Las emergencias siempre han tenido como blanco preferencial a las franjas más desprotegidas y vulnerabilizadas de la sociedad, y en especial a las mujeres, niñas y niños. La combustión de mujeres en la inquisición europea, las violaciones masivas de mujeres como práctica sistemática del ejército imperial japonés durante 1937 en Nankín -por entonces, la capital de la república de China-, al igual que en la guerra de Bosnia-Herzegovina en los noventa, replicadas durante el genocidio ruandés, entre tantos, son sólo algunas de las tantas muestras históricas del paroxismo de la crueldad que traen estas situaciones extraordinarias. Se podrá contraargumentar que la pandemia del COVID-19 no se inscribe dentro de un escenario bélico, sin embargo, como afirma Byung Chul Han, tras esta crisis multidimensional, las personas viviremos “como si estuviéramos en un estado de guerra permanente”[2], si es que aun no lo estamos experimentando de ese modo, me permito agregar. Al calor de las guerras, reina el miedo, que, funda nuevas racionalidades, o irracionalidades -para mayor precisión-, porque es un sentimiento recurrentemente utilizado para legitimar estados de excepción y las más groseras lesiones de derechos fundamentales. Algo semejante parece augurar la amenaza pandémica en su actual epicentro, el continente americano, porque al miedo a la muerte se superpone el miedo que sufren las mujeres en contexto de violencia masculina y la limitación en el derecho a una vida libre de violencias, al que están permanentemente expuestas.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ha pronosticado que la pandemia del COVID-19,
“ … puede afectar gravemente la plena vigencia de los derechos humanos de la población en virtud de los serios riesgos para la vida, salud e integridad personal que supone el COVID-19; así como sus impactos de inmediato, mediano y largo plazo sobre las sociedades en general, y sobre las personas y grupos en situación de especial vulnerabilidad”[3].
Se ha hecho énfasis en que,
“Las Américas es la región más desigual del planeta, caracterizada por profundas brechas sociales en que la pobreza y la pobreza extrema constituyen un problema transversal a todos los Estados de la región (…) Además, la región se caracteriza por altos índices de violencia generalizada y especialmente violencia por razones de género, de raza o etnia…”[4].
Este diagnóstico fue confirmado cuando en abril de este año, la Organización de Naciones Unidas, dio en llamar la otra pandemia, a la violencia contra las mujeres a nivel global. El ascenso de un 39 % de las denuncias por violencia de género en Argentina sólo durante el primer mes de la cuarentena por el coronavirus, y la comisión de 19 feminicidios -cuanto menos-, dentro de los cuales, un 45 % fue ejecutado por actuales parejas de las mujeres[5], parece corroborar esa caracterización.
En similitud con la situación experimentada en los países europeos, en estas latitudes, las medidas de aislamiento para prevenir el COVID-19[6], objetivamente, tienen una elevada potencialidad riesgosa para las mujeres que viven en situaciones de violencia en relaciones de pareja, y tal cual se lee del citado documento: “Si bien en la región se han potenciado las líneas de atención de casos de violencia, estos han incrementado y lo femicidios no cesan. Se trata efectivamente de otra pandemia a atacar”[7]. El Observatorio de Femicidios de la Defensoría del Pueblo de la Nación reveló que las provincias que registraron mayor cantidad de casos fueron: Buenos Aires con 35 (incluyendo 2 en la ciudad de Buenos Aires), Santa Fe con 12, Tucumán con 7, Córdoba y Santa Cruz con 6 casos, respectivamente, Misiones con 5 y Jujuy con 4 casos. Por su parte, la Asociación Civil la "Casa del Encuentro", a través de su Observatorio de Femicidios en Argentina, relevó que, durante el lapso existente entre el 20 de marzo al 14 de mayo del 2020,
“se cometieron 49 femicidios, y femicidios vinculados (de mujeres y niñas), 4 de las víctimas de femicidio eran niñas, 1 femicidio vinculado de menor adulto, 1 de cada 5 mujeres tenían denuncia previa, el 71% fueron asesinadas en sus hogares, 72% son menores de edad, de los autores del hecho el 67% de los femicidas fueron parejas o ex parejas”[8].
La cifra negra de la violencia masculina es tan elevada como su invisibilización histórica y su falta de reconocimiento en su integralidad, porque supera al feminicidio, e incluye otras manifestaciones de violencia física, sexual y psíquica, trasvesticidios, y demás expresiones que son imperceptibles y de difícil cuantificación. Según el informe anteriormente citado, el aislamiento provocó un mayor número de femicidios, en tanto se habrían aplanado las denuncias por violencia de género debido a que las mujeres tienen menores posibilidades de hacerlo, por temor, al encontrarse en la mayoría de los casos conviviendo con el autor.
Un factor de riesgo en la violencia masculina que demanda mayor atención en estas circunstancias, es el crecimiento de la pobreza. El aislamiento social preventivo obligatorio en Argentina se ha extendido y se mantiene vigente, y ha redundado en el detrimento del funcionamiento de la economía, en especial en los centros urbanos más vulnerabilizados en los que el virus tiene mayor voracidad, causando un repunte en los índices de desempleo y precarización laboral y en la inequitativa distribución de la renta[9], lo cual, afecta prevalentemente a las mujeres, por su constante relegamiento en un mercado de trabajo que siempre les ha sido hostil.
Este escenario, despierta la necesidad de repensar el modo de abordaje de la violencia masculina dentro del ámbito del sistema de justicia penal, cuya injerencia es por definición fragmentaria, y que atraviesa una retracción en su capacidad operativa por razones de prevención sanitaria, dando forma a un embudo que nos coloca frente a nuevos retos ante un virus que sabotea el derecho al acceso a la justicia de mujeres y niñas de la mano de la emergencia derivada de la pandemia del COVID-19, que apriorísticamente no parece ser un componente coyuntural, que propende a llevar a cabo prácticas extraordinarias, que inexorablemente, siempre tienden a ordinarizarse, y gestar una involución en términos de derechos fundamentales.
Violencia de género, discriminación y pobreza [arriba]
Algunas precisiones conceptuales
En 1993, la comunidad internacional asumió que la violencia contra la mujer
“constituye una manifestación de relaciones de poder históricamente desiguales entre el hombre y la mujer que han conducido a la dominación de la mujer y a la discriminación en su contra por parte del hombre e impedido el adelanto pleno de la mujer, y que la violencia contra la mujer es uno de los mecanismos sociales fundamentales por los que se fuerza a la mujer a una situación de subordinación respecto del hombre”[10].
