Un ardid para negar el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo
Agustín M. Iglesias Díez 1 2
Introducción. ¿Por qué los dilemas ético-jurídicos son de difícil abordaje? [arriba]
Si adoptamos una postura moral escéptica o relativista –y en todo caso, no religiosa– ello nos compromete a sostener que entre juicios morales opuestos podría no haber un modo racional para determinar cuál es válido y cuál no.
Desde una perspectiva sociológica, observamos que en nuestra sociedad existe una serie de desacuerdos en materia ética:
1)Desacuerdo acerca de la naturaleza y existencia de los valores
2)Desacuerdo acerca de los criterios valorativos
3)Desacuerdo acerca de cuáles son los hechos moralmente relevantes
4)Desacuerdo en el lenguaje: ¿es siquiera gramaticalmente posible un discurso acerca de valores?; ¿se trata de un discurso metafísico?; ¿tienen sentido los enunciados metafísicos? ¿Y si no se trata de enunciados metafísicos, son en todo caso susceptibles de verdad o falsedad o al menos de un cierto tipo de objetividad? Y en ese supuesto, ¿en qué consistirían sus condiciones de verdad o criterios de objetividad? ¿O, se trata por el contrario, de meras formas vacías que expresan actitudes emocionales?
Esta serie de desacuerdos se manifiestan en el ámbito de la salud, pero de una manera particular. Aquí se establece, en efecto, una división de tareas entre los profesionales de la salud y el público general o los pacientes. A los profesionales de la salud se les asigna la provisión de hechos y datos que ofrezcan diferentes alternativas al diagnóstico y pronóstico de los pacientes, incluyendo la abstención de tratamiento. Los profesionales se basan en su formación, su conocimiento y su experiencia para cumplir con esta función. Esta división del trabajo también asigna a los pacientes la entrega de valores y visiones del mundo para evaluar con su propio criterio los diferentes resultados de diferentes alternativas de tratamiento, en ejercicio de su autonomía. Es decir, la actitud ética es una toma de decisiones conjunta.
No obstante, no se puede subestimar el rol del profesional de la salud como asesor experto en el camino de tratamiento que, en su juicio técnico, serviría mejor al bienestar del paciente. En efecto, dada la asimetría de formación, información, conocimientos y experiencia entre el profesional y el paciente, es sumamente fácil para un profesional que no fuese respetuoso de la autonomía de la voluntad del paciente, incluso desde un “bienintencionado” paternalismo, influir sobre la voluntad del paciente brindándole información insuficiente o sesgada, ocultándole alternativas posibles.
En el campo de la salud los dilemas éticos son de difícil resolución por la cantidad de variables involucradas. Los médicos, como cualquier otro profesional, tienen una historia personal y encuentran, como fuentes de guía moral, a la educación recibida durante su crianza, a sus valores personales, a sus tradiciones culturales y a sus creencias religiosas. En segundo lugar, los médicos tienen obligaciones éticas específicas de su rol. En tercer lugar, los valores morales de los profesionales de la salud pueden diferir de aquellos de los pacientes o del público general.
En la cuestión moral se mezclan temas de conciencia. En muchas oportunidades algunas personas explican sus acciones por su conciencia: actuar de otra manera los haría sentir avergonzados o violaría su sentido de integridad o valores realmente sentidos. Además de los temas de conciencia, aparecen pretensiones fundadas en el ejercicio de derechos. Muchas personas apelan a derechos como “el derecho a una muerte digna”, “el derecho a la salud” etc. Puede tratarse de pretensiones de aplicación concreta de normas jurídicas genéricamente consagradas (como ocurre con ciertos derechos consagrados constitucionalmente pero que no han tenido todavía una reglamentación legislativa) o bien del reconocimiento jurídico-positivo de tales demandas. Los juristas y filósofos del derecho discuten si tales pretensiones están o no jurídica o moralmente justificados.
La objeción de conciencia como argumento ético y jurídico para justificar la desobediencia a la ley [arriba]
El primer escollo que enfrentamos para abordar desde la filosofía del derecho a la objeción de conciencia, es que se trata de un término que adolece en gran medida de de los defectos de ambigüedad y vaguedad propios de los lenguajes naturales.
