Los sujetos de derecho, el status jurídico de los animales y la ley 14.346
Gerardo Biglia
“Los animales del mundo existen por sus propias
razones. No fueron hechos para los humanos, de la
misma manera que los negros no fueron hechos para
los blancos o las mujeres creadas para los hombres”. Alice Walker (Escritora)
En este trabajo, queremos evaluar el tratamiento que el derecho da a la temática animal y, en particular la capacidad de rendimiento de la Ley N° 14.346 como herramienta frente al maltrato animal.
Para ello, resultó necesario analizar cuestiones previas que nos permitan determinar, a posteriori, si el derecho está en condiciones de ocuparse de esta problemática, y desde qué lugar puede atenderla.
A grandes rasgos pretendemos recordar qué función cumple el derecho en términos generales, quienes son sus actores y, luego, ver si la perspectiva filosófica con la que el ordenamiento jurídico está concebido, puede ser consistente para combatir el maltrato animal.
En esa línea, debemos determinar qué consideración tienen los animales frente al derecho y, ante tal conclusión plantearnos si lo que necesitamos son más y mejores leyes o ver el derecho desde otro paradigma, desde otra filosofía, creando una nueva narrativa de nuestra propia existencia a partir de una cosmovisión diferente.
Antes de dar tratamiento a la hipótesis que pretendemos plantear, nos resulta importante señalar algunas definiciones previas que servirán como marco de referencia para situar nuestro punto de partida.
Entendemos necesarias estas nociones, para destacar desde qué lugar nos aproximamos al tratamiento de instituciones clásicas, tan profundamente arraigadas en nuestra tradición jurídica.
Esta mirada tiene la ambición de tomar una posición filosófica prejurídica y, desde allí si, adentrarnos en el examen de los conceptos jurídicos. La idea rectora es la de abandonar los prejuicios que tenemos incorporados al estudiar las instituciones legales, evitando caer en justificaciones que tengan que ver con esos prejuicios o con determinada tradición, cultura, moral o costumbre[1].
En esta inteligencia, lo que pretendemos es que nuestro punto de vista pueda alcanzar justificaciones éticas validas y universalizables, para ello a la luz de la posición filosófica inicial procuramos la resignificación de los conceptos jurídicos tratados, buscando aportar a la búsqueda de una visión integradora cuyo alcance, aun a riesgo de pecar de ambiciosa, no puede ser agotada exclusivamente en el campo jurídico, en efecto, la concepción que esbozamos pretende dar la principal batalla en el terreno de la ética. No obstante lo cual, si queremos circunscribirnos solo a lo jurídico, el camino trazado debería conducirnos a una ciencia jurídica capaz de abarcar el entorno de todos los vínculos relevantes en los que el hombre actúa, no ya como único protagonista, sino como uno de los actores involucrados.
La consecuencia necesaria de este abordaje, debiera ser el encuentro de una concepción que, aún asumiendo mayores responsabilidades, nos acerque a una libertad más amplia, más plena, más cercana al ideal de justicia, a la igualdad y al respeto de la vida como valor supremo.
En definitiva, el mundo puede ser explicado de diversas formas, cada una de esas formas dependerá del punto de partida que elija el observador; las realidades pueden cambiar, es cierto, pero también puede cambiar la forma de verlas, de incorporarlas a nuestra historia, a nuestro discurso y a nuestra forma de proceder interviniendo en esa realidad.
Dicho esto, avancemos entonces sobre los conceptos previos que influirán en nuestra “explicación del mundo”, en nuestra “percepción y comprensión de la realidad” y, fundamentalmente, en el papel que juega el derecho en este esquema.
Se conoce como antropocentrismo a la doctrina, surgida en el renacimiento, y que desde la epistemología sitúa al ser humano como punto de referencia sobresaliente.
A su vez, desde la ética, esta escuela propone que los intereses humanos merecen una consideración moral por encima de todas y cualesquiera de las cosas.
En su momento, este movimiento, representó un avance determinante en cuanto al modo de comprender el mundo, en efecto, esta doctrina vino a reemplazar a la concepción teocéntrica de la Edad Media, en el cual las deidades estaban colocadas en el centro de la escena.
Para ponerlo en leguaje del siglo XXI, con el antropocentrismo y el comienzo de la edad moderna, aquellas cosas que se explicaban como respondiendo a un plan divino, debieron comenzar a explicarse con un sesgo mayor de racionalidad, fueron bajadas al idioma de los hombres.
Sin perjuicio de todos estos avances, revolucionarios para la Edad Media, sería legítimo preguntarnos si cinco siglos después de su advenimiento, el antropocentrismo puede seguir legítimamente jugando un papel central en el escenario de las justificaciones éticas o filosóficas.
Adelantamos nuestra postura negativa en tal sentido, y también nos atrevemos a destacar que con todo el avance que significó el antropocentrismo, derribando las justificaciones místicas, como construcción filosófica, solo reemplazó la deidad por el hombre, y si bien eso fue de suma importancia para romper el esquema intelectual del medioevo, cabe preguntarnos si hoy podemos seguir sosteniendo esta forma de explicar el mundo, si podemos seguir aplicando el esquema homocéntrico.
En efecto, en aquellos tiempos el hombre se apoderó del centro de la escena y se ubicó como el amo y señor del universo, como un dios, todo cuanto existía quedó a merced de su satisfacción, hoy nos encontramos pagando las consecuencias de esa voracidad, con un planeta agonizante y un sistema de producción[2] que se encapricha en defender el paradigma y que día tras día avanza sobre los recursos y fabrica “desplazados” a una velocidad industrial.
