Pretende la presente investigación contribuir al conocimiento de un período de la historia de la Corte Suprema, muy poco explorado hasta el presente, como es el de la llamada “Corte de Bermejo” que, conducida por el juez Antonio Bermejo, a quien debe su nombre, tuvo su ámbito de actuación entre 1903-1930. Con tal objeto, se encara un estudio de los aspectos personales, biográficos y profesionales del presidente del tribunal, considerado indispensable para contextualizar el período debido a la influencia ejercida por este magistrado sobre la jurisprudencia de esta época. Se aportan asimismo datos relativos al trabajo cotidiano de la Corte de la época, hasta el momento nunca conocidos por la comunidad académica. Finalmente, la investigación se completa con un necesario estudio de las principales líneas jurisprudenciales producidas por la Corte Suprema en ese período.
Palabras Claves: Corte Suprema; Presidente de la Corte Suprema; Historia de la Corte Suprema; Antonio Bermejo
The purpose of this investigation is to contribute to the knowledge of a period of the Supreme Court’s history, very little explored up until the present, such as the so-called “Bermejo’s Court” which, led by judge Antonio Bermejo, to whom it owes its name, had its sphere of action between 1903-1930. For this end, a study of the personal, biographical and professional aspects of the chief justice is undertaken, considered essential to contextualize the period due to the influence exerted by this magistrate on the jurisprudence of this era. It also provides data relating tothe daily work of the Court of the time, so far never known by the academic community. Finally, the research is completed with a necessary study of the main jurisprudential lines produced by the Supreme Court in that period.
Keywords:Supreme Court; Chief justice; Supreme Court’s history; Antonio Bermejo
Entre 1903 y 1930 la Corte Suprema de Justicia de la Nación tuvo trece jueces1 y tres procuradores generales2. Pero de todos ellos hay uno que, de acuerdo a la unánime opinión de los pocos estudiosos del período, ejerció una influencia gravitante en las líneas jurisprudenciales del alto tribunal durante las tres primeras décadas del siglo XX. Fue uno de los más reputados jueces que hayan pasado por el máximo tribunal; la Corte Suprema de Justicia de la Nación tiene un antes y un después de él y el palacio de tribunales de la Capital Federal lo recuerda con una placa con su nombre en su planta baja. Durante 26 años, las sentencias del más alto tribunal del país llevan su sello como una marca de agua; según algunos autores fue a la Corte argentina, lo que John Marshall y Roger Taney han sido a la de los Estados Unidos (Colmo, 1929, citado en La Prensa, 1929, p.13); fue quien le dio personalidad propia al tribunal y quien contribuyó a dar una jurisprudencia estable que perduraría durante décadas. Con estas características me estoy refiriendo al doctor Antonio Bermejo, el juez que presidió la Corte Suprema de Justicia con la actuación más prolongada de la historia hasta hoy.
La jurisprudencia del período fue basta y rica. Empero, el grado de influencia que sobre ella tuvo Antonio Bermejo ha sido tal que no puede alcanzarse un conocimiento acabado de esta etapa sin conectar el pensamiento constitucional de la Corte con el de su presidente. Para aproximarse a esto último, razones de orden metodológico imponen a mi criterio la necesidad de encarar un estudio biográfico del presidente de la Corte Suprema que, en función delos documentos existentes, algunos de los cuales han permanecido prácticamente inéditos, estará conformado por sus aspectos personales, biográficos y profesionales, en este último caso, muy especialmente vinculados al ejercicio de la presidencia de la Corte. Precedido por ello, se concluirá el trabajo examinando las líneas jurisprudenciales del período, indispensable en todo estudio en la historia del máximo tribunal. Esto constituirá, consiguientemente, el contenido de la presente investigación.
II. Referencias biográficas de Antonio Bermejo [arriba]
Antonio Bermejo (h) nació en la ciudad de Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, el 2 de febrero de 1853. Era el segundo de los seis hijos de Antonio Bermejo y Martina Calderón,3 familia compuesta por cuatro varones y dos mujeres.4 Su madre era oriunda de San Juan, y su padre un español malagueño que vino al país a enlistarse en la marina mercante asentándose en Chivilcoy en 1843. Alquiló allí una chacra y combatió a los indios cuerpo a cuerpo defendiendo su propiedad. Del padre se sabe que llegó a ser juez de paz en Chivilcoy al igual que su suegro, José Calixto Calderón, uno de los fundadores de la ciudad en 1854 (Miradas al pasado desde Chivilcoy, 2004, p.7).
A diferencia de la mayoría de sus congéneres, Bermejo no era miembro -por linaje- del patriciado porteño. No descendía de grandes regentes de los primeros tiempos de la patria como Alvear o los Anchorena, ni del jefe del regimiento de patricios como Saavedra Lamas, ni de una tradicional familia patricia -asesora legal de Rosas- como Roque Sáenz Peña. Sin embargo, se incorporó a la elite política de su tiempo en base a su esfuerzo y méritos personales bajo el padrinazgo de Bartolomé Mitre. Se trataba de un grupo familiar de clase media trabajadora sin vínculos familiares ni políticos de ninguna clase.
Durante su adolescencia, el futuro presidente de la Corte Suprema pasaría del campo a la ciudad de Buenos Aires para iniciar sus estudios en el colegio San Carlos -hoy Nacional de Buenos Aires- en donde fue uno de los alumnos más distinguidos de su época. Con tan sólo 16 años fundó una revista en la que también interactuó Estanislao Zeballos: “El Colegial” (La Razón, 1929, p.2; La Prensa, 1929, p.2). Antes de concluir sus estudios, el alumno Bermejo, que se destacaba por sobre el resto, pasaba a ser al mismo tiempo profesor cuando a los 17 años se le asigna el curso de Filosofía en el colegio donde estudiaba (Amadeo, 1934, p.254). Había tenido un maestro ilustre: Amadeo Jacques, formador de toda una generación.
Al concluir sus estudios secundarios, el futuro juez inició su carrera de abogacía en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Se graduó en ella a los 23 años, en 1876, obteniendo el título de doctor en jurisprudencia con su tesis titulada “La cuestión de límites con Chile”.
A pesar de su familia de cuna, Bermejo no fue una persona de familia. Perdió a su padre -fallecido en 1857- a los 4 años y su madre se volvió a casar (Miradas al pasado desde Chivilcoy, 2004, p.7). Al formar su familia, sufrió un duro destino. Se casó a la edad de 28 años con Emelina Molina, tres años menor que él, el 24 de diciembre de 1881. Pero su matrimonio duraría menos de tres años. Su esposa no pudo recuperarse de los problemas de parto al dar a luz a la hija del matrimonio sufriendo a los tres meses del nacimiento una infección puerperal que le costó la vida con sólo 28 años de edad. Bermejo quedaba viudo a los 31 y nunca más volvería a casarse. Quedó el futuro presidente de la Corte a cargo de la crianza de su única hija Emelina Matilde Bermejo, nacida el 1 de abril de 1884 y a quien le llamaban “Lila” (AGPJ, Bermejo, sucesión, f.1, fs. 3 a 5).5
No transitó la vida profesional de Bermejo por un sólo sendero. Antes bien, el camino de la vida lo llevó por vastos y sinuosos caminos que, al parecer, no eran su destino. Mas, a la larga, servirían para moldear su personalidad. No nació en la cuna del Poder Judicial; antes de la judicatura llegó a conocer los distintos aspectos de la vida, los que forman a un estadista que entiende bien que no se puede ser juez de la Corte pasando toda su vida en un despacho de un juzgado. Cumplió disímiles tareas, pero en todas ellas prestó un eficaz servicio.
Al concluir sus estudios universitarios, Bermejo ingresó a la política acompañando siempre a Bartolomé Mitre, a quien consideraba su maestro y mentor; desde allí comenzó su camino. En 1879 fue elegido diputado provincial para la Legislatura de la provincia de Buenos Aires. Tenía entonces 26 años.
Tuvo asimismo su vida una corta experiencia como soldado. En 1880 acompañó al gobernador de la provincia de Buenos Aires Carlos Tejedor en la utópica aventura de defender una causa ya perimida. Reeditó así elhistorial familiar de su abuelo y tío abuelo, quienes sirvieron en la Guardia de Corps del ejército español, aunque no terminó trágicamente como ellos. Se dice que el capitán Bermejo supo demostrar su valentía y coraje cuando, interinamente al frente de sus tropas, se lanzó a la toma del puente de Barracas derrotando a los “chinos” del general Levalle que los superaban en número y armas (Amadeo, 1934, p.254). Empero, su arrojo nada pudo hacer para modificar el curso de la historia. Era una causa perdida y, como todas ellas, llegó a su fin.
Paralelamente a la política, Bermejo cultivó una próspera carrera académica. Como su tesis lo preanunciaba, se dedicó al derecho internacional público, alcanzando a ser profesor titular de dicha disciplina en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires hasta su nombramiento como juez. Tuvo asimismo un corto período como profesor de derecho constitucional de esa casa de estudios, cargo al que renunció para cederle la titularidad a un joven abogado graduado con medalla de oro: Carlos Saavedra Lamas.
