Los desafíos de la democracia y los riesgos del populismo
Reflexiones desde la óptica de la Protección de los Derechos Fundamentales como realización del Bien Común
Jorge Luis Maiorano*
I. Relación entre la ética y la política [arriba]
Es necesario recordar aquí la vieja polémica acerca de si la política debe o no someterse a patrones éticos o, en otros términos, si la moral es o no aplicable en el ámbito de la actividad política. Si se cree que la política es una actividad ajena a la moral, en la que los valores éticos no tienen aplicación y en que lo único importante es el éxito, el debate que nos ocupa carece de sentido. Lo que vale es solamente el poder.
Debemos admitir, aunque nos repugne, que esta lógica tiene bastante vigencia en la realidad. El éxito en política se mide habitualmente por la posesión del poder.
Los triunfos en política, por lo menos formalmente y en el corto plazo, consisten en ganar poder. En una democracia, triunfa el partido que en las elecciones logra una mayoría capaz de asegurar el gobierno y triunfa el político que es llamado a gobernar. Y en un régimen de facto, triunfa el caudillo que en un golpe de Estado usurpa el poder y el dictador que por cualquier medio prolonga su gobierno.
El poder constituye la gran tentación de los políticos. Incitados por esa tentación, muchos de ellos gastan a menudo sus mayores esfuerzos y suelen incurrir en sus peores renuncios para alcanzarlo o conservarlo. Cuando se está lejos del poder, éste aparece como la palanca mágica que abre los caminos a todos los proyectos. Los partidos políticos que están en la oposición confían que el acceso al gobierno le permitirá realizar los cambios que postulan. Los revolucionarios imaginan que les bastara conquistar el poder para llevar a la práctica todas sus utopías.
Pero tan pronto se alcanza esa meta se advierte que, aun estando en el gobierno, no se puede hacer todo lo que se quiere. Entonces el poder del gobierno se aprecia escaso y suele comenzar una nueva lucha por acrecentarlo. Los gobernantes, en general, se empeñan en utilizar el poder alcanzado –con las múltiples posibilidades que proporciona– para eliminar o reducir los obstáculos que significa la oposición, generalmente con el sano propósito de facilitar el cumplimiento de los objetivos de bien público del gobierno.
En las democracias el riesgo de estas tentaciones es generalmente débil, por el freno que imponen las reglas propias del Estado de Derecho, el ejercicio de las libertades de información y de opinión y los mecanismos de fiscalización o control político y jurídico a que está sometida la actuación del gobierno. En la misma medida en que estas libertades y controles son cercenados o suprimidos, crece inevitablemente la tendencia al abuso del poder. La historia de las dictaduras está plagada de sórdidas maquinaciones, peculados, enriquecimientos sorprendentes y crímenes horrendos. La de los regímenes totalitarios muestra hasta qué punto y de qué maneras el fanatismo ideológico conduce al aplastamiento y destrucción del hombre por el Estado. Es la lógica inevitable de la política del poder, en que el fin justifica los medios y para cuyo éxito Maquiavelo aconseja a su Príncipe “aprender a no ser bueno”. Por eso Lord Acton afirma que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto tiende a corromperse absolutamente”[1].
El anhelo de poder, junto con la avaricia o inmoderado afán de enriquecimiento fácil, se convierten en los principales factores de la corrupción, que tanto amenaza y daña a los Estados, a las sociedades y deslegitima la democracia. Para defenderse de esas lacras son necesarios mecanismos políticos, administrativos y jurídicos como la separación de los poderes, base de todo ordenamiento democrático precisamente para que “el poder detenga el poder”, los sistemas de publicidad y control de la gestión pública –política y administrativa- y los mecanismos de responsabilidad de los gobernantes y servidores públicos.
