El Valor de la Autonomía de la Voluntad Frente a la Vejez o a la Circunstancia de caer en Incapacidad*
Por Zulema Wilde
El hombre que envejece puede equipararse, en último término, ¿a que esté enfermo?, ¿o discapacitado? ¿Sufre fenómenos patológicos o no?
Si el proceso de envejecimiento es un fenómeno normal, ¿en la segunda mitad de la vida los seres humanos estaríamos menos capacitados, con menor vitalidad?
En caso de responder afirmativamente, ¿con qué lo comparamos? ¿Con el valor promedio de lo corriente de tales edades? ¿O lo comparamos al individuo consigo mismo en el pleno desarrollo de cada uno?
La vejez no es algo abstracto, que está fuera de nosotros, en el futuro, con lo que algún día vamos a encontrarnos. No existe magia con la cual podamos alejarla o evitarla.
Lo real es que algunos de nuestros órganos comienzan a envejecer a los siete años y muchas de nuestras capacidades físicas alcanzan su punto máximo de desarrollo a los 25 años, y desde allí comienzan a decaer.
En otras palabras, la vejez es algo actual y presente en todos nosotros, porque formamos un conjunto de seres humanos en proceso de desarrollo, que viven distintos momentos, con las contradicciones propias de la diversidad.
Tomar conciencia de esta realidad es trascendente, porque nos permitirá un accionar jurídico profesional que se desarrolle acorde a la ciencia, en lugar de manejarnos con prejuicios acerca de la vejez.
Cuando se intenta romper con el molde igualitario de: viejo igual a enfermo, el primer problema que se nos plantea es definir qué significan “salud” y “enfermedad”.
No me olvido de la relación que se establece entre edad cronológica y enfermedad, basta ver las tablas de expectativa de vida al nacer y los estudios epidemiológicos sobre la distribución de enfermedades por edad, tema que le interesa tanto a las compañías de seguros. Incluso, tampoco dejo de recordar la posibilidad o propensión a la existencia de enfermedades que puedan detectarse anticipadamente por los estudios biológicos o genéticos.
Cuando tratamos de trasladar estas categorías a nuestros “viejos” conocidos, muchas veces sentimos que no concuerdan.
Es que ya hace tiempo se duda de tomar como índice válido el de la edad cronológica para medir conductas psicosociales de la población (Neugarten, 1979. La live d’ Epinay, 1999). La conceptualización de la vejez no puede articularse sólo sobre índices deficitarios.
La Organización Mundial de la Salud (1946) señaló que la salud debe definirse como “un estado de completa satisfacción física, mental y social, y no solamente como la ausencia de enfermedad”.
Ésta es una definición ideal, sujeta a distintas interpretaciones, pero que incluye en ella las tres áreas de la conducta donde la salud se expresa -física, mental y social-.
Sería como nuestro principio del camino, para pensar: ¿qué es lo que debe funcionar?, ¿qué es lo que no funciona?
Los médicos utilizan habitualmente la definición en función de la enfermedad o del déficit. Se la puede llamar “modelo médico de las perspectivas de la salud” (observación, exámenes clínicos, hallazgos de laboratorio, todos los medios tecnológicos que están disponibles en el momento histórico).
Sin embargo, el grupo Advisory Group de la OMS (1959) sostiene que “la salud de los viejos es mejor medirla en términos de función [...]”.
De esta manera, las cosas que una persona vieja puede, o cree que puede hacer, son usualmente indicadoras del grado de salud tanto como de las necesidades que requiere que se cubran (Lalive d’ Epinay 1999).
Consecuentemente, el enfoque funcional lleva a descartar las generalizaciones estadísticas a las que recientemente me refería.
El criterio funcional permite interpretar estas estadísticas de manera distinta de como lo haría el criterio médico puro y muestra que la vejez no es una enfermedad en sí misma sino que es la enfermedad la que influye negativamente sobre los individuos.
No se sabe aún hoy muy bien cuáles son las causas que determinan el proceso de envejecimiento, aunque el campo de la genética, es de esperar, nos las dará a corto plazo.
Hay una enorme variación que se produce de sujeto a sujeto.
Esta unicidad o singularidad ha de ser registrada por el derecho, con la necesidad de respetar el principio de igualdad de todos los que están en la tercera edad, a fin de encauzarse en la búsqueda de respuestas jurídicas que puedan resultar más justas, además de eficaces, frente a la evidente desprotección de los ancianos.
En nuestro derecho la figura del anciano está bastante deslucida frente al silencio que la rodea. Silencio que es contradictorio con el movimiento llevado a cabo en los estados democráticos que buscan garantizar una serie de derechos calificados como básicos, en muchos campos, ya sean civiles o políticos, sociales, culturales, económicos, del medio ambiente, incluso los relacionados con el presente y aun con el futuro (me refiero a los derechos de las generaciones venideras).
Sin embargo, esta programación teórica e ideal no se ve fácilmente concretizada en la realidad cotidiana.