Este enfoque guarda similitud con la proclama de la IV Conferencia Internacional de Beijing de 1995, a partir de la cual, se comenzó a emplear en las instancias trasnacionales, la expresión “violencia de género”. La Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres reproduce igual noción, y se ocupa de trazar el nexo biunívoco entre violencia contra la mujer y discriminación[11]. Curiosamente, ha sido en Beijing en 1995, donde por entonces, se resaltó que “Las mujeres que viven en la pobreza (…) son particularmente vulnerables a la violencia”.
El bajo estatus que ocupa la mujer en la familia, el trabajo, las instituciones educativas, políticas y jurídicas cimenta condiciones estructurales de desigualdad, que desde el plano ideológico se reflejan en parámetros valorativos, creencias y normas que edifican un discurso legitimante de la dominación masculina en todas las esferas sociales, y favorece comportamientos de violencia contra las mujeres. Al igual que en todo régimen de opresión, el recurso a la violencia aparece como un dispositivo para lograr o consolidar esa subordinación, pero la fenomenología de la violencia patriarcal tiene una complejidad mayor.
Con pulcro rigor, Tamar Pitch ha objetado por su equivocidad el uso de la locución violencia de género, de clara importación anglosajona -gender violence-, la cual está presente en numerosos documentos internacionales. Explica que, violencia de género
“… tiende a aunar, bajo un mismo término, varios fenómenos: no solo la violencia física y psíquica, sino también la discriminación económica, la supeditación política, etc. Es decir, todo aquello que en otros tiempos se denominaba ´opresión´. La sustitución de opresión por ´violencia´ (y feminicidio) merece ser interrogada con respecto a sus orígenes, y valorada con respecto a sus consecuencias. Violencia sustituye pues a opresión (…). Opresión indicaba una condición que invadía todos los ámbitos de la vida de la mujer individual, condición que dicha mujer compartía con las demás mujeres, precisamente por una cuestión de género, y que, por tanto, delineaba un sujeto colectivo”[12].
Señala la insigne criminóloga que, el uso del término opresión remite a la conducta de los sistemas, las estructuras, y demás, y de esa forma, permite visibilizar y estudiar la complejidad y la variedad de la experiencia de las mujeres, a contramano de las campañas centradas en un único problema, diseñadas en base al esquema de la simplificación ofrecida por la solución de recurrir al poder penal.
Opresión de género, violencia, y pobreza en la emergencia sanitaria
Esta delimitación semántica cobra suma actualidad al estudiar la interrelación entre violencia masculina y una emergencia sanitaria que deja al descubierto a quienes se hallan fuera de las mínimas condiciones de subsistencia en el mundo y azota con crudeza a las mujeres. Eso otro que se ha tratado de silenciar se vuelve tan notorio que apenas hace falta “mirar por la ventana” para constatarlo[13]. Esto reflota el nexo entre pobreza de la mujer y opresión masculina.
En 1979, al ser aprobada la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, a través del párrafo octavo de su Preámbulo, la comunidad internacional ya había comulgado en que: “… en situaciones de pobreza la mujer tiene un acceso mínimo a la alimentación, la salud, la enseñanza, la capacitación y las oportunidades de empleo, así como a la satisfacción de otras necesidades”. Esto aporta un parámetro hermenéutico distintivo, que da cuenta que, como categoría de análisis, el género es relacional, es un constructo social que tiene historicidad, y no aparece en forma pura porque confluye con otras estructuras de dominación, como el origen social, identidad de género elegida, etnia, nacionalidad, edad, y otras[14].
Esta perspectiva adquiere centralidad en el espacio de las mujeres víctimas de violencia masculina, en el marco pandémico. El patriarcado es el esqueleto de la violencia masculina, la cual, si bien no reconoce estatus o posición social de las mujeres, afecta de sobremanera a aquellas mujeres que están por fuera del mapa social, porque carecen de recursos para escapar del círculo violento, de ahí el valor de la relación género especie entre opresión de la mujer y violencia de género. En el campo normativo, esto exige huir del mito de mujer que contenía el sesgo universalizante de la modernidad occidental[15] y nos lleva a poner en juego la forma en que se entretejen las condiciones materiales, experiencias, y contextos de las mujeres. Es por eso peligrosa la subestimación de aquello que Larrauri ha dado en llamar las “tesis universales” que se propagan bajo el eslogan que “toda mujer puede ser víctima de violencia” o “la violencia de género no tiene fronteras” [16],estos lemas son válidos para unificar los ejes del movimiento de mujeres, pero inermes al planificar políticas públicas, porque toda generalización lleva a devaluar la incidencia de potentes factores de riesgo que provienen de otras fuentes de discriminación social, donde la pobreza y desempleo de la mujer, y la falta de independencia que ello apareja, ocupa un lugar central. Deconstruir ese modelo de mujer homogénea cisgenérica, posibilitará también, extirpar la tendencia a la exclusión de la violencia opresiva que sufren las mujeres lesbianas y trans, quienes experimentan una doble discriminación[17].
Desde este cuadrante, un dato crucial en esta emergencia sanitaria es el alarmante aumento del desempleo femenino. De acuerdo con la medición del INDEC, en general, la desocupación trepó al 10,4% durante el primer trimestre del año en Argentina. En la segmentación por género, se destacó la suba de desocupación en las mujeres jóvenes (de hasta 29 años), para quienes la tasa aumentó un 5 por ciento, y pasó del 18,9% contemplado a fines de 2019 hasta el 23,9% registrado en este último relevamiento[18], esta situación se agiganta para la situación de los grupos de opción sexual minoritaria en particular, porque tienen una mayor exposición a actividades de precaria estabilidad y a trabajo no formal[19]. Es aquí cuando con la pandemia, “la igualdad ha vuelto al centro de la escena”[20] porque no todas las mujeres están en paridad de condiciones para afrontar situaciones de violencia machista[21]. No hay que caer en la trampa en que, el virus no discrimina, tal cual observa acertadamente Butler,
“Podríamos decir que nos trata por igual, nos pone igualmente en riesgo de enfermar, perder a alguien cercano y vivir en un mundo de inminente amenaza. Por cierto, se mueve y ataca, el virus demuestra que la comunidad humana es igualmente frágil. Al mismo tiempo, sin embargo, la incapacidad de algunos estados o regiones para prepararse con anticipación (…), el refuerzo de las políticas nacionales y el cierre de las fronteras (a menudo acompañado de racismo temeroso) y la llegada de empresarios ansiosos por capitalizar el sufrimiento global, todos dan testimonio de la rapidez con la que la desigualdad radical, que incluye el nacionalismo, la supremacía blanca, la violencia contra las mujeres, las personas queer y trans” [22].