Pero por eficaces que sean estos medios, no van al fondo del problema. Los riesgos de corrupción y de abuso del poder público solo podrán erradicarse mediante un cambio cultural sobre la naturaleza y fin de la política. Mientras se crea que la política es una actividad ajena a la moral, en la que los valores éticos no tienen aplicación y en que lo único importante es el éxito, consistente en ganar, conservar y acrecentar el poder, fin cuyo logro justifica cualquier medio, esos riesgos de corrupción y abuso mantendrán viva su amenaza.
Si, a la inversa admitimos que la política, en cuanto forma de actividad humana, está regida por la ética, que se ocupa precisamente de los actos humanos en cuanto al bien o al mal que ellos entrañan, tendremos que admitir que el fin de ella no es el poder sino el bien común, con respecto al cual el poder no es más que un medio a su servicio, y que este medio es siempre limitado por la dignidad de la persona humana, cuyos derechos esenciales debe no solo respetar, sino también promover.
Planteadas las cosas en esta perspectiva, cambia el concepto de lo que en política se entiende por verdadero éxito. A la pregunta ¿qué saco con servir al pueblo si pierdo el gobierno? han de oponerse interrogantes como las siguientes: ¿tiene éxito un gobierno que lleva a su pueblo a la desgracia, pero logra mantenerse en el poder, o el político cuya conducción divide a su nación y la sume en el odio y la violencia, si logra conservar el poder? ¿lo tiene el que mejora las condiciones de vida de su pueblo, aunque pierda el poder, o el que prefiere ceder el paso a un adversario a cambio de salvar la unidad de su nación y lograr la paz social?
Objetivamente, la razón nos dice que un gobierno tiene éxito cuando su política y sus realizaciones satisfacen las aspiraciones más sentidas de su pueblo, le permiten vivir en paz, justicia, libertad y bienestar y significan progreso, independencia y prestigio para su Nación. Eso es lo importante para el país y no quien depende el gobierno.
Por lo demás, para hablar de verdadero éxito es necesario apreciar los acontecimientos con sentido histórico, en términos de la vida de la Nación y no de la vida de un hombre. Lo que, mirado hoy, con ojos de presente, parece éxito, puede resultar un desastre proyectado en el tiempo.
En su ensayo sobre “El final del Maquiavelismo”, Jacques Maritain[2] nos previene contra la ilusión del éxito inmediato. Sostiene el que cuando Maquiavelo afirma que el mal y la injusticia tienen éxito en política, se refiere al éxito inmediato, circunscrito a la duración de la actividad del príncipe o gobernante. Pero Maritain cree que la dialéctica eterna de los triunfos del mal los condena a no ser duraderos.
Para hablar de verdadero éxito hay que tomar en cuenta la dimensión del tiempo, la duración propia de las transformaciones históricas de las naciones y Estados, lo cual excede considerablemente la vida de un hombre. Y con mucha fe afirma que “la justicia trabaja por medio de su propia causalidad, hacia el bienestar y el éxito en el futuro, tal como una savia sana trabaja hacia el fruto perfecto; mientras que el maquiavelismo trabaja, por su causalidad propia, hacia la ruina y la bancarrota, tal como el veneno en la savia trabaja hacia la enfermedad y la muerte del árbol”.
Pero, como el mismo Maritain enseña, “los principios de la moral no son ni teoremas ni ídolos, sino reglas supremas de una actividad concreta dirigida a una obra que ha de realizarse en circunstancias determinadas y, en definitiva, mediante las reglas de la virtud de la prudencia, nunca trazadas de antemano, que aplican los preceptos éticos a los casos particulares, en el medio ambiente, con una voluntad concretamente recta. La política, en particular, tiende al bien común del cuerpo social; esta es su medida. Ese bien común es un bien principalmente moral y por ello es incompatible con todo medio intrínsecamente malo. Mas, por lo mismo que representa la recta vida común de una multitud de seres débiles y pecadores, exige también que para procurar lograrlo se sepa aplicar el principio del mal menor y tolerar ciertos males cuya prohibición acarrearía males mayores”.
