competencia.
En este último ámbito y en función de la madurez que se espera de la menor, es de rigor atender al principio bioético de autonomía y la consecuente autodeterminación.
Estos aspectos juegan un rol capital, que justifican la solución normativa y que obligan a un redimensionamiento hermenéutico del consentimiento informado.
Es que en la especie, el mismo exige ser direccionado en función del contexto y del agente bioético (art. 5 del Proyecto, y art. 59 y otros correlativos y concordantes del Código).
Y ello, en relación a la toma de decisión de quien aún es menor, por no haber cumplido los dieciocho años que requiere el legislador para encuadrarse en la mayoría de edad (art. 25 del Código Civil y Comercial).
Ese mismo dispositivo denomina adolescente al menor que cumplió trece años (conf. art. 25 cit).
2. La problemática y su encuadre [arriba]
La preceptiva legal permite acceder a la interrupción voluntaria del embarazo con el solo requerimiento de la mujer o persona gestante y hasta la semana catorce, inclusive, del proceso gestacional.
Fuera de ese plazo, es posible acceder a la mentada interrupción, pero en puntuales circunstancias: a) si el embarazo es producto de una violación; b) si está en riesgo la salud de la mujer o persona gestante; o c) si se diagnostica que la vida extrauterina del feto es inviable.
La primera conclusión es obvia: aparece seriamente comprometida la idea de que el nasciturus es persona y como tal ha de reconocerse su propio derecho de vivir.
Al menos en los primeros meses de gestación, donde la ley lo despoja de toda protección jurídica.
En esa órbita, la gestante ostenta un derecho potestativo, a través del cual puede decidir la continuación o no del embarazo.
Aquella prerrogativa se ejerce a lo largo de un plazo cierto (la hipótesis ordinaria es hasta la semana catorce inclusive), o bien incierto (como ocurre en la hipótesis de violación, o que esté en riesgo la salud de la gestante o en el supuesto de la inviabilidad del feto).
En el supuesto que nos ocupa, debe decirse que ese derecho potestativo lo ostenta la joven de dieciséis años, cuestión que no es menor a la luz de los desarrollos venideros.
A mayor abundamiento y en líneas generales, recuérdese el art. 19 del Código Civil y Comercial y el art. 4 del Pacto San José de Costa Rica, la Reserva Argentina a la Convención de los Derechos del Niño, que indican de forma genérica que niño es todo ser humano desde la concepción.
Como se sabe, en torno al comienzo de la concepción, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en los autos Artavia Murillo (y otros), sostuvo que puede ser valorada desde diferentes aristas y, de esa forma, es posible advertir que no existe una definición consensuada sobre el origen de la vida.[4]
Aquel decisorio da cuenta que, cuando el art. 4 del Pacto San José de Costa Rica dice “en general”, señala que la protección al derecho a la vida no es absoluta, sino gradual e incremental, según su desarrollo, sin implicar un deber absoluto e incondicional.
Pensamos que aún cuando pueda sostenerse esa gradualidad, esta experimenta un origen que merece algún grado de protección.
Siendo así, “la concepción”, pese a ser un concepto técnico, adquiere en la especie el direccionamiento que la mujer (discrecionalmente) le adjudica, sin importar toda otra consideración científica, y analizando los Derechos Humanos solamente desde la perspectiva de género.
Pero aun así y por las consideraciones que se expondrán ese razonamiento se vuelve contra la salud mental de la joven.
Es que en el supuesto de la adolescente gestante, su decisión debe ser contextualizada en función de limitaciones que no son solo etarias y las que de ningún modo autorizan a sostener que (con la solución que se propone) están a buen resguardo.
Ni tampoco parece contar la opinión del padre, ya que la cuestión se apoya en las directivas absolutistas de la gestante.
Se echa por tierra la manda constitucional que (con buen tino) ordena al Congreso proteger al niño desde el embarazo y hasta la finalización del período de enseñanza elemental, y de la madre durante el embarazo y el tiempo de lactancia (conf. art. 75 inc. 23 -2° Parte- C.N.).
A no ser que se piense que se protege a la joven madre destruyendo al niño.
Aún cuando puedan caber dudas de si estamos o no ante una spes hominis (esperanza de hombre), goza de protección constitucional y como tal debe ser jurídicamente protegido.
Se trata del derecho de nacer como manifestación peculiar del derecho de vivir y es el que ostenta el embrión desde su primigenia existencia.