Su trabajo doctrinario no fue extenso pero tuvo como eje central un tema candente por aquella época: el conflicto limítrofe entre la Argentina y Chile. Escribió tres libros, dos de los cuales los dedicó a este tema. El primero de ellos es su tesis presentada a la Facultad de Derecho al graduarse, con la que obtuvo el título de doctor en jurisprudencia en 1876 y lleva por título Cuestión de límites entre la República Argentina y Chile, la que fue publicada ese mismo año. Su hipótesis central fue postular el uti possidetis como criterio de deslinde para resolver los conflictos limítrofes entre ambos países, según el cual la demarcación territorial debe fijarse de acuerdo a lo que poseían los países como tales al separarse de la corona española en 1810. Ese criterio, afirmaba, es el reconocido por la doctrina Monroe y por el tratado suscripto entre Argentina y Chile el 31 de enero de 1856. Señalaba asimismo que
Con un título especial sobre cada palmo de territorio se puede probar que toda la Patagonia oriental, el Estrecho de Magallanes y Tierra del Fuego, han pertenecido siempre a las Provincias del Río de la Plata ¿Cuáles eran los límites del Virreinato de Buenos Aires y la Capitanía General de Chile, en el año 1810? los mismos de todos los tiempos: la Cordillera de los Andes en toda la extensión del territorio.(Bermejo, 1876, pp.54 y 55)
Finalmente, la tesis postulaba el arbitraje como mecanismo de resolución de la disputa territorial, tema al que está dedicado el capítulo tercero.
Tres años más tarde, en 1879, publicó su segunda obra, también dedicada a la materia: La cuestión chilena y el arbitraje. El libro es la tesis presentada en 1876, pero de manera ampliada y con una mayor depuración. Centra su estudio en continuar lo que había dedicado en el último capítulo de la “Cuestión de límites”: el arbitraje (Bermejo, 1879). La otra de sus obras está dedicada a un estudio sobre el dominio público del agua (Bermejo, 1885).
Si bien con la llegada al poder del general Julio Argentino Roca durante la década del ochenta Bermejo no ocupó cargos públicos de relevancia, fue asesor del canciller Bernardo de Irigoyen en la cuestión limítrofe con Chile y otros asuntos vinculados a las relaciones exteriores. Recién en la década del noventa volvería a los cargos públicos. En 1891 fue electo senador provincial por la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, cargo que ejerció por poco tiempo al ser elegido al año siguiente como diputado nacional.
La destacada labor y valiosa personalidad de Bermejo hizo que Roca posara sus ojos en él, que no era precisamente un partidario del “régimen”. Fue así que, a propuesta de aquel (de Vedia, 1922, citado en Luna, 2005), al asumir José Evaristo Uriburu la presidencia de la Nación en 1895 fue designado con el más alto cargo ejecutivo de su carrera: Ministro de Justicia e Instrucción Pública.6 Podía pensarse que, al ser abogado, el último de los rótulos del ministerio sería el más apagado de sus funciones. Lejos de ser así, Bermejo continuó la huella que dejaron Sarmiento y Avellaneda. El bastión de su gestión fue sin dudas la educación. Lo fue porque durante los tres años de su ministerio se crearon numerosas escuelas, lo fue con la creación de la Facultad de Filosofía y Letras, con la Escuela Comercial Superior de Mujeres y con la Escuela Industrial de la Nación -hoy Escuela de Educación Técnica Nro. 1 Otto Krause-. El Museo Nacional de Bellas Artes debe también en gran medida su existencia al ministro Bermejo. Fue él quien impulsó su creación luchando contra todos los obstáculos que se le presentaban. Es por eso que hoy innumerables escuelas de la Capital como del interior lo recuerdan llevando su nombre.
Concluido el mandato de Uriburu, por segunda vez fue elegido diputado nacional en 1898, llegando a ser vicepresidente segundo de la cámara, en los períodos parlamentarios de 1900 y 1901. Al concluir su mandato, Julio Argentino Roca -que había asumido por segunda vez la presidencia de la Nación en 1898- lo designó como jefe de la delegación argentina para intervenir como representante argentino en la Conferencia Panamericana realizada en México en 1902.
Antonio Bermejo, como afirma Oyhanarte (2001), era un hombre firme, resistente y sólido, con la solidez que a algunos les viene del absoluto convencimiento de tener razón (p.161). Aproximándose un poco más, Carlos Ibarguren, quien fue su discípulo en la universidad y secretario de la Corte Suprema entre 1906 y 1912, lo describía como un hombre sereno, austero, bondadoso y alejado del poder, características que se repiten entre quienes lo conocieron personalmente. Decía al respecto:
Trabajando a su lado pude apreciar de cerca al hombre, en cuyo espíritu sereno y equilibrado uníase a la tolerancia y comprensión de las debilidades humanas, el criterio inflexible para condenar el delito, el vicio y todo aquello que violaba la ley o amenazaba la convivencia social. Su mente tenía la claridad sosegada y familiar de una lámpara; su alma modesta y bondadosa contemplaba la vida como un filósofo que fuera, a la vez, cristiano y estoico. Alejado de las vanidades del mundo, su austera existencia, recogida en su hogar y en su gabinete de estudio, consagrose a la cultura y al trabajo. No pidió a la vida el placer material de gozarla, y miró con indiferencia las ambiciones, la fortuna, el poderío y la popularidad, cual si fuesen brillo de espejismos. (Ibarguren, 1999, p.204)
Físicamente, Bermejo era un hombre de estatura media, con ojos ligeramente achinados y usaba su cabello negro estirado para atrás. Durante los primeros años, tenía un bigote al estilo de Carlos Pellegrini, tradicional por aquel entonces. Su cara, a juzgar por sus fotos, mostraba una cierta calma. Parecía ser un hombre feliz, pero la felicidad no la había encontrado en su familia sino en su trabajo, porque hizo de su tarea su vida.
En otro orden, Bermejo tenía una gran afición por las matemáticas -las que, como se señaló más arriba, enseñó también desde los 17 años-, y solía decir que su “conocimiento es indispensable para el estudio del derecho”, porque eso da “el método” al jurista (del Campillo, 1960, p.8). Su pasión lo unió al general Mitre; y fue así que, para ayudarse en sus estudios, de joven daba clases de álgebra a uno de sus hijos. Contaba él que, a veces, Mitre se presentaba en la clase, ambos se olvidaban del alumno y se entretenían desarrollando en el pizarrón ecuaciones o resolviendo problemas matemáticos (del Campillo, 1960, p.8). Fue un gran admirador de Mitre a quien consideró como su padrino y mentor en la política. Militó con él durante toda su carrera política y lo despidió en su entierro con la misma admiración que le profesó durante toda su vida. Para ponderar su admiración puede verse, precisamente, el discurso pronunciado por Bermejo, como presidente de la Corte, con motivo del funeral del general Mitre (General Bartolomé Mitre. Homenajes póstumos1942, pp.17-19).
Se ha dicho (del Campillo, 1960, p.8) que la autoridad intelectual de Bermejo en sus últimos años irradiaba un profundo respeto en todos los ámbitos que frecuentaba. Siendo consejero de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, en una de las sesiones a las que asistía, se disponía el Consejo a tratar el presupuesto de gastos para el año entrante. Pero tal cometido se vio frustrado ya que el miembro informante de la comisión se encontraba enfermo. Se convino así modificar el temario y avanzar con el tratamiento del programa de enseñanza de la historia. Leído el despacho, Bermejo comenzó a hacer observaciones al mismo señalando las normas que, según su experiencia de profesor, debían tenerse en cuenta para la enseñanza. Al terminar, el miembro informante pidió al Consejo permiso para retirar el proyecto y presentarlo nuevamente con las modificaciones propuestas por aquel.
De una considerable rectitud, en 1904 la comisión de presupuesto de la Cámara de Diputados remitió a la Corte la planilla del presupuesto para completar los cargos y sueldos de los agentes de la justicia nacional. El doctor Bermejo completó todas las planillas con excepción de los sueldos de los jueces y secretarios del alto tribunal, los que dejó en blanco (del Campillo, 1960, p.8).
Solía llegar al Palacio de Tribunales viajando en tranvía y vestido de gris. Se dice que ponía siempre el mayor cuidado en materia de gastos; que nunca dejó el salón de acuerdos sin apagar la luz, y baste señalar que el único gasto superfluo que hacía el tribunal por aquellos años era comprar un poco de hielo para tener agua fresca (del Campillo, 1960, p.8).
Modesto, pero no humilde -la humildad a veces puede ser una falsa modestia- Bermejo no ponía la otra mejilla. No era tampoco zalamero, los hombres de conducta nunca lo son; no regalaba elogios a quien no los merecía, pero su abrazo y su estima una vez obtenidos, difícilmente se perdían (Amadeo, 1934, p.261).