El fracaso del paradigma antropocéntrico hoy es evidente, y pese a que resistió cinco siglos, debemos abandonarlo porque tarde es mejor que nunca, este fracaso se ve en innumerables áreas, pero citaremos solo un ejemplo y aprovecharemos uno que nos suministra la propia ciencia jurídica: El Derecho Medioambiental, esta rama, propia de nuestra época ha demostrado que no todo está puesto a disposición del hombre, que el hombre no puede servirse ilimitadamente del ambiente, ni arrojarle todos sus desperdicios, el derecho, con todos sus defectos, que no son pocos, ha tomado nota de ese vínculo que no se da necesariamente entre humanos, y busca ponerle un límite.
No vamos a extendernos aquí sobre esta rama del derecho, carecemos de la especialidad para hacerlo, no obstante señalamos en términos generales, que con todo lo auspicioso que tiene la llegada del Derecho Ambiental, sigue repitiendo el esquema del paradigma antropocéntrico, pues las regulaciones establecidas siempre pueden ser redirigidas hacia la búsqueda de la satisfacción humana, es decir, no se preserva el ambiente porque se entienda que así corresponde, sino en función de los perjuicios o beneficios que de la interacción con el medioambiente puedan surgir para el hombre, que sigue siendo el único ente con significación moral considerado jurídicamente.
Es decir, se regula en materia ambiental en tanto y en cuanto se considera al ambiente como recurso, no como algo protegible en si mismo, por su valor intrínseco.
Dejaremos el tema por un momento aquí, luego volveremos a retomarlo y argumentar por qué debe ser abandonado el homocentrismo, solo podemos adelantar que el abandono de este paradigma responde a su inconsistencia racional.
Se conoce como especismo a la discriminación de aquellos miembros de una cierta especie (o especies). En otras palabras: el favorecimiento injustificado de aquellos que pertenecen a una cierta especie (o especies)[3].
Usamos discriminación como sinónimo de trato desventajoso injustificado[4], el racismo o el sexismo son ejemplos de discriminaciones injustas.
Adelantando opinión, decimos que el racismo, el sexismo o el especismo coinciden en que para aplicar el trato desventajoso a los discriminados recurren a ciertas diferencias, moralmente irrelevantes, sobre las cuales apoyan las desventajas que imponen a los marginados[5].
No obstante, cuando el racismo acude al color de la piel y el sexismo a la diferencia de género, están citando diferencias, aunque moralmente irrelevantes, que pueden ser empíricamente demostradas; en cambio el especista apoya sus privilegios en determinadas características como el habla o el razonamiento que, si bien son moralmente irrelevantes, ni siquiera pueden predicarse respecto de la totalidad de los integrantes de la especie humana.
Es decir, el especista humano formula distingos sobre cualidades que, ni siquiera, son compartidas por todos los miembros de su especie, esta postura solo podría salvarse si la exclusión de los marginados se hiciera extensiva también a los miembros de la especie humana que no poseyeran esa característica, es decir si la discriminación se efectuara por la capacidad del habla, deberían excluirse y soportar la “inferioridad”, aquellos humanos que por algún motivo estuvieran privados de esa posibilidad, si fuera la capacidad de razonar, deberían excluirse los humanos que, por la razón que fuere (patología psiquiátrica, debilidad mental profunda, etc.), estuvieran privados de razón, y así sucesivamente; esta y no otra sería, la forma de sostener alguna postura coherente desde el especismo, claro que ratificamos que todos los criterios de distinción que se proponen son siempre moralmente irrelevantes y en todos los intentos, siempre deberían quedar fuera algunos humanos[6], con lo cual se derrumba cualquier pretensión de validez universalizable que pudiera proponerse desde el especismo como justificación de la superioridad de la especie humana.
Cabe aquí hacer una aclaración que resulta pertinente, el especismo es un concepto más amplio que el antorpocentrismo, es decir, no toda postura especista es antropocéntrica, no obstante en este trabajo cuando nos referimos a especismo apuntamos al especismo antropocéntrico, ello no quita que puedan existir proposiciones especistas no antropocéntricas, por ejemplo, decir que los grandes simios merecen una consideración moral mayor que la que merecen los perros o los gatos, es una proposición especista pero no es antropocéntrica, ahora si se sostiene que solo el homo sapiens merece consideración moral, por encima de las otras especies, estamos aplicando el especismo antropocéntrico[7].
Es lógico que el especismo se encuentre habitualmente en este conflicto de justificación, en la naturaleza todos aprendimos que hay tres reinos: vegetal, mineral y animal, el hombre, mal que le pese, es solo el homo sapiens del reino animal, una especie más, por ello fracasa en todos sus intentos teóricos de separarse de su grupo de pertenencia, intentos tan válidos como el de querer tapar el sol con la mano.
El hombre, animal humano, ha realizado innumerables búsquedas para encontrar razones que lo aparten del reino animal, justificando la instauración de un nuevo estamento, el “reino humano”, mas no ha logrado encontrar característica distintiva alguna que lo auxilie en esa búsqueda, por otra parte las que ha encontrado o bien no son compartidas por la totalidad de los humanos o, en otros casos, también son poseídas por otras especies del reino animal.
“La única cosa que distingue a los humanos del resto de seres vivos es que es la única criatura sobre la Tierra que intenta demostrar que es diferente del resto de las especies, y además superior a ellas”[8].
Siguiendo la línea de lo que venimos planteando, podemos afirmar que tanto el especismo como el antorpocentrismo no logran atravesar exitosamente el juicio de racionalidad, es decir, no puede desprenderse de sus postulados un razonamiento que valide la discriminación que imponen, ni un criterio con relevancia moral que lo avale.
En cuanto al especismo, no ha logrado encontrar el detalle distintivo que sustente la superioridad y que, al mismo tiempo, sea poseído por todos los integrantes de la especie de modo tal que permita la construcción de una regla, además en los casos en los que se aplica la discriminación especista, el criterio utilizado carece de relevancia moral (tal como ocurre con el color de piel para justificar el racismo, o el sexo para defender sexismo).