Más aún si se piensa en quién debe tomar de decisión de quitarse el ser que está gestando, es también una menor en los términos de la C.D.N. y de la Ley N° 26.061.
No es difícil suponer que sobre ella acontece una violencia psicológica de impredecibles proyecciones.
De allí, la importancia de analizar cuidadosamente la idea, considerando al sujeto involucrado y sugiriendo imperiosamente al operador jurídico una hermenéutica específica.
3. El proceso de la toma de decisión de la menor no es unilateral [arriba]
Sin perjuicio de lo expuesto, aquel derecho potestativo de la mujer o persona gestante, en la hipótesis de menores, entra en severa colisión con el art. 14. 2 de la Convención de los Derechos del Niño.
En efecto, aquel manda que sea obligación del Estado respetar los derechos y deberes de los padres o de los representantes legales, de guiar a la menor en el ejercicio de su derecho, de modo conforme a la evolución de sus facultades.
De manera que el principio bioético de autonomía en relación a la toma de decisión, no puede ser confundido con el proceso para la toma de decisión, en el que deben intervenir todos los interlocutores válidos del conflicto.
A su vez, la cuestión referida a guiar y acompañar a la menor nos conduce a otra cuestión: la de la ética dialógica.
En otra oportunidad, hemos abordado este punto.[5]
Bien se ha dicho que la deliberación es el método propicio para tomar decisiones en situaciones complejas, ya que se deben sopesar los pros y los contras. Se debe deliberar más y sobre todo en relación a la vida, entre otras cuestiones.[6]
En efecto, en el supuesto de menores no se puede subestimar o dejar de justipreciar el rol de la familia o de otros interlocutores válidos que pueden intervenir en una puntual hipótesis.
En ese sentido, debe recordarse que es deber de los padres considerar las necesidades del hijo, según su desarrollo madurativo, orientarlo y direccionarlo, respetando sus decisiones y sus derechos personalísimos (art. 646 letra a, b, c y d; entre otras normas concordantes).
Como bien señala el art. 7 de la Ley N° 26.061, la familia es responsable en forma prioritaria de asegurar a la adolescente el disfrute pleno de los derechos y garantías que ostenta aquella.
En escenarios comparados, se acompaña este enfoque.
Es el caso de la legislación española de 2015 que, modificando la anterior, establece que es preciso el consentimiento expreso de los representantes legales, y a su vez, que en los casos de conflicto la cuestión se debe resolver de conformidad a lo dispuesto por el Código de fondo.[7]
Tal como lo hemos dicho, en la dinámica civil, deben intervenir todos los interlocutores válidos.
Es que auscultar la perspectiva de cada uno de ellos permite integrar las diferentes aristas desde las cuales se vislumbra el conflicto. Sumarlas y no dilapidarlas, ya que pueden contribuir a la solución sin caer en un reduccionismo mental y emocional que solo contribuye a cerrar posibilidades en lugar de diversificarlas.[8]
Es un error suponer que la petición de interrupción del embarazo es solo un problema de la menor. Se cree que es un derecho (potestativo) de la mujer y no se mide que estamos ante una situación conflictiva.
También, el padre del ser gestado puede proyectar soluciones en una singular hipótesis.
Aún cuando se intente doblegar el correcto enfoque, la Convención de los Derechos del Niño, la Ley N° 26.061 y sobre todo el Decreto N° 415/06 aluden a todos aquellos que tengan vínculos afectivos o significativos en la historia personal de la menor gestante. De esa forma, todos son interlocutores válidos del conflicto.
De allí, que en caso de menores no es exacto sostener que nunca la cuestión es judicializable.
El interés superior del niño es el criterio legal determinante que en la especie luce con singular rigor y que habrá de imponerse de forma ineludible, más allá de los angustiosos plazos que pueda proyectar el legislador (art. 7 del Proyecto).
Es que no solo se trata de crear y articular normas éticas de comportamiento, sino que ellas permiten que se lleve a cabo la deliberación para el logro de determinado “consenso bioético” y la necesidad de diálogo en los asuntos humanos.[9]
No sería el caso subestimar el rol clave que cumple la familia y que establece el art. 18 de la Convención de los Derechos del Niño, cuando ordena al Estado garantizar que los padres asuman sus obligaciones en lo que respecta a la crianza y desarrollo del niño. Pues en ellos recae esa obligación primordial y bajo el entendimiento de que, de esa manera, se atiende al interés superior del niño (art. 18 de la C.D.N.).