La situación de desamparo que sufren muchos de ellos no conmueve a nuestra comunidad en la medida necesaria para provocar algún cambio.
Tomar conciencia de la realidad es el primer paso para que acontezca esa modificación. Si los hechos se siguen mirando desde el mismo ángulo, no pueden ser redescubiertos o repensados con una visión más amplia y omnicomprensiva.
Saber que un anciano no ha recibido protección adecuada de su familia, de los propios profesionales del ámbito de la salud o del propio Estado, a través de sus organismos respectivos, ya no sorprende a nadie.
El incremento de las acciones por protección de persona en el ámbito civil, o las denuncias penales por privación de la libertad, al ser internados en geriátricos, sin su consentimiento, las denuncias por malos tratos muestran el ex-tremo del iceberg. Ustedes saben que un iceberg sólo muestra un décimo de su tamaño; los nueve décimos restantes están sumergidos en el mar.
Los magros salarios o pensiones, los abusos y maltratos que reciben los ancianos en la calle, lo poco preparado que está el ámbito de la ciudad para ellos, y hasta la ineficacia e ineficiencia de las instituciones que están hipotéticamente destinadas a protegerlos, son los ejemplos cotidianos de la falta de concreción de garantías eficaces.
La principal dificultad para abordar el tema es poder ampliar ese único enfoque económico con el que se lo suele abordar en determinadas oportunidades.
Otro aspecto a evaluar es la natural resistencia del propio ser humano a aceptar las enfermedades, los accidentes, el posible deterioro por causas ordinarias o extraordinarias, y la propia muerte. Sin embargo, la prolongación de la vida es un hecho en casi todo el mundo, y nuestro país no escapa a esa realidad. La población de Argentina estuvo y está a la vanguardia del proceso de envejecimiento demográfico en América del Sur (ver situación socio-demográfica de la población adulta mayor. Zulma Recchini de Lattes, Informe sobre la tercera edad. Año 2000).
Lo consignado muestra la necesidad de pensar en un régimen de autoprotección, empezando con la ampliación y validación de la autonomía de la voluntad, con relación a las propias previsiones para el cuidado de nuestra persona y bienes, siendo la misma vinculante no ya sólo para quien la emite, como ha sido considerada tradicionalmente, sino para que deba cumplirse ese deseo formalmente expresado, en las situaciones en que se hubieran previsto.
Prever para la propia incapacidad en el propio interés personal y patrimonial debe ser fuente de obligaciones para aquellos a quienes está dirigida, por ser los destinatarios del cumplimiento.
Pensando en esos derechos básicos que promueven los estados democráticos tendríamos que aludir al derecho a la autoprotección, como aquel que tiene todo individuo al prever su propia incapacidad, decidiendo cómo organizar su futuro eventual, en cuanto a su vida personal y a su patrimonio.
Al hacerlo, debe estarse en pleno uso de sus facultades mentales, con plena capacidad jurídica, manifestando su deseo, y ese deseo debería ser respetado en el futuro, conforme se lo determinó, en la medida de lo posible, salvo que las circunstancias fácticas hubieran variado de modo tal que se tornara imposible su cumplimiento.
Piénsese en la posibilidad de designar la persona del curador en el supuesto de que se hubiere decretado su insania o incapacidad, así como en la manera de administrar sus bienes, en el destino de los frutos, u otros supuestos económico-financieros, sin olvidar el campo personal -trascendente desde nuestro enfoque- en cuanto a determinar su domicilio o residencia, tomar decisiones respecto a la salud (testamento vital), estableciendo si quiere o no ser sometido a determinados tratamientos médicos y/u otros aspectos de su vida personal, marcando su propio rumbo.
La idea es determinar el mejor marco, trazando el camino a seguir, poniendo orden e introduciendo un sistema conforme el propio orden valorativo de cada persona.
Es importante hablar de lo dificultoso que se torna en nuestro derecho actual el articular esta propuesta a pesar de la garantía constitucional que trae nuestra Carta Magna.
El fideicomiso parecería ser una opción, a pesar de sus grandes costos, para el supuesto de que el fiduciante deviniera incapaz, determinando la transmisión de los bienes al fiduciario designado en el contrato, bajo la condición suspensiva de que ello ocurriera.
La problemática se plantea en cómo efectivizar la transmisión de los bienes, porque al otorgar mandato para efectivizarlo, nos hallamos con la barrera que plantea el artículo 1963 inciso 4° del Código Civil, norma que contiene excepciones como en el caso de muerte (art. 1977 CC).
Igual medio podía ser empleado -el mandato- para actos referidos al cuidado de la persona.
La interpretación flexible e integradora de las normas citadas puede ser un camino que nos lleve a recordar las palabras de Hermogiano, que deben quedar como principio general en el derecho: “Primero, la persona; después, todo lo demás”.
Notas:
*Disertación pronunciada por la autora el 5/11/2002. Publicado en la Revista del Notariado. Nº 873, págs. 127 a 130.
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