Y aquí adquiere real dimensión la importancia de los derechos humanos en cuanto limite al ejercicio del poder político. Si admitimos que dicho poder no es más que un medio para buscar el bien común y que este es el bien de una comunidad humana, es decir, de una multitud de personas cada una de las cuales constituye en sí mismo un todo debemos necesariamente concluir que el poder del Estado no es absoluto frente a las personas.
En el largo bregar de la Humanidad hacia formas de vida civilizada ocupa un lugar muy importante la demarcación del límite entre lo que es del Estado y lo que pertenece a las personas. Diversas formulaciones sobre los derechos fundamentales del hombre frente a los gobiernos han ido encarnándose en la historia, frutos de arduas y gozosas conquistas de la criatura humana en su lucha por poner coto al ejercicio arbitrario y brutal del poder del Estado y someterlo al imperio de la razón y la justicia. La conciencia común de los hombres de nuestro tiempo los expresa en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en los numerosos Pactos Internacionales que la complementan.
El preámbulo de esa Declaración, enunciando los principios en que se fundamenta, precisa –entre otras cosas– que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”; que “el desconocimiento y menoscabo de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la Humanidad” y que es “esencial que los Derechos Humanos sean protegidos por un régimen de Derecho a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.
De lo dicho resulta que el poder de cada Estado, por muy soberano que sea, tiene un límite en los derechos de las personas, tal como han sido consagrados en esos documentos; en la medida en que excede de ese límite, su ejercicio es abusivo e ilegitimo. Así lo entiende, cada vez con mayor certeza, la conciencia moral del hombre común, que considera bueno el respeto y promoción de los Derechos Humanos y que repudia como malo todo lo que los atropella o menoscaba.
A partir de los principios y criterios precedentemente expuestos, es posible encontrar orientaciones o pautas directrices para dilucidar gran parte de los cuestionamientos éticos que surgen con relación al acontecer político.
Tales son, entre otros: el tema de los medios legítimos para conquistar el poder político y para retenerlo; el del populismo y la demagogia como instrumentos para esos fines; el del uso del poder del Estado para acrecentar el poder político personal o partidista; el de la corrupción; el del rol de los medios de comunicación como instrumento de proselitismo, de desprestigio a los adversarios y de tergiversación de la verdad; el del resguardo al honor y dignidad de las personas; y el de la separación o los límites entre la vida pública y privada.
Un párrafo especial merece el llamado populismo. Venezuela ha sido y lamentablemente continúa siendo, la principal expresión, motor e impulsor del populismo, aunque debo precisar que esta endemia no es exclusiva de América Latina ya que también se está replicando en diversos países de Europa.
El populismo no es una ideología y no se le puede atribuir un contenido programático específico. Tampoco es un régimen político y es compatible con una variedad de formas estatales. Es una manera de hacer política que se funda en el clientelismo y en liderazgos carismáticos. Este liderazgo carismático sólo es posible desde la fragilidad institucional de la democracia; el mismo líder populista no puede constituirse ni reproducirse como tal sino en base a un debilitamiento de las instituciones. Ese líder carismático no es más que la suprema personalización del poder político. Niega la realidad objetiva y crea su propia realidad la cual difunde a través de los medios de comunicación en su poder a los fines de que el pueblo la asuma como cierta. Crea una ficción y un “relato” con el cual pretende seducir a los sectores más vulnerables. Persigue a los opositores, infunde miedo a los empresarios y si no tiene conflictos, los crea artificialmente en defensa de lo que denomina “valores nacionales y populares”.
El populismo destruye las instituciones y ese fenómeno es producto de masas postergadas y excluidas. Esto mismo permite entender una de las más particulares características de los líderes y sus carismas: su radical anti-institucionalidad: cuanto más ajenos o contrarios son y se muestran respecto de las instituciones, tanto mayor será su éxito. Este fenómeno en el que se contrapone y superpone el poder de las personas al margen y por encima de las instituciones, remite a otro de los factores y efectos de la desinstitucionalización de las democracias: la degradación plebiscitaria y destructiva de la representación política.