La menor debe ser acompañada en su problemática, lo que supone la debida asistencia a los padres o representantes, que cumplen un rol primordial en la crianza del menor.[10]
No está demás suponer que a esta seguramente la invaden temores e inseguridades, y no es extraño pensar que tras abortar, esta solución se erigirá en un sentimiento de culpa que -a su vez- la acompañará toda su vida.
En principio, parece correcto el espacio de escucha y contención al que alude el art. 8 letra b., solo que a tenor de aquel, ello acaece ante las mujeres o personas gestantes “que lo requieran”.
En sentido contrario y en función a su condición naturalmente vulnerable, es del caso sostener que aún cuando la menor no lo pida deben comparecer aquellas personas del entorno que sean significativas en el conflicto.
Pero aquel razonamiento depende del contexto en el que transcurre la dinámica de la menor.
4. La capacidad progresiva [arriba]
Por la denominada capacidad progresiva o también autonomía progresiva, se entienden las aptitudes que paulatina y existencialmente la menor va adquiriendo, y que suceden en su camino a la adultez.
Pero no por ello es adulto ya que -obviamente- es menor.
Se advierte por lo expuesto que es prioritariamente una cuestión fáctica (es decir, no jurídica). Aquella permite advertir que en un singular supuesto (y pese a ser jurídicamente incapaz) el menor posee una puntual madurez.[11]
No se puede decir (plácida o líricamente) que siempre la menor de dieciséis años pueda ser considerada competente para decidir por sí acerca de su embarazo. O que aún siendo menor a los dieciséis años puede consentir tras ser informada (conf. art. 26 del Código Civil y Comercial y art. 5, Proyecto).
No basta estar informada para ser madura.
En función a esto último (y además de ello), se requiere la aptitud de internalizar (racionalizar y valorar) la solución que adopta y en la que realmente cree considerando su edad y grado de madurez (competencia).
El feliz expediente técnico referido al consentimiento informado requiere adecuar la información en función a las características del sujeto bioético (arts. 4, 5, 8 del Proyecto de despenalización del aborto y 59 y concordantes del Cód. Civ.).
El respeto al desarrollo personal del adolescente, como así, su medio familiar, social y cultural y las exigencias de bien común son parámetros legales que deben ser sistematizados en la especie (art. 5 del Proyecto de despenalización y art. 3 letras b y c de la Ley N° 26.061).
En sentido concordante (dentro de la lógica del legislador), es a todas luces plausible lo dispuesto en el art. 10 del Proyecto, referido a que el profesional interviniente debe suministrar información sobre los distintos métodos de interrupción del embarazo, los alcances y consecuencias de la prosecución de la práctica y los riesgos de su postergación.
Ese art. 10 del Proyecto de despenalización establece que la información prevista debe ser clara, objetiva comprensible y acorde con la capacidad de la persona.
Esto último es fundamental, en consideración al sujeto bioético aquí analizado.
5. La vulnerabilidad y la irrupción de la madurez como constructo jurígeno [arriba]
Un dimensionamiento especial adquiere la cuestión, si hablamos de la joven que ha quedado embarazada. La protección debe recaer en aquella y también sobre el hijo.
Se trata, en efecto, de resguardar al nasciturus y también a la madre, pues ambos son vulnerables, y a su vez, como seres indefensos o carenciados requieren suficiente atención.
Sin embargo, no se nos escapa que, a tono con las nuevas ideologías, pueda imponerse como solución el aludido expediente práctico, esto es, el aborto como solución vital.
Admitiendo esto último, debe contemporizarse la mujer adolescente que recurre a este método, lo cual requiere de una consideración especial, no solo por poner fin a una vida, sino por estar a las puertas de arruinar la propia.
Es que (por su corta edad o inexperiencia) puede acogerse a la solución legal sin medir las consecuencias.
Es allí cuando debiera justipreciarse -desde el Derecho- la madurez de la menor para dar vía libre al expediente del aborto. Es que aquella no la puede imponer el legislador, sino que se infiere de la misma situación fáctica por la que atraviesa la menor
Siendo así solo desde una argumentación específica puede ser analizada la cuestión, sobre todo reconociendo al agente moral (y no solo al sujeto de derecho), y todo desde una perspectiva bioética.
Como se sabe, los principios de esta disciplina son: autonomía, beneficencia (no maleficencia) y justicia; lo que en consideración al agente bioético (una menor de edad), exigen ser prudencial y eficientemente sistematizados.