Bermejo fue un hombre bueno, pero antes bien, un hombre justo. No es fácil ser justo en la vida. La justicia, desde que no deja lugar a la demagogia y a la zalamería, muchas veces sólo cosecha antipatías. No parecía atraerle el bullicio del comité ni las pasiones irreflexivas que muchas veces guían a la política partidaria para dirimir sus contiendas, y fue esto lo que, probablemente, influyó de manera determinante para costarle su candidatura a la gobernación de la provincia de Buenos Aires en 1893. Lo suyo era la serenidad del estudio, las pocas pero ingentes palabras, la ecuanimidad del juicio y la reflexión. Pasaba su tiempo junto a Cayo Cornelio Tácito leyendo sus enseñanzas y gozaba a su vez de la compañía de la música de Beethoven y Wagner (Amadeo, 1934, pp.262 y 263).
Antonio Bermejo fue maestro, periodista, escritor, diplomático, soldado, político y juez. Dejó en todas sus funciones una obra útil y duradera; pero fue en la judicatura donde pareció encontrar su destino cuando Julio Argentino Roca lo llevó a la Corte el 19 de junio de 1903. Se incorporó al tribunal al día siguiente (La Nación, 1928, p.6) y, a los pocos años, su nombre se convirtió, por su elevado cargo a la vez que por su autoridad moral indiscutida y su sentido jurídico claro y simétrico, en la figura judicial más ponderada de su tiempo.
Quien quiera comprender en cortas pero ingentes palabras la función institucional de la Corte Suprema, le bastará con consultar el primer tomo de la colección oficial de fallos del alto tribunal. Allí, José Miguel Guastavino, el primer secretario regular que tuvo la Corte, de quien se dice costeó de su propio peculio la edición de ese primer tomo, decía en el prólogo:
De los tres altos poderes del Estado, que forman la repartición del gobierno general, el judicial tiene la augusta y delicada misión de interpretar y aplicar, en los casos ocurrentes, la Constitución y las leyes, dando a los individuos y a los pueblos los derechos naturales y políticos que la ley fundamental les reconoce, les acuerda y garante. Es la Corte Suprema que con la justicia de sus fallos y con su acción sin estrépito pero eficaz está encargada de hacer que la Constitución eche hondas raíces en el corazón del pueblo, se convierta en una verdad práctica, y los diversos poderes, nacionales o provinciales, se mantengan en la esfera de sus facultades. (Fallos, 1864, 1, V)
Bermejo sucedió en la Corte a Benjamín Paz y, hay que decirlo, no fue el primer candidato de Roca para ocupar esa silla. Sin embargo, tras la negativa de Felipe Yofré7, su ex Ministro del Interior y Canciller, el presidente de la Nación lo eligió a aquel. Aunque Bermejo no fue un militante de Roca, hubo entre ambos un respeto mutuo. Roca respetó a Bermejo y, como se vio, lo hizo nombrar Ministro de Justicia en el gabinete de Uriburu. Ese antecedente le sirvió para llevarlo a la Corte en 1903.8
Al poco tiempo de su incorporación, en octubre de 1903 tuvo lugar el fallecimiento de Abel Bazán quien había sido nombrado Presidente de la Corte concomitantemente a la incorporación de Bermejo. El cargo de Presidente del tribunal permaneció vacante durante un año y medio. Durante ese interregno la Presidencia sería ejercida por Octavio Bunge en su carácter de juez decano, tal como se comprueba en fallos de la época (Fallos, 1903, 98, p.225; 1905, 101, pp.389-393). Tras ese tiempo fue designado presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación el 10 de mayo de 1905 por decreto del presidente de la Nación Manuel Quintana (Registro Nacional1905, 1906, II, p.132).9 Permaneció en el cargo hasta su fallecimiento, el 18 de octubre de 1929, siendo la presidencia más prolongada hasta hoy en la historia de la Corte Suprema.
Hasta la llegada de Bermejo, Estanislao Zeballos había observado que la Corte Suprema nacional tenía “una vida opaca, de acción lánguida, sin influencia gubernativa y sin prestigio popular” (Zeballos, 1922, p.230). Ni siquiera la valiosa labor de Gorostiaga -considerado como el más eminente de sus jueces hasta ese entonces- había podido torcer eso que parecía un destino inexorable para el prestigio de la Corte. Aunque no hay que ser injusto para con los demás jueces que pasaron por el tribunal durante ese cuarto de siglo, se advierte sin hesitaciones una coincidencia sugestiva entre la asunción de Bermejo y un viraje en la jurisprudencia de la Corte, la cual marcó su perfil durante las tres primeras décadas del siglo XX. Ni siquiera la incorporación de Figueroa Alcorta, la que tuvo lugar en 1915, alcanzó una influencia tan gravitante sobre la jurisprudencia del tribunal ni, consiguientemente, empañó la autoridad de Bermejo. Era superior a los demás pero no solo por su cargo sino por su formación y, en los últimos años, por su trayectoria en el tribunal. No es extraño entonces que sus “compañeros”, como él los llamaba, lo siguieran en las decisiones de la Corte que conformaron las líneas doctrinarias del período. Como lo admite el propio Figueroa Alcorta, no había dudas que, en este período, Bermejo era “la figura central del cuadro”. Así se lo expresa en una carta, fechada el 21 de julio de 1928, dirigida al constitucionalista Juan Antonio González Calderón en 1928:
Algún día, acaso Vd. mismo, que con inteligente percepción ha hecho al respecto una síntesis admirable, abordará el estudio fundamental de la institución que tanto sugiere a sus anhelos de investigador y de estudioso, y seguramente encontrará en Bermejo la figura central del cuadro. (González Calderón, 1928, p.232)
La figura de Bermejo, a los ojos de sus contemporáneos, encarnaba todo lo bueno que puede suponerse de la Corte Suprema como atributos de su alta jerarquía (Zavalía, 1920, p.350). Es que, este juez pareció hacer de su tarea en la Corte su vida. A tal punto pareció ello así que el mismo día de su fallecimiento, y tras haber sufrido un ataque cardíaco el día anterior, pidió que le acerquen a su domicilio el despacho diario para firmar con el fin de evitar el atraso del tribunal (La Nación, 1929, tapa).10 No es azoroso entonces que Figueroa Alcorta expresase en su entierro una de las más exactas y sintéticas caracterizaciones de Bermejo: “la justicia fue su religión, su credo y su fe” (La Prensa, 1929, p.13).
Además de su presidente, referente y maestro, Bermejo era a los ojos de sus pares la encarnación viviente del alto tribunal. Durante los acuerdos de la Corte, se decía que sorprendía a sus compañeros, que lo admiraban, con frecuentes demostraciones de una premunida cultura y profunda versación jurídica, de la que hacía gala en todo momento -sin proponérselo- al debatirse el caso que se informaba, comentando la cláusula legal o constitucional invocadas, recordando el origen de alguna norma jurídica incluida en algún tratado, o al referirse a la producción literaria, histórica o sociológica, de la que siempre estaba al día (del Campillo, 1960, p.8). Como presidente del tribunal trató siempre de evitar las disidencias, y cuando en el debate de los problemas jurídicos aparecían alguna vez las lavas ardientes del amor propio, el doctor Bermejo encontraba siempre la forma de que este cediera el paso a la sensatez (del Campillo, 1960, p.8).
Tenía sobre su escritorio el retrato de John Marshall (Amadeo, 1934, p.259). Hay algunas coincidencias pero muchas diferencias entre ambos. A diferencia del chief justice norteamericano, su labor no consistió en hacer evolucionar la jurisprudencia sino, antes bien, en conservar los valores existentes. Durante su época, la Corte no se vio en la necesidad de afianzar su independencia ni la vigencia de las instituciones por cuanto la misma se encontraba relativamente armada, crédito que, en gran medida le correspondió a Gorostiaga. Marshall, en cambio, sí debió hacerlo. Es ello lo que explica que ambos jueces llegaron a un mismo umbral de la historia, aunque siguieron caminos distintos.
Con lucidez Bermejo solía repetir que la Corte Suprema debía estar integrada, al menos, con dos hombres de Estado, aludiendo a aquellas personalidades que hubieren adquirido experiencia política, ya sea en el Ejecutivo o en el Congreso, pues consideraba insustituible su presencia en el alto tribunal para el enfoque y adecuada solución de ciertos problemas que suelen llegarle. Y comentaba también el acierto del Poder Ejecutivo de mantener la costumbre tradicional de informarse previamente en la Corte si el candidato a integrarla era persona grata (del Campillo, 1960, p.8). Tolerante y de una bondad inagotable, se decía de él que conquistaba a todos los que se le acercaban; pero sabía sin embargo demostrar su energía y hacer respetar la autoridad de la Corte en el momento oportuno sin alharacas, ostentación ni publicidad. Así, al recibir un telegrama de un gobernador, recriminando algo a la Corte, el doctor Bermejo se limitó a firmar al dorso: “devuélvase por secretaría” (del Campillo, 1960, p.8).