Por el lado del antropocentrismo, si bien no resulta discutible su propuesta de desplazar a las deidades del centro de las justificaciones, no propone un argumento racional por el cual el ser humano justifique ser la medida de todas las cosas.
6. El papel del Derecho. Los sujetos de Derecho [arriba]
Concluidas estas notas previas, cabe ahora preguntarnos por el derecho o, mejor aún, por el papel del ordenamiento jurídico en el marco de referencia antes trazado.
El derecho por definición, tratando aquí de quitarle todo tinte político o ideológico, es el conjunto de normas de conducta humana obligatorias y conformes con la justicia[9].
No compartimos necesariamente tal concepto, pero el resto de las definiciones existentes siempre toman al derecho en relación a la vida del “hombre en sociedad”, así se dice que el derecho es el orden social justo, el ordenamiento obligatorio que se basa en la voluntad de la colectividad, etc.[10], no queremos pecar de irrespetuosos, sabemos que estos conceptos merecen mayor desarrollo, pero lo que nos importa a los fines de este trabajo es mostrar como el derecho se define en función del hombre en sociedad y que el ideal de justicia perseguido está vinculado a esa “paz social” que derivaría de una adecuada interrelación entre los hombres, únicos actores relevantes para tal concepto.
En palabras de Aristóteles, el derecho vendría a instaurar una cierta disciplina de la conducta humana para permitirle al hombre alcanzar los fines más diversos que puede alcanzar en la vida, es decir que el derecho sería un facilitador del ambiente social para que el hombre pueda realizarse[11].
Sin perjuicio de otros fines, el derecho justifica su existencia por ser un organizador de la convivencia de los hombres en sociedad, abriendo un margen de libertad dentro de un marco de obligaciones.
Ahora bien, está claro que desde su definición inicial, desde la primera aproximación que tenemos al derecho, nos topamos con una ciencia eminentemente antropocéntrica, que solo girará en torno a los intereses humanos o interhumanos: “hominum causa omne ius constitutum est” (todo el derecho ha sido constituido a causa del hombre), decían los romanos[12].
Esto parece una obviedad, pero sirve para desmitificar muchos conceptos y para plantearnos qué ocurriría si abandonamos el paradigma antropocéntrico que invade toda construcción jurídica.
Llegados a este punto, vemos un claro ejemplo, que nos interesa, cuando el ordenamiento jurídico decide nominar a aquéllos que considera sujetos de derecho, es decir, dignos de su protección.
En efecto, la clásica definición de sujeto de derecho reza que “son personas todos los entes susceptibles de adquirir derechos y contraer obligaciones” (art. 30 Cód. Civ.). Esta definición está tomada del Esbozo de Freitas, quien atribuye a la persona la naturaleza de ente y denota como única característica suya la virtualidad de adquirir derechos, sin agregar la contracción de obligaciones, pues las obligaciones son una especie del género “derecho”[13].
En este punto, el positivismo jurídico y la escuela iusnaturalista disienten no tanto sobre el contenido del concepto sino sobre su génesis, así el positivismo sostiene que “persona” es un concepto creado por el derecho para sus propios fines, mientras el naturalismo interpreta que estando el derecho al servicio del hombre, no puede más que reconocer la personalidad[14].
El debate entre estas escuelas es interesante, y hasta fundamental, pero excede el marco de este trabajo, en el que no nos interesa tanto determinar la génesis del concepto según cada escuela, sino rescatar una coincidencia determinante: el derecho gira en derredor de fines netamente humanos, sea que el derecho cree normativamente el concepto o que solo lo reconozca, lo hará siempre en función de beneficios humanos, nada fuera del hombre le interesa al derecho en cuanto a la definición del “sujeto de derecho”.
Particularmente, estamos más cerca de sostener que “sujeto de derecho” es un concepto normativo, el contenido se lo damos normativamente, y aquí si entendemos que el fin que se le quiera atribuir al derecho puede determinar el contenido del concepto, más si el punto de partida es antropocéntrico.
Véase el caso de las personas jurídicas, más allá de la justificación teórica que se escoja para su inclusión como sujetos de derecho, está claro que materialmente la persona jurídica “no existe en el mundo real”, “la personería jurídica es el recurso técnico que las habilita para desarrollarse y prosperar. Pero siempre hay que tener en cuenta que si bien la ley les imputa a esos entes determinados derechos y obligaciones, el destinatario final de estos es siempre el hombre, porque el derecho no se da sino entre hombres”[15].
Hemos visto, que el derecho es antropocéntrico y que al momento de definir a los sujetos de derecho, radicaliza el antropocentrismo, el humano lo es todo en el mundo jurídico, aún cuando el derecho aparenta tener otras preocupaciones, todas ellas forman parte, o pueden ser reconducidas hacia expectativas humanas.
En tal inteligencia, el ordenamiento jurídico nos propone una regulación que traza una línea divisoria entre objetos y sujetos de derechos, luego, todo debe entrar en esas categorías. Es así que en el reparto a los animales les ha tocado ser categorizados como objetos de derecho, es decir, que los animales tienen el tratamiento que se le da a las cosas, y las cosas no valen ni más ni menos que lo que su dueño quiera que valgan.
Este es el marco en el que nos toca observar y analizar la ley 14346, es decir frente a una categoría jurídica que impone a los animales la calificación de “cosas”, de recursos para fines humanos, he aquí el primer y principal problema que debemos sortear en este análisis, pues si los animales son cosas (propiedad) cómo protegerlos del maltrato que pueda causarles su dueño[16].
A esta altura, nos parece una obviedad destacar que la circunstancia de que el derecho solo pueda categorizar personas y cosas es más una limitación del derecho que el reflejo de una realidad ontológica, si bien es cierto que dentro de cada categoría se utilizan diferentes criterios de graduación, no deja de ser menos cierto que tal vez el derecho no está capturando adecuadamente el universo que pretende regular, tal vez estemos solo en presencia de una laguna o tal vez nos enfrentemos a un problema más grave.