La Declaración Universal de Derechos Humanos, en su artículo 18, hace referencia a la libertad de conciencia en estos términos: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”. Asimismo, El art. 14 de la Constitución Nacional asegura a todos los habitantes de la Nación el derecho a profesar y practicar libremente su culto.
Sin embargo, no existe una noción unívoca, ni en sentido filosófico, ni en sentido psicológico, acerca de en qué consiste la conciencia, y por ende tampoco la libertad de conciencia, o la objeción de conciencia. Se trata de un concepto que ha sido definido de modos muy divergentes e inconsistentes, según se haya intentado basar el concepto en teorías filosóficas, psicológicas o éticas, o incluso religiosas (Giubilini, 2016). Así, no existiendo una concepción uniforme acerca de en qué consiste la objeción de conciencia, sostiene Giubilini, deviene imperativo que cada autor explicite el alcance con el que utilizará el concepto previo a iniciar el debate.
¿Existe una obligación moral de obedecer el derecho? [arriba]
Si las normas generales tienen por finalidad básica intentar influir sobre la conducta de sus destinatarios para que hagan o dejen de hacer algo, parecen intuitivamente candidatos ideales para configurar razones (justificatorias) para la acción. Es característico de nuestros razonamientos prácticos el acudir a normas de carácter general como premisas para justificar nuestras acciones. Por ejemplo, la norma que obliga a detener la marcha de un vehículo frente a un semáforo en rojo constituye, conjuntamente con la existencia en cierto lugar de un semáforo en rojo, una razón para que detenga la marcha de mi auto (una razón que puede no ser concluyente, pero razón al fin)”. “No obstante esta conexión aparentemente simple y directa, el que las normas puedan constituir razones para la acción, así como las relaciones existentes entre ambas nociones, constituyen problemas que han generado fuertes controversias en el ámbito de la filosofía moral y de la filosofía jurídica. Más específicamente, el uso de normas generales para orientar nuestras acciones parece, al menos a primera vista, sujeto a un problema fundamental: el de la justificación racional para el seguimiento de normas (Rodríguez, 2012, p. 131).
Un tema importante y recurrente en la filosofía del derecho es si hay obligación de obedecer el derecho y, en ese caso, hasta qué punto. Dicha obligación no puede ser jurídica puesto que entonces la obligación de obedecer el derecho sería una simple tautología. Ha de tratarse entonces de una obligación correspondiente a otro sistema normativo distinto del jurídico, por ejemplo, un sistema de normas prudenciales o morales. No obstante, la discusión iusfilosófica sobre si hay o no obligación de obedecer el derecho se ha centrado en si existe o no una obligación moral de obedecer el derecho. La mayoría de las teorías que dan una respuesta positiva a este interrogante defienden que se trata de una obligación moral prima facie y no de una obligación moral absoluta, es decir, que la obligación moral en principio de obedecer el derecho podría ser superada si hubiera una razón moral más fuerte para actuar de modo distinto a lo que establece el derecho. La mayoría de estas teorías también suelen asumir que la obligación (prima facie) de obedecer el derecho es aplicable sólo para aquellos sistemas jurídicos que son en general justos (i.e., que no son en lo fundamental notoriamente injustos, aun si algunas de sus normas pueden serlo). Quienes niegan que exista una obligación moral de obedecer el derecho, pueden hacerlo de diferente manera. Así hay quienes lo que niegan es que exista una obligación general de obedecer el derecho, esto es, no afirman que nunca haya una obligación moral de obedecer el derecho, sino sólo que ninguna obligación moral se aplica a todas las normas jurídicas, sólo porque son jurídicas. Como puede apreciarse, esto no es muy diferente de afirmar que hay sólo una obligación moral prima facie (y no absoluta) de obedecer el derecho. Sin embargo, hay quienes rechazan la obligación moral de obedecer el derecho en términos más fuertes: se trata de aquellos que consideran que las únicas normas relevantes son las normas morales de modo que una obligación jurídica nada añade a una obligación moral; así, por ejemplo, uno tiene la obligación moral de no matar, y tendría esa obligación independientemente de que el derecho prohíba o no dicha conducta (Bix, 2009, pp. 186-187). En fin, también están aquellos que niegan simple y llanamente que exista obligación moral alguna de obedecer el derecho, ya sea en general o algunas normas particulares, o bien porque se argumenta que no pueden existir autoridades legítimas, o bien porque, aunque podría existir una autoridad legítima no existe ninguna autoridad real que satisfaga las características