Octavio Amadeo (1934) lo llamó con acierto el “cancerbero de la jurisprudencia” (p.258). Su poderosa memoria, explicaba el autor, permitía al presidente de la Corte citar los antiguos fallos del tribunal a los que parecía conocer como si hubieran nacido de él. Muchos ejemplos podrían citarse; sólo referiré dos. En uno de los tradicionales acuerdos del alto tribunal, uno de los jueces pregunta a sus pares si conocía algún precedente que lo ayude para fundar un caso que tenía a estudio, el cual explicó sucintamente. Bermejo contestó sin titubear: “la Corte ha resuelto hace varios años algo semejante; recuerdo que al contestar la demanda se planteó una cuestión de(…)” y precisó: “debe estar en el tomo 101 (…)” y allí se encontraba (del Campillo, 1960, p.8). Seguidamente el juez que le había formulado la pregunta, quien lo escuchaba sonriente, le dijo: “a poco de empezar Ud. el relato del caso lo recordé, pero no quise interrumpirlo para gozar de su asombrosa memoria; yo fui el defensor de la provincia en ese pleito y no lo recordaba” (del Campillo, 1960, p.8).
Durante la feria judicial de 1928 el partido socialista independiente recurrió directamente ante el alto tribunal la decisión del jefe de policía de la Capital que les negaba el derecho de reunión para realizar mítines políticos. Tras contar con el dictamen del procurador general, el expediente quedó en estado de sentencia a principios de 1929. Antonio Bermejo se hallaba descansando en Mar del Plata debido a una afección que lo aquejaba.11 Por tal motivo, es que Carlos del Campillo -uno de los dos secretarios de la Corte- le escribe poniéndolo en antecedentes del caso y remitiéndole las correspondientes piezas, solicitando su orientación para el estudio del mismo. A vuelta de correo recibe la siguiente respuesta:
Sr. Dr. del Campillo. Mi estimado amigo: la salud no anda muy bien, y para el colmo, molesto por la sordera, me he puesto en tratamiento y me siento peor, aunque dicen transitoriamente. Respecto al recurso de los socialistas independientes, es conveniente tener en cuenta 1° En cuanto al primer dictamen del Procurador General referente al artículo 10 de la Constitución, un fallo del tomo 10 que creo se refiere a un juicio seguido por el Banco de Londres de Rosario y, 2°, en lo referente al memorial último ver el caso seguido por la Sociedad Laurak Bat contra la Municipalidad de la Capital en el que tengo idea que caracteriza al gobierno constitucional de nuestra capital federal, muy distinto del de Washington. (del Campillo, 1960, p.8)
Con cita al pie le agrega: “Debe estar por el tomo 40 o 45 de los Fallos”(del Campillo, 1960, p.8). Al pie de la carta, se encuentra transcripto en lápiz de puño y letra de Figueroa Alcorta la siguiente leyenda: “F.T. 10 p 134 - F.T. 48, P.71” (del Campillo, 1960, p.8).
V. Las principales líneas doctrinarias de “la Corte de Bermejo” [arriba]
Al margen de los escasos trabajos doctrinarios, puede afirmarse que la obra de Antonio Bermejo es esencialmente la jurisprudencia de la Corte Suprema producida durante el prolongado período en que ocupó su sitial de juez. Considerando la simetría ideológica entre las sentencias y su pensamiento, por un lado, y el ascendiente moral como intelectual que ejerció sobre sus pares por el otro, puede afirmarse sin margen de dudas que la jurisprudencia de la Corte Suprema de las tres primeras décadas del siglo XX fue marcada a fuego por el juez Bermejo. Esa jurisprudencia constitucional se vio signada por tres características definitorias.
1. Vigorosa protección de la libertad económica y, en especial, del derecho de propiedad
El sello distintivo que acompañó a la Corte durante este período fue sin dudas la amplia libertad económica y la celosa protección del derecho de propiedad que auspició con su jurisprudencia al amparo de la Constitución.
Una de las mayores contribuciones que ha legado la Corte de Bermejo12 a la jurisprudencia constitucional argentina puede afirmarse que ha sido la incorporación jurisprudencial del concepto constitucional de propiedad, elaborado como soporte jurídico necesario para incluir a las sentencias judiciales dentro de la protección constitucional del art. 17 CN. Lo hizo, no en 1925, como equivocadamente sostiene la doctrina en el caso “Mango”,13 sino en 1922 al fallar el caso “Carranza de Lawson”, otorgando un concepto amplísimo a la propiedad. La definición tuvo lugar en un caso en donde concluyó que el derecho reconocido en una sentencia de desalojo constituye un derecho patrimonial y, por lo tanto, una propiedad en el sentido constitucional señalando: “la palabra propiedad (…) comprende todos los intereses apreciables que un hombre pueda poseer fuera de si mismo, fuera de su vida y de su libertad.” (Fallos, 1922, 137, pp.294-298, pp.297-298). La definición fue perfeccionada en “Bourdieu” en 1926 donde la Corte la extendió a las obligaciones contractuales a la vez que la profundizó delineando sus contornos y alcances mediante una definición acabada (Fallos, 1925, 145, pp.307-333).
En esta materia, los casos “Hileret”, “Nougués” y “Ercolano” por sí solos constituyen la pintura de la época. Al poco tiempo de asumir Bermejo como juez, el 5 de septiembre de 1903 la Corte dictó dos significativos precedentes que parecían reflejar la nueva orientación de la jurisprudencia constitucional en esta materia: fueron los casos “Hileret”y “Nougués”. En ellos, la Corte Suprema declaró la inconstitucionalidad de una ley de la provincia de Tucumán que fijaba un cupo máximo para la producción de azúcar estableciendo un impuesto para cada kilo de azúcar producido por encima del límite fijado en la ley. El tributo, que había sido fijado con el objetivo de paliar la crisis del sector que azotaba a aquella provincia en 1902 a causa de la sobreproducción de azúcar, superaba el valor mismo del kilo de azúcar en el mercado. Además de señalar que la ley tucumana contrariaba el derecho a ejercer toda industria lícita y violaba el principio de igualdad ante la ley previstos respectivamente en los artículos 14 y 16 de la Constitución argentina, la Corte sostuvo que la ley
Limita en términos extraordinarios, con propósitos diversos de los consignados en aquella, o sea, con el de elevar el precio del artículo en el mercado, confiriendo al poder público una intervención en sentido contrario al hasta ahora consagrado por otras leyes u ordenanzas, en fenómenos económicos gobernados por la ley natural de la oferta y la demanda. (Fallos, 1903, 98, pp.20-52 consid. 11)
Afirmó asimismo que
La autoridad no debe intervenir en la libre aplicación de los capitales ni en las empresas e iniciativas de los particulares en pleno goce de su capacidad civil, prohibiendo determinados negocios por conceptuarlos ruinosos, o imponiendo otros que repute de conveniencia pública. (Fallos, 1903, 98, pp.52-61 consid. 4)
En el caso“Hileret”, expresó entre sus fundamentos uno que ha quedado en los anales de la jurisprudencia, quizás como la más representativa expresión del pensamiento constitucional del tribunal en este período:
Si fuese aceptable la reglamentación impuesta al azúcar, podría hacerse extensiva a toda la actividad industrial, y la vida económica de la Nación, con las libertades que la fomentan, quedaría confiscada en manos de legislaturas o congresos que usurparían, por ingeniosos reglamentos, todos los derechos individuales. Los gobiernos se considerarían facultados para fijar al viñatero la cantidad de uva que le es lícito producir; al agricultor la de cereales; al ganadero la de sus productos; y así hasta caer en un comunismo de Estado en que los gobiernos serían los regentes de la industria y del comercio, y los árbitros del capital de y de la propiedad privada. (Fallos, 1903, 98, pp.20-52, consid. 24)
José Nicolás Matienzo, uno de los tres procuradores generales que actuaron en el período, pero el más influyente y preparado de todos, hacía en “Griet” una buena síntesis de la ideología constitucional de esta época:
Por importante que sea para la comunidad que los ciudadanos particulares prosperen en sus empresas industriales, no es incumbencia del gobierno ayudarles con sus medios. Los estados ilustrados, al paso que dan a sus ciudadanos toda la protección necesaria, han de dejar a cada hombre depender de sus propios esfuerzos para su éxito y prosperidad en los negocios, en la creencia de que, procediendo así su propia industria será más ciertamente favorecida y su prosperidad y felicidad más probablemente asegurada. (Fallos, 1922, 137, pp.212-247)14
En otro caso (“Passera”) todavía más paradigmático, Matienzo impugnó las llamadas leyes de vino mendocinas que inducían a los productores vitivinícolas provinciales a la cartelización para eximirse de impuestos a la producción de vinos calificándola como “notoriamente grave ya que su solución afecta el sistema económico adoptado por la Constitución” (Fallos, 1918, 128, pp.435-456, esp. 456). Para este, la Constitución estaba da a un modo de concebir la economía del que no era posible salirse. Y, tras varias citas de Alberdi y traer con lucidez la doctrina del caso “Hileret”, señala:
Todo esto, tenga o no tenga analogía con la organización de los Kartells alemanes (…) es profundamente contrario al espíritu de las instituciones políticas argentinas, que no se han inspirado en las germánicas, sino en las norteamericanas.