En efecto, el ejercicio que queremos plantear es ver qué diferencias sustanciales encontramos entre los animales humanos y los animales no humanos, ya hemos visto que ambos pertenecen al reino animal, y consideramos que el hombre es tan diferente al león como el león lo es al caballo, mas ello no los separa del reino animal que todos integramos sin importar la especie.
No obstante ello, estamos dispuestos a buscar características distintivas que justifiquen un tratamiento diferente, pero hasta la fecha no las hemos encontrado y, afirmamos convencidos, no existen.
De este modo, “denegamos la personalidad a los animales porque afirmamos que tienen ciertos ´defectos´, tales como la incapacidad para utilizar el lenguaje o una inteligencia supuestamente inferior, que nos permite tratarles instrumentalmente, como medios para nuestros fines. Pero no hay simplemente tal ´defecto´ que sea poseído por los animales que no sea también poseído por algún grupo de seres humanos. Hay, por ejemplo, seres humanos que están seriamente dañados y que nunca ocuparán su entorno tan activamente como un perro saludable. No obstante, nunca pensaríamos en comernos a ese humano o utilizarle en experimentos. Ignorar estas características al formar nuestro concepto de ´persona´ humana a la vez que las utilizamos para descalificar a los no-humanos de cualquier preocupación moral significativa es una forma de discriminación conocida como especismo. Como una cuestión de lógica y teoría moral, el especismo, que implica el uso de la especie para determinar la pertenencia a la comunidad moral, no es realmente diferente de utilizar otro criterio como la raza, el sexo, la orientación sexual o la edad”[17].
Estas palabras del letrado y catedrático norteamericano, Gary Francione, arrojan la luz que nos faltaba para aclarar el punto, si logramos conseguir una característica que haga diferente a los humanos y permita el trato diferenciado hacia los animales, esa diferencia de trato debe ser luego aplicada -con el mismo alcance-, a los humanos que, por la razón que sea, adolezcan de esa característica. Es decir, sea cual fuere el “defecto” que permita discriminar a los no humanos, hace pasible de la misma discriminación a los humanos portadores del defecto.
Para citar un ejemplo, en un reciente documental del National Geographic sobre la inteligencia porcina, se describía que los cerdos poseían una inteligencia que superaba a la del perro e incluso estaba por encima de la inteligencia media de un niño promedio de tres años, además, al igual que los ratones, los cerdos eran capaces de desarrollar pensamientos abstractos, si la inteligencia es una característica válida para aplicar criterios especistas, así como escalvizamos, torturamos, matamos y nos comemos al cerdo, deberíamos poder hacer lo mismo con los niños menores de tres años y no merecer ningún tipo de reproche ético, moral o jurídico.
Nadie se atrevería a sostener tal aberración con respecto a los niños menores de tres años –obviamente-, pero consecuencia de ello es que tampoco podamos sostenerla con respecto a los cerdos; no obstante si sostuviéramos que no lo haríamos más con los cerdos, o con los grandes simios, también estaríamos adoptando una postura especista, aunque en este caso no sería un especismo antropocéntrico.
Sin un criterio objetivo y universalizable que permita afirmar la superioridad, el antropocentrismo y la discriminación especista solo pueden afirmarse y defenderse dogmáticamente.
Por otra parte, aún si esa supuesta superioridad existiera no nos genera, per se, mayores derechos, pues podríamos afirmar que si tenemos algún mejor derecho frente a los animales es para protegerlos y no para explotarlos o torturarlos, pero claro, todo dependerá de la postura ética que se asuma ex -ante.
Como corolario de lo dicho hasta aquí, podemos concluir que la legislación positiva cataloga a los animales no humanos como objetos, pero sin tener pruebas sustanciales que permitan trazar una línea divisoria clara entre ellos y otros sujetos de derecho como podrían ser las Personas Jurídicas o los Partidos Políticos, solo por citar dos casos al azar en los cuales se acude a una figura técnico-jurídica para dotar de derechos a entes que, de otro modo, no podrían intervenir válidamente en el mundo jurídico, ello independientemente de la teoría que se siga para explicar la naturaleza jurídica de estos entes, pues podemos sostener que sin la existencia de la ley de sociedades, la intervención de las “agrupaciones de personas” en el mundo de los negocios sería muy diferente e, incluso, mucho más limitada.
Ya esbozamos algunas de las dificultades que propone este sistema esquizofrénico en el que primero categorizamos a los animales como cosas, y luego pregonamos protegerlos frente a actos de crueldad.
De este modo al categorizarlos como cosas, lo que estamos implicando es que pueden ser propiedad de alguien, y en esa inteligencia consagramos una ley, supuestamente tuitiva, que implicaría el absurdo de poner en contradicción los intereses del dueño con los de la cosa, su propiedad o la propiedad de un tercero, una mercancía.
“Mientras que el dueño del animal no actúe con un “propósito maligno y vengativo” imponiendo dolor, sufrimiento o muerte fuera de alguna forma socialmente aceptada de explotación, la ley no intervendrá. La ley asume que los dueños de la propiedad animal son, en su mayor parte, los más capaces para determinar el valor de su propiedad animal y acuerdan una gran deferencia por tales determinaciones. Si el dueño de los animales les impone daño gratuitamente, entonces el dueño ha disminuido la riqueza social general”[18].
El modelo especista y antropocéntrico de nuestro derecho cae en este tipo de inconsecuencias, absolutamente notorias en esta temática; veremos luego que la ley en cuestión cumple otras funciones pero ninguna de ellas está vinculada con la prevención o repudio de la crueldad contra los animales.
Yendo a ejemplos clásicos, Llambías se ocupa expresamente de este tema al abordar la problemática de la personalidad jurídica y entiende que “cuando se protege a los animales contra la crueldad eventual de los hombres se lo hace en mira de éstos para corregir o rectificar sus malos sentimientos. Cuando se veda la caza o la pesca en ciertos lugares y épocas se lo hace en resguardo de los intereses económicos, siempre humanos, que podrían resultar afectados por un exterminio sin tasa…”[19].