que una autoridad debería poseer para ser legítima (ésta es la posición anarquista). Ninguna de las teorías que han intentado dar una respuesta positiva al interrogante acerca de la existencia de una obligación moral de obedecer el derecho (aun si prima facie) parece suficientemente convincente. De ser correcta esta conclusión, se debería abandonar la idea de que existe una obligación moral de obedecer el derecho. ¿Implica esto que las normas jurídicas son irrelevantes para tomar decisiones, o que haya que descartar toda relación en el plano práctico-normativo entre derecho y moral? Es cierto que no parece factible aseverar que ambas preguntas deban recibir una respuesta negativa. Sin embargo, como explica Arend Soeteman, responder por la afirmativa a estas cuestiones, nos compromete o bien a aceptar “que hay excepciones en las normas (tanto condicionales como incondicionales) que no se encuentran incluidas en su formulación, con la consecuencia de que ya no será posible deducir de una norma lo que tenemos que hacer bajo ciertas circunstancias concretas, o bien no aceptamos esta posibilidad de excepciones (en otras palabras: sólo aceptamos excepciones que se encuentren incluidas en la formulación de una norma); la cuestión será entonces, no obstante, si de hecho somos capaces de formular normas válidas” (Soeteman, 1989, p. 196).
Estas distinciones son relevantes, ya que dependiendo de la postura que se adopte en el campo filosófico, cambiará sustancialmente el concepto acerca de la “objeción de conciencia”: podría tratarse o bien de un supuesto en el que la desobediencia a un deber jurídico se encuentra justificada, o podría desde otra perspectiva entenderse que no constituye una desobediencia al derecho, puesto que la norma que se desobedece no es en absoluto una norma jurídica, por contravenir la moral natural.
En efecto, los debates en que se alude a la objeción de conciencia, y particularmente en el campo de la salud, a menudo se caracterizan por la falta de claridad acerca del alcance de la expresión. Por ejemplo, en el caso de la objeción de conciencia respecto del aborto, no suelen trazarse distinciones tales como: ¿en qué sentido viola el aborto la conciencia del médico religioso?; ¿es la conciencia materia susceptible de debate público y argumentación racional, donde es posible llegar a un acuerdo mediante un incremento del conocimiento, o se trata de una cuestión que en última instancia se basa en intuiciones personales o en una moral subjetiva?; ¿en qué sentido la objeción de conciencia se distingue de una mera preferencia moral? (Giubilini, 2016).
Esta justificación tiene una particularidad: mientras que en otros ámbitos, cuando se verifica un conflicto o colisión entre derechos fundamentales (como lo son el derecho a la libertad de conciencia y el derecho a la salud), se espera que quien pretende justificar cuál de ellos ha de prevalecer en el caso, debe proveer fundamentos racionalmente articulados al efecto.
Sin embargo, la apelación a la objeción de conciencia, suele consistir en un modo de eximirse de la necesidad de justificar racionalmente la desobediencia al deber jurídico del que se trate en el caso particular. Así suele ser tratada por los ordenamientos jurídicos que confieren a los profesionales de la salud el derecho a la objeción de conciencia respecto de prácticas como el aborto, sin requerir que den cuenta de las razones de su objeción (Giubilini, 2016).
La objeción de conciencia es una regla ético-jurídica, que no fue originariamente establecida mediante normas positivas. Así, tanto en España (Casado Navarro, 2013) como en Argentina3 se trata de una regla creada pretorianamente por la jurisprudencia de nuestros máximos tribunales. La Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el fallo Portillo, reconoció el derecho de un soldado conscripto a negarse a portar armas con razón en la objeción de conciencia.
En fecha más reciente, Elena Highton, en su disidencia en autos “Asociación de Testigos de Jehová c/ Consejo Provincial de Educación del Neuquén s/ acción de inconstitucionalidad”, dijo “la libertad religiosa incluye la posibilidad de ejercer la llamada objeción de conciencia, entendida como el derecho a no cumplir una norma u orden de la autoridad que violente las convicciones íntimas de una persona, siempre que dicho incumplimiento no afecte significativamente los derechos de terceros ni otros aspectos del bien común. Ello es congruente con la pacífica doctrina según la cual la libertad de conciencia, en su ejercicio, halla su límite en las exigencias razonables del justo orden público (Fallos: 304:1524). Además, tal como se estableció en Fallos: 312:496, al reconocerse por primera vez rango constitucional a la objeción de conciencia, quien la invoca debe acreditar la sinceridad y seriedad de sus creencias” (Fallos 328:2975).