Conforme al espíritu y a la letra del artículo 14 de nuestra Constitución, todos los habitantes del país, en igualdad de condiciones, tienen derecho de trabajar y de ejercer cualquier industria lícita, y esto implica que el gobierno nacional o provincial, no asumirá la dirección económica de los esfuerzos privados, sino que, por el contrario, dejará que ellos se desenvuelvan libremente dentro del juego natural de la oferta y la demanda. (Fallos, 1918, 128, p.439)
La jurisprudencia de la Corte tuvo un hiato en 1922 al resolver el caso “Ercolano” (Fallos, 1922, 136, pp.161-193). El alto tribunal flexibilizaba allí su tradicional doctrina, y el presidente Bermejo quedó solo. Con la disidencia de su presidente, el 28 de abril de 1922 la Corte declaró la constitucionalidad de la llamada ley de alquileres 11.157 que congelaba por dos años el precio de las locaciones de inmuebles destinados a viviendas, fallo que ocupó la tapa de varios periódicos (La Nación, 1922, tapa). En el voto de mayoría, firmado por Dámaso Palacio, José Figueroa Alcorta y Ramón Mendez -el juez González del Solar se excusó-, que fue confeccionado de puño y letra por Figueroa Alcorta (La Nación, 1922, tapa)15 se resolvió que la reglamentación del precio de las locaciones de inmuebles fundada en circunstancias de crisis habitacional no es incompatible con el derecho de usar y disponer de la propiedad. Con todo, Bermejo firmó la que es quizás una de las diez mejores disidencias en la historia de la Corte propiciando, en soledad, la inconstitucionalidad de la ley. Son los siguientes pasajes, a mi criterio, los más destacados:
Se dice que la escasez de habitaciones constituye la razón de estado que autoriza la imposición de reducciones en los alquileres. Pero esa escasez en un momento dado puede ser sobreabundancia en otro, y la misma razón de estado llevaría a imponer autoritariamente el aumento del alquiler, lo que en definitiva significaría la desaparición de propietarios y de inquilinos reemplazados por el estado, que se habría convertido en empresario de un inmenso falansterio. (Fallos, 1922, 136, pp.161-193, disidencia del juez Bermejo, consid.10, p.183)
(...) la garantía de la inviolabilidad de la propiedad, tanto como la de la seguridad personal contra los avances de los gobiernos, es de la esencia de la libertad civil, que puede ser considerada como el alma del organismo institucional de la Nación. (Fallos, 1922, 136, pp.161-193, consid. 14, p.185)
(…) Si la propiedad es inviolable y nadie puede ser privado de ella sino en virtud de sentencia fundada en ley (art. 17), o sea, sin el debido procedimiento legal, como rezan las enmiendas 5ª y 14ª de la constitución norteamericana; ni puede ser expropiada sin declaración de utilidad pública y previa indemnización, y si ese derecho comprende el de usarla y gozarla según la voluntad del propietario (art. 17 de la Constitución y art. 2513 del Cód. Civil), porque “la propiedad sin el uso ilimitado es un derecho nominal”, se alteran, sin duda, esas garantías constitucionales al fijar por ley el precio de uso sin la voluntad del dueño y para beneficiar a otro, privándole de un elemento esencial de la propiedad sin sentencia que lo autorice y sin previa indemnización(….) (Fallos, 1922, 136, pp.161-193, consid. 19, p.187)
“No se concibe, en efecto, cómo pueda decirse que todos los habitantes de la Nación tienen el derecho de usar y disponer de su propiedad”, que no goza de franquicia o privilegio alguno ni daña a terceros, si se admite que, por vía de reglamentación o de otra manera, otro habitante, que no es el dueño, pueda fijar por sí y ante sí el precio de ese uso o de esa disposición. (Fallos, 1922, 136, pp.161-193, consid. 20, p.187)
(…)Nuestra Constitución, que en su preámbulo se propuso asegurar los beneficios de la libertad civil y en su art. 33 mantiene explícitamente los derechos y garantías derivados del principio de soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno, no admite la subordinación absoluta del individuo a la sociedad y desecha la idea de un bienestar general adquirido a expensas del derecho y de la libertad individual, que, en definitiva, conducirán seguramente a un bienestar social más perfecto, no obstante transitorias perturbaciones.(Fallos, 1922, 136, pp.161-193, consid. 29, p.192)
La elocuencia con que ha sido redactada esta sentencia, refleja como ninguna otra la posición ideológica de la Corte. Si bien se trata de una disidencia, el estudio de los precedentes del período permite afirmar que, con ligeras excepciones, constituyó la ideología que dominó la jurisprudencia del tribunal en la época. Así fue que, lo que en un principio la mayoría convalidó como una disposición de emergencia fue dejándose paulatinamente de lado. El primer caso en donde comienza a verse este nuevo viraje tuvo lugar ocho meses después cuando la Corte falló el caso “Horta c. Harguindeguy”. Resolvió allí que el congelamiento del alquiler dispuesto por el art. 1 de la ley 11.157 no podía aplicarse a un contrato suscripto con anterioridad a la entrada en vigencia de la norma pues afectaba un derecho adquirido y, como tal, la garantía constitucional de inviolabilidad de la propiedad señalando:
El legislador podrá hacer que la ley nueva destruya o modifique un mero interés, una simple facultad o un derecho en expectativa ya existentes; los jueces, investigando la intención de aquel, podrán, a su vez atribuir a la ley ese mismo efecto. Pero ni el legislador ni el juez pueden, en virtud de una ley nueva o de su interpretación arrebatar o alterar un derecho patrimonial adquirido al amparo de la legislación anterior. En ese caso, el principio de la no retroactividad deja de ser una simple norma legal para confundirse con el principio constitucional de la inviolabilidad de la propiedad. (Fallos, 1922, 137, pp.47-72, esp. 61)16
Más tarde, en “Mango”, terminaría por liquidar las leyes de alquileres al declarar la inconstitucionalidad de la ley de prórroga de la emergencia locativa. La Corte revocó la decisión de la Cámara Civil que aplicó retroactivamente la ley 11.318 para suspender el desalojo de un inquilino a pesar que el locador contaba con sentencia firme anterior a su entrada en vigencia. Reiteró aquí el alto tribunal que la decisión que por aplicación retroactiva de una ley a un caso ya juzgado suprime o altera el derecho patrimonial adquirido en virtud de una sentencia firme, atribuye a dicha ley una inteligencia incompatible con la inviolabilidad de la propiedad asegurada por el art. 17 de la Constitución. Pero lo que merece destacarse del fallo es el “control de razonabilidad” sobre la doctrina de la emergencia ejercido por la Corte al adentrarse a verificar los motivos que dieron lugar al nacimiento de las leyes de alquileres. Así, el máximo tribunal ancló también su decisión en la “irrazonabilidad” de la ley. Para ello, atendió a dos circunstancias: 1) la excesiva extensión temporal de las normas de emergencia y 2) la no subsistencia de las circunstancias que la originaron. Respecto al primero de los puntos, sostuvo:
[El régimen de emergencia locativa] no puede encontrar suficiente justificativo cuando se le convierte de hecho en una norma habitual de las relaciones entre los locadores y los locatarios como es la que han creado las reiteradas prórrogas acordadas a los inquilinos, y mucho menos cuando está destinado a actuar en un ambiente muy distinto por cierto de aquel que dio lugar a la sanción originaria de dichas leyes. (Fallos, 1925, 144, pp.219-225, esp.224)
Las sucesivas ampliaciones del término implícito de las locaciones por las leyes 11.231 y 11.318 -sostuvo la Corte-, que en teoría eran de “carácter ocasional y de emergencia” han privado a los propietarios de la libre disposición de la propiedad durante cuatro años. Esto último se sumaba a la restricción a la libertad de contratación impuesta por el congelamiento de precios vigente desde el 1 de enero de 1920 por la ley 11.157.
Respecto a las circunstancias de la emergencia, afirmó el tribunal:
(…) el progresivo aumento en la oferta de locales destinados a la habitación y comercio producido en los dos últimos años, como puede observarse en los avisos de los diarios relativos a casas y piezas desocupadas (…) induce a pensar que no subsisten las circunstancias de excepción que llevaron al Tribunal a dictar la sentencia [recaída en el caso “Ercolano c. Lanteri”]. (Fallos, 1925, 144, pp.219-225, esp.224)
2. Férrea adhesión al “originalismo” interpretativo
El segundo de los rasgos identificables de la Corte de Bermejo ha sido la interpretación originalista que ha hecho de la Constitución argentina. Sancionada en 1853, el alcance de las cláusulas constitucionales debía ser a los ojos de la Corte el que los constituyentes “originarios” habían imaginado que fuera. De ese modo, el liberalismo económico y el marcado perfil individualista en el ejercicio de los derechos, que durante el siglo XIX tuvo su apogeo y fue plasmado en la Constitución, era el molde al que debía adecuarse cualquier disposición normativa o programa de gobierno. En los citados casos “Hileret” y “Nougués”, la Corte sostuvo que la política empleada a través de la ley tucumana que fijaba cupos a la producción de azúcar para paliar la crisis era “incompatible con el espíritu y tendencias generales” de la Constitución, “inequívocamente perceptibles en los antecedentes de su sanción y declaraciones de su preámbulo” (Caso “Nougués”, Fallos, 1903, 98, pp.52-61, consid. 5, p.56). En otras palabras, el alto tribunal realizaba un “control ideológico” de constitucionalidad.