Aquí, el que muchos consideran el gran maestro del Derecho Civil, nos plantea exactamente lo que venimos afirmando, la explotación y exterminio son válidos siempre que obtengamos un beneficio (humano) y que no pongamos en riesgo el “recurso”, es decir, hace décadas Llambías nos estaba definiendo qué es lo que protege la Ley N° 14.346.
Vale decir, y reconocer la verdad, de la afirmación que refiere a los malos sentimientos que desarrollan quienes son capaces de crueldad contra los animales; en efecto “expertos criminalistas, psiquiatras y psicólogos empezaron a establecer los nexos que conectaban estas dos realidades y desempolvando los archivos criminales de la nación, descubrieron que los indicios de crueldad y violencia ya se hallaban profundamente enraizados en éstos individuos desde su niñez. Jeffrey Dahmer, Ted Bundy, Albert de Salvo o David Berkowitz son tristemente recordados como los criminales más peligrosos y crueles de la historia policial de los EE.UU.. Todos ellos durante su niñez y juventud perpetraron terribles actos de crueldad en contra de animales: los utilizaron como su campo de entrenamiento criminal hasta que decidieron empezar a asesinar a miembros de su propia especie. La voz de estas inocentes víctimas o la sangre que derramaron nunca fueron tomadas en cuenta porque se trataba de animales”[20].
Ahora bien, a nuestro entender, si bien reconocemos la verdad de lo postulado en el párrafo precedente, no creemos que sea ello lo que sustenta la existencia de la Ley N° 14.346, pues en su articulado se encuentran catalogadas una infinidad de conductas crueles permitidas y promovidas por la propia ley.
Por otra parte, ya hemos visto que no existe característica alguna que nos diferencie de los animales no humanos, con lo cual si la ley se dirigiera a reprimir los actos que enumera como una forma de prevenir otros actos de crueldad por parte de los humanos estaría implicando la utilización como instrumento de esos seres sintientes no humanos, reafirmando el modelo especista y antropocéntrico que venimos criticando.
En efecto, esta interpretación de la ley conduce indefectiblemente a sostener posiciones pseudo-filosóficas especistas: “debemos evitar la crueldad hacia los animales para que no se repita luego en los hombres”, este tipo de pensamientos consecuencialistas han sido suficientemente desarrollados y criticados en las obras de Gary Francione a la que remitimos al lector que desee profundizar en la crítica de estos argumentos.
Obviamente que es empíricamente demostrable que quien es capaz de un acto de crueldad contra un animal, es capaz de repetir ese acto en un humano, no obstante, nuestra ley ni siquiera busca llegar tan lejos, se conforma con menos.
El punto de partida es mucho menos evolucionado, parte de una premisa dogmática o definicional que afirma que es lícito usar a los animales como medios para nuestros fines, luego procura regular unas condiciones mínimas de cómo los usamos o cuánto daño nos está permitido causarles sin consecuencias jurídicas para nosotros.
Es a todas luces evidente, que la ley básicamente hace que nos quedemos cómodos y reconfortados, podemos servirnos y explotar a los animales, de un modo que sería inaceptable si lo hiciéramos con humanos, pero dentro de un marco legal permitido y creyendo, además, que no los estamos maltratando
Por ejemplo, la ley nos impide matar animales grávidos, salvo que tengamos una industria lícita, que se dedique a la explotación del nonato (art. 3, inc. 6); el hecho de que la ley utilice la palabra explotación nos exime de mayores comentarios.
Imaginemos por un instante cuál sería nuestra reacción si al art. 86 del Código Penal le agregáramos un inciso que estableciera la impunidad del aborto cuando fuera realizado, con el consentimiento de la mujer, y practicado por industrias legalmente establecidas que se dediquen a la explotación del nonato (art. 3 inc. 6 Ley N° 14.346); si bien nuestras leyes civiles no permitirían este tipo de industrias, vale el ejemplo para hacer el ejercicio mental de evaluar nuestra reacción ante tal hipótesis.
De igual modo, podríamos imaginar una hipótesis en la cual dejáramos impunes las mutilaciones o lesiones, causadas a un animal humano, si fuesen producto de conductas dirigidas al mejoramiento de la especie (art. 3, inc. 2 Ley N° 14.346).
Estas conductas que nos resultarían aberrantes, están expresamente permitidas por la Ley N° 14.346, ello es una prueba de que esta ley no está en línea con la idea de combatir la crueldad contra los animales.
Por qué hemos acostumbrado nuestro pensamiento a que postulados como estos no nos hagan mucho ruido?, porque hemos decidido mirar el conflicto desde afuera, porque no hemos sido capaces de ponernos en el lugar de las víctimas, imaginemos cuantas diferencias podríamos encontrar en la explicación de la experiencia de los campos de concentración, según sean contadas por un jerarca nazi o por un judío o un gitano a punto de ingresar a la cámara de gas, serían bien distintas, verdad?. No podemos comprender la magnitud de este conflicto sin ponernos en el lugar del otro, por eso es que, para poder ver, tenemos que cambiar la mirada, abrir la puerta y dejar de espiar por la ventana.
En todo caso, esta ley está ratificando la legitimidad del uso de los animales como recursos del humano, no cuestiona moralmente esa opción, y solo reprime el abuso cuando perjudica al animal en tanto recurso, esto es coherente con toda la injusticia del ordenamiento jurídico en cuanto trata a los animales solo como cosas, es decir como objetos que pueden ser propiedad de alguien.
Llevada esta proposición al extremo, lo que nos propone la ley es la protección de los propietarios, de una determinada clase social que se beneficia con la explotación a escala; ya que si bien podemos denunciar a quien maltrata a su perro, no podemos hacer nada frente al que mata a la hembra preñada para arrebatarle su cría nonata, siempre que esta conducta se concrete dentro del ejercicio una industria “lícita” (recordemos la distinción entre licitud y legitimidad).