No me cabe duda de que el populismo es una droga que adormece y encandila a vastos sectores de la sociedad que ven en él la salvación de sus vidas. Es una política suicida; crece de la mano de sociedades injustas alentado por líderes mesiánicos que solo buscan perpetuarse en el poder; por ello cuida tanto los pobres que los multiplica por doquier. Los pobres constituyen su única misión, su multiplicación le asegurará el poder por tiempo indefinido. La democracia y el Estado de Derecho serán solo formales, los derechos serán catálogos de ilusiones. Los gobernantes que lo practican no gestionan para las próximas generaciones, solo le interesan las próximas elecciones.
II. Realidad socio-cultural latinoamericana [arriba]
Nuestros países latinoamericanos son naciones jóvenes, hijas de la mezcla entre los europeos que han llegado a partir del siglo XV, primero como conquistadores y después como inmigrantes, con los pueblos originarios del continente. Los periodos de conquista y colonial dejaron en nuestras sociedades una muy fuerte huella de dominación. Han sido y en gran medida siguen siendo sociedades bastante heterogéneas, marcadas por el signo de la desigualdad en que conviven sus diversos estratos, niveles o clases sociales.
Aunque nuestras Constituciones proclaman solemnemente la igualdad ante la ley, lo cierto es que en nuestra América esa igualdad sigue siendo más formal que real. En mayor o menor medida, en nuestros países subsisten profundas diferencias entre sectores a los antiguos propietarios de la tierra o sus sucesores, los cuadros militares superiores, los grandes y medianos empresarios y los profesionales universitarios, por una parte, y por otra los trabajadores asalariados, sean del campo, de la minería, de la industria, del comercio o de los servicios domésticos.
En ambos estratos hay, naturalmente, sectores diferentes; así como no es igual la situación ni influencia de los grandes empresarios que la de los medianos y pequeños, también difieren en el mundo laboral las situaciones de los funcionarios del Estado, de los profesionales, de los trabajadores de la industria y de la banca, de los campesinos, mineros y otros sectores. En mayor o menor medida, en el curso de este siglo ha ido consolidándose en todos nuestros países una clase media cada vez más numerosa e influyente. Pero es dramático el hecho, al que parecemos acostumbrados, de que más de doscientos millones de latinoamericanos, casi la mitad de nuestra población, vivan en la pobreza y, en cierto modo, en la marginalidad, mientras en casi todos nuestros países hay sectores minoritarios –y a veces muy minoritarios– que exhiben niveles de existencia análogos a los del mundo rico. Y es necesario tener presente que de ese estrato marginal de pobreza formen parte, sino todos, la mayoría de las comunidades indígenas o aborígenes de nuestra América.
Esta realidad social de tan notorias desigualdades –tácitamente reconocidas como si fueran fenómeno natural– no es irrelevante para el tema que nos preocupa, porque explica el hecho de que en nuestra cultura popular prevalezca la creencia de que el poder y la riqueza dan derechos que, justos o no, han de aceptarse como se admiten, aunque no nos gusten, las inclemencias climáticas. Solo así se explica la conformidad con que en algunos de nuestros países se ha aceptado, como si fuera algo natural, el enriquecimiento de los gobernantes durante su mandato, o sin ir tan lejos, generalmente se reconocen variados privilegios a las personas que ejercen alguna autoridad y aun a los que exhiben ciertos niveles de riqueza.
El dicho “autoridad que no abusa pierde su prestigio”, es expresivo de esta mentalidad, aun frecuente en nuestros países. Todavía el modesto campesino, el indígena o el ciudadano pobre que acude a un servicio público, admite como casi natural que se le cite para otro día o, simplemente, se le atienda mal. Solo es ciudadano a la hora de votar, luego se asemeja a un moderno súbdito.