Ya no se trata de reconocer la libertad de la persona para tomar decisiones, sino de dimensionar las aptitudes del agente bioético para adoptarlas, pensando no solo en su autonomía, sino también en su bienestar (presente y futuro) y en la decisión justa, procurando la racionalidad del medio empleado a tono con la solución deseada.
Pensar -solamente- en la autonomía de la menor, su autogobierno o en su autosuficiencia es desconocer las debilidades propias y naturales del agente bioético inmerso en sus inseguridades y contradicciones.
Ello no implica referirse a la inmadurez como única posibilidad, sino fundamentalmente a la madurez que puede llegar a tener quien aún -pese a su corta edad- es hábil para asumir la situación, pero no para medirla plenamente y tomar la decisión apropiada.
En definitiva, por la doctrina del mature minor (menor maduro), al menor se le reconoce una aptitud limitada según su edad y grado de madurez. Es que estos factores deben contextualizarse, en función de las circunstancias que rodean puntualmente al menor.
Lejos de toda rigidez, se apunta a un paradigma de corte progresivo ajustándose al desarrollo paulatino de las aptitudes del sujeto bioético.
El art. 12 de la C.D.N. es paradigmático, pues reconoce implícitamente la doctrina relativa al menor maduro. Es obligación del Estado respetar la opinión del niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio, teniendo en cuenta su edad y grado de madurez.
Cuando condiciona aquel respeto a la circunstancia de que el menor “esté en condiciones de formarse un juicio propio” -se ha sostenido- conlleva la idea de que acaezca un proceso cognitivo de construcción de su personalidad; esto es, que sea posible en la especie el derecho a la autodeterminación (self- determination) que deviene en los derechos humanos fundamentales a la integridad personal y a la libertad.[12]
Se trata de vislumbrar un ejercicio progresivo y evolutivo de las facultades.
A su vez (recuerda Sánchez Jacob), la madurez moral de una persona debe medirse por sus capacidades formales de juzgar y valorar situaciones, no por el contenido de los valores que asume o maneja.[13]
En función de lo expuesto y reparando en nuestra problemática, si la cuestión la analizamos desde el punto de vista del agente moral, no podemos desentendernos de la subjetivización a la que irreversiblemente nos conduce la idea de madurez de la menor.
En función de ello, el adolescente requiere una consideración especial y de la protección que exige el repertorio constitucional y legal (Convención de los Derechos del Niño y Reserva hecha por la República Argentina -art.75 inc. 22 C.N.- y Ley N° 26.061 de Protección integral de niñas, niños y adolescentes, entre otros).
Estamos en el ámbito de los Derechos Humanos de la misma menor y ante la necesidad de comprenderla y ampararla. Ello sin perjuicio de la protección del nasciturus.
Es que su opinión y decisión están en función de sus facultades progresivas.
De allí, que la información que se le dé no parte de su decisión; sino que esta deberá surgir de aquella, pero fundamentalmente de la manera de internalizarla o racionalizarla (competencia).
El sutil proceso informativo incluirá los riesgos y alternativas que llevan a un consentimiento fundamentado.
El Proyecto de despenalización del aborto, rechazado por el Senado, se refería al necesario procedimiento de contención a la mujer o persona gestante que solicita la interrupción (art. 8).
Sin embargo, aquel genera perplejidades. Estas se focalizan al pretender vislumbrar si el requerimiento es subjetivo (solamente si la mujer o persona gestante lo solicita) o si aquel es objetivo (si las circunstancias lo imponen).
Obviamente, a la luz de lo expuesto y pese a la insuficiencia o la desventurada interpretación que la norma sugiere, nos inclinamos por una exigencia objetiva y ello a la luz de la específica problemática.
6. La emocionalidad del menor adulto [arriba]
Debe comprenderse que el agente moral es esencialmente emocional. Y si se lo entiende -además- como agente autónomo, se supone aludir a su poder para autogobernarse (darse a sí mismo sus normas morales).
Siendo así y siendo aquello aplicable a menores, es del caso preguntarse acerca de si acaecen en la especie aquellas reglas que ayuden a vislumbrar la competencia para tomar decisiones vitales.
Bajo tal égida, aludir al agente moral autónomo implica referirse al sujeto responsable de sus decisiones y también de sus consecuencias, internalizando aquellas razones que la justifican y previendo probables autoreproches atemperados solo por la edad y la inexperiencia.
Para que un individuo sea autónomo, debe ser capaz de razonar, deliberar y decidir. A su vez, ser autoconsciente de su realidad y de las proyecciones de esta.