Para la Corte de Bermejo eraprimordial la intención del legislador y, dentro de ella, las opiniones dadas por legisladores cercanos a la época de sanción de una ley. Así, para esclarecer el sentido y alcance de una norma antigua, tenía prioridad interpretatiava el criterio que le dieron los contemporáneos a la época de su sanción. En “Orellana”, haciendo suyo el pensamiento del constitucionalista norteamericano Thomas Cooley -el autor más citado por la Corte en este período-, sostuvo:
(…) cuando una interpretación ha sido aceptada como correcta y especialmente cuando esta ha sido dada contemporáneamente con la adopción de la Constitución y por aquellos que tuvieron oportunidad de comprender la intención del instrumento, existen poderosas presunciones a favor de tal interpretación. (Fallos, 1918, 128, pp.175-231, p.221)
En su disidencia del citado caso “Ercolano” Antonio Bermejo expresaba, para justificar la inconstitucionalidad de la ley de alquileres:
(…) nada autoriza a los poderes públicos, ya sea el legislativo, el ejecutivo o el judicial, a apartarse de la Constitución, pues en todas las circunstancias y en todos los tiempos la autoridad de ésta subsiste, y aun en los casos extraordinarios que motivan el estado de sitio, ella misma ha delimitado las facultades que confiere al gobierno (art. 23). Su terminología es bastante general para adaptarse a las modalidades de los tiempos y a los adelantos de la civilización, siempre en armonía con el espíritu de sus disposiciones, pues el Gobierno nacional es de poderes enumerados que deben ser ejercidos con las limitaciones que ella establece. No hay circunstancia que autorice una desviación, porque su significado no se altera. Lo que significó al ser adoptada, significa ahora y continuará significando, mientras no sea reformada con las solemnidades que prescribe el art. 30, pues, como decía el justicia mayor Taney en un conocido fallo: “cualquiera otra regla de interpretación desvirtuaría el carácter judicial de esta Corte y haría de ella un mero reflejo de la opinión o la pasión popular del día”. (Fallos, 1922, 136, pp.161-193, consid. 13, p.184).
Pero tal vez la más contundente expresión en favor del originalismo se encuentra en la siguiente cita del caso “Orellana” respecto al alcance del artículo 32 de la Constitución Nacional:
En cuanto a los antecedentes que se invocan al recordar los factores históricos que determinaron la sanción del artículo 32 por la convención de 1860, de ellos mismos se desprende que ese precepto ha tenido el objeto y el alcance que este Tribunal le ha atribuido siempre; y si con el transcurso del tiempo ha desaparecido la causa que le diera origen, ello podría fundar la necesidad o conveniencia de la reforma de la Constitución en ese punto, pero no puede influir en la interpretación que deban darle los tribunales de justicia, porque la Constitución no se modifica por vía de cambios en la jurisprudencia, ni los jueces a título de interpretar las leyes, pueden invadir la potestad legislativa, no debiendo olvidarse que, como observa Cooley “una constitución no significa una cosa en un tiempo y otra distinta en un tiempo subsiguiente”. (Fallos, 1918, 128, pp.175-231, pp.225 y 226).17
Citas como la transcripta, en distinta prosa y contexto, suelen repetirse con frecuencia en el período. Pero han merecido la censura de cierta parte de la doctrina por haber do al derecho a una concepción estática e impermeable a los nuevos tiempos (Fayt, 2001, pp.462 y 463).
3. Limitación del poder impositivo del Estado
La marcada limitación del poder impositivo del Estado, y muy especialmente de las Provincias, es la tercera característica definitoria que presenta la jurisprudencia de este período. La Corte confinó el poder impositivo al ejercicio de su potestad recaudatoria para satisfacer sus erogaciones (doctrina del caso “Passera”, Fallos, 1918, 128, pp.435-456). De esta forma, sepultó una importante cantidad de disposiciones, especialmente provinciales, que creaban impuestos en muchos casos como medida de política económica.
En “Hileret” y “Passera” sentaría el estándar que se convertiría en una de las más representativas doctrinas aportadas por la Corte de Bermejo a la jurisprudencia constitucional tributaria:
Aunque sean incuestionablemente amplias las facultades de imposición de las Provincias, no son ilimitadas (…) este poder está sujeto al contralor de ciertos principios que se encuentran en su base misma: debe ejercerse de buena fe, para objetos públicos y no privados, y establecidos con arreglo a un sistema de imparcialidad y uniformidad a fin de distribuir con justicia la carga. Toda imposición que se apoye en otras razones o responda a otros propósitos no sería impuesto sino despojo. (Fallos, 1903, 98, pp.20-52, consid. 16, pp.60-61 y 1918, 128, pp.435-456, consid. 19, p.455).
De esta forma, en “Passera” la Corte incorporó a la jurisprudencia la exigencia de finalidad pública del tributo. Sostuvo así:
(…) no es un impuesto, en su doble acepción científica y legal, el tributo que no tiene en mira costear gastos de la administración pública, sino acordar privilegios a determinadas personas o instituciones privadas dentro de una industria lícita que puede ser libremente ejercida. (Fallos, 1918, 128, pp.435-456, consid. 16, p.454)
El 16 de diciembre de 1911, al fallar el caso “Melo de Cané”, la Corte estableció una cortapisa fundamental a la potestad impositiva del Estado. Expuso por primera vez el concepto constitucional de confiscatoriedad en materia tributaria al confirmar la declaración de inconstitucionalidad de la ley del impuesto a la herencia de la provincia de Buenos Aires, apuntalando así el ejercicio limitado de la potestad estatal en materia recaudatoria. Sostuvo al respecto:
El impuesto del 50% [a los legados de toda institución a favor del alma o de establecimientos religiosos establecido por el art. 62, inc. 3 de la ley de educación común de la Provincia de Buenos Aires] es una verdadera exacción o confiscación que ha venido a restringir en condiciones excesivas los derechos de propiedad y de testar, que la Constitución consagra en sus arts. 17 y 20 a favor de ciudadanos y extranjeros, toda vez que él alcanza a una parte sustancial de la propiedad o la renta de varios años de capital grabado. (Fallos, 1911, 115, p.111 consid. 6).
Para fundar la confiscatoriedad la Corte se apoyó en cuatro criterios: 1) que “el poder de crear impuestos está sujeto a ciertos principios que se encuentran en su base misma, y entre otros al de que ellos se distribuyan con justicia”, agregando, con cita de Story y Grey, que “las imposiciones que prescindan de aquellos no serían impuestos sino despojo”(Fallos, 1911, 115, p.111 consid. 7); 2) que el Poder Judicial debe acordar amparo ante las exacciones arbitrarias y confiscatorias aun cuando no haya para ello autoridad expresa en la Constitución (Fallos, 1911, 115, p.111 consid. 9); 3) que aun cuando haya gravámenes más altos como son el impuesto al alcohol o los impuestos aduaneros, el impuesto a la herencia recae directamente sobre el capital y no sobre el consumo (Fallos, 1911, 115, p.111 consid. 8); y 4) que, si por hipótesis la alícuota tuviera por objeto prohibir las liberalidades en beneficio de la Iglesia, violaría el art. 2 CN (Fallos, 1911, 115, p.111 consid. 10).
La Corte definió más tarde en “Scaramella” el concepto constitucional de confiscatoriedad: “para que esa tacha proceda, el impuesto ha de absorber el valor o una parte considerable del valor de la propiedad gravada, e impedir al contribuyente el resarcimiento del gravamen tributario” (Fallos, 1929, 155, pp.78-84, p.83).
Al fallar el caso “Pereyra Iraola” en 1923 la Corte aportó otro relevante precedente para la materia al validar el llamado impuesto a la “contribución de mejoras”, aunque sujetándolo a dos estrictos requisitos: 1) que la obra pública que se pretende financiar con el impuesto sea de beneficio local y 2) que el sacrificio impuesto a los dueños de las propiedades afectadas no exceda “substancialmente” el beneficio que obtienen por razón de dicha obra pública. A este respecto el tribunal aclaró en estos términos el concepto de substancialidad: “se dice substancialmente, porque atenta la naturaleza de lo que debe ser evaluado -el beneficio- no es posible exigir una exactitud matemática bastando para tenerse por cumplida la condición que exista una correlación aproximada entre ambos factores”. Y concluyó así:
Faltando esos elementos el impuesto especial no puede sostenerse ni como una contribución de mejoras, ni tampoco como un impuesto común, que supone condiciones de igualdad y de uniformidad de que aquel carece. Importaría imponer a unas pocas personas o propiedades arbitrariamente elegidas, una carga impositiva destinada a emplearse en beneficio de la comunidad; en una palabra: confiscar total o parcialmente la propiedad.(Fallos, 1923, 138, pp.161-188, p.183)18
4. Otras doctrinas
Aparte de las tres líneas directrices que constituyeron la jurisprudencia del período, la Corte de Bermejo produjo algunos precedentes aislados que constituyeron leading cases sobre la materia.