Es evidente que
“La desigualdad social y económica asegurará que el virus discrimine. El virus por sí solo no discrimina, pero los humanos seguramente lo hacemos, modelados como estamos por los poderes entrelazados del nacionalismo, el racismo, la xenofobia y el capitalismo. Es probable que en el próximo año seamos testigos de un escenario doloroso en el que algunas criaturas humanas afirmarán su derecho a vivir a expensas de otros, volviendo a inscribir la distinción espuria entre vidas dolorosas e ingratas, es decir, aquellos quienes a toda costa serán protegidos de la muerte y esas vidas que se considera que no vale la pena que sean protegidas de la enfermedad y la muerte”[23].
En base a investigaciones empíricas, en la comunidad criminológica hay consenso en que, si bien todas las mujeres podemos ser víctimas de violencia masculina, existe mayor probabilidad de victimización en las mujeres más pobres, o en quienes se encuentran en diversas situaciones de exclusión social[24], porque hay menor acceso al empleo, a bienes y recursos que permitan abandonar el hogar, a contar con redes de apoyo y asistencia terapéutica para atravesar la situación, y a la posibilidad de desarrollar un proyecto propio de vida, tal cual lo ha estudiado con exhaustividad, Larrauri[25]. Los altos índices de retractación de mujeres que denuncian violencia masculina en el proceso penal determinados por situaciones de dependencia económica de sus parejas, es otro elemento que informa la incidencia de la pobreza en esta problemática[26]. Desconocer el grupo social concreto al cual pertenece la víctima, y su situación particular, incrementa en forma sustancial el riesgo y la vulnerabilidad de la mujer[27], restringe su capacidad para romper el ciclo de violencia; y, por otro lado, debilita la posibilidad de identificar políticas de prevención estatales apropiadas. A ello responde que el Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belém do Pará, se haya ocupado de relevar las políticas públicas de prevención de la violencia de género en los estados parte, desde las diferentes vulnerabilidades, en la búsqueda de evaluar el impacto diferencial en las mujeres en razón de “ … su edad, nivel socioeconómico y educativo, país de origen, estatus migratorio, etnia, raza, estatus laboral, personas con discapacidad, entre otras”, sin poder contar con información suficiente en el caso de Argentina[28].
Pobreza, desempleo, y discriminación, en la emergencia sanitaria global, adquieren una dimensión mayúscula, que explica una trazabilidad sideral en la violencia opresiva contra las mujeres, a lo cual se suman otras variables que influyen en su incremento. De ahí que en el análisis jurídico penal deben conjurarse visiones reduccionistas que eludan el contexto de aplicación de las normas.
Violencia masculina, roles estereotipados de género y pandemia
Las medidas de confinamiento han colocado a muchas mujeres en situaciones de tensión sin precedentes, en aquellas relaciones de pareja de matriz violenta. Tal cual lo describe el catedrático en Psicología Antonio Andrés Pueyo, la convivencia forzada con un hombre maltratador, lleva a que el encierro se convierta en un tormento de consecuencias todavía desconocidas[29]. En el contexto pandémico, las mujeres sufren una doble reja, la del confinamiento y la del control de su pareja conviviente, en una relación moldeada por la la función disciplinante y prescriptiva de los roles estereotipados de género, que son uno de los gérmenes más vigorosos de la violencia sexista.
La imposición de un concepto único de femineidad y masculinidad, el mito del amor romántico, el mito de la mujer madre, el ideal de la familia unida, la falta de autonomía económica de las mujeres y la creencia de la legitimidad de la desigualdad y de la violencia masculina, son estereotipos de género ahistóricos y rígidos que funcionan como terreno fértil de la violencia opresiva patriarcal. Sabemos que, la construcción de género no es meramente descriptiva, no se ciñe a adjudicar roles, atributos, capacidades e incapacidades; es, además, prescriptiva, ya que configura mandatos de actuación u omisión para hombres, mujeres, y otras identidades sexuales asumidas, cuya infracción genera reacción, fuerte exclusión y/o represión. Es esta polarización jerarquizada la que contribuye sustancialmente a perpetuar la violencia masculina contra las mujeres, en un campo de control social informal donde también interactúan otros factores que ya han sido analizados[30]. La internalización de las mujeres de una estructura de dominación, y sus dificultades para revertirla, rodeadas de mitos que se transmiten generacionalmente y son altamente propagandizados, que sostienen el sistema de legitimación, junto con el alto grado de impunidad social del que goza la violencia machista, completan el cuadro de factores que favorecen dicha violencia[31].
Mención aparte, cierto es que, la situación de las mujeres ha marcado progresos en las últimas décadas, pero eso no nos debe confundir cuando las estructuras e instituciones del orden social patriarcal siguen intactas. Muestra de ello es la ultraactividad de los estereotipos de género, muchos de los cuales, son resilientes y resistentes a ser erradicados o reformados, como aquel según el cual las mujeres son cuidadoras primarias, que parece ser constante[32]. La división sexual del trabajo juega un papel prevalente en este contexto de emergencia sanitaria frente a los estereotipos prescriptivos que reservan a la mujer la administración doméstica y las funciones de cuidado de hijas e hijos, lo cual se traduce en una sobrecarga laboral para las mujeres en los hogares ante las medidas de confinamiento, especialmente cuando a ello se agrega que trabajan bajo la modalidad virtual. La relación entre poder y violencia patriarcal es muy compleja y escapa al objeto de este trabajo, pero dentro de las normatividades intergenéricas, todo atisbo de la mujer de alejarse de estos mandatos estereotipados de cuidado, en las actuales circunstancias, con el peso de toda la familia cohabitando las 24 horas a lo largo del confinamiento, sin dudas, es un tejido que abre espacio a mayor represión y violencia machista, e incremento de un fuerte deterioro psíquico en la mujer que intente desafiar campos de poder masculino.