Hay una correlación evidente entre: razonar-autonomía-autoconciencia. O también, pensar, actuar y realizar inferencias lógicas.
De allí, que la autonomía puede ser vista como una condición necesaria, pero no suficiente del agente moral, pues cierto grado de racionalidad es exigible para llevar a cabo la razón práctica.
A ello se le adicionan cuestiones emocionales como la culpa y la vergüenza que sin duda son componentes básicos de la agencia moral.
En este sentido, se ha sostenido que quizás serían necesarias una ampliación o revisión del concepto de autonomía conectada con la capacidad racional del agente. Es decir, una ampliación que reflejara a la dimensión emocional como factor interviniente en los procesos cognitivos, y de allí, que pueda ser considerado un elemento necesario de la autonomía del agente moral. Emoción y razón son dos constructos interdependientes.[14]
Ante la problemática aquí vislumbrada y dadas las carencias del agente bioético, la emocionalidad y la racionalidad son componentes inescindibles a la hora de evaluar la decisión de la menor.
7. Irrupción de un factor de singular relieve: la competencia [arriba]
Como no puede ser de otra manera, la interrupción voluntaria del embarazo, producto de una decisión que la menor de edad adopta, exige ser analizada desde el punto de vista de la Convención de los Derechos del Niño, documento que -sabido es- ostenta carácter constitucional (art. 75 inc. 22 C.N).
En consonancia con lo dispuesto por el art. 25 del Código Civil y Comercial, es niño todo aquel ser humano que no ha alcanzado la edad de dieciocho años.[15]
El art. 5 de la Convención establece la obligación de respetar las responsabilidades, los derechos y los deberes de los padres de impartirle, en consonancia con la evolución de sus facultades, dirección y orientación apropiadas para que el niño ejerza los derechos reconocidos en la presente Convención.
Bajo el riesgo de pecar de reiterativos, el art. 12 de aquella determina que el niño es libre de expresar su opinión en todos los asuntos que le conciernen, pero ello, en tanto esté en condiciones de formarse un juicio propio y atendiendo a su opinión y grado de madurez.
Como no puede ser de otro modo, la norma remite al plano empírico.
Como dice Montserrat Esquerda, el proceso de maduración en una persona es una variable continua y progresiva, en la que el niño o adolescente va paulatinamente estructurando sus preferencias y sus decisiones, acorde con el desarrollo de sus propios razonamientos. Se trata de un proceso dinámico en el que suelen producirse cambios cualitativos y cuantitativos a través del tiempo.
Continuando con los lineamientos de la Doctora en Medicina y Máster en Bioética y Derecho de la Universidad de Barcelona, el concepto de madurez no es unifactorial, sino que implica el desarrollo de diferentes capacidades, ya sean cognitivas, emocionales y ético-morales. La influencia ambiental es un factor que incide en el grado de madurez.[16]
A su vez, si aludimos a la madurez aplicada a un supuesto concreto, estamos ante la toma de decisiones del menor e ingresando -por ende- al campo bioético de la competencia.
Se produce en la especie la irrupción de este factor, que por su trascendencia en la problemática vinculada a la decisión de una menor de interrumpir su embarazo, exigirá cualidades personales que ayuden a solventar la decisión que adopta. No es la decisión en sí, sino que ajustamos el examen en función al proceso de la toma de decisiones.
8. La competencia como regla bioética y su necesaria estimativa jurídica [arriba]
Tal como lo hemos sostenido en otras oportunidades[17], la directiva legal atiende al concepto bioético de competencia, por el cual el discernimiento solo es mensurable en función de cada supuesto particular y atendiendo a la madurez que solo puede ser predicable en un sujeto singularmente considerado.
Pero la competencia no depende solo del discernimiento.
Es que la comprensión y valoración por el menor forman parte de un proceso de la toma de decisiones, internalizando los riesgos y efectos secundarios, que a su vez, dependen de la destreza o habilidad que aquel exhiba al realizar aquella elección y asumirla.
Dicho aquello, debe resaltarse que (en la especie) no se trata de capacidad de ejercicio (jurídica), sino que trasunta el concepto bioético de competencia bioética.
Estamos en el campo de la autonomía moral y no en el campo de la autodeterminación jurídica. Es una conclusión desaguisada ensimismarse en esta última lógica sin medir las consecuentes derivaciones.
La competencia es una cualidad del sujeto que por ostentar determinado grado de madurez puede decidir -por sí- sobre una puntual situación existencial.