A los efectos del presente trabajo, basado en la doctrina reseñada, utilizaré el término “objeción de conciencia” como el derecho a desobedecer un deber jurídico, invocando como justificativo la necesidad de acatar una obligación moral, a la que el individuo atribuye una jerarquía superior. Así, respecto del debate que acabo de reseñar, la objeción de conciencia entraña sostener la postura de que existen deberes morales (generalmente deberes religiosos) cuya observancia tiene precedencia para el sujeto por encima de la obediencia a la ley civil positiva.
El 9 de junio de 2017 el Poder Ejecutivo de la República Argentina ha remitido al Congreso Nacional un proyecto de ley de “libertad religiosa”4 que en su art. 7° regula específicamente el derecho a la objeción de conciencia, cuando la misma se funde en creencias religiosas, en términos que encierran un grave peligro para la tutela de los derechos humanos. Dice el texto de la norma proyectada:
“ARTÍCULO 7°. — Derecho a la objeción de conciencia, institucional o de ideario. El derecho a formular las objeciones previstas en el presente artículo puede ser ejercido por sus respectivos titulares de conformidad con lo que se establece en los apartados siguientes:
I)Toda persona tiene derecho a invocar un deber religioso relevante o una convicción religiosa o moral sustancial como razón para negarse a cumplir una obligación jurídica. El objetor deberá ofrecer la realización de una prestación sustitutiva que permita en lo posible equilibrar las cargas públicas. El cumplimiento de la obligación objetada sólo es exigible si:
a)La autoridad pública que hubiera impuesto la obligación considerase que esta obedece a un interés público imperativo, que resulta imposible alcanzar sin el cumplimiento efectivo de la norma, y que no es posible realizar una adecuación razonable que permita evitar el agravio a la libertad de conciencia del objetor; o
b)Del ejercicio de la objeción de conciencia se derivara un daño directo a derechos de un tercero que podría ser evitado a través de la conducta objetada. La buena fe del objetor se presume por la disposición a cumplir una prestación alternativa razonable, o por la existencia de una norma obligatoria expresa impuesta por la entidad religiosa a la que pertenezca de modo comprobado el objetor. El objetor no podrá recibir sanción ni sufrir discriminación alguna por el ejercicio de su derecho. El derecho a la objeción de conciencia puede ser ejercido, entre otros supuestos, en los siguientes: prestación del servicio militar, cumplimiento de tareas profesionales en el ámbito sanitario, sometimiento a tratamientos médicos, homenaje activo a símbolos patrios, juramentos, actividad laboral o escolar en días de fiesta o descanso religioso; ello sin perjuicio de lo establecido en el artículo 8° de la presente Ley en materia de adecuación razonable en los ámbitos pertinentes.
II)Las personas jurídicas pueden de manera análoga presentar objeción institucional o de ideario, en cualquiera de los siguientes casos:
Si se tratare de entidades religiosas o de personas jurídicas constituidas por entidades religiosas para el cumplimiento de sus fines, o Si se tratare de personas jurídicas privadas con o sin fin de lucro que en sus estatutos hayan hecho constar los principios religiosos o éticos en los que se funda la objeción, o
Si se tratare de personas jurídicas con o sin fin de lucro constituidas para el ejercicio de alguna actividad lícita por personas humanas claramente identificables, si la obligación objetada agravia a la libertad de conciencia de esas personas humanas.”