Como un eslabón consecuente con la interpretación del derecho de propiedad, la Corte adoptó como regla general un concepto restringido de poder de policía, concibiéndolo únicamente como aquel en que se ejerce por razones de salubridad, seguridad y moralidad pública.19 El Estado no podía ir más allá de ello, aunque dentro del concepto “restringido” al que confinó el ejercicio del poder de policía, fue permisiva en torno a las facultades del Estado para reglamentar derechos.
Desde 1863 la jurisdicción apelada de la Corte Suprema quedó delimitada mediante el recurso extraordinario federal bajo las tres causales taxativamente regladas por el artículo 14 de la ley 48. Sin embargo, en 1909 el alto tribunal sentó un precedente en el que, con un argumento colateral, terminaría ampliando su competencia incorporando “de hecho” un nuevo inciso al artículo 14 de la ley 48. Fue en el caso “Rey c. Rocha” donde, con la firma de los jueces Antonio Bermejo, Nicanor González del Solar y Mauricio Daract, el 2 de diciembre de 1909, la Corte creó pretorianamente el recurso extraordinario por sentencia arbitraria a partir de la siguiente doctrina:
(…) el requisito constitucional de que nadie puede ser privado de su propiedad, sino en virtud de sentencia fundada en ley, da lugar a recursos ante esta Corte en los casos extraordinarios de sentencias arbitrarias, desprovistas de todo apoyo legal, fundadas tan solo en la voluntad de los jueces, y no cuando haya simplemente interpretación errónea de las leyes, a juicio de los litigantes. (Fallos, 1909, 112, pp.384-387, p.386)
También, por segunda vez en su historia, la Corte debió tratar un tema vinculado a los efectos del gobierno de hecho. Pero lo hizo esta vez introduciendo la llamada “doctrina de facto” al fallar la causa “Moreno Postigo” en 1927. En este caso el alto tribunal sentó como doctrina que los actos de los funcionarios de una provincia intervenida, en el tiempo que promedia entre la promulgación y la ejecución de la ley de intervención federal son válidos “cualquiera que pueda ser el vicio o deficiencia de sus nombramientos o elección”. Entre los argumentos empleados, la Corte echó mano a uno que cobraría mayor relevancia histórica pocos años más tarde. Dijo el tribunal:
Si la cuestión de la validez o nulidad de los actos públicos y procedimientos judiciales otorgados por los funcionarios de una provincia intervenida en el tiempo que promedia entre la promulgación y la ejecución de la ley no tuviera solución fácil dentro de los textos legales, la tendría en la doctrina constitucional, la cual se uniforma en el sentido de dar validez a los actos de los funcionarios, cualquiera que pueda ser el vicio o deficiencia de sus nombramientos o de su elección, fundándose en razones de policía y de necesidad y con el fin de proteger al público y a los individuos cuyos intereses puedan ser afectados, ya que no les es permitido a estos últimos, realizar investigaciones acerca de personas que se hallan en aparente posesión de sus poderes y funciones. Constantineau: Public officers and the de facto doctrine. (Fallos, 1927, 148, pp.303-307, p.306)
Por primera vez en su jurisprudencia la Corte Suprema citaba la obra del jurista canadiense Constantineau que adquiriría importancia al servir de fundamento en la Acordada del 10 de septiembre de 1930 con que el máximo tribunal -con Bermejo ya fallecido- justificaría la legalidad del gobierno de José Félix Uriburu. Sin embargo, al igual que la doctrina de la arbitrariedad creada en el caso “Rey c. Rocha”, la doctrina de facto tuvo el mismo defecto de no medir las consecuencias que ese gravísimo precedente tendría en el futuro. Aunque debe observarse que, aplicada al contexto fáctico del caso Moreno Postigo, la cita de Constantineau ha sido inobjetable pues la idea del autor sólo valida la acción de los funcionarios que carecen de designación legal -como ocurría en el caso de la provincia intervenida- pero no llega hasta los gobiernos de hecho. Constituye en definitiva esta una aplicación de la doctrina de la apariencia al derecho administrativo.
El expresidente de la Corte Suprema de Justicia de la República Argentina, Roberto Repetto (1981) decía con razón que
La democracia y con ella todo el régimen político requiere como condición esencial de existencia, la elección de los más aptos y de los más sabios para la dirección de los negocios públicos. Sólo cuando éstos son conducidos por los mejores en el sentido de la competencia técnica y moral, se obtiene en la práctica de las instituciones la democracia orgánica ilustrada, la que engendra los verdaderos partidos constitucionales y la que permite hacer cada día más efectivo el concepto de lo justo, realizándose tanto en la relación de los hombres entre sí y con el Estado, cuanto en las de este con las otras naciones de la tierra. (p.59)
Antonio Bermejo honró a la magistratura con su sabiduría, rectitud y patriotismo. Su vida surcó el advenimiento, apogeo y fin de la generación del ochenta, y toda la era irigoyenista. En sus últimos años, más que un juez, era visto por sus contemporánesos como una figura consular. Su presidencia de casi 25 años en la Corte Suprema de Justicia de la Nación fue la más extensa de la historia argentina. Desde su casa de Chivilcoy a la Corte pasó, vio, sufrió y sintió mucho. Se hizo solo, porque entendió que sacrificar la personalidad por un puesto es afrontar vencido de antemano lo que Alfredo Colmo describió como el eterno interrogante de la propia conciencia. Su amistad con Mitre nunca le valió cargo alguno; por el contrario, lo obligó a desechar más de los que tuvo. Porque, hasta el propio Sarmiento -usualmente parco para el elogio- se refirió a él como “la plata labrada del partido mitrista” (Amadeo, 1934, p.261).
Empero, el pedestal de la gloria del doctor Bermejo no yace en sus dotes de jurisconsulto, ni en la vigorosa inteligencia con que su imperecedera huella plasmó en sus sentencias. Tampoco en las escuelas que como Ministro de Instrucción Pública contribuyó a crear, ni en la solvencia con la que defendió los intereses del país a lo largo de los vastos cargos con que fue honrado, y que sin dudas devolvió con creces lo que de él se esperaba. Reside en algo más profundo todavía, donde su obra no es más que una lógica consecuencia. Está en él mismo, en la forma como se condujo en la vida, en su austeridad, en la rectitud de su conducta, en la nobleza de su carácter, en la serenidad de su espíritu, en la coherencia con sus ideales y en la puridad de su corazón. Del corazón del presidente del más alto tribunal del país a quien sus vecinos solían ver en la primavera en el patio de su casa a través de los jacarandás azules afinando la tierra (Amadeo, 1934, p.264); del profesor que enseñó a sus alumnos que “en el mundo moral, como en el físico, sólo el amor es fecundo” (Ibarguren, 1999, p.204). Sea este el mayor timbre de honor de su biografía.
La historia del más alto tribunal del país no ha sido objeto hasta hoy de un estudio integral homogéneo. Existen pocas obras que pretendieron abordar la tarea; pero algunas quedaron inconclusas, otras se contrajeron a períodos determinados, y otras lo hicieron colectivamente. Ciertas etapas han merecido un riguroso estudio; otras, en cambio, permanecen en la oscuridad. Esto último es lo que ha tenido lugar con la “Corte de Bermejo”. A ochenta y ocho años de su conclusión, muy pocos datos se conocen hasta el presente sobre la más prolongada presidencia en la Corte Suprema de Justicia de la Nación cuyo período marca un punto de inflexión en la historia de la Corte a partir de sus contribuciones a la jurisprudencia de ese tribunal. Algunos pocos datos más se han aportado respecto a sus lineas jurisprudenciales, pero en ninguno de los trabajos que se avocaron al tema se lo ha hecho con profundidad.
Se ha observado con razón que el prestigio del Poder Judicial de los Estados Unidos debe su fuerza en parte a la copiosa literatura escrita sobre sus jueces. Ello permitió a la población conocerlos y admirarlos en su vasta tarea (Zavalía, 1920, pp.20 y 21). Sólo la gloria militar, con sus estrépitos y resplandores, se cuida sola. Aunque con más ayuda, pasan también a la historia los que triunfan en los parlamentos y en la destacada escena del gobierno. De los jueces, personalmente, poco queda para el futuro; sólo los profesionales, cuando por las exigencias de su actividad cotidiana necesitan recorrer las colecciones de fallos, se encuentran con los nombres de sus autores, perdidos ya para el recurso de la generalidad (Zavalía, 1920, pp.20 y 21). La historia del derecho y la magistratura argentina tienen hasta hoy una asignatura pendiente, y es el estudio integral de la historia de su más alto tribunal. No tardará en llegar el día en que alguien lo hará. La gloria que es del conocimiento de unos pocos no pertenece a la historia. Consustanciado con esa idea es que albergo la esperanza de haber contribuido con el presente trabajo a echar luz en torno a un período de la Corte Suprema.