De ello, se deriva que dicha cualidad del sujeto bioético ofrece un campo realmente complejo. Es que nos referimos a las concretas habilidades o aptitudes cognitivas, afectivas, emocionales, y en definitiva psicológicas; que permiten estimar en qué medida el menor es apto para tomar decisiones.
En la especie, ya no es justipreciar la decisión que adopta, sino vislumbrar si está o no en condiciones de tomar esa decisión.
De allí que nos parece desencajado que el legislador pretenda el mismo nivel de competencia para todos los casos y en todos los contextos.
Más aún, cuando no establece limitaciones y así todas las menores están sujetas al mismo régimen.
El concepto de madurez es un juicio estimativo referido a una decisión y en función a un menor determinado y ello en consonancia con su familia, con su educación, sistema de creencias, etc.
A su vez, el concepto de competencia permanece unido al proceso de toma de decisión del menor maduro, por cual dimensiona y justiprecia las derivaciones de la decisión que asume.
Dimensiona y justiprecia, lo cual implica aludir a cómo el menor vislumbra esa realidad, en función a su grado de madurez.
Y esto remite a otra cuestión no menos importante que el legislador parece no mensurar debidamente: la subjetividad de la menor que toma la decisión. De allí que el principio bioético de beneficencia no debiera ser doblegada en pos de la autonomía.
Son dos principios bioéticos que ostentan una singularidad propia, en relación al sujeto que adolece.
9. Otras cuestiones [arriba]
Aún excediéndonos de los lineamientos aquí trazados, no deja de ser necesario referirse al denominado síndrome post-aborto.
Este es lógico pensarlo ante menores inmaduras o incompetentes.
En línea con ello, se ha sostenido que no pocos asuntos médicos tienen tan fuertes implicaciones sociales, políticas y culturales como el aborto. A su vez, luego de años de negar o subestimar los efectos psicopatológicos del aborto, ante una variedad de trastornos, la sociedad científica comienza a admitir la existencia de secuelas tras abortos voluntarios.[18]
Bajo ese entendimiento, existen estudios cualitativos que ofrecen narrativas y orientaciones para comprender las vivencias que experimentan mujeres que han pasado por el aborto.[19]
Sea inducido químicamente o bien quirúrgico, genera depresión, descontrol, acercamiento a las drogas, sensaciones de tristeza, pena, culpabilidad. En fin, un estado de desorientación vital.
Nunca será un tema olvidado o cerrado, y la ambivalencia será el hilo conductor de la propia significación biográfica: por un lado, pesarán las razones que llevaron a abortar; y por el otro, el episodio traumático, la pérdida y el temporal rechazo a la propia maternidad.
En definitiva, los trastornos psiquiátricos pueden ser complejos, entre ellos, no solo el abuso de sustancias, sino la reactivación de trastornos psiquiátricos existentes y hasta la posibilidad de suicidios o la aparición de un nuevo trastorno de aquella naturaleza.[20]
Desde luego, que no todas las mujeres lo afrontan de la misma manera ni siempre responden homogéneamente a los mismos factores estresantes.
Pero es de caso preguntarse si una mujer adolescente no está mayormente expuesta a sufrir aquellos síntomas.
10. Conclusiones [arriba]
Debe recordarse que el interés superior del menor es un axioma inderogable e incuestionable, que puede verse proyectado desde múltiples aristas y una de ellas es la protección psíquica y física de la madre adolescente.
Seguramente, esa era la intención del Proyecto de despenalización del aborto, que fuera recientemente rechazado por el Senado, aunque tal vez ofrezca la necesidad de ser direccionado en su hermenéutica, o bien, de verse ajustada su letra.
Debe comprenderse que la interrupción de la gestación no es una prerrogativa absoluta de la adolescente, sino que debe auscultarse y dimensionarse al conflicto que vive la menor.
Esto último, desde luego, siempre que se admita que la interrupción es una solución posible a las cuestiones vinculadas al embarazo adolescente.
Considerar su opinión y los deseos de esta son prioritarios; pero también lo es la necesidad de dar un carácter progresivo a su participación, de acuerdo a su edad y grado de madurez.
Es fundamental considerar el desarrollo evolutivo de la menor, su visión y proyección de la problemática que le concierne. No se descuenta la participación de profesionales competentes que evalúen la situación.
A su vez, debe recordarse la singularidad que reviste la toma de decisión por la adolescente de la interrupción voluntaria de su embarazo.