Ante todo, me parece fundamental trazar una distinción a la luz del derecho constitucional: la objeción de conciencia, no se puede considerar un derecho fundamental, no existe un "derecho a objetar" previsto en forma directa en la Constitución. Sí existen el derecho a la salud y a la seguridad social (arts. 14, 14 bis y 42 de la Constitución Nacional). La objeción de conciencia, es en todo caso una modalidad de ejercicio que puede adquirir el ejercicio del derecho a la libertad de culto. Así, puede que se admita la objeción de conciencia excepcionalmente, respecto de un deber concreto (Casado Navarro, 2013). Sin embargo, este derecho a la libertad de culto no es ilimitado: la Constitución Nacional establece en su art. 31 que la misma es ley suprema de la Nación. Así, las personas gozan de su derecho a la libertad de culto en la medida en que el mismo no entrañe la violación de los deberes y garantías impuestos por la Constitución, por su carácter supremo. Así, por ejemplo, en la medida en que las leyes argentinas prohíben la bigamia o la poligamia, una persona que profesa una religión que permite la poligamia, no podría invocar la libertad de culto para demandar al estado para que se lo exima de los requisitos legales de aptitud nupcial. Tampoco podría quien profese una religión que permite a los tribunales religiosos imponer castigos físicos o que demande sacrificios humanos, hacer valer sus creencias religiosas por sobre los derechos ajenos.
Es indudable que el derecho a la libertad religiosa entraña un derecho a la objeción de conciencia, pero su reglamentación debe ser razonable dependiendo de las circunstancias. En particular en el campo de la salud, puesto que si bien en principio no puede sostenerse que ningún derecho fundamental sea, considerado en abstracto, de jerarquía superior a los demás derechos fundamentales, acaso puede plantearse una excepción en el caso particular de los derechos a la salud y a la vida, puesto los mismos constituyen el soporte necesario para el goce de todos los demás derechos. Así, en cuestiones que ponen en grave riesgo la salud y la vida de las personas, el alcance de la objeción de conciencia del profesional sanitario respecto de sus deberes profesionales debería ser de interpretación sumamente restrictiva.
Es por ello que al pretender ampliar de manera exagerada e imprudente este derecho a la objeción de conciencia, que siempre debe ser excepcional y restrictivo, el proyecto de ley amenaza seriamente los derechos de los pacientes en su relación con el sistema de salud (y muchos otros más ajenos al objeto del presente trabajo, como los derechos de los alumnos en relación con las instituciones educativas, etc.).
Este proyecto mereció duras críticas de organismos como Amnistía Internacional, que llega a afirmar que, lejos del objetivo enunciado de tutelar la libertad religiosa (para lo cual resultaría innecesaria y redundante, puesto que ya se encuentra garantizada por la Constitución Nacional en su art. 14), se trata de “una ley para permitir a quienes profesan una religión, imponerla por sobre el resto”. En particular sostuvo dicho organismo que “el campo de la salud, las/os profesionales tienen deberes éticos centrales al ejercicio de la medicina que se incumplen necesariamente con el ejercicio de la objeción de conciencia. Es el caso de los deberes profesionales de respeto por la autonomía de las/os usuarias de los servicios de salud, el ejercicio de la profesión sin discriminación y el lograr mejorar la justicia social, así como los deberes de beneficencia y no maleficencia que implican la prestación adecuada de los servicios solicitados por quienes son usuarias”5.
Si bien el avance legislativo del proyecto de referencia es lento, el reciente debate acerca de la despenalización del aborto ha reactivado la iniciativa, que ahora podría aparecer contemplada en el articulado de la ley de interrupción voluntaria del embarazo, en términos que aún son materia de negociación entre los partidos políticos, pero es evidente que existe una fuerte presión de corporaciones médicas y establecimientos sanitarios con fuerte afiliación institucional confesional, que pretenden imponer el mecanismo de la objeción de conciencia institucional 67.
La ley nacional de derechos del paciente n° 26.529 estipula de manera positiva y clara una serie de derechos de los pacientes, que materializan y reglamentan principios emergentes de garantías constitucionales y otras previstas en instrumentos internacionales en materia de derechos humanos incorporados con jerarquía constitucional a nuestro ordenamiento jurídico (art. 75, inc. 22, CN).
Obviamente se tutela el derecho a la salud, pero en particular se garantiza el derecho a la asistencia médica, consagrado en el art. 2° de la ley mencionada. Todas las personas tienen derecho a ser asistidas por profesionales de la salud “sin menoscabo y distinción alguna, producto de sus ideas, creencias religiosas, políticas, condición socioeconómica, raza, sexo, orientación sexual o cualquier otra condición. El profesional actuante sólo podrá eximirse del deber de asistencia cuando se hubiere hecho cargo efectivamente del paciente otro profesional competente”(énfasis agregado) (Mosset Iturraspe & Piedecasas, 2011, p. 185).