Existe otro aspecto problemático que está íntimamente relacionado con las implicancias perjudiciales de las visiones estereotipadas de género para los propios hombres, que oblicuamente se trasladan a las mujeres. En general, la exacerbación de estereotipos masculinos puede también a incrementar la violencia masculina contra las mujeres como réplica por la presión que se ejerce dentro del grupo de los varones por el temor que infunde ser rotulados como afeminados por otros, como anota Segato, como atributo que acredita el acceso a la cofradía viril, al desmembrar la matriz de la agresión sexual[33].
Este factor debe ser auscultado en circunstancias en que la emergencia sanitaria ha ocasionado la expulsión de un tendal de hombres del mercado laboral. La desocupación masculina contradice el rol estereotípico de los hombres de proveedores primarios, y puede generar frustración y reacciones violentas contra mujeres e hijas. Además, el estereotipo del proveedor perjudica a las mujeres separadas porque las priva de la manutención económica que los padres adeudan a sus hijas e hijos. Este cuadro demuestra que
“La pandemia de COVID-19 expone las desigualdades subyacentes en nuestros sistemas socioeconómicos y de salud, como la violencia de género (VBG). En emergencias, particularmente aquellas que involucran cuarentena, el VGG a menudo aumenta. Los formuladores de políticas deben utilizar la experiencia de la comunidad, la tecnología y las pautas mundiales existentes para interrumpir estas tendencias en las primeras etapas de la epidemia de COVID-19. Las normas y los roles de género que relegan a las mujeres al ámbito del trabajo de cuidado las colocan en primera línea en una epidemia, mientras que a menudo las excluyen del desarrollo de la respuesta. Es fundamental valorar los roles de las mujeres en la sociedad e incluir sus voces en el proceso de toma de decisiones para evitar consecuencias no deseadas y garantizar una respuesta integral que satisfaga las necesidades de los grupos más vulnerables (…) El aumento de la violencia contra las mujeres y los niños durante las emergencias humanitarias y de salud pública es una manifestación de estas desigualdades y vulnerabilidades”[34].
Esta visión es compartida, incluso por voces que no provienen del feminismo jurídico, como es Boaventura de Souza Santos, quien en su último trabajo ha expresado que:
“La cuarentena será particularmente difícil para las mujeres y, en algunos casos, puede ser peligrosa. Las mujeres son consideradas «las cuidadoras del mundo», prevalecen en la prestación de cuidados dentro y fuera de las familias. Prevalecen en profesiones como enfermería o asistencia social, que estarán en la primera línea de atención a los enfermos y ancianos dentro y fuera de las instituciones. No pueden defenderse con una cuarentena para garantizar la cuarentena de los demás. También son quienes tienen a su cargo el cuidado de las familias de manera exclusiva o mayoritaria. Podríamos suponer que, al haber más manos en casa durante la cuarentena, las tareas podrían estar mejor distribuidas. Sospecho que no será así debido al machismo que prevalece y quizás se refuerza en momentos de crisis y confinamiento familiar. Con los niños y otros miembros de la familia en el hogar durante todo el día, el estrés será mayor y ciertamente recaerá más en las mujeres. El aumento en el número de divorcios en algunas ciudades chinas durante la cuarentena puede ser un indicador de lo que acabo de decir. Por otro lado, se sabe que la violencia contra las mujeres tiende a aumentar en tiempos de guerra y crisis, y ahora ha aumentado. Una buena parte de esta violencia ocurre en el espacio doméstico. El confinamiento de familias en espacios reducidos, sin salida, puede generar más oportunidades para el ejercicio de la violencia contra las mujeres. El periódico francés Le Figaro informó el 26 de marzo, basado en información del Ministerio del Interior, que la violencia conyugal había aumentado en un 36 % en París la semana anterior (…) para los habitantes de las periferias más pobres del mundo, la emergencia sanitaria actual se combina con muchas otras emergencias”[35].
Desde otro costal, sin pasar por alto el aumento de recortes al ejercicio al derecho al aborto reconocido desde 1973 por la Corte Suprema de los Estados Unidos en el caso “Roe vs. Wade”, bajo el pretexto de razones de profilaxis sanitaria en la actual emergencia[36], otro rastro evidente que el género es un “cristal muy duro de romper”[37], lo indica la creciente limitación a los derechos a la libertad sexual y reproductiva de mujeres y niñas en este contexto. Es que, el encierro doméstico obligatorio, fomenta el riesgo a mayores abusos sexuales en desmedro de quienes quedaron atrapadas con sus agresores y sin la oportunidad de distanciarse o de poder pedir auxilio[38]. Además, porque hay una situación de mayor indefensión por el aumento de la pobreza de jóvenes y mujeres, que las posiciona ante un incremento de peligro de caer atrapadas en las redes de tratantes con fines de explotación sexual, porque las organizaciones inmersas en esta clase de delitos se reactivan buscando aprovecharse de personas que son incluso más vulnerables que antes, tal cual se sigue de informes de la ONU[39]. Se ha tomado nota que:
“La restricción de movimiento por causa del COVID-19, el desvío de los recursos de las fuerzas de la ley y la reducción de los servicios sociales y públicos, han ocasionado que las víctimas de trata de personas tengan aún menos oportunidades de escapar y encontrar ayuda. A medida que trabajamos juntos para superar esta pandemia mundial, los países necesitan mantener los albergues y las líneas telefónicas de auxilio abiertas, asegurar el acceso a la justicia y prevenir que las personas en situación de vulnerabilidad caigan en manos del crimen organizado”[40].
Recapitulando, la violencia machista ha recrudecido en múltiples expresiones en este contexto pandémico, y ha colocado nuevas cadenas a mujeres y niñas ubicadas en las franjas más desfavorecidas de la sociedad en forma pluridimensional. El trabajo doméstico y de cuidado -no remunerado- de las mujeres se ha multiplicado, enraizado en la injusta y estructural situación de las mujeres configurada por el orden patriarcal, que se enlaza con el sistema de masculinidad hegemónica, y el desempeño prescriptivo de los roles de género, en los cuales, las agresiones sexuales -parafraseando a Segato-, son la punta del iceberg de diversos tipos de violencias masculinas[41]; agigantan el sometimiento a la esclavitud sexual y doméstica de niñas y mujeres.