Como conclusión preliminar, podemos sostener que mientras admitamos la posibilidad de utilizar a los animales no humanos como medios para nuestros fines, muy poco haremos para combatir la crueldad especista, nulo será el aporte para desarrollar sentimientos de empatía y tolerancia, y probablemente sigan en aumento los niveles de violencia social.
En efecto, toda la cadena de explotación animal (comida, vestimenta, diversión, experimentación, etc.) se basa en el maltrato y la crueldad, la ley selecciona a algunos actos de crueldad y los sanciona por su escasa productividad económica o por su “bajo beneficio”, no obstante, cualquier maltrato tipificado, podría quedar sin sanción si, en el caso concreto, se probaran superlativos beneficios humanos frente a dicho acto de crueldad.
Cabe destacar aquí, que un verdadero combate contra los actos de crueldad animal beneficiaría a todos y no solo a la clase propietaria, en efecto, la explotación animal es una industria altamente contaminante que, a su vez, nos mantiene en un espiral de violencia cíclica en el que pagamos para obtener los productos derivados de esa explotación; bramamos como fieras heridas y abarrotamos los medios de comunicación implorando seguridad, mientras que varias veces al día reforzamos el espiral con nuestros hábitos de consumo.
Debemos dejar de pensarnos, los humanos, como portadores de los únicos intereses relevantes, y aunque ello fuera así, comenzar a comprender que la realización de los intereses de cada especie hace al equilibrio de nuestro ecosistema, biológico y social.
“Si la ley ha de ser una herramienta útil para liberar a los animales no-humanos del trato arbitrario que actualmente les damos, los esfuerzos de reforma han de ser dirigidos al estatus de propiedad de los animales. Las leyes anti-crueldad y las leyes federales correspondientes a la vivisección y al sacrificio asumen todas que estas instituciones de explotación son aceptables, y que la única pregunta importante es si un trato concreto es “humano” dado el uso ya aceptado. Todas estas leyes tienen en común la noción normativa de que los animales no poseen intereses que no puedan ser canjeados siempre que haya un beneficio. Pero el estado de estas cuestiones no debería ser ninguna sorpresa: ser propiedad significa ser exclusivamente el medio para un fin ajeno”[21].
Estas ideas expresadas por Gary Francione son de gran ayuda para comprender el camino que nos proponemos recorrer, y en palabras de éste catedrático podemos decir que el camino a recorrer tiene muchos puntos de contacto con el que debieron recorrer los que lucharon por la abolición de la esclavitud humana.
Ya mencionamos que pretendemos prescindir de consideraciones o justificaciones que provengan, de la costumbre, la moral o la tradición, pues estas posturas suelen llevarnos a conclusiones consecuencialistas o definicionales.
En todo caso, de ser necesaria su aplicación, deberíamos ver si cualquiera de esas categorías, está alineada con una postura ética consistente. Aquí debemos tener en cuenta que ética y moral son conceptos muy diferentes, de manera tal que mientras la moral (de mores, costumbre) representa el conjunto de normas y costumbres de un grupo o una tribu, la ética consiste en el análisis filosófico y racional de las morales. Lo que indica que mientras la moral puede ser local o temporal, la ética es siempre universal. Desde el punto de vista de la ética, lo que importa es determinar si una norma es justificable racionalmente o no, su procedencia tribal, nacional o religiosa, es irrelevante. La justificación ética de una norma requiere la argumentación en función de principios generales formales, como la consistencia o la universalidad, o materiales, como la evitación del dolor innecesario. Lo que no justifica éticamente nada es que algo sea tradicional[22].
Sentado esto debemos ver cómo una norma jurídica puede tener esa alineación ética, es decir una consistencia racional y material, más allá de las costumbres o la tradición.
En este punto, entendemos que una ley que quiera evitar el maltrato animal no puede tener tal consistencia si no va precedida de un cambio ético primero.
Como ya vimos, el paradigma antropocéntrico no puede sostenerse racionalmente frente a la falta de esa característica que determine la superioridad humana respecto del resto de las especies integrantes del reino animal.
En consecuencia, lo primero que debemos hacer de cara al futuro, es pararnos frente al derecho (y frente al mundo) una vez corridos del paradigma antropocéntrico, solo una vez que modifiquemos nuestra cosmovisión podremos hacer un abordaje adecuado de esta temática, o al menos, el mejor abordaje posible.
10. Necesidad de cambiar un paradigma agotado. ¿Y si hablamos de dolor? [arriba]
Ya dejamos entrever que nuestro rechazo del antropocentrismo no es descalificador, reconocemos el avance que significó este modo de explicar la realidad, el abandono del teocentrismo, el impulso de las ciencias, la exigencia de una autoridad más racional que mística, el cuestionamiento de las razones medievales, etc. Lo que nos mueve al rechazo, en el tema que nos ocupa, es la posibilidad de encontrar una instancia superadora del antropocentrismo, la búsqueda de razones más justas y acordes con el siglo XXI.
Pero, olvidándonos por un momento de los animales no humanos, es menester pensar qué nos hace a nosotros, los humanos, sujetos de derecho, cuál es esa capacidad que tenemos para poder exigir que se respete nuestra vida y que no se nos impongan males injustos, es evidente que no es la aptitud de adquirir derechos y obligaciones, pues no todos podemos hacerlo en todo momento ni por nuestros propios medios, volvemos a traer un ejemplo citado por Francione respecto de personas tan profundamente dañadas que jamás ocuparán tan activamente su entorno como lo haría un perro, no obstante, no dudamos en asignarles a esas personas la protección del derecho.