La consideración bioética se impone, ya que la decisión incide sobre el sutil campo de los derechos personalísimos y se proyecta sobre bienes superiores, como la vida y la integridad espiritual del agente moral.
De allí, que resulta improcedente establecer (sin más) que en el supuesto de la adolescente gestante, esta tiene derecho a la interrupción en un plazo máximo de cinco días corridos, y a su vez, sin ninguna otra consideración en torno a la condición que ostenta el sujeto bioético.
Si se quiere, el eje ya no es discutir (en sí) la decisión de la menor, sino si -en verdad- está o no en condiciones de adoptarla.
Si es inmadura, no es responsable y la participación activa de sus representantes es de innegable exigencia. Es que los reproches habrán de recaer sobre estos.
Pero aún siendo maduro, el sujeto bioético puede no ser competente.
Muchas veces, la competencia está asociada a la fortaleza y sensatez de la menor madura.
Ante tamaña intervención (cuyos efectos habrán de producirse no solo en su cuerpo, sino también en su psiquis), puede no tener realmente las cualidades o no estar en condiciones de internalizar aquella interrupción.
Se trata de contenerla, ya que la solución implica la destrucción del ser que (en muchos casos) ella misma personifica, por ser también menor.
El consentimiento informado parece ser la pieza clave alrededor de la cual gira la problemática de la competencia de la joven madura y a fin de interrumpir la vida en gestación. El problema radica en vislumbrar cómo se lo implementa.
En la literatura comparada, se utiliza el término “comprensión suficiente”, locución que abarca muchas otras cuestiones de riquísimas aristas: claridad de la comunicación, complejidad de la decisión, desarrollo cognitivo (test psicológicos para valorarlo), estado emocional (sobre todo la ansiedad de revertir la situación) y el impacto del conflicto interpersonal (dimensionado por la influencia de conflictos personales e interpersonales; que suelen jugar un papel significativo en la decisión y que, por lo tanto, deben explorarse).[21]
A su vez, debe pensarse que la interrupción será el arma punzante que habrá de herirla toda la vida.
Sin duda, que será de rigor vislumbrar la correcta aplicación a la especie del mentado expediente bioético. Ya que no se trata solo de consentir o de informar, sino de entender -realmente- acerca del procedimiento y de las consecuencias físicas y afectivas.
Es el proceso para la toma de decisión competente. Puede pensarse en definir el problema en sus múltiples direcciones y ajustarlo al caso particular que rodea a la menor, estimando sobre todo cómo se efectiviza ese proceso.
En este sentido, la casuística da cuenta de que deben estimarse factores situacionales, que son propios y exclusivos de cada ámbito en el que se desarrolla la vida de la menor. Todo ello erige en un verdadero dislate la posibilidad de pensar, sin cortapisas, que la interrupción en cuestión es un derecho de la menor.
Se trata, en fin, de que la menor consienta, tras la previa comprensión de aquella decisión, la internalización de las consecuencias y la debida contención a la que se refiere el art. 8 letra b. del Proyecto. Y ello, con el debido acompañamiento de quien la representa.
En definitiva y en referencia a menores, implementar correctamente la ley que se pregona se erigirá el gran desafío para el operador jurídico.
Ponderar sigilosamente la decisión es ameritar con suficiencia su inocultable gravedad.
Notas [arriba]
[1] Profesor Titular de Derecho Civil, Parte General, en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata.
[2] Véase: Valente, Luis Alberto: Algunas consideraciones en torno a la aptitud del menor de edad en el Código Civil y Comercial. Ponencia presentada en las XXV Jornadas Nacionales de Derecho Civil celebradas en Bahía Blanca en octubre de 2015. Valente, Luis Alberto: La competencia de menor maduro; La Ley, Tomo 2016-A.
[3] Sanchez Jacob, Marta: La realidad del menor en la consulta de pediatría. En: De la Torre, Javier (editor), Adolescencia, Menor Mauro y Bioética. Comillas, 2011, pág. 87.
[4] CIDH (28.11.2012): “Artavia Murillo y otros (Fecundación in vitro) vs. Costa Rica”. Puede verse en www.corteidh.or.cr.
[5] Valente, Luis Alberto: La ética dialógica en el Código Civil y Comercial. Anales. Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. UNLP. Nº 46/2016. Año 13, págs. 39 y ss.
[6] Rodríguez Merino, José María: Bioética y Derechos emergentes, Dykinson, 2° ed., pág. 26 y ss.