Esto determina un primer límite a cualquier planteo sobre la objeción de conciencia. Incluso si se reconociera tal derecho, el profesional asistente es garante de brindar la atención médica que resulta obligatoria según el ordenamiento jurídico vigente, hasta tanto se hubiere hecho cargo efectivamente otro profesional. Y es responsabilidad del objetor de conciencia, y concurrentemente de la institución asistencial (cuando la asistencia sanitaria tuviere lugar en un ámbito institucional) el procurar al paciente al profesional sustituto.
En efecto, el ejercicio abusivo y estratégico por parte de las organizaciones religiosas de la objeción de conciencia para cercenar los derechos relativos a la salud sexual y reproductiva es un peligro latente en este proyecto de ley. Sobre todo, porque se plantea la perversa e inexistente variante institucional de la objeción de conciencia. Comparto la opinión de Navarro Casado en el sentido de que “se debe puntualizar que la objeción en el ámbito sanitario es siempre individual, ejercida por los profesionales sanitarios directamente implicados. Esto da lugar a afirmar que a nivel de las instituciones la objeción de conciencia no existe” (Casado Navarro, 2013). Este peligroso concepto que se pretende introducir en la ley, abre las puertas para que las personas que controlan las instituciones, puedan invocarla para violar deberes jurídicos que afectan seriamente los derechos de los pacientes. Así, el titular de una empresa de medicina prepaga vinculada a un culto religioso, podría imponer como norma institucional la no provisión de anticonceptivos, por ser contraria a su creencia religiosa, invocando la objeción institucional.
Resulta imprescindible poner de resalto un argumento falaz que se plantea desde el ámbito confesional. Las instituciones asistenciales que se presentan como privadas intentando lograr el derecho de objeción de conciencia institucional, no pueden ser consideradas sin más como genuinas instituciones asistenciales privadas.
En efecto, en la Argentina existe un sistema de salud pública segmentado vertical y horizontalmente. Así, dentro del sistema público (tanto en el ámbito de la medicina como en el de la educación), existen efectores de gestión estatal, y efectores de gestión privada. Pero todos ellos brindan asistencia médica pública (al igual que la institución educativa privada incorporada a la enseñanza oficial, brinda educación pública).
El plexo normativo aplicable a la materia, dado por las leyes nacionales 23.660, 23.661 y 26.682, que crean el sistema nacional del seguro de salud, regulan el sistema de obras sociales y finalmente declaran incorporadas a dicho régimen a las empresas de medicina privada, son leyes de orden público que rigen en todo el territorio nacional, y determinan las obligaciones de los agentes del seguro de salud y de las empresas de medicina prepaga. Todos ellos deben garantizar todo el catálogo de prestaciones sanitarias previsto por las autoridades competentes, incluyendo, de aprobarse la ley que cuenta con media sanción, la interrupción voluntaria del embarazo.
Estos agentes de seguro de salud, pueden brindar estas prestaciones por sí, o a través de otros efectores, de gestión pública o privada. El art. 29 de la ley 23.661, establece que todos los prestadores que deseen contratar con agentes del seguro de salud, deben inscribirse ante el Registro Nacional de Prestadores de la ex ANSSAL, hoy SUPERINTENDENCIA DE SERVICIOS DE SALUD. La inscripción voluntaria de un efector privado en dicho Registro Nacional, lo habilita para celebrar contratos y actuar como prestador de las obras sociales y empresas de medicina prepaga.
Así, un sanatorio “privado”, que se ha inscripto en el Registro Nacional de Prestadores y celebrado contrato con una obra social o empresa de medicina prepaga, debe garantizar la asistencia médica, sin discriminación en virtud de creencias religiosas, a todo el universo de afiliados. Asume la obligación de garantizar la prestación de ese servicio.
A mi criterio, sólo podrían reputarse como genuinamente “privados” aquellos establecimientos asistenciales que se abstengan de inscribirse en el Registro Nacional de Prestadores de la Superintendencia de Servicios de Salud, que se abstengan de actuar como efectores de gestión privada para obras sociales o empresas de medicina prepaga, y que se limiten a realizar prestaciones mediante vínculos contractuales privados directos con los pacientes, debiendo hacer explícita hacia el paciente su orientación confesional, y que por lo tanto, no ofrecen ni brindan todo el catálogo de prestaciones médicas previstas por la ley vigente.