Instituciones tan tradicionales como el patronazgo en las relaciones laborales y el caudillismo o el clientelismo en el ámbito político, erosionan el concepto de ciudadanía y favorecen una cultura de la ilegalidad. Más allá de las normas que establecen o regulan derechos y deberes, lo que opera efectivamente para muchos es la informalidad, el favoritismo, la excepción. Tantos miembros de nuestras elites como vastos sectores populares no sienten la necesidad de desarrollar una sociedad igualitaria, participativa y deliberante; por el contrario, perciben el poder como un privilegio que naturalmente da ventajas y oportunidades, que corresponde ejercer con indulgencia y al cual cabe solicitar favores o beneficios.
Se explica así la frecuencia con que el modesto ciudadano que accede a cargos o situaciones de poder tiende a abusar de sus prerrogativas en beneficio propio, de sus familiares o de sus amigos.
Nuestra región se caracteriza por la debilidad de la sociedad civil y la precariedad ciudadana. Es un hecho evidente que en nuestras naciones hay todavía grandes sectores de su población que no se expresan ni participan socialmente, no están organizados, ni tienen una adecuada representación política.
A estos rasgos tradicionales de la realidad latinoamericana debe agregarse, en los últimos años, la implantación creciente de una cultura económica que hace de la riqueza el valor o bien más importante y, consiguientemente, convierte a su búsqueda en la primordial tarea tanto de las naciones como de los individuos.
Cada día es más fuerte el peso de la economía, tanto en la vida privada de las personas como en la marcha de las sociedades. Y a medida que nuestras naciones se van insertando en el proceso de globalización financiera y económica, menor es la autonomía de los Estados para defender el interés nacional mientras se torna mayor la concentración de la riqueza y más desigual la distribución de los ingresos.
No cabe discutir que para superar la pobreza es indispensable el crecimiento económico pero este crecimiento, siendo necesario, no es suficiente para eliminar la pobreza y si no se complementa con políticas eficaces de desarrollo social, aumenta las desigualdades.
Los asombrosos progresos científicos y tecnológicos de los últimos decenios han generado, entre muchos otros efectos –como el achicamiento del mundo, cada vez más convertido en “aldea global”–, cambios muy profundos en las posibilidades de trabajo de la gente; cada vez se necesitan más trabajadores con alta calificación, al día en las técnicas más modernas para producir o prestar servicios eficaces, y disminuye la demanda de trabajo no calificado. Lo que junto con generar desocupación en el ancho mundo de los pobres que no han tenido posibilidades de estudiar y prepararse, genera crecientes desigualdades en el nivel de las remuneraciones.
Paralelamente, el fenómeno de la globalización reduce o disminuye la soberanía de las naciones, que cada vez dependen más de su inserción en el mercado mundial. Dentro de este, el papel de los países de la periferia o mundo en desarrollo tiende a reducirse al de proveedores de materias primas –muchas veces agotables– y de mano de obra barata.
Las decisiones, a menudo especulativas, de grupos financieros internacionales, pueden sumir en graves crisis a esos países, con el consiguiente empobrecimiento de sus poblaciones. La publicidad inherente al sistema, destinada a estimular los mercados y sostenida abrumadora y persuasivamente por los medios de comunicación, estimula hábitos de consumismo que terminan esclavizando a la gente y sumiéndola en el endeudamiento.
Todo ello está deshumanizando la vida de nuestras sociedades, donde los seres humanos son cada vez más esclavos de las cosas, más egoístas y centrados en sí mismos, menos solidarios y menos capaces de amar al prójimo.
III. Desafíos éticos de la democracia latinoamericana [arriba]
Se trata, según mi criterio, de un desafío cultural que ha de operar en la conciencia colectiva de nuestras sociedades. Es preciso, en primer término, que se entienda y acepte que el fin de la autoridad política no es el poder sino la búsqueda del bien común, para cuyo logro el poder no es sino un medio, y no el único. Y es también necesario como natural consecuencia de lo anterior, que se conciba o entienda la actividad política como forma de “servicio público” y no como instrumento para lograr influencia o ventajas personales.