Esta faceta exige ser atendida para ajustar el ámbito de aplicación normativo, dado que el preámbulo de la CEDAW reconoce que: “para lograr la plena igualdad entre el hombre y la mujer es necesario modificar el papel tradicional tanto del hombre como de la mujer en la sociedad y en la familia”; y en particular, cuando mediante su artículo 5°. a, los estados parte se han obligado a adoptar todas las medidas apropiadas en diversas esferas, para
“modificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres, con miras a alcanzar la eliminación de los prejuicios y las prácticas consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres”.
Viene al punto tener en cuenta, que a través de sus recomendaciones el Comité CEDAW, ha insistido en que:
“los Estados Partes están obligados a hacer frente a las relaciones prevalecientes entre los géneros y a la persistencia de estereotipos basados en el género que afectan a la mujer no sólo a través de actos individuales sino también porque se reflejan en las leyes y las estructuras e instituciones jurídicas y sociales”[42].
En consonancia con la emergencia sanitaria, el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer ha expresado una “profunda preocupación por las desigualdades agravadas y el riesgo más elevado de violencia de género y discriminación que están sufriendo las mujeres como consecuencia de la crisis actual provocada por el COVID-19”. El Comité recordó a los estados parte, que están obligados a proteger a las mujeres de la violencia de género y garantizar que los perpetradores rindan cuentas, a impulsar el empoderamiento socioeconómico de la mujer, y a asegurar su participación en la formulación de políticas y la toma de decisiones en todas las respuestas a la crisis y medidas de recuperación. Entre otros ejes, el Comité hizo explícito que esta obligación de prevenir la violencia de género contra la mujer abarca
“… garantizar el acceso efectivo de las mujeres y niñas víctimas de la violencia de género o en situación de riesgo de serlo, incluidas las que viven en instituciones, a la justicia, y en particular a órdenes de alejamiento, asistencia médica y psicosocial, casas de acogida y programas de rehabilitación. En los planes nacionales de respuesta al COVID-19 se debe otorgar prioridad, incluso en zonas rurales, a la disponibilidad de casas de acogida seguras, líneas telefónicas y servicios remotos de orientación psicológica, y sistemas de seguridad especializados y eficaces que sean inclusivos y accesibles, y es necesario abordar los problemas de salud mental de la mujer, que son consecuencia de la violencia y el aislamiento social, y las consiguientes depresiones”.
Cabe destacar que el Comité sostuvo que los estados parte deben
“proporcionar apoyos socioeconómicos a las mujeres: la crisis del COVID-19 tiene un impacto negativo en las mujeres con trabajos de baja remuneración y empleos informales, de corta duración o precarios por otros motivos, y sobre todo por la ausencia de protección social. Los planes de respuesta y recuperación después del COVID-19 deben abordar las desigualdades de género en el empleo, promover la transición de las mujeres de la economía informal a la formal, y ofrecer sistemas de protección social relevantes a las mujeres. Asimismo, es preciso formular programas y objetivos en relación con el empoderamiento económico de la mujer después de la pandemia”. A su vez, se destacó el deber estatal de “combatir la discriminación contra las mujeres lesbianas, bisexuales y transgénero en el acceso a la atención sanitaria, y velar porque disfruten del acceso seguro a casas de acogida y servicios de apoyo en caso de ser víctimas de violencia de género durante el confinamiento en los hogares”.
Desde otro carril, el Comité exhortó a las autoridades estatales a
“considerar métodos alternativos a la detención para las mujeres privadas de libertad, como pueden ser sistemas de supervisión judicial o condenas con opción de libertad vigilada, en particular para las mujeres detenidas por delitos administrativos u otros delitos leves, mujeres delincuentes de bajo riesgo y aquellas mujeres que puedan reinsertarse en la sociedad con seguridad, mujeres en la parte final de sus condenas, mujeres enfermas o embarazadas, mujeres mayores y mujeres con discapacidad. Las reclusas políticas, incluidas las mujeres defensoras de derechos humanos en situación de detención sin fundamento jurídico suficiente, deben ser puestas en libertad”[43].
Esto exige revisar las prácticas jurídicas, porque la en condiciones de pobreza femenina, se propagarán los delitos de subsistencia, lo cual lleva a proyectar un aumento en la criminalización femenina.
Violencia de género, emergencia sanitaria y sistema penal [arriba]
Este balance provisional del estado de situación planteado por la pandemia, que ha reavivado la feminización de la pobreza, es expresivo de la elevada agudización de la raigambre estructural y social de la violencia masculina, y devela que el verdadero antídoto frente a esta “otra” pandemia se sitúa en los diversos niveles de las políticas públicas de gestión de la conflictividad estatal, dentro de las cuales, la primera línea de prevención debe estar orientada a revertir la infraestructura social carencial que azota con crudeza singular, a millones de mujeres y niñas. El Estado debe implementar políticas transversales para garantizar a las mujeres capacidades básicas para funcionar con el objeto de tener suficiente espacio para elegir[44]. Por otra parte, en un segundo nivel, en el marco de políticas de prevención, el Estado debe generar dispositivos orientados a la detección temprana de contextos de violencia de género para posibilitar una oportuna y, eficiente intervención que brinde una asistencia integral a las mujeres víctimas, a través de equipos técnicos específicos.
Un punto de partida es deslizar la mirada hacia los hombres, quienes son un sujetos culturalmente producidos pero a la vez productores de transformaciones; y desde ahí sería necesario aumentar la cantidad de organismos interdisciplinarios que trabajen en la prevención y que sean capaces de proveer a los varones modelos alternativos de la masculinidad, que alienten en las relaciones de pareja el consenso, el respeto recíproco y la igual distribución de poder y tomas de decisiones, trabajando en el sociosistema entendido como su proceso histórico de socialización, es decir las creencias y valores de su comunidad; y sobre el biosistema de cada hombre -su entorno social, laboral-. Un obstáculo reside en que, la mayoría de las instituciones abocadas a la asistencia de varones se rehúsan a admitir a aquellos con rasgos o personalidades psicopáticas, aduciendo que demandan otro tipo de abordaje porque son personas que no asumen su conducta[45].