Pero la institución que se incorpora voluntariamente al régimen oficial, no tiene más derecho a la objeción de conciencia institucional, del mismo modo que un establecimiento educativo incorporado a la enseñanza oficial, no puede eximirse de la obligación de impartir educación sexual, según los planes de estudio oficiales vigentes.
En el ámbito de la salud pública, la objeción de conciencia afecta al ejercicio de la libertad de los pacientes y su derecho a un trato igualitario. La objeción institucional no garantiza que el derecho del paciente deba prevalecer, ni prevé mecanismos eficaces para garantizar las prestaciones sanitarias establecidas legalmente, permitiendo que la objeción del profesional, o lo que es más grave aún, la institucional, se puedan utilizar como instrumentos para impedir que el servicio se pueda cumplir con normalidad.
Ha dicho nuestro máximo tribunal que “la reglamentación legislativa de las disposiciones constitucionales debe ser razonable, esto es, justificada por los hechos y las circunstancias que les han dado origen y por la necesidad de salvaguardar el interés público comprometido y proporcionado a los fines que se procura alcanzar, de tal modo de coordinar el interés privado con el público y los derechos individuales con el de la sociedad” (Fallos: 312:496).
Así, sostuvo Elena Highton en su voto ya citado en “Asociación Testigos de Jehová”, que “el reconocimiento de la objeción de conciencia con fundamento en una determinada creencia religiosa en modo alguno implica dejar de lado el deber de los ciudadanos para con la sociedad temporal que integran, deber que por ser exigencia de la justicia legal o general es un imperativo de conciencia, exigible por los órganos del Estado”.
Otros derechos fundamentales tutelados en el art. 2° der la ley 26.529, de derechos del paciente, son el derecho a la autonomía de la voluntad (del paciente, no del profesional asistente), el derecho al trato digno y respetuoso, y el derecho a recibir información. Existen razones fundadas para temer que los objetores de conciencia, retendrán información relevante que deberían recibir quienes pudieran desear acceder a la interrupción voluntaria del embarazo, por las mismas razones que se advierten resistencias a impartir la educación sexual obligatoria en las escuelas públicas de gestión privada vinculadas a confesiones religiosas.
Sin embargo, entiendo que hay un argumento más fuerte aún: los profesionales e instituciones sanitarias, se encuentran ante los pacientes y usuarios de los servicios de salud en una posición de garantes respecto del ejercicio de genuinos derechos constitucionales inherentes a su salud y libertad. Y más aún: ellos se han puesto voluntariamente en dicha posición. En efecto, una de las cuestiones que valoró la Corte Suprema al resolver el caso Portillo, es que no se trataba de un soldado profesional, sino de una conscripción involuntaria. Era el Estado el que había impuesto en forma coactiva al imputado por desertor el deber de armarse. Por ello, no puede contemplarse con la misma amplitud la posibilidad de elegir realizar o no ciertas prácticas al médico que ejerce la profesión en forma privada, que al profesional que voluntariamente se postuló para ocupar un cargo en un servicio público de salud, asumiendo así el rol de garante de la prestación de un servicio de salud del que dependen como prestador de última instancia los sectores más vulnerables de la población, que carecen de medios para afrontar el costo de atenderse en forma privada. Al aceptar ese empleo público, el profesional debe asumir la responsabilidad de ser el garante del acceso a toda la población que debe asistir, de todo el catálogo de derechos reconocidos por el Estado.
Una analogía muy pertinente, se podría plantear con el rol del Defensor Público Oficial. Mientras que un abogado particular puede negarse a aceptar la defensa de determinados clientes por razones de conciencia (genocidas, pedófilos, violadores, etc.), el Defensor Oficial de ninguna manera puede excusarse de asistir a una persona por la naturaleza del delito que se le imputa. Puesto que su papel como funcionario público lo pone en posición de garante en relación con el derecho constitucional de defensa en juicio. Nadie puede ser juzgado si no se le garantiza el derecho de defensa.
Por ello, los Defensores Oficiales no deben tener la posibilidad invocar la objeción de conciencia para no defender a un imputado, incluso aunque se le endilgaren los crímenes más aberrantes. Entiendo que los profesionales de los servicios públicos de atención de la salud, tampoco.