Junto con ello, es fundamental inculcar en la conciencia colectiva los conceptos de dignidad esencial de todo ser humano, titular de derechos fundamentales proclamados en la Declaración Universal, de la consiguiente igualdad de todos los hombres y mujeres y de respeto a la ley como regla de convivencia civilizada.
En la medida en que en nuestras sociedades se generalicen las ideas de que los gobernantes, legisladores, jueces y demás autoridades públicas son servidores de la comunidad o como se los llama comúnmente “inquilinos del poder”; de que todas las personas por igual son titulares de derechos esenciales que deben serles respetados y tienen a su vez ciertos deberes frente a la sociedad y de que la ley, norma general obligatoria –y no la voluntad arbitraria de ninguna persona– es la regla que regula la convivencia colectiva, los riesgos de arbitrariedades, discriminaciones, favoritismos y otros abusos disminuyen al mínimo.
La moralización de la política depende o es reflejo de la moral colectiva. Si en una sociedad prevalece la creencia de que el poder es por naturaleza arbitrario y se acepta como natural o lógico que quien lo ejerza abuse, se enriquezca, favorezca a sus amigos o persiga a sus adversarios, no podrá esperarse que la política sea ejemplo de moralidad.
En este sentido, el desafío de elevar la calidad ética de nuestra política no solo choca con algunos hábitos derivados de la cultura histórica de las sociedades latinoamericanas –a que antes me referí–, sino también con algunos rasgos que tienden a prevalecer en la cultura de nuestros días al menos en el mundo occidental. Me refiero especialmente al excesivo individualismo, al consumismo desenfrenado, a la tendencia al enriquecimiento rápido y al menosprecio del Estado como institución promotora del bien común.
No puede esperarse una política de alta calidad moral en sociedades en que el sentido comunitario de nación está fuertemente debilitado por el egoísmo de individuos que solo se interesan por su bienestar, anhelan comprar todo lo que el mercado ofrece, tienen como objetivo fundamental de sus vidas hacerse ricos, ven al Estado como un estorbo y menosprecian a los servidores públicos como parásitos.
Sin perjuicio de lo anterior, es evidente que el sistema jurídico constituye un elemento importante para mejorar la calidad moral de la política. Una adecuada definición de las competencias funcionarias, un régimen estricto de incompatibilidades e inhabilidades, una legislación penal que tipifique y sancione adecuadamente los hechos constitutivos de corrupción, una judicatura independiente y eficaz, son elementos importantes para proteger el nivel moral de la vida pública.
Especial significación tiene, en este aspecto, la legislación que regule el sistema electoral de generación de los poderes públicos, sobre todo en lo relativo al financiamiento de las campañas; un régimen transparente en la materia es indispensable para asegurar la independencia de las autoridades elegidas. Pero ninguna legislación, por perfecta que sea, bastara por si sola para moralizar la vida política de una nación.
La política, en definitiva, el espejo o reflejo de la respectiva sociedad. Y admitido que ella, como toda actividad humana está sujeta a la moral, su calidad ética o moralidad será la que prevalezca en la comunidad humana en la cual se ejerce.
El gran desafío moral de la vida política consiste en crear condiciones que permitan a los seres humanos realizar su anhelo de vivir en paz. Paz entre las naciones; paz al interior de las mismas. Lo cual supone y exige ciertas condiciones que es necesario cumplir.
Un viejo aforismo afirma que la paz es obra de la justicia. Y en su Encíclica Pacem in Terris, Juan XXIII sostuvo que “la paz en la tierra, suprema aspiración de la humanidad a través de la historia”, debe fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad”. Es claro que estas condiciones están lejos de darse en el mundo en que vivimos.
Falta a la verdad un mundo que no vive los valores que formalmente proclama. Hay mucho de hipócrita convencionalismo, por no decir falsedad, en la realidad de nuestros días. Los valores que a menudo se proclaman, no se respetan en la vida cotidiana. No es vivir “en la verdad” contentarse con exhibir excelentes cifras macroeconómicas de crecimiento y estabilidad o ufanarse en la exhibición del progreso y la belleza de los barrios ricos de las grandes ciudades, mientras al mismo tiempo se silencia la escandalosa desigualdad en la distribución de los ingresos y la miseria en que viven los sectores marginales.