En el ámbito del maltrato dentro de las relaciones de pareja, es estratégico que se adopten medidas de fortalecimiento operativo del sistema de justicia civil y de los juzgados de paz provinciales, que, aun sobrecargados de casos, vienen desplegando un rol activo sustancial en el ámbito de la implementación oportuna de las medidas de protección de mujeres y niñas, a través de un abordaje multidisciplinario.
En otras palabras, hay que priorizar el modelo de prevención integral fijado por la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, que desafortunadamente suele ser minusvalorado por una amplia franja del feminismo tradicional -u oficial-, altamente proclive a la criminalización de un problema social, con la dinámica expansiva y las consecuencias contraproducentes que ello supone. Tal como lo alertara Asúa Batarrita: “En los programas de prevención y eliminación de la violencia contra la mujer, el rendimiento que puede esperarse del derecho penal es muy limitado”[46]. Entre tantos, el caso español es emblemático de que el reforzamiento de la vía punitiva no ha logrado cambiar el rumbo de las cosas, y que los episodios más graves de violencia de género continuaron su tendencia ascendente. Desde las ciencias penales, Diez Ripolles ha criticado el signo represivo de los feminismos oficiales o punitivistas, a los que califica como “bienestarismo autoritario” porque han gestado la imagen social de que la violencia es el vector explicativo de la desigualdad entre los géneros[47]. La propugnada criminalización de un problema social, realza la operatividad del principio de ultima ratio¸ y la injerencia punitiva debe quedar reservada a aquellos supuestos más graves[48]. Lo explica con toda claridad Segato, quien al hacer referencia sobre la centralidad de la injerencia penal frente a los delitos sexuales ha expresado que,
“querer detener este tipo de crimen con cárcel es como querer eliminar un síntoma sin eliminar la enfermedad. Hay que trabajar el terreno, no basta cortar sus excrecencias, sus yuyos. Ellos seguirán creciendo porque son un síntoma social de un mal social”.
De esa forma, con aval en su ostensible experiencia de campo, la autora concluye en que “es absurda la solución meramente punitivista, ya que en su simplismo entiende como única solución mandar al violador a una verdadera escuela de violadores, como es la cárcel”[49]. La intervención del sistema de justicia penal debe estar enmarcada en una articulación gestionada con el conjunto de agencias estatales involucradas en esta problemática y sus recursos deben estar concentrados en desarticular espacios de impunidad estructural de violencia sexista, dentro de una emergencia sanitaria que estimula mayor terreno a manifestaciones más sofisticadas y encubiertas de opresión masculina como resultan serlo, el grueso de las agresiones sexuales y el tráfico con fines de explotación sexual de niñas y mujeres.
Al deslizar la lupa en forma residual sobre la respuesta del sistema de justicia penal en el ámbito del maltrato en las relaciones de pareja, es constatable una marcada dificultad para captar la dimensión colectiva y estructural de la violencia de género en las/os operadoras/es del sistema de justicia penal, quienes dejan entrever la persistencia de explicaciones factoriales ajenas al marco conceptual de la perspectiva de género que se vinculan con trastornos en la personalidad, entre otros. La aplicación de la Ley N° 27.499, conocida como Ley Micaela, que impone la capacitación obligatoria en esta temática, pretende colmar este vacío, pero será un fracaso si no está acompañada de reformas judiciales estructurales que modifiquen y extirpen los condicionantes internos del sistema para dar respuestas respetuosas del principio de no discriminación. Hay que hurgar en la cuestión de fondo. Los sistemas judiciales están conformados por hombres y mujeres que provienen del orden social patriarcal y cargan con sus prejuicios y visiones heteronormativas. No se puede dejar de comulgar con Larrauri en que: “los problemas de las mujeres no pueden resolverse por el simple recurso al derecho penal, pero hay casos en que, el problema es el derecho, la forma en que éste trata y presenta a las mujeres”[50]. Un caso paradigmático, es, como lo hace notar Asúa Batarrita, la exigencia del “ánimo lascivo” como supuesto requisito típico genera consecuencias importantes en la interpretación del sentido de la violencia sexual, a varios niveles. Esa expresión, de antigua data en la jurisprudencia, niega el carácter de agresión o abuso sexual de conductas de manipulación degradatorias del significado sexual sobre el cuerpo de la víctima, cuando el móvil principal es la demostración de poder, desprecio o humillación. En esa formulación, la explicación de la prohibición y reprobación giran sobre la falta de autodominio sexual del autor, que, en términos de la moral tradicional sería lo pecaminoso. Se olvida que el derecho penal no se dirige a disciplinar impulsos sexuales, sino a prohibir la injerencia en la esfera de la libertad ajena”[51]. Como lo observa Segato, “los operadores del derecho no comprenden el crimen sexual. No lo comprenden como lo que realmente es: la efectuación del poder en un acto. Una lección de poder”[52]. Esto nos reconduce a la Convención de Belém do Pará, que al asegurar el derecho de igualdad de trato ante la ley a las mujeres, se ocupa de garantizar la protección de la mujer ante y de la ley y del derecho de la mujer a ser valorada y educada libre de patrones estereotipados de comportamiento y prácticas sociales y culturales basadas en conceptos de inferioridad o subordinación[53].
En este contexto de emergencia sanitaria, es de vital trascendencia advertir el peligro distorsivo de las generalizaciones, que de la mano de una cultura jurídica dominada por inercias burocráticas y la ausencia en el horizonte conceptual de los estudios de género, no llega a captar los atributos de cada caso en particular y suele manifestar una escasa permeabilidad a las necesidades y demandas de las mujeres. En este segmento de casos, esto asume un valor superlativo la realidad que muchas mujeres recurren al sistema penal sólo para que los hombres las dejen vivir en paz y no para que reciban castigos, o en otros casos, para obtener medidas de resguardo personal que permitan neutralizar conductas violentas[54]. El régimen del ejercicio de la acción penal, en su actual formato, legislado a través de los artículos 71 y siguientes del Código Penal, conspira en ese sentido y debería ser revisado porque su aplicación, en muchos supuestos, se emparenta con un auténtico paternalismo punitivo, dado que lleva a desconocer la pretensión de las mujeres víctimas de violencias masculinas, y a subestimar la preeminente eficacia de medidas de empoderamiento de las mujeres dentro de un problema social estructural.