La objeción de conciencia es un instituto ético-jurídico que debe distinguirse de la desobediencia civil. En efecto, mientras que la objeción de conciencia es excepcional y respecto de una situación puntual, en el que una persona plantea su necesidad de eximirse de cumplir una obligación jurídica cuya validez general no cuestiona, sino en el caso particular, la desobediencia civil se da cuando un grupo de personas, de manera coordinada, pretende incumplir deliberadamente, de forma no violenta, ciertas leyes que considera como injustas con carácter general y para la totalidad de los casos, como estrategia presión política para lograr su derogación o modificación (Casado Navarro, 2013). Entiendo que esta pretendida “ley de libertad religiosa”, lejos de su fin declarado, tiene por propósito oculto habilitar la desobediencia civil estratégica por parte de los grupos religiosos de las leyes de salud sexual y reproductiva, de educación sexual, de educación laica y muchas otras que afectan los derechos humanos de los ciudadanos. En particular en materia sanitaria, sostengo que cualquier ley que pretenda regular la objeción de conciencia debería prohibir expresamente a los profesionales de los establecimientos públicos de salud la objeción de conciencia, y debería suprimirse la escandalosa posibilidad de la objeción “institucional”. La reciente propuesta de incorporar a la objeción de conciencia en el proyecto de ley de despenalización del aborto, abre la posibilidad de que estas mismas previsiones que se hallan en el proyecto de ley de libertad religiosa se incorporen a la ley en trato, habilitando así una herramienta de desobediencia civil estratégica que podría ser eventualmente utilizada por los opositores a la despenalización del aborto como una herramienta para obstruir, en la práctica, la aplicación de dicha ley, en la hipótesis de su aprobación
Bix, B., 2009. Obligación de obedecer el derecho. En: Diccionario de Teoría Jurídica. México: UNAM. Casado Navarro, S., 2013. Las cosas por su nombre: ¿Objeción de conciencia o desobediencia civil?. Revista de Bioética y Derecho, Mayo, Issue 28, pp. 91-101.
Giubilini, A., 2016. Conscience. En The Stanford Encyclopedia of Philosophy. [En línea] Available at: https://plato.stanford.edu/ archives/win2016/ entries/conscience/ [Último acceso: 1 4 2018]. Mosset Iturraspe, J. & Piedecasas, M., 2011. Derechos del paciente. 1 ed. Santa Fe: Rubinzal-Culzoni.
Rodríguez, J. L., 2012. Normas y razones: un dilema entre la irracionalidad y la irrelevancia. Revista Jurídica de la Universidad de Palermo, 13(1).
Soeteman, A., 1989. Logic in Law. Dordrecht-Boston-London: Kluwer Academic Publishers.
1 Universidad de Buenos Aires. Facultad de Medicina, Departamento de Medicina Legal y Deontología Médica. Facultad de Ciencias Económicas, Escuela de Estudios de Posgrado. Facultad de Derecho, Departamento de Posgrado. Buenos Aires, Argentina.
2 Abogado. Médico. Especialista en Psiquiatría, Medicina Legal, Epidemiología, Economía y Gestión de la Salud y Bioética. Doctor en Medicina. Profesor Titular de Sistemas de Salud y Director de la Maestría en Farmacopolítica de la Universidad Maimónides. Director de Intervención Interdisciplinaria del Ministerio Público de la Defensa de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
3 CSJN - Fallos 312:496 (1989). Portillo, Alfredo.
4 Véase http://www4.hcdn.gob.ar/ dependencias/dsecretaria/ Periodo2017/PDF2017/TP2017 /0010-PE-2017.pdf. Consultado el 04/05/18.
5 Ver https://amnistia.org.ar/ wp-content/uploads/delightful -downloads/2017/06/Carta -a-Macri-y-PEN-por-Proyecto -Libertad-religiosa-1.pdf. Consultado el 30/05/18.
6 Ver https://www.lanacion.com.ar/ 2139601-analizan-introducir -cuatro-cambios-al-proyecto -de-aborto-para-sumar-apoyos. Consultado el 31/05/18
7 Ver https://www.lanacion.com.ar/ 2152346-debate-por-el-aborto -la-jornada-estuvo-centrada -en-la-controversia-por-la -objecion-de-conciencia. Consultado el 16/7/18