Es casi obvio que existe un sustento para esa protección y que no pasa por determinada característica física o mental, pues de ser así todos podríamos ser esclavizados por las mentes más brillantes o por los físicamente más aptos, estos fueron algunos de los presupuestos en los que se basó Hitler para diseñar la “solución final” y existe un consenso bastante generalizado para rechazar la relevancia de este tipo de “criterios”.
Ahora bien, estará claro que el sustento que se pretende encontrar es aquél que pueda atravesar el juicio ético, pues ahí reside su capacidad de perdurar a lo largo del tiempo, rigiendo una materia destinada al cambio permanente, el derecho.
Fuera de toda especulación o proposición especista, entendemos que la capacidad de experimentar dolor y placer nos da un sustento perdurable que justifica por qué debemos ser “beneficiados” por la protección del derecho, para enunciarlo de otra manera el derecho pretende tutelarnos repeliendo cualquier tipo de sufrimiento injustificado, precisamente porque tenemos esa capacidad, la de experimentar dolor y placer, y de distinguir entre ambas experiencias, acercándonos a las que facilitan nuestra existencia y alejándonos de las que la hacen más dificultosa.
Para decirlo en términos bien llanos, los derechos más básicos que nos son reconocidos están estrechamente vinculados a la capacidad que poseemos de valorar el placer como un bien y el dolor como un mal; el derecho a la vida, a la libertad, a no ser tratados como propiedad de nadie, a no padecer sufrimientos innecesarios o injustos, tienen mucho más que ver con nuestra posibilidad de sentir que con la capacidad para firmar un contrato.
Sentado esto como sustento de la protección, debemos reconocer que esta característica no es exclusiva del humano, sino de todos los integrantes del reino animal (humanos y no humanos), con lo cual el alcance de la protección debe ser igual para todos los miembros de la categoría.
Llegados a este punto, ya nos es posible fijar una regla o principio primario, este principio, como lo indica el título, es llamado Principio de Igual Consideración o de consideración igualitaria y reza que a igualdad de intereses debemos otorgar igual consideración.
Esto significa, en el caso que nos ocupa, que si los animales no humanos comparten un interés con los humanos, ambos intereses deben tener una consideración igualitaria, con ello implicamos que si humanos y no humanos compartimos la sensibilidad, la posibilidad de experimentar dolor, la reglamentación que nos ampara para no sufrir un mal innecesario debe ser igual para unos y otros.
“No hay nada exótico o especialmente complicado acerca del principio de la consideración igualitaria. Verdaderamente, este principio forma parte de cada teoría sobre moral y es uno de los puntales que la mayoría de nosotros ya aceptamos en nuestro diario pensamiento acerca de temas morales. Aplicar el principio de la consideración igualitaria a los animales, no significa que seamos encasillados como aquellos que pensamos que los animales son "iguales" a los humanos (cualquiera sea el significado de "igual"), o que los animales sean "iguales" a nosotros en todos los aspectos; significa sólo, que si los humanos y los animales guardan intereses similares, nosotros debemos tratar ese interés de la misma manera, a menos que haya una buena razón para no hacerlo así. Nuestra opinión convencional acerca de los animales es que ellos son semejantes a nosotros, en por lo menos un solo aspecto; ellos son seres sensibles y son la clase de seres que tienen un claro interés en no sufrir”[23].
¿Estamos diciendo que los animales son sujetos de derecho?, estamos diciendo que un derecho es una forma de proteger un interés, estamos planteando que frente al interés de no sufrir innecesariamente humanos y no humanos merecemos la misma consideración de ese interés, la misma protección del derecho; en ese punto sin lugar a duda podemos afirmar que los animales (no humanos) son sujetos de derecho en el mismo nivel que nos encontramos los humanos frente a quien quiera matarnos, lesionarnos, secuestrarnos, violarnos, etc.
“Si es moralmente insostenible golpear a un bebé sin ton ni son hasta hacerle sentir dolor, será asimismo insostenible golpear a un gatito. Moralmente hablando, las situaciones son idénticas: causamos daño a una criatura inocente. El alegato “pero es solo un gatito” no afecta la moralidad de la situación; dicho de otro modo, el ser un gatito no cambia la situación más de lo que lo haría el sexo del bebé. Solo si habláramos de otros derechos –como, por ejemplo, el derecho a recibir una educación-, el hecho de ser un gatito sería digno de tener en cuenta”[24].
Por muy alarmante que parezcan estas proposiciones, los operadores jurídicos las aplicamos todo el tiempo, de hecho tener cuatro años de edad o treinta y dos, es un dato relevante para la validez de un contrato, pero en nada cambia esa circunstancia frente al derecho a la vida de uno u otro sujeto, ¿verdad?.
No decimos que humanos o no humanos deban tener los mismos derechos, solo decimos que ello debe ser así cuando hay identidad de intereses, pues en ese supuesto, a igual interés igual consideración.
Tomando otro ejemplo de Gary Francione, no planteamos si la vaca puede demandar al granjero por malos tratos, en todo caso nos preocupa por qué la vaca tiene que ser propiedad del granjero[25].
Antes de avanzar, queremos cerrar la puerta a cualquier planteo consecuncialista que pretenda la legitimidad del uso de los animales (no humanos), bajo la excusa de los “enormes” beneficios que podrían obtenerse, pues ya ha quedado claro que frente a la capacidad de ser sensibles, humanos y no humanos, somos un fin en sí mismo, así como un día los esclavos dejaron de ser medios para los fines de sus amos, en la propuesta que aquí acercamos, el mismo camino debe seguirse para la consideración de los animales no humanos, para su integración a la comunidad moral.
Agregamos que cuando nos referimos al derecho a no sufrir innecesariamente no estamos implicando que, si se probara un beneficio superlativo para los humanos, podríamos servirnos de los animales o usarlos como recursos o medios para nuestros fines, no sufrir innecesariamente significa no sufrir a secas, excepto casos extremos que podríamos ejemplificar recurriendo a nuestro propio sentir, tengo derecho a no sufrir innecesariamente, pero en determinadas circunstancias debo tolerar un procedimiento médico invasivo y doloroso en pos de un mejoramiento futuro de la dolencia que padezco, este sería un caso de sufrimiento “no innecesario”, si se nos permite esta licencia semántica.