Como lo dice Segato, “no se trata de castigar más, se trata de entender que si la ley no actúa como una pedagogía no transforma los gestos que instalan y reproducen el sufrimiento”[55].
Pandemia, pobreza, violencia, y miedo, forman un conglomerado que nos llevaba meses atrás a prever otra curva ascendente, el alza de la espiral de violencia masculina, en parangón con los indicadores del viejo continente, pero ante el perfil real de nuestra periferia, también ha puesto al desnudo una mayor expansión de victimización y criminalización en la diversidad del mundo femenino. Es un fraude retórico afirmar que el virus no discrimina. El virus circula con fruición revitalizando otras emergencias preexistentes que nos obliga a diagramar diagnósticos y a recurrir a reacciones más complejas.
Las medidas de aislamiento social reubican a las mujeres en un espacio doméstico que invariablemente ha sido la piedra angular de su destino de sumisión, y de su predestinación a las funciones de cuidado su ámbito. El futuro desconfinamiento, también será un cambio minado de resistencias para las mujeres, tal cual ocurrió en la posguerra, y como siempre lo ha sido todo intento de perforar la arena doméstica para que las mujeres podamos hacer pie en lo público.
Como lo sostuvo Malamud Goti, la inculpación es una práctica radicalmente simplificadora que al ofrecer una explicación monocausal segmenta la realidad, y además estigmatiza[56]. El espesor de la trama de la violencia patriarcal tiene una densidad superlativa en tiempos de la emergencia sanitaria que refuerza la necesidad de una intervención quirúrgica por parte del sistema de justicia penal, que deja atrás como nunca, toda posibilidad remota de fomentar ilusiones que la opresión de las mujeres se pueda alcanzarse mediante el poder penal.
[1] Angriman, Graciela Julia, Posdoctora en Derecho Penal, Profesora de Elementos de Derecho Penal en la Facultad de Derecho de la UBA, Profesora en el Doctorado en Derecho de la UMSA, Jueza penal en la Provincia de Buenos Aires.
[2] Han, Byun Chul: “La emergencia viral y el mundo de mañana”, EN: Giorgio Agamben, Slavoj Zizek, Jean Luc Nancy, Franco Berardi, Santiago López Petit, Judith Butler, Alain Badiou, David Harvey, Byung-Chul Han, Raúl Zibechi, María Galindo, Markus Gabriel, Gustavo Yañez González, Patricia Manrique y Paul B. Preciado: “Sopa de Wuhan. Pensamiento contemporáneo en tiempos de pandemia”, Amadeo Editor, colección ASPO, Buenos Aires, 2020, págs. 97 y ss.
[3] Resolución No. 1/2020 “Pandemia y Derechos Humanos en las Américas” (Adoptada por La CIDH el 10 de abril De 2020).
[4] Resolución No. 1/2020 “Pandemia y Derechos Humanos en las Américas” (Adoptada por La CIDH el 10 de abril De 2020).
[5] https://news.un .org/es/sto ry/2020/ 04/1473082, 20 /04/2020.
[6] Esta observación en modo alguno desmerece la aptitud de las medidas de prevención adoptadas en el marco de la pandemia.
[7] https://news .un.org/es/st ory/2020/04 /1473082, 20/0 4/2020.
[8] Villalba, Gisela Paola: “Feminicidios, la otra pandemia”, en www.saij.gob.ar. Id SAIJ: DACF200099.
[9] Conf. “Impacto social de las medidas de aislamiento obligatorio COVID-19 en el AMBA “ (pdf) 15/05/2020, Observatorio de la Deuda Argentina de la UCA.
[10] Declaración de las Naciones Unidas sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, 20 de diciembre de 1993.
[11] Angriman, Graciela J.: “Derechos de las Mujeres, Género y Prisión”, Cathedra Jurídica, Buenos Aires, 2017, págs. 22 y ss.
[12] Pitch, Tamar: “Responsabilidades Limitadas, Actores, Conflictos y Justicia Penal”, Ad Hoc, Máximo Sozzo y Augusto Montero, Buenos Aires, 2003, págs. 45 y ss. El sombreado es propio.
[13] De Souza Santos, Boaventura: “La Cruel Pedagogía del Virus”, Clacso, Buenos Aires, 2020, págs. 4 y ss.
[14] Burín, Mabel, Meler, Irene: “Varones. Género y subjetividad masculina”, Librería de Mujeres Editoras, Buenos Aires, 2009, págs. 21 y ss.
[15] Bovino, Alberto: “Justicia Penal y Derechos Humanos”, Del Puerto, Buenos Aires, 2.005, pág. 309, Angriman, Graciela J: “Derechos de las Mujeres, Género y Prisión”, Cathedra Jurídica, Buenos Aires, 2018, págs. 439 y ss.
[16] Larrauri, Elena: “Criminología Crítica y Violencia de Género”, Trotta, Madrid, 2.007, págs. 33 y ss.
[17] Larrauri, Elena: “Criminología Crítica y Violencia de Género”, Trotta, Madrid, 2.007, págs. 51 y ss.
[18] Instituto de Estadísticas y Censos, República Argentina, https://www.indec.gob.ar/indec/web/Nivel4-Tema-4-31-58; 24/06/2020.
[19] Este problema tiene una magnitud tal, que se encuentra en debate parlamentario un proyecto legislativo de cupo laboral para estos colectivos. https://www.lanaci on.com.ar/poli tica/diputados -debate-ley-im poner-cupo -laboral-trave stis-nid2384 645.
[20] Berardi, Franco: “Crónica de la psicodeflación”, en “Sopa de Wohan”, ibídem, págs. 35 y ss.
[21] Larrauri, E., ibídem, págs. 15 y ss.
[22] Butler, Judith: “El capitalismo tiene sus límites”, en versobooks.com y traducido al español por Anabel Pomar.
[23] Butler, Judith, ibídem.
[24] Larrauri, E., íbidem, págs. 21 y ss.
[25] Larrauri, E., ibídem, págs. 33 y ss.
[26] Angriman, Graciela J.: “Violencia de Género y Justicia Penal - La influencia de la voz de las mujeres en el acceso a la justicia”. Erreius on Line. IUSDC286082A.