[7] La exposición de motivos se refiere a la singularidad que adquiere la interrupción voluntaria del embarazo en mujeres menores de edad. Con el fin de superar esa singularidad, la ley ha dispuesto la solución de la que arriba se da cuenta. Esta es fundamental -señala la exposición de motivos- considerando la vital importancia y el impacto futuro que puede generar la interrupción voluntaria del embarazo. Contar con el acompañamiento del mayor responsable de la adolescente es imprescindible.
[8] Valente, Luis: La ética dialógica en el Código Civil y Comercial, Anales. UNLP. Nº 46, págs. 39 y ss.
[9] Kelmemajer de Carlucci, Aída: La bioética en el Proyecto de Código Civil y Comercial de la Nación de 2012.
Publicado en: SJA 28/11/201, 33. Cita online: AP/DOC/4801/2012.
[10] La cuestión podemos ubicarla en la complicada hermenéutica del art. 26 -párrs. 4° y 5°- del Código Civil y Comercial. Aún, cuando estimemos que la interrupción es un tratamiento invasivo, riesgoso o que en sí es comprometedor del estado de salud de la joven, la asistencia de los progenitores parece enmarcarse en una actitud secundaria al consentimiento de aquella. A la luz de la hermenéutica que ofrece el texto legal, estimamos que no pocas veces dejará de ser tortuoso para el operador jurídico, tratar de auscultar cuál es en la especie el interés superior. Es una visión desmesurada del principio de autonomía. Al menos, si no queremos elevar la opinión de la menor a límites contradictorios con sus (efectivas) facultades mentales y emocionales.
[11] En otro lugar, atendíamos el derecho a la autodeterminación, es decir, analizando las circunstancias del menor y bajo la égida de la capacidad progresiva, estimar la facultad cognitiva del niño, niña o adolescente y a fin de que la estimativa misma recaiga en su aptitud para comprender y valorar el alcance de sus decisiones (Valente, Luis: La competencia del menor maduro; La Ley 2016-A).
[12] Rivera Ayala, Luis: La figura legal del menor maduro (mature minor) en materia sanitaria a partir del art. 12 de la Convención de los Derechos del Niño. Derecho y Sociedad Nº 6, enero de 2013. Revista electrónica de la Facultad de Derecho, ULACIT-Costa Rica. Disponible en: www.u lacit.a c.cr. Apuntando la complejidad de la idea relativa al desarrollo evolutivo del menor, el que incluso está relacionado a su adaptación al ambiente y a las interacciones sociales.
[13] Sánchez Jacob, M: El menor maduro. Bol de Pediatría 2005, 45:156.160. disponible en: www.sccalp.org, citando a Diego Gracia, recuerda la conclusión de este, por la cual a veces de forma inconsciente las refutamos o subestimamos por no coincidir con las nuestras.
[14] Cabezas Hernández, M: Autonomía y emocionalidad en el agente moral. Factótum 7, págs. 75-85. Puede verse en: www.revistaf actotum .com.
[15] En sentido concordante, véase la reserva de nuestro país a la Convención de los Derechos del Niño.
[16] Esquerda Aresté Montserrat; Pifarre, Josep y Miquel, Eva: La valoración de la competencia en el menor: el salto de la teoría a la práctica clínica. En: De la Torre Javier (editor), Adolescencia, menor maduro y Bioética, Comillas, Madrid, pág. 65, quien citando a Pearce, sugiere que la madurez está en línea con la noción de mismidad y sobre todo tener habilidad para reconocer necesidades propias y necesidades de los otros. Habilidad para entender los riesgos (pasados, presentes y futuros), pág. 67.
[17] Valente, Luis Alberto: La competencia del menor maduro; La Ley, 2016-A.
[18] Gomez Lavín, Carmen: Consecuencias psicopatológicas del aborto. Síndrome post-aborto. Disponible en http//onef us.eu.
[19] Puede verse: El síndrome post-aborto. Redmadre. Disponible en: http//www.redmadre.es.
[20] Si bien puede dudarse si es el aborto el que per se genera riesgo de daño psiquiátrico, o bien, si es un episodio más que se suma a trastornos existentes antes, no se puede dudar de que es un episodio negativo que internaliza la adolescente vulnerable. Gurpegui, Manuel, Jurado, Dolores, Complicaciones Psiquiátricas del Aborto. Cuadernos de Bioética [en línea] 2009, XX (septiembre-diciembre). Disponible en: [21] Esquerda, ob. cit., citando a Reder y Fitzpatrick.
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