Llegados a este punto, no vemos como necesario opinar demasiado sobre la ley 14346, pues su articulado es un claro establecimiento del ideal especista antropocéntrico.
De hecho, a contrario sensu, los artículos 2 y 3 plantean diferentes formas en las que nos está permitido usar y explotar a los animales, ya nos hemos referido a ello en los títulos precedentes, con lo cual una de las primeras propuestas debería ser la derogación directa de los artículos 2 y 3 de la ley y el simultáneo agravamiento de las penalidades establecidas en el artículo 1, pues este artículo incluye todas las conductas repudiables que serían consecuentes con los planteos que venimos sosteniendo, creemos que todos podemos acordar, sin violar el principio de legalidad que la apropiación, esclavitud, tortura, mutilación, lesión y muerte pueden perfectamente ser abarcados por los términos “malos tratos” y “crueldad”.
No obstante, para ser sinceros, creemos que no habría mayores inconvenientes en la derogación completa de la Ley N° 14.346, sin ser reemplazada por ninguna otra.
¿Y, entonces?
Entonces tenemos el código penal tal como viene redactado hasta la fecha; en efecto, el artículo 79 reprime “al que matare a otro”, a su turno, el art. 89 reprime “al que causare a otro, en el cuerpo o en la salud, un daño que no esté previsto en otra disposición de este código”.
Solo parados en el prejuicio especista antorpocéntrico podemos entender que “otro” se refiere pura y exclusivamente a un ser humano, corridos de ese prejuicio injusto y arbitrario y aplicando el principio de consideración igualitaria, podemos decir que el art. 79 protege a todos aquellos “otros” que tienen un interés en no sufrir innecesariamente, en conservar su vida. Lo mismo cabe señalar para el caso de las lesiones.
En este punto, el ámbito de protección para el “otro” alcanza a todos los sujetos que tengan esa identidad de intereses.
Obviamente que este tipo de planteos requiere de un debate mucho más amplio, más extenso y más profundo, un debate que excede sobradamente a la ciencia jurídica; el presente trabajo no pretende agotar el tema pero si plantear que debemos dejar de evitar ese debate.
----------------------------------------------
[1] En todo caso, lo que nos interesa es que el contenido de los conceptos pueda estar alineado con una postura ética, independiente de la tradición, la cultura, la moral o la costumbre.
[2] Ver, KLEIN, Naomi, La doctrina del Shock, el auge del capitalismo del desastre. E. Paidos, 1ª Ed. 2008.
[3] HORTA, Oscar, Temas Básicos para el análisis del especismo, publicado en “Razonar y actuar en defensa de los animales, Los libros de la catarata, Madrid, 2008, 107-118.
[4] HORTA, Oscar, Op. Cit.
[5] Para el racista la discriminación pasa por el color de la piel, para el sexista por el género o, incluso por cierto ejercicio de la sexualidad, el especista busca características que considere exclusivas de su especie como la posibilidad de hablar, de trasladarse en dos extremidades, de tener pensamientos abstractos, y un largo etc.
[6] Ver al respecto HORTA, Oscar, Op. Cit.
[7] Cfr., HORTA, Oscar, Op. Cit.
[8] Paul Chance (Ph.D. en psicología en la Utah State University).
[9] BORDA, Guillermo A., Tratado de Derecho Civil, 13ª Ed., Tomo I, pág. 4
[10] LLAMBIAS, J.J., Tratado de Derecho Civil, 17ª Ed., Tomo I, pág. 20 y ss. Aquí puede verse un buen número de definiciones posibles.
[11] Cfr. LLAMBIAS, J.J., Op. Cit., pag. 21.
[12] Digesto, L.2, De st. Hom. 1,5, cfr. LLAMBIAS, J.J., Op. Cit., pág. 220. En igual sentido, BORDA, Guillermo A., Op. Cit., pág. 244.
[13] LLAMBIAS, J.J., Op. Cit., pág. 219.
[14] LLAMBIAS, J.J., Op. Cit., pág. 220 y ss.
[15] BORDA, Guillermo A., Op. Cit., pág. 575.
[16] Aun tenemos arraigada la tradición de la propiedad absoluta que describía Vélez Sarfield en la nota al art. 2513 del Código Civil y, si bien la norma escrita se ha modificado, el principio parece mantenerse vigente, particularmente en el tema que hoy nos ocupa.
[17] FRANCIONE, Gary. Animales como Propiedad (http://www.igualdadanimal.org/articulos/ animales-como-propiedad).
[18] FRANCIONE, Gary. Op. Cit.
[19] LLAMBIAS, J.J., Op. Cit., pág. 222.
[20] http://www.cpca.org.ar/leerypensar/detalle.php?id=6, entre muchos otros.
[21] FRANCIONE, Gary. Op. Cit.
[22] Mosterín, Jesús; La España negra y la tauromaquia, diario El País, 11/3/2010.
[23] FRANCIONE, Gary. Introducción a los Derechos de los Animales ¿Tu hijo o tu perro?, en www.universoanimal.com/derechosanima.htm#z6
[24] Ferrater Mora, Jose y Cohn, Priscilla, Etica Aplicada. Del aborto a la violencia, Madrid, Alianza Universidad, 1981, pag. 146. No compartimos la utilización del diminutivo “gatito”, pues consideramos que esa utilización responde a residuos que ha dejado el especismo, que recurre a los diminutivos para quitar entidad o para reafirmar la infravaloración de los animales no humanos.
[25] FRANCIONE, Gary, Un derecho para todos, en www.igualdadanimal.org/articulos/un-derecho-para-todos-gary-francione.