Adquirió intensa significación de pesar el acto de la inhumación de los restos del Presidente de la Corte Suprema Dr. Antonio Bermejo (21 de octubre de 1929). La Prensa, p. 13.
Archivo General del Poder Judicial [AGPJ],legajo nro. 13965, “Bermejo, el Dr. Antonio su sucesión”, expediente núm. 14046/1930.
Archivo General de la Nación[AGN], Fondo Documental Roca.
Del Campillo, C. (10 de diciembre de 1960). Antonio Bermejo. Presidente de la Corte Suprema, La Prensa, p. 8.
Dr. Antonio Bermejo (19 de octubre de 1929). La Prensa, p. 2.
Dr. Antonio Bermejo, fallecido ayer (19 de octubre de 1929). La Razón, p. 2.
Dr. Antonio Bermejo, falleció ayer en esta Capital (19 de octubre de 1929). La Nación, tapa.
Dr. Antonio Bermejo. Hoy se cumple el 25º aniversario de su incorporación a la Corte Suprema de Justicia (20 de junio de 1928). La Nación, p. 6.
Es constitucional la ley de alquileres (29 de abril de 1922). La Nación, tapa.
Fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación [Fallos]. Buenos Aires, Imprenta de Pablo E. Coni- Otero & Co. impresores -Antonio García imp., años 1864, 1903, 1905, 1909, 1911, 1918, 1922, 1923, 1925, 1927, 1928 y 1929, Tomos 1, 98, 101, 112, 115, 128, 136, 137, 138, 144, 145, 148, 150, 151, 152, 154, 155 y 156.
General Bartolomé Mitre. Homenajes póstumos (1942). Buenos Aires, Argentina: Ed. La Nación.
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*Prof. de Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Dirección Postal: Teodoro García 2433, 2° “A” (C1426 DMQ) Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Argentina). Email:dieguesj@gmail.com
1 Fueron los diez jueces que integraron el período: Octavio Bunge (1892-1910), Nicanor González del Solar (1901-1924), Mauricio Pedro Daract (1901-1915), Antonio Bermejo (1903-1929), Cornelio Moyano Gacitúa (1905-1910), Dámaso Palacio (1910-1923), Lucas López Cabanillas (1910-1914), José Figueroa Alcorta (1915-1931), Ramón Méndez (1919-1927), Miguel María Laurencena (1924-1927). Roberto Repetto, nombrado en 1923, Ricardo Guido Lavalle, nombrado en 1927 y Antonio Sagarna, designado en 1928, tendrán su ámbito de actuación que los identificará con la Corte del período siguiente.
2 Los tres magistrados que intervinieron en el período fueron Julio Botet (1905-1917), José Nicolás Matienzo (1917-1922) y Horacio Rodríguez Larreta (1923-1935).
3 Acta de matrimonio original entre Antonio Bermejo y Emelina Molina en el expediente sucesorio. Conf. Archivo General del Poder Judicial, legajo nro. 13965, “Bermejo, el Dr. Antonio su sucesión”, expediente núm. 14046/1930[en adelante AGPJ, Bermejo, sucesión], fs.1. El nombre de la madre surge del acta de defunción de Antonio Bermejo que consta a fs. 3 del expediente sucesorio citado. En algunos obituarios de diarios se identificaba a la madre como Clara González
4 Eran sus hermanos Manuel Bermejo, Joaquina Bermejo, Martín Bermejo -que aparece firmando como abogado en la sucesión representando a la hija de Antonio Bermejo-, Pedro Juan Bermejo y Margarita Bermejo (Miradas al pasado desde Chivilcoy, 2004, p.7).
5 En la propia Acordada de pésame a la familia que emitió la Corte Suprema al fallecer Bermejo se disponía “dirigir una nota de pésame a la Srta. Lila Bermejo”.
6 Según refieren Joaquín de Vedia y Félix Luna, el día que iba a asumir José Evaristo Uriburu llegó a la casa de Roca para entregarle la lista de sus ministros para su consulta. Roca advirtió que en el papel faltaba el Ministro de Justicia e Instrucción Pública, y Uriburu le expresó que no tenía a nadie para ese cargo. El general sugirió sonriente el nombre de Antonio Bermejo (de Vedia, 1922,citado en Luna, 2005, p.333).
7 Según la revista Caras y Caretas (1903), Yofré habría declinado el cargo en estos términos: “yo ya soy muy viejo para ese ‘insignificante’ puesto. Ofrezca la vacante a algún pobrete, a Bermejo. El verá así realizada su esperanza, a no dudar. Yo sólo puedo aceptar o la presidencia…o nada” (p.56). Empero, al parecer Yofré se habría arrepentido de su declinación, aunque demasiado tarde. Así, la revista expresa: “así habló, y hoy caviloso anda triste y fastidiado porque nota que ha dejado lo cierto por lo dudoso” (Caras y Caretas, 1903, p.56). En el año 1904 cierto sector de la “convención de notables” propuso su nombre para la presidencia de la Nación, el que resultó descartado por sobre la figura de Manuel Quintana. Al año siguiente, en 1905, fue electo senador nacional, cargo al que renunció en 1907 para retirarse de la vida pública, falleciendo en 1939 a los 90 años. Al momento de la propuesta de Roca para su designación en la Corte, tenía 54 años, cuatro más que Antonio Bermejo.
8 Al fallecer el ex presidente en 1914, en nombre de la Corte Suprema, Antonio Bermejo le dirigió una sentida carta de pésame a su hijo (Archivo General de la Nación, Fondo Documental Roca, folio 193).
9 Siguiendo la tradición norteamericana, en la República Argentina el presidente de la Corte Suprema era designado por el presidente de la Nación, cargo que ejercía de manera vitalicia. En la actualidad, es elegido por sus pares por un período de tres años, aunque puede ser reelecto indefinidamente.
10 Bermejo firma su última sentencia el 14 de octubre de 1929 al resolver la contienda de competencia suscitada en el caso “Furnari” (Fallos, 1929, 156, pp.9-14).
11 Durante los últimos años, estaba ausente en la Corte en los meses de febrero, llegando a reintegrarse al tribunal a fin de mes. En 1928 la primera sentencia que firma data del 29 de febrero. En 1929 no firmó ninguna sentencia entre los meses de febrero y marzo, ni durante el mes de agosto. Aparece recién firmando el 6 de septiembre, volviendo a estar ausente el 16 de ese mes para regresar el 27. Conf. Fallos, 1928, 150, pp.299 y 410; 1929, 154, p.167 y 1929, 155, pp.290, 328 y 346.
12 El período en estudio es llamado “la Corte de Bermejo”, no por una apreciación doctrinaria, sino por la presencia de datos históricos que comprueban con objetividad que así fue denominado por sus contemporáneos debido a la influencia decisiva que tuvo Antonio Bermejo en la Corte Suprema desde el instante mismo de su incorporación, dos años antes a su nombramiento como Presidente del tribunal.
13 La mayor parte de la doctrina, quizás por una tradición que se ha transmitido a través de generaciones, ha ubicado como leading case para definir el concepto de propiedad en el año 1925 cuando la Corte falló el caso “Mango”. Aunque es cierto que en este último precedente el alto tribunal enuncia el concepto de propiedad como se transcribe, y aún antes en “Horta” había esbozado un concepto similar, no fue “Mango” el primer caso en que ello tuvo lugar. La compulsa del repertorio jurisprudencial permite afirmar que donde por primera vez la Corte enuncia el concepto constitucional de propiedad fue el 4 de diciembre de 1922 al fallar el caso “Carranza de Lawson”.
14 Conf. dictamen del procurador general en Fallos (1922, 137, pp.212-247) con cita de Thomas Cooley (1903).
15 En el diario jurídico de la época Gaceta del Foro se expresa que el voto de mayoría fue redactado de puño y letra por el juez Ramón Méndez, Conf. Gaceta del Foro, miércoles 3 de mayo de 1922 (Gaceta del Foro, citado en Zeballos, 1922, p.238).
16 Este párrafo constituye el legado principal del fallo “Horta” y sería reiterado en numerosos pronunciamientos posteriores en la jurisprudencia de la Corte. En este sentido, la doctrina sería reeditada en “Ordoqui” (Fallos, 1928, 151, pp.103-116); “Manrique” (Fallos, 1928, 152, pp.268- 284) y “Celina de Alzaga” (Fallos, 1929, 155, pp.118-127).
17 La cita de Cooley, corresponde a la séptima edición de sus “Constitutional limitations”(1903, p.387).
18 Contrariamente a lo resuelto aquí, tres años antes la Corte había decidido al fallar el caso “Ferrocarril del Sud. c. Draque y Cía.” (Fallos, 1920, 131, pp.105-110) que la “proporción” entre un gravamen impositivo y los beneficios que ese impuesto reporta -en el caso, una contribución de mejoras- era una cuestión de hecho ajena al recurso extraordinario.
19 Conf. caso “Taillard” (Fallos, 1903, 97, pp.367-384), entre otros.
Recibido: 29 de Abril de 2018; Revisado: 10 de Febrero de 2019; Aprobado: 29 de Abril de 2019