[27] Larrauri, E., íbidem, págs. 33 y ss.
[28] MESECVI,“Tercer Informe Hemisférico sobre la Implementación de la Convención de Belém do Pará http://www.oa s.org/es/me secvi/docs/TercerInfor meHemi sferico.pdf.
[29] Sanchéz, Guillém: “El desconfinamiento es un proceso de riesgo para mujeres maltratadas” https://www.elp eriodico.co m/es/sociedad.7 947399.
[30] Schneider, Elizabeth: “Mujeres maltratadas y la elaboración de leyes feministas: definición, identificación, y desarrollo de estrategias”, texto original, Yale University Press, 2000, en Di Corleto, Julieta (comp.), Justicia, género y violencia, Libraria Ed., Buenos Aires, 2010, págs. 21 y ss.
[31] Angriman, Graciela J., “Derechos de las Mujeres, Género …” ibídem, págs. 22 y ss.
[32] Cook, Rebecca J., Cusack, Simone: “Estereotipos de Género - Perspectivas Legales Transnacionales”, University of Pennsylvania Press”, traducido por Andrea Parra, Pennsylvania 2009, págs. 7 y ss.
[33] Esta variable fue comprobada con creces por Rita Segado en su profunda investigación sobre los crímenes sexistas de Juárez. Al desentrañar la violencia, en su dimensión expresiva, parte de la base de que la violación conjuga, en un acto único, la dominación física y moral de la mujer, sosteniendo que la soberanía es completa en su fase más extrema, que es “hacer vivir o dejar morir”, parafraseando a Foucault. Y desde esa arista expresiva de la violencia, el violador emite mensajes a dos ejes de interlocución, más allá de su interacción con la víctima. Aquí el agresor “se dirige a sus pares y lo hace de varias formas, le solicita el ingreso a su sociedad, y desde esa perspectiva, la mujer violada se comporta como una víctima sacrificial inmolada en un ritual iniciático; compite con ellos, mostrando que merece por su agresividad y poder de muerte, ocupar un lugar en la hermandad viril”. Segato, Rita: “Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género, entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos”, Prometeo, Buenos Aires, 2003, págs. 183 y ss.
[34] Neetu, John, Casey, Sara E., Cariño, Giselle, Mc Govern, Terry: en “Lessons never learned: Crisis and gender‐based violence”, EN: “Developing Worlds, Bioethics”, https://doi.org /10.1111 /dewb.12261, 08/04/2020.
[35] De Souza Santos, Boaventura: “La Cruel Pedagogía…”, ibídem, págs. 43 y ss.
[36] https://ne ws.un.or g/es/sto ry/2020/0 5/1475022.
[37] Segato, Rita: “La Guerra contra las Mujeres”, Prometo, Buenos Aires, págs. 168 y ss.
[38] https://www.acnur.org/n oticias/pre ss/2020/4/5 e9d5f5 d4/la-pande mia-del-coronavirus- aumenta-el-ri esgo-de-violen cia-de-genero-hacia.html.
[39]https://www.ohc hr.org/SP /HRBodies/C EDAW/Pag es/CallTraffickingGl obalMi gration.aspx.
[40]Algunas víctimas que han sido rescatadas no pueden volver a sus hogares porque las fronteras están cerradas debido a la pandemia. Otras, se enfrentan a demoras en los procedimientos legales y a una reducción del apoyo y la protección de los cuales dependen, mientras que algunas están en riesgo de mayor abuso o de ser abandonadas por sus propios captores. https://www.unodc.o rg/mexico andcentral america/es /webstorie s/2020_05_Aume ntoRiegos_Trata_CO VID19.html.
[41] Segato, Rita: “La Guerra contra las Mujeres”, Prometo, Buenos Aires, 208 y ss.
[42] Comité de la CEDAW, Recomendación General No. 25: relativa al párrafo 1 del artículo 4 de la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, sobre medidas especiales de carácter temporal, UN Doc. A/59/38 (SUPP), 18 de marzo de 2004, pág. 83, párr. 4.
[43] https://www.ohc hr.org/sp/hr bodies/ceda w/pages/ce dawindex .aspx.
[44] Rodríguez Enríquez, Corina: “Pobreza”, en: GAMBA, Susana Beatriz, BARRANCOS, Dora, GIBERTI, Eva y MAFFÍA, Diana, Diccionario de estudio de géneros y feminismos, Biblos, Buenos Aires, 2007, págs. 260 y ss.
[45] Centro de Formación Judicial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, “Prevención del femicidio. Masculinidad en tiempos de cuarentena”. http://cfj.gov. ar/curso.p hp?all=1 &cur=199 7&cc=2141, 26/05/2020.
[46] Asúa Batarrita, Adela, “El significado de la violencia sexual contra las mujeres y la reformulación de la tutela penal en este ámbito. Inercias Jurisprudenciales”, en Laurenzo, Patricia, Maqueda, María Luisa, Rubio, Ana: “Género, Violencia y Derecho”, Del Puerto, Buenos Aires, 2009, págs. 101 y ss.
[47] Diez Ripollés, José Luis: “El objeto de protección del nuevo derecho penal sexual”, en “Delitos contra la libertad sexual”, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 1991.
[48] Binder, Alberto M.: “Introducción al Derecho Penal”, Ad Hoc, Buenos Aires, 2.004.
[49] Segato, Rita: “La guerra contra…”, ibídem, págs.208 y ss.
[50] Larrauri, Elena: “Mujeres, Derecho Penal y Criminología”, Trotta, Madrid, 1994, págs. 101.
[51] Asúa Batarrita, Adela: “El significado de la violencia sexual contra las mujeres y la reformulación de la tutela penal en este ámbito. Inercias jurisprudenciales”, ibídem, págs. 101 y ss.
[52] Segato, R., “La Guerra contra…”, ibídem, págs. 210 y ss.
[53] Arts. 4° y 6° Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer.
[54] Larrauri, Elena: “Mujeres y Sistema Penal - Violencia Doméstica”, Bdef, Buenos Aires, 2008, págs. 180 y ss.
[55] Segato, R., “La Guerra contra…”, ibídem, pág. 216.
[56] Malamud Goti, Jaime. “Carlos J. Nino y la justificación del castigo”, Revista Programma N° 1, Bahía Blanca, 2005, pág. 91.