No es justo un mundo –como el de nuestros países latinoamericanos–, en que importantes sectores de la población –en algunos casos mayoritarios–, no tienen adecuado acceso a la salud, la educación, la vivienda y el trabajo bien remunerado. La primera y fundamental exigencia de justicia es la igualdad de oportunidades para todos. Si se invocan criterios de justicia para regular las remuneraciones o ingresos de cada cual, según su capacidad y rendimiento, esos mismos criterios exigen que todos inicien esa competencia desde un mismo punto de partida, con análoga capacitación y posibilidades. Esta es, sin duda, una exigencia ética fundamental.
Como lo es que el sistema judicial sea parejo para todos, con arreglo al viejo adagio de que “la ley pareja no es dura”. Pero todos sabemos que en nuestros países la justicia no es pareja, porque ante ella no comparecen en reales condiciones de igualdad los ricos y los pobres.
El individualismo consumista que prevalece cada vez más en nuestras sociedades reduce el amor casi exclusivamente al ámbito interno de las familias. El concepto cristiano del prójimo, a quien deberíamos amar como a nosotros mismos, prácticamente ha desaparecido en la vida moderna, salvo en el mundo de los más pobres y marginados cuyo desamparo los fuerza a ayudarse unos a otros.
Marchamos como autómatas, cada uno encerrado en su pequeño mundo propio, del cual solo nos sacan grandes remezones colectivos, como las catástrofes naturales, las epidemias o las revoluciones. Cada vez se reduce más la dimensión comunitaria de la existencia humana, que es el terreno propicio para el cultivo del amor al prójimo.
Por ello a mi juicio la moralización de la política depende de la moral colectiva. Si en una sociedad prevalece la creencia de que el poder es por naturaleza arbitrario y se acepta como natural o lógico que quien lo ejerza abuse, se enriquezca, favorezca a sus amigos o persiga a sus adversarios, no podrá esperarse que la política sea ejemplo de moralidad.
Sin perjuicio de lo anterior, es evidente que el sistema jurídico constituye un elemento importante para mejorar la calidad moral de la política. Una adecuada definición de las competencias funcionarias, un régimen estricto de incompatibilidades e inhabilidades, una legislación penal que tipifique y sancione adecuadamente los hechos constitutivos de corrupción, una judicatura independiente y eficaz, son elementos importantes para proteger el nivel moral de la vida pública.
Las reflexiones precedentes ponen de relieve la magnitud del desafío. El noble propósito de que la política sea regida por la ética no se reduce a defenderla del peligro de corrupción. Esta es solo una de las amenazas, la más burda o grosera. El desafío es mucho más profundo y amplio; se trata de la vigencia de los valores éticos en todo el ámbito de la conducta humana, de la que depende el bien común de las sociedades, que es –en definitiva– el fin último de la política.
El ordenamiento de las sociedades que hoy se llaman modernas, reposa fundamentalmente en los valores de la libertad y la propiedad. En mi opinión, si no somos capaces de complementar esos valores con los de la justicia, la solidaridad y el bien común, no podremos lograr la primacía de la ética en la existencia colectiva.
Notas [arriba]
* Profesor Emérito, cátedra de Derecho Administrativo, Carrera de Abogacía y programa franco-argentino, Facultad de Ciencias Jurídicas, Universidad del Salvador, Buenos Aires, Argentina. Ex Defensor del Pueblo de la Nación Argentina y Ex Ministro de Justicia de la Nación Argentina.
[1] Dictum de Acton, conocida frase del historiador británico John Emerich Edward Dalkberg Acton (Lord Acton) de 1887.
[2] http://www.jacqu esmaritai n.com/ pdf/09_FP/04_FP_Maqui.pdf.
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